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VIAJE APOSTÓLICO – SERMÓN EN LA BASÍLICA DE LUJÁN (1982)

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

San Juan Pablo II

Amadísimos hermanos y hermanas,

  1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

  1. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos, la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla al Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

  1. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

  1. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

  1. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

  1. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

  1. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

  1. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de María:
    Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc1, 49)  “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón… / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo – Obispo de Roma – vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.

Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

TRES PECADOS, TRES AMORES

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.

Al escuchar las lecturas de la liturgia de este Domingo III de Pascua, nos salta a la vista la figura de Pedro.

La primera lectura nos presenta al Pedro intrépido, al hombre decidido, a este Simón lleno de coraje, con el pecho abierto para enfrentar a todos los que se opongan a la misión sublime que le fue confiada de anunciar el Evangelio de Cristo: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, dijo él delante de sus perseguidores en Jerusalén.

Se consideró dichoso por sufrir injurias por causa del nombre de Cristo. Pero… Pedro, Pedro, al mirarte así de este modo, con este coraje, ¿cómo no contrastar esta imagen con los hechos sucedidos algunos días antes?

Simón, en efecto, te encontrábamos en una mezcla de confianza y debilidad en los momentos quizás más significativos de tu vida. Te vimos recibir del Espíritu la revelación de que Cristo era el Mesías, el Hijo de Dios; momento seguido, le increpas a Nuestro Señor porque les manifestó que tenía que padecer en Jerusalén: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! ¡Eso no puede pasarte!” (Mt 16,22). Huyes tú de la cruz, y quieres que el Señor tampoco se encuentre con ella.

En las vísperas de la Pasión de Nuestro Señor, le prometiste un seguimiento incondicional, amparado en tus propias fuerzas, con una confianza excesiva en ti mismo. Pero el Señor te desengaña: “Antes que el gallo cante, tres veces me habréis de negar” … Lo que le dijiste instantes antes de esta profecía: “Daré mi vida por ti si fuera necesario, Señor”, no demuestra más que la falta de conocimiento de ti mismo que tenías. Pobre miserable Pedro… Te fiaste de ti mismo, de tu espada en el huerto… Pensabas que podría tener fuerzas para defender al Maestro, pero de él, justamente del Maestro es de quién escuchas la orden para que volviese a meter la espada en la vaina.

¿Qué hacer entonces, Pedro? ¿Qué solución tenías? ¿Huir? Sería demasiado vergonzoso para ti. El orgullo te movía a mantenerse firme en el seguimiento de su Señor, pero le seguías a lo lejos.

Ya había tenido lugar en aquella noche, una traición por parte de uno de los más allegados a Nuestro Señor: Judas vendió a Jesús por 30 monedas de plata. Tú Pedro, sin embargo, también le vendiste, tuviste tu parte en una traición. No fueron 30 monedas, pero por 3 veces le negaste… por tres monedas le cambiaste a Nuestro Señor por un amor a ti mismo, amor a tu propia vida. Por tres negaciones traicionaste al que solamente te había dado amor… ¿Cómo te olvidaste tan pronto de lo que el mismo Señor te había predicho Pedro?

Volvamos nosotros, de nuevo, a la noche de aquel jueves santo, al entrar Jesús en la sala del primer proceso, en casa de Caifás. La oscuridad y el frío son desgarrados por las llamas de un brasero situado en el patio del palacio. El personal de servicio y de custodia estira las manos hacia una fuente de calor; los rostros están iluminados. Y he aquí que se escuchan tres voces en sucesión, tres manos apuntan hacia un rostro reconocido, el de Pedro.

La primera es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando al discípulo y exclama: “Tú también estabas con Jesús”. Luego se escucha una voz masculina: “Eres uno de ellos”. Y más tarde otro hombre repite la misma acusación, al notar el acento septentrional de Pedro: “Estabas con él”. A estas denuncias, casi en un aumento desesperado de autodefensa, el apóstol no duda en jurar tres veces: “¡No conozco a Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé lo que decís!”. La luz de aquel brasero penetra, por tanto, mucho más allá del rostro de Pedro; revela un alma mezquina, su fragilidad, el egoísmo, el miedo. Y, sin embargo, pocas horas antes había proclamado: “Aunque todos se escandalicen, yo no… Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré”.

Sin embargo, el telón no cae sobre esta traición, como había acontecido con Judas. En efecto, en esa noche un sonido intenso desgarra el silencio de Jerusalén y sobre todo la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En ese preciso momento Jesús está saliendo de la sala del juicio donde ha sido condenado. San Lucas describe el cruce de las miradas de Cristo y Pedro, y lo hace usando un verbo griego que indica fijar intensamente la mirada en un rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre cualquiera el que ahora mira a otro; es “el Señor”, cuyos ojos escrutan el corazón y los riñones, es decir, el secreto íntimo de un alma.

“Para mostrar a Pedro a sí mismo, es decir, para mostrar a Pedro a Pedro mismo” -decía San Agustín-, “el Señor apartó su rostro de él por un tiempo, y entonces lo negó. Volvió su rostro a él cuando lo miró, y Pedro se echó a llorar. Lavó su culpa con las lágrimas, derramó agua de sus ojos, y bautizó su conciencia.” (San Agustín)

Y de los ojos del apóstol resbalan las lágrimas del arrepentimiento. Tres veces lo negaste hasta que cantó el gallo. Se cruzaron sus miradas, saliste a llorar amargamente y te acordaste de tus fuerzas… te diste cuenta de que eran como paja que arrebata el viento.

En la historia de Pedro se condensan numerosas historias de infidelidad y de conversión, de debilidad y de liberación. “He llorado y he creído”: así, con estos dos únicos verbos, hace siglos, un convertido relacionará su experiencia con la de Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos pequeñas traiciones, protegiéndonos tras justificaciones mezquinas, dejándonos arrastrar por temores viles.

Sin embargo, el Señor le perdonó, vio que no había perdido su fe, al final, el propio Señor había rogado al Padre para que la fe de Simón no desfalleciera. Y ahora pide algo a cambio de su negación.

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.” (San Agustín, Sermón 275)

“Éste es Pedro, que ama y niega al mismo tiempo; niega por debilidad humana y ama por gracia divina.” “En la negación” -decía San Agustín, “Pedro se descubrió a sí mismo”. Podemos decir que en la confesión, Pedro descubre las exigencias del amor de Jesús, exige que le ame más que a todos los demás, exige que sea un amor perseverante, exige que sea un amor incondicional, pero por encima de todo, exige que sea un amor humilde, que confía totalmente en el Amado, y no pone su seguridad en sí mismo. “Había sido presuntuoso y con soberbia jactancia había echado al aire sus -llamémoslas así- fuerzas cuando decía: Señor, estaré contigo hasta la muerte, presumiendo de ellas. Y entonces precisamente escuchó lo que era.” “Porque cuando negó, temió morir, pero resucitando el Señor, ¿qué había de temer, si veía en El muerta la muerte?” (San Agustín, Sermón 149)

“Le dice por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Esta es la tercera vez que el Señor pregunta a Pedro si le ama, haciéndole confesar tres veces lo que negó tres veces, a fin de que la lengua no sirva menos al amor que lo que sirvió al temor, y que habló, más por conjurar la muerte que le amargaba, que por despreciar la vida presente.

Por eso, pidamos a la Santísima Virgen, ella que hermosamente es llamada la Madre del Amor Hermoso, que nos enseñe a verdaderamente amar a Su Hijo, Jesucristo Señor Nuestro, y que, a ejemplo de Pedro, podamos siempre estar dispuestos a confesar nuestro amor por el Señor, confiando siempre en su Misericordia que nos socorre, y jamás en nuestras débiles fuerzas.

Así sea.

P. Harley D. Carneiro, IVE

En este último tiempo…

Desde la casa de santa Ana
Queridos amigos:
Por gracia de Dios, desde que comenzó la tregua el ambiente cambió notablemente (al menos así es en esta parte de Medio Oriente), y la casa de santa Ana ha podido palpar notablemente esta nueva etapa que hace poco tiempo hemos comenzado, lo cual se ha dejado ver especialmente en el regreso de los visitantes, tanto los que vienen propiamente como “peregrinos”, es decir, para rezar pidiendo esas gracias especiales que ofrecen los santos lugares, como aquellos que vienen más bien por el aspecto histórico y la curiosidad acerca de lo que es un monasterio y el estilo de vida de los monjes, pues para no pocos de los habitantes locales de la zona es algo más bien desconocido. Dentro de estas visitas podemos resaltar la de nuestros padres y hermanas de las misiones vecinas y más cercanas, con quienes pudimos compartir especialmente durante la octava de Pascua, ese “gran Domingo” prolongado y dedicado a celebrar y alegrarnos de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Tampoco han faltado -si bien aún no se dejan ver los grupos como antes de la guerra en mayor cantidad-, las almas devotas que han venido a acompañar a nuestro Señor sacramentado o participar de vez en cuando de la santa Misa, como nuestro pequeño grupo de amigos hispanos que asisten a la santa Misa del sábado por la tarde, iniciativa que la Divina Providencia puso en nuestro camino cuando llegaron los primeros a pedirnos la santa Misa dominical en español, la cual gracias a Dios se sigue realizando ya desde hace algunos años; y hasta un par de almas voluntarias para ayudarnos con los trabajos hemos podido recibir, con profunda gratitud de nuestra parte.
Tampoco han faltado los grupos de peregrinos extranjeros que lentamente se van dejando ver por Séforis, así como los primeros grupos escribiéndonos desde la distancia para agendar la celebración de la santa Misa en los meses futuros.
Por supuesto que los trabajos de mantenimiento son parte de la maravillosa custodia de este sencillo santuario, y nos permiten llevar a cabo en el silencio propio del monasterio la misión que se nos ha encomendado, ayudándonos a vivir el “ora et labora” que ha de signar la vida contemplativa.
Y dentro de todo este contexto del Triduo pascual y la celebración de la resurrección, nos ha tocado a todos como Iglesia despedir al santo Padre, el Papa Francisco, a quien encomendamos especialmente a la Sagrada Familia, y por quien hemos recibido muchas condolencias de parte de nuestros amigos locales, principalmente cristianos, pero también de los no cristianos, tanto del vecindario como guías locales, y rezando ahora junto con todos los feligreses por la Iglesia.
Siempre hay mucho para rezar, para trabajar, atender, etc., y pedimos a la Sagrada Familia que nos alcance del Cielo la gracia de vivir así siempre nuestra vida, velando, ocupados en la búsqueda de la Divina voluntad; con el firme deseo de reparar nuestras faltas y adquirir las virtudes que necesitamos para darle a Dios la gloria que le corresponde.
Seguimos rezando siempre por sus intenciones.
“Tú, ¿qué has hecho? La responsabilidad del crecimiento de la Iglesia es mía. Él cumplió su misión, pero quiere que yo cumpla la mía. Quiere servirse de mis pies para caminar, de mis manos para trabajar, de mis labios para bendecir, de mi ejemplo para entrar en las almas. ¿Le negaré mi esfuerzo? Aquí está mi sublime y consoladora realidad.”
San Alberto Hurtado

HOMILIA DE SAN JUAN PABLO II – CANONIZACIÓN DE SANTA FAUSTINA KOWALSKA

En ocasión del 25º aniversario de la canonización de Sor Faustina Kowalska, en el 30/04/2000, volvamos a recordar las hermosas palabras de San Juan Pablo II pronunciadas en aquél día memorable.

1. “Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius“, “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (…) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23).

Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: “Estos dos haces ―le explicó un día Jesús mismo― representan la sangre y el agua” (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132).

2. ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista san Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir “sangre y agua” (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39).

La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: “Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona”, pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un “segundo nombre” del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?

Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia.

Jesús dijo a sor Faustina: “La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina” (Diario, p. 132). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

3. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.

Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: “Paz a vosotros”. Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna.

4. Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de “domingo de la Misericordia divina”. A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que “el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7)” (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales.

Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: “Misericordias Domini in aeternum cantabo”.

5. La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos.

El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos.

En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia!

En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: “En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía” (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las “obras de misericordia”, espirituales y corporales. Aquí la misericordia se transformó en hacerse concretamente “prójimo” de los hermanos más indigentes.

6. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: “Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo” (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!

En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.

7. Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación “Jesús, en ti confío”, que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno.

8. “Misericordias Domini in aeternum cantabo” (Sal 89, 2). A la voz de María santísima, la “Madre de la misericordia”, a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.

Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la misericordia divina, ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: “Cristo, Jesús, en ti confío”.

ALABANZA A LA TRINIDAD

Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Santa Catalina de Siena

Gracias, gracias a ti, Padre eterno, que, siendo yo criatura tuya, no me has despreciado ni has apartado tu rostro de mí, ni has menospreciado mis deseos. Tú, Luz, no has tenido en cuenta mis tinieblas; tú, Vida, no has mirado que estoy muerta; tú, Médico, no te has apartado de mí por mis enfermedades; tú, Pureza eterna, me atendiste a mí, que me encuentro llena de miserias; tú, Infinito, viniste a mí, que soy perecedera; tú, Sabiduría, llegaste a mí, que soy necia.

Tú, Sabiduría; tú, Bondad; tu Clemencia, y tú, infinito Bien, no me has despreciado por todos estos y otros infinitos males y pecados que hay en mí, sino que de tu luz me has dado luz. He conocido en tu sabiduría la verdad; en tu clemencia he encontrado tu caridad y el amor al prójimo. ¿Quién te ha obligado? No mis virtudes, sino sólo tu caridad.

¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorada de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo.

¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume: tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; tú iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe ves que mi alma tiene vida y con esta luz recibe la luz.

En esta luz te conozco y te presentas a mí, tú, infinito Bien, más excelso que cualquier otro. Bien feliz, incomprensible e inestimable. Eres Belleza sobre toda belleza, Sabiduría sobre toda sabiduría; es más, eres la Sabiduría en sí misma. Eres alimento de los ángeles; te has dado a los hombres con ardiente fuego de amor. Eres Vestido que cubre toda desnudez; alimentas con dulzura a los que tienen hambre. Eres dulce, sin amargura alguna.

¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste, recibida con la de la santísima fe, he conocido por muchas y admirables explicaciones, allanando esa luz el camino de la perfección, a fin de con ella y no en tinieblas te sirva, sea espejo de buena y santa vida, pues siempre, por mi culpa, te he servido en tinieblas. No he conocido tu Verdad, y por ello no la he amado. ¿Por qué no te conocí? Porque no te vi con la gloriosa luz de la fe, ya que la nube del amor propio ofuscó los ojos de mi entendimiento. Tú, Trinidad eterna, con la luz disipaste las tinieblas.

¿Quién podrá llegar a tu altura para darte gracias por tanto desmedido don y grandes beneficios como me has otorgado? La doctrina de la verdad que me has comunicado es una gracia especial, además de la común que das a las otras criaturas. Quisiste condescender con mi necesidad y la de las demás criaturas semejantes a nosotros.

Responde tú, Señor. Tú mismo lo diste y tú mismo respondes y satisfaces infundiendo una luz de gracia en mí, a fin de que con esa luz yo te dé gracias. Vísteme, vísteme de ti, Verdad eterna, para que camine aprisa por esta vida mortal con verdadera obediencia y con la luz de la santísima fe, con la que parece que de nuevo embriagas al alma. Deo gratias. Amén.

El Pan celestial y la bebida de salvación

De las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén

Jesús, el Señor, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de pronunciar la Acción de Gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, y dijo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo.» y tomando el cáliz, después de pronunciar la acción de Gracias, dijo: «Tomad y bebed, ésta es mi sangre.» Por tanto, si él mismo afirmó del pan: Esto es mi cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si él mismo afirmó: Ésta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre?

Por esto hemos de recibirlos con la firme convicción de que son el cuerpo y sangre de Cristo. Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo de pan, y su sangre bajo el signo de vino; de modo que al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así, pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo y sangre. Así, como dice san Pedro, nos hacemos participantes de la naturaleza divina.

En otro tiempo, Cristo, disputando con los judíos, decía: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros. Pero, como ellos entendieron estas palabras en un sentido material, se hicieron atrás escandalizados, pensando que los exhortaba a comer su carne.

En la antigua alianza había los panes de la proposición; pero, como eran algo exclusivo del antiguo Testamento, ahora ya no existen. Pero en el nuevo Testamento hay un pan celestial y una bebida de salvación, que santifican el alma y el cuerpo. Pues, del mismo modo que el pan es apropiado al cuerpo, así también la Palabra encarnada concuerda con la naturaleza del alma.

Por lo cual, el pan y el vino eucarísticos no han de ser considerados como meros y comunes elementos materiales, ya que son el cuerpo y la sangre de Cristo, como afirma el Señor; pues, aunque los sentidos nos sugieren lo primero, hemos de aceptar con firme convencimiento lo que nos enseña la fe.

Adoctrinados e imbuidos de esta fe certísima, debemos creer que aquello que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo; respecto a lo cual hallamos la antigua afirmación del salmo: El pan da fuerzas al corazón del hombre y el aceite da brillo a su rostro. Da, pues, fuerzas a tu corazón, comiendo aquel pan espiritual y da brillo así al rostro de tu alma.

Ojalá que con el rostro descubierto y con la conciencia limpia, contemplando la gloria del Señor como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús nuestro Señor, a quien sea el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(Catequesis 22 [Mistagógica 4], 1. 3-6. 9: PG 33, 1098-1106)

LOS DOS PARTIDOS [CARTA A LOS AMIGOS DE LA CRUZ]

Recordad, queridos Confrades, que nuestro buen Jesús nos mira en este instante y dice a cada uno de vosotros en particular: “He aquí que casi todos me han abandonado en el camino real de la Cruz.

San Luis María Grignion de Montfort

2° – Los Dos Partidos

  1. A) El partido de Jesús y el del mundo

[7] He aquí, queridos Confrades, dos partidos que se enfrentan todos los días: el de Jesucristo y el del mundo. El de nuestro amable Salvador está a la derecha, en una pendiente ascendente, en un camino estrecho que se ha vuelto aún más angosto debido a la corrupción del mundo. El buen Maestro va al frente, con los pies descalzos, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo todo ensangrentado y cargando una pesada Cruz. Solo unas pocas personas, y de las más valientes, lo siguen, porque su voz tan delicada no se escucha en medio del tumulto del mundo; o bien, no se tiene el valor de seguirlo en su pobreza, sus dolores, sus humillaciones y sus otras cruces, que necesariamente hay que llevar, a su servicio, todos los días de la vida.​

[8] A la izquierda está el partido del mundo, o del demonio, que es el más numeroso, el más significativo y el más brillante, al menos en apariencia. Todos los individuos más destacados corren hacia él; se apresuran, a pesar de que los caminos son amplios, más amplios que nunca debido a las multitudes que por ellos pasan como torrentes, y están sembrados de flores, bordeados de placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata.​

  1. B) Espíritu totalmente opuesto de los dos partidos

[9] A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Jesucristo solo habla de lágrimas, penitencias, oraciones y desprecio del mundo; se oyen continuamente estas palabras, entrecortadas de sollozos: “Suframos, lloremos, ayunemos, oremos, ocultémonos, humillémonos, empobrezcámonos, mortifiquémonos; porque el que no tiene el espíritu de Jesucristo, que es un espíritu de cruz, no le pertenece; los que son de Jesucristo han mortificado la carne con sus concupiscencias; es necesario conformarse a la imagen de Jesucristo o condenarse. ¡Ánimo!”, exclaman ellos. “¡Ánimo! Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Aquel que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo. El siervo no es mayor que su señor. Un momento de leve tribulación redunda en peso eterno de gloria. Hay menos elegidos de lo que se piensa. Solo los valientes y los violentos arrebatan el cielo por la fuerza; nadie será coronado allí si no ha combatido legítimamente, según el Evangelio, y no según la moda. ¡Combatamos, pues, vigorosamente, corramos rápidamente para alcanzar la meta, a fin de ganar la corona!” He aquí una parte de las palabras divinas con que los Amigos de la Cruz se animan mutuamente.​

[10] Los mundanos, al contrario, gritan todos los días, para animarse a perseverar en su malicia sin escrúpulos: “¡Vida, vida! ¡Paz, paz! ¡Alegría, alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos, juguemos! Dios es bueno, Dios no nos hizo para que nos condenáramos; Dios no prohíbe que nos divirtamos; no nos condenaremos por eso. ¡Nada de escrúpulos! Non moriemini, etc…”​

  1. C) Amorosa llamada de Jesús

[11] Recordad, queridos Confrades, que nuestro buen Jesús nos mira en este instante y dice a cada uno de vosotros en particular: “He aquí que casi todos me han abandonado en el camino real de la Cruz. Los idólatras ciegos se burlan de mi cruz como de una locura, los judíos obstinados se escandalizan de ella, como si fuera objeto de horror, los herejes la han roto y derribado como cosa digna de desprecio. Pero, y esto solo puedo decirlo con lágrimas en los ojos y con el corazón traspasado de dolor, los hijos que crié en mi seno y que instruí en mi escuela, mis miembros, que animé con mi espíritu, me han abandonado y despreciado, convirtiéndose en enemigos de mi cruz. – Numquid et vos vultis abire? ¿Queréis, vosotros también, abandonarme, huyendo de mi Cruz, como los mundanos, que en esto son otros tantos anticristos: antichristi multi? ¿Queréis, en fin, conformaros al siglo presente, despreciar la pobreza de mi Cruz, para correr tras las riquezas? ¿Evitar el dolor de mi Cruz para buscar los placeres? ¿Odiar las humillaciones de mi Cruz, para ambicionar las honras? Tengo, en apariencia, muchos amigos que me hacen protestas de amor, y que, en el fondo, me odian, pues no aman mi Cruz; muchos amigos de mi mesa y poquísimos amigos de mi Cruz.​

[12] A esta amorosa llamada de Jesús, elevémonos por encima de nosotros mismos; no nos dejemos seducir por nuestros sentidos, como Eva; no miremos sino al autor y consumador de nuestra fe, Jesús crucificado; huyamos de la corrupción de la concupiscencia del mundo corrompido; amemos a Jesucristo de la mejor manera, es decir, a través de toda clase de cruces. Meditemos bien estas admirables palabras de nuestro amable Maestro, que encierran toda la perfección de la vida cristiana: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Fragmento del libro Carta a los amigos de la Cruz

¡Jesucristo se merece honores!

Reflexión de viernes santo en Nazaret

Hubo un viernes diferente,

que en silencio respetuoso

fue testigo doloroso

-resignado e impotente-,

del error más insolente;

escondido tras el manto

de la fe que guarda tanto,

y veía en el madero

más que un hombre un fiel cordero,

¡que era el Santo de los santos!

Cada año, por gracia de Dios, en viernes santo podemos participar, entre otras piadosas ceremonias, del emotivo “funeral de Cristo”. Este año fue en Nazaret, donde nuevamente este día fue el de mayor participación de los feligreses, quienes llenaban la basílica hasta el tope para ver y tratar de acercarse a la hermosa imagen de nuestro Señor difunto, de tamaño natural, y como siempre sobre su correspondiente colchón de flores rojas, tan deseadas por los presentes para ser llevadas a sus casas como precioso recuerdo de este día tan especial, tan conmemorativo y a la vez tan distinto de aquel primer viernes santo de la historia… en seguida me explico.

El primer viernes santo fue absolutamente gris: nuestro Señor, abandonado a la tristeza de muerte de su corazón que caminaba sin retorno hacia el calvario, entre burlas y maledicencias; quedando exangüe de camino y finalmente habiendo consumado su sacrificio de manera totalmente opuesta a la entrada triunfal con que, una semana antes, había sido recibido. Y no hubo funeral. Lo bajaron con presteza para llevarlo al sepulcro lo antes posible; sin honores, sin aclamaciones, sin reconocimiento; recibiendo el tierno abrazo de su madre como único homenaje a su sacratísimo cuerpo malherido. Hoy, en cambio, sí hay funeral. Hoy en día en viernes santo, los creyentes hacemos lo posible por “contradecir” aquella entrega redentora que, externamente, terminó en tinieblas; porque nosotros sí sabemos quién es el que se entrega, y somos bien conscientes de que dicha entrega nos abrió las puertas de los Cielos; es por eso que conmemoramos el viernes santo de manera tan distinta, porque tenemos que hacerlo así, ¡Jesucristo se merece honores!, ¡su sacrificio ha de ser reconocido!, ¡nuestro Señor no puede pasar desapercibido!

La liturgia del funeral de Cristo es por eso profundamente emotiva: todos los sacerdotes presentes rodean respetuosamente el féretro del Señor yacente, el cual es rociado con agua bendita e incensado antes de comenzar la solemne procesión que poco a poco debe abrirse paso entre el mar de feligreses, que acercan sus manos para tocarlo y persignarse, y continuar rezando mientras acompañan lentamente el homenaje. Es realmente hermoso cuando, al llegar a las puertas de la basílica para salir al patio externo nos encontramos con que ni siquiera las escaleras que bajan hasta la gruta, ni las que suben hacia el portón de salida, pueden verse, pues también están abarrotadas de feligreses honrando la muerte redentora de nuestro Señor; y los “Hosanas” de los niños del primer Domingo de ramos parecen encontrar un eco en los labios de los niños pequeños que besan la hermosa imagen levantados en brazos de sus padres conforme ésta va pasando, mientras el coro de la basílica y los instrumentos cantan y suenan con todas sus fuerzas, porque es lo que corresponde. Hoy en día, nosotros debemos tomar el lugar de aquellos beneficiarios que antaño no se presentaron para el funeral del Señor: aquel día no estaban los que habían sido leprosos, sordomudos, endemoniados ni aquejados de cualquier otro mal del cual Jesús los había librado; pero hoy estamos nosotros, ¡debemos estar nosotros!, y no sólo en viernes santo sino durante toda nuestra vida, rindiendo valiente homenaje a nuestro Señor, porque somos sus actuales beneficiarios: somos los redimidos, los perdonados, los que podemos recibir su gracia, los que podemos salir del pecado y hasta hacernos santos gracias al Cordero de Dios que se ha entregado por nosotros a la muerte.

Acompañemos siempre a nuestro Señor: en su pasión, para alcanzar la conversión del corazón, cada vez más cerca del suyo; en su resurrección, para animarnos a buscar su gloria puestos nuestros ojos en la meta, donde el Hijo de Dios, nuestro gran triunfador, espera a los que valientemente estén dispuestos a rendirle honores con sus vidas.

P. Jason Jorquera M., IVE.

SERMÓN SOBRE LOS DOLORES DE LA VIRGEN

¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

San Juan María Vianney

 

Mis hermanos:

Hoy meditamos sobre los dolores de Nuestra Señora. ¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

Nuestra Señora de los Dolores es ese modelo perfecto de paciencia y sumisión a la voluntad de Dios, incluso en medio de las mayores pruebas. Sus dolores fueron muchos, y, como nos recuerda la tradición de la Iglesia, estos dolores son siete:

La profecía de Simeón:
Cuando el anciano Simeón tomó al Niño Jesús en sus brazos en el Templo y le dijo a María: “Este niño está destinado a ser causa de caída y de resurgimiento para muchos en Israel, y será una señal de contradicción; y a ti, una espada te atravesará el alma”. ¡Oh, qué amargo fue este momento para Nuestra Señora! Ella ya veía, en espíritu, los tormentos de su Hijo, el desprecio que Él sufriría, y la agonía de su muerte en la cruz.

La huida a Egipto:
Poco después del nacimiento de Jesús, Herodes busca matar al Niño, y José recibe un aviso del ángel para huir. María debe escapar a un país extranjero, llevando a su Hijo en brazos. ¡Qué angustia para la Madre de Dios ver a su Hijo amenazado de muerte por un tirano cruel, y no tener un lugar seguro para Él!

La pérdida de Jesús en el Templo:
Imaginemos la aflicción de María cuando, al regresar de Jerusalén, se da cuenta de que su Hijo ha desaparecido. Durante tres días, ella y San José lo buscan, hasta que finalmente lo encuentran en el Templo. ¡Oh, qué dolor para el corazón de una madre, buscar a su Hijo amado sin saber dónde está!

El encuentro con Jesús en el camino del Calvario:
Este encuentro es quizá el más doloroso. María ve a su Hijo herido, sangrando y cargando una pesada cruz sobre sus hombros. Lo acompaña con el corazón destrozado. Cada paso de Jesús es como una espada que atraviesa el alma de María.

La crucifixión de Jesús:
¡Oh, mis hermanos, qué dolor indescriptible! María está allí, al pie de la cruz, presenciando la muerte de su Hijo. Jesús es clavado en la cruz, y María escucha el sonido de los martillos que perforan sus manos y pies. Escucha sus palabras de agonía, ve su cuerpo desfigurado, pero no puede hacer nada para aliviar su sufrimiento. Todo el dolor de Jesús es también el dolor de María.

El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz:
Cuando Jesús es retirado de la cruz, su cuerpo sin vida es colocado en los brazos de su Madre. Ella lo sostiene, lo contempla, y ve todas las llagas y heridas que Él sufrió por nuestra salvación. María sufre en silencio, aceptando este inmenso dolor con una sumisión perfecta a la voluntad de Dios.

La sepultura de Jesús:
Finalmente, el cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro. María debe despedirse de su Hijo. ¡Qué momento de desolación! Para una madre, no hay dolor más grande que ver a su hijo muerto ser enterrado. Y, sin embargo, María soporta todo esto con fe y confianza.

Mis hermanos, ¿qué nos enseñan los dolores de Nuestra Señora? Nos muestran el camino de la paciencia, de la sumisión y de la confianza en Dios, incluso en los momentos más difíciles. María no se rebela, no cuestiona los designios de Dios. Ella acepta todo con un amor profundo y una confianza inquebrantable en su Señor.

Debemos aprender de Nuestra Señora a aceptar las cruces que Dios permite en nuestras vidas. Muchas veces, en nuestros dolores y sufrimientos, podemos ser tentados a desesperarnos o a murmurar contra Dios. Pero María nos enseña que, con fe y amor, podemos transformar nuestros sufrimientos en un camino de santificación.

Acerquémonos a Nuestra Señora de los Dolores en nuestros momentos de aflicción. Ella, que soportó tanto sufrimiento por amor a nosotros, ciertamente intercederá por nosotros ante su Hijo. Que, al meditar sobre sus dolores, podamos encontrar en ella el consuelo y la fuerza para cargar nuestras propias cruces.

Que Nuestra Señora de los Dolores nos acompañe siempre y nos conduzca a su Hijo, Jesucristo. Amén.

 

EL VALOR DE LA SANGRE DE CRISTO

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor.

San Juan Crisóstomo

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras.

Inmolad —dice Moisés— un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa”. «¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres dotados de razón?» «Sin duda —responde Moisés—: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor».

Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado salió sangre y agua“. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.

Por esta misma razón, afirma san Pablo: “Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos”, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras este dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto.

Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él mismo ha hecho renacer.

De las catequesis de San Juan Crisóstomo, obispo

(Catequesis 3, 13-19: SCh 50. 174-177)