El valor social de la santidad

De los escritos del P. Alfonso Torres

 

a) Fecundidad divina de la santidad

La Iglesia no tiene más defensa que su santidad; todo lo demás se cae como tinglado de cañas. La santidad tiene una doble fuerza. En primer lugar, la fuerza que tiene sobre las almas. Ante un santo se sobrecoge el mundo entero. Tiene, además, la santidad otra fuerza. Dios nuestro Señor está con los santos. Donde Dios vuelca todas sus misericordias, todas sus bondades, todos sus auxilios, todo su poder, es en los santos.

Tienen las santidades auténticas esta condición: que cuanto más se acerca uno a ellas, más se agigantan. Y por paradoja, cuanto más se esconden, más brillan. El ocultarse de la humildad tiene centelleos de luz divina, como el pavonearse de exhibicionismo tiene sombras de muerte. Es fuego fatuo en un cementerio de virtudes.

Nunca es estéril la santidad; algunas veces la santidad produce obras visibles que demuestran que no es estéril; pero, aun en los casos en que esas obras no se ven, en que no hay esas obras visibles, la santidad es fecundísima; por eso el demonio hace tanta guerra a esa santidad, porque sabe que el que se santifica salva a muchas almas y da mucha gloria a Dios.

Los santos tienen el don de elevar cuanto tocan. Una brizna de hierba que encuentren, la convierten en reflejo de la hermosura, de la vida y del amor divino. Tienen el secreto de convertirlo todo en misteriosa escala que les lleva a Dios. Los más tenues atisbos de virtud que descubren en las almas, les sugieren altísimas consideraciones llenas de sabiduría divina. Siguiendo el rayito de luz, se abisman en el sol.

Cuando tenemos la suerte de tropezar con alguna de esas personas que están muy cerca de Dios y que cuando hablan parece que transparentan a Dios, que lo llevan en su corazón, recibimos una gracia muy grande. Y no somos nosotros los que hacemos un obsequio a esas almas cuando las favorecemos en algo, sino que son ellas las que nos favorecen a nosotros cuando nos comunican eso que tienen de Dios.

 

b) Instrumento de salvación para muchas almas

Dios ha tenido puestos sus ojos en nosotros siempre con misericordia y con infinito amor. Los designios divinos han sido tomarnos a cada uno de nosotros como instrumento de santificación, y para eso enriquecernos con sus gracias divinas, llenar nuestro corazón de sus celestiales bendiciones, y disponernos así a que fuéramos instrumento de salvación para muchas almas y de mucha gloria divina.

Pensemos en las almas que se salvarían por nuestra propia virtud si nosotros nos santificáramos, que no es cosa tan baladí el ser fiel o no a Dios aun en aquellas cosas que no nos obligan bajo pecado mortal, puesto que de ahí depende nuestra santificación, y de ésta, la salvación de muchas almas, el bien que podemos hacer al mundo y la gloria que podemos dar a nuestro Dios.

Dios nuestro Señor nunca permite que un alma fervorosa sea un alma estéril. El alma fervorosa es siempre un alma fecundísima.

c) La formación de santos

Por grande que sea la conversión de un pecador, es mucho más grande la formación de un santo, porque la obra, en sí misma, es más perfecta y acabada y porque al formar un santo se prepara el instrumento que ha de convertir muchos pecadores. No hay santo -pensad en el más desconocido, en el más oculto, en el más ignorado- que no haya llevado tras de sí al Cielo una legión de almas con su oración, con su sacrificio y tal vez con su apostolado.

Santificar a un alma es salvar innumerables almas, y eso aunque el alma que se santifica esté escondida en el último rincón y pase completamente ignorada a los ojos del mundo, porque un alma santa, cuando ejercita su apostolado, dondequiera que esté es fecunda, aunque esté sepultada en el surco, como el grano de trigo del que habla el Evangelio. La fecundidad de un alma santa es incalculable; esa alma hace caer sobre el mundo un diluvio de misericordias divinas, de gracias celestiales.

d) El mundo necesita santos

El mayor milagro y la mayor señal de que Dios está con un apóstol o con una obra apostólica es la santidad de la vida; que no son, en último término, los milagros el mayor de los argumentos. El mayor de los argumentos es esa especie de milagro moral que se llama santidad verdadera.

Oiréis repetir mil veces que el mundo necesita grandes sabios, grandes empresas, grandes obras de celo, muchos medios de lucha contra el mal; todo eso será verdad; peo lo que más necesita el mundo son santos; pero santos auténticos, santos que se inmolen con la humildad y el sacrificio; santos según Dios, santos que sean la santa semilla de otras almas santas; eso es lo que más necesita el mundo y eso es lo que más busca el corazón divino de Jesús.

En horas en que el mundo está tan necesitado del Evangelio, en que tan necesitado está Jesucristo, lo que se necesitan, más que peroraciones y más que elucubraciones, son vidas santas, que, aunque estén escondidas en el último rincón del último convento, no dejarán por eso de extender sus aromas, como el árbol de incienso del que habla el eclesiástico, y embriagar o embalsamar con él todo el bosque.