Feliz día de san Alberto Hurtado

Reflexión 

Queridos todos:

En este día en que litúrgicamente la Iglesia conmemora a san Alberto Hurtado, me tomo devotamente la libertad de escribir y compartir una sencilla reflexión que destaque alguno de los aspectos de este gran santo con quien comparto nacionalidad y con quien desearía compartir más aún el amor sin condiciones y la entrega profunda hasta la santidad, y desde allí aquella fecundidad tan directamente proporcionada a nuestro “vivir el Evangelio” que las almas nobles, incluso ahora mismo desde la eternidad, nos enseñan. Ruego al Cielo nos conceda a todos esta gracia de arrancar los posibles límites que en nuestra vida se interpongan entre la grandeza y generosidad de Dios y nuestra falta de confianza y entrega cada vez mayores.

Si bien desde pequeño conocí el rostro del padre Hurtado, dos o tres de sus frases más populares, y hasta pasé alguna vez delante de las puertas del famoso “Hogar de Cristo” que prolonga la caridad y preocupación por el prójimo de nuestro santo; sin embargo, debo reconocer que no fue sino en el seminario -san Rafael, Argentina-, donde realmente pude encontrarme de cerca al padre Hurtado en sus escritos, sus maravillosos escritos, de los cuales especialmente durante mi sacerdocio me hice bien devoto, pues son de aquellos párrafos que uno pareciera leerlos pensando que fueron escritos más de alguna vez en la capilla, quizás delante del Santísimo, especialmente las meditaciones y reflexiones. Así pues, los escritos del padre Hurtado, así como los de tantos otros santos, especialmente doctores y los más notablemente enamorados de nuestro Señor y la buena doctrina, me pesa no haberlos encontrado antes en mi vida; así como sus mismas vidas, páginas plasmadas del Evangelio encarnado, puentes firmes y seguros hacia las Sagradas Escrituras de las cuales las almas santas bebieron para, justamente, hacerse santas…

Volviendo al padre Hurtado, y teniendo presente el santo Evangelio de este día -normalmente conocido como el del joven rico-, podemos hacer un paralelismo entre los extremos de dos partes bien lejanas entre sí, unidas solamente en el punto común de la llamada de Jesucristo nuestro Señor a la perfección. Uno fue convocado en persona por Jesucristo, recibiendo de sus propios labios la invitación a su seguimiento; el otro, comprendió dicha convocatoria desde el corazón, viendo con los ojos de la fe, y aceptando con pronta generosidad el llamado a la consagración total… y uno se marchó triste, porque estaba apegado a “sus cosas”; el otro, en cambio, se desprendió de todo y vivió y murió dichoso, porque supo hacer de Dios su única riqueza. Y así, uno sufrió por las creaturas, con amargura; el otro, en cambio, sufrió por Dios, con alegría. Y perseverando en su determinación y generosa entrega, este último llegó a ser santo, porque así funciona la lógica Divina: la pequeñez humana puesta con confianza en las manos de Dios produce frutos abundantes, produce el bien en desproporción, produce santidad e invita a la santidad.

La historia del joven rico, en el Evangelio de hoy, terminó en el versículo 22. La historia de los santos, en cambio, no termina con su muerte en este mundo, pues sus obras siguen vivas, su intercesión permanece intacta, sus escritos siguen disponibles, sus ejemplos perduran y nuestra devoción a ellos nos acompañará cuanto nosotros lo queramos. Así, san Alberto Hurtado, nos sigue predicando y enseñando; y no sólo él, sino tantos otros innumerables santos y santas de Dios, resaltando hermosamente los diversos matices de la perfección divina con aquello que nos han dejado hasta el fin de la historia, es decir, los incontables ejemplos de los miembros preclaros de la Iglesia que nos han enseñado constantemente a responder “¿qué haría Cristo en mi lugar?” con sus propias vidas. Obviamente que nuestro modelo supremo y absoluto es Jesucristo, y en seguida su santísima Madre; pero los santos nos dejan ver de una manera especial lo que pasa cuando la imperfección humana toma la decisión de comenzar su proceso de purificación hasta alcanzar las expectativas divinas dispuestas para tantas almas: “(Es) tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.”, escribía nuestro santo.

Tal vez hoy en día -hablo al menos desde el entorno en que crecí-, Chile sigue recordando al padre Hurtado por el Hogar de Cristo, obra palpable que expresa la preocupación del santo por los más necesitados; pero la obra que realizó y que realiza mediante su intercesión, es más extensa todavía. No recuerdo las vocaciones consagradas y al matrimonio que se le atribuyen, pero son muchas; así también nos contaba un religioso que lo había conocido (cuando éramos novicios, el 2005), que se le armaban filas para la dirección espiritual y en unos pocos minutos todos se iban contentos y agradecidos, pues era muy preciso y no necesitaba muchas palabras para saber qué aconsejar a cada alma; y dio muchas conferencias, predicó muchos retiros, homilías, etc., y nos dejó no pocos escritos además… todo esto, reiteramos, para seguir enseñándonos las consecuencias de decirle a Dios que sí en lo que nos proponga, para nuestro bien y el de aquellas personas que entren en contacto con nosotros, porque eso es un santo y porque así se forja un santo: aprendiendo a decirle en todo a Dios que sí, como vemos en la vida y obra de san Alberto Hurtado: “Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.”

P. Jason Jorquera M., IVE.