TIEMPO PARA REAVIVAR NUESTRA ESPERANZA

Domingo I de Adviento – Año A

Hermanos: Comportaos reconociendo el momento en que vivís – Rm 13, 11

“¿Qué es el tiempo?” Cierta vez se preguntaba san Agustín, sin arrojar esfuerzos en intentar descifrar este enigma y acabó por concluir: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo.” Esto se da pues el hombre, el ser más excelente -después de los ángeles- que Dios ha creado, está creado justamente en el tiempo, pero al mismo tiempo, valga la redundancia, este mismo hombre, está, en palabras bien poéticas del Doctor Angélico, “en el confín entre el tiempo y la eternidad.”[1] Y como justamente es en este hombre, situado en este marco, que se encuentra el camino por el que la Iglesia desarrolla su misión (Cfr. Redemptor Hominis, 14), nada habría de extrañarnos de que los tiempos, en la Iglesia, sean un auxilio para que el hombre disfrute mejor de esta su condición.

Este es el motivo por el cual hay en la liturgia distintos tiempos bien marcados en la Iglesia, para que el hombre pueda vivir mejor la realidad del más allá del tiempo, de lo que pasa en la eternidad, y también para prepararse para momentos fuertes. Esto sucede, por ejemplo, cuándo tenemos por delante las festividades de la Pascua, donde la Iglesia nos propone un tiempo fuerte de preparación antes, la Cuaresma y después se prolonga por todo el Tiempo Pascual hasta Pentecostés. También pasa lo mismo en Navidad. Hoy empezamos el tiempo del Adviento, preparándonos para el Nacimiento del Niño Dios, fiesta que se prolongará en el tiempo de Navidad que se extiende hasta la fiesta del Bautismo del Señor.

En el tiempo que nos toca vivir ahora, la Iglesia, con su sabiduría milenaria, quiere disponernos y ayudarnos a vivir mejor los acontecimientos que estamos por rememorar. Dice San Luís Beltrán: “Trata nuestra Madre la Iglesia en todo este tiempo de Adviento de disponer y aderezar nuestras almas con doctrinas espirituales, para que en aquel día se hallen vestidas de ropas dignas de tal boda y solemnidad.”[2]

El Papa Benedicto XVI, hablando de este tiempo, en el año 2007 dice en un sermón que “el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la última venida del Señor. En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.”[3]

En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús nos reveló con su encarnación y con mayor razón, que se hizo visible, se hizo carne, se hizo objeto de contemplación a la vista del hombre en Navidad, en la gruta en Belén.

Es significativo el hecho de que, para entrar en la Basílica de la Natividad, en Belén, en la parte de los Griegos, haya una diminuta puerta por donde, sí o sí, para entrar en el templo, uno debe abajarse mucho, nos trae a la mente la virtud de la humildad, que fue tan necesaria, y es aún hoy, para reconocer al Niño Dios que va a nacer, la humildad de la gruta, de pesebre, de la cuna que la Sagrada Familia ha improvisado para acoger al Verbo de Dios hecho carne, humildad de los pastores que lo contemplan, de los Magos de oriente, que vienen reconocer que toda su sabiduría no es nada comparada con la Sabiduría eterna que acababa de entrar en el tiempo, en la historia de la humanidad.

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.” (Cfr. Flp 2,6-11) Este himno cristológico, lo rezamos siempre en la liturgia de las horas, especialmente en las primeras vísperas del Domingo; es un cántico que nos llena de esperanza, nos sintetiza una verdad muy importante que celebramos justamente en Navidad, y que por eso, estamos preparándonos para tal dicha: vamos a recibir a Dios de Dios.

Antes de que Cristo asumiese la carne humana en el seno purísimo de la Virgen María, el acceso a Dios era algo muy lejano para al hombre, por más que en su corazón siempre hubo la inquietud y el deseo de alcanzarlo. Fue necesario que Dios mismo bajase y se nos diese a sí mismo. Santo Tomás lo pone como una razón incluso de conveniencia, pues como se sabe por la filosofía, el bien es difusivo de sí[4], y santo Tomás dice que Dios, siendo la bondad infinita, encontró el mejor y más conveniente modo de entregarse a nosotros, asumiendo nuestra propia naturaleza y abriéndonos la puerta para que también nosotros alcanzásemos el deseo que la serpiente había inculcado en Eva allá en el Edén: Serán como dioses. Pero ahora de la manera correcta.

Aún estando en el punto de convergencia entre el tiempo y la eternidad, y tendiendo naturalmente a este segundo polo, dice el Papa Benedicto XVI que “el hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?”[5]

El mismo Papa responde a estas cuestiones diciendo que: “Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.”[6]

Por eso nosotros debemos aprovechar para empezar, para adentrarnos en este tiempo de Adviento que se inicia, para buscar nuestra esperanza que asumió un rostro de niño; debemos prepararnos para recibir tan grande don, tan inmerecida dádiva. Es un tiempo para aprovechar para renovar nuestra esperanza, justamente en este mundo donde vemos que tan perdida está esta virtud fundamental, precisamente ahora, el Señor nos regala este tiempo, con este propósito, decía Benedicto XVI: “A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.”[7]

Esta esperanza, en definitiva, consiste en esperar a Dios de Dios, como decíamos, y por lo tanto, en orientar el corazón hacia el cielo, donde nos encontraremos con Él.

La tradición espiritual resume esta actitud interior con una frase muy conocida de San Juan de la Cruz, el místico maestro de Fontiveros: “Olvido de lo criado, memoria del Criador, atención a lo interior, y estarse amando al Amado.”[8]

El olvido de lo creado implica dejar a un lado, en este ejercicio de memoria, todo lo material y todo aquello que nos ocupa o distrae: el dinero, el trabajo, lo que sentimos en ese momento, el aburrimiento… Es un gesto de abandono interior, olvidarse de todo lo del mundo, incluso de uno mismo para dejar espacio a Dios.

La memoria del Creador consiste en pensar en Dios a través de su Palabra, trayéndolo a la mente con sencillez.

La atención a lo interior se vive en el silencio, que permite encontrarse con uno mismo y con Dios.

Y por fin, la actitud de estarse amando al Amado es descubrir que, una vez que has conseguido atender a lo interior, ya sólo te queda amar a Dios, a este Dios que tanto nos ama, que quiso venir a habitar en un cuerpito pequeñito, que cupo dentro de un pequeño cajoncito de madera, llevando consigo toda su ternura y teniendo en sus cándidas sonrisas y tiernas manitas, el poder de reavivar nuestra esperanza y colmarnos de la alegría más verdadera que uno jamás podría imaginar.

Aprovechemos, queridos hermanos, para prepararnos para esta Navidad que se acerca, que está ahí, a las puertas, con un corazón generoso y al mismo tiempo lleno de esperanza, de ver al Niño Dios que va a nacer.

¡Ave María Purísima!

P. Harley Carneiro, IVE

[1] In I De Causis, lect. II, s.15.

[2] San Luís Beltrán, Obras y sermones, vol. I, pp.10-14

[3] Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro el Domingo 1 de diciembre de 2007

[4] Cfr. S.Th. IIIª Pars, q.1

[5] Homilía del Papa Benedicto XVI… op. cit.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Obras Completas, p. 81, Suma de la perfección, Ed. Maestros Espirituales Carmelitas, Burgos, 2021, 10ª Edición

LA ANUNCIACIÓN – FULTON SHEEN

En la plenitud del tiempo, vino un ángel de luz desde el gran trono de luz hasta una virgen arrodillada en oración, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Dios una naturaleza humana.

Fulton Sheen

Toda civilización ha tenido una tradición que le habla de una pasada edad dorada. Un registro judaico más preciso nos refiere la caída de un estado de inocencia y felicidad debido a un hombre que fue tentado por una mujer. Si una mujer desempeñó tal papel en la caída del género humano, ¿no habría de desempeñar un gran papel en su restauración? Y si hubo un paraíso perdido en el cual se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer, ¿no podría haber un nuevo paraíso en el que se celebraran las nupcias de Dios y el hombre? En la plenitud del tiempo, vino un ángel de luz desde el gran trono de luz hasta una virgen arrodillada en oración, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Dios una naturaleza humana. La respuesta de ella fue que «no conocía hombre», y que, por lo tanto, no podía ser la madre del «Esperado de las naciones».

No puede haber nacimiento sin amor. En esto, la doncella tenía razón. Para engendrar una nueva vida se requieren los fuegos del amor. Pero es que, además de la pasión humana que engendra la vida, existe la «pasión desapasionada y la vehemente serenidad» del Espíritu Santo; y fue éste el que asombró a la mujer y engendró en ella a Emmanuel, o sea a «Dios con nosotros». En el momento en que María pronunció la palabra fiat, o «hágase», sucedió algo más grande que el fíat lux («hágase la luz») de la creación, ya que la luz que ahora estaba haciéndose no era el sol, sino el Hijo de Dios en la carne. Al pronunciar María su fiat, consumó todo el papel propio de la feminidad, el de ser portadora de los dones que Dios hace al hombre. Hay una receptividad pasiva en la cual la mujer dice fiat al cosmos al participar en su ritmo, fiat al amor del hombre en el momento en que lo recibe, y fiat a Dios cuando recibe el Espíritu.

Los niños no vienen al mundo siempre como resultado de un distinto acto de amor de hombre y mujer. Aunque el amor es querido entre los dos, el fruto de su amor, que es el hijo, no es querido de la misma manera que el amor del uno para el otro. En el amor humano existe un elemento indeterminado. Los padres no saben si el hijo será niño o niña, o la hora exacta de su nacimiento, porque la concepción se pierde en cierta desconocida noche de amor. Los hijos son más tarde aceptados y amados por sus padres, pero nunca fueron directamente queridos en sí mismos.

Pero en la anunciación el Hijo no fue aceptado de una manera imprevista, sino que el Hijo fue querido. Hubo una colaboración entre la mujer y el Espíritu del divino Amor. El consentimiento fue voluntario bajo el fiat; la cooperación física fue libremente ofrecida por medio de la misma palabra.

Las otras madres se hacen conscientes de su maternidad por medio de cambios fisiológicos que se producen en su interior; María llegó a ser consciente de la suya en virtud de un cambie espiritual operado por el Espíritu Santo. Probablemente recibió un éxtasis espiritual mucho más grande que el que se concede al hombre y a la mujer en el acto unitivo de su amor.

De la misma manera que la caída del hombre fue un acto libre, así también la redención había de ser libre. Lo que llamamos anunciación fue en realidad la petición que Dios hizo a una criatura para que le diera su libre consentimiento de ayudarle a incorporarse a la humanidad. Supongamos que en una orquesta un músico produce libremente una nota desafinada. El director es competente, la música está correctamente anotada y es fácil de ejecutar, pero el músico, con su libre albedrío, introduce una disonancia que inmediatamente pasa al espacio. El director puede hacer una de estas dos cosas: ordenar que se comience de nuevo la pieza o pasar por alto la disonancia. En realidad, poco importa lo que haga, puesto que la nota falsa sigue viajando por el espacio a muchos metros por segundo, y en tanto continúe habrá una disonancia en el universo. ¿Existe algún medio para restablecer en el mundo la armonía? Sólo puede hacerlo alguien que venga de la eternidad y detenga la nota en su rápida carrera. Pero ¿será todavía una nota falsa?

La falta de armonía sólo puede destruirse de una manera. Si aquella nota se convierte en la primera nota de una nueva melodía, entonces se hará armoniosa. Esto fue precisamente lo que ocurrió con el nacimiento de Jesucristo. Se había producido una nota falsa de disonancia moral introducida por el primer hombre, que infectó a la humanidad entera. Dios podía haberla pasado por alto, pero ello habría representado para Él una violación de la justicia, cosa que es, naturalmente, inconcebible. Lo que hizo, por tanto, fue pedir a una mujer, la cual representaba a la humanidad, que le diera libremente una naturaleza humana con la cual Él iniciaría una nueva humanidad. Así como había una vieja humanidad en Adán, habría una nueva humanidad en Cristo, el cual era Dios hecho hombre merced a la libre actuación de una madre humana. Cuando el ángel se apareció a María, Dios estaba anunciando este amor para la nueva humanidad. Era el comienzo de una nueva tierra, y María llegó a ser «un paraíso ceñido de carne para ser labrado por el nuevo Adán». Así como en el primer jardín Eva trajo la destrucción, en el jardín de su vientre María traería la redención.

Durante los nueve meses que Él estuvo enclaustrado en ella, todo alimento, el trigo, las uvas que ella consumía, servían a modo de natural eucaristía que pasaba al ser de aquel que más tarde habría de declarar que era el pan y el vino de la vida. Pasados los nueve meses, el lugar adecuado para que Él naciera fue Belén (Bethlehem), que significa «casa de pan». Posteriormente Él había de decir:

Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da la vida al mundo. (Jn 6, 33(

Yo soy el pan de vida; el que viene a mí jamás tendrá hambre.

(Jn 6, 35)

Cuando el divino Niño fue concebido, la humanidad de María le dio manos y pies, ojos y oídos, y un cuerpo con el cual pudiera sufrir. De la misma manera que los pétalos de una rosa después de haber caído en ellos el rocío se cierran sobre éste como si quisieran absorber sus energías, así también María, como la mística Rosa, se cerró sobre aquel que el Antiguo Testamento había descrito como un rocío que desde el cielo descendía sobre la tierra. Cuando por fin le dio a luz, fue como si se abriera un gran copón y ella estuviera sosteniendo en sus dedos a la Hostia del mundo, como si dijera: «He aquí que éste es el Cordero de Dios; he aquí el que quita los pecados del mundo.»

UN AÑO EN EL CALVARIO

Se suele atribuir una frase a Santa Teresa de Calcuta que dice lo siguiente: “Lo que hacemos es solo una gota en el océano, pero el océano sería menos si le faltara esa gota.” Por lo que, con estas pocas líneas, queridos hermanos, me gustaría compartirles una gracia del todo especial: el hecho de haber completado “un año en el Calvario”.

El pensamiento que lleva el título de esta reflexión yo lo tomo por la feliz providencia de que, hace exactamente un año (el 16 de noviembre del 2024), yo me arrodillaba, junto con un compañero, delante del obispo en Brasil para recibir de sus manos la tan anhelada consagración sacerdotal. Ahora, exactos 365 días después de esto, tuve la enorme gracia de poder celebrar la Santa Misa en el altar del Calvario, en el Santo Sepulcro, en Jerusalén.

Por esto, retomando la frase que mencionaba al comienzo, puede que estas líneas sean apenas unas gotitas a más en el océano, pero ¡sin ellas… ya lo saben!

El hecho es que indudablemente, hay que agradecer. Todo don de Dios exige en nosotros un profundo sentido de gratitud que se traduce en celebración y festejo. Por eso es necesario recordar siempre los dones recibidos de Dios para poder celebrarlos. Recordamos para celebrar y agradecer.

La Santa Misa es el memorial de la pasión del Señor, es el recuerdo de la obra de la redención que se llevó a cabo a través de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Nosotros recordamos y celebramos ese evento en cada Santa Misa, por eso la Santa Misa es la acción de gracias por excelencia. ¿Qué cosa podría ser mejor entonces, que recordar y celebrar para agradecer el don del primer año de mi aniversario sacerdotal que celebrando la Santa Misa? y además de esto: ¿qué más podría desear que el poder ofrecer la Misa en el mismo lugar dónde el Señor Jesucristo se ofreció en el altar del Gólgota? No habría palabras para expresar… Intentaré, sin poder dar garantías de suceso.

EL CAMINO AL CALVARIO

El hombre se encuentra “en el horizonte de lo corporal y de lo espiritual”[1], “en el confín entre el tiempo y la eternidad”[2], en otra crónica que he escrito hace un tiempo, utilizaba esta frase para introducir un pensamiento sobre instantes que duran para la eternidad, que tienen peso eterno. Creo que lo mismo podría aplicarse ahora.

Momentos que pasan demasiado rápido de acuerdo con nuestro tiempo, pero que son reflejos de una realidad eterna que nos saca del mundo y nos introduce en el cielo. Algo así podríamos decir que es la experiencia de la Santa Misa. A los que ya han celebrado la Misa en los lugares santos (especialmente en el Santo Sepulcro o Calvario), saben que el tiempo es aún más corto, por lo que uno debe hacer mucho esfuerzo para “cumplir” con todas las exigencias impuestas por el tema del status quo, entonces es posible que uno se ponga aún más a reflexionar sobre estos temas, estas paradojas entre tiempo y eternidad, presente y futuro, ahora y siempre…

Muy temprano, con el frío y la lluvia que caía del cielo bendiciendo a una tierra que dormía todavía, salimos de la comunidad de los padres en Belén, después de unas ‘primeras vísperas’ con todo lo que es de derecho: buena cena, momentos comunitarios cargados de buenas risas y, no podría faltar una linda pro,. Al día siguiente, tras algunas aventuras con el GPS, en fin llegamos al Santo Sepulcro. Nos paramentamos y, con todo lo necesario para la Misa en la mano, salimos de la sacristía en dirección al Calvario.

Las tinieblas que envolvían el local eran motivos para otras reflexiones, que quizás algún otro lo escribirá. Pero yendo más al hueso, como se suele decir, apenas terminaba una Santa Misa, llegamos justo en la bendición final, apenas salen los peregrinos que participaban de ella, nos acercamos nosotros. Ahí se hacían presente algunos peregrinos de lugares que Dios sabrá su origen, y también estaban las hermanas servidoras, juntamente con los sacerdotes IVE que misionan aquí, es decir, teníamos la familia religiosa presente en este momento muy singular e importante para mí, por lo que agradezco profundamente a Dios y es esta cercanía de nuestra pequeña familia.

Empezamos la Misa, todo trascurre normal, el corazón se encontraba mezclado de emociones, la mente iba por entre las lecturas, asociándolas al local exacto donde estábamos, el momento que se seguiría muy pronto. Todo en instantes muy rápidos, pero que, como dicho antes, tenían peso eterno. El sacrificio es ofrecido, un año en el calvario, celebrado en el mismo Calvario, qué gracia. Cómo son momentos que tienen peso de eternidad, nos introducen en una realidad ‘atemporal’, por acá me quedo con esto y paso a una pequeña consideración que me rondaba por la cabeza por estos días…

CRUCIFIXIÓN

El venerable arzobispo de Nueva York, Mons. Fulton Sheen, tiene un libro precioso intitulado: Tesoro en vasijas de barro, tratase de una especie de autobiografía que él escribe ya casi al final de su vida. Fulton Sheen tiene su estilo, que muchas veces, leyéndolo, ha logrado dos efectos en mí: en primer lugar, sacarme (aunque unas veces bien disfrazada, otras ni tanto) unas buenas sonrisas, pero al mismo tiempo me ha puesto en jaque con reflexiones sorprendentes sobre muchísimos temas, y éste es el segundo efecto.

Un ejemplo muy claro de este segundo “efecto” es cuándo está reflexionando sobre el llamado al sacerdocio. Le dejo la palabra:

«La primera etapa de la vocación es percibir la santidad de Dios […] La vocación no comienza con “lo que a me gustaría hacer”, sino con Dios. […] La segunda etapa, que constituye una suerte de reacción ante la primera, es la experiencia de un sentimiento profundo de no ser digno. El corazón sufre una conmoción al visualizar, simultáneamente, el tesoro y el barro. Dios es santo, pero yo no. ¡Pobre de mí! Dios puede hacer algo con aquellos que ven lo que realmente son y conocen la necesidad de una purificación, pero nada puede hacer con el hombre que ya se siente digno. […] La tercera etapa es la respuesta […] La dialéctica entre la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro es una especie de crucifixión. Cada sacerdote está crucificado en el pie vertical de la vocación dada por Dios y en el travesaño horizontal del simple deseo de la carne y de un mundo que tan frecuentemente se alinea con él. El mejor vino se sirve a veces en copas de lata. Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres, y aun así también a comprometerse diariamente con la mayor de las guerras: la que se libra en el interior.»

                Aquí, Fulton Sheen remarca un tema que, en mi pobre opinión, es clave en todo el ministerio sacerdotal, el crucificarse con Cristo. Ofrecerse en sacrificio. Es verdad que, muchas veces, uno puede inspirarse en mil y una maneras de hacer esto, en grandes cosas, como también en las pequeñas, etc. ¡No importa! “Esta es la idea clamorosa: sacrificarse”[3]. Es este el tema del que habla el autor de la carta a los Hebreos: «Todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo.» (Cfr. Heb 5, 1-3)

                Esta dialéctica entre la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro, que decía Fulton Sheen, es algo hermosísimo, que, en verdad, todos los sacerdotes lo han vivido, en un momento u otro en su vida, sea los que tienen un, diez o cincuenta años de ministerio. ¿Por qué digo que es hermoso? Pues justamente, al levantar la patena y el cáliz todos los días, ofreciendo la materia para el holocausto, el sacerdote puede poner ahí este sacrificio: el sentirse “abismado”, perplejo quizás, considerando estos dos polos opuestos, esta enorme cruz en la cual estamos crucificado con Cristo. Me parece que, para algunos, puede ser este el sacrificio más sincero y sublime que, sí o sí, todos nosotros podemos ofrecerle junto al Señor para la inmolación.

                Es cierto que, cómo queda dicho, se puede ofrecer muchísimas cosas. Pero este corazón quebrantado y humillado, abrumado por este contraste tan grande, puede ser una fuente inagotable de materia grata a Dios para el sacrificio. ¿Acaso no rezamos en secreto, profundamente inclinados, todos los días esta oración: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro»? ¿Acaso no rezamos todos los viernes el Salmo 50 que dice: «Los sacrificios no te satisfacen:/ si te ofreciera un holocausto, no lo querrías / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; / un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias»?

LA FUENTE DE LA FELICIDAD SACERDOTAL

                Cuando uno, crucificado de este modo, teniendo que ofrecer todos los días el mismo cuerpo que insiste en mantenerse con vida, insiste en salir con la suya, insiste en mantenerse en la testarudez del barro y no se doblega en las manos del olero, y al mismo tiempo está cada vez más seguro de que es a esta vocación a la que Dios le ha llamado, se encuentra tal y cual dijo Mons. Fulton Sheen: crucificado entre estos dos extremos. En el centro, el corazón sacerdotal se encuentra clavado, junto a su Señor, junto al que es La Fuente principal de nuestro sacerdocio, el modelo perfecto de nuestro sacrificio. Hay que volver a clavarlo todos los días, a cada nuevo día, puede llegar a ser pesado, puede agotar, puede oprimir: Venid a mí los que estáis cansados y agobiados

                Una cosa es cierta: en la cruz encontraremos descanso, y más, en la cruz encontraremos la verdadera felicidad, siempre. Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres. Fue éste el lema que elegí para mi ordenación sacerdotal, para mi ministerio. Es una frase que personalmente me marca mucho, especialmente por el contexto dónde viene mencionada… lo que le sigue: aun así, también a comprometerse diariamente con la mayor de las guerras: la que se libra en el interior. ¿Cuánto tiempo esta guerra interior habrá de durar? Mientras haya un frágil latir en el corazón del sacerdote, sean 365 días o sean muchos más 365 días por delante, no importa. Un año en el Calvario significa que es justamente en la cruz que uno gozosamente debe encontrar el sentido a su ministerio, encontrar ahí la fuente de su felicidad: Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres y… aun así, llevar la guerra interior, esta verdadera crucifixión dialéctica entre estos dos extremos: la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro.

«Por eso vivo contento en medio de las debilidades […]. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (Cfr. 2Cor 12, 10) Por eso es que «doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio.» (Cfr. 1Tim 1, 12-13) “El amor y la gracia de la Santísima Trinidad me ayuden a ser fiel en la obra que ha comenzado.”[4]

¡Ave María, y adelante!

P. Harley Carneiro, IVE

Misionero en Tierra Santa

16 de noviembre de 2025

[1] S.Th.,  I, q. 77, a.2; C.G., II, 82

[2] In I De Causis, lect. II, s. 15

[3] Cfr. Directorio de Espiritualidad, 146

[4] Fórmula de Profesión de votos religiosos del IVE

¡Cristo Rey con feligreses!

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

La solemnidad de Cristo Rey, tan esperada por todos nosotros, ha sido del todo especial este año en la casa de santa Ana; pues, además de la especial solemnidad con que corresponde celebrarse, en esta oportunidad tuvimos la gracia de recibir un variado grupo de amigos y peregrinos de habla hispana que actualmente viven en el país, y deseaban rezar junto con los monjes en un día tan importante, y aprovechar para compartir luego los debidos festejos.

La jornada comenzó con el recibimiento de los peregrinos (acompañados por algunos amigos del monasterio), a las 15:00 hs. para realizar la debida visita guiada, en la cual el monje portero siempre les comparte la historia de este sencillo lugar santo, cómo la Custodia Franciscana de Tierra aceptó nuestro pedido para vivir custodiando este lugar y nos encomendó fraternalmente su cuidado y atención de los peregrinos, y, por supuesto, algo acerca del estilo de vida monástico en nuestra familia religiosa.

A continuación, comenzó la Adoración Eucarística en nuestra pequeña capilla, guiada al principio por el Hno. Diego, acompañando las oraciones con los feligreses, y luego quedando la mayor parte en el correspondiente silencio delante del Santísimo Sacramento, para que cada cual siguiera rezando tranquilamente. Mientras tanto, los sacerdotes -P. Harley y P. Jason-, atendimos las confesiones afuera, en la basílica, hasta la bendición solemne y rezo de las letanías, con la cual terminaba la Adoración y preparábamos todo para la santa Misa a las 17:00.

Fue muy lindo de ver la pequeña capilla “llena de feligreses” pues, si bien no es nada grande, sin embargo, nos hacía agradecer de manera especial pues desde hace tiempo tenemos presente en nuestras plegarias la intención del “regreso de los peregrinos a Tierra Santa”, y como varios de los presentes venían por vez primera al monasterio, pues con toda propiedad se adjudicaban el título de peregrinos.

Posteriormente pasamos a compartir la cena, de la cual nuestros mismos visitantes se encargaron, cerrando la jornada en un ambiente festivo muy agradable, conociéndonos más y quedando en contacto para cuando deseen regresar al monasterio, donde ya saben que siempre que lo deseen encontrarán a nuestro Señor en el sagrario para rezar, y la posibilidad de confesarse o poder hablar en español con alguno de los monjes para sus respectivas consultas.

Agradecemos a la Sagrada Familia y a todos ustedes por sus oraciones; los invitamos a unirse al pedido de oraciones por el regreso de los peregrinos y, especialmente, a rezar por los más necesitados, por los enfermos y las benditas almas del purgatorio, y por la conversión de los pecadores más alejados y la santificación de las almas buenas.

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

(Fotos en nuestro Facebook)

Cristo Rey

¡Dejémosle reinar y cooperemos a su reinado!

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Para los que han tenido la maravillosa oportunidad de realizar ejercicios espirituales según el método de san Ignacio, la “contemplación de Cristo Rey” resulta gratamente familiar. En ella se nos propone considerar, en primer lugar, un rey temporal para pasar luego a la gran consideración de nuestro Señor Jesucristo como nuestro Rey eterno. Y parte de lo interesante de esta meditación es que el rey temporal que se nos propone al principio tiene una característica muy especial: es digno de admiración a causa de sus muchas virtudes, e inspira y mueve, de hecho, a seguirlo. Y este es el punto de partida para hacer el salto hacia nuestro Señor; un rey que no solamente es admirable y virtuoso sino el verdadero cúmulo de las virtudes, en cuya humanidad nos enseñó cómo se vive según la voluntad de Dios, y hasta dónde está dispuesto a llegar por cumplirla y salvar así nuestras pobres almas. En síntesis, Jesucristo es nuestro soberano absoluto porque traspasa todos los límites posibles para nuestro entendimiento, pues ha venido a instaurar un reino que va más allá de las naciones y las razas, ¡y más aún!, más allá de las imperfecciones y hasta de los pecados… ¿qué significa esto?, que, si hay arrepentimiento sincero, no hay pecado capaz de impedir que un alma se ponga bajo el amoroso servicio de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo: un reinado diferente

Detengámonos por un momento en esta consideración, mis queridos hermanos: los discípulos y súbditos de Cristo, somos todos pecadores, es decir, corazones capaces de ofenderlo y herirlo con nuestros pecados. Digamos más aun, ¿nos damos cuenta de que nosotros, la razón de la Pasión de nuestro Señor, somos los mismos invitados a formar parte de sus filas? El reinado de Jesucristo busca extenderse a través de la misma humanidad que ha traicionado la bondad divina, y esto porque la mirada de Dios es diferente: Él, donde hubo traición, en lugar de castigo ofrece redención, en lugar de condena propone salvación, y donde lo defraudamos en vez de reproche nos pide arrepentimiento y seguimiento; es por esto que el alma que se condena lo hace voluntariamente, pues de parte de Dios todo está dispuesto para su salvación, conversión y santificación. ¿Y cómo es posible este reinado de Jesucristo tan inefable?, porque Dios también se encargó de eso, haciéndolo un reinado que radica no en la tierra sino en lo más profundo del alma que lo acepta.

Los reinos terrenos no son como el de Cristo, por lo que muchos quedaron defraudados cuando lo vieron morir en el Calvario (los que se quedaron con la cruz y no fueron más allá, hasta su amor hasta el extremo). Jesús no vino a imponerse con las armas, ni a amontonar terrenos ni acrecentar poderes humanos, ¡claro que no!; porque nada de eso salva al momento de presentarse delante de Dios el día de nuestro juicio; allí solamente importa lo que hayamos acumulado en el corazón; allí serán nuestras obras las que cuenten: nuestra caridad, nuestra generosidad, nuestro perdón, compasión, honestidad, etc. Este reino de Jesús no se impone, sino que se ofrece; no obliga sino que invita, y no esclaviza sino que libera, pero no siempre de las cadenas humanas ni tantas veces de las injusticias de los hombres, por duro que sea escucharlo; sino la esclavitud que puede perder al alma para siempre. La gloria eterna, en cambio, es donde Dios ejecutará su justicia definitiva, y consolará a los que ahora sufren, y recompensará a los que ahora padecen por su fidelidad al Evangelio; en definitiva, donde reinarán con Cristo para siempre los que hayan aceptado su reinado en esta vida, como explica hermosamente san Alberto Hurtado:

“El Reino de Cristo, Reino de justicia, de amor, de paz… Reino que viene no a destruir al hombre sino a regenerarlo: “a esto he venido, a que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); a levantarlo del fango de las pasiones que lo esclavizan, a hacerlo libre: libre de la tiranía del pecado, libre de la impureza, libre del egoísmo, libre del odio, libre del orgullo, libre del mal que es el pecado y el desorden. Pero no basta esto; viene a elevarlo a una grandeza que jamás el hombre podía sospechar: amigo de Dios: “ya no os llamaré siervos sino amigos” (Jn 15,15); templos donde Él habita: “vendremos a él y haremos en Él nuestra morada” (Jn 14,23); elevados por participación a la vida divina, a la unión con el Creador, a vivir la misma vida de Dios por la gracia santificante: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5); viene Cristo en el colmo de su amor no a traerle sus dones, sino a darse Él mismo como don, a alimentarnos a nosotros, pobres mortales, con su Cuerpo y Sangre, prenda de la vida eterna. Y mientras dura nuestro curso por el mundo, la actividad del soldado de Cristo es hacer el bien: la caridad material, la limosna al pobre, el consuelo al débil, la justicia al oprimido, la caridad al que sufre. En una palabra: a continuar la redención de nuestros pobres hermanos, los hombres.”

El gran peligro: rechazar el reinado de Cristo

¿Cuándo rechazamos el sublime reinado de nuestro Señor?, pues cuando queremos ponernos nosotros en su lugar: cuando queremos arrebatarle el trono que ha puesto en nuestros corazones para gobernarnos según nuestro parecer desordenado y no según la verdad del Evangelio que es la que nos salva.

Pensemos, por ejemplo, en un súbdito que se encuentra combatiendo junto a su rey en el campo de batalla, y de pronto, para que el enemigo no lo mate, apuñala a un compañero y se lo ofrece al enemigo: por supuesto que se convertiría en un traidor. Pues bien, así como este soldado traicionero dejó entrar el mal en su corazón, así también pasa cuando dejamos entrar en nosotros el pecado, y peor aún, cuando se pretende rebajar a Dios al punto de pensar que tiene tanto derecho a habitar en el corazón como el pecado; por ejemplo, pretendiendo que la morada de nuestro corazón la compartan tanto la caridad fraterna como el egoísmo; o dejar salir de nuestros labios hermosas oraciones, pero escondiendo un oscuro rencor que mancha dichas plegarias.

El reinado de Jesucristo, en síntesis, exige la integridad y repudia los dobleces: Dios no quiere que “le sirvamos de a pedacitos”: algunas veces sí pero otras no; cuando me sienta fuerte sí, pero cuando esté cansado no; y esta coherencia de vida no es más que seguir el ejemplo de Cristo rey en su humanidad: ni las largas caminatas, ni las noches en vela, ni el cansancio, ni el desprecio de los enemigos, ni la incomprensión de su pueblo, y ni siquiera la decisión de hacerlo morir lo detuvieron. Y como en todo esto nos ha dado ejemplo, lo mismo espera de sus servidores, a quienes ha sepultado sus traiciones con su perdón y su gracia, y a quienes pide imitación y fidelidad para tomar parte en la extensión de su reinado. Ante esta hermosa realidad, queridos hermanos, no olvidemos que tanto Pedro como Judas traicionaron, pero uno desconfió y se apartó de Jesús; el otro, en cambio, regresó con fidelidad renovada y la firme determinación de no volver a traicionar a su Señor, y por eso alcanzó la gloria.

El verdadero fiel cristiano deja que Cristo reine en su alma cada vez que cumple la voluntad de Dios antes que la suya (y buscando siempre unirlas).

– Cristo debe reinar en nuestra vida: debemos cumplir por amor sus mandamientos

– Cristo debe reinar en nuestro progreso espiritual: debemos acudir a sus sacramentos (Él lo quiso)

– Y si realmente queremos ser servidores fieles y agradecidos, nos esforzaremos sin tregua por no ser nosotros un impedimento al reinado de nuestro Dios, y contribuiremos valientemente a su reinado social como corresponde a quienes nos decimos servidores de Cristo Rey: defendiendo los derechos de Dios, la vida y la ley natural; manifestando sin vergüenzas ni respetos humanos nuestra fe; trabajando por dejar bien a la Iglesia con nuestros buenos ejemplos; abogando siempre en favor de la verdad; no dejando que el error tenga derechos que hagan perderse a tantas almas; ofreciendo oraciones y penitencias, devoción y reparación, etc.; en fin, cumpliendo la misión que nuestro Dios y Señor nos tiene preparada y desea llevar adelante reinando desde lo más profundo de nuestros corazones.

Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance la gracia de que toda nuestra vida sea un reflejo de ese nobilísimo y glorioso grito cristero: ¡Viva Cristo Rey!

P. Jason Jorquera, IVE.

 

 

 

 

 

CONOCER PARA AMAR

Reflexión

“Yo debo intentar conoceros, Dios mío, a fin de amaros mejor; cuanto más os conociera, más os amaría, porque en Vos todo es perfecto, admirable, amable. Conoceros un poco más es ver la belleza más deslumbradora, más transparente, es estar arrebatado de amor… Vos sois pensamientos, palabras y acciones, Dios mío. Vos reflexionáis sin cesar en vuestro Espíritu… Vuestros pensamientos no varían… Vos os veis siempre a Vos mismo, vuestras perfecciones, vuestras obras, las presentes, las futuras y las posibles, durante todos Jos siglos y en todos los siglos. Vos os veis, pues sois Inteligencia… Vos os amáis, pues sois Voluntad… Os amáis infinitamente y necesariamente, pues sois Justo, y siendo Justo, amáis infinitamente al Ser, infinitamente digno de ser amado, Infinitamente perfecto, Vos mismo… ¡Dios mío, que estáis en mí, alrededor de mí; mi Señor Jesús, mi Dios, que estáis tan cerca de mí en esta Hostia expuesto, ved, pues, lo que son vuestros pensamientos: una mirada y un amor… Una mirada sobre Vos solo, y con esta mirada sobre Vos solo, veis todas vuestras obras. Un amor soberano, infinito, por Vos mismo; amor necesario, y que no puede dejar de ser, puesto que él es la consecuencia de vuestra justicia infinita, y en este amor, Vos amáis vuestras obras, por una parte por ser vuestras, porque proceden de Vos, son las obras del Ser infinitamente amable y amado; por otra parte, a causa de la belleza que existe en ellas de la partícula del ser, del reflejo de belleza divina que habéis dejado caer en cada una de ellas y que es una cosa buena y amable; por otra parte, en fin, por pura bondad, quoniam bonus, porque Vos sois bueno y a Vos es natural amaros…”

San Charles de Foucauld

LA ESPERANZA PARA EL FUTURO

Queridos hermanos y hermanas:

En la página evangélica de hoy, san Lucas vuelve a proponer a nuestra reflexión la visión bíblica de la historia, y refiere las palabras de Jesús que invitan a los discípulos a no tener miedo, sino a afrontar con confianza dificultades, incomprensiones e incluso persecuciones, perseverando en la fe en él: “Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis miedo. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida” (Lc 21, 9).

La Iglesia, desde el inicio, recordando esta recomendación, vive en espera orante del regreso de su Señor, escrutando los signos de los tiempos y poniendo en guardia a los fieles contra los mesianismos recurrentes, que de vez en cuando anuncian como inminente el fin del mundo. En realidad, la historia debe seguir su curso, que implica también dramas humanos y calamidades naturales. En ella se desarrolla un designio de salvación, que Cristo ya cumplió en su encarnación, muerte y resurrección. La Iglesia sigue anunciando y actuando este misterio con la predicación, la celebración de los sacramentos y el testimonio de la caridad.

Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación de Cristo a afrontar los acontecimientos diarios confiando en su amor providente. No temamos el futuro, aun cuando pueda parecernos oscuro, porque el Dios de Jesucristo, que asumió la historia para abrirla a su meta trascendente, es su alfa y su omega, su principio y su fin (cf. Ap 1, 8). Él nos garantiza que en cada pequeño, pero genuino, acto de amor está todo el sentido del universo, y que quien no duda en perder su vida por él, la encontrará en plenitud (cf. Mt 16, 25).

Nos invitan con singular eficacia a mantener viva esta perspectiva las personas consagradas, que han puesto sin reservas su vida al servicio del reino de Dios.

Entre estas, quiero recordar en particular a las llamadas a la contemplación en los monasterios de clausura. A ellas la Iglesia dedica una Jornada especial el miércoles próximo, 21 de noviembre, memoria de la Presentación de la santísima Virgen María en el Templo. Debemos mucho a estas personas que viven de lo que la Providencia les proporciona mediante la generosidad de los fieles. El monasterio, “como oasis espiritual, indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable” (Discurso a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, Austria, 9 de septiembre de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de septiembre de 2007, p. 6). La fe que actúa en la caridad es el verdadero antídoto contra la mentalidad nihilista, que en nuestra época extiende cada vez más su influencia en el mundo.

María, Madre del Verbo encarnado, nos acompaña en la peregrinación terrena. A ella le pedimos que sostenga el testimonio de todos los cristianos, para que se apoye siempre en una fe firme y perseverante.

Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza San Pedro el Domingo 18 de noviembre de 2007

Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos

Éste es el Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

San Alberto Hurtado

“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.

Éste es el Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si, rico en los bienes de este mundo, viendo a su hermano en necesidad, le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo.

Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo. Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo, pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los pensamientos que son de caridad.

La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).

Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe ser mirada la caridad. La menor tibieza, o desvío voluntario, hacia un hermano, deliberadamente admitida, será un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros.

Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar, porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí mismo es más perfecto, pero más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar.

Este amor, ya que todos formamos un sólo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor, puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo: que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.

El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al bien supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales, que son los supremos valores de la vida. Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación… y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues, aunque no haya ningún dolor que restañar hay siempre una capacidad de bien que recibir.

La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta, tiene un modelo vivo que nos dio ejemplo de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte y continúa dándonos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo. San Pedro, que vivió con Jesús tres años, nos resume su vida diciendo que pasó por el mundo haciendo el bien (cf. Hech 10,38).

Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María, en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!

Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.

Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.

 

SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – VIª Parte

No te olvides, en fin, de orar por mí con diligencia. No quiero un tal honor como el que me prestáis y llevo con peligro, si me habéis de sustraer la ayuda que yo tengo por necesaria. La familia de Cristo oró por Pedro y oró por Pablo. Celebro que vosotros os contéis en esa familia. Pero ya veis que necesito incomparablemente más que Pedro y Pablo de las oraciones fraternas.

  1. Considerando todo esto y cualquiera otra cosa que el Señor te sugiera y a mí no se me ocurra, o fuere muy larga de contar, esfuérzate para vencer al siglo en la oración. Ora con esperanza, ora con fidelidad y amor, ora con perseverancia y paciencia, ora como viuda de Cristo. Aunque como Él enseñó, el orar corresponde a todos sus miembros, es decir, de todos los que creen en El y están unidos a su cuerpo, en la Escritura se halla asociada de un modo especial a las viudas la preocupación más diligente por orar. Con el mayor honor se citan dos Anas, una casada, que dio a luz al santo Samuel, y otra viuda, que conoció al Santo de los santos cuando era todavía un infante87. La casada oró en el dolor de su alma y en aflicción de corazón, porque no tenía descendencia; entonces recibió a Samuel, y una vez recibido se lo devolvió a Dios, como se lo había prometido al pedirlo. Quizá resulte difícil comprobar cómo su petición entraba en la oración dominical, a no ser en la fraselíbranos de mal;porque le parecía pequeño mal el estar casada y carecer del fruto de las bodas, ya que sola la razón de criar hijos pudiera excusarlas. Atiende ahora a lo que se dice de la otra Ana viuda: No se retiraba del templo, sirviendo día y noche con ayunos y súplicas88. Con esto coinciden las palabras que antes cité del Apóstol: La que es verdadera viuda y desolada, espera en el Señor y persevera en la oración de día y de noche89. También el Señor, al animarnos a orar siempre y a no desfallecer, citó a una viuda, que con sus incesantes interpelaciones obligó a atender su caso a un juez90, aunque era inicuo, impío y menospreciador de Dios y de los hombres. Más que nadie deben las viudas entregarse a la oración. Eso se colige ya al ver que, para animarnos a todos al afán de orar, se nos presenta el ejemplo de las viudas como una exhortación.
  2. Y ¿qué es lo que ha mirado en las viudas al tratarse de la empresa de orar, sino su desamparo y desolación? Por lo tanto, el alma que en este mundo se siente desamparada y desolada, mientras peregrina lejos del Señor91, manifiesta con su perseverancia y fervorosa súplica una cierta viudez a Dios, su defensor. Ora tú como viuda de Cristo que todavía no gozas de la presencia de aquel cuyo auxilio suplicas. Y, aunque seas riquísima, ora como pobre. Porque todavía no posees las auténticas riquezas del siglo futuro, en donde ya no tendrás que temer daño ninguno. Aunque tengas hijos y nietos y una numerosa familia, como ya dijimos, ora como desamparada. Es incierto todo lo temporal, aunque para nuestra consolación se conserve hasta el fin de la vida presente. Si es que buscas y saboreas las cosas de arriba92, deseas las eternas y seguras, y pues todavía no las tienes, debes considerarte desolada, aunque conserves todos tus bienes y te obsequien todos. Y no sólo tú, sino tu religiosísima nuera con tu ejemplo y las demás santas viudas y vírgenes que se hallan bajo vuestra protección. Cuanto mejor llevéis vuestra casa, tanto más debéis insistir en la oración, sin dejaros absorber por los negocios de las cosas presentes, a no ser los que reclama una causa piadosa.
  3. No te olvides, en fin, de orar por mí con diligencia. No quiero un tal honor como el que me prestáis y llevo con peligro, si me habéis de sustraer la ayuda que yo tengo por necesaria. La familia de Cristo oró por Pedro y oró por Pablo93. Celebro que vosotros os contéis en esa familia. Pero ya veis que necesito incomparablemente más que Pedro y Pablo de las oraciones fraternas. Rivalizad en éstas con una santa y concorde emulación, puesto que no rivalizáis unos contra otros, sino todos contra el diablo, enemigo natural de todos los santos. La oración recibe un poderoso refuerzo con el ayuno, las vigilias y toda mortificación corporal. Cada una de vosotras haga lo que pudiere. Lo que una no puede hacer lo hace por medio de la otra, si ama en ésta lo que hace y ella no puede hacer. Por lo tanto, la que menos puede no impida a la que puede más, ni ésta exija a la que puede menos. Porque todas debéis vuestra conciencia a Dios. En cambio, a ningunade vosotras os debéis nada, sino la mutua caridad94. Escúchete el Señor, quien puede hacer más que lo que nosotros pedimos o entendemos95.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

“SOMOS TEMPLOS DEL DIOS VIVO”

Pero Él hablaba del templo de su cuerpo – Jn 2, 13-22

Caput et mater omnium ecclesiarum. Este es el título que se da a la Basílica de San Juan de Letrán, situada en Roma a aproximadamente 6 km al sureste de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Es una fiesta del todo especial para nosotros cristianos católicos, y que conviene adentrarse un poco en la historia del templo para poder sacar provecho de la riqueza litúrgica que se nos propone hoy día nuestra Madre, la Iglesia.

En el año 313, en Milán, el emperador romano Constantino publica un edicto imperial que sería el propulsor de un cambio extraordinario en la vida política, civil y religiosa, no solamente del imperio sino de todo el occidente -influyendo también en las tierras más orientales del imperio-. En el edicto de Milán, el emperador Constantino concede a los cristianos la completa libertad para practicar su religión sin ser molestados. En otras palabras, los que desde hacía tres siglos venían sufriendo atroces persecuciones por parte de los emperadores romanos, ahora podrían ofrecer su culto sin ningún impedimento.

Este hecho fue la “coronación” de un evento que comenzó poco tiempo antes, en el año 312, cuando Constantino se preparaba para una batalla contra uno de sus principales rivales en el mando del imperio, Majencio. Mientras Constantino se preparaba y hacía los augurios, consultando a los dioses para “saber” o “conocer” su suerte en la batalla que se avecinaba, tuvo una revelación que le animó más a emprender la batalla. Según la narración de Eusebio de Cesarea, Constantino y su ejército fueron testigos de un hecho prodigioso: se les apareció una cruz coronada por las palabras In Hoc Signo Vinces (en este signo conquistarás). Es decir, la señal de la Cruz de Cristo sería el triunfo de Constantino. De este modo, Constantino ordenó colocar la cruz de los cristianos sobre los estandartes romanos y, al día siguiente, derrotó Majencio[1]. Es a este momento que se suele atribuir la conversión del emperador al cristianismo, aunque su bautismo oficial se dio solamente años más tarde poco antes de morir, en el año 337 d.C.

Este hecho es importante pues Majencio, este rival y adversario del emperador Constantino, tenía en su posesión, al sur de la ciudad de Roma, el cuartel de su guardia privada. Tras la victoria de Constantino en 312, el local pasó a dominios de Constantino, y en el 313, el emperador entregó el Palacio de Majencio, en Letrán, en manos del Papa Silvestre I. [Un pequeño detalle es que, el topónimo Letrán se siguió utilizando después simplemente porque anteriormente el terreno había pertenecido a la familia de los Lateranos.]

La basílica que se construiría ahí, llamada San Juan de Letrán (aunque este no era su nombre completo), fue la primera basílica cristiana construida expresamente para reunir a toda la comunidad cristiana en torno a su obispo. Por más de mil años esta será la sede pontificia que alojó a los papas hasta el exilio de Aviñón (1309, Papa Clemente V). Cuando entonces el Papa Gregorio XI regresa del exilio de Aviñón en 1377[2], la residencia pontificia fue establecida en el Vaticano. Como quedó mucho tiempo abandonada, la basílica de Letrán tuvo que ser enteramente restaurada, y lo llevó a cabo el Papa Sixto V muchos años después (1585). A partir de ahí se abrió un nuevo capítulo para este edificio, que básicamente es el que conocemos hoy día, con alguna pequeña variación.

Me parece bastante claro la importancia de esta fiesta, de la dedicación de esta basílica y lo que esto significó para el empuje del cristianismo, especialmente en todo el occidente, por lo que ahora me gustaría que considerásemos un poco otro aspecto, también histórico pero ahora en otro lugar de Roma, para que de ahí podamos llegar a uno de los principales motivos por los que podemos sacar muchos frutos de esta fiesta litúrgica.

Me refiero a un hallazgo arqueológico que se dio en Roma entre los años 1926 a 1929. A menos de 2 km al sureste de la Basílica de San Pedro y a casi 4 km al noroeste de la basílica de Letrán, tras la demolición de un barrio medieval preexistente en la zona, se encontró lo que es actualmente uno de los complejos arqueológicos más interesantes de la ciudad. Se encontró lo que sería una especie de área sagrada, que incluye los restos de cuatro templos paganos de la época republicana, es decir que están situados por vuelta del siglo III a.C sus hallazgos más antiguos. En la llamada Curia de Pompeyo, detrás de dos de estos templos, es donde se celebraban las sesiones del Senado de Roma y dónde en el año 44 a.C, Julio César fue apuñalado y murió. Estamos hablando de lo que hoy día se conoce como el Teatro Argentina, uno de los principales de Roma.

En estos templos paganos que se encontraron ahí, uno podría preguntarse -si mantiene la cabeza como estamos acostumbrados en la concepción de ‘templo’- cuántas personas entrarían en estos templos. Pero, hay que abstraer el modo nuestro de pensar en el templo. Para los paganos, los templos eran donde habitaban las divinidades. No es que se entraba en él para ofrecerles cultos, en verdad, esto se ofrecía desde afuera. Los sacrificios y demás actos de culto, eran ofrecidos afuera, mirando hacia el templo. De ahí viene el término Profanum, que del latim se compone de pro- (“delante de”) y fanum (“templo”). Es decir que los paganos, en su concepción del templo, jamás tendrían posibilidad de interiorizarse y considerar la existencia de un templo que no fuese simplemente la casa, el local donde habita alguna divinidad.

Con la dedicación de la basílica de Letrán, en el 326 d.C, el cristianismo vino a asentar sobre las bases antiguas del paganismo, una de las cosas más maravillosas que podemos considerar de nuestra fe. Sabemos que en la Iglesia, en el Templo o Casa de Dios, tenemos la presencia real, verdadera y sacramental de Nuestro Señor Jesucristo, nuestro Dios y Señor, presente verdaderamente en el Augusto Sacramento que se custodia dentro de los sagrarios de innumerables templos alrededor de todo el mundo. Nosotros cristianos, nos dirigimos a los templos para honrar y venerar, adorar y también impetrar a Nuestro Dios, pero ya no hacemos como los paganos, nosotros fuimos admitidos a participar del gran misterio que ocurre dentro del Templo.

Cuando Jesús entregó su espíritu al Padre desde el alto del Gólgota, dice el Evangelista San Mateo: Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; […] (Cfr. Mt 27, 51). Ahí nos fueron abiertas las puertas para adentrar en el Santuario de Dios; Jesús entró primero, allá se mantiene -en el Cielo-, gloriosamente resucitado; en los sagrarios, sacramentalmente paciente en espera de nuestra presencia.

Pero no es solamente esto. San Cesáreo de Arlés, obispo, tiene un sermón[3] donde nos hace transponer a nuestra propia vida espiritual esta realidad de la presencia de Dios en el Templo. Dice el santo, haciendo alusión a un pasaje de San Pablo: “Pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente.”

Sigue diciendo más adelante: “Dios habita no sólo en templos construidos por hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por Él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el Apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. (Crf.  1Cor 3, 17).

Y ya que Cristo con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como ya he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una morada para sí.”

Y para concluir, termina exhortando el santo: “Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la Iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta Iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré y caminaré con ellos (Cfr. Lv 26, 11.12).”

Por esto, pidámosle a la Santísima Virgen María, ella que fue el primer Templo Vivo de Dios, tabernáculo purísimo del Altísimo entre los hombres, que nos auxilie y nos obtenga la gracia de ser verdaderamente templos vivos de Dios, y que nos demos cuenta, cada vez más, de que es muy necesario y útil para nosotros, tanto el dirigirnos al Templo, para honrar, venerar, adorar a nuestro Dios Salvador, como también el cuidar, preservar y mantener en orden nuestra propia alma, que es el Templo Vivo de Dios.

Ave María Purísima.

P. Harley Carneiro, IVE

[1] Cfr. https://www.basilicasangiovanni.va/es/san-giovanni-in-laterano/palazzo-lateranense/il-patriarchio-lateranense.html

 

[2] Cfr. https://www.basilicasangiovanni.va/es/san-giovanni-in-laterano/palazzo-lateranense/il-palazzo-di-sisto-v.html

 

[3] San Cesáreo de Arlés, obispo, Sermón 229