NUESTRO CRUCIFIJO ES NUESTRA LUZ

Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión.

P. Alfonso Torres, SJ

Para completar las meditaciones de la pasión de modo que dejen recuerdo más permanente en nuestras almas, vamos a hacer la última acerca de Cristo crucificado, y vamos a procurar referirnos concretamente a nuestro crucifijo, para que, cada vez que fijemos en él nuestras miradas o lo tomemos en nuestras manos, sea como el recuerdo de lo que ahora vamos a meditar.

Cada religioso tiene su crucifijo como tesoro. Pues en ese crucifijo nuestro vamos a resumir los pensamientos de esta meditación.

Para disponemos mejor a ella, comencemos recordando cómo los santos, aunque recomiendan en general que se medite la vida de nuestro divino Redentor, más particularmente recomiendan la meditación de la pasión y la de Cristo crucificado. Esta enseñanza, que dieron de palabra y dejaron en sus escritos, nos la inculcaron antes con su ejemplo, pues todos ellos eran almas que meditaban asiduamente la pasión. Si queremos llenarnos de la luz que tienen los santos, sigamos sus consejos y sus ejemplos. Siguiéndolos, veremos cómo nuestro crucifijo es para nosotros una fuente siempre manante de enseñanzas celestiales y de amor fervoroso.

Como primer punto de la meditación, digamos que nuestro crucifijo es nuestra luz. Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión. Más aún, quizás, y sin quizás, hemos meditado muchas veces en particular cada una de las virtudes de que nos da ejemplo nuestro divino Redentor en el Calvario; pero yo quisiera que ahora nos fijáramos en algo que, en cierto sentido, es más profundo y toca a las raíces más íntimas de nuestra santificación.

¿En qué consiste la santidad? Podemos decir que consiste en vivir enteramente para Dios. Evidentemente, un alma que siempre y en todo vive puramente para Dios solo es un alma que ha alcanzado toda la santidad que Dios quería de ella. Este vivir para Dios es lo que llamaba San Pablo sacudir de nosotros las obras de las tinieblas y venirse de las armas de la luz (Rom 13,12). Pero esta idea tiene un desarrollo vivo en todo el camino espiritual. Las tinieblas son los pecados. La luz es la gracia divina. Pero también todos los amores desordenados del corazón, aunque no sean ofensas concretas de Dios Nuestro Señor, son tinieblas, y todas las generosidades de virtud que hay en las almas son luz. Para santificarse hay que entender las palabras vivir para Dios en toda su amplitud, hay que corregir toda desviación del corazón, hay que mortificar todas las afecciones desordenadas, hay que ponerse de lleno en la voluntad de Dios. Y todo esto no se hace sino cuando se ha conseguido la desnudez espiritual. Entonces es cuando se muere a todas las cosas de este mundo para vivir en Cristo. Tanto se pone el alma en Dios cuanto más desasida vive de todo lo que es criatura. Vivir así de lleno en la voluntad de Dios, de tal manera que esa voluntad sea nuestra única norma y el cumplirla sea nuestro único deseo, es unirse íntimamente con el Señor.

¿Qué es Cristo crucificado? ¿Qué es Cristo como se representa a nuestra alma cuando miramos nuestro crucifijo? La completa desnudez de todo lo criado. Siempre había estado nuestro divino Redentor desprendido de todo lo que no es Dios; pero cuando realizó este desprendimiento de una manera más visible y más tangible fue cuando murió en el Calvario, en aquella absoluta pobreza de que nos habla la Beata Angela de Foligno, y que consiste no solamente en carecer de los bienes temporales, aun de los más necesarios, sino de todo aquello que necesita el hombre para no sentir la soledad de corazón.

¿Hay desnudez de alma que pueda compararse con la desnudez espiritual de Cristo crucificado? A esa desnudez va unido el amor más heroico de la voluntad divina. Por permanecer en la voluntad de su Padre, el Señor desciende hasta el abismo de la humillación y del dolor, y aun hasta la muerte. Sacrificarlo todo hasta llegar a la perfecta desnudez del corazón, y eso por el deseo de cumplir la voluntad divina, es decir, por amor al Padre celestial, es la suprema lección que Cristo Nuestro Señor nos da en el Calvario. Por eso, nuestro crucifijo es nuestra luz. Nos lleva hasta lo más hondo de la sabiduría de Dios, nos enseña hasta lo más íntimo del camino espiritual, nos muestra hasta las cumbres más elevadas de la santidad. Vivir en Cristo crucificado es vivir de lleno en la divina luz.

Además de esto, Cristo crucificado es nuestra esperanza. Al meditar cada uno de los misterios de la sagrada pasión, hemos visto lo que Nuestro Señor ha hecho por nosotros. Se ve entonces como nunca hasta dónde han llegado su misericordia y su amor. Al mismo tiempo, mirando a la luz de Cristo crucificado toda nuestra vida, es como hemos logrado ver toda la malicia de nuestras ingratitudes, tibiezas, infidelidades y olvidos. Esto no lo hemos podido hacer sin sentir en nuestro corazón un dolor penetrante y sincero.

Viendo, por una parte, lo que hemos sido nosotros para el Señor y cómo ha querido Él satisfacer por nuestros pecados muriendo por nosotros con infinito amor, entregándose en holocausto, porque nos veía indignos de su amor, para que llegáramos a hacernos dignos de él, es como nuestra alma se ha sentido confortada en medio de su flaqueza y miseria. Quizás entonces hemos entendido como nunca aquella sentencia de nuestro divino Redentor que nos han conservado los sagrados evangelios: No he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13).

Por poco que haya sido nuestro esfuerzo y por débil que haya sido nuestro fervor, hemos llegado a la convicción de que no es una hipérbole, sino una expresión pobre de la realidad, el decir que Nuestro Señor nos ha amado con exceso de amor. Este exceso de amor lo vemos también pensando que nuestro divino Redentor pudo salvarnos con un solo suspiro de su corazón, con una sola lágrima suya. Cualquiera de estas cosas hubiera bastado para la redención del mundo. Pero su amor no se contentó con eso. Quiso dar cuanto podía, y nos dio su honra divina y su vida entre innumerables dolores. Quiso tomar sobre sí todos los dolores y humillaciones nuestras para santificarlos todos, para saberlos compadecer, como diría San Pablo, y para mostrarnos el exceso de su amor.

No era sólo el designio de Cristo que, mediante su pasión, pudiéramos obtener el indispensable perdón de nuestras culpas. Era mucho más; era conseguirnos la fortaleza que necesitamos para ejercitar la virtud en todo su heroísmo; era invitarnos a las cumbres de la santidad que nos hacía ver en el Calvario; era decirnos que Él estaría con nosotros cuando nos esforzáramos por subir a esa cumbre; era darnos la seguridad de que no nos faltaría su gracia divina cuando, para corresponder al exceso de su amor, quisiéramos hacer excesos de amor por Él, y nos apoyáramos para ello en un exceso de filial confianza.

El crucifijo es como la cifra y compendio de esta confianza divina. A poco que lo miremos, oiremos en nuestro corazón aquella palabra de la Escritura: Así amó Dios al mundo, que por él entregó a su Hijo unigénito (Jn 3,16). Cristo crucificado es la expresión de ese amor divino. ¿Y será posible conocer ese santo amor, oír esa divina palabra en lo íntimo del corazón, y no repetir como un eco aquella otra palabra de San Juan: Pero nosotros hemos creído en el amor que Dios nos ha tenido? (Jn 4,16). Y este creer en el amor con que Dios nos ha amado será una fuente de confianza inmensa para lanzarnos al cumplimiento de la voluntad divina, aunque esta divina voluntad nos exija los mayores sacrificios y aunque sintamos todo el peso de nuestra flaqueza.

No hay desaliento nacido de la consideración de nuestra debilidad que no desaparezca cuando se mira al amor con que Dios nos ha amado. De ese amor decía San Pablo con acento arrebatador en su epístola a los Hebreos: ¿Quién me separará del amor de Jesucristo (Rom 8,35), es decir, del amor con que Jesucristo me ama?

Si nos vemos sumidos en la culpa, nuestra esperanza es Cristo crucificado; si queremos practicar la virtud, en Él confiarnos, y si aspiramos a la santidad, Él es la prenda segura de que podemos conseguirla. El crucifijo, que es nuestra luz, es al mismo tiempo nuestra esperanza. Dichosos nosotros si sabemos vivir en esa esperanza divina. Nada podrá impedirnos el que la veamos realizada.

Pero, además, el crucifijo debe ser nuestro nido. Perdónenme este medio de expresión, y para entender su sentido recuerden aquellas palabras del Cantar de los Cantares en que el Señor invita al alma a que vaya a las hendiduras de la peña, indudablemente para anidar allí. Esta figura la emplea el salmista cuando dice que la tórtola ha encontrado el nido donde colocar a sus hijuelos. En la cruz, la peña es Cristo, quien así como ha querido mostrarnos con otras imágenes las delicadezas de su amor, con ésta ha querido mostrarnos su fortaleza y nuestra seguridad. Las hendiduras de la peña son las llagas santas del Redentor. Invitar a las almas a que aniden en la peña, es invitarlas a que pongan su nido en las llagas de Cristo, como en un lugar de refugio seguro contra las tentaciones y los enemigos, y es enseñarles que en ese nido es donde encontrarán aquella intimidad y ternura que anhelan siempre los que buscan a Dios.

Ese nido, que es, por otra parte, expresión de sacrificio y de dolor, puesto que nos habla del sacrificio y del dolor de nuestro divino Redentor, es también un cielo, porque ahí es donde se saborean las delicadezas del amor divino.

Mientras el alma haga su nido en las cosas de la tierra, será como aquel ave que salió del arca de Noé y se posó en la corrupción del diluvio. No puede hacerse el nido fuera de las llagas de Cristo sin contaminarse con la miseria de este mundo. En cambio, hacer el nido en las llagas del Redentor es volver al arca, como la paloma, porque no se encuentra nada limpio donde posarse.

Cuanto nuestra alma pueda decir y aún mucho más de lo que somos capaces de sentir en nuestro corazón y rastrear con nuestra mente, lo encontramos en ese nido divino. No es vano sentimentalismo de piadosa poesía lo que estamos diciendo. Los santos, que han conocido por experiencia esta verdad que estamos ahora exponiendo, como, por ejemplo, San Bernardo, se desbordan cuando quieren describirnos lo que el alma encuentra en las llagas de su Redentor.

Por vocación especial, el Señor las llama a vivir en su corazón, y a vivir de tal manera, que ése sea el verdadero nido donde encuentren refugio, descanso, fortaleza, luz y calor. Todas las almas son llamadas a vivir así; pero las que particularmente están consagradas al corazón de Jesús también son particularmente llamadas a ello.

Pues bien, recuerden que la puerta por donde se entra en el corazón de Cristo es la llaga de su divino costado. Por ahí hemos de entrar, como entraron los santos, si queremos vivir en el divino corazón. Si entramos por esa puerta, lo encontraremos todo. Cuando nuestra alma esté combatida, encontrará la paz; cuando esté fría, se inflamará en amor; cuando se halle en tinieblas, encontrará la luz; cuando se sienta perpleja, encontrará la verdad; cuando le asalte la desconfianza, aprenderá a confiar sin límites; cuando resuenen en sus oídos las seducciones engañadoras de las cosas criadas, encontrará el santo desengaño, y cuando se vea amenazada, encontrará su escudo. Allí lo encontrará todo. Allí vivirá la plenitud de la vida divina. Nuestro afán debe ser penetrar en ese nido de amor para vivir en él, hasta tener envidia, como San Buenaventura, de la lanza que hirió el costado de Cristo, y prometiéndonos que, si nosotros fuéramos la lanza, penetraríamos en el pecho de Cristo, pero no volveríamos a salir de él.

Así, pues, Cristo crucificado es para nosotros luz, confianza y nido amoroso. De todo esto nos hablará nuestro crucifijo cada vez que lo miremos, y nos lo dirá con un acento particular de intimidad. Nuestro crucifijo es para nosotros un mundo de recuerdos. Entre él y nosotros se ha desarrollado toda nuestra vida. Lo llamamos nuestro porque nuestra historia vive en él. Ahí está el recuerdo de nuestras infidelidades y ahí está la trama tupidísima de sus misericordias divinas. Con ese lenguaje, que es como un coloquio íntimo, lenguaje de recuerdos y lenguaje de amor, nos enseña el crucifijo las tres grandes verdades que acabamos de meditar. ¡Qué camino más hermoso para hacernos santos! Luz para no desviarnos de la senda que lleva derechamente a Cristo Jesús; confianza, que es fortaleza para buscarle como Él quiere y por donde Él quiere; nido de amor divino, al cual aspiran nuestros corazones como a su verdadero cielo. ¿No es esto como un resumen de nuestra vida espiritual?

Pidamos al Señor que en esta meditación nos dé conocimiento interno de estas Verdades fundamentales y, sobre todo, que nos encienda en su santo amor. Mientras no sintamos en nuestro corazón que el Señor nos ha otorgado estos dones, mientras no sintamos que se abre para nosotros la puerta del corazón de Cristo, esperemos humildemente a esa puerta suplicando, llorando y mendigando con todo el ardor de que sea capaz nuestro corazón. Estemos seguros de que el Señor no puede negarnos esta gracia. Cuando queremos vivir en Cristo crucificado, ¿cómo va el Padre celestial a negárnoslo, siendo esto lo que El mismo nos pide y lo que desea para nosotros?

Dispongamos nuestro corazón para todo lo que sea necesario hacer a fin de conseguir el tesoro que tenemos en Cristo y que nuestro crucifijo sea para nosotros el libro siempre abierto ante nuestros ojos que nos enseñe cómo hemos de alcanzar la santidad a que Dios nos ha llamado y nos llama.

ALFONSO TORRES, SJ, Ejercicios Espirituales. Ejercicios Espirituales a las Religiosas del Sagrado Corazón en Avigliana, Tomo II. Ed. BAC, Madrid, 1968, 663 – 669

CUÁN POCOS SON LOS QUE AMAN LA CRUZ DE CRISTO

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad.

Tomas de Kempis

Jesucristo tiene ahora muchos amadores de su reino celestial, pero muy pocos que lleven su cruz. ‘Tiene muchos que desean el consuelo, y muy pocos que quieran la tribulación. Muchos compañeros halla para la mesa, y pocos para la abstinencia. Todos quieren gozarse con él, mas pocos quieren sufrir algo por él. Muchos siguen a Jesús cuando no hay adversidades; muchos le alaban y bendicen en el tiempo que reciben de él algunas consolaciones; si Jesús se escondiese y los dejase un poco, luego se quejarían y abatirían.

Pero los que aman a Jesús por él mismo, y no por algún propio consuelo suyo, bendícenle en toda pena y angustia del corazón, tan bien como en el consuelo. Y aunque nunca más les quisiere dar consuelo, siempre le alabarían y darían gracias.

¡ Oh cuánto puede el amor puro de Jede sin mezcla del propio amor! Bien se pueden llamar propiamente mercenarios los que siempre buscan consolaciones. ¿No se aman a si mismos más que a Cristo, los que continuamente piensan en su provecho y ganancias? ¿Dónde se hallará alguno que quiera servir a Dios de balde?

Pocas veces se halla alguno tan espiritual, que esté desnudo de todas las cosas. ¿Pues quién hallará el verdadero pobre de espíritu y desnudo de toda criatura? De muy lejos y muy precioso es su valor. Si el hombre diere su hacienda toda, aún no es nada; y el hiciere gran penitencia, aún es poco. Aunque tenga toda la ciencia, aún está lejos; y si tuviere gran virtud y muy fervorosa devoción, aún le falta mucho; esto es una cosa que ha menester mucho. ¿Y cuál es ésta? Que dejadas todas las cosas, se deje a sí mismo, y salga de sí del todo, y no le quede nada de amor propio. Y cuando conociere que ha hecho todo lo que debe hacer, piense que aún no ha hecho nada.

No tenga en mucho que lo puedan tener por grande; más llámese en la verdad siervo sin provecho, como dice la Verdad; Cuando aun hubieres hecho todo lo que os está mandado, aún decid: Siervos somos sin provecho. Y así podrás ser pobre y desnudo de espíritu, y decir con el Profeta: Uno solo y pobre soy. Con todo eso, ninguno hay más rico, ninguno más poderoso, ninguno más libre, que aquél que sabe dejarse a sí mismo y a todas las cosas, y ponerse en el último lugar.

Capítulo XII

Del camino real de la Santa Cruz

Estas palabras parecen duras a muelles! “Niégate a ti mismo, toma tu cruz y que sígueme”, Pero más duro será oír aquella terribles Palabras: “Apartaos de mí, maldito, al fuego eterno”. Los que ahora oyen y siguen de buena voluntad la palabra de la eterna condenación. Esta señal de la Cruz estará en el cielo cuando el Señor venga a juzgar. Entonces todos los siervos de la Cruz, que se conformaron su vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo Juez con gran confianza.

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la Cruz. Toma, pues tu Cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna. Él vino primero y llevó su Cruz, y murió en la Cruz por ti, porque tú también la tú también lleves y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con él vivirás con Él, y si fueres compañero de sus penas, lo serás también de su gloria.

Mira que todo consiste en la Cruz, y todo está en morir en ella; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz sino el de la santa Cruz y continua mortificación. Ve donde quisieres, busca lo que quisieres, y no hallarás más alto camino en lo eminente ni más seguro en lo abatido sino la senda de la santa Cruz. Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la Cruz, pues, o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás tribulación en el espíritu.

Unas veces te dejará Dios y otras te mortificará el prójimo, y lo que más es, muchas veces te descontentarás de ti mismo, y no serás aliviado ni confortado con ningún remedio ni consuelo, y será preciso que sufras hasta cuando Dios quisiere, porque quiere que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a él, y te hagas más humilde con la aflicción. Ninguno siente tan de corazón la pasión de Cristo, como aquél e quien acaece sufrir penas semejantes. De modo que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar. No le puedes huir donde quiera que fueres; porque a cualquier parte que huyas llevas a ti mismo, Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuere, vuélvete adentro, en todo hallarás la cruz; y es necesario que en todo lugar tengas paciencia si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona.

Si de buena voluntad llevas la cruz, llevará y guiará al fin deseado, adonde será el fin de padecer, aunque aquí no lo sea. Si contra tu voluntad la llevas, la hiciste mas pesada, y no obstante es preciso que la sufras. Si desechas una cruz, sin duda hallarás otra, y acaso más pesada.

¿Piensas tú escapar de lo que ninguno de los mortales pudo? ¿Quién de los santos estuvo en el mundo sin cruz y tribulación? Nuestro Señor Jesucristo, por cierto, en cuanto vivió en este mundo no estuvo una hora sin dolor, porque convenía que Cristo padeciese y resucitase de los muertos, y así entrase en su gloria. ¿Pues cómo buscas tú otra senda, sino este camino real que es el de la santa Cruz? ¿Y tu buscas para ti holgura y gozo? Yerras, yerras si buscas otra cosa que sufrir tribulaciones, porque toda esta vida mortal está llena de miserias y por todas partes está rodeada de cruces; y cuanto más altamente alguno aprovechare en espíritu, tanto más pesadas cruces hallará muchas veces, porque la pena de su destierro crece más por el amor.

Más este tal, así afligido de tantos modos, no está sin el alivio de la consolación, porque siente crecer en sí gran fruto de llevar su cruz, porque cuando se junta a ella de buena voluntad todo el peso de la tribulación se convierte en confianza del consuelo divino. Y cuanto más se quebranta la carne por la aflicción, tanto más se fortifica el espíritu por la gracia interior. Y algunas veces se conforta tanto con el afecto a la tribulación y adversidad por el amor y conformidad con la cruz de Cristo, que no quiere estar sin dolor y penalidad, porque se tiene por tanto más acepto a Dios, cuanto mayores y más graves cosas pudiere sufrir por Él. Esto no es virtud humana, sino gracia de Cristo, que tanto puede y hace en la carne frágil, que lo que naturalmente el hombre siempre aborrece y huye, lo acometa y acabe con fervor de espíritu.

No es propio de la humana condición llevar la cruz, amar la cruz, castigar el cuerpo y sujetarle a servidumbre, huir los honores, sufrir de grado las injurias, despreciarse a sí mismo y desear ser despreciado, tolerar todo lo adverso con daño y no desear cosa de prosperidad en este mundo. Si te miras a ti, no podrás por ti cosa alguna de éstas; mas si confías en Dios, él te dará fortaleza celestial y hará que te obedezca el mundo y la carne, y no temerás al demonio si estuvieres armado de fe y señalado con la cruz de Cristo.

Disponte, pues, como bueno y fiel siervo de Cristo para llevar varonilmente la Cruz de tu Señor, crucificado por amor tuyo. Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida, porque así estará contigo donde quiera que fueres y de verdad lo hallarás en cualquier parte donde te escondas. Así conviene, y no hay otro remedio para escapar de la tribulación de los males y del dolor, sino sufrir. Bebe con afecto el cáliz del Señor si quieres ser su amigo y tener parte con él. Remite a Dios las consolaciones y haga Él con ellas lo que más le pluguiere. Pero tú disponte a sufrir las tribulaciones y estímalas por grandes consuelos; porque son condignas las penalidades de este tiempo pare merecer la gloria venidera, aunque tú pudieras sufrirlas todas.

Cuando llegares a punto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que vas bien porque hallaste el paraíso en la tierra. Mientras te parezca penoso el padecer y procures huirlo, cree que vas mal, y donde quiera que fueres te seguirá el rastro de la tribulación.

Si te dispones para hacer lo que debes, conviene a saber, sufrir y morir, luego te irá mejor y hallarás paz. Y aunque fueres arrebatado hasta el tercer cielo con San Pablo, no estarás por eso seguro de no sufrir alguna contrariedad. Yo, dice Jesús, te mostraré cuántas cosas le convendrá padecer por mi nombre. Luego, sólo te queda el padecer, si quieres amar a Jesús y servirle siempre.

Pluguiese a Dios que fueses digno de padecer algo por el nombre de Jesús. ¡Cuán grande gloria se te daría! ¡Cuánta alegría causarías e todos los Santos de Dios! ¡Cuánta edificación sería para el prójimo!, pues todos alaban la paciencia, aunque pocos quieren padecer. Con razón debías sufrir algo de buena gene por Cristo, cuando hay tantos que sufren más graves cosas por el mundo.

Ten por cierto que te conviene morir viviendo; y que cuanto más muere cada uno a sí mismo, tanto más comienza a vivir e Dios. Ninguno es apto para comprender esa cosas celestiales si no se aviene a sufrir lee adversidades por Cristo. No hay cosa a Dios más acepta, ni para ti en este mundo más saludable, que padecer gustosamente por Cristo. Y si te diesen a escoger, más debería desear padecer cosas adversas por Cristo, que ser recreado de muchas consolaciones; porque en esto le serías más semejante, y más conforme a todos los santos. Pues no está nuestro merecimiento, ni la perfección de nuestro estado en disfrutar muchas suavidades y consuelo, sino en sufrir grandes penalidades y tribulaciones.

Porque si alguna cosa fuera mejor y más útil para la salvación de los hombre que el sufrir, Cristo lo hubiera declarado con su palabra y ejemplo; pues manifiestamente exhorte a sus discípulos, y a todos los que desean seguirle, que lleven la Cruz y les dice: Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mis tu cruz, y sígame. Así que, leídas y bien consideradas todas las cosas, sea ésta la conclusión: Que por muchas tribulaciones nos es necesario entrar en el reino de Dios.

Tomás de KempisImitación de Cristo y menosprecio del mundo, Capítulo XI-XII