La prueba de san José

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Durante este tiempo litúrgico que venimos celebrando, se nos han propuesto en diversos momentos las denominadas “cuatro grandes figuras del Adviento”: el profeta Isaías, san Juan Bautista, María santísima y en este cuarto domingo la de san José, el varón justo, es decir, santo; elegido por Dios como el guardián y custodio de sus dos grandes tesoros: María santísima y Jesucristo, su Madre y su Hijo.

El evangelista nos presenta el conocido texto sobre la sorpresa de san José ante el conocimiento de que María santísima, la mujer con quien se desposaba, se encuentra de pronto embarazada, y su decisión de abandonarla en secreto. En síntesis, nos encontramos ante aquello que podríamos llamar “la gran prueba de san José”, quien “ciertamente buscaba una respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo, buscaba una salida a aquella situación tan difícil para él.” (San Juan Pablo II) Siguiendo la interpretación del Papa Magno, resulta difícil pensar que san José se quisiera apartar de María santísima por desconfianza o desprecio: san José no era un hombre cualquiera; su virtud y la pureza de su corazón le habían ganado la simpatía de Dios, quien lo eligió como el Custodio exclusivo de sus dos grandes tesoros.

Antes de continuar, detengámonos un instante a considerar una analogía: existen ciertas obras de arte que se consideran como sumamente delicadas; y esto a tal punto que no pueden ser maniobradas simplemente con las manos. Es por eso que, para poder tocarlas y moverlas se requiere ponerse guantes -como el cirujano que ha de realizar una delicada operación-, hechos de tal material que no permita que la obra de arte se dañe ni en lo más mínimo. Pues bien, san José cumplió esa misión de ser algo así como los guantes del Padre para custodiar de cerca a sus más preciadas obras de arte: su Madre y su Hijo, a quienes san José se dedicó a proteger.

¿Cómo comprender, entonces, la actitud de san José?, ¿por qué pretender “dar un paso atrás” respecto a María, su esposa, de quien sabía su virtud?; y es que a este justo hijo de David le pasó lo mismo que a cualquier alma llamada a cosas grandes le puede pasar: sentirse indigno de tomar parte de algo que, ciertamente, está más allá de lo ordinario, de sus capacidades, de su comprensión, pero que tiene al mismo Dios por autor y sólo nosotros tenemos “el poder de frustrar” si nos alejamos de la divina voluntad.

Volviendo un poco más atrás, digamos algo acerca de la percepción que podemos llegar a tener de los demás. Cada uno de nosotros, en más de una oportunidad, hemos percibido desde el principio, antes de profundizar en ciertas relaciones, el cariño, por ejemplo, que alguien nos tiene; y así también podemos percibir la aversión, la antipatía, la ironía; la alegría, la tristeza, la preocupación, etc.; y es cierto que todo esto nos podemos equivocar -y quizás lo hayamos hecho-, al haber juzgado mal a alguien antes de llegar a conocerlo mejor. Con esta consideración en mente, vayamos nuevamente junto a san José, vecino de la Virgen, del mismo pueblito y a pocos metros una casa de la otra. La habrá visto antes, tan vez hayan hablado en más de una oportunidad, o había oído acerca de ella, quién sabe. Y a esto debemos agregar la especial pureza del corazón de san José; es decir, que él miraba diferente y probablemente comprendía mejor que los demás lo que era tratar con la inocencia que desposaba. Y ahora sí, la gran pregunta, ¿realmente san José dudó de la integridad de la Virgen o, más bien, se detuvo ante un misterio que no podía llegar a penetrar?

Este “detenerse estupefacto” pareciera haberse convertido en el corazón de este hombre justo, en el repentino pensamiento de dar un paso atrás ante el misterio.

Preguntémonos también: ¿Cuántas “almas pequeñas, como las nuestras” han sido llamadas a hacer cosas grandes? ¿Acaso no es la misma santidad, que Dios nos pide a cada uno sin discriminaciones, una grande empresa ante la cual retrocedemos?, ¿cuántas grandes renuncias Dios nos ha pedido y hemos “dado un paso atrás”, renunciando a la grandeza? Pues bien, en san José Dios nos enseña que nuestra nada y poquedad no son un obstáculo para sus “grandes obras”: Dios nos pide generosidad, Dios nos pide que confiemos en Él, Dios nos pide magnanimidad… y que no lo arruinemos por falta de confianza en Él.

El ángel del Señor le dice a san José en sueños que “no tema”, porque el temor estanca las almas, frustra los planes divinos, y hace perder incontables gracias que nos serían concedidas si tan sólo confiáramos más en Dios.

“El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María.” (San Juan Pablo II); pero no sólo se vuelve, san José, un modelo de padre para el Hijo de Dios a quien custodia, sino también un modelo de esposo, dedicado en todo a sustentar a su familia con el esfuerzo de su humilde trabajo: “Aunque no hubiera otra razón para alabar a San José, habría que hacerlo, me parece, por el solo deseo de agradar a María. No se puede dudar que ella tiene gran parte en los honores que se rinden a San José y que con ello se encuentra honrada. Además de reconocerle por su verdadero esposo, y de haber tenido para él todos los sentimientos que una mujer honesta tiene para aquel con quien Dios la ha ligado tan estrechamente, el uso que él hizo de su autoridad sobre ella, el respeto que tuvo con su pureza virginal le inspiró una gratuidad igual al amor que ella tenía por esta virtud y, consiguientemente, un gran celo por la gloría de San José” (san Claudio de la Colombiere); y san Bernardino de Siena llega a decir: “Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José, después de ella, una especial gratitud y reverencia”.

Luego del sueño de san José, sin embargo, nuestro querido santo comprende bien que es el mismo Dios quien “le pide este favor”, y esto nos debe ayudar a preguntarnos a nosotros mismos ¿cuántas veces Dios me pidió algo a mí?, y ¿cuántas de aquellas veces le dijimos que no?, ¿cuántas veces dimos un paso atrás por falta de confianza en Dios? San José se ha convertido en ejemplo de fidelidad al plan de Dios, el cual una vez aceptado, no dejó de cumplir jamás. Si bien no sabemos cuándo aconteció su muerte, sí podemos deducir que hasta encontrarse con ella san José cumplió con Dios.

En este cuarto Domingo de adviento, ya casi la antesala del nacimiento más importante de la historia, le pedimos al custodio de Jesús y de María, que nos alcance la gracia de imitarlo en su abandono incondicional a la voluntad de Dios, de no retroceder ante las cosas grandes que Dios quiere hacer en y por nosotros, y de cumplir con fidelidad hasta el final los planes que Dios nos vaya trazando para nuestra santificación y encuentro final con Él en la eternidad.

 

P. Jason Jorquera M., IVE.