Domingo I de Adviento – Año A
Hermanos: Comportaos reconociendo el momento en que vivís – Rm 13, 11
“¿Qué es el tiempo?” Cierta vez se preguntaba san Agustín, sin arrojar esfuerzos en intentar descifrar este enigma y acabó por concluir: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo.” Esto se da pues el hombre, el ser más excelente -después de los ángeles- que Dios ha creado, está creado justamente en el tiempo, pero al mismo tiempo, valga la redundancia, este mismo hombre, está, en palabras bien poéticas del Doctor Angélico, “en el confín entre el tiempo y la eternidad.”[1] Y como justamente es en este hombre, situado en este marco, que se encuentra el camino por el que la Iglesia desarrolla su misión (Cfr. Redemptor Hominis, 14), nada habría de extrañarnos de que los tiempos, en la Iglesia, sean un auxilio para que el hombre disfrute mejor de esta su condición.
Este es el motivo por el cual hay en la liturgia distintos tiempos bien marcados en la Iglesia, para que el hombre pueda vivir mejor la realidad del más allá del tiempo, de lo que pasa en la eternidad, y también para prepararse para momentos fuertes. Esto sucede, por ejemplo, cuándo tenemos por delante las festividades de la Pascua, donde la Iglesia nos propone un tiempo fuerte de preparación antes, la Cuaresma y después se prolonga por todo el Tiempo Pascual hasta Pentecostés. También pasa lo mismo en Navidad. Hoy empezamos el tiempo del Adviento, preparándonos para el Nacimiento del Niño Dios, fiesta que se prolongará en el tiempo de Navidad que se extiende hasta la fiesta del Bautismo del Señor.
En el tiempo que nos toca vivir ahora, la Iglesia, con su sabiduría milenaria, quiere disponernos y ayudarnos a vivir mejor los acontecimientos que estamos por rememorar. Dice San Luís Beltrán: “Trata nuestra Madre la Iglesia en todo este tiempo de Adviento de disponer y aderezar nuestras almas con doctrinas espirituales, para que en aquel día se hallen vestidas de ropas dignas de tal boda y solemnidad.”[2]
El Papa Benedicto XVI, hablando de este tiempo, en el año 2007 dice en un sermón que “el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la última venida del Señor. En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.”[3]
En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús nos reveló con su encarnación y con mayor razón, que se hizo visible, se hizo carne, se hizo objeto de contemplación a la vista del hombre en Navidad, en la gruta en Belén.
Es significativo el hecho de que, para entrar en la Basílica de la Natividad, en Belén, en la parte de los Griegos, haya una diminuta puerta por donde, sí o sí, para entrar en el templo, uno debe abajarse mucho, nos trae a la mente la virtud de la humildad, que fue tan necesaria, y es aún hoy, para reconocer al Niño Dios que va a nacer, la humildad de la gruta, de pesebre, de la cuna que la Sagrada Familia ha improvisado para acoger al Verbo de Dios hecho carne, humildad de los pastores que lo contemplan, de los Magos de oriente, que vienen reconocer que toda su sabiduría no es nada comparada con la Sabiduría eterna que acababa de entrar en el tiempo, en la historia de la humanidad.
“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.” (Cfr. Flp 2,6-11) Este himno cristológico, lo rezamos siempre en la liturgia de las horas, especialmente en las primeras vísperas del Domingo; es un cántico que nos llena de esperanza, nos sintetiza una verdad muy importante que celebramos justamente en Navidad, y que por eso, estamos preparándonos para tal dicha: vamos a recibir a Dios de Dios.
Antes de que Cristo asumiese la carne humana en el seno purísimo de la Virgen María, el acceso a Dios era algo muy lejano para al hombre, por más que en su corazón siempre hubo la inquietud y el deseo de alcanzarlo. Fue necesario que Dios mismo bajase y se nos diese a sí mismo. Santo Tomás lo pone como una razón incluso de conveniencia, pues como se sabe por la filosofía, el bien es difusivo de sí[4], y santo Tomás dice que Dios, siendo la bondad infinita, encontró el mejor y más conveniente modo de entregarse a nosotros, asumiendo nuestra propia naturaleza y abriéndonos la puerta para que también nosotros alcanzásemos el deseo que la serpiente había inculcado en Eva allá en el Edén: Serán como dioses. Pero ahora de la manera correcta.
Aún estando en el punto de convergencia entre el tiempo y la eternidad, y tendiendo naturalmente a este segundo polo, dice el Papa Benedicto XVI que “el hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?”[5]
El mismo Papa responde a estas cuestiones diciendo que: “Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.”[6]
Por eso nosotros debemos aprovechar para empezar, para adentrarnos en este tiempo de Adviento que se inicia, para buscar nuestra esperanza que asumió un rostro de niño; debemos prepararnos para recibir tan grande don, tan inmerecida dádiva. Es un tiempo para aprovechar para renovar nuestra esperanza, justamente en este mundo donde vemos que tan perdida está esta virtud fundamental, precisamente ahora, el Señor nos regala este tiempo, con este propósito, decía Benedicto XVI: “A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.”[7]
Esta esperanza, en definitiva, consiste en esperar a Dios de Dios, como decíamos, y por lo tanto, en orientar el corazón hacia el cielo, donde nos encontraremos con Él.
La tradición espiritual resume esta actitud interior con una frase muy conocida de San Juan de la Cruz, el místico maestro de Fontiveros: “Olvido de lo criado, memoria del Criador, atención a lo interior, y estarse amando al Amado.”[8]
El olvido de lo creado implica dejar a un lado, en este ejercicio de memoria, todo lo material y todo aquello que nos ocupa o distrae: el dinero, el trabajo, lo que sentimos en ese momento, el aburrimiento… Es un gesto de abandono interior, olvidarse de todo lo del mundo, incluso de uno mismo para dejar espacio a Dios.
La memoria del Creador consiste en pensar en Dios a través de su Palabra, trayéndolo a la mente con sencillez.
La atención a lo interior se vive en el silencio, que permite encontrarse con uno mismo y con Dios.
Y por fin, la actitud de estarse amando al Amado es descubrir que, una vez que has conseguido atender a lo interior, ya sólo te queda amar a Dios, a este Dios que tanto nos ama, que quiso venir a habitar en un cuerpito pequeñito, que cupo dentro de un pequeño cajoncito de madera, llevando consigo toda su ternura y teniendo en sus cándidas sonrisas y tiernas manitas, el poder de reavivar nuestra esperanza y colmarnos de la alegría más verdadera que uno jamás podría imaginar.
Aprovechemos, queridos hermanos, para prepararnos para esta Navidad que se acerca, que está ahí, a las puertas, con un corazón generoso y al mismo tiempo lleno de esperanza, de ver al Niño Dios que va a nacer.
¡Ave María Purísima!
P. Harley Carneiro, IVE
[1] In I De Causis, lect. II, s.15.
[2] San Luís Beltrán, Obras y sermones, vol. I, pp.10-14
[3] Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro el Domingo 1 de diciembre de 2007
[4] Cfr. S.Th. IIIª Pars, q.1
[5] Homilía del Papa Benedicto XVI… op. cit.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Obras Completas, p. 81, Suma de la perfección, Ed. Maestros Espirituales Carmelitas, Burgos, 2021, 10ª Edición