Todas las entradas de Monasterio «Sagrada Familia»

Vía Crucis

8ª Estación: Jesús conforta a las mujeres piadosas de Jerusalén

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

Tan dolidas como el cielo

lloran mares las piadosas

mujeres cuyo anhelo

es que acabe la horrorosa

vejación tan lastimosa.

 

Mas rompiendo sus lamentos

el Sufriente, pues, les dijo:

“No lloréis por mis tormentos,

mas llorad por vuestros hijos

y por vuestros sufrimientos”.

  

Unas mujeres piadosas seguían el camino de Jesús entre sollozos y empujones. Los fariseos se burlan de ellas, los soldados las menosprecian, pero ellas quieren acompañar el Salvador por su vía dolorosa. Se acercan a Él mas no pueden decir nada, tanta es su aflicción por Jesús que rompen continuamente en llanto. Sin embargo, ocurre lo menos esperado; es el mismo Jesús quien intenta confortarlas: “no lloréis por mí”… ¿quién consuela a quién?, quisieron ayudar y ellas mismas son animadas por las palabras siempre vivas del Mesías. Llorad por vosotras mujeres piadosas, llorad más bien por vuestros hijos (Lc 23,28)

Señor Jesús, ¿Cuántas veces he consolado a los demás en sus aflicciones?, ¿cuántas veces me olvidé de mis astillas para aliviar las cruces de mi prójimo?, ¿cuántas veces renuncié a mis preocupaciones para ocuparme de lo verdaderamente importante?

Considera, alma mía, qué bien te enseña el Señor con su vivo ejemplo, mira con cuánta claridad y sencillez te instruye: siempre habrá alguien sufriendo más que tú; siempre encontrarás una pena para aliviar, un consejo para brindar, una verdad para enseñar: un motivo para ayudar.

Jesús paciente, que ofreces consuelo al pecador que te aflige con sus males, otórgame la gracia de consolarte en los demás, olvidándome de mis astillas por el amor de tu cruz.

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

El sentido cristiano de la penitencia: la conversión del corazón

Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica

nº 1430-1439

 

La penitencia interior

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores “el saco y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).

El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

Después de Pascua, el Espíritu Santo “convence al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

Diversas formas de penitencia en la vida cristiana

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1 P 4,8).

La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; “es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales” (Concilio de Trento: DS 1638).

La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

Vía Crucis

7ª Estación: Jesús cae por segunda vez

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

Contempla nuevamente la caída

injusta y cruel

de Aquel que padeciendo vil mancilla

se queda fiel

al plan del Padre eterno que da vida.

 

  El cuerpo herido de Jesús, ablandado por la dureza del camino, los malos tratos y vejaciones de los soldados, nuevamente sucumbe de cansancio.

“Levántate y camina” dijo Jesús al paralitico (Lc 5,25), mas no es simple decírselo ahora a su cuerpo maltratado pues el paralitico cargaba tan sólo sus pecados, en cambio Jesús carga los del mundo entero: los pecados de quienes lo circundan, de quienes ni siquiera lo conocen, de quienes lo rechazaron y de todos los hijos de Adán. Pero hay un peso particular que fue la causa de esta caída de Jesús y esos fueron mis pecados, mis propias recaídas.

Considera, alma mía, cómo el Señor del cielo cae por tierra a causa de tus culpas; mira en esta cruel escena tu inconstancia, tus faltas de firmeza en la enmienda que propones. ¿Cuántas veces dijiste “nunca más” de tal pecado y, sin embargo, ante el primer pequeño ventarrón caíste nuevamente?, ¿qué harás, entonces, cuando arrecie con vehemencia el vendaval de la tormenta?; Jesús cae porque tú has caído, porque quiere mostrarte las consecuencias de tu inestabilidad: asienta tus propósitos y decisiones en la roca firme del odio al pecado y el amor a la cruz.

Jesús mío, demando a tus dolores la gracia de levantarme de mis muchas caídas a causa de la tristeza y el desaliento. Concédeme, Señor, la fortaleza que necesito para no recaer en las culpas pasadas y levantarme con prontitud de la fosa ruin de mis pecados.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

6ª Estación: Jesús imprime su rostro en el velo de la verónica

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

Sobre el blanco velo

dibuja su rostro sangriento

el Señor del cielo,

y en el triste suelo

se imprime también un lamento.

 

 La piadosa Verónica contempla horrorizada al Mesías ultrajado. Se acerca reverente y le ofrece lo único que tiene: su sencillo velo para que el Siervo sufriente pueda secar aquel terrible sudor que se ha mezclado con su sangre. Pero Jesucristo no se deja ganar en gratitud y le concede la augusta y maravillosa reliquia de su rostro herido dibujado con su misma sangre sobre el velo; con aquella sangre misericordiosa capaz de plasmar la imagen divina en los corazones de los hombres que la perdieron por el pecado.

Considera, alma mía, aquella imagen doliente del Salvador que, como la redención, se escribió con sufrimientos. ¿Quieres dejar impresa en ti la imagen de Cristo?, ¿quieres parecerte al Salvador?, ¿quieres convertirte en una especie de bosquejo divino como lo fuiste al bautizarte y hasta antes de pecar?, pues este boceto divino sólo se dibuja en virtud de esta sangre sacrosanta; solamente puede formarse con el cincel del sufrimiento; solamente termina de fijarse con la paciencia, y solamente es fiel a los detalles en la medida que se emprenda con alegría.

Transforma, Jesús mío, mi alma en aquel velo capaz de recibir tu imagen, aquella que mis faltas de paciencia fueron borrando, aquella que se fue gastando por mi tibieza, por mi mediocridad. Concédeme, te lo ruego, la gracia de aprender a sufrir con paciencia y recuperar con creces aquella imagen divina que imprimiste en mi alma el día de mi bautismo como la verdadera llave del cielo.

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

5ª Estación: Jesús es ayudado por el cireneo

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

De los hombres que vino a salvar

quiso ayuda el Salvador

para hacerlos participar

de su misma redención.

 

Con vergüenza el cireneo

va a ayudarlo con la cruz,

pero bien comprende luego:

cualquier hombre no es Jesús

 Jesús, tembloroso y agotado, apenas puede continuar; ha perdido mucha sangre y las consecuencias de los azotes y el cansancio  se dejan ver claramente en todo aquel dañado cuerpo. Entonces el cireneo es forzado a ayudarlo, y lo hace avergonzado y de mala gana, pero pronto comprende que aquella sangre del condenado no fluye solamente por el cuerpo sino que se derrama también por las almas.

Compadécete, alma mía, compadécete de Aquel de quien recibiste compasión. ¿Acaso tu dureza y frialdad son tales que no querrías ayudarlo?, ¿acaso no es la cruz de tus pecados la que carga el Redentor? Ayúdalo tú también, ayúdalo muriendo a tu amor propio, ayúdalo venciendo el respeto humano. ¿Te avergüenzas de quien no se avergonzó de ponerse en tu lugar?; no importa lo que digan los hombres, da testimonio de Él ante ellos y Él abogará por ti ante su Padre.

Concédeme, Señor, la gracia de testimoniar con gran valor la verdad ante los hombres, de ser tu fiel discípulo ante el mundo despreciando la vanagloria y viviendo siempre conforme a tu voluntad.

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

4ª Estación: Jesús se encuentra con su santísima Madre

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 ¡Cuán hermosa y triste escena ante mis ojos!

¡Virgen Santa, digna madre del Cordero!,

soportando ver a tu hijo entre despojos

tu alma gime, mas tu amor se queda entero.

 

Sus miradas como el oro se fundieron

entre lágrimas de madre en fuego tierno;

corazones que en amor juntos latieron;

palpitar que aquel día se hizo eterno.

 Jesús entre insolencias y humillaciones, entre gritos y salivazos, entre el pretorio y el Calvario es acompañado fielmente por su Madre que intenta con grandes esfuerzos llegar a Él… hasta que finalmente lo consigue. Serán tan sólo unos instantes, pero bastarán para tomar con sus inmaculadas y virginales manos de madre aquellas llagadas, ensangrentadas y temblorosas manos de su Hijo que vio crecer entre las suyas y que tanto recién nacido como ahora besa con ternura angelical.

 ¿Quién conforta a quién? se pregunta el cielo, ¿acaso no van muriendo los dos? interrogan los ángeles, pero María santísima simplemente responde con sus lágrimas: Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).

Contempla, alma mía, cómo ambas miradas se compenetraron, ambos corazones latieron juntos y ambos aceptaron con misteriosa y santa resignación la voluntad divina del Padre; porque ambos vivían con el alma puesta en el cielo: ¿dónde pones tú los ojos?, ¿dónde pones tus amores?, ¿en el cielo o en la tierra?

Virgen castísima, madre del Cristo sufriente, alcánzame la gracia, te lo ruego, de convertir las amarguras de mi camino en esperanza y consuelo poniendo siempre la mirada de mi alma en las alturas de la eternidad.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

3ª Estación: Jesús cae por primera vez

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

  

Ya los miembros de Jesús

padeciendo cruel espasmo se quebrantan:

bajo el peso de la cruz

sus rodillas ya no aguantan

y sucumbe ante las penas que lo aplastan.

 

 Extenuado bajo el peso de la cruz sucumbe el frágil cuerpo del Mesías pues el cansancio lo abruma y ya sus miembros temblorosos no pueden sostenerlo más. Si Cristo cae no es por voluntad propia sino porque las fuerzas lo abandonan. Cae por mis culpas que son muchas, lo aplastan mis iniquidades.

¿Quién lo ayudará?, ¿los escribas?, ¿los fariseos?, ¿el pueblo?, ¿sus apóstoles?; pues nadie… cae solo y solo deberá levantarse.

Considera alma mía cómo tus caídas han desplomado al Salvador; la maldad de tus pecados ha hecho insoportable el peso de la cruz que por ti carga el Mesías. Observa en esa caída cuánto daño sufre Cristo: la cruz lo aplasta, se incrustan las espinas de su corona, sus rodillas quedan casi deshechas y reviven cruelmente sus dolores. Mira bien el fruto de tu egoísmo, de tu autoconfianza; ¿cuántas veces pretendiste triunfar sin invocar el nombre divino en la batalla?, y qué conseguiste: tan sólo heridas y derrotas que ahora sufre el Cordero inocente.

Levántate ya alma mía y haz la firme resolución de no confiar nunca más en tus fuerzas sino sólo en el auxilio divino que se alcanza únicamente con la fidelidad a la gracia.

Haz Señor, te suplico, que con tu gracia me levante prontamente de mis miserias y pueda cumplir con humildad aquellos propósitos que tantas veces te hice cayendo luego por mi egoísmo.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

2ª Estación: Jesús carga con su cruz

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

Abrazando con tesón

el madero de la cruz que cargará

ocultando su blasón,

manifiesta su perdón

y en ejemplo vivo se convertirá.

 

Oh mi buen Jesús, llega la hora de cargar sobre tus sacratísimos hombros mis innumerables pecados. Cuanto más pesadas son mis faltas tanto más se derrama tu misericordia sobre mí; ¿por qué cargas Tú mi sentencia?, ¿por qué padeces Tú mi castigo? Señor mío y Dios mío, ahora bien comprendo tus amores, ahora sé bien que te entregaste para concederme vida: misteriosamente eres la misma hostia y la patena que se ofrece al Padre. Todos te observan, pero nadie te ayuda; los hombres se mofan, los cielos se conmueven, mas tú perseveras sin la más mínima queja, abrazando la cruz que llaga lentamente tu santo cuerpo mientras sana nuestras heridas.

Considera alma mía lo que el Señor quiere enseñarte: el Divino Inocente puesto en tu lugar, asumiendo tus pecados y padeciendo silencioso aquel tormento ignominioso cuando tú te quejas de pequeñeces y palabras vanas. El Cordero de Dios carga tus culpas en su cruz y tú alegas por unas pocas astillas. Aprende junto con Él a recorrer la senda hacia el Calvario pues ella es la puerta estrecha que conduce al Reino de los cielos; la perla preciosa escondida en el lodo que hacia el final deslumbrará mostrando toda la hermosura que ahora esconden sus penas pero que dimana destellos de eternidad para quienes sepan apreciarla con los ojos de la fe.

Enséñame Señor a caminar este sendero emulando y asimilando tu paciencia, fortaleza, humildad y amor a la cruz, pero una cruz querida, aceptada y abrazada.

(Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Vía Crucis

 

1ª ESTACIÓN: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

 Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,

que por tu santa cruz redimiste al mundo

 

Jesús oye al furioso

pueblo que pide sentencia,

tan sereno y silencioso

cuan colmado de clemencia:

ya comienza, entre insolencias,

su camino tormentoso.

 

 Continúas, Jesús mío, aquel magnífico sermón viviente que comenzaste en Getsemaní. ¿No dices nada?, ¿no reprochas las falsas y perversas acusaciones?, ¿hasta dónde llega tu amor por los hombres? Oh Cordero de Dios, que aceptas silencioso la voluntad del Padre; que eres entregado por aquellos mismos que has venido a salvar; que oyes la sentencia inicua de los labios del pueblo elegido para recibir primero la redención; que viniste a liberar del pecado y a cambio recibes condena: ¿dónde están todos aquellos que sanaste?, ¿dónde fueron los que entre alabanzas te recibieron al entrar en Jerusalén?, ¿dónde están aquellos que te seguirían hasta la muerte?; han huido, se escondieron y te abandonaron.

Considera, alma mía, cuántas veces te has hecho partícipe de aquella  aberrante sentencia cada vez que en vez de gratitud devolviste males, cada vez que rechazaste la divina gracia y prefiriéndote a ti misma, a tus gustos y placeres, gritaste también con tus obras: ¡crucifícalo!, ¡que sea crucificado!

¿Qué mal ha hecho? Pregunta Pilato; ¿qué bien no ha hecho? Reprocha mi conciencia: todo lo ha hecho bien, nos responde la Escritura (Mc 7,37).

 Muéstrame, Señor mío, el camino por donde quieres que te siga, muéstrame en cada acción de mi vida la voluntad divina de tu Padre y concédeme la gracia de aceptarla gustoso como tú lo hiciste.

 (Padre Nuestro, Ave María o Gloria)

P. Jason Jorquera M.

Cuaresma, tiempo de conversión

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1984

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:

¡Cuantas veces hemos leído y escuchado el texto conmovedor del capítulo veinticinco del Evangelio según San Mateo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria…, dirá… Venid, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y me disteis de comer…»!

Sí, el Redentor del mundo comparte el hambre de todos los hombres, sus hermanos. Sufre con los que no pueden alimentar sus cuerpos: todas las poblaciones víctimas de la sequía o de las malas condiciones económicas, todas las familias perjudicadas por el paro o por la inseguridad del empleo. Y no obstante, nuestra tierra puede y debe alimentar a todos sus habitantes desde los niños de tierna edad hasta las personas ancianas, pasando por todas las categorías de trabajadores.

Cristo sufre igualmente con los que están legítimamente hambrientos de justicia y de respeto hacia su dignidad humana, con los que son defraudados en sus libertades fundamentales, con los que están abandonados o, peor aún, son explotados en su situación de pobreza.

Cristo sufre con los que aspiran a una paz equitativa y general, cuando ésta es destruida o amenazada por tantos conflictos y por un superarmamento demencial. ¿Es posible olvidar que el mundo está para construir y no para destruir?

En una palabra, Cristo sufre con todas las víctimas de la miseria material, moral y espiritual.

«Tuve hambre y me disteis de comer…; era forastero, y me acogisteis; enfermo y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Estas palabras serán dirigidas a cada uno de nosotros el día del Juicio. Pero desde ahora ya nos interpelan y nos juzgan.

Dar de lo nuestro superfluo e incluso de lo necesario no es siempre un impulso espontáneo de nuestra naturaleza. Por esta razón debemos abrir siempre los ojos fraternales sobre la persona y la vida de nuestros semejantes, estimular en nosotros mismos esta hambre y esta sed de compartir, de justicia, de paz, a fin de pasar realmente a las acciones que contribuyan a socorrer a las personas y poblaciones duramente probadas.

Queridos Hermanos y Hermanas: en este tiempo de Cuaresma del Año Jubilar de la Redención, convirtámonos una vez más, reconciliémonos más sinceramente con Dios y con nuestros hermanos. Este espíritu de penitencia, de compartimiento y de ayuno debe traducirse en gestos concretos, a los que vuestras Iglesias locales os invitarán ciertamente.

«Que cada uno haga según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni obligado, que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). Esta exhortación de San Pablo a los Corintios es de total actualidad. Ojalá podáis experimentar profundamente la alegría por el alimento compartido, por la hospitalidad ofrecida al forastero, por el socorro prestado a la promoción humana de los pobres, por el trabajo procurado a los parados, por el ejercicio honesto y valiente de vuestras responsabilidades cívicas y socioprofesionales, por la paz vivida en el santuario familiar y en todas vuestras relaciones humanas. Todo esto es el Amor de Dios al que debemos convertirnos. Amor inseparable del servicio, urgente tan a menudo, a nuestro prójimo. Deseemos, y merezcamos, escuchar de Cristo el último día, que en la medida en la que hayamos hecho el bien a uno de los más pequeños entre sus hermanos es a Él a quien lo hemos hecho.