Entre hoy y el día de nuestra muerte

(Reflexión)

Hablando del sentido de la muerte para nosotros, los creyentes, dice san Alberto Hurtado: “…para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su Cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (cf. Jn 19,34). La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza. ¡Felices de nosotros porque hemos de morir!”.

Nosotros sabemos bien por nuestra fe que esta vida nos ha sido ofrecida para conquistar desde aquí la eternidad. Sabemos que Jesucristo, nuestro Dios y Señor, fundó su Iglesia y junto con ella la posibilidad de salvarnos para siempre, de llegar al Paraíso y quedarnos junto a Él maravillosa e irrevocablemente, para lo cual Él mismo abrió las puertas del Cielo y nos dejó su gracia a cambio de fidelidad, perseverancia, arrepentimiento y conversión si es necesario, reparación y trabajo espiritual, precio nada alto si consideramos con profundidad sus inefables consecuencias. Pero así también, junto a esta innegable realidad de la dicha eterna, se encuentra también para nosotros, a lo largo de la vida, aquella otra que es penosamente terrible, y nos referimos a la del fracaso absoluto, e irreversible también, de la posibilidad de la condenación eterna, consecuencia justa y lógica también para aquel que haya tomado la decisión de alejarse de Dios, sea abandonando su Iglesia, sea abandonando su gracia (su amistad), sea rechazándolo abiertamente… o más o menos implícitamente. El punto aquí es que la respuesta definitiva nos llegará el día de pasar de este mundo al otro, cuando hayamos cerrado por última vez los ojos en esta vida para abrirlos tras el velo de lo finito y temporal, donde nuestro Señor Jesucristo se nos presentará con toda claridad, y pondrá delante de nosotros todas nuestras obras para ser juzgadas y pesadas en la balanza de la justicia, donde nosotros mismos veremos hacia qué lado se inclina y qué es lo que hemos llegado a merecer.

Dios mismo es quien nos juzgará, sí, pero no olvidemos que serán nuestras acciones las que determinen nuestro destino postrero; y si éstas han sido buenas, pues habrá Cielo para nosotros, y si han sido malas, pues habrá condena. Todo esto está en juego según las obras que hagamos entre hoy y el día de nuestra muerte.

Con esta reflexión, en tiempos donde la popularidad del pecado es tan abrumadora, tan grotesca su promoción y tan perseguida y condenada en tantos lugares la virtud, sin embargo, no pretendemos ser pesimistas ni pusilánimes, sino todo lo contrario, ya que debemos ser muy conscientes de que el día de nuestro juicio personal, delante del mismo Dios, somos nosotros mismos quienes lo vamos “diseñando a nuestra voluntad”; y es por eso que si hay falencias, si hay errores, si hay heridas, ¡si hay pecados, e incluso incontables pecados!, debemos enderezar las cosas y contrarrestar las más terribles consecuencias a fuerza de arrepentimiento, de reparación, de conversión; y si vemos el mal en nosotros hay que decidirse a echarlo fuera; si hemos hecho mucho mal pues debemos hacer desde ahora mucho bien, lo más que podamos; y si le cerramos alguna vez las puertas de nuestra alma a Dios, debemos abrirlas de par en par a partir de ahora, y “ordenar la casa” para que Él se sienta cómodo y se dedique gustosamente a acomodarlo todo.

Comparto estas sencillas consideraciones, movido en esta oportunidad por las hermosas experiencias que Dios me ha concedido presenciar en estos últimos años, en que he debido despedir a personas cercanas, así como también he tenido la gracia maravillosa de asistir en sus últimos momentos a algunos seres queridos, contemplando la antesala de lo que fue su encuentro amoroso y definitivo con nuestro Señor Jesucristo a los ojos de la fe, luego de haberlos visto recibir los sagrados sacramentos, incluso habiéndoselos dado por medio de mis propias manos.

Entre hoy y el día de nuestra muerte están nuestras acciones y el juicio de Dios sobre ellas. Sumemos, pues, buenas acciones en la balanza definitiva de nuestra vida terrena, sin pesimismos, sin mediocridades, sin quedarse a mitad de camino: pongamos sobre los platillos de la balanza nuestros perdones al prójimo, nuestro trabajo contra los defectos personales, nuestras luchas contra el pecado y nuestra reparación, nuestra paciencia ante nuestras cruces, nuestros fracasos sopesados y detestados a la luz de la experiencia y todas nuestras enmiendas; nuestra paciencia ante la adversidad, nuestras batallas contra las tentaciones y nuestras conquistas de las virtudes; nuestro tiempo delante de Dios, nuestra vida sacramental (cada santa Misa, cada confesión, etc.), nuestros deseos de santidad, el arrepentimiento de nuestras faltas y las santas determinaciones de todos nuestros buenos propósitos.

Tal vez más de una vez hemos escuchado la frase “nunca es tarde para cambiar”, lo cual podríamos decir que es cierto, pero solamente entendido como “mientras dure nuestra vida”, porque la muerte es para algunos su “demasiado tarde”, así como para otros es su dichoso “finalmente”, es decir, como recompensa a sus esfuerzos y trabajo espiritual por alcanzar la salvación eterna. Parece más acertado decir “¿por qué no comenzar a cambiar ahora mismo?; no mañana, no muy pronto, no cuando me sienta preparado, sino tomar la decisión en este mismo instante”; pues no sabemos cuándo tendremos que presentarnos delante de Dios para ser juzgados, pero sí podemos preparar desde ahora el “cómo”, es decir, velando, trabajando, haciendo el bien, y acercándonos más y más a Dios. La clave y la respuesta para preparar nuestro momento decisivo delante de Dios, es la pregunta que en esta vida acompañó a innumerables almas que se dejaron transformar por la gracia que absolutamente a todos se nos ofrece si decidimos aceptarla: ¿qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo, qué he de hacer por Cristo?

Roguemos al Cielo y trabajemos incansablemente para que entre hoy y el día de nuestra muerte, nos dediquemos a preparar un dichoso encuentro con nuestro Señor Jesucristo, y que sean cada vez más las almas que se determinen a cambiar para bien en respuesta a la Divina Misericordia, viviendo nuestras vidas en búsqueda de su gloria, pues allí se encuentra nuestra eterna salvación.

P. Jason Jorquera M., IVE.

¡Basílica llena!

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

Como ya les hemos contado anteriormente, hace ya un buen tiempo, por gracia de Dios la casa de santa Ana aquí en Séforis, fue nombrada santuario de la Custodia franciscana de Tierra, atendido por los monjes del Instituto del Verbo Encarnado, maravillosa expresión de lo que pudimos ver hace algunos años, antes de la guerra y del corona, cuando los devotos grupos comenzaban a llegar prácticamente cada semana para rezar, confesarse, celebrar la santa Misa, escuchar la visita guiada de parte de los monjes y pedir las gracias especiales que se encuentran “escondidas” en cada santuario, particularmente según seas sus correspondientes patronos, como lo es aquí santa Ana y la Sagrada Familia completa. Sin embargo, después de la guerra y hasta ahora, ha sido realmente excepcional recibir a algún grupo en semanas, limitándose las visitas prácticamente a algún que otro vecino, quizás un par de amigos del monasterio o el paso de alguno de nuestros sacerdotes y hermanas que misionan por esta zona. Si bien el silencio externo es una parte esencial de la vida monástica en orden a ayudar a vivir en el silencio interior, apropiada fragua del recogimiento que ha de buscar incansablemente el monje, sin embargo, no deja de ser triste la razón actual del silencio de tantos santuarios, que no es otra que esta ausencia de los peregrinos que antes colorearan con sus visitas los santos lugares. Pero últimamente, al encontrarnos con otros religiosos, hemos escuchado -aunque muy aisladamente- que por tal lugar pasó un grupo y en tal santuario vieron otro, y que en tal altar de tal santuario una devota comitiva celebró la santa Misa… Con esto presente han de imaginarse y compartir nuestra alegría cuando un grupo de Senegal, acompañados al igual que el año pasado por Monseñor Paul Abel Mamba, nos confirmó su asistencia para celebrar este pasado sábado la santa Misa, en la cual los restos de la basílica que alberga este lugar santo pudieron ver nuevamente entre sus muros al gran grupo que vino a venerar especialmente a santa Ana. Monseñor, junto con 10 sacerdotes y 450 feligreses, ¡llenaron la basílica!, celebrando píamente la santa Misa acompañada por cantos tradicionales, y pudiendo hacer nosotros un gran apostolado, para el cual nos ayudaron nuestras hermanas de Nazaret.

Seguimos rezando por la paz en el mundo entero, pero la paz verdadera y duradera. Es cierto que por esta zona de Galilea y por Jerusalén hay actualmente tranquilidad, pero necesitamos que haya paz, ¡paz en los corazones!, ¡paz en las familias!, ¡paz entre los pueblos!, intención especialmente agregada continuamente en nuestro pequeño monasterio, que más silencioso de lo normal acompaña a la distancia con sus oraciones y sacrificios a todos aquellos que rezan por nosotros y nos piden oraciones.

Damos gracias a la Sagrada Familia y a todos ustedes por sus oraciones, y pedimos especialmente para que poco a poco los santuarios puedan volver a recibir las súplicas confiadas de quienes tengan la gracia de poder visitarlos.

Siempre en unión de oraciones:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia

LA AMISTAD DEL SACERDOTE CON JESUCRISTO

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Mi idea al ir a la Isla de las Zanahorias era decirle al Señor que allí me tenía toda una semana a su entera disposición sin hacer absolutamente nada más que escucharle a Él. En nuestro quehacer diario tenemos tiempo para todo excepto para rezar. El Señor está esperando constantemente hasta que llegue su turno, pero raras veces llega porque siempre hay algo que se interpone. Aquí yo tenía una semana entera. “Habla, Señor, Tu servidor está dispuesto ahora”. Normalmente, el Señor esperaba hasta que yo acababa de hacer mi camino en la playa. Entonces era cuando Su divina inspiración era más clara y profunda. Para ser otro Cristo hay que llevar la cruz.

Para muchos, Cristo es un extraño; vemos al Señor distante, como un ser abstracto perdido en algún lugar en las nubes. Eso explica por qué algunos curas dicen misa diariamente y acaban abandonando el sacerdocio y, en algunos casos, perdiendo su fe. Y es porque no hay un conocimiento de Cristo, un verdadero interés en estudiarle más de cerca, no existe un esfuerzo para intimar más fuertemente con Él. En otras palabras, Cristo y el sacerdote no son en estos casos verdaderos amigos.

El error, naturalmente, es del sacerdote que no vive inmerso en estos asuntos desde la mañana a la noche.

Recomiendo a todo sacerdote que pase una semana entera en soledad junto al Señor con un espíritu de fe y humildad. El Señor le colmará de divina luz y de esta manera verá las cosas desde el punto de vista que las ve Dios. Y quizás uno de los primeros cambios que note el sacerdote sea el desorden que regula su vida. Él verá enseguida que debe distanciarse de cada una de las formas de atadura: tabaco, bebida, programas de TV, literatura basura, comida delicatessen y viajar. Denle al Señor una oportunidad. Mantengan el silencio. Mediten al pie del altar. Dios hará el resto.

En la Isla de las Zanahorias -si puedo ya llamarla así-, desafié al Señor a hacer esta prueba. “Habla, Señor, tu Siervo está escuchando”, como Samuel fuera instruido a responder cuando escuchó la voz de Dios al invocarle.

El poder de Dios se manifiesta a sí mismo hablando al alma sin decir una palabra. Dios inunda el alma de luz. El alma ve, comprende, entiende y, al mismo tiempo, siente una fuerza divina que viene hacia ella en su rescate. Y esto va acompañado de una paz interior profunda. El alma se da cuenta de que esto es bueno para ella y se vuelve insaciable, queriendo más y más. Pero también apercibe que el Señor no va a ser manipulado en ningún sentido. Él es el jefe; Él está en todo momento a cargo de la situación y no está para tonterías. Si el alma vuelve a su estado anterior, digamos a los tiempos pasados, se encuentra a sí misma pobre, ignorante, ciega, débil, y entonces comprende que todo el problema parte de ella. Tiene que postrarse de rodillas de nuevo y rogar como lo hiciera el hijo pródigo. Esta es la meta de los retiros anuales donde el alma evalúa sus pérdidas y ganancias.

Cristo le dirá al sacerdote que espera de él que aspire a la transformación total hacia Él. Solo así activará Dios Padre en el sacerdote la obra que ejecutó en Su Divino Hijo. en los planes de Dios solo hay un Sacerdote, el Gran Sacerdote Jesús, y cualquier otro sacerdote en la tierra tiene que transformarse en uno con Jesucristo. Cuando Dios Padre contempla a Jesús, ve a todos los otros sacerdotes en Él; y cuando mira a los sacerdotes, a cualquiera de ellos, Él ve a Jesús en ellos. Dios dijo sobre las aguas del Jordán que Él estaba muy satisfecho con su Hijo, Jesús. Del mismo modo estará satisfecho con cualquier sacerdote en proporción al parecido de Jesús que cada uno lleva en sí mismo.

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado. Las almas se compran con sufrimiento, y no con cualquier sufrimiento, sino con el mayor de los sufrimientos unido al dolor de Cristo. De aquí vendrán la redención y la salvación. Tener una vida cómoda no es el camino de un cristiano. Los sacerdotes no pueden ser de este mundo y, sin embargo, no pueden escapar del mismo.

Dios entiende que los sacerdotes, siendo hombres, pueden cogerse una rabieta antes o después; son la naturaleza y el carácter de esta rabieta los que importan, ya que hay rabietas y rabietas; ya que, cuando dicha rabieta pasa, entonces queda el rencor, la amargura, el egotismo prolongado y, finalmente, la rebelión abierta. Cristo en Getsemaní gritó con lágrimas de sangre rogando al Padre eterno que le ahorrase todo aquello que se le venía encima. Pero enseguida apartó cualquier atisbo de rebelión añadiendo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Este es el programa para cada sacerdote cuando el camino es áspero. Esta es la receta para salvar las almas.”

 

Fragmento del Libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ