SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – IIIª Parte

La amistad, por su parte, no se reduce a esos estrechos límites, pues alcanza a todos los que tienen derecho al amor y a la caridad, aunque se incline hacia unos con mayor facilidad que hacia otros. Llega hasta los enemigos, pues se nos encarga el orar por ellos. Es decir, nadie hay en el género humano a quien no se le deba la caridad, si no por mutua correspondencia en el amor, por la común participación en la naturaleza.

  1. ¿Te place que, además de la salud temporal mencionada, deseen para sí y para los suyos honores y dignidades? En efecto, es decente el desearlos si con ello se atiende al bien de los subordinados, si no se buscan por sí mismos, sino por el bien que de ellos proviene. No sería decente el desearlos por vana pompa de ostentación, por exhibicionismo superfluo o por una nociva vanidad. Pueden desear para sí y para los suyos esa suficiencia de medios de vida de que habla el Apóstol de este modo:Es una gran ganancia la piedad con lo suficiente. Porque nada trajimos a este mundo y nada nos podremos llevar de él. Si tenemos la comida y el vestido, contentémonos con ellos. Pues los que pretenden enriquecerse caen en la tentación, en lazo y en hartas apetencias necias y nocivas, que sumergen a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque raíz de todos los males es la avaricia. Algunos, al practicarla, se desviaron de la fe y se enredaron en hartas aflicciones32.Quien desea esta suficiencia, y nada más desea, nada inconveniente desea. Porque, en otro caso, no la desea a ella, y, por lo tanto, no desea algo conveniente. Esa deseaba, y por ella oraba el que decía: No me des riquezas ni pobreza; otórgame lo que me es necesario y suficiente, no sea que, saciado, me vuelva mentiroso y diga: “¿Quién me ve?” O, si la pobreza me estrecha, me convierta en ladrón y perjure contra el nombre de Dios33. Ya advertirás que esta suficiencia se desea no por ella, sino por la salud corporal y por el oportuno decoro de la persona humana, decoro que es conveniente para aquellos con quienes se ha de tratar honesta y civilmente.
  2. En todas estas cosas se apetecen por sí mismas la integridad del hombre y la amistad, mientras que la suficiencia de los medios necesarios de vida no se apetece por sí misma cuando se desea como conviene, sino por esos otros dos bienes mencionados. La integridad se refiere a la vida misma: a la salud, a la plenitud del alma y del cuerpo. La amistad, por su parte, no se reduce a esos estrechos límites, pues alcanza a todos los que tienen derecho al amor y a la caridad, aunque se incline hacia unos con mayor facilidad que hacia otros. Llega hasta los enemigos, pues se nos encarga el orar por ellos. Es decir, nadie hay en el género humano a quien no se le deba la caridad, si no por mutua correspondencia en el amor, por la común participación en la naturaleza. Verdad es que nos deleitan mucho y justamente aquellos que a su vez nos aman santa y limpiamente. Hay que orar por esos bienes: cuando se poseen, para que no se pierdan, y cuando no se poseen, para alcanzarlos.
  3. ¿Es esto todo? ¿Se reduce a esto todo lo que constituye la suma de vida bienaventurada? ¿Acaso la verdad nos sugiere alguna otra cosa que haya de anteponerse a esos bienes? En efecto, la suficiencia y la integridad mencionadas, tanto la propia como la de los amigos, mientras se trate de lo temporal, hemos de desdeñarlas cuando se trata de alcanzar la vida eterna. Bien es verdad que, aunque esté sano el cuerpo, no está ya sano el espíritu si no antepone lo eterno a lo temporal, puesto que no se vive útilmente en el tiempo si no se negocia en méritos para la eterna. Luego no cabe duda de que todas las cosas que pueden desearse útil y convenientemente han de ser referidas a aquella vida en la que se vive con Dios y de Dios. Nos amamos a nosotros mismos justamente cuando amamos a Dios. Y, en conformidad con otro precepto, amamos con verdad a nuestro prójimo como a nosotros mismos cabalmente cuando, según nuestras posibilidades, le conducimos a un semejante amor de Dios. Es que a Dios le amamos por sí mismo, y a nosotros mismos y al prójimo nos amamos por El. Pero, aunque vivamos de ese modo, no pensemos que ya hemos alcanzado la vida bienaventurada y que ya nada nos queda por pedir. ¿Cómo puede ser bienaventurada nuestra vida faltándonos el bien único por el que vivimos bien?
  4. ¿Por qué desviar la atención a muchas cosas, preguntando qué hemos de pedir y temiendo nopedir como conviene?Más bien hemos de repetir con el Salmo: Una cosa pedí al Señor, ésta buscaré: que me permita habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para poder contemplar el gozo de Dios y visitar su santo templo34. En aquella morada no se suman los días que llegan y pasan para componer una totalidad, ni el principio de uno es el fin de otro. Todos se dan simultáneamente y sin fin, pues no tiene fin aquella vida a la que pertenecen los días. Para alcanzar esa vida bienaventurada nos enseñó a orar la misma y auténtica Vida bienaventurada; pero no con largo hablar, como si se nos escuchase mejor cuanto más habladores fuéremos, ya que, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos35. Aunque el Señor nos haya prohibido el mucho hablar, puede causar extrañeza el que nos haya exhortado a orar, siendo así que conoce nuestras necesidades antes de que las expongamos. Dijo en efecto: Es preciso orar siempre y no desfallecer, aduciendo el ejemplo de cierta viuda: a fuerza de interpelaciones se hizo escuchar por un juez inicuo, que, aunque no se dejaba mover por la justicia o la misericordia, se sintió abrumado por el cansancio36. De ahí tomó Jesús pie para advertirnos que el Señor, justo y misericordioso, mientras oramos sin interrupción, nos ha de escuchar con absoluta certeza, pues un juez inicuo e impío no pudo resistir la continua súplica de la viuda. También nos pone ante la vista cuan afable y de buen grado llenará los deseos buenos de aquellos que saben perdonar los pecados ajenos, cuando aquella que trató de vengarse llegó al lugar que apetecía. Y aquel a quien le había llegado un amigo de viaje y no tenía nada que poner a la mesa, deseaba que otro amigo le prestase tres panes, en los cuales tres se simboliza quizá la Trinidad en una sola sustancia. El huésped encontró a su amigo ya acostado, con todos los siervos, pero le despertó, llamando con la mayor insistencia y molestia para que le diese los panes deseados. Y tuvo el amigo que dárselos más bien por librarse de la molestia que pensando en la benevolencia37. Ese ejemplo nos puso Cristo para que entendamos que, si el que está dormido y es despertado contra su voluntad por un pedigüeño se ve obligado a dar, con mayor benignidad nos satisfará el que no puede dormir y hasta nos despierta a nosotros cuando dormimos para que pidamos.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – IIª Parte

Ya te he explicado quién debes ser para orar. Ahora oye lo que has de orar, objeto principal de tu consulta, pues te impresiona lo que dice el Apóstol:No sabemos lo que hemos de pedir, como conviene30.Temes que pueda causarte mayor perjuicio el orar como no conviene que el no orar. Puedo decírtelo todo en dos palabras: pide la vida bienaventurada

  1. Antes de que llegue esta consolación, por mucha felicidad de bienes temporales que disfrutes, acuérdate de que estás desolada, para que persistas día y noche en la oración. Porque el Apóstol no encarga ese deber a cualquier viuda,sino la que es,dice, verdadera viuda y desolada, espere en el Señor y persista en la oración de día y noche20. Pero evita con gran cautela lo que sigue: Mas la que vive en placeres, aun viviendo está muerta21. Trata el hombre en aquellos intereses que ama, en los que apetece como cosa grande, en aquellos con los que se considera dichoso. Por eso lo que la Escritura dice de los ricos: Si abundan las riquezas, no apeguéis el corazón a ellas22eso mismo te digo de los placeres: si abundan, no apegues el corazón a ellos. No te sobrestimes porque los placeres no te faltan, porque te inundan, porque fluyen como de la generosa fuente de la felicidad terrena. Menosprécialos y desdéñalos en absoluto y nada busques en ellos sino la íntegra salud del cuerpo. Sólo la salud es estimable por razón de las obligaciones que impone la vida, antes de que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad23, es decir, de una verdadera, perfecta y perpetua salud, que no vaya decayendo con la terrena enfermedad ni tenga que repararse con un placer corruptible, sino que se mantenga en la constancia celestial y viva en la eterna incorrupción. El mismo Apóstol dice: No convirtáis en concupiscencia el cuidado de la carne24porque hemos de cuidar la carne, pero para las necesidades de la salud. Y como él mismo dice también: Nadie tuvo jamás odio a su carne25. A Timoteo, que al parecer era un excesivo castigador de su cuerpo, le amonesta a que beba un poco de vino por razón del estómago y de las frecuentes enfermedades26.
  2. Si la viuda vive en esos placeres, esto es, si habita en ellos y se apega a ellos por el placer del corazón, viviendo está muerta. Por eso muchos santos y santas los evitaron por todos los medios; desparramaron por las manos de los pobres esa misma riqueza, que es como la madre de los placeres. La trasladaron con mayor seguridad a los tesoros celestiales. Si tú no la repartes porque te ves ligada por una obligación de familia, bien sabes qué cuenta has de dar de ella a Dios.Nadie sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu del hombre que en él está27y por esono debemos nosotros juzgar nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor e ilumine los secretos de las tinieblas y manifieste los pensamientos del corazón, y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios28. Si nadas en placeres, toca a tu preocupación de viuda el no apegar el corazón, para que no se corrompa y muera entre ellos ese corazón, que debe estar en alto para vivir. Cuéntate en el número de aquellos a quienes se escribió: Vivirán sus corazones eternamente29.
  3. Ya te he explicado quién debes ser para orar. Ahora oye lo que has de orar, objeto principal de tu consulta, pues te impresiona lo que dice el Apóstol:No sabemos lo que hemos de pedir, como conviene30.Temes que pueda causarte mayor perjuicio el orar como no conviene que el no orar. Puedo decírtelo todo en dos palabras: pide la vida bienaventurada. Todos los hombres quieren poseerla, pues aun los que viven pésima y airadamente no vivirían de ese modo si no creyesen que así son o pueden ser felices. ¿Qué otra cosa has de pedir, pues, sino la que buscan los buenos y los malos, pero a la cual no llegan sino sólo los buenos?
  4. Quizá me preguntes aquí qué es la vida bienaventurada. En esta cuestión se han atormentado los ingenios y ocios de muchos filósofos, los cuales tanto menos la pudieron hallar, cuanto menos honraron a la Fuente de esa vida y no le dieron gracias. Mira, pues, primero si hemos de atender a los que dicen que es feliz aquel que vive según su voluntad. Líbrenos Dios de pensar que eso es verdad. ¿Y si uno quiere vivir inicuamente? ¿No demostrará que es tanto más mísero cuanto mayor facilidad halla su capricho para lo malo? Con motivo desecharon esa opinión aun aquellos mismos que filosofaron sin adorar a Dios. Uno de ellos, varón elocuentísimo, dijo: “Otros que no son filósofos, pero que están dispuestos a discutir, afirman que son felices los que viven como quieren. Es una falsedad, porque el querer lo que no conviene es la misma miseria. No es tan triste el carecer de lo que quieres como el querer conseguir lo que no conviene”. ¿No te parece que esas palabras han sido dichas por la misma Verdad por medio de un hombre cualquiera? Podemos afirmar aquí lo que el Apóstol dice de cierto poeta cretense al aceptarle una frase: Este testimonio es verdadero31.
  5. Aquel es bienaventurado que tiene cuanto quiere y no quiere nada malo. Si esto es así, busca qué hombres no quieren el mal. Uno quiere casarse; otro, libre del matrimonio, prefiere pasar en continencia su viudez; otro renuncia a toda unión carnal aun dentro del matrimonio. Se ve que en esto unos son mejores que otros, pero podemos decir que ninguno de ellos quiere algo que no le sea conveniente. Así también el desear tener hijos, que es el fruto de las bodas, o el desear que esos hijos gocen de vida y de salud, deseo que alberga la mayor parte de las veces incluso la viuda que vive en continencia. Porque, aunque desdeñen su anterior matrimonio y ya no deseen tener hijos, desean que se conserven incólumes los que antes tuvieron. De todas estas preocupaciones está libre la virginidad integral. Pero todos tienen allegados, a quienes aman y a quienes desean la salud temporal, sin que ello les sea inconveniente. ¿Podemos decir que son ya bienaventurados los hombres cuando han logrado salud en su persona y en la de aquellos a quienes aman? He aquí, en efecto, algo que pueden desear decentemente. Sin embargo, están aún muy distantes de la vida bienaventurada si no poseen otros bienes mayores ni mejores, más henchidos de utilidad y de nobleza.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

REGINAE PALESTINAE, ORA PRO NOBIS!

Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa – Patrona de la diócesis Patriarcal

Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá – Lc 1, 41-50

Juntamente con toda la diócesis Patriarcal de Tierra Santa, estamos celebrando en este domingo XXXº del Tiempo Ordinario, la solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa, patrona principal de la diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén.

La Virgen, en su Santuario, en el valle de Soreq, a unos 35 km al oeste de Jerusalén, a mitad del camino entre la Ciudad Santa y Tel Aviv, cerca de la ciudad de Beit Shemesh, bendice a todo su pueblo de estas santas Tierras. Tierras estas que fueron bendecidas antaño no solamente por su misma presencia como Madre del Hijo de Dios encarnado, sino también por la presencia del mismo Verbo Encarnado.

La fiesta de la Virgen María, Reina de Tierra Santa, o Reina de Palestina, desde el año 1927, fue aprobada por la Santa Sede con la invitación a que sus fieles implorasen a la Virgen de Nazaret por su protección, de manera muy especial, para esta que es su Tierra Natal. Allá, en el alto de este Santuario, se encuentra la Virgen: una estatua de bronce de 6 metros, destacándose sobre el frontispicio, representando a María bendiciendo su tierra con su mano extendida. A sus pies una dedicatoria proclama “Reginae Palestinae” (A la Reina de Palestina). Conviene aclarar aquí que, este título dado a la Virgen María no tiene el sentido político que a veces se le da en la actualidad, sino que designa más bien, sin más, a la región geográfica de la patria terrestre de Jesús y de María, su Madre.

San Juan Pablo II, cuándo estuvo peregrinando en el Jubileo del año 2000 a estas tierras, empezaba su homilía aquí en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, citando a un hermoso pensamiento de San Agustín: “Él [Dios] eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido.” (Sermo 69, 3,4). Y añadía: “Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (Cf. Lc 1, 48).[1] Nosotros nos encontramos en medio de estas generaciones futuras que vendrían a proclamar la bienaventuranza de la Madre de Jesús. Tuvimos que venir de tierras muy lejanas para proclamarla aquí bienaventurada, y la razón solamente la conoce la Providencia de Dios y así lo ha dispuesto desde toda la Eternidad, pero la verdad es que, desde el momento mismo en que la Virgen María pronunció aquí -a algunos kilómetros de dónde estamos, en la humildad de la gruta en Nazareth- su Fiat al plan Salvífico de Dios, ella jamás ha dejado de ser objeto de alabanza y servicio por parte de los ángeles, más aún, con el paso del tiempo, especialmente después de que Su Hijo Unigénito, Jesucristo, nuestro Señor nos la dejó como madre nuestra, también los hombres se pusieron a su servicio, para alabarle por su belleza, su majestad, y por su plenitud de gracia.

Escuchemos las palabras de un obispo en el siglo XII, San Amadeo de Lausana: “Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la Asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor. Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. […]”[2]

Sin embargo, no solamente podemos contar con la Santísima Virgen María para ser objeto de nuestra veneración, de nuestras alabanzas, sino que también y -podríamos decir-, especialmente, su papel más señalado es el de nuestra protectora, de nuestro refugio, auxilio. Una Reina verdadera que vela por su pueblo, por sus hijos afligidos, por los que sufren, por los que están indefensos; en fin, por todos nosotros.

Con mucha razón la Iglesia nos pone en la oración colecta que hemos rezado al comienzo de esta celebración, las siguientes palabras, suplicándole a la Virgen María “…que concedas a esta Tierra Santa, en la que el infinito amor de tu Hijo completó los sagrados misterios de la Redención, ser defendida de todo mal y servirte dignamente testimoniando la fe.” Nuestro Patriarca, el Cardenal Pierbattista Pizzaballa, en el pasado mes de agosto, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, con palabras fuertes y profundas dijo en su homilía de Jerusalén: “Realmente parece que esta Tierra Santa nuestra, que custodia la más alta revelación y manifestación de Dios, es también el lugar de la más alta manifestación del poder de Satanás. Y quizás precisamente por esta misma razón, porque es el Lugar que custodia el corazón de la historia de la salvación, que se ha convertido también en el lugar en el que “el Antiguo Adversario” trata de imponerse más que en ningún otro lugar.”[3]

Nosotros estamos llamados a unirnos al clamor de toda la Iglesia suplicándole a la Santísima Virgen María su protección; es necesario que oremos sin desfallecer delante de nuestra Reina y Madre, para que esta bendición que nos imparte a todos desde el alto de su santuario en Deir Rafat, se extienda por todo el orbe, sí, pero de modo muy especial por esta Tierra Santa; que derrame sobre estas tierras -y no sólo a estas tierras, sino también a todo el mundo- la paz que tanto anhelamos, y que con ella venga el consuelo a los que lo necesitan, la alegría a los que lloran, la fortaleza a los que no pueden luchar más…

Pero sobre todo es necesario pedirle insistentemente que nos conceda la gracia de ser auténticos imitadores de su Hijo. Todos nosotros fuimos llamados a ser discípulos de Jesús, a anunciar la buena nueva del Evangelio a todos, primeramente, con nuestra vida, siendo nosotros mismos testimonios vivos de la fe que nos hace pedir la Iglesia en esta Misa.

Debemos confiar en que, por más que no sea posible ver mucha luz en el mundo que nos rodea, la maldad de este mundo jamás prevalecerá. Como en la lectura del Apocalipsis que escuchamos: fue dado a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro. Este hijo es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, es el Cristo en el cual fue establecido nuestra salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios. A Él la gloria, la alabanza y el poder, por los siglos de los siglos.

A la Santísima Virgen María, Reina de Tierra Santa, le rogamos confiados que nos escuche, que reciba primeramente nuestra veneración, nuestra alabanza, nuestros loores jubilosos por tener a tan tierna Madre como Reina y protectora, pero también que nos escuche e interceda por nosotros, para derramar sobre esta que es su Tierra natal, las gracias tan necesarias para sus hijos.

¡Así sea!

P. Harley Carneiro, IVE

[1] Cfr. Homilía en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, 25/03/2000

[2] Homilía de San Amadeo de Lausana, obispo, siglo XII (2ª Lectura del Oficio proprio de la Solemnidad de la Virgen María, Reina de Tierra Santa)

[3] Pizzaballa, Card. Pierbattista, Homilia de la Asunción, 2025 (Disponible en: https://www.lpj.org/es/news/homily-assumption-of-the-blessed-virgin-mary-2025)

 

SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – Iª Parte

En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar.

  1. Recuerdo que me pediste, y yo convine en ello, que había de escribir algo para ti acerca de la oración. Ahora que ese Dios a quien oramos me ayuda y tengo tiempo y oportunidad, voy a pagar mi deuda y ponerme al servicio de tu piadoso deseo en la caridad de Cristo. No puedo explicar con palabras el gozo que me causó tu petición, pues en ella reconocí lo mucho que te preocupas por tan alto negocio. ¿Qué ventaja mayor pudo ofrecerte tu viudez que la constancia en la oración de día y de noche, según el aviso del Apóstol, que dice:La que es verdaderamente viuda y desolada, espere en el Señor y persista en la oración de día y de noche?1Puede causar extrañeza el que, siendo, según este siglo, noble, rica, madre de numerosa familia, viuda en el siglo, aunque no desolada, haya llegado a ocupar tu espíritu y a reinar en él esa preocupación de orar; pero es porque prudentemente entiendes que en este mundo y en esta vida no hay alma que pueda vivir segura.
  2. Quien te infundió ese pensamiento, hace contigo, sin duda, lo que hizo con sus discípulos. Entristecidos quedaron, no por sí mismos, sino por el género humano, y desesperanzados de la salvación de todos, al oír que era más fácil que un camello entrara por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. El Señor les hizo una portentosa y benigna promesa: que para Dios era fácil lo que para los hombres era imposible2. Pues aquel para quien es fácil hacer entrar a un rico en el reino de los cielos te inspiró esa piadosa solicitud, sobre la cual te decidiste a preguntarme cómo has de orar. Cuando todavía estaba Jesús en la carne, envió al rico Zaqueo al reino de los cielos. Resucitado y glorificado, después de la Ascensión, hizo que muchos ricos desdeñasen este siglo, repartiéndoles el Espíritu Santo, y aun los hizo más ricos poniendo fin a su codicia de riquezas ¿Cómo te preocuparías tú de orar a Dios si no esperases en Él? ¿Y cómo esperarías en Él si esperases en lo incierto de las riquezas y despreciases el precepto del Apóstol? Dijo, pues, el Apóstol:Manda a los ricos de este mundo que no se jacten de su saber ni esperen en lo incierto de las riquezas, sino en Dios vivo, que nos da de todo abundantemente para gozarlo; para que sean ricos en obras buenas y repartan con facilidad y comuniquen y se atesoren un fundamento bueno para el futuro, para que conquisten la vida eterna3.
  3. Debes, pues, por el amor de la vida verdadera, considerarte desolada en el siglo, sea cualquiera la felicidad que te envuelva. En conformidad con aquella vida verdadera (en cuya comparación esta que tanto se ama, por muy alegre y larga que sea, no merece el nombre de vida) es también verdadero el consuelo que el Señor promete por el profeta, diciendo:Le daré un consuelo verdadero, paz sobre paz4.Sin ese consuelo, en todos los otros consuelos más se encuentra desolación que consolación. Porque las riquezas y las cumbres de los honores y las demás vanidades con que se juzgan felices los mortales, por no conocer aquella verdadera felicidad, ¿qué consolación brindan, cuando en ellas es más importante no necesitar que sobresalir, cuando atormentan, después de adquiridas, con el temor de perderlas, mucho más que con el ardor de poseerlas cuando aún no se tienen? Con tales bienes no se hacen buenos los hombres; los que se hicieron buenos por otra parte, hacen por el buen uso que ellas sean bienes. No está en ellas el verdadero consuelo, sino más bien allí donde está la verdadera vida, puesto que es necesario que el hombre se haga bienaventurado con lo mismo que se hace bueno.
  4. Parece que los hombres buenos brindan en esta vida no pequeños consuelos. Si la pobreza aprieta, si el luto entristece, si el dolor corporal atormenta, si acongoja el destierro, si cualquiera calamidad angustia, hay hombres buenos que no sólo saben alegrarse con los que se alegran, sino también llorar con los que lloran5, y saben hablar y conversar amablemente. Suavizan no poco las asperezas, alivian las cargas, ayudan a superar las adversidades; pero en ellos y por ellos obra aquel que los hace buenos con su Espíritu6. Por el contrario, si las riquezas abundan y ninguna orfandad sobreviene, si hay salud en la carne y habitación incólume en la patria, pues en ella hay también hombres malos de quienes nada puede fiarse, de quienes se temen y soportan el fraude, el dolo, los arrebatos, las discordias y las traiciones, ¿acaso no se convierten en amargas y duras todas aquellas riquezas? ¿Acaso se encuentra en ellas parte dulce o alegre? En todos los negocios humanos, nada es grato para el hombre si no tiene por amigo al hombre. ¿Quién puede hallarse que sea tan buen amigo, que podamos tener en esta vida seguridad cierta de su intención y de sus costumbres? Como nadie se conoce a sí mismo, tampoco unos a otros se conocen; y nadie se conoce a sí mismo hasta el punto de estar seguro de su conducta en el siguiente día. Por eso, aunque muchos sean conocidos por sus obras7y otros muchos alegren a los prójimos con su buena conducta, otros muchos los entristecen con la suya mala. Por esa ignorancia e incertidumbre del ánimo humano, nos amonesta justamente el Apóstol a que no juzguemosantes de tiempo, hasta que venga el Señor, e iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los pensamientos del corazón, y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios8.
  5. En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar. Aprenda en las divinas y santas Escrituras a dirigir a ellas la vista de la fe como a una lámpara colocada en un tenebroso lugar hasta que nazca el día y el lucero brille en nuestros corazones10. Como una fuente inefable de ese resplandor es aquella luz, que reluce en las tinieblas11de tal modo que las tinieblas no la envuelven. Para verla hemos de limpiar nuestros corazones por medio de la fe12, puesbienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios13sabemos que cuando apareciere seremos semejantes a El, porque le veremos como El es14. Entonces habrá verdadera vida tras la muerte, y verdadero consuelo tras la desolación. Aquella vida eximirá a nuestra alma de la muerte, y aquel consuelo librará nuestros ojos de las lágrimas. Y pues allí no habrá tentación alguna, sigue diciendo el Salmo: Y librará mis pies de la caída. Pues si no hay ya tentación, tampoco habrá oración; porque no cabrá allí esperanza del bien prometido, sino goce pleno del bien otorgado. Por eso sigue diciendo: Agradaré al Señor en la región de los vivos15en que entonces estaremos, no en el desierto de los muertos, en que ahora estamos. Porque estáis muertos, dice el Apóstol, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; mas cuando apareciere Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis vosotros con él en la gloria16. Esa es la verdadera vida, que los ricos deben conquistar con sus buenas obras, según tienen mandado. Una viuda desolada, aunque tenga muchos hijos y nietos y lleve piadosamente su casa, procurando que todos los suyos pongan su esperanza en Dios17, tiene que decir con este consuelo en la oración: Mi alma tuvo sed de ti; ¡cuánto te desea mi carne en esta tierra desierta, y sin camino, y sin agua!18 Esto es esta vida moribunda, por muchos consuelos humanos que la rodeen, por muchos compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de cosas que la llenen. Bien sabes cuan inciertas son todas las delicias. Y en comparación de aquella felicidad prometida, ¿qué podrían ser, aunque no fuesen inciertas?
  6. Te digo esto porque has solicitado mis palabras, tú, una viuda rica y noble, madre de numerosa familia, acerca de la oración; te invito a que te sientas desolada en medio de todos los que permanecen contigo en esta vida y te atienden, porque todavía no has alcanzado aquella vida en la que se da el verdadero y cierto consuelo, donde se cumplirá lo que está escrito por el profeta:Por la mañana nos saciamos de tu misericordia y nos hemos alegrado y regocijado en todos nuestros días. Nos hemos congratulado por los días en que nos humillaste, por los años en que vimos la adversidad19.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

“Un año bueno y un año malo…”

Cosecha en el Monasterio de la Sagrada Familia

 

Queridos amigos:

Una cosa que hemos aprendido en estos años custodiando la casa de santa Ana, llegado el tiempo de la cosecha, es el hecho de que normalmente hay “un año bueno y un año malo”, según nos han enseñado los vecinos y según hemos podido constatar con nuestros propios ojos; es decir: un año la cosecha es abundante, y al año siguiente es, por el contrario, notablemente menor. Pues bien, como el año pasado fue, gracias a Dios, de mucha abundancia, no es de extrañar que esta vez, lo que anteriormente nos haya tomado prácticamente 3 semanas -y con ayuda de algunos amigos., este año lo hayamos hecho en tan sólo un día y medio. Sí, este año no llegamos ni siquiera a la cantidad que el propio monasterio suele necesitar hasta la siguiente cosecha así que más adelante, probablemente, nos tocará comprar aceite. Ahora bien, la gran pregunta respecto a la cosecha es: ¿realmente fue un año malo? Si atendemos al aspecto material, la respuesta podría ser afirmativa; sin embargo, espiritualmente hablando -que es lo que realmente nos interesa-, ¡podemos decir que fue excelente! Y esto por todo lo que implicó la jornada misma de trabajo y voluntariado.

El sábado bien temprano, luego de haber terminado nosotros las oraciones de la mañana (Adoración Eucarística, rezo de las horas litúrgicas y del santo rosario comunitario), llegaron nuestros amigos a realizar fielmente su voluntariado como el año anterior; pero no sólo eso, sino que esta vez trajeron a más personas para ayudarnos, de las cuales algunas no conocían siquiera el monasterio. Fue así que, luego de los correspondientes saludos y presentaciones, la jornada comenzó con la habitual visita guiada, que los peregrinos nos piden con el toque de campana que llama al monje portero a atender. Especialmente notable fue la alegría de quienes por primera vez estaban aquí para saber algo de la historia de este lugar santo perteneciente a la Custodia Franciscana de Tierra Santa, nuestros hermanos, y que actualmente, por gracia de Dios, los monjes del IVE podemos atender con nuestras oraciones y trabajos. Y luego de las preguntas y las fotos, tanto de las ruinas de la basílica como de la capilla, nos juntamos todos a rezar y encomendar la jornada de cosecha a la Sagrada Familia, ofreciéndola por todas las almas encomendadas a nuestras oraciones y por el regreso de los peregrinos a Tierra Santa.

Como siempre, el ambiente fue muy familiar y una hermosa oportunidad de hacer apostolado y compartir experiencias, aclarar dudas, etc. Y así, con el sudor en la frente, se nos pasó volando el día entre el sonido de las aceitunas cayendo sobre las lonas y los pequeños sacos que se iban llenando con el fruto del esfuerzo común y generoso de todos. Luego del almuerzo hubo un pequeño tiempo más como para ir rastrillando los pocos árboles que aún tenían aceitunas; a continuación, vino el tiempo de asearse y arreglarse para culminar con lo más importante de todo: la santa Misa en nuestra pequeña capilla dedicada a la Sagrada Familia.

Así, pues, queridos amigos, no nos parece del todo exacto decir que “este año fue el año malo”; pues las gracias no se dejaron de derramar en abundancia, y las virtudes propias de este tipo de actividades fueron los primeros y más duraderos frutos de toda la jornada: la generosidad, la amabilidad, el esfuerzo, el buen espíritu, etc., con que todos quisimos aportar para el común. Buen año entonces para la casa de santa Ana, no en la abundancia de las aceitunas, pero sí en el testimonio especialmente de generosidad de quienes nos quisieron venir a ayudar, conocer el monasterio y rezar con nosotros en la santa Misa.

A la Sagrada Familia y a todos ustedes por sus oraciones les agradecemos sinceramente.

(Fotos en nuestro Facebook)

La importancia de rezar sin cansarnos

Homilía del Domingo
Lc 18, 1-8

En la parábola que acabamos de escuchar nuestro Señor Jesucristo compara el tesón de una pobre viuda que, una y otra vez, solicitaba justicia ante el juez injusto, con la perseverancia que debemos tener cuando pedimos algo en la oración.
Se trata de la oración de súplica, por la cual pedimos alguna gracia que esperamos de la bondad de Dios.
Dice San Alberto Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración…”

¿Cuál es el papel de la oración? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido.

Beneficios:
Ciertamente que de la unión con Dios en la oración se siguen innumerables beneficios para el alma. Mencionamos sólo algunos.
– 1º) Fortalece las convicciones y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por Dios. Todo fiel cristiano debe buscar momentos de oración para estar a solas con aquel que sabemos que nos ama. Los novios quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc., cuanto más debe buscar momentos de trato a solas con Dios toda alma que quiere manifestarle su amor y crecer en él.

– 2º) Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado. Cuantas personas no conocemos que viven tristes, amargados, sin ideales, sin metas en la vida. y dicen que no saben qué hacer de sus vidas, que no son felices, que no saben qué es lo que Dios les pide… y uno les pregunta, ¿pero, sueles rezar?, ¿cuánto?, y, a veces voy a misa; cuando me acuerdo; cuando estoy en problemas, cuando necesito algo… ¿cómo voy a recibir los beneficios de Dios si no se los pido?… si no insisto, si no persevero en la oración, si no le demuestro que realmente confío en Él con mi insistencia… como la viuda de la parábola… no, no como la viuda, sino como un hijo a su padre.
El alma que no tiene contacto con Dios en la oración no puede ser plenamente feliz, ni verdaderamente feliz. Tal vez tendrá momentos de felicidad en la vida, pero no podrá llevar una vida feliz, que es muy distinto.

– 3º) La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará la ascesis y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. ¿cómo es nuestra relación con Dios?, la respuesta es exactamente la misma que si nos preguntáramos ¿cómo es nuestra oración?

En el comentario al Padre nuestro, que es la oración por excelencia, el modelo de toda plegaria, enseña Santo Tomás que este modo de orar ha de estar revestido de algunas cualidades ineludibles, si queremos de veras ser escuchados favorablemente por Dios. La oración deberá ser “confiada, recta, ordenada, devota y humilde”.

Expliquemos brevemente algunas de estas condiciones.

Ante todo, nuestra plegaria habrá de ser confiada
Es decir que, como enseña San Agustín, la hemos de dirigir a Dios con “cierta confianza de que vamos a alcanzar lo que pedimos”. El mismo Jesucristo nos exhortó a ello al decirnos: “Cuando pidáis algo en la oración, creed que ya lo tenéis y lo conseguiréis”. Debemos recordar aquí una verdad fundamental para no desanimarnos cuando no llega lo que esperamos, y es que en primer lugar nuestros tiempos no son los de Dios, Él quiere que le pidamos, y si lo hacemos con fe, tarde o temprano nos concederá todo aquello que le pedimos si así conviene a nuestra alma. Esta disposición debe estar supuesta en nuestra oración. Y por otro lado no debemos olvidar que Dios quiere que le pidamos, quiere que le pidamos los frutos de nuestra oración, pero el hecho de ver esos frutos depende exclusivamente de él… ver los frutos, no se lo podemos exigir.

La oración ha de ser también ordenada
Por esto quiere significarse que en nuestras peticiones a Dios hemos de atender el orden de la caridad. Debemos asegurarnos, por sobre todo, los bienes eternos, y entre ellos, antes que nada, la perseverancia final, que es condición indispensable para la felicidad del cielo. Luego hemos de pedir las virtudes y las gracias actuales que necesitamos para vivir conforme a la voluntad de Dios, incluyendo dentro de este pedido el rechazo de las tentaciones y el consiguiente triunfo sobre las pasiones desordenadas.
También podemos pedir, claro está, cosas materiales, pero con tal de que su obtención sea conforme a la voluntad de Dios y, sobre todo, constituya un verdadero bien para nosotros.

Pero la oración ha de ser sobre todo perseverante
Y esto es lo que principalmente quiere mostramos la parábola de hoy. La perseverancia es el hábito que da vigor y fortaleza a nuestra voluntad para que no abandone el camino del bien, en este caso, de la oración.

San Agustín dice que “puede resultar extraño que nos exhorte a orar Aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues Él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos capaces de recibir los dones que nos prepara.”

Por último, también hemos de tener en cuenta que en algunos casos Dios nos hace esperar siempre, sin concedemos nunca lo que pedimos, no porque no nos oiga, como fácilmente, a veces, suponemos, sino porque lo que pedimos no nos conviene, sea porque nos facilitará algún mal, sea porque impedirá la consecución de algún bien mayor que Él tiene dispuesto para nosotros.

También debemos recordar, de manera muy especial, que la oración es la medida de nuestro amor a Dios. Por eso la santa Misa, expresión sublime de la oración, es una continua plegaria de alabanza y súplica al Señor, y es la oración que más le agrada, por eso debemos participar con devoción.

En la oración se va fortaleciendo nuestra relación con Dios, se van renovando los propósitos de santidad y lo más maravilloso de la oración es que vamos aprendiendo a amar sinceramente a Dios… no puede amar a Dios quien no tiene a ratos a solas con Él. Tal vez al despertarme (me persigno, le ofrezco el día a Él), antes de comer, le pido que bendiga los alimentos; antes de trabajar, se lo ofrezco todo; antes de cocinar, de limpiar, o al barrer. Voy caminando por la calle y rezo interiormente un Padre Nuestro, o un Gloria, o un ave María… o una jaculatoria, etc. Siempre puedo tener momentos de oración, y mejor todavía si puedo ir a visitar al Señor en el sagrario.

Por otra parte, cabe destacar también que en la oración, se dice que no existen las máscaras; porque estamos cada uno de nosotros ante Dios tal cual somos porque Dios ve los corazones: y nos ve con nuestros defectos, con nuestras miserias, con nuestros dolores, sufrimientos, penas… pecados. Pero también nos ve con nuestras buenas intenciones, con nuestros deseos de cambiar, de buscar la santidad, de hacer su voluntad, de pedirle perdón. Nos ve que vamos a misa, que le ofrecemos nuestras acciones, que sufrimos con paciencia, que queremos aprender a amarlo cada vez más y mejor. Y Dios quiere que le recemos, que hablemos con Él, que le contemos nuestras cosas y le pidamos sus gracias.
Es en la oración donde el alma va aprendiendo a Amar a Dios, porque allí es donde vamos descubriendo que Dios nos ama tal cual somos, con todos nuestros defectos y nuestras buenas intenciones, y necesariamente, el alma que va creciendo en el amor de Dios, aprende también a amar a los demás hombres. Sí, Dios nos ama porque ama al pecador, pero no al pecado: es por eso que debemos ir aprendiendo a dejar atrás el pecado que Dios desea ir quitando de nuestras vidas, porque solamente eso Él no quiere de nosotros y en nosotros, por eso hay que ir quitándolo.

Es propio del que ama de verdad, amar también aquello que ama el amado. Y si Dios ama a todos los hombres y a todos ofrece el paraíso, también nosotros debemos amar a los demás. Rezando por ellos, ayudándolos a ser mejores comenzando por nuestro ejemplo, pero sobre todo practicando siempre la caridad… en el trato, en el hablar bien de los demás, en ver primero sus virtudes antes que sus defectos, en ofrecer ayuda a quien la necesite, etc. Invitando a misa o a rezar… eso sólo ya es mucho y una gran obra de caridad, de amor a Dios y al prójimo: buscar más almas que lo amen.

Jesucristo le ofreció el cielo tanto a San Juan, el discípulo amado, como a Judas, el traidor… y por los dos le pidió con insistencia a su Padre del Cielo mediante la oración y su sacrificio. Podrán algunos hombres desaprovechar las oraciones que nosotros, como iglesia de Cristo, elevamos constantemente a los cielos, no importa. Nosotros no debemos cansarnos de pedirle a Dios sus gracias en bien de las almas, porque tenemos la certeza que nos da la fe de que muchas almas se salvarán gracias a nuestras insistentes oraciones. Dios mediante, comenzando por la nuestra.

Que María santísima, medianera de todas las gracias, nos conceda la perseverancia en la confianza y vida de oración para santificarnos y alcanzar así la gloria del Cielo.

P. Jason, IVE.

EL TESTAMENTO DE CRISTO

El testamento de Jesucristo
Hic calix novum testamentum 
est in meo sanguine.
“Este cáliz de mi sangre 
es mi testamento”.
(1 Co 11, 25)

San Pedro Julián Eymard

El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y cariño.

¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nosotros!

¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz; el día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no dura más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!

Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.

I

Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacer testamento.

¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!

El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los amigos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.

Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene dónde reclinar la cabeza. Los que esperen de El algún bien temporal se llevarán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas…

¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían entonces ser discípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.

Y, sin embargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, sí, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.

Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.

Toma las apariencias de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.

Esta es toda nuestra herencia: Nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren recibirle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que El mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.

II

Admiremos las divinas invenciones del amor de nuestro señor Jesucristo. Sólo Él ha podido excogitar esta obra de amor.

¿Quién hubiera podido preverla, ni aun concebirla siquiera?… Ni los mismos ángeles. Sólo nuestro Señor pudo idearla.

¿Que tenéis necesidad de pan? Yo seré vuestro pan.

Jesús muere contento dejándonos este pan, ¡y qué pan!, como un padre de familia que pasa la vida trabajando sin otro fin que dejar a sus hijos al morir un pedazo de pan. ¿Podía darnos algo más, por ventura?

En su testamento de amor lo ha incluido todo: todas sus gracias, su misma gloria.

Así que podemos decir al Padre celestial: “Dadme, Señor, las gracias que necesito, cuyo precio satisfaré enteramente. Sí, Señor, os pagaré con Jesús sacramentado, pertenencia mía, propiedad mía, que se ha entregado a mí para que pueda negociar con Vos todo lo que necesito. Todas vuestras gracias, vuestra misma gloria son inferiores, ¡oh Padre eterno!, al precio que por ellas doy”.

Cuando pecamos tenemos una víctima que ofrecer por nuestras culpas, pues nos pertenece, es nuestra, y nos autoriza para hablar al Padre celestial en esta forma: “¡Oh Padre!, yo os la ofrezco y espero me perdonaréis por Jesús. Porque ¿no ha sufrido por mí con exceso y satisfecho superabundantemente por mis pecados?”

Por muchos y excelentes que sean los dones que Dios nos concede, siempre le podemos considerar como deudor nuestro, puesto que podemos retribuirle con Jesús, que es de valor infinitamente superior a todos los beneficios divinos, incluso el mismo cielo.

Cuando los sarracenos tenían preso a san Luis de Francia, esta nación les era deudora. Nosotros, poseyendo a Jesucristo, podemos decir que poseemos el cielo.

Aprovechémonos de este pensamiento; hagamos fructificar a Jesucristo.

La mayor parte de los cristianos lo sepultan en su interior o lo dejan envuelto en su sudario, sin valerse de él para conseguir el cielo y conquistar reinos a nuestro Señor. ¡Y cuántos hay que obran de este modo! Valgámonos de Jesús sacramentado para orar y reparar; paguemos las deudas contraídas, por medio de Jesús, cuyo precio es subido en extremo.

III

Pero ¿cómo es posible que después de dieciocho siglos llegue íntegra hasta nosotros esta herencia?

Jesucristo la confió a los que constituyó tutores, los cuales la han conservado y administrado para entregárnosla al tiempo de nuestra mayor edad: dichos tutores son los apóstoles, y entre ellos su jefe indefectible; los apóstoles la transmitieron a los sacerdotes, y éstos nos ponen en posesión de ella. Abren el testamento a nuestro favor, y nos entregan nuestra Hostia, consagrada ya en el pensamiento de Jesús la noche misma de la cena, porque como para Jesucristo no hay pasado, presente ni futuro, nos conocía entonces muy bien a todos como buen Padre y consagró en potencia y en deseo todas nuestras hostias. Veinte siglos antes de nacer fuimos amados personalmente por Jesús.

Más aún: Jesucristo, al tenernos presentes en aquella hora, consagró para nosotros no una, sino cien, mil, todas las hostias que necesitáramos mientras viviésemos en la tierra. ¿Hemos parado mientes en esta idea? Nos quiso amar con exceso: todas nuestras hostias están preparadas. ¡Ah, no desperdiciemos ni una sola!

Nuestro Señor no viene a nosotros sino para producir frutos, ¿y le condenaremos a la esterilidad? ¡No, jamás! Hacedle fructificar por sí mismo: Negotiamini. ¡No dejéis Hostias infecundas!

¡Cuán bueno es el Salvador!

La cena duró, próximamente, tres horas: fue la pasión de su amor. ¡Ah, qué caro costó este pan!

Se dice a veces que el pan es caro… pero, ¿qué comparación puede establecerse con el Pan celestial, con el pan de vida?

Comamos este pan, pues es nuestro. Nuestro Señor lo compró para nosotros y ya lo tiene pagado. Nos lo da…, ¡no hay más que tomarlo!

¡Qué honor!… ¡Qué amor!

San Pedro Julian Eymard, Obras Eucarísticas, Eucaristía, Madrid, 19634, 26-29

MISIONEROS Y MISIONERAS “DE DESEO”

Una monja de Vizcaya me pregunta por carta si comparto su opinión de que para ser una misionera no es menester cruzar los mares e internarse en el frente misional para romper allí lanzas por Cristo. Si mi respuesta fuese afirmativa, me ruega que la dé larga y en forma de artículo para convencer a las que piensan lo contrario.

Mi respuesta es efectivamente afirmativa. Para ser una misionera, no tiene que venir a lo que llamamos frente misional donde la mayoría no conoce a Jesucristo.

P. Segundo Llorente, SJ

¿Cómo predicarán si no son enviados?
Con el auge que afortunadamente va tomando cada día la idea misional, hay un sin fin de almas buenas en la cristiandad que desean ardientemente ser misioneras, pero que no pueden venir, y se afligen lamentando lo que llaman su mala estrella que les impide la realización de sus ardorosos deseos.

En el capítulo 10 de la epístola a los romanos leen esas almas los siguientes versículos: «Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará. Pero ¿cómo van a invocar a Aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Y cómo van a oír si no se les predica? ¿Y cómo se les va a predicar si no se les envían predicadores? Por eso está escrito: qué preciosos son los pies de los que evangelizan la paz; de los que evangelizan el bien».

Cada vez que leen esto esas almas se mesan los cabellos al menos metafóricamente y no atinan con la solución del problema. Quieren venir; no pueden venir; todo está perdido.

Es cosa clara y de fe que para que se conviertan los infieles tiene que haber misioneros que les prediquen. Bien claro lo especificó Jesucristo en su testamento: «Id y enseñad a todas las gentes y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

¡Id! Alguno tiene que ir. Pero ese mandato de ir no obliga a todos de la misma manera, aunque todos tenemos que «ir»; como el luchar en defensa de la patria o el colonizar regiones bárbaras o de menor edad no obliga lo mismo a todos los ciudadanos.

El fin de las misiones

¿Cuál es el fin de las misiones? Sin meternos aquí en honduras y dejando a los teólogos de oficio que discutan el orden primacial de los diversos fines, decimos que el fin de las misiones es establecer la Iglesia de Cristo donde no esté aún establecida.

Entiendo aquí por Iglesia el reino de Cristo en el mundo. Como Cristo es por naturaleza rey universal, su reino abarca por derecho propio toda la redondez del globo. Todo hombre que viene a este mundo debe ser vasallo de Cristo rey.

Resulta, sin embargo, que pululan por la tierra millones de millones que no lo son; hay rebaños incontables de ovejas que vegetan lejos del verdadero redil.

Consecuencia lógica de estos hechos antagónicos es que la Iglesia de Cristo es militante. Toda la Iglesia se despliega en orden de batalla para ganar a todos los hombres; para atraer hacia sí todas las ovejas extraviadas.

Todo bautizado es por el mero hecho un misionero. Esas almas buenas que se afligen porque no pueden venir a misiones, que no se aflijan. Formamos todos un cuerpo de combate con vanguardia y retaguardia. Los misioneros forman la vanguardia.

Ahora bien, es un axioma de todos conocido que, sin una retaguardia bien organizada, no hay vanguardia que pueda atacar con eficacia mucho tiempo ni que puedan contener el ímpetu del enemigo que está siempre contraatacando.

Cuando los clarines de san Miguel anuncien el fin de la guerra y del mundo, nos reuniremos todos para repartir los despojos. Habrá primero el gran desfile de la victoria marchando ángeles y hombres a banderas desplegadas ante la presencia del eterno Padre que tendrá a su diestra a Jesucristo.

Patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores y vírgenes flanqueados por legiones de ángeles desfilarán triunfantes embriagados de paz y de dulzura. Esos son los que se salvaron.

Se salvaron por la gracia divina, y ésta viene sólo de Dios; pero Dios se valió ordinariamente de medios humanos. Nos ayudamos mutuamente a salvarnos, como nos ayudamos a condenarnos.

El triunfo será de todos

Por fin terminará el desfile. Todo será gozo.

Triunfamos. ¿Quién triunfó? Todos triunfamos. Todos juntos. Mientras unos combatían en las trincheras, otros fabricaban municiones, hacían uniformes, remendaban zapatos de campaña y recogían las cosechas de los campos.

Sin éstos de la retaguardia, no podría dar un paso la vanguardia. En las conquistas espirituales del reino de Cristo los fusiles son las oraciones y las balas son los sacrificios. El soldado misionero tiene que disparar sin cesar, y si no le proveen de municiones, él solo bien pocas puede fabricar.

Son las almas buenas de la retaguardia, esas almas que se afligen porque no son enviadas, las que con sus oraciones y sacrificios mantienen el frente.

Presuponiendo que están en gracia, viven unidas a Cristo como los sarmientos a la vid y tienen parte activísima en la circulación de la sangre divina por todo el cuerpo místico.

Injertadas en Cristo producen sazonados frutos de redención, conversión, santificación y salvación de innumerables almas; unas más y otras menos según el grado de unión que tengan con Cristo.

Basta con que todo lo hagan por amor de Dios; y mientras más desinteresado y fino sea ese amor, más ricos serán los frutos espirituales que producen.

El andar, comer, vestirse, dormir, peinarse y cortarse las uñas hecho todo por amor de Cristo y en unión íntima con Jesucristo produce tres frutos riquísimos que son: gloria a Dios, santificación personal, y conversión de almas apartadas de Dios.

Para Dios no hay distancias. La trabazón y musculatura del cuerpo místico es un hecho invisible pero real y concreto y sin distancias apreciables a los ojos de Dios. Todas las inyecciones de savia divina que se apliquen en cualquier parte de ese cuerpo redundarán forzosamente en el incremento y bienestar de todo el cuerpo.

Para salvar almas no es necesario que todos surquen los mares. Se salvan también desde una cocina o una clase en pleno Madrid, y sobre todo se pueden salvar a redadas desde una enfermería.

Poco a poco nos vamos reponiendo del pasmo que causó la proclamación de santa Teresa del Niño Jesús patrona universal de las misiones; ella que jamás vio más indios que los pintados en los libros, vivió encerrada en un convento de Francia y murió tísica en la enfermería del convento entre cuatro paredes blancas.

La ventaja de la humildad

Más aún, esas almas de la retaguardia tienen la gran ventaja de que como no ven con los ojos a los que se convierten y se bautizan, se mantienen siempre en humildad creyendo que no hacen nada y que en realidad de verdad son siervos inútiles y sin provecho; y esa humildad roba el corazón a Dios que odia la soberbia con odio infinito.

En cambio, el pobre misionero que ve las ovejas descarriadas y las trae e introduce en el redil, corre un peligro gravísimo de albergar en el alma cierto humillo flotante de vanagloria que le hace perder mucho mérito a los ojos purísimos de Dios.

Vanagloriarse de convertir infieles puede traer consecuencias desastrosas para el alma. Las conversiones se deben a la gracia. Esta se da de ley ordinaria al que la implora con oraciones, lágrimas, actos de amor, sacrificios, obras buenas ofrecidas con pureza de intención y sobre todo con sufrimientos unidos a los de Cristo. Todo esto nos lo procura o nos lo puede procurar la retaguardia.

Una monja tísica en una enfermería de Castilla, abandonada horas enteras entre el techo y el piso de la celda, obtiene una gracia eficaz con la que se convierte, digamos, un negro del Congo. Dios se vale del misionero congolés como de un instrumento para bautizarle.

El tal misionero no tuvo nada que ver con la obtención de aquella gracia, ni sabe de dónde ni quién la obtuvo, pero se vanagloria de haber convertido al negro. Dios que es infinitamente justo frunce el entrecejo y ya tenemos tormenta. La monja tísica en este caso es el publicano, y el misionero es el fariseo.

De esto hay mucho más peligro de lo que uno se imagina; porque nuestra miseria, real y verdaderamente, no tiene límites visibles.

Pero esas almas que se afligen porque no pueden venir, no se aquietan fácilmente y como si fuesen filósofos de profesión arguyen y discuten sin dar nunca el brazo a torcer. Dicen ellas: «Si yo fuera a misiones, haría allí todo lo que estoy haciendo aquí y encima serviría de instrumento para convertir y bautizar, y con eso ya no habría más que pedir»

La comedia de la vida

Admitamos francamente que esta objeción es muy legítima y que de tejas abajo no tiene refutación valedera; pero de tejas arriba sí la tiene y aplastante. Dos respuestas a falta de una se me ocurren con que la voy a refutar, y la primera es ésta:

Este mundo tiene un gran parecido con un teatro, y la vida tiene mucho de comedia. Cuando nacemos, Dios nos da un papel para que le representemos.

A unos, reyes; a otros, payasos; a unos, obispos; a otros, sacristanes.

Que nadie se atreva a pedir cuentas a Dios de por qué a unos les da este papel, y a otros les da el otro.

Lo importante en toda representación teatral es que cada uno haga bien un papel. Si el payaso lo hace mejor que el rey, él es el que se lleva los aplausos.

A los ojos de Dios cada uno es lo que es por dentro, no lo que viste ni lo que representa por fuera. A la hora del juicio desaparecerán todos los disfraces y aparecerán las almas desnudas, o, si se quiere, vestidas con sus obras.

Ahora bien, Dios que es nuestro Padre y nos ama con amor infinito y conoce los rincones más recónditos de nuestro corazón, nos ofrece un papel que sabe él nos cae como anillo al dedo; más aún, nos promete su ayuda para desempeñarlo.

Esas almas afligidas porque no pueden venir a misiones, que se apliquen a sí el siguiente dilema: o Dios me quiere en las misiones, o no me quiere. Si me quiere y coopero yo con é1, ya se las arreglará él para que vaya. Si no me quiere, sería locura de mi parte empeñarme en desempeñar un papel distinto del que Dios me ha preparado.

Deseos que no se realizan

La segunda respuesta es ésta: puede ocurrir y ocurre que Dios ponga en el alma deseos santísimos de algo concreto (como el venir a misiones) sin que quiera que esos deseos se realicen; y 1o hace o lo puede hacer por dos razones.

Sucede que Dios llama a misiones a cierto número de almas escogidas; pero ellas se hacen sordas y no quieren oír. Esa sordera artificial causa heridas profundas en su divino corazón.

Como las heridas duelen, hay que curarlas. Dios las cura con el bálsamo de los deseos de otras almas que quisieran venir y se lamentan de no poder venir. Una inyección en el brazo deja al cuerpo libre de difteria.

La otra razón es que Dios en su infinita bondad quiere coronar los buenos deseos como se lo merecen. ¿Qué hay de sencillo y más factible que la expresión de un deseo? He aquí un modo sencillo de ser misioneros y de los buenos.

La fuerza del deseo

Si uno tiene deseos vehementes de venir a misiones con una santa envidia de los que están aquí; si pide a los superiores venir, pero ellos no se lo permiten; si sueña aun despierto con ser misionero, pero ni la edad ni la salud ni su posición social le permiten el lujo de surcar los mares y meterse entre indios que le hagan cuartos y le frían en sartenes al fresco en una noche de luna llena; si llora y gime e importuna al cielo con santas quejas y a pesar de todo eso no logra ser enviado las misiones ni siquiera como seglar para ayudar a llevar las maletas al misionero… ese tal, digo yo, es misionero cabal a los ojos de Dios, está contribuyendo con su esfuerzo personal a la conversión del mundo infiel, y en el desfile de la victoria final marcará el paso entre los escuadrones de misioneros capitaneados por san Pablo y san Francisco Javier y otros no menos grandes andariegos de Dios que esparcieron el nombre de Cristo por toda la faz de la tierra. Esto no tiene vuelta de hoja. A veces no caemos en la cuenta de lo que pueden ante Dios nuestros deseos. El que desea de veras cometer adulterio, robar o matar, ya es adúltero a los ojos de Dios y ladrón y asesino, y, si muere sin arrepentirse, le damos por perdido y condenado.

Pues el reverso de la medalla no es menos real. Claro que a Dios no se le engaña queriendo venderle veleidades por deseos. Dios distingue bien de colores.

Si con esto no se satisfacen esas almas afligidas que desean ardientemente venir a Misiones, pero no lo consiguen, no pierdan el tiempo acudiendo a mí por carta y arremetiendo de nuevo con más sofismas, porque se me han agotado ya las respuestas y sé muy bien que por mucho que estruje mi cerebro, no ha de dar más de sí. Y con esto se despide de ustedes, misioneros y misioneras de deseo, hasta que nos veamos en el desfile de la victoria final, su gran amigo y hermano en Cristo amantísimo.

* En el libro «En las costas del Mar de Bering», Editorial, El Siglo de las Misiones, 1953.

LA FE QUE CRUZÓ EL MAR: Extranjeros que vuelven agradecidos

¿Ninguno volvió para dar gracias a Dios, sólo este extranjero? – Lc 17, 11-19

“Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto.”[1] Así nos exhortaba en cierta ocasión el P. Alfredo Sáenz, SJ en un sermón que dio sobre el Evangelio de este Domingo. Se nos propone para reflexión el Evangelio de la curación de los diez leprosos, hecho que en sí mismo (es decir, el curar uno o diez) no significa tanto en el ministerio del Señor, pero, el evangelista lo narra pues se destaca algo interesante que el Señor quiso remarcar bien en su enseñanza y que nos sirve muy a propósito a cada uno de nosotros:

Al ver que uno solo de los diez había regresado para agradecer al Señor la gracia recibida, el Señor le dirige esta pregunta: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado.

Dos cosas me gustaría remarcar aquí en este versículo del Evangelio de Lucas para de ahí tomar pie para el eje central que quiero desarrollar en este sermón. En primer lugar, el hecho de haber sido un extranjero: un hombre que era “despreciado” por los que se consideraban “los elegidos”, o más bien “los intocables”, que no podrían mezclarse con ningún otro porque el Señor los había elegido, apartado de los demás pueblos y los había hecho un “pueblo de bendición”. Por supuesto que no niego que hay sí, verdad en todo esto, pero hay un detalle: el momento en que se da la curación de este extranjero, está comprendido dentro de lo que San Pablo ha llamado de la plenitud de los tiempos, es decir, los tiempos mesiánicos, tiempo en el que Jesús ha venido a dar pleno cumplimiento a la ley. Ahora lo que cuenta es la fe en el Cristo, el Mesías, el Redentor y Él mismo ha dicho en diversas ocasiones que ha venido a socorrer a los pecadores, a los impíos, a los enfermos, en otras palabras: ha venido a mezclarse y llevar la buena nueva del Evangelio a todos los que se abrieran a la gracia del Reino de Dios, extranjeros, desconocidos, pueblos que ni siquiera habían podido imaginar que existían en aquel entonces.

El segundo punto que me gustaría remarcar es justamente el de la fe. A este hombre extranjero, hombre de espíritu noble, como hemos mencionado al comienzo, le ha salvado su fe. El Papa Benedicto XVI en un Ángelus, comentando este Evangelio dijo: “Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: ‘gracias’![2]

En el domingo pasado, hemos reflexionado sobre la parábola que el Señor contó sobre el grano de mostaza, si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, ella les obedecería. (Cfr. Lc 17, 3-10) Esta misma fe capaz de mover montañas, la fe de este hombre noble, extranjero que fue curado por nuestro Señor Jesucristo, que es una fe en el Hijo del Hombre, en Nuestro Señor Jesucristo, es la que, en cierto sentido estamos celebrando hoy del otro lado del océano Atlántico.

Este domingo, 12 de octubre, en Brasil se celebra la Virgen Aparecida, patrona del País, en España se celebra la Virgen del Pilar y en toda hispano américa, se celebra el día de la Hispanidad, pues en un 12 de octubre del año del Señor de 1492, cuando reinaban en Castilla y Aragón Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, por título de su Santidad el Papa Alejandro VI[3], apenas algunos meses tras haber concluido lo que fue la epopeya de la Reconquista con la toma de Granada, en ese mismo día (12 de octubre), Cristóbal Colón comandando la nave de Santa María, la cabeza de una flotilla con tres carabelas, avistaron una puntita del Nuevo Mundo, lo que hoy conocemos por América. Por esto me gustaría hoy en este sermón, hacer una especie de elogio al hecho de la Conquista de América y como esto nos hace agradecidos a Dios por el don de la fe que hemos recibido, así como el extranjero del Evangelio, hoy nos presentamos a los pies del Señor Jesucristo para decirle gracias.

Un autor, Juan Pedro Ramos, mejicano, hablando sobre la Conquista de América decía: “No era un azar del destino. Dios había puesto en el alma de Portugal y España, aislados por el Pirineo y el mar, un destino imperial semejante, que abarca, en el acto, la inmensidad de la tierra. El de España consistió en traer a América el esfuerzo poblador más vasto y de aspiración más alta que haya tenido hasta hoy el hombre.”[4] Tenían el deseo de llevar la fe en Nuestro Señor Jesucristo a estas tierras desconocidas. Si el Señor ha dicho -y escuchamos en el domingo pasado- que el que tuviera fe como un grano de mostaza haría con que un árbol si trasplantase de la tierra al mar, cómo habrá sido la fe de los Reyes Católicos para impulsar a que se llevase el anuncio del Árbol de la Cruz hasta el alén mar[5], hasta un nuevo continente.

Estamos aludiendo a lo que, en palabras de Juan P. Ramos ya mencionado: “Es el cumplimiento de la orden que dio la palabra evangélica de Nuestro Señor Jesucristo a la fe de sus Apóstoles.”[6] Y refleja esta santidad de España de la cual habla el autor en otro lugar: “La santidad de España se revela en su propósito civilizador, donde brilla, con evidencia irrefragable, el resplandeciente designio de la conquista.”[7]

No es mi intención entrar aquí en el tema de los hechos memorables que tuvieron lugar en esta gran empresa española que fue la Conquista de América[8], basta que nos recordemos del Salmo que hemos escuchado hoy día que puede resumir muy bien lo que hasta aquí venimos diciendo. En el refrán, hemos escuchado (Cfr. Sal 97, 1-7) “El Señor revela a las naciones su salvación.” Y después continúa: “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.” Esto es posible, pues como dijo el Apóstol Pablo en la segunda lectura: “…la palabra de Dios no está encadenada…” y el mandato del Señor se ha cumplido para nosotros allá, del otro lado del océano Atlántico, hemos recibido el don de la fe -por el cual damos continuamente gracias a Dios, como el “noble” extranjero que fue curado en el Evangelio de hoy.

Damos gracias también porque, así como Naamán, el Sirio que, en la primera lectura ha dicho al profeta Eliseo: “Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par de mulos, porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor.” (Cfr. II Re 5, 10.14-17) Así como él, nuestros antepasados también se abrieron a la gracia de Dios, al don de la fe y dejaron de ofrecer culto a dioses paganos.

Acercándonos más a la conclusión de este sermón, habremos de reconocer que este inapreciable don de la fe que hemos recibido, tanto lo que es Hispano América, cuanto nosotros que somos luso americanos (es decir, los americanos que somos hijos de Portugal), nos ha sido dado por las manos de María, la Virgen que se celebra hoy en España bajo la advocación del Pilar, en Brasil bajo el nombre de Aparecida, y que en su aparición en Guadalupe, recibe el título de Emperatriz de América, en definitiva, es la única madre de todos nosotros, de todos los pueblos.

Para concluir esta homilía, me gustaría traer a colación algunos textos tomados de la liturgia de ambas fiestas (Pilar y Aparecida), que ayudarán a ilustrar un poco esta maternidad de la Virgen, esta providencial protección y cuidado que tuvo, tiene y tendrá siempre para con nuestras tan queridas tierras americanas.

Del Elogio a la Virgen del Pilar: “La devoción al Pilar tiene una gran repercusión en Iberoamérica, cuyas naciones celebran la fiesta del descubrimiento de su continente el día doce de octubre, es decir, el mismo día del Pilar. Como prueba de su devoción a la Virgen, los numerosos mantos que cubren la sagrada imagen y las banderas que hacen guardia de honor a la Señora ante su santa capilla testimonian la vinculación fraterna que Iberoamérica tiene, por el Pilar, con la patria española.”[9] Entre estas banderas, está también la de Brasil…

Tomada de la Primera lectura[10] de la Misa de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida: “Al ver la reina Ester parada en el vestíbulo, [el rey] miró hacia ella con agrado y extendió hacia ella el cetro de oro que tenía en la mano, y Ester se acercó para tocar la punta del cetro. Entonces, el rey le dijo: ‘Lo que me pidas, Ester; ¿qué quieres que te haga? Aunque me pidieras la mitad de mi reino, yo te la concedería.’ Ester le respondió: ‘Si he ganado tu agrado, oh rey, y si fuere de tu voluntad, concédeme la vida – ¡he aquí mi pedido! – y la vida de mi pueblo – ¡he ahí mi deseo!

Del libro del Eclesiástico en la primera lectura del Oficio de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida (Cfr. Eclo 24, 1-7.12-16.24-31): “En las alturas de los cielos fijé mi morada, mi trono se alzaba sobre una columna de nubes. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me creó me indicó el lugar de mi tienda y me dijo: ‘Establece tu morada en Jacob, toma tu heredad en Israel, y echa raíces en medio de mis elegidos’. Desde el principio, antes de los siglos, Él me creó, y no cesaré de existir por todos los siglos. En la morada santa ejercí mi ministerio ante él, y así me establecí en Sion. En la ciudad amada me hizo reposar, y en Jerusalén está el asiento de mi dominio.”

Y eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, y fijé mi morada en la asamblea de los santos. Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí se halla toda la gracia del camino y de la verdad, en mí toda esperanza de vida y virtud.

Por fin, Juan Pablo II en la dedicación de la Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida, en el año de 1980 dijo: “Su madre [María] dijo a los que servían: ‘Haced lo que él os diga’. ¿Cuál es la misión de la Iglesia si no la de hacer nacer el Cristo en el corazón de los fieles, por la acción del mismo Espíritu Santo, por medio de la evangelización? Así, la ‘Estrella de la Evangelización’, como la llamó mi predecesor Pablo VI, apunta e ilumina los caminos del anuncio del Evangelio. Este anuncio de Cristo Redentor, de su mensaje de salvación, no puede ser reducido a un mero proyecto humano de bienestar y felicidad temporal. Tiene ciertamente incidencias en la historia humana colectiva e individual, pero es fundamentalmente un anuncio de liberación del pecado para la comunión con Dios, en Jesucristo.” [11]

Por esto, en este día tan especial para nosotros, pidámosle a la Santísima Virgen María, bajo su advocación del Pilar y de Aparecida, que nos conceda la gracia de tener siempre este espíritu noble que tuvo el extranjero del Evangelio de hoy, y que sepamos siempre agradecer, que sepamos estar constantemente agradecidos por el inestimable don de la fe que hemos recibido allá en nuestras tierras y que nos mantiene hoy dónde estamos.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

 

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 280-285.

[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, pronunciado en domingo 14 de octubre de 2007

[3] Título concedido a Isabel y Fernando por la Bula Si Convenit, con fecha del 19 de diciembre del año de 1496

[4] RAMOS, Juan P., La cultura española y la Conquista de América, «Revista Sol y Luna», N° 9, Buenos Aires – 1949, págs. 29-48.

[5] Expresión del Gallego arcaico que significa: allende el mar: o en lenguaje más moderno: más allá del mar

[6] RAMOS, op. cit.

[7] Ibid.

[8] Apenas para mencionar algunos personajes de los más destacados: En México (Fray Antonio de Roa, Juan de Zumárraga, Don Vasco de Quiroga, Beato Sebastián de Aparicio, Beato Pedro de San José, Beato Junípero Serra); en Nueva Granada )San Luis Bertrán, San Pedro Claver); en Brasil (San José de Anchieta, Padre Antonio Vieira, Padre Manuel da Nóbrega); en Chile (Pedro de Valdivia, Tomás de Loayza)

[9] Eulogio de nuestra Señora del Pilar, tomado de la segunda lectura del Oficio en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar (12 de octubre)

[10] Est 5, 1b-2;7, 2b-3

[11] JUAN PABLO II, Homilía en la dedicación de la Basílica Nacional de Aparecida, 04/07/1980

EL SERVIDOR INFIEL

Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).

San Ambrosio

(Lc 16,1-13)

  1. Nadie puede servir a dos señores; y es que, en realidad, no existen dos señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay quien sirve a las riquezas, con todo, no se les reconoce ningún derecho de dominio, sino que ellos se imponen a sí mismos el yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo, sino una injusta esclavitud.
  1. Y así dijo: Haceos acreedores de amigos con las riquezas injustas, y eso con esta finalidad: para que, dando limosna a los pobres, éstos nos procuren el favor de los ángeles y de los otros santos. No es que se reprenda al mayordomo, pues con su ejemplo aprendemos que nosotros no somos dueños, sino más bien mayordomos de las riquezas de los otros. Y por eso, aunque pecó, con todo, se le elogia porque trató de buscarse para el futuro lo necesario por la indulgencia de su señor. Y con toda razón ha hablado de las riquezas injustas, puesto que la avaricia tienta nuestro corazón con diversos atractivos de dinero, con el fin de que deseemos servir a las riquezas.
  1. Este es el motivo por el que dice: Y si en lo ajeno no sois fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11). Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no habéis creído en ese bien vuestro ni lo habéis recibido.
  1. Y, consiguientemente, parece que los judíos son acusados de engaño y de avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles en lo tocante a las riquezas, que en realidad no eran suyas —pues los bienes de la tierra son otorgados por Dios nuestro Señor a todos para el bien común— y de las que debieron, ciertamente, hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir a ese Cristo a quien aceptó Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó a repartir la mitad de sus bienes (Lc 19, 8).
  1. Por tanto, no queramos ser esclavos de lo que no es nuestro, porque no debemos tener más señores que Cristo; pues, no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y en quien existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por quien son todas las cosas (1 Co 8, 6). Pero ¿qué? ¿Acaso no es Señor el Padre y Dios el Hijo? No hay duda de que el Padre es Señor, ya que por la palabra del Señor fueron hechos los cielos (Sal 32, 6), y el Hijo es también ese Dios, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos (Rm 9, 5). ¿Cómo se entiende, pues, eso de que nadie puede servir a dos señores? Y es que, puesto que sólo hay un Dios, tiene que haber también un único Señor; y, por eso: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás (Mt 4, 10). De donde claramente se deduce que el Padre y el Hijo tienen el mismo poder. Si, pues, no se le puede dividir, quiere decir que está todo en el Padre e igualmente todo en el Hijo. Así, al afirmar que en la divinidad se da la unidad y una identidad de poder en la Trinidad, confesamos que existe un solo Dios y un solo Señor. Y, por el contrario, los que sostienen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen un poder distinto, dejándose llevar del nefasto error de los gentiles, introducen en la Iglesia muchos dioses y muchos señores.

SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 244-248, BAC Madrid 1966, pág. 472-74