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JESUCRISTO IDEAL DEL SACERDOTE [FRAGMENTO]

“Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros”, no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida.”

D. Columba Marmion

Podemos contemplar a Jesucristo em cada uno de los estados de su vida, y en cada una de sus virtudes. Él es el ideal que todos deben imitar. Lo mismo el niño que el adulto y el obrero como la virgen o el religioso encuentran en Él el modelo más acabado para su respectivo estado.

Pero hay en Jesús un Santo de los santos, un tabernáculo cerrado, donde el alma del sacerdote debe desear entrar, porque allí está la fuente de donde mana toda la vida interior de Jesús. Desde el punto mismo de su encarnación, “el Salvador se entregó enteramente al cumplimiento de la voluntad del Padre”: Ecce venido… ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr. X, 7). Y nunca renunció al cumplimiento de esta voluntad.

He aquí nuestra consigna: imitar a Jesús en la entrega total de su vida a la gloria de Dios y la salvación del mundo. Tal es la perfección que corresponde al sacerdote y esta vocación supera a la angélica.

Obedecer a esta invitación: “Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros”, no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida. Debemos caer en la cuenta de que la muerte de Jesús en la cruz se preparó a todo lo largo de su existencia terrena. “Por nosotros” bajó del cielo, como dice el Credo: Propter nos homines et propter nostram salutem. Cuando vivía en Nazaret, en el modesto taller de José, tenía plena conciencia de que era la víctima destinada a la suprema inmolación. Y aceptó por anticipado toda la trama de su vida y previó su pasión con todo el cortejo de sus afrentas y sufrimientos. Y cuando llegó su hora, Jesús, movido por un impulso de inmenso amor, se ofreció por nuestra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

Esta aceptación plena de todos los designios de Dios nos servirá de modelo. Imitamini… Presentemos también nosotros en el altar al Señor todo el desarrollo de nuestra existencia, aceptándolo, amándolo, ofreciéndolo y consagrándolo amorosamente a la causa de Dios y al bien de las almas. Esta imitación diaria de la ofrenda de Jesús nos permitirá penetrar gradualmente en la intimidad misteriosa del alma del divino Maestro.

Fragmento del libro Jesucristo Ideal del Sacerdote, de D. Columba Marmion.

SOBRE LAS VISITAS AL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Pero, además, nadie puede pretender entrar en la Iglesia con una mentalidad mundana, casi extraño a Dios, y arrodillarse y esperar que Dios vaya a verter sobre él cataratas de gracia y placeres celestiales. Va contra la naturaleza pasar del frío glacial al calor del horno, ir y volver entre los dos. Para gozar con la presencia de Dios ante el sagrario, el alma ha de vivir esa presencia normalmente a lo largo del día.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Entonces tratábamos asuntos espirituales de gran interés para nosotros. no había nada académico en ello. No se tomaban notas. No era una clase para estudiar. Era simplemente una conversación relajada, amistosa sobre lo que los santos decían sobre este o aquel capítulo. De tal manera que cubríamos un amplio espectro, como vivir en la presencia de Dios mientras se hacían las tareas cotidianas, sobrenaturalizando todo lo que hacíamos o decíamos; los demonios de no vivir en la presencia de Dios. Ya que fuimos creados para una beatífica visión, todo lo que nos ayude a lograr ese fin sobrenatural debe ser adoptado, y aquello que nos impida a nosotros alcanzarlo debe ser evitado.

De esta manera todos deben saber qué es lo que nos ayuda y lo que nos estorba. A continuación, seguía una vívida discusión sobre todo ello y era muy interesante escuchar lo que el Espíritu Santo inspiraba en cada uno de nosotros.

San Juan de la Cruz, otro doctor de la Iglesia, tenía mucho que decir acerca de las largas visitas al Santísimo. La cuestión era saber cuánto tiempo nosotros, los religiosos, gastábamos en nuestra vida activa en estar arrodillados o sentados en la capilla.

En primer lugar, al menos que uno ya arda en el amor de Cristo, siempre hay mil y una excusas para no hacerlo. Y es cierto que, cuando nos enfrentamos a una alternativa, el Señor siempre pierde. Siempre hay mil cosas que hacer antes que estar en la capilla orando. Y entonces finalmente no lo hacemos. Pero si llega la inspiración de ir a la capilla y estar con el Señor, entonces, una vez allí, de nuevo vuelven a surgir las excusas y las alternativas y finalmente nos vamos de la capilla para hacerlas.

La cuestión es también qué hacer en la capilla cuando se está solo, ya que la imaginación nos puede llevar a un millón de leguas de allí. Santa Teresa se quejaba de que la imaginación era la loca de la casa, es decir, la parte de locura que llevamos dentro de nuestro ser.

¿Y si se reza un rosario? ¿O se lee un libro espiritual? No, este no es el asunto. El asunto es que hay que sentarse en un banco, con nuestras manos confortablemente sobre nuestras rodillas, relajarnos tranquilamente, tomar posesión de todo nuestro ser, cerrar los ojos o mirar al suelo o al altar, y estar inmersos en la presencia de Dios. Si entonces la imaginación intenta despistarnos, has de decirte a ti mismo que no lo vas a permitir, que estás de guardia; estás velando ante la puerta del palacio del Rey en el tabernáculo como un centinela guarda la entrada.

Pero, además, nadie puede pretender entrar en la Iglesia con una mentalidad mundana, casi extraño a Dios, y arrodillarse y esperar que Dios vaya a verter sobre él cataratas de gracia y placeres celestiales. Va contra la naturaleza pasar del frío glacial al calor del horno, ir y volver entre los dos. Para gozar con la presencia de Dios ante el sagrario, el alma ha de vivir esa presencia normalmente a lo largo del día.

La finalidad de nuestros comentarios sobre estos asuntos era quitarnos de la cabeza la idea de que uno podía escuchar misa, rezar el rosario, recibir la sagrada comunión, cantar algunas oraciones y ya estaba todo. Un sacerdote puede decir misa sin tener un contacto personal con Cristo. Una monja puede hacer unos ejercicios espirituales diarios sin haberse encontrado ni una sola vez con la mirada de Cristo. Pero las largas visitas ante el sagrario pueden curar heridas y restaurar el alma para una vida espiritual sana, una vida de intimidad con Cristo. Entonces Cristo actuará a través de esa persona de una manera maravillosa y se convertirá en un instrumento apto en las manos de Dios para hacer cosas maravillosas.

Estas buenas hermanas caminaban en esta dirección de todo corazón y volvían de regreso con unos comentarios muy apropiados. Todos llegamos a la conclusión de que nuestras relaciones con el Señor eran muy superficiales. Por supuesto, Dios sabe que venimos del barro, que somos polvo y en polvo nos convertiremos. Por tanto, no puede esperar mucho de este polvo, esta es la realidad. Pero no solo somos polvo o barro. Somos templos del Espíritu Santo. Cristo tomó nuestra carne en su encarnación y la santificó y la elevó a una categoría superior. Tenemos en nosotros el gran potencial de transformarnos en Cristo. Pero, para hacer esto necesitamos mucha intimidad con Él, y esta intimidad solo llega con el contacto frecuente y cercano a Él. ¿Cuán frecuente ha de ser este contacto? Aquí de nuevo las monjas debatían el tema y cada una tenía una opinión que exponer.

Una de ellas remarcaba cómo trabajaba la Divina Providencia. Ella había sentido que venir a Alaska lo iba a privar de buenos sermones y charlas con sacerdotes sobre temas espirituales. Y, mira por donde, aquí estábamos con esta gran oportunidad de poder remontarnos hasta lo alto con estas conversaciones espirituales. Les dije que yo estaba aprendiendo de ellas tanto como ellas de mis comentarios. El mérito, en cualquier caso, era de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, pero de una manera más cercana, desde luego, también el Espíritu Santo nos iluminaba, sin el cual no seríamos capaces tan siquiera de pronunciar con devoción la palabra Jesús.

 

Fragmento del libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ

 

SAN JOSÉ

   Hijo ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te estábamos buscando con angustia.

   El Justo.

   Esposo de la Madre de Dios.

   Padre adoptivo del Redentor.

   Lugarteniente de Dios Padre.

   Patrono de la Iglesia Universal.

   Abogado de una Buena Muerte.

   Defensor de todos los Obreros.

   Modelo de todos los Padres de familia,

y al mismo tiempo el Santo de quien menos se sabe, el más humilde y escondido, como una estrella que hay en el cielo tan al lado del Sol que nadie ha visto.

   La Escritura dice de San José una sola palabra: que era justo, lo cual en el lenguaje de la Escritura significa santo, perfecto, cabal. Es tan grande la virtud de la justicia.

   Una virtud perfecta presupone todas: muchos se distinguen en alguna virtud, no hay hombre que no tenga alguna: generoso, leal, compasivo, recto, valiente, franco, piadoso, religioso, sobrio… Pero hay quienes son compasivos y débiles, generosos e incontinentes, fuertes y orgullosos, humildes y pusilánimes.

   Las tres virtudes que resplandecen en lo que el Evangelio nos narra de San José son la castidad, el trabajo y la oración.

  La castidad en el pasaje de San Lucas que cuenta la Anunciación de Nuestra Señora, donde se deduce que San José había ofrecido a Dios su castidad perpetua prenunciando así lo que había de ser después el estado religioso.

   El trabajo humilde y oscuro: “¿Acaso no es este el hijo del carpintero?”.

   La oración de San José está en las dos moniciones del ángel, la de recibir a su esposa y la de huir a Egipto.

   La Castidad. La narración de San Lucas es un pasaje delicadísimo. Lucas nos presenta de golpe las cosas ya hechas: una doncella prometida, el anuncio de que va a ser Madre del Mesías. La respuesta de María: “No conozco varón” ni lo conocerá nunca. “No importa”, dice el ángel: “será un milagro”. El milagro será la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo os dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[3].

   La Virgen consiente. Ese consentimiento es un poema de alabanza a San José, porque supone que los dos jóvenes habían hecho juramento de castidad. San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermano y hermana. La virgen tenía plena confianza en la fidelidad de San José.

   El Espíritu Santo había inspirado a estos dos jóvenes esa actitud tan insólita en las costumbres de Israel. San José era joven, por lo menos relativamente, pues su misión era proteger y criar a Jesús durante treinta años. El matrimonio virginal de San José y la virgen fue matrimonio válido y no fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio no es la unión conyugal propiamente sino el consentimiento de la voluntad ante el sacerdote. Porque el hombre es un cuerpo y es antes de todo una voluntad.

   San José es así ejemplo de una de las virtudes más necesarias de nuestros tiempos perturbados. La castidad significa el domino del hombre sobre los propios apetitos, aun los más violentos, el respeto a la propia dignidad y al honor ajeno, la limpieza y decoro delante de Dios y delante de los hombres. Perdida esta virtud, trae como consecuencia toda clase de terribles castigos; y el mundo moderno lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de impureza, vemos cuántas plagas, desórdenes y catástrofes siguen. Sois vasos del Espíritu Santo, Dios mora en vosotros, sois miembros de Cristo, no ensuciéis vuestros cuerpos con torpezas, dice San Pablo.

   El Trabajo. San José fue encargado de una de las misiones más grandes del mundo. Personaje importantísimo. Nos asombramos ante la misión de un Colón, de un San Martín, de un Dus… San José es el eje sobre el que gira la redención –el mayor de los santos fuera de la madre de Dios– y mirad cómo son las vías de Dios: trabajo el más oscuro, humilde, insignificante. Trabajo manual rudo toda la vida. Pero, ¿cómo? ¿Vos, oh, San José, sois padre del Mesías, mandáis al Verbo de Dios, tenéis en vuestra casa a la esperanza de toda la humanidad y estáis haciendo arados, manceras, vigas, puertas, postigos, batientes, ataúdes…?

   No se puede decir que el mundo moderno no trabaje; trabaja quizá demasiado, pero trabaja mal. Ha robado al trabajo su sello divino y humano y ese es quizá el peor crimen de nuestra época, trabajo de bestias, trabajo de esclavos, máquinas, enfermos enloquecidos… Trabajan los pobres explotados por algunos ricos; trabajan ricos esclavizados al dios cruel del Lucro de la Avaricia, del más tengo más quiero; y al dios estúpido del placer frívolo y la diversión incesante que los trae con fiebre continua y se llama Vida Social, Figuración, Vida Mundana. Y sobre este mundo que ha olvidado la dignidad humana y cristiana del trabajo planea la más grande de las revoluciones de la historia.

   La Oración. La oración es necesaria. El mundo moderno anda perturbado porque ha perdido el contacto con Dios. Anda ciego detrás del Placer o del Oro porque no ve ni conoce más a Dios. La oración es necesaria al ser humano. El niño necesita de sus padres para poder llegar a su estado perfecto, a ser adulto. El hombre necesita de Dios para llegar a su Último Fin que es el mismo Dios. Representaos el estado de un hombre sin oración como el estado de un niño sin sus padres, y en medio de un bosque. La oración es necesaria para la salvación. Sin oración no hay salvación. El cielo nos lo da Dios. Nos lo da por nuestras buenas obras, pero nos lo da. “Pedid y recibiréis”. Y nuestras buenas obras nos las da Dios. “Sin mí nada podéis”.

   Por eso la Iglesia nos manda a hacer oraciones vocales, asistir a la misa dominical y a ciertas solemnidades.

   San José hablaba con Dios continuamente y penetraba las palabras de Jesús. ¿Por qué murió antes de la predicación de Jesús? Porque no la necesitaba. ¿Y por qué la Virgen? Porque Jesús necesitaba de ella. La contemplación de los santos, San Ignacio, Santa Teresa, es nada al lado de la de San José.

   Se ora poco en el mundo. A Dios gracias hay santa almas que oran por otras. Pero las naciones no oran, porque en ellas ha triunfado el liberalismo. Y bien, he aquí que las naciones se derrumban. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad, el centinela vigila en vano”. Las guerras son efectos de los pecados. Dice De Maistre que cuando los pecados, ciertos pecados, se acumulan, estalla la guerra:

   1°: Los vicios nefandos

   2°: la explotación del pobre, claman al cielo.

  Un mundo muere. Que se salve. Y nosotros morimos. La muerte, que tenemos tan olvidada, hecho trascendental para el hombre. Patrón de la buena muerte, salvadnos. Enséñanos a mirar la muerte sin horror y sin desesperación haciendo que nuestra alma penetre, como la tuya, el Misterio Grande de Jesús y de María.

P. Leonardo Castellani

Publicado en Gladius, n° 52 – año 2001

LA AMISTAD DEL SACERDOTE CON JESUCRISTO

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Mi idea al ir a la Isla de las Zanahorias era decirle al Señor que allí me tenía toda una semana a su entera disposición sin hacer absolutamente nada más que escucharle a Él. En nuestro quehacer diario tenemos tiempo para todo excepto para rezar. El Señor está esperando constantemente hasta que llegue su turno, pero raras veces llega porque siempre hay algo que se interpone. Aquí yo tenía una semana entera. “Habla, Señor, Tu servidor está dispuesto ahora”. Normalmente, el Señor esperaba hasta que yo acababa de hacer mi camino en la playa. Entonces era cuando Su divina inspiración era más clara y profunda. Para ser otro Cristo hay que llevar la cruz.

Para muchos, Cristo es un extraño; vemos al Señor distante, como un ser abstracto perdido en algún lugar en las nubes. Eso explica por qué algunos curas dicen misa diariamente y acaban abandonando el sacerdocio y, en algunos casos, perdiendo su fe. Y es porque no hay un conocimiento de Cristo, un verdadero interés en estudiarle más de cerca, no existe un esfuerzo para intimar más fuertemente con Él. En otras palabras, Cristo y el sacerdote no son en estos casos verdaderos amigos.

El error, naturalmente, es del sacerdote que no vive inmerso en estos asuntos desde la mañana a la noche.

Recomiendo a todo sacerdote que pase una semana entera en soledad junto al Señor con un espíritu de fe y humildad. El Señor le colmará de divina luz y de esta manera verá las cosas desde el punto de vista que las ve Dios. Y quizás uno de los primeros cambios que note el sacerdote sea el desorden que regula su vida. Él verá enseguida que debe distanciarse de cada una de las formas de atadura: tabaco, bebida, programas de TV, literatura basura, comida delicatessen y viajar. Denle al Señor una oportunidad. Mantengan el silencio. Mediten al pie del altar. Dios hará el resto.

En la Isla de las Zanahorias -si puedo ya llamarla así-, desafié al Señor a hacer esta prueba. “Habla, Señor, tu Siervo está escuchando”, como Samuel fuera instruido a responder cuando escuchó la voz de Dios al invocarle.

El poder de Dios se manifiesta a sí mismo hablando al alma sin decir una palabra. Dios inunda el alma de luz. El alma ve, comprende, entiende y, al mismo tiempo, siente una fuerza divina que viene hacia ella en su rescate. Y esto va acompañado de una paz interior profunda. El alma se da cuenta de que esto es bueno para ella y se vuelve insaciable, queriendo más y más. Pero también apercibe que el Señor no va a ser manipulado en ningún sentido. Él es el jefe; Él está en todo momento a cargo de la situación y no está para tonterías. Si el alma vuelve a su estado anterior, digamos a los tiempos pasados, se encuentra a sí misma pobre, ignorante, ciega, débil, y entonces comprende que todo el problema parte de ella. Tiene que postrarse de rodillas de nuevo y rogar como lo hiciera el hijo pródigo. Esta es la meta de los retiros anuales donde el alma evalúa sus pérdidas y ganancias.

Cristo le dirá al sacerdote que espera de él que aspire a la transformación total hacia Él. Solo así activará Dios Padre en el sacerdote la obra que ejecutó en Su Divino Hijo. en los planes de Dios solo hay un Sacerdote, el Gran Sacerdote Jesús, y cualquier otro sacerdote en la tierra tiene que transformarse en uno con Jesucristo. Cuando Dios Padre contempla a Jesús, ve a todos los otros sacerdotes en Él; y cuando mira a los sacerdotes, a cualquiera de ellos, Él ve a Jesús en ellos. Dios dijo sobre las aguas del Jordán que Él estaba muy satisfecho con su Hijo, Jesús. Del mismo modo estará satisfecho con cualquier sacerdote en proporción al parecido de Jesús que cada uno lleva en sí mismo.

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado. Las almas se compran con sufrimiento, y no con cualquier sufrimiento, sino con el mayor de los sufrimientos unido al dolor de Cristo. De aquí vendrán la redención y la salvación. Tener una vida cómoda no es el camino de un cristiano. Los sacerdotes no pueden ser de este mundo y, sin embargo, no pueden escapar del mismo.

Dios entiende que los sacerdotes, siendo hombres, pueden cogerse una rabieta antes o después; son la naturaleza y el carácter de esta rabieta los que importan, ya que hay rabietas y rabietas; ya que, cuando dicha rabieta pasa, entonces queda el rencor, la amargura, el egotismo prolongado y, finalmente, la rebelión abierta. Cristo en Getsemaní gritó con lágrimas de sangre rogando al Padre eterno que le ahorrase todo aquello que se le venía encima. Pero enseguida apartó cualquier atisbo de rebelión añadiendo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Este es el programa para cada sacerdote cuando el camino es áspero. Esta es la receta para salvar las almas.”

 

Fragmento del Libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ

APRENDER A AMAR A DIOS

Maestro, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida? – Lc 10, 25-37

Es interesante notar en el Evangelio de este domingo, que cuando el doctor de la Ley le interroga al Señor sobre las cosas que uno debe hacer para alcanzar la Vida Eterna, Nuestro Señor le responde remitiéndose a la Ley (algo que ellos deberían ser expertos, al final, eran doctores de la Ley): “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Al contestar de vuelta, el escriba pronuncia este texto que tan bien grabado tenían en su memoria, el Shemá Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.” Su respuesta estaba correcta, el Señor Jesús lo confirma diciendo que el que obra así, alcanzará la vida.

El doctor de la Ley quería algo más, quería justificar su intervención, dice el Evangelista, y por esto le vuelve a preguntar a Nuestro Señor: “¿Y quién es mi prójimo?” Aquí lo que llama la atención y que quería que reflexionásemos un instante, es que, esta segunda pregunta del doctor de la Ley no pide explicación sobre la primera parte del mandamiento que Dios había dejado en la Ley de Moisés: Amarás al Señor, tu Dios… Sino que hace referencia a la segunda parte del mandamiento: …y a tu prójimo como a ti mismo.

Ambas partes del mandamiento mayor de la Ley de Moisés hacen referencia al amor, lo que cambia es el objeto en quién recae este amor. El P. Alfredo Sáenz, S.J. decía cierta vez que “dos amores constituyen la esencia de nuestra vida cristiana, dos amores que resumen el contenido de los diez mandamientos, que Dios intimara a su pueblo en el Antiguo Testamento, aquellos mandamientos a que aludía la primera lectura, ‘que no son superiores a nuestras fuerzas ni están fuera de nuestro alcance’: el amor a Dios y el amor al prójimo.” Y seguía diciendo el Padre Sáenz con una linda imagen de como estos dos amores se entrecruzan: “Una dimensión vertical: el amor a Dios. Y una dimensión horizontal: el amor a los pobres. Por cierto que no es fácil llevar, sin disociarlos, el travesaño vertical y el travesaño horizontal del amor que se encarna en una cruz donde se encuentran, uno en dependencia del otro, los dos mandamientos de la caridad.”[1]

En el Evangelio de hoy, el Señor ha querido limitarse a explicar en qué consiste el amor al prójimo, y para lo cual, utilizó la famosa parábola del buen samaritano. Se entiende también que esta fue la segunda pregunta del escriba que quería probarlo, motivo por el cual ahí se detiene el Señor. La duda de los escribas y fariseos era sobre el amor que uno debe dar al prójimo, pues se manifestaba muchas veces en obras exteriores, y estas cosas eran muy apreciadas por ellos, querían hacerlas para aparecer delante de los demás, por esto está esa famosa advertencia de Nuestro Señor: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres. El amor a Dios era algo que ellos ya lo cumplían -al menos ritualmente-, cumpliendo todos los preceptos mandados en la ley.

Cuando el Señor pone de relieve que, para alcanzar la vida, es necesario el cumplimiento del mayor mandamiento de la Ley, aplicándolo a nuestros tiempos, me parece que podríamos invertir el orden del cuestionamiento del escriba. En aquél entonces, ellos tenían problemas en poner por práctica con verdadero espíritu de caridad desinteresada, el amor al prójimo. Por eso la parábola del buen samaritano. Pero en nuestros días, lo que uno más observa es que, del mandamiento del amor que el Señor mandó por medio de Moisés en el Deuteronomio, el hombre de nuestro tiempo parece tener más dificultad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, y claro, una vez deformado esto, el amor al prójimo desvirtuado hacia un egoísmo profundo no será más que una trágica consecuencia.

Justamente para poder volver al amor más puro, podemos decirlo así, para volver a amar a Dios con todo nuestro ser, es necesario una práctica y vivencia de los mandamientos con el espíritu evangélico, con el espíritu de Jesús, o, en otras palabras, vivirlo en la plenitud de los hijos de Dios.

Antes que empecemos a poner excusas para el cumplimiento de estos mandamientos, diciendo que son pesados, que no podemos seguirlos como pide el Señor, conviene poner de vuelta los ojos en la primera lectura del libro del Deuteronomio, dónde Moisés nos dice que “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.” ¡Podemos cumplirlo! A esto estamos llamados, estas palabras o estos mandamientos están “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques

Es muy lindo el salmo 118 que la Iglesia pone como segunda opción para la liturgia de este domingo, es una verdadera y profunda alabanza de la Ley de Dios, y dice: “La Ley del Señor es perfecta, / reconforta el alma… Los preceptos del Señor son rectos, / alegran el corazón… La palabra del Señor es pura, / permanece para siempre… Son más atrayente que el oro, / más que el oro fino…

Esta belleza de la ley de Dios ha llevado a los santos a comprender que es una de las expresiones más elevadas del amor de Dios para con el pueblo elegido. Por eso es que Jesús no ha venido para abolir la Ley, sería una aberración que el Mesías viniese a borrar de la historia los preceptos que Dios había dado a los hombres. Vino a darles pleno cumplimiento.

En medio de estos santos, uno se destaca sin lugar a duda, al comienzo del siglo pasado, en un pequeño pueblo al noreste de la ciudad de Paris, en Francia. Lisieux tuvo la gracia de abrigar en su seno, una de las más grandes santas de la edad moderna, una santa que fue grande justamente por su pequeñez, por su simplicidad. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, descubrió la belleza del amor Divino manifestado hacia nosotros, los hombres, de un modo un tanto “infantil” para el que mira superficialmente, pero existe mucha madurez en su doctrina espiritual, un temple de hierro es necesario para llevar a cabo lo que esta joven Flor del Carmelo de Lisieux ha enseñado a sus hermanas de convento y a todos nosotros.

El P. Casanovas, jesuita y mártir en la persecución religiosa del 36 en España, además de gran comentador de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tiene una pequeña obra, un librito intitulado: “El alma de Santa Teresa del Niño Jesús”, que es una preciosidad. Él describe de un modo muy profundo la gran alma de esta santa carmelitana, además de describir y explicar su doctrina.

En relación con el tema que venimos tratando del amor, decía el P. Casanovas: “En realidad la Santa no tenía sino una vida y una doctrina, que era la del Amor, y de este no podía dudar, como tampoco podía dudar del mismo Dios.”

Es muy conveniente considerar al menos sintéticamente la línea general de lo que quiso enseñar Santa Teresita en su “caminito espiritual”, pues es la respuesta al problema que identificamos anteriormente que vive nuestra sociedad actual: no saben y no conocen como es el amor de Dios, por consecuencia, no lo aman.

En síntesis, en palabras del Papa Pio XI en la homilía de canonización de la Santa, “la nueva Santa Teresa penetróse de esta doctrina evangélica, adoptándola en la práctica cotidiana de su vida.”

Ella vino con sus palabras sencillas, recordarnos de que por encima de todo, lo que Cristo nos vino a enseñar es que Dios es nuestro Padre: Cuándo fueres orar, rezad así: Padre nuestro…Y que, por lo tanto, existe una relación filial, y que debe mantenernos en la candidez de los niños, la confianza inquebrantable que tienen en su Padre, que les llena de un amor sin límites, que no quiere más que hacer a su Padre feliz.

Un niño no se preocupa de hacer grandes cosas para que su papá le vea, pero, sabiendo que es amado, todo lo que hace, le parece grandioso…El amor transforma los pequeños gestos en obras magnificas, las adorna y las llena de representatividad delante de aquél a quién amamos. Por esto, para ganar la vida eterna, no es necesario mucho, basta con hacer bien todas las cosas que nos manda el Señor, hacerlas con amor, hacerlas por amor…

Jesús, todo lo que hizo en toda su vida terrena, lo hizo con amor, él tenía la plenitud del amor. San Pablo dijo en la segunda lectura: “Porque Dios quiso que en Él residiera toda la plenitud”. Por esto es que tenemos en nuestras manos la llave para alcanzar la vida eterna: reaprender a amar a Dios con la sencillez y confianza de un niño, para que esto se refleje en el amor a nuestro prójimo y así seamos imágenes de Cristo Jesús.

Que la Santísima Virgen María nos alcance a todos esta gracia.

 

P. Harley Carneiro, IVE

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 219-223

SERMÓN POR EL SANTO PADRE PIO

En el Nombre del Padre del Hijo del Espíritu Santo, amén

Cuando el Evangelista San Juan, quiere introducirnos a nosotros en el misterio de la muerte de Jesucristo, dice estas palabras verdaderamente sublimes: Habiendo llegado la hora de salir de este mundo para llegar al Padre; de esta manera el Evangelista se introduce en el misterio de la muerte de Jesucristo.

Durante su vida pública, cuántas veces Jesús había hablado de su muerte, y la llamaba con esta frase, Mi hora; era por antonomasia la hora sublime, la hora ansiada por Dios.

Estamos nosotros aquí junto al altar de Dios, recordando también una muerte que nos es entrañablemente querida, y entonces, qué dulce es recordar esas palabras del Evangelista San Juan: llegó la hora para que el Siervo de Dios dejara este mundo y volviera al Padre. El mismo Jesús nos había dicho como indicándonos en una frase lapidaria su itinerario: Salí del Padre vengo al mundo, dejo el mundo y vuelvo al Padre.

Mis queridos hermanos, en esta trayectoria está contenido todo el misterio de la vida humana: Salir del Padre, venir al mundo, para dejar el mundo un día para volver al Padre. Por eso para el cristiano, la muerte queda extraordinariamente transfigurada con la luz de la eternidad y con el misterio de la vida beatífica; morir es comenzar a vivir, morir es retornar al seno del Padre que está en los cielos.

Cuántas veces, en mi vida de Sacerdote, al tener que asistir a un moribundo y verlo exhalar el último suspiro, yo me he quedado como extático ante el misterio de la muerte, pero pensando de esta manera: esta alma ha roto las ligaduras de su cuerpo y comienza en este instante el éxtasis indefectible, interminable de la gloria; esta alma que nunca lo ha visto a Dios cara a cara, no ha contemplado el rostro de María Santísima, de los ángeles y de los Santos, ha pasado el invierno, ha comenzado ya la nueva era; las puertas del cielo se abren, para caer en el éxtasis de Dios, por toda la eternidad; y he sentido dentro de mí mismo, en cierto modo, la fascinación de este misterio, y más de una vez me he preguntado, como se han preguntado otros ¿por qué no será también esta hora, mi hora, a fin de dejar al mundo para encontrarme en los brazos de Dios por toda la eternidad?

Mis queridos hijos, la muerte que nosotros recordamos hoy y por quién estamos rogando, es la muerte de esas muertes que la Biblia llama de los justos. Él ha escuchado ya: ven bendito de mi Padre a ocupar el reino que se te tiene preparado, desde toda la eternidad, y abrazado en la gloria entre los ángeles y los santos ir a ocupar el lugar en el que Dios le tenía predestinado desde toda la eternidad.

Pero hoy queridos hijos, bajemos nosotros un poquito más al misterio de su vida terrena. Cuando Dios se enamora de un alma, Dios se vuelca todo en ella; pero qué terrible que es Dios cuando se enamora de un alma. Escuchando la vida de los Santos uno se queda como sobrecogido ante ello; ¡qué extraordinario es ser predilecto de Dios! ¡Pero qué terrible y doloroso es ser predilecto de Dios!

El quince de octubre conmemoramos nosotros la festividad de Santa Teresa de Jesús, amada por Dios como pocas, oprimida por el peso de la cruz como pocas, acá en el destierro. Un día la santa conversando con el Señor, le habla de sus cruces y el Señor le contesta de esta manera: a los que amo así los pruebo; y la Santa, con la soltura estupenda que tenía con su genio hispánico, le contesta al Señor inmediatamente, ahora entiendo Señor, porque tienes tan pocos amigos; a los amigos tuyos Tú los crucificas.

Mis queridos hijos, cuando Dios se enamora de un alma, se vuelca todo al alma, quiere volcarle sus dones y sus gracias, en cierta manera quiere dejar visible su firma de predilección y, en casos determinados, las llagas de las manos y las llagas de los pies. Pero qué terrible que es esta gracia de Dios, cómo nos oprime con su peso. ¡Cuánto hace sufrir y cuánto padecer! Es en realidad el misterio del Calvario continuado, año tras año, hasta que Dios quiera decir basta; cuando su divina voluntad así lo disponga. Y nos preguntamos entonces, ¿por qué el amor de Dios se transfigura de esta manera de dolor y sufrimiento? ¿Por qué a los elegidos de Dios, Dios Nuestro Señor los trata de este modo?

Mis queridos hijos, el misterio de Dios es un misterio insondable para el hombre; sólo en la eternidad nosotros conoceremos todo el amor que está contenido en el corazón de Dios, cuando Dios crucifica un alma; y precisamente, cuanto más cerca quiere estar, cuanta más gracia quiere derramar en su corazón, más fuerte va hacer sentir el peso de la cruz; y como triturando y moliendo el corazón humano, hacer de este elegido un elegido a su misma hechura divina. Sólo de esta manera podemos entender el misterio de los místicos en toda la historia de la Iglesia: desde el primero quizás, que fue San Pablo hasta los últimos que recogerá el final del mundo.

Las almas místicas son invitadas de una manera extraordinaria a asociarse al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo: llevo grabadas en mí las marcas del amor de Jesucristo, decía el apóstol San Pablo; y precisamente el dolor es uno de esos signos de predilección divina, y nos volvemos a preguntar: ¿por qué Dios prueba de esta manera a quienes más ama?

Mis queridos hijos, a Dios no le podemos preguntar ¿por qué?, porque sabemos que todo lo que Dios hace es santo y justo, y entonces, ante los acontecimientos y ante las etapas espirituales de las almas, sólo nos cabe inclinar la frente y adorar los designios de Dios Nuestro Señor: son sus elegidos y Él los trata de este modo.

Pero abriendo un poquitito, la ventana de la vida espiritual nosotros recordamos aquella frase del apóstol San Pablo: Es necesario que nosotros, tratemos de cumplir en nuestro cuerpo, lo que falta a la pasión de Jesucristo.

La pasión de Cristo ha sido infinita, desbordante, la pasión de Jesucristo ha sido soberana, capaz de redimir a todos los mundos posibles, pero, sin embargo, en su infinita bondad, Dios ha querido dejar un margen para que al correr de los siglos, todo cristiano, por el hecho de estar incorporado a Cristo, participe de su cruz, y se convierta, en cierto sentido, en corredentor con Cristo. Pero cuando Él asocia un alma a su misterio redentor, cuando la hace entrar en comunión con su pasión y con su muerte, cuando en cierto sentido la desposa, pero la desposa en un verdadero desposorio de sangre, es porque Dios quiere invitarla a una corredención mayor, en todo el mundo y en todo el universo. Y aquí, mis queridos hijos, en cierta manera, se ha rebelado, el misterio de esas almas predilectas del Señor, a quienes Dios parece despiadadamente crucificar, acá sobre la tierra.

La vida de este siervo de Dios, cuya muerte, hoy conmemoramos acá, no ha sido otra cosa más que un invitado a vivir con toda intensidad la pasión de Jesucristo, a vivirlo por dentro y por fuera, a fin de que su vida fuera en realidad un banco de sangre espiritual para toda la humanidad; y Dios entonces quiso exigirle, en cierta manera cobrarle por anticipado, la gloria de la eternidad, con el dolor y el sufrimiento, aquí abajo.

Yo creo que me será lícito decir nada más que dos palabras del encuentro que yo tuve con él, hace exactamente dos años. Era trece de noviembre, un día domingo, un día de sol, un día extraordinariamente diáfano; había escuchado durante la noche sus quejidos, cuando, abandonándose al sueño, perdía el control de todo su sistema, diríamos, físico, y entonces el dolor y el sufrimiento incontrolado se le hacía desesperante. Pregunto al Padre guardián, ¿qué es esto?, y me dice: no es nada más en los instantes que comienza a dormir y pierde el control sobre su cuerpo; estos gritos por todo lo que tiene que sufrir y por todo lo que tiene que padecer.

Cuando a la mañana siguiente asistí a la Santa Misa, y pude ver de su mano izquierda el manar de sangre verdaderamente roja, fresca. Cuando acabada la Santa Misa, tuve sus manos en mis manos, y parecían prácticamente un carbón encendido, y por obediencia él hincado en su celda, para hacer la acción de gracias, tuve la absoluta seguridad que estaba frente a uno de estos predestinados de Dios. Predestinados de Dios, pero para ser antes que nada predestinado a la cruz, al dolor, al sufrimiento; predestinado para ser corredentor con Cristo, de una manera extraordinaria, de una manera estupenda.

Y cuando dos horas después estaba arrodillado ante él para confesarme, no podré olvidar nunca, el rostro límpido y sereno, esos ojos negros y profundos, con los cuales me miró, pero al mismo tiempo cuando me exigió que le diera la bendición y me dijo estas palabras: Usted es obispo, usted tiene que bendecirme, y me toma con fuerza la mano y me besa el anillo y quedó entonces tranquilo después de haber recibido la bendición de un pobre obispo de la Argentina.

 Mis queridos hijos ¿por qué Dios Nuestro Señor, de vez en cuando nos hace como tocar estas almas extraordinarias?, pero al mismo tiempo ¿porqué Dios Nuestro Señor, permite que junto a ellas se desaten tantas tormentas y tantos huracanes? Vuelvo a decir lo mismo: no le preguntemos a Dios ¿por qué? Pero sabemos nosotros que este es el abecedario divino; de esta manera Dios trata a sus elegidos y los seguirá tratando de esta manera hasta la eternidad.

Pero antes de acabar quisiera hacer una reflexión para nosotros mismos. Todos estos son regalos de Dios, regalos de Dios que nos invita a ascender, a subir. Él ascendió y subió en alas de una sola palabra: el amor. Amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo como a sí mismo por amor de Dios. Este amor a Dios sobre todas las cosas, lo llevó a esa identificación, en cierto modo plena con Jesucristo, y que Cristo Jesús va a revertir sobre él ese amor, estampando los signos de su Pasión en su propio cuerpo.

Misterio de amor o realidad de amor al prójimo, porque hasta el último momento, si el amor es don de sí mismo, él no hizo otra cosa más que ofrecer su vida por los hombres y entregar su tiempo, para todos aquellos que a él se acercaban. Si alguna vez utilizó una palabra dura, o tuvo un gesto fuerte, en muchos de los casos expresiones espontáneas de su propia estirpe, sin embargo, todo eso respondió a una cosa: el amor a veces exige dureza, el amor a veces exige un gesto fuerte y un gesto duro; el amor a veces exige para sacudir una conciencia dormida o para obligarla a subir, una palabra un poquitito fuerte, esto quizá ilumina esos cuadros de su vida que a más uno desconcertó en su visita al convento capuchino.

Pero mis queridos hijos, estas almas a nosotros nos obligan a subir; ¿por qué no subiremos más? Estamos nosotros destinados a amarlo a Dios sobre todas las cosas, y el amor es la dicha, la felicidad del ser humano: «Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Dios». Somos unos eternos torturados, prácticamente somos unos náufragos en el mundo, hasta que nos anclemos en Dios, hasta que nosotros en cierto modo no nos disolvamos en Él.

Mañana, pasado el umbral del tiempo, introducidos en la eternidad, entraremos en el éxtasis de Dios. ¿Por qué no anticiparnos nosotros, al éxtasis gracias al amor?

Pidámosle a Jesús Crucificado, que nos dé fortaleza para sufrir, para que nos haga verdaderamente enamorados de la cruz, que hablemos poco de la cruz pero que la llevemos con toda grandeza de alma, y que ciertamente nuestra vida pueda ser, una vida de copia perfecta de Cristo y de Cristo Crucificado, así nuestra vida tendrá una consistencia extraordinaria y así también junto a Cristo seremos corredentores de este pobre mundo de pecado.

Que así sea.

Que la bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca eternamente, que así sea.

Sermón predicado el 11 de octubre de 1968, en la Misa celebrada en la iglesia de Ntra. Señora de la Merced, de Buenos Aires

ENTRADA EN JERUSALÉN

 Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

Ven. Fulton Sheen

Era el mes de nisán. El libro del Éxodo ordenaba que en este mes se escogiera el cordero pascual y que dentro de cuatro días se llevara al lugar donde había de ser sacrificado. En el domingo de Ramos, el cordero era elegido por el pueblo de Jerusalén; el día de viernes santo se le sacrificaba.

   El Señor pasó su último sábado en Betania, en compañía de Lázaro y sus hermanas. Ahora circulaba la noticia de que nuestro Señor se dirigía a Jerusalén. Como preparación para su entrada, Jesús envió a dos de sus discípulos a una aldea cercana, donde, les dijo, encontrarían un pollino atado en el que ningún hombre se había sentado todavía. Tenían que desatarlo y traérselo a Él.

Y si alguien os preguntare: ¿Por qué le desatáis? Diréis así: Porque el Señor lo ha menester. Lc 19, 31

   Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: por un lado, la soberanía del Señor, y por la otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra, o el Verbo, se hubiera hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador una barca desde la cual poder predicar; tomó prestados panes de cebada y peces que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestada una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el cual entrar en Jerusalén. A veces Dios se permite tomar cosas de los hombres para recordarles que todo procede de Él. Para aquellos que le conocen, le es suficiente oír estas palabras: «El Señor tiene necesidad de tal cosa».

     Al acercarse a la ciudad, «una gran muchedumbre» salió a su encuentro; en ella se encontraban no sólo los ciudadanos, sino también los que habían acudido a la fiesta y, naturalmente, los fariseos. También las autoridades romanas andaban vigilando durante las grandes fiestas para que no se produjera ninguna insurrección. En todas las ocasiones anteriores nuestro Señor rechazó el fácil entusiasmo del pueblo, huyó de toda publicidad y evitó todo cuanto pudiera ser ostentación y exhibicionismo. En cierta ocasión

Mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Cristo. Mt 16, 20

     Al resucitar de entre los muertos a la hija de Jairo,

Les recomendó mucho que nadie lo supiese. Mc 5, 43

    Después de mostrar la gloria de su divinidad en la transfiguración,

Les mandó que a nadie dijesen las cosas que habían visto, sino cuando el Hijo del hombre se hubiese levantado de entre los muertos. Mc 9, 8

    Cuando las multitudes, después del milagro de los panes, intentaban proclamarle rey:

Partió otra vez a la montaña, Él solo. Jn 6, 15

  Cuando sus parientes le pidieron que fuera a Jerusalén y causara sensación ejecutando públicamente milagros, les dijo:

Mi hora no ha llegado todavía. Jn 7, 6

     Pero tan pública fue su entrada en Jerusalén, que incluso los fariseos dijeron:

He aquí que el mundo se va tras él. Jn 12, 19

    Todo ello era algo opuesto a su modo acostumbrado de proceder. Antes solía amortiguar todos los arrebatos de entusiasmo de ellos; ahora los encandilaba. ¿A qué obedecía este cambio de actitud?

   Porque su «hora» había llegado. Había llegado el momento de hacer por última vez pública afirmación de sus pretensiones. Sabía que esto era un paso hacia el Calvario y hacia su ascensión al cielo y establecimiento de su reino sobre la tierra. Una vez había reconocido las alabanzas que ellos le tributaban, la ciudad se hallaba ante la alternativa de confesarle como hizo Pedro o crucificarle. Se trataba de ver si era su rey o de si no querían tener a otro rey más que al césar. Ninguna aldea de Galilea, sino la ciudad real en tiempo de la pascua, era el lugar más indicado para que Él hiciera su postrera proclamación.

   Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

    Mateo declara de manera explícita que aquella solemne procesión fue para que se cumpliera la profecía de Zacarías:

Decid a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, manso, sentado sobre un asno. Mt 21, 5

    La profecía venía de Dios por medio de su profeta, y ahora el mismo Dios la estaba cumpliendo. La profecía de Zacarías tenía por objeto hacer ver el contraste entre la majestad y la humildad del Salvador. Si contemplamos los antiguos relieves de Asiría y Babilonia, de Egipto, de Persia y Roma, nos sorprende ver la majestad de los reyes, que cabalgaban triunfalmente montados en caballos o carros de guerra, e incluso a veces sobre los cuerpos de sus postrados enemigos. En cambio, contrasta con ellos el Rey que hace su entrada en Jerusalén montado en un asno. ¡Cuánto debió de reírse Pilato, si es que desde su fortaleza contempló aquel día el ridículo espectáculo de un hombre que estaba siendo proclamado rey y, sin embargo, hacía su entrada montado en la bestia símbolo de los seres despreciados, vehículo adecuado para uno que cabalgaba hacia las fauces de la muerte! Si hubiera entrado en la ciudad con el fausto y la pompa de los vencedores, habría dado ocasión para que creyeran que era un Mesías político. Pero la circunstancia que Él eligió corroboraba su afirmación de que su reino no era de este mundo. Nada había en aquella entrada que sugiriera que aquel pobre rey fuese un rival del césar.

    La aclamación de que le hizo objeto el pueblo fue otro modo de reconocer su divinidad. Muchas personas extendían sus vestidos por donde había de pasar Jesús; otros cortaban ramas de olivo y de palma y las esparcían a su paso. El Apocalipsis habla de una gran muchedumbre delante del trono del Cordero, con palmas de victoria en las manos. Aquí las palmas, tan a menudo usadas en toda la historia del pueblo judío para simbolizar la victoria, como cuando Simón Macabeo entró en Jerusalén, daban testimonio de su victoria, aun antes de quedar momentáneamente vencido.

    Luego, citando unos versículos del gran Hillel referentes al Mesías, las multitudes le seguían gritando:

¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! Paz en el cielo, y gloria en las alturas! Lc 19, 38

    Al admitir ahora que era el enviado de Dios, repetían en realidad el cántico de los ángeles en Belén, ya que la paz que Él traía era la reconciliación del cielo y la tierra. También se repetía la salutación que los magos hicieron ante el pesebre: «el rey de Israel». Un nuevo cántico fue entonado mientras clamaban:

¡Hosanna al Hijo de David! ¡Hosanna en las alturas! Mt 21, 9

¡Rey de Israel! Jn 12, 13

    Él era el príncipe prometido de la línea de David; el que venía con una misión divina. «Hosanna», que originariamente era una plegaria, se convertía ahora en un saludo triunfal de bienvenida al rey salvador. Aunque no entendían cabalmente por qué había sido enviado, ni qué clase de paz venía a traer, confesaban, sin embargo, que Jesucristo era un ser divino. Los únicos que no participaban de las aclamaciones de entusiasmo eran los fariseos.

Algunos de los fariseos de entre el gentío le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Lc 19, 39

    Era algo insólito que se dirigieran a Jesús, ya que estaban disgustados con Él por el homenaje de que le hacía objeto la muchedumbre. Con terrible majestad, nuestro Señor les respondió:

Os digo que si éstos callasen, las piedras clamarían. Lc 19, 40

    Si los hombres callaran, la naturaleza misma gritaría y proclamaría la divinidad de Jesucristo. Las piedras son duras, incluso ellas podrían clamar, ¡cuánto más duros deben ser entonces los corazones de los hombres que no reconocen la bondad de Dios para con ellos! Si los discípulos callasen, nada ganarían con ello los enemigos, puesto que las montañas y los mares proclamarían la verdad.

    La entrada había sido triunfal, pero Jesús sabía muy bien que los «hosannas» se convertirían en «¡crucifícale!», y las palmas se volverían lanzas. En medio de los gritos del pueblo, Jesús pudo percibir lo que murmuraba un Judas y las voces airadas que se levantarían delante del palacio de Pilato. El trono al que Él era exaltado era una cruz, y su coronación real sería una crucifixión. A sus pies extendían vestidos, pero el viernes le serían negados incluso los suyos propios. Desde un principio sabía lo que había en el corazón del hombre, y nunca sugirió que la redención de las almas humanas hubiera de realizarse por medio de una pirotecnia de palabras. Aunque era rey, y aunque ellos le aceptaban ahora como rey y Señor, Él sabía que la bienvenida que como Rey podía esperar era el Calvario.

    Sus ojos estaban arrasados en lágrimas, no a causa de la cruz que le aguardaba, sino debido a los males que amenazaban a aquellos que había venido a salvar y que no querían saber nada de Él.

    Al contemplar la ciudad,

Lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh si hubieras conocido tú, siquiera en este tu día, el mensaje de paz! ¡Mas ahora está encubierto a tus ojos! Lc 19, 41-42

    Vio con exactitud histórica cómo se abatían sobre la ciudad las fuerzas de Tito, a pesar de que los ojos que estaban contemplando el futuro se hallaban empañados por las lágrimas. Habló de sí mismo como si hubiera querido y podido evitar aquellos males recogiendo a los culpables bajo sus protectoras alas, tal como la gallina protege a sus polluelos, pero ellos no habían querido. Como el prototipo del gran patriota de todos los tiempos, miraba más allá de los propios padecimientos y fijaba los ojos en la ciudad que se negaba al Amor. Ver el mal y no poder remediarlo, debido a la humana perversidad, constituye la mayor de las angustias. Ver la maldad y no poder apartar al malhechor de su camino es suficiente para desanimar a cualquiera. Un padre siente que se le parte el alma de angustia al ver el mal comportamiento de su hijo. Lo que hacía asomar las lágrimas a los ojos de Jesús eran los ojos de los que no querían ver y los oídos de los que no querían oír.

    En la vida de cada individuo y en la de cada nación hay tres momentos: un momento de visitación o privilegio, en que Dios derrama sus bendiciones; un momento de rechazamiento, en que los hombres olvidan a Dios; y un momento de condenación y desastrosa calamidad, consecuencia de las decisiones humanas que demuestra que el mundo está guiado por la presencia de Dios. Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén mostraban a Jesús como el Señor de la historia, dando su gracia a los hombres y, sin embargo, sin destruir jamás su libertad de aceptarla o rechazarla. Pero, al desobedecer su voluntad, los hombres se destruyen a sí mismos; al darle muerte, mataban sus propios corazones; al negarle, llevaban a la ruina su propia ciudad y su propia nación. Tal era el mensaje de sus lágrimas, las lágrimas del rey que caminaba hacia la cruz.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.348-353.

 

EL COSTADO TRASPASADO

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo.

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor exhaló su último suspiro, a los dos ladrones les rompieron los huesos para apresurar su muerte. Le ley ordenaba que el cuerpo de un crucificado, y por lo tanto maldito de Dios, no podía permanecer en la cruz durante la noche. Además, siendo inminente el sábado de la semana de pascua, los observantes de la Ley tenían prisa por matar a los ladrones y enterrar a todos los que estuvieran crucificados. Faltaba cumplirse una profecía concerniente al Mesías. El cumplimiento tuvo lugar cuando:

Uno de los soldados traspasó su costado con una lanza, y en el acto salió sangre y agua (Juan, 19, 34).

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo. San Juan, que había sido testigo de cómo el soldado había traspasado el corazón de Cristo, escribió más tarde lo siguiente:

Éste es aquel que vino por medio de agua y sangre, Jesucristo: no con el agua solamente, sino con el agua y con la sangre (I Juan 5, 6).

Aquí se trata de algo más que un fenómeno natural, pues Juan le atribuye un significado misterioso y sacramental. El agua se encontraba al comienzo del ministerio de nuestro Señor, cuando fue bautizado; la sangre se encontró al fin del mismo, cuando Él se ofreció a sí mismo como oblación inmaculada. Lo uno y lo otro se convirtió en la base de la fe, puesto que en el bautismo el Padre declaró que Jesús era su Hijo y en la resurrección volvió a testificar su divinidad.

El mensajero del Padre fue empalado con el mensaje de amor escrito en su propio corazón. La lanzada fue la última profanación que tuvo que sufrir el Buen Pastor de Dios. Aunque se le perdonó la brutalidad de quebrarle las piernas, sin embargo, hubo cierto misterioso propósito divino en el hecho de que le fuera abierto el sagrado corazón. Este hecho fue registrado convenientemente en su evangelio por el apóstol Juan, el discípulo que se había recostado en el pecho del Maestro la noche de la última cena. En el diluvio, Noé practicó una puerta en el costado del arca, por la cual entraron en ella los animales para que pudieran escapar a la inundación; ahora una nueva puerta se abre en el corazón de Dios para que por ella puedan entrar los hombres y de este modo escapar a la inundación del pecado. Cuando Adán fue sumido en profundo sueño, Eva fue hecha de carne tomada de su costado y llamada madre de todos los vivientes. Ahora, cuando el segundo Adán inclinó la cabeza y se durmió en la cruz, bajo la figura de la sangre y el agua surgió de su costado su esposa, la Iglesia. El corazón abierto vino a cumplir las palabras de Jesús:

Yo soy la puerta: por mí si alguno entrare, será salvo (Juan, 10, 9).

San Agustín y otros escritores de los primeros tiempos del cristianismo escriben que Longino, el soldado que abrió los tesoros del sagrado corazón de Jesús, fue curado de ceguera; más adelante, Longino falleció siendo obispó y mártir de la Iglesia, y su fiesta se celebra el quince de marzo. Al ver cómo con la lanza era traspasado el corazón de Jesús, el apóstol Juan se acordó al punto de la profecía de Zacarías, emitida seis siglos atrás:

Mirarán a aquel que traspasaron (Juan 19, 37).

No es que primero aparezca el dolor y luego se mire a la cruz, sino que más bien el dolor de los pecados brota de contemplar la cruz. Todos los pretextos quedan arrinconados cuando de la manera más conmovedora se nos revela la vileza del pecado. Pero la flecha del pecado que hiere y crucifica lleva al mismo tiempo el bálsamo del perdón que cura. Pedro vio al Maestro y en seguida salió y lloró amargamente. De la misma manera que aquellos que miraban la serpiente de bronce quedaban curados de la mordedura ponzoñosa, ahora la figura se convierte en realidad y los que levantan los ojos hacia aquel que parecía un pecador, pero no lo era, quedan curados de la enfermedad del pecado.

Todos debe hacer esto, tanto si les gusta como si no. El Cristo traspasado se yergue en la encrucijada del mundo. Algunos miran y son ablandados por la penitencia; otros miran y se alejan pesarosos, pero sin arrepentirse, como hizo aquella muchedumbre que en el Calvario “se fue a su casa golpeándose el pecho”. Aquí el golpearse el pecho era señal de impenitencia: negábanse a mirar a aquel que habían traspasado. El mea culpa es el golpear de pecho que salva.

Aunque los verdugos atravesaron su costado, no le rompieron ningún hueso de su cuerpo, como había sido profetizado. El Éxodo había dicho que al cordero pascual no le romperían ningún hueso. Aquel cordero era solamente figura típica del cumplimiento del Cordero de Dios:

Estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: hueso de él no será quebrado (Juan 19, 36).

Esta profecía se cumplió a despecho de los enemigos de Cristo, quienes pedían lo contrario. Así como el cuerpo físico de Cristo tuvo heridas externas, contusiones y llagas, y, sin embargo, su estructura interna permaneció intacta, de la misma manera parecía predecir que, aunque su cuerpo místico, la Iglesia, tuviera sus heridas y llagas morales de escándalos e infidelidades, sin embargo, ni un solo hueso de su cuerpo le sería jamás quebrantado.

* “Vida de Cristo”, Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 533-535.

 

EL CUIDADO ADMIRABLE DE UN DIOS TRINO POR SUS CREATURAS

[…] Y mis delicias están con los hijos de los hombres. – Pr 8,22-31

Queridos todos,

Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, fiesta muy importante para nosotros, dónde podemos profundizar en esta verdad inefable de nuestra fe; fiesta en la cual podemos contemplar la misteriosa presencia del Dios Uno y Trino no solamente en la eternidad, como también en el tiempo; actuando en la historia en distintos momentos, pero principalmente actuando en nosotros por medio de su presencia -por la Inhabitación- en las almas en gracia.

Ahora me gustaría subrayar un aspecto de este misterio admirable, para asentarlo como base de lo que será desarrollado más adelante. Aunque en términos filosóficos, podemos atribuir ciertas propiedades a una persona de la Santísima Trinidad en particular, como, por ejemplo, atribuimos al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espíritu Santo la santificación, nosotros sabemos bien que ellas -las tres personas divinas- están presente en todas estas obras. Es decir, que la creación, por más que sea una obra que se atribuye al Padre, ahí también está el Hijo y el Espíritu; la redención, por más que sea una obra atribuida al Hijo, también se puede decir igualmente que es del Padre y el Espíritu Santo; y por fin, por más que el Espíritu Santo sea el que santifica las almas, esto lo hace también con la presencia del Padre y del Hijo.

Volviendo a la liturgia de hoy, llama mucho la atención el tema de la creación. Esta obra magnífica de Dios, de la Trinidad, dónde podemos sentir el inmenso amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen por nosotros.

Comencemos por la primera lectura, del libro de los Proverbios. Aquí está puesto en labios de la Sabiduría divina, el hecho de la creación bajo su perspectiva: […] cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia […]. Y aquí viene una maravilla que el Espíritu Santo nos reveló por medio del Escritor Sagrado: de un modo lleno de ternura y cariño, el Verbo Divino demuestra, por un lado, su poder sobre toda la creación, el dominio que tiene sobre todo lo que fue creado, y, por otro lado, el amor para con una de sus criaturas, al punto de regocijarse de poder encontrarse en medio de sus criaturas. Dice: […] jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres […].

Con razón es que debemos admirarnos de las obras de Dios, de las maravillas que el Señor se ha dignado sacar de la nada y darles vida, darles ser, darles existencia. Pero especialmente, debería asombrarnos el hombre, el hecho de que nos haya creado, por simple y puro amor por nada más que esto.

Este asombro lo expresa muy bien el Salmista en el Salmo 8, que rezamos todos los sábados en la oración de las Laudes, dice: Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado. / ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, / el ser humano, para mirar por él? Y no contento por tamaño asombro por el cuidado que Dios nos tiene, quiere subrayar la posición que Dios le ha dado al hombre en la creación para justificar su admiración: Lo hiciste poco inferior a los ángeles, / lo coronaste de gloria y dignidad, / le diste el mando sobre las obras de tus manos. / Todo sometiste bajo sus pies.

En efecto, ¡este asombro jamás debería salir de nuestra mente! Nuestra alma debería ponerse a considerar esta gran verdad, este magnífico misterio, y debería enternecerse de amor por el que nos ha creado, incluso a aquellas almas más obstinadas en el pecado. Porque la verdad es que, mirando tanta bondad por parte de Dios y sabiendo de la infidelidad de nuestros primeros padres, que se transformó a lo largo de los siglos hasta llegar a la miseria y podredumbre actual, ¡no merecíamos para nada todo este cuidado! Parece que Dios se ha olvidado de todo lo que le hicimos, nosotros los hombres. Bien tenía razón el Siervo de Dios, el cardenal Van Thuân, cuándo, jocosamente -y con mucha reverencia- exponía a la curia romana en unos Ejercicios Espirituales anuales en el año 2000[1] que, era uno de los defectos de Dios Nuestro Señor que él más admiraba: la poca memoria que tiene el Señor.

Pues sí, estábamos en guerra con Dios, pero por supuesto que era una guerra, en la cual el empeño en pelear venía solamente de parte nuestra. Dios siempre nos quiere perdonar y desea que estemos arrepentidos verdaderamente.

San Pablo, en la segunda lectura nos hace recordar del remedio para esta guerra, para que nos admiremos más todavía con tamaño cuidado que Dios nos tiene: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Es decir, que, no obstante saber la miseria que somos, que hemos sido sacados de la nada a la vida por puro amor y benevolencia por parte del Padre, que hemos sido soberbios y hemos renegado su paternidad buscando por nuestros propios medios encontrar la felicidad, que hemos sido reconciliados con Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre; aún considerando todo este panorama, todavía tenemos muchos más motivos para gloriarnos y, por supuesto, no hemos de olvidarnos jamás, que debemos admirarnos, que debemos asombrarnos cada vez más con estas verdades sublimes.

Dice el Apóstol Pablo: […] nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Sí, es lo que leemos en la segunda lectura: ¡nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios! Pues por el sublime acto de amor manifestado por nosotros en Cristo, el Padre celeste nos ha abierto las puertas del Reino celestial para toda la eternidad, para que gocemos de su presencia, para que volvamos a su seno para contemplarlo cara a cara.

Pero Señor, ¿por qué no nos arrebatas luego, no nos llevas junto a tu seno en la Trinidad para que podamos alegrarnos eternamente contigo? Tenemos que sufrir, padecer tanto en este mundo y ¡Ay! Aún corremos el riesgo de perderte.

Por un lado, más justo que esto no hay, una vez que debemos contribuir con nuestra parte para nuestra salvación eterna. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, basta recordarnos de esta frase de San Agustín para que entendamos que debemos poner lo nuestro en esta tarea. Pero, Señor, subiste al Padre, comenzaste a reinar en el Cielo con todos los justos que viniste a rescatar y ahora tienes preparado lugar ahí para cada uno de nosotros que luchamos para seguir lo que nos enseñaste, y aún nos cuesta tanto estas peleas, estas tribulaciones, estas crucecillas que tenemos que cargar cada día. Incluso en esto debemos gloriarnos, pues aumenta nuestro premio de gloria. No lo digo yo, acordémonos de lo que nos dice el Apóstol: Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

Ahora ya no nos queda más por lo cual admirarnos, ¿habrá algo más para que nos asombremos, para que quedemos extasiados delante de tanta bondad?

¡Ah, alma mía! Cuanto pierdes en no poner en el Señor el ancla segura de tu felicidad suprema. Dios, tan bondadoso, tanta bondad tiene para que se le escape por todos lados y la desborde (vierta…) en nosotros: ha sido derramado en nuestros corazones, dice San Pablo, desborda, el Padre tiene tanto amor para regalarnos, y al mismo tiempo que tiene todo su esplendor, su gloria, su majestad, su potencia, su infinitud siempre en la eternidad, quiso derramarse a sí mismo, junto con el Espíritu Santo y el Hijo en nuestros corazones. Lo tenemos dentro, muy dentro, en el más profundo centro del alma, diría San Juan de la Cruz.

En el Evangelio, Jesús dijo: Todo lo que tiene el Padre es mío, lo mismo podemos decir del Espíritu Santo, y fuimos comprados por el Padre a precio de la Sangre preciosísima de su Hijo Unigénito. Por esto, que la Santísima Virgen María nos ayude a tomar conciencia de nuestra dignidad, de quién es Aquél a quién pertenecemos, para que nos admiremos siempre más del tamaño del amor con que la Santísima Trinidad nos ha amado desde toda la eternidad.

Que la Virgen nos conceda a todos esta gracia.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

[1] Idea sacada del libro Testigo de Esperanza, del Card. Van-Thuân

Un nuevo relicario para nuestra Capilla

“La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.” (CIC 955)

La carta a los Hebreos nos advierte: “Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe.” (Heb 13,7) El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 956, al hablar de la intercesión de los santos, nos enseña que por el simple hecho de que “los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la Santidad […] No dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra […] Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

Esta veneración que les prestamos a los santos, confiando en su auxilio junto a Cristo Señor y esperando recibir las gracias necesarias para que alcancemos el mismo camino que ellos mismos han recorrido y que, por lo tanto, han alcanzado la meta definitiva en la eternidad, es algo de una tradición antiquísima en la Iglesia. Con efecto, en el famoso Martirio de San Policarpo, nos es relatado la siguiente frase del santo obispo, dice san Policarpo: “Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su Rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos.” (CIC 957).                                                   

Con gran alegría, esta semana pudimos poner en nuestra sencilla capilla, un nuevo relicario, que nos recuerda toda esta enseñanza milenaria de la Iglesia sobre la veneración de los santos. Es una tradición en nuestra congregación, y en varios otros lugares también, el tener en la capilla un cuadro reservado para las reliquias de los santos, para que ellos también nos acompañen y nos auxilien en nuestro trabajo cuotidiano de amar más y más a Nuestro Señor.

Con ayuda de bienhechores, pudimos mandar confeccionar un relicario más grande, dónde fue posible ordenar no sólo las reliquias que ya teníamos, como también ponerle más reliquias que teníamos guardadas por cuestión de falta de espacio.

Ahora, con mucha alegría, les compartimos esta noticia y, confiados en la intercesión de estos nuestros amigos del Cielo, nos encomendamos unos a otros a su intercesión y ayuda para que ambos podamos alcanzar la gloria de la patria celestial y gozar por toda la eternidad de los gozos y alabanzas al Dios Uno y Trino que vive y reina por los siglos de los siglos, ¡amén!

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia