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La Eucaristía, fuente de vida divina II/V

Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta oblación

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación. «Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes de El.

El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo como ella.

Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid, adoremos al Señor y postrémonos ante El… Porque El nos ha formado y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).

A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino. Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos, los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.

Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños, para testimonar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.

Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.

Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus… legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º Domingo después de Pentecostés].

De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote. Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico, había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crimenes delante de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.

Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).

Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo, considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano; siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí… Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El las iniquidades de todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).

De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).

“Hacer el bien y evitar el mal”

La conciencia moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº1776-1794

“En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).

El dictamen de la conciencia

Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.

La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

«Retorna a tu conciencia, interrógala. […] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9).

La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

«Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 19-20).

El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

La formación de la conciencia

Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.

La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).

Decidir en conciencia

Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.

En todos los casos son aplicables algunas reglas:

— Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.

—La “regla de oro”: “Todo […] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf  Lc 6, 31; Tb 4, 15).

— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia…, pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno es […] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rm 14, 21).

El juicio erróneo

La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.

El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).

«Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad» (GS 16).

La Eucaristía, fuente de vida divina I/V

La Eucaristía considerada como sacrificio; trascendencia del sacerdocio de Cristo

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es «un verdadero sacrificio», que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como «un verdadero sacrificio» (Sess 22, can.1). En «ese divino sacrificio», que se realiza en la Misa, se inmola de una manera incruenta el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz es ofrecido ahora por ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste únicamente en el modo de ofrecerse e inmolarse (ib. cap.2).
El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante de dónde proviene el valor de la inmolación de la Cruz. El valor de un sacrificio depende de la dignidad del pontífice y de la calidad de la víctima por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos.- En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo es única: consiste en la gracia de unión que, en el momento de la Encarnación, une a la persona del Verbo la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es «Cristo», que significa «ungido» no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino ungido por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el Salmista, «como aceite delicioso»; «Has amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso te ungió el Señor, tu Dios, anteponiéndote a tus compañeros, con aceite de alegría» (Sal 44,8).
Jesucristo es «ungido», consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión. Y de esta suerte quien le constituye pontifice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: «Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontifice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): «Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy», le llamó para constituirle sacerdote del Altísimo» (Heb 5,5; +6, y 7,1).
De ahí, pues, que, por ser el Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre Eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: «El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109,4). ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? -Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble: «Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio eterno porque El permanece siempre» (Heb 7,3).
Y ese sacerdocio es según «el orden», es decir, la semejanza «del de Melquisedec». San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento, que representa, por su nombre y por su ofrenda de pan y vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedec significa «Rey de justicia», y la Sagrada Escritura nos dice que era «Rey de Salem» (Gén 14,18; Heb 7,1), que quiere decir «Rey de paz». Jesucristo es Rey; El afirmó, en el momento de su Pasión, ante Pilato, su realeza: «Tú lo has dicho» (Jn 18,37). Es rey de justicia porque cumplirá toda justicia. Es rey de paz (Is 9,6) y vino para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, pactaron, con un beso, su alianza (Sal 84,11).
Lo veis bien: Jesús, Hijo de Dios desde el momento de su Encarnación, es por esta razón el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia. Así, pues, su sacrificio posee, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito.

Un trato de amistad

Sobre el trato social de cada día

Extracto del capítulo diez del libro “Humanismo Social” escrito por el Padre Hurtado.

La gran escuela del sentido social, de la justicia, de la caridad, es la práctica y ninguna práctica es más provechosa que el trato social de cada día. Más que toneladas de consejos sobre la necesidad del espíritu social, vale una hora de acción social.

La práctica más frecuente del espíritu social es el trato continuo con aquellos con quienes debemos normalmente alternar en el colegio, o universidad, o en el trabajo, o en la vida de negocios, apostolado, diversiones, etcétera. El mejor “test” del sentido social de una persona es el trato cotidiano con sus compañeros de labor.

En este trato de cada día hay que estimular ciertas aptitudes y refrenar otras. ¿Qué hay que estimular?

Antes que nada el interés por los demás

¡Sal de ti mismo, por favor! Deja de seguir pensando perpetuamente en ti. Hubo hace años un juego: el Yo-Yo… y muchos parecen haber guardado el juguete intacto y lo usan en el día y en la noche, en la niñez y en la juventud, en la edad adulta y aún dicen algunos que hasta un cuarto de hora después de su muerte. En las conversaciones que sostiene la palabra que sale más veces de su boca es la palabra Yo; siempre Yo, Yo. Tenemos la tendencia innata de referirlo todo a nosotros. Si se nos muestra una fotografía, ¿cuál es el primer personaje que tratamos de descubrir? ¿Verdad que ante su importancia se eclipsan todos los demás? ¿He pensado alguna vez lo que ocurrirá a mi muerte? ¿No es cierto que pude ver mi entierro, leer los artículos de la prensa que comentaba mi sensible deceso?

¡Somos inmensamente egoístas! Tendemos siempre a flotar, como el corcho, y a ponernos en toda oportunidad en el primer lugar. Este yoismo ha de ser atacado a fondo si queremos obtener un trato de amistad, una conducta verdaderamente social.

Si únicamente nos preocupamos de interesar a los demás con nuestras cosas, nunca tendremos un trato social. ¿Por qué habrían de interesarse los otros en mí y en mis cosas, si yo no me intereso en ellos?

Ponerse en el punto de vista ajeno

“Póngase usted en mi punto de vista”, es mi súplica frecuente. Pero, ¿me pongo yo en el punto de vista de los demás? Al criticar una conducta que me ofende, que daña mis intereses, que me parece incomprensiva, ¿me he puesto en el punto de vista del criticado? ¿Qué razones puede él tener para obrar así? ¿Cómo justificaría él su actitud?

La reflexión sincera del punto de vista ajeno helará muchas críticas en mis labios; me mostrará mis limitaciones y mis errores; hará crecer mi estima por los otros y hasta mi veneración por aquellos que yo había despreciado por ligereza.

Estimar a los demás

Cuando no hay estimación de algo o de alguien, la obra o el trato se hace imposible. Como decía un hombre de experiencia: “Es imposible tener éxito en una empresa a menos de trabajar en ella con alegría”. Otro expresaba la misma idea, diciendo: “He conocido hombres que tienen éxito en su trabajo mientras se entregan a él con optimismo; comienzan a decaer cuando su trabajo comienza a ser para ellos, solamente su trabajo; si el entusiasmo y la alegría llegan a desaparecer, el fracaso llegará fatalmente”.

Uno ha de estar a gusto con los demás, si quiere que los demás estén a gusto con uno. Si uno se aburre con ellos ¿es de extrañarse que ellos se fastidien con uno?

Los mismos compañeros en las mismas circunstancias me parecen muy distintos según mi estado de ánimo al acercarme a ellos, y no es raro que mi estado de ánimo influya en ellos y contribuya a dar un determinado colorido a su reacción.

Un profesor que examine sus éxitos y fracasos escolares podrá ver que uno de los factores que más influencian la actitud de la clase para con él, es su actitud interior para con la clase.

Si uno no estima a los alumnos, si desespera de su aprovechamiento, si desconfía de su talento o de la generosidad de su espíritu, no podrá -aunque quiera- expandir sus propias cualidades. Su genio parecerá trabado, su clase no tendrá brillo; no habrá alegría en su expresión ni en la exposición de sus temas. Estará predispuesto a notar las deficiencias de sus alumnos, el menor ruido y movimiento lo notará e interpretará mal, se volverá irascible, se enojará de hecho, comenzará a castigar. Una oposición sorda se irá formando, una tensión de espíritu lo hará insoportable para sus alumnos, y, alumnos y profesor sentirán el peso de muerte de esa clase, se romperán los vínculos de sus espíritus; la influencia educadora se habrá perdido.

Y cuando los alumnos, por una u otra causa -a veces por la malevolencia de un compañero- llegan a perder la estima del profesor, no estarán dispuestos a recibir lo que venga de él, discutirán interiormente sus observaciones, se cerrarán a su influencia.

¿Qué ha faltado entonces? La mutua estimación. Por eso poniéndonos principalmente en el punto de vista del profesor pensamos que la primera actitud que requiere un educador que quiere ser algo más que un simple explicador de lecciones, es un sano, franco y generoso optimismo. Ha de tener una predisposición y ha de cultivarla, a confiar en la riqueza y bondad de alma de sus alumnos.

Esos profesores “realistas”, “llenos de experiencia”, “desengañados de la vida”, a quienes “nadie les cuenta un cuento”, pueden retirarse de la educación; quizás su puesto estará con éxito en la dirección de investigaciones; su “experiencia” será muy útil para descubrir a los culpables, pero no para reformarlos.

Todos los grandes apóstoles han sido grandes optimistas, que a pesar de conocer la naturaleza humana, han esperado de ella. El primero en obrar así fue Jesucristo. Nadie conoció como El “lo que hay en el hombre”, y nadie se atrevió tampoco a esperar tanto de él, ya que confió su obra, su Iglesia, sus sacramentos, su perdón, a la generosidad de los hombres.

Si el marido que se queja amargamente de su esposa, que vive con la obsesión de su falta de comprensión, de su mal carácter, se propusiera cerrar por unos días ese capítulo y abriera el de sus cualidades, desenterraría una a una esas piedrecitas preciosas que ciertamente están escondidas en ella, como diamantes bajo el carbón (si no existieran esas cualidades ¿cómo se casó?). Si procediera así, la llama del amor a punto de extinguirse, cobraría nuevamente su vigor.

¡Cuántos descubrimientos podemos hacer de personas que nos rodean desde hace años pasando inadvertidas, o aun molestándonos con sus pequeñeces sin haber reparado en sus cualidades.

Aprender a conversar

No es fácil conversar. Lo más difícil está, no en hablar, sino en callar. El que se interesa en sí, quiere oír su voz.

En la conversación, se busca frecuentemente un desahogo, aún bajo el pretexto de una consulta. Un político, en un momento dificilísimo de su gobierno, rogó a un amigo se tomara la molestia de hacer un viaje, pues deseaba consultarlo. En la entrevista sólo habló el político durante varias horas: le expuso su problema, los pro y contras de su actitud, las resistencias que encontraba. El amigo escuchaba y al fin, el político sin haberle pedido su opinión ni una sola vez, le agradece su visita que le ha sido tan inmensamente provechosa. ¿Lo consultó? No. Más que consejos lo que necesitaba era un desahogo.

Una señora va a ver al médico, le expone su enfermedad, le dice lo que necesita, el remedio que va a tomar. El médico escucha y por toda respuesta le dice: “Muy bien colega”. ¿Para qué lo necesitaba a él? ¡Para que la oyera!

Cuántas veces vamos al director espiritual, o al consejero, no tanto para oír como para hablar. El que sabe escuchar tiene un gran camino asegurado y a la larga es el que domina. A veces uno se maravilla de encontrar amistades, en las cuales la influencia real pertenece a aquel que aparentemente tiene menos brillo, pero si más paciencia para escuchar.

Desde pequeños deben aprender los niños a no interrumpir, a escuchar con respeto no sólo exterior, sino interior, procurando comprender y asimilar. Interrumpir equivale a decir: su opinión no me interesa: ya ha hablado usted demasiado, escúcheme a mí que tengo algo más interesante que decir. Interrumpir denota una intoxicación del egoísmo.

“El que habla sólo de sí, piensa sólo en sí y el que piensa sólo en sí es horriblemente mal educado por más instruido que sea”.

No dogmatizar

Frases como éstas se oyen con tanta frecuencia: “voy a probarle que esto es así…”; “yo se lo demostraré…” Levantan oposición desde el primer momento, equivalen a un reto y la amistad no vive de retos.

En cambio, si uno siente modestamente de sí, expresará también con modestia sus opiniones. Con tacto, con delicadeza puede decir: Quizás me equivoque… pero… ¿No piensa usted que…? Como creo haberle oído alguna vez… Tal vez podríamos enfocar este problema desde este punto de vista… Las cosas discutidas han de ser enseñadas como si se tratara de recordarlas. A quien no lo pide no le gusta ser enseñado. Al confundir la sinceridad con la rudeza se incurre en error que dificulta el trato amistoso. Sinceros siempre; jamás aceptar lo que no puede ser aceptado, pero expresarlo con modestia, con respeto a las opiniones ajenas, con temor de no haber considerado suficientemente el propio punto de vista. Excepto en aquellas verdades en que una certeza superior, como la fe, me ilumine, hemos de saber desconfiar; y aún en las verdades de la fe cabe el ser respetuosos y humildes al exponerlas.

¡Cómo aleja a los que no creen, el ver tratadas sus doctrinas de “infaustos horrores”, de “mentiras”, de “absurdos crasos”! No se puede ceder ni un punto de doctrina cuando ésta está en juego, pero siempre se puede guardar la caridad y la humildad en la exposición.

Sobre el anuncio de la Navidad

Sermones de Navidad

San Bernardo de Claraval

 

CAPÍTULO 1

Acabamos de oír un mensaje rebosante de alegría y digno de todo aprecio : Cristo Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de judá. El anuncio me estremece, mi espíritu se enciende en mi interior y se apresura, como siempre, a comunicaros esta alegría y este júbilo. Jesús, el Salvador, ¿hay algo tan imprescindible a los perdidos, tan deseable para los miserables  y  tan conveniente para los  desesperados?  ¿De  qué otra parte puede venimos la salvación o la más ligera esperanza de salvarse de la ley del pecado, del cuerpo mortal, del agobio de cada día y de este mundo de dolor, si no nos naciera esta realidad nueva e insospechada?

Seguramente que deseas a salvación, pero temes la crudeza del tratamiento, consciente como eres de tu sensibilidad y de tu enfermedad. No te preocupes. Cristo es muy delicado, compasivo y rico en misericordia, ungido con perfume de fiesta en favor de los que están con él. Y si no recae sobre ellos la totalidad de la unción, al menos participan. Si te han dicho que el Salvador es delicado, no pienses por ello que sea ineficaz, pues se dice también que es Hijo de Dios. Como es el Padre, es también el Hijo, que tiene el querer y el poder.

Si estás ya informado sobre la conveniencia de la salvación y sobre la alegría de la unción, no puedo comprender el motivo de tus cavilaciones y  te supongo,  incluso, ansioso en torno a su decencia. Te alegras de que se te acerque el Salvador, sobre todo postrado como estás en tu catre, paralítico o, mejor quizá, medio muerto, y a la vera del camino entre Jerusalén y Jericó. Alégrate, al contrario, de que no sea un médico intransigente ni te recete medicamentos revulsivos. Lo hace así para que la breve convalecencia no te parezca más insoportable que la interminable enfermedad. Así se explica que sigan pereciendo tantos por rechazar al médico. Conocéis a Jesús pero ignoráis a Cristo. Calibráis con apreciaciones humanas el fastidio embargante del remedio por el número y gravedad de las dolencias.

CAPÍTULO 2

Estás seguro en lo que atañe al Salvador   sabes que Cristo para curar no emplea el bisturí, sino el perfume. Y que tampoco le gusta cauterizar, sino ungir. Pero se me ocurre que quizá puede existir otro motivo que influya en alguna inteligencia ingenua: pensar -Dios no o permita- que el Salvador no es una persona suficientemente idónea. Creo que no eres tan ambicioso, ni ávido de gloria, o receloso de tu honor como para rehusar una gracia parecida que pudiera hacerte cualquiera de tus semejantes. Y tu rechazo sería aún menor si recibieras este favor de mano de un ángel, arcángel o alguno de los espíritus bienaventurados.

Por lo tanto, con tanta mayor confianza debes recibir a este Salvador cuanto más extraordinario es el nombre que se le ha dado: Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Fíjate cómo recomendó abiertamente el ángel estos tres aspectos cuando anunció la gran alegría a los pastores. Escuchad : Os ha nacido hoy un Salvador, Cristo, el Señor. Alborocémonos, hermanos, en este nacimiento y felicitémonos siempre en él. Está tan enriquecido con el beneficio de la salvación, la suavidad de la unción y la majestad del Hijo de Dios, que no echamos en falta nada, ni de útil, ni de alegre, ni de conveniente. Alegrémonos, repito, meditando y comunicándonos mutuamente esta agradable palabra y dulce expresión : Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá.

CAPÍTULO 3

Y que ningún displicente, ingrato o descreído me replique: “Eso no es ninguna novedad; es un mensaje y una hazaña muy antiguos. Ya es viejo el nacimiento de Cristo”. Sí, le respondo yo, es viejo y más que viejo. Y nadie se extrañe de esto; el profeta lo dijo con otras palabras: Desde siempre y por siempre.

El nacimiento de Cristo precedió a nuestro tiempo histórico e incluso al tiempo de la creación. Su nacimiento está envuelto en un manto de oscuridad y habita en una luz inaccesible: se esconde en el corazón del Padre, en el monte encubierto de niebla. Mas para darse a conocer de alguna manera nació. Se hizo historia. Nació hombre, haciéndose Palabra-carne. No nos extraña la noticia que hoy nos comunica la Iglesia: Ha nacido el Mesías, el Hijo de Dios. Hace ya muchos siglos que se viene diciendo lo mismo. Un Niño os ha nacido. Es un mensaje muy viejo que nunca hastió a ningún santo. Porque Jesús, el Cristo, es el mismo hoy que ayer,  será el mismo siempre. Por eso, el primer hombre, padre  e todos los que viven, confesó aquel gran misterio, que más tarde, y de forma más clara, declaró Pablo refiriéndose a Cristo y a la Iglesia: Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.

                            CAPÍTULO 4

Del mismo modo, Abrahán, padre de todos los que creen, se alegró al ver este día; gozó lo indecible al verlo. Abrahán previó que de su mismo muslo habría de nacer el Señor de los cielos, en aquella ocasión en la que su criado obedeciendo a la orden de poner la mano bajo el muslo del amo, juró a su señor por el Dios del cielo. Y el mismo Dios comunicó esta confidencia íntima a un hombre, amigo, bajo fórmula juramental que nunca retractará: A uno de tu linaje pondré sobre tu trono.

Por eso, según el mensaje del ángel, nace en Belén de Judá, ciudad de David, como cumplimiento a la veracidad de Dios en las promesas hechas a los padres. Esto mismo, en múltiples ocasiones y de muchas maneras, se reveló a nuestros padres y a los profetas. No suceda nunca que cuantos aman a Dios adopten ni una sola vez actitudes desidiosas ante estos misterios. No era negligente aquel que imploraba: Por favor, Señor envía al que tengas que enviar: No se mostraba escéptico el que exclamaba: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! Y otras expresiones parecidas.

Más tarde, los santos apóstoles lo vieron y oyeron; sus manos palparon a la Palabra, que es vida; y ella les interpelaba de forma muy concreta: ;Dichosos los oJos que ven lo que vosotros veis! En fin, esto mismo se ha venido conservando también para nosotros, creyentes, y se ha mantenido en el tesoro de la fe. Lo atestigua el mismo Señor: Dichosos los que tienen fe sin haber visto. Nuestra suerte estriba en esta palabra de vida, que no se puede menospreciar. Ella nos da la vida. En ella se vence al mundo, pues el justo vive de la fe. Y ésta es la victoria que la derrota o al mundo: nuestra fe. La fe es como un muestrario de la eternidad; recoge al mismo tiempo lo pasado, el presente y lo por venir en un seno inmenso. Lo dirige, conserva y abarca todo.

CAPÍTULO 5

Con razón, pues, impulsados por vuestra fe, cuando os llegó este mensaje, saltasteis de gozo, disteis gracias, os echasteis por tierra en adoración, apresurándoos a cobijaros como a la sombra de sus alas y esperar al calor de sus plumas. Todos vuestros corazones, nada más oír que nacía el Salvador, gritaban rebosantes de júbilo: Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Más aún, os identificabais con las palabras del profeta: Descansa sólo en Dios, alma mía.

Desgraciado aquel que hace una postración fingida, abatiendo su cuerpo con un corazón rígido. Pues hay una humillación gue resulta detestable: la de aquel que acaricia en su corazón el engaño. Ese hombre hace caso omiso de sus carencias no siente sus molestias, no le importan los peligros, acude sin devoción a los remedios de la salvación que nace, no se somete a Dios con amor y canta con frialdad: Señor, tú has sido nuestro refugio. Su adoración no es atendida, porque su gesto de postración no es sincero. A menor humillación, menor victoria e incluso menos fe viva.

¿Por qué se dice: Dichosos los que tienen fe sin haber visto? Da la impresión que la fe es, en cierto modo, visión. Fíjate bien en las referencias de tiempo y de persona. Se alude a un recalcitrante que exigía la visión para creer. No es lo mismo ver y luego creer que ver creyendo. Por otra parte, ¿cómo se explica que Abrahán, vuestro padre, viera en cierto modo, este día del Señor sino creyendo?

Ahora comprendemos lo que vamos a cantar durante esta noche: Santificaos hoy y esta  preparados, que mañana veréis la majestad de Dios en medio de vosotros. Se trata de una visión espiritual, de una piadosa representación y de venerar con una fe sin fingimientos el gran misterio que se manifestó romo hombre, gue lo rehabilitó el espíritu, se apareció a los ángeles, se proclamó a las naciones, se le dio fe en el mundo y fue elevado a la gloria.

CAPÍTULO 6

Es algo siempre nuevo, algo que renueva continuamente nuestro espíritu. No imaginemos jamás vetustez alguna en aquello que no cesa de dar fruto, que no se marchita nunca. Este es el Santo, al que nunca se le permitirá conocer la corrupción. Es el hombre nuevo que, incapaz de aguantar rastro alguno de decrepitud, infunde la autentica vitalidad nueva en aquellos huesos ya consumidos. Por eso, si prestáis atención, resulta muy consecuente este mensaje de una noticia tan venturosa. No se dice que ha nacido, sino que nace Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, en Belén de judá.

Y así como, en cierto modo, se inmola aún cada día siempre que anunciamos su muerte, de la misma manera parece nacer cuando vivimos con fe su nacimiento. Mañana veremos la majestad de Dios; pero no en Dios, sino en nosotros. La majestad de Dios, en a humildad; la fuerza, en la debilidad; Dios, en el hombre. Porque él es Emmanuel, que significa Dios con nosotros. Escucha, no obstante, algo más claro: La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y desde entonces y siempre contemplamos su gloria, pero la gloria del Hijo Unico del Padre. Le contemplamos lleno de gracia y de verdad. No es la gloria del poderío y de la luz; es la gloria del amor del Padre, la gloria de la gracia. A ella se refiere el Apóstol cuando dice: Para alabanza de su gracia gloriosa.

CAPÍTULO 7

Nace. Pero ¿dónde crees que nace? En Belén de Judá. No conviene que olvidemos Belén. Vayamos derechos a Belén, dicen los pastores. No pasemos de largo. ¿Qué importa que sea una aldea, e incluso lo más insignificante de toda Judea? No repara en este detalle aquel que siendo rico se hizo pobre por nosotros, que siendo Señor grande y muy digno de alabanza, se hizo niño por nosotros. Entonces estaba ya diciendo: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Y: Si no cambiáis y os hacéis como este niño, no entraréis en el Reino de los cielos. Por eso eligió un establo y un pesebre, casa de adobes y refugio de animales. Así sabrás que alza de la basura al pobre y socorre a hombres y animales.

CAPÍTULO 8

 ¡Ojalá seamos también nosotros ese Belén de Judá, para que nazca en nosotros y podamos oír: Porque respetáis a Dios, os alumbrará el sol de justicia! Probablemente, es lo mismo que recordábamos antes. Necesitamos un entrenamiento y una santificación previas para ver la majestad del Señor. Porque, según el profeta Judá fue santificación de Dios, ya que es también casa de pan. Belén significa eso; quizá por este motivo se alude a la preparación. ¿De qué forma puede disponerse a acoger un huésped tan notable quien anda diciendo que no tiene pan en casa? Pensad en aquel individuo que, carente de vituallas, se vio en la necesidad de golpear la puerta de su amigo en plena noche e importunarle: Acaba de llegar un amigo mío y no tengo qué ofrecerle. Su corazón confía en el Señor, dice el profeta, refiriéndose, sin duda, al justo; su corazón se siente seguro, no vacilará. El corazón que no se siente seguro es porque no está dispuesto. Además, sabemos, según el mismo profeta, que el pan conforta el corazón del hombre. Por tanto, no se encuentra dispuesto su corazón, está seco, lánguido, porque se olvidó de comer su pan.

Un corazón dispuesto, no ansioso, se dispone a observar los preceptos de vida y, olvidando lo que queda atrás, se lanza a lo que está delante. Ahí ves cómo debes evitar ciertos olvidos y cuánto debes desear otros, pues toda la tribu de Manasés no atravesó el Jordán, ni todos los que pasaron tuvieron una casa. Hay quien se olvida del Señor, su creador, y hay quien le tiene siempre presente, olvidando a su pueblo y la casa paterna. Aquel se olvida de las cosas de arriba; éste, en cambio, de las cosas de la tierra; uno se olvida de lo presente; otro, de lo venidero; éste, de lo visible; aquél, de lo invisible. En fin hay quien se olvida de sus asuntos, y otros, de los asuntos de Jesucristo.

Tanto unos como otros son Manasés, olvidadizos ambos; pero mientras éste se olvida de Jerusalén, aquél de Babilonia. Dispuesto está el que se olvida de los impedimentos; pero el que echa en olvido lo que conviene -y no se debe olvidarse encuentra totalmente indispuesto para contemplar en sí mismo la majestad del Señor. No es, por tanto, casa de pan en donde puede nacer el Salvador; tampoco es Manasés, a quien se aparece el que guía a Israel y tiene su trono sobre querubines. Pues dice: Resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés. A mi parecer, estos tres son quienes se salvan. A ellos, otro profeta los llamó Noé, Daniel y Job, representados en aquellos tres pastores a los que anunció el ángel la venturosa noticia del nacimiento del “Angel, Maravilla de Consejero”.

CAPÍTULO 9

Observa si tal vez no son éstos los tres magos que vienen de Oriente y de Occidente para sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob. Incluso no parece desatinado aplicar la ofrenda del incienso a Efraín, que significa fruto, pues la ofrenda del incienso de suave fragancia corresponde a quienes Dios destinó a ponerse en camino y a dar fruto. Me reFiero a los prelados de la Iglesia, pues Benjamín, el hijo de la derecha, debe hacer la ofrenda de  oro, esto es, de los bienes de este mundo, a fin de que el pueblo creyente, situado en la parte derecha, pueda oír al juez: Tuve hambre, y me diste de comer, y lo que sigue.

Manasés, para merecer que se le manifieste el Señor, tendrá que presentar la mirra de la renuncia. A mi entender, esto atañe muy en concreto a nuestra profesión. Insinúo estas cosas para que no formemos parte de las tribus de Manasés, que se quedaron a la otra orilla del Jordán. Olvidemos, pues, lo que queda atrás y lancémonos a lo que está delante.

CAPÍTULO 10

Ahora volvamos a Belén para ver lo que ha hecho y nos ha mostrado el Señor. Belén es casa de pan; ya lo hemos dicho. Nos encontramos bien allí. Donde esté la Palabra del Señor no faltará el pan que conforta el corazón. Lo dice el profeta: Afiánzame con tus palabras. El hombre vive en la palabra que pronuncia Dios por su boca; el hombre vive en Cristo, y Cristo en él. Allí nace, allí se muestra. No le agrada el corazón perplejo o vacilante. Descansa en él estable e intrépido. Si alguien se queja, duda o zozobra; si alguien intenta revolcarse en el fango o volver a su propio vómito, desertar de sus promesas, cambiar su propósito, ese tal no es de Belén, no es de la casa de pan.

Sólo un hambre, y un hambre intensa, obliga a bajar a Egipto, a cebar cerdos, y apetecer algarrobas. Es que se encuentra lejos de la casa de pan, de la morada paterna, donde los mismos criados disfrutan de pan abundante. Cristo no nace en el corazón de estos tales, porque les falta la fortaleza de la fe, el pan de la vida. La Escritura afirma que el justo vive por la fe; es decir, la verdadera vida del alma que es el Señor sólo la poseemos ahora en nuestros corazones por la fe. De otro modo, ¿cómo va a nacer Cristo, cómo va a despumar la salvación en él, siendo cierta la sentencia que sostiene que quien persevere hasta el final se salvará? Cristo no puede encontrarse en él.

Para todos éstos no tiene sentido aquello de el Consagrado os confirió una unción, porque se han secado sus corazones al olvidarse de comer su pan. Tampoco pertenecen al Hijo de Dios, pues el Espíritu del Señor descansa sobre el pacífico y el humilde y sobre el que se estremece a sus palabras. Además, no puede haber concordia alguna entre la eternidad y tanto cambio, entre el que es y el que nunca puede quedar en un mismo sitio. Y aunque estemos firmes, aunque nos sintamos robustos en la fe, aunque nos veamos dispuestos, con pan en abundancia, porque nos lo da aquel a quien suplicamos siempre: Danos hoy nuestro pan de cada día, tenemos que añadir lo que sigue: Perdónanos nuestras ofensas. Pues, si afirmamos no tener pecado, nos engañamos y no llevamos dentro la verdad. Porque la Verdad misma, Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, no nace simplemente en Belén, sino en Belén de judá.

CAPÍTULO 11

Entremos a la presencia del Señor como pecadores, para que, santificados y dispuestos, seamos también nosotros Belén de Judá, y de este modo nos hagamos merecedores de contemplar al Señor que nace en nosotros.

Si algún alma progresara tanto, cuestión que nos concierne sobremanera, y llega a ser una virgen fecunda, una estrella del mar, una llena de gracia, en posesión del Espíritu Santo que se vuelca sobre ella, estimo que no sólo quiere nacer en ella, sino también de ella. Que nadie piense atribuirse esto a sí mismo, sino sólo aquellos a quienes el mismo Señor señala, diciendo: Ved a mi madre y a mis hermanos. Escucha ahora a uno de éstos: Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros. Si parecía nacer Cristo en ellos cuando se estaba formando en ellos, ¿cómo no se va a suponer que también nace en aquel que en cierto modo le estaba dando a luz en ellos?

RESUMEN

Jesús ha nacido en Belén de Judá. No debemos temer la crudeza del tratamiento que supone su venida. Él tiene el querer y el poder. No es un médico intransigente ni receta medicamentos revulsivos. No emplea el bisturí sino el perfume. No cauteriza sino que unge.

 El Ángel anunció que ha nacido el Salvador, el Cristo y el Señor. No es un mensaje viejo. En realidad ocurre desde siempre y por siempre. Su nacimiento precedió a nuestro tiempo histórico y se hizo Palabra-carne.

San Pablo, refiriéndose a la Iglesia afirmó que “dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.

 Dios le prometió a Abraham que “a uno de tu linaje pondré sobre tu trono”.

 El justo vive de la fe y la fe es como un muestrario de la eternidad: recoge, al mismo tiempo, el pasado, el presente y lo por venir en un seno inmenso. Lo dirige, conserva y abarca todo. Desgraciado aquel que hace una postración fingida: a menor humillación menor victoria e incluso menor fe viva. No es lo mismo ver y luego creer que ver creyendo.

 El nacimiento de Cristo es siempre nuevo. No se dice que ha nacido, sino que nace Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, en Belén de Judá. Nace y se inmola constantemente. Mañana veremos la majestad de Dios pero no en Dios sino en nosotros.

 Nació pobre pudiendo ser rico y si no cambiáis y os hacéis como este niño no entraréis en el Reino de los Cielos. Alza de la basura al pobre y socorre a hombres y animales.

 Ojalá seamos todos Belén de Judá que es también “casa del pan”. Necesitamos que nuestro corazón esté lleno de ese pan para recibir a Cristo. Debemos olvidar lo antiguo y pensar en lo venidero en invisible.

 Los tres magos de oriente pueden tener un significado peculiar:

-Efraín (que significa fruto) trae el incienso y puede representar a los prelados de la iglesia.

-Benjamín (que significa oro) los bienes de este mundo que se ofrecen   al Salvador.

-Manasés es la mirra de la renuncia: las tribus que se quedaron en la otra orilla del Jordán.

 Los que dudan o se revuelcan con el fango no son de Belén. Si creemos que estamos libres de pecados nos engañamos. Nadie puede carecer de pecados salvo aquellos a los que el Señor señala pues todos sufrimos “dolores de parto” hasta que Cristo se forma en nosotros.

La mansedumbre, una virtud que conquista…

“Aprended de mí, que soy manso

y humilde de corazón”

(Jesucristo)

P. Jason Jorquera M.

    

The Children with the ShellFrancisco de Zurbaran

“El monje magnánimo es una fuente tranquila, una bebida agradable ofrecida a todos, mientras la mente del iracundo se ve continuamente agitada y no dará agua al sediento y, si se la da, será turbia y nociva; los ojos del animoso están descompuestos e inyectados de sangre y anuncian un corazón en conflicto. El rostro del magnánimo muestra cordura y los ojos benignos están vueltos hacia abajo”. (Evagrio Póntico)

     Santo Tomás cita a Aristóteles (Ética, libro IV) para decir que la mansedumbre es la virtud que modera la ira. En seguida la distingue de la clemencia, que es la benevolencia del superior para con el inferior al momento de imponer el justo castigo; “pero la mansedumbre no sólo es propia del superior para con el inferior, sino de un hombre para con otro indistintamente. Luego la mansedumbre y la clemencia no son exactamente lo mismo”[1].

     Es esencial a las virtudes morales la sujeción del apetito respecto de la razón, como escribe el Filósofo en I Ethic. […] En cuanto a la mansedumbre, modera la ira […] en conformidad con la recta razón, como se dice en IV Ethic. . Es, pues, evidente que tanto la clemencia como la mansedumbre son virtudes[2].

Naturaleza y objeto de la mansedumbre

     «La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón. Su materia propia es, por tanto, la pasión interna de la ira; la rectifica y modera de modo tal que no se levante sino cuando sea necesario y en la medida en que sea necesario; se dice, así, que modera “el apetito de venganza” pues se ocupa de las pasiones íntimas que se rebelan contra la injuria y postulan venganza. Esto puede resultar difícil de comprender si tomamos el término “venganza” en sentido vulgar, que ha devenido peyorativo en nuestro tiempo; debemos comprenderla en el sentido clásico de “castigo”. No todo castigo es malo; hay castigos justos e injustos, y la pasión que surge en el apetito sensible irascible ante un mal presente y vencible es de suyo indiferente, pues puede dar origen tanto a un movimiento justo como a uno injusto; es la razón la que debe regular la correcta reacción frente a los males que nos amenazan. La mansedumbre se encarga de hacer esto virtuosamente y tiene gran importancia en la vida moral y especialmente en la vida cristiana pues Jesucristo mandó imitar su propia mansedumbre (cf. Mt 11,29).

Como acabamos de indicar reside en el apetito irascible, como la ira que debe moderar»[3].

     Es importante señalar que la mansedumbre o dulzura es enumerada entre las bienaventuranzas en Mt 5,4 y entre los frutos en Gál 5,23. Recordemos que las bienaventuranzas son actos de virtudes, mientras que los frutos son gozo en los actos de virtud. Por eso –dice santo Tomás- no hay inconveniente en considerar a la mansedumbre como virtud, como bienaventuranza y como fruto.

A continuación la consideraremos, en consecuencia, como verdadera y, por lo tanto, noble virtud.

Parte integral de la templanza

     «Asignamos partes a las virtudes principales en cuanto que las imitan en materias secundarias, principalmente en cuanto al modo de obrar, que es lo más característico de la virtud y lo que le da nombre. Así, el modo y el nombre de justicia designan cierta igualdad; el de la fortaleza, firmeza; la templanza, freno, en cuanto que frena las concupiscencias sumamente fuertes de los deleites del tacto. Por su parte, la clemencia y la mansedumbre designan también cierto freno en el obrar, ya que la clemencia disminuye las penas y la mansedumbre reprime la ira, como ya dijimos […]. Por eso ambas se relacionan con la templanza como virtud principal, es decir, son partes suyas»[4].

Excelencia de esta virtud

     «Un hombre afable, no solamente es manso y humilde para sí mismo, sino también agradable y útil para los otros; pero el hombre colérico, es malo para sí y pernicioso para los demás: porque no hay cosa más desagradable, penosa y molesta para todo el mundo, que una persona fácil a la ira; por el contrario, nada agrada tanto como un hombre que jamás se enoja»[5].

     «Bienaventurados los mansos porque ellos en la guerra de este mundo están amparados del demonio y los golpes de las persecuciones del mundo. Son como vasos de vidrio cubiertos de paja o heno, y que así no se quiebran al recibir golpes. La mansedumbre les es como escudo muy fuerte en que se estrellan y rompen los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con vestidura de algodón muy suave que les defiende sin molestar a nadie»[6]; «… pero el que es duro y soberbio, sujeto a la ira, es detestable a los ojos de Dios, ya tiene por alimento una porción de la amargura de los demonios, por vino la hiel de los dragones y por refresco el mortal veneno de los áspides»[7] ; en cambio «(A quien es paciente) nada puede apartarlo del amor de Dios, ni tiene necesidad de tranquilizar su ánimo, porque está persuadido de que todo es para bien; no se irrita, ni hay nada que le mueva a la ira, porque siempre ama a Dios, y a esto sólo atiende»[8].

     Respondiendo a las objeciones acerca de si la clemencia y la mansedumbre son las virtudes más excelentes, santo Tomás afirma que no, puesto que la principal es, obviamente, la caridad, y en cuanto a la naturaleza de la mansedumbre (y la clemencia, que trata juntas) tampoco pueden ser las virtudes más perfectas puesto que son parte integral de la templanza; sin embargo, en las respuestas a estas objeciones aclara de manera muy concisa la excelencia propia de estas virtudes como las demás en cuanto se ordenan al perfeccionamiento (santificación) del hombre y, en consecuencia, se vuelven sumamente importantes al momento de buscar la semejanza con Cristo:

 «La mansedumbre prepara al hombre para conocer a Dios quitando los obstáculos, y lo hace de dos modos. En primer lugar, haciendo al hombre dueño de sí mismo mediante la disminución de la ira, como ya dijimos (In corp.). Bajo un segundo aspecto, en cuanto que es propio de la mansedumbre el que el hombre no se oponga a las palabras de la verdad, lo cual sucede frecuentemente debido a los impulsos de la ira. Por eso dice San Agustín en II De Doct. Christ. : Ser dulce es no contradecir a la verdad de la Escritura, tanto si se entiende ésta en cuanto que fustiga algún vicio nuestro, como si no se entiende, como si por nosotros mismos fuéramos capaces de ser más sabios y de mandar mejor.

La mansedumbre y la clemencia hacen al hombre más grato a Dios por el hecho de concurrir al mismo efecto con la caridad, que es la principal de las virtudes: en tratar de apartar el mal del prójimo. La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto que se ordenan a un mismo efecto, cual es el de evitar el mal del prójimo»[9].

     «La mansedumbre del hombre es recordada por Dios y el alma apacible se convierte en templo del Espíritu Santo. Cristo recuesta su cabeza en los espíritus mansos y sólo la mente pacífica se convierte en morada de la Santa Trinidad.»[10]

Pecados contra la mansedumbre

     «(A la mansedumbre) se le oponen dos vicios: por falta de mansedumbre la ira desordenada y la iracundia; por exceso la blandura o falsa mansedumbre[11].

     La ira desordenada designa generalmente el movimiento rápido, el golpe de furor; iracundia, en cambio, suele emplearse para indicar el estado diuturno de animadversión y deseo de venganza. La ira es un deseo de venganza que responde a una injuria o a lo que se considera una injuria. Pero a la mansedumbre se opone también el exceso de blandura que, tal vez por parecerse más a la mansedumbre, muchas veces no es tenido en cuenta.

     La blandura excesiva es el pecado que omite la justa indignación contra el desorden simplemente por no molestarse en castigarlo.

     Santo Tomás cita las palabras de San Juan Crisóstomo: “El que no se irrita teniendo motivo comete pecado, porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos, sino también a los buenos”[12]. “Paciencia irracional”, la llama el gran moralista de Oriente. Suele llevar a graves consecuencias en el plano de la educación e instaura la constante transgresión de la justicia, aprovechándose de la incapacidad de administrar justicia, especialmente cuando este defecto se da en un superior»[13].

     De aquí que Jesucristo, siendo Dios y varón perfecto, no fue falto de mansedumbre al momento de expulsar a los vendedores del templo sino al contrario, pues lo movía el celo por la gloria de su Padre Celestial[14].

La enseñanza de los santos

Los santos gozan de una autoridad del todo especial en lo que respecta a las virtudes, ya que precisamente en ellas es que consiste la santidad, en su práctica habitual, “asimilada”, y en el eximio mérito que acompaña cada uno de los actos por ellas realizados, pues detrás de ellos se encuentra un arduo esfuerzo por conseguir el obrar virtuoso, y que en algunos casos ha implicado años e incluso toda una vida para conseguirlo. Dejemos, pues, que nos hablen aquellas almas que gozan ya de la gloria junto a Aquel que quisieron sinceramente imitar. He aquí algunos ejemplos:

San Francisco de Sales: “La soledad tiene sus asaltos, el mundo tiene sus peligros; en todas partes es necesario tener buen ánimo, porque en todas partes el Cielo está dispuesto a socorrer a quienes tienen confianza en Dios, a quienes con humildad y mansedumbre imploran su paternal asistencia” (San Francisco de Sales, Carta a su hermana, Epistolario, 761); “la humildad, pues, nos perfecciona en lo que mira a Dios, y la mansedumbre en lo que toca al prójimo.”

San Efrén: “La gloria de los cristianos es la humildad del corazón, la pobreza espiritual, la obediencia, la penitencia, la penitencia acompañada con lágrimas, la mansedumbre y la paz”.

San Juan Crisóstomo: “Dios no ama tanto a los hombres porque guardan la castidad, practican el ayuno, desprecian las riquezas y gustan de hacer limosna, como por la mansedumbre, humildad y arreglo de costumbres”; “el Señor conoce más que nadie la naturaleza de las cosas: él sabe que la violencia no se vence con la violencia, sino con la mansedumbre.” (Hom. sobre S. Mateo, 33).

San Gregorio Magno: “Se hizo hombre por los hombres, y se manifestó a ellos lleno de humildad y mansedumbre; no quiso castigar a los pecadores, sino atraerlos hacia sí; quiso primeramente corregir con mansedumbre, para tener en el día del juicio a quién salvar.” (San Gregorio Magno, Hom. 30 sobre los Evang.).

San Ignacio de Antioquía: “Tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros (Carta a S. Policarpo de Esmirna, 5).”

– “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de la mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio de ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio” […] (J PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, 7).

San Pablo, escribe a los gálatas: “Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo no seas también tentado” (Gál 6,1);

– a los efesios: “Así pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad” (Ef 4, 1);

– y a Tito: “Amonéstales que no sean pendencieros, sino modestos, dando pruebas de mansedumbre con todos los hombres.” (Tit 3, 1-2).

CONCLUSIÓN

«Hombre moderado es el que es “dueño de sí mismo”. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el «corazón». ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre «sea plenamente hombre». Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en «víctima» de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que «ser hombre» significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.»[15]

     El paradigma tanto de la templanza como de cualquier otra virtud, ciertamente que es el Hombre perfecto, Jesucristo; de Él debemos aprender a practicar las virtudes, en Él está la fuente viva de la santidad y, por lo tanto, mediante su asimilación por los actos que realicemos imperados por la caridad, se hace posible alcanzar esa mansedumbre que caracterizó su paso sobre la tierra y que a tantas almas arrastró a la conversión. Quitemos, pues, los impedimentos a “la gran obra de la salvación” en nosotros, mediante la firme resolución de imitar al Cordero de Dios, que nos repite constantemente:

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”

 

[1]Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.1, sobre la clemencia y la mansedumbre

[2] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[3] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág 92-93

[4] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[5] San Juan Crisóst., Homl. 6, c. 2, sent. 264, Tric. T. 6, p. 355.

[6] F. de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4

[7] S. Cirilo de Alejandría,  sent. 18, Tric. T. 8, p. 103

[8] San Clemente de Alejandría, Strómata, 6

[9] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.4

[10] Evagrio Póntico, Sobre los ocho vicios malvados, Cap. X

[11] Cf. II-II, 158.

[12] II-II, 158, 8 sed contra.

[13] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág. 93-94

[14] Cf. Mt 21,12  Entró Jesús en el Templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Cf. También  Mc 11,15 y Jn 2, 14.

[15] San Juan Pablo II, Sobre la templanza, Aud. gen. 22XI-1978

El pecado de ira

Escandaloso destructor de la paz

 

La tranquilidad de nuestro corazón

depende de nosotros mismos.

El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros

 y no supeditado a la manera de ser de los demás.

El poder superar la cólera no ha de depender

de la perfección ajena, sino de nuestra virtud.”

 (Casiano, Instituciones, 8).

El pecado de ira

El pecado de ira a menudo resulta escandaloso. Es violento, agresivo, y a la vez capaz de manifestar la falta de dominio de sí y, por lo tanto, señal clara de que debemos trabajar por alcanzar la mansedumbre, aquella virtud que tantas veces conquista los corazones para Dios por el sólo hecho de asemejarnos a Aquel que la poseyó de manera perfecta, Jesucristo: manso y humilde de corazón.

Para este trabajo, sencillamente seguiremos la doctrina tomista respecto a este tema.

 «Con el nombre de ira designamos propiamente una pasión […] Ahora bien: las pasiones del apetito sensitivo son buenas en cuanto están reguladas por la razón; si excluyen el orden de ésta, son malas. Y este orden de la razón admite una doble consideración. En primer lugar, por razón del objeto apetecible al que tiende, que es la venganza. Bajo este aspecto, el desear que se cumpla la venganza conforme a la razón es un apetito de ira laudable, y se llama ira por celo. Pero si se desea el cumplimiento de la venganza por cualquier vía que se oponga a la razón, como sería el desear que sea castigado el que no lo merece, o más de lo que merece, o sin seguir el orden que se debe, o sin atenerse al recto orden, que es el cumplimiento de la justicia y la corrección de la culpa, será un apetito de ira pecaminoso. En ese caso se llama ira por vicio.

     En segundo lugar, podemos considerar el orden de la razón para con la ira en cuanto al modo de airarse: que no se inflame demasiado interior ni exteriormente. Si esto no se tiene en cuenta, no habrá ira sin pecado, aun cuando se desee una venganza justa»[1]

     Al ser un pecado capital, la ira tiene, además, la capacidad de engendrar numerosos otros pecados sobre lo cual debemos estar muy atentos, ya que una vez que ha echado raíces en nosotros, es mucho más fácil que éstos se propaguen perjudicialmente en detrimento tanto nuestro como de aquellos que tendrán que sufrirlos de parte nuestra: y así tenemos «… pecados interiores (indignación excesiva, rencor), de palabra (gritos, blasfemias, injurias) y de acción (riñas, golpes, heridas, etc.).

Cuando es sólo un movimiento desordenado de la sensibilidad suele no pasar de pecado venial. Cuando es un deseo plenamente consentido de venganza puede ser pecado mortal.

     Al ser un acto que ordinariamente se manifiesta al exterior, puede también conllevar escándalo del prójimo. No hay que confundir, sin embargo, esta emoción, con la justa indignación, que nace del amor a Dios, al prójimo, a la verdad, al bien, etc. y reacciona cuando alguno de estos bienes es atropellado. Pero la justa indignación nunca se desborda, no priva a la persona del dominio de sí, no escandaliza, ni actúa en forma desmedida[2]

     Santo Tomás afirma puntualmente seis hijas de la ira (pecados originados a partir de ella):

«La ira puede considerarse bajo tres aspectos.

      En primer lugar, en cuanto que está en el corazón. Así considerada, nacen de ella dos vicios. Uno nace por parte de aquel contra quien el hombre siente ira, y al que considera indigno de haberle hecho tal injuria; así nace la indignación. Otro vicio nace por parte de sí misma, en cuanto que piensa en varios modos de venganza y llena su alma de tales pensamientos, según lo que se dice en Job 15,2: ¿Es de sabios tener el pecho lleno de viento? Bajo esta consideración le asignamos la hinchazón de espíritu.

      En segundo lugar consideramos la ira en cuanto que está en la boca. Así mirada, se origina de ella un doble desorden. Uno, en cuanto que el hombre da a conocer su ira en el modo de hablar, tal como dijimos antes […] de aquel que dice a su hermano “raca”. A este concepto responde el clamor, que significa una locución desordenada y confusa. Y otro desorden es aquel por el cual el hombre prorrumpe en palabras injuriosas. Si éstas son contra Dios, tendremos la blasfemia; si son contra el prójimo, la injuria.

     En tercer lugar, se considera la ira en cuanto que pasa a la práctica. Bajo este aspecto nacen de ella las querellas, entendiendo por tales todos los daños que, de hecho, se cometen contra el prójimo bajo el influjo de la ira.»[3]

La ira en la Sagrada Escritura

          En la Sagrada Escritura aparece repetidas veces el tema de la ira del Señor contra el pueblo elegido a causa de su infidelidad. La justicia divina está en todo su derecho de molestarse con el pueblo que tantas e innumerables veces le había vuelto la espalda a quien le había prodigado tantos beneficios, e inclusive les seguía manteniendo y confirmando la promesa de la Tierra Prometida. Aquí, en cambio, nos referimos al pecado de los hombres, el cual a menudo está mezclado con la pasión de la ira y, por lo tanto, es mucho más proclive a la injusticia -como hemos dicho-, cuando se desata sin el correspondiente señorío de la razón. De ahí que explique tan admirablemente San Gregorio: « ¿Quién puede conocer lo grande de vuestra ira? El entendimiento humano es incapaz de comprender el poder de la ira Divina, porque obrando su providencia sobre nosotros del modo más oculto, nos recibe algunas veces favorablemente cuando nos parece que nos desampara, y tal nos desampara cuando creemos que nos recibe. Muchas veces es un efecto de su gracia, lo que llamamos efecto de su indignación, y lo que pensamos que es efecto de su gracia, lo es de su ira.»[4]

     La Sagrada Escritura, “la gran carta de Dios a los hombres” nos advierte ampliamente acerca del peligro y consecuencias de la ira cuando no está debidamente ordenada. Mencionemos por ahora sólo tres aspectos:

  • 1º) Acarrea el mal: “Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores, que será peor” (Sal 37,8); “Respuesta amable aplaca la ira, palabra hiriente enciende la cólera.” (Prov 15,1); “El iracundo promueve contiendas, el paciente aplaca las rencillas” (Prov 15,8); “Si un hombre alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?” (Eclo 28,3); La ira del rey es rugido de león: quien la provoca se daña a sí mismo (Prov 20,2).
  • 2º) Desagrada a Dios: “Rencor e ira también son detestables, ambas posee el pecador” (Eclo 27,30); “Porque la ira del hombre no realiza la justicia de Dios” (Stgo 1,20); “Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo…” (1Tes 5,9)
  • 3º) Se opone a la caridad: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1Ti 2,8); “Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira” (Stgo 1,19); “El hombre sensato domina su ira y tiene a gala pasar por alto la ofensa.” (Prov 19,11); “Los justos desean sólo el bien; los malvados esperan la ira.” (Prov 11,23); etc.

El combate contra la ira comienza por la templanza, es decir, por aprender a ser justamente moderados en nuestras acciones, y en concreto es la virtud de la mansedumbre –como hemos dicho al principio-, quien debe aniquilarla, ya que el iracundo no es agradable a Dios, como escribía Evagrio Póntico (345-399): “los pensamientos del iracundo son descendencia de víboras y devoran el corazón que los ha engendrado. Su oración es un incienso abominable y su salmodia emite un sonido desagradable.”

En conclusión, al igual que en los demás pecados, la ira se debe trabajar por medio de las virtudes, y en este caso debemos tener presente a aquella que se le opone directamente y que es la mansedumbre, todo esto mediante un serio esfuerzo espiritual, acompañado de una profunda e intensa vida de oración; y teniendo también siempre presente que: «para combatir la ira (o encauzarla) hay que luchar, ante todo, contra el amor propio que es su raíz (el humilde no se encoleriza porque jamás se siente propiamente humillado); crecer en el amor al prójimo especialmente en las virtudes de la misericordia y la mansedumbre. Recordando el ejemplo de los santos y, especialmente, el de Jesucristo que era manso y humilde de corazón[5]

P. Jason Jorquera. IVE.

[1] S. Th. II-II q.158, a2.

[2] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 283-284, EDIVE, 2007.

[3] S. Th. II-II q.158, a7.

[4] S. Greg. el Grande, lib. 5, c. 10, p. 145, sent. 9, Tric. T. 9, p. 232 y 233.

[5] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 284, EDIVE, 2007.

Meditación sobre el juicio final

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios. – 2. Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Finalmente, después de transcurrido el tiempo señalado por Dios a la duración del mundo y después de una serie de señales y presagios horribles, que harán temblar a los hombres de espanto y de terror, el fuego, que caerá como un diluvio, abrasará y reducirá a cenizas toda la faz de la tierra, sin que ninguna de las cosas que vernos sobre ella llegue a escapar.

  1. Después de este diluvio de llamas y rayos, todos los hombres saldrán del seno de la tierra, excepción hecha de los que ya hubieren resucitado, y, a la voz de¡ Arcángel, comparecerán en el valle de Josafat. ¡Mas, ay, con qué diferencia! Porque los unos estarán allí con sus cuerpos gloriosos y resplandecientes y los otros con los cuerpos feos y espantosos.
  1. Considera la majestad, con la cual el soberano Juez aparecerá, rodeado de todos los ángeles y santos, teniendo delante su cruz, más reluciente que el sol, enseña de gracia para los buenos y de rigor para los malos.
  1. Este soberano Juez, por terrible mandato suyo, que será enseguida ejecutado, separará a los buenos de los malos, poniendo a los unos a su derecha y a los otros a su izquierda; separación eterna, después de la cual los dos bandos no se encontrarán jamás.
  1. Hecha la separación y abiertos los libros de las conciencias, quedará puesta de manifiesto, con toda claridad, la malicia de los malos y el desprecio de que habrán hecho objeto a Dios; y, por otra parte, la penitencia de los buenos y los efectos de la gracia de Dios que, en vida, habrán recibido y nada quedará oculto. ¡ Oh Dios, qué confusión para los unos y qué consuelo para los otros!
  1. Considera la última sentencia de los malos. «Id malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus compañeros». Pondera estas palabras tan graves. «Id», les dice. Es una palabra de abandono eterno, con que Dios deja a estos desgraciados y los aleja para siempre de su faz. Les llama « malditos ». ¡ Oh alma mía, qué maldición! Maldición general, que abarca todos los males; maldición irrevocable, que comprende todos los tiempos y toda la eternidad. Y añade «al fuego eterno». Mira, ¡oh corazón mío! esta gran eternidad. ¡Oh eterna eternidad de las penas, qué espantosa eres!
  1. Considera la sentencia contraria de los buenos: «Venid», dice el Juez. ¡Ah!, es la agradable palabra de salvación, por la que Dios nos atrae hacia sí y nos recibe en el seno de su bondad; «benditos de mi Padre»: ¡oh hermosa bendición, que encierra todas las bendiciones! «tomad posesión del reino que tenéis preparado desde la creación del mundo». ¡Oh, Dios mío, qué gracia, porque este reino jamás tendrá fin!
AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Tiembla, ¡oh alma mía!, ante este recuerdo. ¿Quién podrá, ¡oh Dios mío!, darme seguridad para aquel día, en el cual temblarán de pavor las columnas del firmamento?

  1. Detesta tus pecados, pues sólo ellos pueden perderte en aquel día temible.
  1. ¡Ah!, quiero juzgarme a mí mismo ahora, para no ser juzgado después. Quiero examinar mi conciencia y condenarme, acusarme y corregirme, para que el Juez no me condene e aquel día terrible: me confesaré y haré caso de los avisos necesarios, etc.
CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios, que te ha dado los medios de asegurarte para aquel día, y tiempo para hacer penitencia.

  1. Ofrécele tu corazón para hacerla.

La maternidad de María respecto de la Iglesia

Catecismo de la Iglesia Católica

Nº 964-970

Totalmente unida a su Hijo…

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:

«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).

Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

… también en su Asunción …

“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

… ella es nuestra Madre en el orden de la gracia

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [typus] de la Iglesia (LG 63).

Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).

“Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).

“La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres […] brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG 60). “Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (LG 62).

Meditación sobre la muerte

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios.-2. Pídele su gracia.

  1. Imagínate que estás gravemente enferma, en el lecho de muerte, sin ninguna esperanza de escapar de ella.
CONSIDERACIONES.

1. Considera la incertidumbre del día de tu muerte. ¡Oh alma mía!, un día saldrás de este cuerpo. ¿ Cuándo será? ¿ Será en invierno o en verano? ¿En la ciudad o en el campo? ¿De día o de noche? ¿De repente o advirtiéndolo? ¿ De enfermedad o de accidente? ¿Con tiempo para confesarte o no? ¿Serás asistida por tu confesor o padre espiritual? ¡Ah! de todo esto no sabemos absolutamente nada; únicamente es cierto que moriremos y siempre mucho antes de lo que creemos.

  1. Considera que entonces el mundo se acabará para ti; para ti ya habrá dejado de existir, se trastornará de arriba abajo delante de tus ojos. Sí, porque entonces los placeres, las vanidades, los goces mundanos, los vanos afectos nos parecerán fantasmas y niebla. ¡Ah desdicha da!, ¿por qué bagatelas y quimeras he ofendido a mi Dios? Entonces verás que hemos dejado a Dios por la nada. Al contrario, la devoción y las buenas obras te parecerán entonces deseables y dulces. Y, ¿por qué no he seguido por este tan bello y agradable camino? Entonces los pecados, que parecían tan pequeños, parecerán grandes montañas, y tu devoción muy exigua.
  1. Considera las angustiosas despedidas con que tu alma abandonará a este feliz mundo: dirá adiós a las riquezas, a las vanidades y a las vanas compañías, a los placeres, a los pasatiempos, a los amigos y a los vecinos, a los padres, a los hijos, al marido, a la mujer, en una palabra, a todas las criaturas; y, finalmente, a su cuerpo, al que dejará pálido, desfigurado, descompuesto, repugnante y mal oliente.
  1. Considera con qué prisas sacarán fuera el cuerpo y lo sepultarán, y que, una vez hecho esto, el mundo ya no pensará más en ti, ni se acordará más, como tú tampoco has pensado mucho en los otros. Dios le dé el descanso eterno, dirán, y aquí se acabará todo. ¡Oh muerte, cuán digna eres de meditación; cuán implacable eres!
  1. Considera que, al salir del cuerpo, el alma emprende su camino, hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡Ah! ¿Hacia dónde irá la tuya? ¿Qué camino emprenderá? No otro que el que haya comenzado a seguir en este mundo.
AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Ruega a Dios y arrójate en sus brazos. ¡Ah, Señor!, recíbeme bajo tu protección, en aquel día espantoso; haz que esta hora sea para mí dichosa y favorable, y que todas las demás de mi vida sean tristes y estén llenas de aflicción.

  1. Desprecia al mundo. Puesto que no sé la hora en que tendré que dejarte, joh mundo!, no quiero aficionarme a ti. ¡Oh mis queridos amigos!, mis queridos compañeros, permitidme que sólo os ame con una amistad santa que pueda durar eternamente. Porque ¿a qué vendría unirme con vosotros con lazos que se han de dejar y romper?
  1. Quiero Prepararme para esta hora y tomar las necesarias precauciones para dar felizmente este paso; quiero asegurar el estado de mi conciencia, haciendo todo lo que esté a mi alcance, y quiero poner remedio a éstos y a aquellos defectos.
CONCLUSIÓN.

Da gracias a Dios por estos propósitos que te ha inspirado; ofrécelos a su divina Majestad; pídele de nuevo que te conceda una muerte feliz, por los méritos de la muerte de su Hijo.

Padrenuestro, etc.

Haz un ramillete de mirra.