“A veces sin darnos cuenta…”

Reflexión

Una de las tantas cosas maravillosas de la vida consagrada, y especialmente misionera, es el enorme bagaje de edificantes anécdotas que se van forjando a lo largo de los años, muchas de las cuales vamos compartiendo en las diversas crónicas, buscando algún beneficio espiritual, algún entusiasmo por la virtud, y especialmente oraciones por la obra que Dios va realizando en las almas a través de quienes se encuentran en tierra de misión, pidiendo especialmente que los misioneros se santifiquen, de tal manera que su fecundidad apostólica sea cada vez mayor, es decir, de que sean instrumentos cada vez más aptos a través de los cuales el plan divino de redención llegue a la mayor cantidad de corazones posibles.

Hace ya casi 20 años, antes de entrar a la vida contemplativa, fuimos como seminaristas a misionar en uno de esos barrios bien difíciles, donde las primeras indicaciones para visitar las casas (dejando de lado, por ahora, las obvias razones sobrenaturales que acompañan siempre el inicio de las misiones populares), versaban sobre “dónde no meterse”, “dónde había que ir siempre acompañados”, “cómo encarar las cosas ante ciertas circunstancias especiales, difíciles o peligrosas”, etc.; hasta una lluvia de piedras tuvimos por aquellos días. En resumen, era un barrio peligroso y complicado, pero no por eso sin personas buenas también; y sobre todo por eso, necesitado del Evangelio y su predicación en orden a la preparación y posterior celebración de los sacramentos. Dicho esto, vamos propiamente a la hermosa anécdota que ahora nos interesa.

Hacia el final de una calle -creo que de tierra, pero no estoy seguro-, había una especie de canchita, un pedazo de terreno desocupado y polvoriento, donde el padre misionero comenzaba su sermón con un gran parlante, acompañado de los seminaristas y hermanas que íbamos por las sencillas casas invitando a participar a todos los que quisieran. Para llegar a dicha esquina, había que atravesar la estrecha calle donde cada cual tenía su música, bien fuerte por lo general, con los parlantes hacia afuera en las ventanas algunos, produciendo una especie de aturdimiento hasta llegar donde el padre debía comenzar su sermón misionero. El caso es que el primer día no fue ninguno de los vecinos a escuchar al padre mientras predicaba frente a nosotros, lo cual fue bastante triste, pues la prédica fue excelente, con ejemplos de los santos y explicaciones bien claras, pues el padre además de formador del seminario tenía mucha experiencia, y se notaba realmente en sus palabras. Al segundo día ocurrió lo mismo… y al tercero y cuarto día creo que había alguna que otra señora y unos pocos niños esperando para jugar luego con nosotros. Y fue bastante triste. Fue así que, llegada la cena, después de la santa Misa, rosario por las calles (para el cual sí habían acudido más personas y muchos niños gracias a Dios), el padre dijo muy sereno y con una pequeña sonrisa: “la gente no está yendo a escuchar el sermón misionero, yo les pido oraciones, por favor, y quien pueda ofrecer algún sacrificio especial por estas almas sería de gran ayuda”. Fue entonces cuando el seminarista que había hecho apostolado en dicho barrio todo el año -y varios años en realidad, o sea, el que conocía mejor a las personas-, corrigió caritativamente al padre y nos dejó a todos asombrados: “no padre, todo lo contrario: todos lo están escuchando”. Ante la cara de sorpresa nuestra y del padre, continuó con su inesperada aclaración: “A esa hora, todos están con la música a más no poder, como compitiendo cuál suena más fuerte; pero fíjese padre cómo bajan la música apenas usted empieza a hablar. No salen porque les da vergüenza, pero lo están escuchando.” Esta, queridos amigos, es una de las anécdotas, para mí, más hermosas que les puedo compartir de mis años de seminario (aunque son muchísimas gracias a la bondad de Dios). No nos habíamos dado cuenta de que todo el trabajo y esfuerzo estaban dando fruto frente a nuestros ojos…, bueno, detrás de las ventanas propiamente, pero allí estaban las personas escuchando atentas, en un lugar donde el primer día apenas nos podíamos dar algunas indicaciones por el ruido; y el barrio donde se decía “traten de no meterse ahí”, habían muchas almas escuchando voluntariamente las palabras del padre misionero; con un respeto que para nosotros, los misioneros, había pasado totalmente desapercibido, pero que al momentos de darnos cuenta de lo que en realidad estaba pasando, nos llenó de nuevo entusiasmo, y nos enseñó una vez más que siempre es posible hacer el bien, incluso “sin darnos cuenta”, ¡y cuántas veces sin darnos cuenta! Es más, en tierra de misión a menudo debemos renovar nuestros actos de fe en el valor del Evangelio predicado sea de la manera que sea, con palabras y con ejemplos; renovar la convicción de que no hay dolor ni sacrificio ofrecido a Dios que pase desapercibido ante sus ojos paternales, y que no lleve consigo algún fruto espiritual, tantas veces oculto para preservar al misionero del orgullo o el exceso de confianza, para mantenerlo humilde e irlo purificando, en su alma, en sus intenciones, en la esperanza sobrenatural; pues el día en que midamos nuestra entrega a Dios a la luz de los frutos visibles y consuelos, habrá comenzado la ruina de nuestra fe. Es cierto que aun así Dios a menudo nos deja ver algunos frutos, y para algunos quizás hasta en abundancia, pero esa no es la razón de que nos esforcemos más o no, de que recemos más o no, de que confiemos más o menos en la Divina Providencia, ¡claro que no!, la razón de estar en tierra de misión es simplemente la voluntad de Dios sobre nosotros, por nuestra salvación y la de las almas que se nos encomiende ayudar a acercarse a Él.

Muchas veces nuestro testimonio, en ciertas misiones especialmente, “no hace ruido”, no deja ver grandes conversiones y quizás ni pocas ni ninguna; pero los frutos, si somos fieles, aun así se dan. Donde Dios quiera, como Dios quiera, en quien Él quiera y en el momento que quiera.

Tal vez sintamos de vez en cuando “que estamos solos predicando en una esquina”, pero sabemos por la fe que no es así, pues la oración sincera no se esfuma, sino que llega al Cielo, y los sacrificios ofrecidos con paciencia y caridad jamás se pierden, sino que llegan gratamente a las manos de Dios como reparación de nuestras faltas e intercesión por las de los demás.

Pidamos a Dios constantemente la gracia de perseverar en todo buen propósito; en el deseo inquebrantable de vivir y predicar de palabra y de obra el Evangelio sin desanimarnos; siempre con mirada sobrenatural, siempre con santo abandono a su santa voluntad y no pendientes de los posibles consuelos terrenos, sino buscando simplemente hacer lo que Él espera de nosotros. Él sabrá dar sus frutos al momento oportuno, como hacia el final de aquella misión popular de la que he compartido esta hermosa anécdota y enseñanza para nosotros, donde gracias a Dios los sacramentos administrados fueron muchos.

Continuemos el plan de Dios en nosotros sin desanimarnos ante las dificultades, ante el ruido, las contrariedades y hasta las persecuciones; pues probablemente haya a nuestro alrededor almas que, escondidas y en silencio, estén poniendo a su manera y a su tiempo, los ojos de su corazón en la verdad salvífica del Evangelio que Dios desea predicarles.

¡Recemos por la salvación de las almas; recemos por nuestra conversión y santificación; recemos por los consagrados!

 

P. Jason Jorquera, IVE.

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