SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – Vª Parte

Aquí tienes, a mi juicio, no sólo las condiciones del que ora, sino también lo que ha de pedir. No te lo enseño yo, sino que te lo enseña quien a todos se ha dignado enseñarnos. Hemos de buscar la vida bienaventurada, hemos de pedírsela al Señor. Muchos han discutido interminablemente sobre esa bienaventuranza. Mas ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y a tantas discusiones?

  1. Esto es lo que sin sombra de duda hemos de pedir para nosotros, para los nuestros, para los extraños y para los mismos enemigos, aunque uno pide por éste, otro pide por aquél, según sean sus relaciones o la lejanía de su familiaridad, mientras en el corazón del que ora haya y arda el afecto. En cambio, supongamos que en la oración alguien repite, por ejemplo: “Señor, multiplica mis riquezas” ; o bien: “Dame tanto cuanto le diste a aquel o aquel otro”; o bien: “Eleva mi dignidad; hazme poderoso y célebre en este mundo”, o cosa parecida; supongamos que dice eso por la concupiscencia que siente hacia esos bienes y no por el provecho que pueden traer a los hombres según la voluntad de Dios; seguramente no hallará en la oración dominical una sentencia a la que ajustar su petición. Vergüenza debiera darle pedir eso, si no le da vergüenza el apetecerlo; y si es que le da vergüenza, pero le domina la apetencia, mucho mejor será que pida al Señor que le libre de su concupiscencia, diciéndole:Mas líbranos de mal.
  2. Aquí tienes, a mi juicio, no sólo las condiciones del que ora, sino también lo que ha de pedir. No te lo enseño yo, sino que te lo enseña quien a todos se ha dignado enseñarnos. Hemos de buscar la vida bienaventurada, hemos de pedírsela al Señor. Muchos han discutido interminablemente sobre esa bienaventuranza. Mas ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y a tantas discusiones? La Escritura de Dios nos dice breve y verazmente:Bienaventurado es el pueblo cuyo Dios es el Señor68.Para permanecer dentro de ese pueblo y para contemplar a Dios y para que podamos vivir con El sin fin, el fin del precepto es la caridad del corazón puro, de la conciencia buena y de la fe no fingida69. Al numerar las tres propiedades, se coloca la esperanza en lugar de la conciencia buena. Por lo tanto, la fe, la esperanza y la caridad70 conducen a Dios al que ora, es decir, al que cree, espera y desea, y advierte en la oración dominical lo que ha de pedir al Señor. Mucho ayudan también a la oración los ayunos, la mortificación de la concupiscencia carnal, sin dañar a la salud, y principalmente las limosnas para que podamos decir: En el día de mi tribulación busqué al Señor con mis manos, por la noche, en su presencia, y no fui defraudado71. ¿Cómo se ha de buscar con las manos al Señor, que es impalpable e incorporal, si no se le busca con las obras?
  3. Quizá me preguntes aún por qué dijo el Apóstol: No sabemos lo que hemos de pedir como conviene72.No hemos de pensar que él o los cristianos a quienes esto decía ignoraban la oración dominical. Por otra parte, no pudo hablar temeraria y falsamente. ¿Por qué dijo esto, sino porque de ordinario aprovechan las molestias y tribulaciones temporales para curarnos el tumor de la soberbia, o para probarnos y ejercitarnos la paciencia, a la que se asigna mayor y más noble premio cuando está probada y ejercitada, o, en fin, para borrar y castigar cualesquiera pecados? Sin embargo, como nosotros no vemos el provecho, deseamos vernos libres de toda tribulación. El Apóstol da a entender que ni él mismo se libró de esa ignorancia, aunque quizá sabía pedir como conviene, cuando en la alteza de sus revelaciones, y para que no se enorgulleciese, se le dio el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, con el fin de que le abofetease73. Entonces pidió tres veces al Señor que le librase de él, seguramente sin saber lo que pedía como conviene. Al fin oyó la respuesta de Dios, manifestando por qué no se realizaba lo que tan grande santo pedía y por qué no convenía que se realizase:Te basta mi gracia, pues la virtud se perfecciona en la enfermedad74.
  4. En estas tribulaciones, que pueden ocasionarnos utilidad y ruina, no sabemos lo que hemos de pedir como conviene. Y, sin embargo, porque son molestas, porque van contra nuestro débil natural, todos coincidimos en pedir que se nos libre de ellas. Pero a nuestro Señor debemos la merced de pensar que no nos abandona cuando no nos las quita, sino que nos animamos a esperar mayores bienes soportando piadosamente los males. Y de este modo la virtud se perfecciona en la enfermedad. El Señor, airado contra algunos, que se lamentaban, les concedió lo que pedían, mientras se mostró piadoso al negárselo al Apóstol. En efecto, leemos lo que pidieron y lo que recibieron los israelitas. Mas, una vez satisfecha la concupiscencia, fue duramente castigada su impaciencia75. Cuando le pidieron un rey según el corazón de ellos y no según el de Dios, se lo concedió también76. Hasta al diablo le otorgó lo que pedía para que fuese tentado y probado su siervo Job77. Escuchó también a los inmundos espíritus que le pedían permiso para entrar en la piara de cerdos78. Esto se escribió para que nadie se enorgullezca si Dios le escucha cuando pide con impaciencia lo que no le convendría pedir, y juntamente para que nadie se apoque y desespere de la divina misericordia para con él, si Dios no le escucha cuando quizá pide algo cuya recepción sería riguroso tormento o ruina, por dejarse el beneficiario corromper por la prosperidad. En esos casos no sabemos pedir como conviene. Si algo acaece en contra de lo que hemos pedido, hemos de tolerarlo con paciencia, dando por todo gracias a Dios, sin dudar lo más mínimo de que lo más conveniente es lo que acaece por voluntad de Dios y no por la nuestra. Nuestro Salvador se nos puso de modelo cuando dijo:Padre, si es posible, pase de mí este cáliz,pues transformando la voluntad humana, que tenía por su encarnación, añadió en seguida: pero no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú79. De aquí que, con razón, por la obediencia de uno se hacen justos muchos80.
  5. Mas quien pida al Señor aquella única cosa mencionada y la busque81, pide con certidumbre y seguridad; no teme que haya obstáculo para recibir, pues sin ella de nada le servirá cualquiera otra cosa que pida como conviene. Ella es la única y sola vida bienaventurada: contemplar el deleite del Señor para siempre, dotados de la inmortalidad e incorruptibilidad del cuerpo y del espíritu. Por sola ella se piden, y se piden convenientemente, las demás cosas. Quien ésta tuviere, tiene cuanto quiere; ni podrá allí querer algo que no convenga. Allí está la fuente de la vida82, cuya sed hemos de avivar en la oración mientras vivimos de esperanza. Ahora vivimos sin ver lo que esperamos, bajo las alas de aquel ante quien presentamos nuestro deseo, para embriagarnos de la abundancia de su casa y abrevarnos en el torrente de su dicha: porque en él está la fuente de la vida y en su resplandor hemos de ver la luz83. Y entonces se satisfará en los bienes nuestro deseo, y nada tendremos que pedir gimiendo, pues todo lo tendremos gozando. Y, con todo, ya que ella es la paz que sobrepuja a todo entendimiento, no sabemos lo que pedimos, como conviene84, cuando se la pedimos a Dios en la oración. No podemos imaginarlo como ello es en sí, y, por lo tanto, lo ignoramos. Y en verdad todo lo que nos viene a la imaginación lo rehuimos, rechazamos, reprobamos; sabemos que no es eso lo que buscamos, aunque no sabemos cómo es lo que buscamos.
  6. Eso quiere decir que hay en nosotros una docta ignorancia, por decirlo así, pero docta por el espíritu de Dios, que ayuda nuestra debilidad. En efecto, dice el Apóstol:Si lo que no vemos lo esperamos, por la paciencia lo aguardamos;y a continuación añade: De un modo semejante el espíritu socorre nuestra debilidad; porque no sabemos lo que hemos de pedir como conviene; mas el mismo espíritu interpela por nosotros con gemidos inenarrables. Y quien escruta los corazones conoce lo que sabe el Espíritu, pues interpela según Dios por los santos85. No hemos de entender esas palabras como si el Espíritu de Dios, que en la Trinidad de Dios es inmutable y un solo Dios con el Padre y con el Hijo, interpelase a Dios como alguien distinto de Dios. Se dice que interpela por los santos porque impulsa a los santos a interpelar. Del mismo modo se dice: Os tienta el Señor vuestro Dios para ver si le amáis86es decir, para que vosotros lo conozcáis. El Espíritu Santo impulsa a interpelar a los santos con gemidos inenarrables, inspirándoles el deseo de esa tan grande realidad, que todavía nos es desconocida y que esperamos con paciencia. Pero ¿cómo se narra lo que se ignora cuando se desea? Porque en verdad, si enteramente nos fuese ignorada, no la desearíamos. Y, por otra parte, si la viésemos, no la desearíamos ni la pediríamos con gemidos.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – IVª Parte

Su don es muy grande, y nosotros somos menguados y estrechos para recibirlo. Por eso se nos dice: Dilataos para no llevar el yugo con los infieles.Mayor capacidad tendremos para recibir ese don tan grande, que ni el ojo lo vio, porque no es color; ni el oído lo oyó, porque tampoco es sonido; ni subió al corazón del hombre, porque es el corazón el que debe subir hasta él; tanto mayor capacidad tendremos, cuanto más fielmente lo creamos, más firmemente lo esperemos y más ardientemente lo deseemos.

  1. Por eso se dice:Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y a quien llama le abrirán. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una piedra, o, si le pide un pez, le dará una culebra, o, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto mejor vuestro Padre celestial dará bienes a los que se los piden?38Tres virtudes recomienda el Apóstol. La primera es la fe, que está simbolizada en el pez39, ya por razón del agua del bautismo, ya porque la fe se mantiene íntegra entre las olas de este siglo; al cual pez se opone la serpiente, que con un fraude venenoso persuadió a que se negase a Dios la fe. La segunda es la esperanza, que está simbolizada en el huevo, porque la vida del pollo todavía no es, sino que será; no se ve todavía, sino que se espera, puesto que la esperanza que se ve ya no es esperanza40; al huevo se opone el escorpión, porque quien espera la eterna vida se olvida de lo que atrás queda y tiende a lo que tiene por delante41, y para él es ruinoso el mirar atrás; en cambio, al escorpión hay que evitarle por esa parte de la cola, que es venenosa en forma de aguijón. La tercera virtud es la caridad, simbolizada en el pan. La mayor de las tres es la caridad42, como el pan supera por su utilidad a todos los demás alimentos; el pan se opone a la piedra, porque los corazones endurecidos rechazan la caridad. Aunque estos símbolos tengan otra interpretación más conveniente, no cabe duda de que quien sabe dar buenos dones a sus hijos nos obliga a pedir, buscar y llamar.
  2. Lo hace, aunque sabe lo que necesitamos antes de pedírselo43y puede mover nuestro ánimo. Esto puede causar extrañeza, si no entendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le mostremos nuestra voluntad, pues no puede desconocerla; pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar44. Su don es muy grande, y nosotros somos menguados y estrechos para recibirlo. Por eso se nos dice: Dilataos para no llevar el yugo con los infieles45.Mayor capacidad tendremos para recibir ese don tan grande, que ni el ojo lo vio, porque no es color; ni el oído lo oyó, porque tampoco es sonido; ni subió al corazón del hombre46, porque es el corazón el que debe subir hasta él; tanto mayor capacidad tendremos, cuanto más fielmente lo creamos, más firmemente lo esperemos y más ardientemente lo deseemos.
  3. En la fe, esperanza y caridad oramos siempre con un continuo deseo. Pero a ciertos intervalos de horas y tiempos oramos también vocalmente al Señor, para amonestarnos a nosotros mismos con los símbolos de aquellas realidades, para adquirir conciencia de los progresos que realizamos en nuestro deseo, y de este modo nos animemos con mayor entusiasmo a acrecentarlo. Porque ha de seguirse más abundoso efecto cuanto precediere más fervoroso afecto. Por eso dijo el Apóstol:Orad sin interrupción47.¿Qué significa eso sino «desead sin interrupción» la vida bienaventurada, que es la eterna, y que os ha de venir del favor del único que os la puede dar? Deseémosla, pues, siempre de parte de nuestro Señor y oremos siempre. Pero a ciertas horas substraemos la atención a las preocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entregamos al negocio de orar; y nos excitamos con las mismas palabras de la oración a atender mejor al bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia. Por lo cual dijo el mismo Apóstol: Vuestras peticiones sean patentes a Dios48. Eso no hay que entenderlo como si tales peticiones tuvieran que mostrarse a Dios, pues ya las conocía antes de que se formulasen; han de mostrarse a nosotros en presencia de Dios por la perseverancia y no ante los hombres por la jactancia. También podría interpretarse que se muestren a los ángeles, que están en presencia de Dios, para que en cierto modo las presenten a Dios y le consulten sobre ellas. Así, conociendo ellos lo que se ha de cumplir por orden divina, nos lo sugieran distinta o veladamente a nosotros, según lo entiendan en la divina orden. Porque fue un ángel el que le dijo a un hombre: Y ahora, cuando orabais tú y Sara, yo ofrecí vuestra oración en la presencia de la claridad de Dios49.
  4. Siendo esto así, no será inútil o vituperable el dedicarse largamente a la oración cuando hay tiempo, es decir, cuando otras obligaciones y actividades buenas y necesarias no nos lo impidan, aunque también en ellas, como he dicho, hemos de orar siempre con el deseo. Porque no es lo mismo orar con locuacidad que orar durante largo espacio50, como algunos piensan. Una cosa es un largo discurso y otra es un afecto sostenido. En efecto, del mismo Señor está escrito que pernoctaba en oración y que oró prolijamente51. ¿No era darnos el ejemplo, orando con oportunidad en el tiempo, aunque con el Padre oye en la eternidad?
  5. Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves y como lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención se mantenga vigilante y alerta y no se fatigue ni embote con la prolijidad, pues es tan necesaria para orar. De ese modo nos enseñan que la atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse; pero tampoco se ha de retirar si puede continuar. Alejemos de la oración los largos discursos, pero mantengamos una duradera súplica si persevera ferviente la atención. El mucho hablar es tratar en la oración un asunto necesario con palabras superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una sostenida y piadosa excitación del corazón a la puerta de aquel a quien oramos. Habitualmente este asunto se realiza más con gemidos que con palabras, más con llanto que con discursos. Dios pone nuestras lágrimas ente sí52y nuestros gemidos no se le ocultan a él53que todo lo creó por su Verbo y no necesita del verbo humano.
  6. Por lo tanto, para nosotros son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos permiten ver lo que pedimos, sin que se nos ocurra pensar que con ellas vamos a enseñar o a forzar al Señor. Cuando decimossantificado sea tu nombre54nos incitamos a nosotros mismos a desear que el nombre del Señor, que siempre es santo, sea tenido como santo por los hombres, es decir, no sea despreciado. Cuando decimosvenga a nosotros tu reino55que ciertamente ha de venir, queramos o no queramos, enardecemos nuestro deseo de aquel reino, para que venga a nosotros y merezcamos reinar en él. Cuando decimos hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo56le pedimos para nosotros la misma obediencia, para que cumplamos su voluntad, como en el cielo la cumplen sus ángeles. Cuando decimos el pan nuestro de cada día dánosle hoy57, en el término hoy entendemos el tiempo presente, para el que pedimos aquella suficiencia arriba mencionada, bajo el nombre de pan, es decir, de la parte principal; o quizá puede entenderse el sacramento de los fieles, que nos es necesario en el tiempo presente, aunque no para la felicidad del tiempo presente, sino para la eterna. Cuando decimos perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obligamos a recapacitar sobre lo que pedimos y sobre lo que hacemos, para que merezcamos recibirlo. Cuando decimos no nos dejes caer en la tentación, nos exhortamos a pedirlo, no sea que, careciendo de la ayuda divina, sobrevenga la tentación y consintamos seducidos o cedamos afligidos. Cuando decimos mas líbranos de mal58, nos invitamos a pensar que no estamos aún en aquel lugar bueno en que no padeceremos mal alguno. Y esto último que se dice en la oración dominical abarca tanto, que el cristiano sometido a cualquiera tribulación gime con esa fórmula, con ella llora, por ella comienza, en ella se para y por ella termina la oración. Era menester valerse de palabras para imprimir en nuestra memoria las realidades mismas.
  7. Todas las demás palabras que digamos, ya las que formula el fervor precedente hasta adquirir conciencia clara, ya las que considera luego para crecer, no dicen otra cosa sino lo que se contiene en la oración dominical, si es que rezamos bien y apropiadamente. Y quien dice algo que no quepa dentro de esta oración evangélica, ora carnalmente, aunque no ore ilícitamente. Y aun no sé cómo puede ser lícito, cuando los renacidos en espíritu59no han de orar sino espiritualmente. Alguien dice por ejemplo:Muestra tu caridad entre todas las naciones, como la has manifestado entre nosotros; o también: Que tus profetas sean hallados fieles60¿Y qué otra cosa dice sino santificado sea el tu nombre? Otro dice: Dios de las virtudes, vuélvete a nosotros, muéstranos tu faz y seremos salvos61. ¿Y qué otra cosa dice sino venga a nosotros tu reino? Otro dice: Dirige mis caminos según tu palabra y no me domine iniquidad alguna62. ¿Y qué otra cosa dice sino hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo? Otro dice: No me des riquezas ni pobreza63. ¿Y qué otra cosa dice sino el pan nuestro de cada día dánosle hoy? Otro dice: Acuérdate, Señor, de David, de su mansedumbre64; o bien: Señor, si he ejecutado ese mal, si hay iniquidad en mis caminos, si a los que me hicieron mal se lo he devuelto65. ¿Qué otra cosa dice sino perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores? Otro dice: Quítame la concupiscencia del vientre y no sea yo esclavo de deseos impuros66. ¿Y qué otra cosa dice sino no nos dejes caer en la tentación? Otro dice: Líbrame, Señor, de mis enemigos y defiéndeme de los que se levantan contra mí67. ¿Y qué otra cosa dice sino líbranos de mal? Si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, nada hallarás, según creo, que no esté contenido y encerrado en la oración dominical. Por eso hay libertad para repetir en la oración las mismas cosas con diversas palabras; pero, en cambio, no hay libertad para decir distintas cosas.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

PARA VIVIR MURIENDO

[Homilía predicada a religiosos]

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida – Jn 14, 1-6

Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos. Así nos exhorta San Pablo en su primera carta a los Corintios, en una defensa admirable que hace de la resurrección de Cristo como fundamento de nuestra resurrección final, y, en consecuencia, de nuestra fe para soportar todas las adversidades de esta vida presente.

En otro lugar, escribiendo a los Tesalonicenses, San Pablo habla expresamente sobre los que han muerto y lo relaciona con el tema de la esperanza que debemos tener en la resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: “Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto.” (1 Tes 4, 13-14) Un santo Obispo de Zaragoza del siglo VI, Braulio, en una de sus cartas decía, comentando el pasaje que acabamos de citar de San Pablo: “Y el apóstol San Pablo quiere que no nos entristezcamos por la suerte de los difuntos, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según se afirma en el Evangelio, no morirán para siempre: por la fe, en efecto, sabemos que ni Cristo murió para siempre ni nosotros tampoco moriremos para siempre.” (San Braulio de Zaragoza, obispo (s.VI), Carta 19)

En la primera Carta a los Corintios, que ya mencionamos antes, San Pablo sigue diciendo: “En consecuencia, siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo.” (1Cor 15, 12-34)

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 1005 dice que “Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario “dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor” (2 Co 5,8). En esta “partida” (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. SPF 28).” Y un poco más adelante, en el número 1030 dice: “Los que mueren en gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.” Esto ya introduce el tema del purgatorio, que comienza aclarando en el número siguiente: “La iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. […] Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad al decir que, si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12,31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, dial. 4, 39).” (CIC, 1031)

Es justamente el tema de la celebración que en toda la Iglesia hoy estamos conmemorando: los fieles difuntos. Es de tradición antiquísima, incluso bíblica, como subraya el catecismo, el tema de la oración y sufragio por los muertos, para purificarse de sus pecados. Pone el ejemplo de Judas Macabeo para argumentar esto (Cfr. CIC 1032). Todo este tema de la purificación mientras aguardamos una resurrección final prometida por Cristo, quien nos precedió en esto como dice la escritura, como el primero a resucitar gloriosamente, todo esto nos lleva a un tema muy importante que debemos considerar, que es justamente el modo como nosotros aprovechamos nuestra vida, con este cuerpo, en este tiempo presente, para prepararnos para el encuentro definitivo con el Señor después de nuestra muerte.

Rezamos y ofrecemos sufragios por las benditas almas del purgatorio pues ellas están en un lugar terrible, de sufrimientos terribles, aunque, como lo ha remarcado el catecismo y lo hemos mencionado, es una pena que se distingue esencialmente de la pena de los condenados al infierno: “un sufrimiento terrible, pero con esperanza”. No tengo intención aquí de entrar propiamente en este tema, de las penas del purgatorio, del sufrimiento que pasan las almas allá y lo cuanto necesitan de nuestras oraciones, si bien podríamos desarrollarlo. Pero me parece más conveniente, teniendo en cuenta que nosotros, religiosos, vinimos a esta nuestra congregación para vivir muriendo, vivir como muertos, dando muerte a nuestro hombre viejo, para justamente “adelantar” este proceso de purificación y garantizar, en la medida que se nos hace posible, un ingreso definitivo en el cielo apenas nos deparemos con la muerte, podemos escuchar lo que escribió San Ambrosio de Milán en un libro suyo sobre la muerte de su hermano Sátiro: “En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte.” (San Ambrosio de Milán, Del libro sobre la muerte de su hermano Sátiro, Libro 2)

“Nuestro espíritu -continúa el santo de Milán en otro lugar en la misma obra- aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos”.

Se trata del tema de nuestra purificación, de desvestirnos del hombre viejo, de la corruptibilidad de nuestro mísero cuerpo, para ir disponiéndonos ya a la unión con Dios, que nos revestirá de esta inmortalidad, de esta gloria de que habla San Pablo en el capítulo 15 de su primera carta a los Corintios: “Porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad. Hermanos: aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. Y una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno. Es cosa que ya sabemos: si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos”. Aquí el Apóstol habla de estas mismas moradas que el Señor nos ha hablado en el Evangelio: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo…” (Jn 14, 1-6) Sigue San Pablo: “y, de hecho, por eso suspiramos, por el anhelo de vestirnos encima la morada que viene del cielo, suponiendo que nos encuentre aún vestidos, no desnudos. Los que vivimos en tiendas suspiramos bajo ese peso, porque no querríamos desnudarnos del cuerpo, sino ponernos encima el otro, y que lo mortal quedara absorbido por la vida.” (Cfr. 1Cor 15, 12-34)

Es verdaderamente necesario que nos purifiquemos de nuestras faltas, nuestros delitos son siempre un obstáculo para unirnos al Señor. Canta el Salmista: “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” Por más que sabemos que “del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” y que “Él redimirá a Israel de todos sus delitos” (Cfr. Sal 129, 1-8), en el Evangelio de San Juan, el Señor ha dicho categóricamente que para que lleguemos a estas moradas que Él nos iba a preparar, sería necesario seguir su mismo camino. Camino de cruz, de muerte… Que lleva a la resurrección, y que por esto fundamente nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección con Él en el último día, sí, por supuesto, pero es un camino de cruz, de muerte… Muerte que encuentra vida… “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” dijo el Señor.

Por esto, para concluir, debemos buscar esta muerte diaria, muerte que purifica, que no tiene otro deseo que prepararnos para unirnos al Señor en la gloria del Cielo por toda la eternidad. Conviene recordar lo que nos dice nuestro derecho propio sobre esto:

[178] Debemos morir totalmente al propio yo. Hay tres momentos en la perfecta abnegación de sí mismo: la mortificación cristiana, el espíritu de sacrificio, y la muerte total al propio yo. A este tercer momento es muy difícil remontarse. Se logra mediante un trabajo perenne. Se trata de morir para vivir: estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Cor 3,3). La vida de Cristo fue una muerte continua, cuyo último acto y consumación fue la cruz.

Por diversos grados de muerte se establece en nosotros la vida mística de Cristo:

  • muerte a los pecados, incluso a los más ligeros y a las menores imperfecciones;
  • muerte al mundo y a todas las cosas exteriores;
  • muerte a los sentidos y al cuidado inmoderado del propio cuerpo;
  • muerte al carácter y a los defectos naturales: no hablar u obrar según propio humor, o capricho, mantenerse siempre en paz y en posesión de sí mismo;
  • muerte a la voluntad propia y al propio espíritu: someter la voluntad a la razón, no dejarse llevar por el capricho o las fantasías, no obstinarse en el propio juicio, saber escuchar, estar siempre alegres con lo que Dios nos da;
  • muerte a la estima y amor de nosotros mismos: al amor propio;
  • muerte a las consolaciones espirituales, que un día Dios retira completamente, y al alma todo le molesta, todo lo fastidia, todo le fatiga, la naturaleza grita, se queja, se enfurece;
  • muerte a los apoyos y seguridades con relación al estado de nuestra alma: experimentar el abandono de Dios…;
  • muerte a toda propiedad en lo que concierne a la santidad: entera desnudez. Ya no se ven los dones, ni las virtudes, sólo los pecados, la propia nada.”

Por esto, pidámosle a la Santísima Virgen María, que podamos adoptar esta postura: de vivir muriendo, para que podamos, al morir, unirnos prontamente al Señor Jesús y a toda la cohorte celestial. Pidámosle también por todos los fieles difuntos que padecen en el purgatorio, que la Virgen les alivie en sus penas y les lleven pronto a gozar de las alegrías eternas, dónde con todos los ángeles y santos, esperamos unirnos por los siglos de los siglos, amén.

P. Harley Carneiro, IVE