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REGINAE PALESTINAE, ORA PRO NOBIS!

Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa – Patrona de la diócesis Patriarcal

Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá – Lc 1, 41-50

Juntamente con toda la diócesis Patriarcal de Tierra Santa, estamos celebrando en este domingo XXXº del Tiempo Ordinario, la solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa, patrona principal de la diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén.

La Virgen, en su Santuario, en el valle de Soreq, a unos 35 km al oeste de Jerusalén, a mitad del camino entre la Ciudad Santa y Tel Aviv, cerca de la ciudad de Beit Shemesh, bendice a todo su pueblo de estas santas Tierras. Tierras estas que fueron bendecidas antaño no solamente por su misma presencia como Madre del Hijo de Dios encarnado, sino también por la presencia del mismo Verbo Encarnado.

La fiesta de la Virgen María, Reina de Tierra Santa, o Reina de Palestina, desde el año 1927, fue aprobada por la Santa Sede con la invitación a que sus fieles implorasen a la Virgen de Nazaret por su protección, de manera muy especial, para esta que es su Tierra Natal. Allá, en el alto de este Santuario, se encuentra la Virgen: una estatua de bronce de 6 metros, destacándose sobre el frontispicio, representando a María bendiciendo su tierra con su mano extendida. A sus pies una dedicatoria proclama “Reginae Palestinae” (A la Reina de Palestina). Conviene aclarar aquí que, este título dado a la Virgen María no tiene el sentido político que a veces se le da en la actualidad, sino que designa más bien, sin más, a la región geográfica de la patria terrestre de Jesús y de María, su Madre.

San Juan Pablo II, cuándo estuvo peregrinando en el Jubileo del año 2000 a estas tierras, empezaba su homilía aquí en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, citando a un hermoso pensamiento de San Agustín: “Él [Dios] eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido.” (Sermo 69, 3,4). Y añadía: “Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (Cf. Lc 1, 48).[1] Nosotros nos encontramos en medio de estas generaciones futuras que vendrían a proclamar la bienaventuranza de la Madre de Jesús. Tuvimos que venir de tierras muy lejanas para proclamarla aquí bienaventurada, y la razón solamente la conoce la Providencia de Dios y así lo ha dispuesto desde toda la Eternidad, pero la verdad es que, desde el momento mismo en que la Virgen María pronunció aquí -a algunos kilómetros de dónde estamos, en la humildad de la gruta en Nazareth- su Fiat al plan Salvífico de Dios, ella jamás ha dejado de ser objeto de alabanza y servicio por parte de los ángeles, más aún, con el paso del tiempo, especialmente después de que Su Hijo Unigénito, Jesucristo, nuestro Señor nos la dejó como madre nuestra, también los hombres se pusieron a su servicio, para alabarle por su belleza, su majestad, y por su plenitud de gracia.

Escuchemos las palabras de un obispo en el siglo XII, San Amadeo de Lausana: “Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la Asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor. Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. […]”[2]

Sin embargo, no solamente podemos contar con la Santísima Virgen María para ser objeto de nuestra veneración, de nuestras alabanzas, sino que también y -podríamos decir-, especialmente, su papel más señalado es el de nuestra protectora, de nuestro refugio, auxilio. Una Reina verdadera que vela por su pueblo, por sus hijos afligidos, por los que sufren, por los que están indefensos; en fin, por todos nosotros.

Con mucha razón la Iglesia nos pone en la oración colecta que hemos rezado al comienzo de esta celebración, las siguientes palabras, suplicándole a la Virgen María “…que concedas a esta Tierra Santa, en la que el infinito amor de tu Hijo completó los sagrados misterios de la Redención, ser defendida de todo mal y servirte dignamente testimoniando la fe.” Nuestro Patriarca, el Cardenal Pierbattista Pizzaballa, en el pasado mes de agosto, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, con palabras fuertes y profundas dijo en su homilía de Jerusalén: “Realmente parece que esta Tierra Santa nuestra, que custodia la más alta revelación y manifestación de Dios, es también el lugar de la más alta manifestación del poder de Satanás. Y quizás precisamente por esta misma razón, porque es el Lugar que custodia el corazón de la historia de la salvación, que se ha convertido también en el lugar en el que “el Antiguo Adversario” trata de imponerse más que en ningún otro lugar.”[3]

Nosotros estamos llamados a unirnos al clamor de toda la Iglesia suplicándole a la Santísima Virgen María su protección; es necesario que oremos sin desfallecer delante de nuestra Reina y Madre, para que esta bendición que nos imparte a todos desde el alto de su santuario en Deir Rafat, se extienda por todo el orbe, sí, pero de modo muy especial por esta Tierra Santa; que derrame sobre estas tierras -y no sólo a estas tierras, sino también a todo el mundo- la paz que tanto anhelamos, y que con ella venga el consuelo a los que lo necesitan, la alegría a los que lloran, la fortaleza a los que no pueden luchar más…

Pero sobre todo es necesario pedirle insistentemente que nos conceda la gracia de ser auténticos imitadores de su Hijo. Todos nosotros fuimos llamados a ser discípulos de Jesús, a anunciar la buena nueva del Evangelio a todos, primeramente, con nuestra vida, siendo nosotros mismos testimonios vivos de la fe que nos hace pedir la Iglesia en esta Misa.

Debemos confiar en que, por más que no sea posible ver mucha luz en el mundo que nos rodea, la maldad de este mundo jamás prevalecerá. Como en la lectura del Apocalipsis que escuchamos: fue dado a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro. Este hijo es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, es el Cristo en el cual fue establecido nuestra salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios. A Él la gloria, la alabanza y el poder, por los siglos de los siglos.

A la Santísima Virgen María, Reina de Tierra Santa, le rogamos confiados que nos escuche, que reciba primeramente nuestra veneración, nuestra alabanza, nuestros loores jubilosos por tener a tan tierna Madre como Reina y protectora, pero también que nos escuche e interceda por nosotros, para derramar sobre esta que es su Tierra natal, las gracias tan necesarias para sus hijos.

¡Así sea!

P. Harley Carneiro, IVE

[1] Cfr. Homilía en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, 25/03/2000

[2] Homilía de San Amadeo de Lausana, obispo, siglo XII (2ª Lectura del Oficio proprio de la Solemnidad de la Virgen María, Reina de Tierra Santa)

[3] Pizzaballa, Card. Pierbattista, Homilia de la Asunción, 2025 (Disponible en: https://www.lpj.org/es/news/homily-assumption-of-the-blessed-virgin-mary-2025)

 

SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – Iª Parte

En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar.

  1. Recuerdo que me pediste, y yo convine en ello, que había de escribir algo para ti acerca de la oración. Ahora que ese Dios a quien oramos me ayuda y tengo tiempo y oportunidad, voy a pagar mi deuda y ponerme al servicio de tu piadoso deseo en la caridad de Cristo. No puedo explicar con palabras el gozo que me causó tu petición, pues en ella reconocí lo mucho que te preocupas por tan alto negocio. ¿Qué ventaja mayor pudo ofrecerte tu viudez que la constancia en la oración de día y de noche, según el aviso del Apóstol, que dice:La que es verdaderamente viuda y desolada, espere en el Señor y persista en la oración de día y de noche?1Puede causar extrañeza el que, siendo, según este siglo, noble, rica, madre de numerosa familia, viuda en el siglo, aunque no desolada, haya llegado a ocupar tu espíritu y a reinar en él esa preocupación de orar; pero es porque prudentemente entiendes que en este mundo y en esta vida no hay alma que pueda vivir segura.
  2. Quien te infundió ese pensamiento, hace contigo, sin duda, lo que hizo con sus discípulos. Entristecidos quedaron, no por sí mismos, sino por el género humano, y desesperanzados de la salvación de todos, al oír que era más fácil que un camello entrara por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. El Señor les hizo una portentosa y benigna promesa: que para Dios era fácil lo que para los hombres era imposible2. Pues aquel para quien es fácil hacer entrar a un rico en el reino de los cielos te inspiró esa piadosa solicitud, sobre la cual te decidiste a preguntarme cómo has de orar. Cuando todavía estaba Jesús en la carne, envió al rico Zaqueo al reino de los cielos. Resucitado y glorificado, después de la Ascensión, hizo que muchos ricos desdeñasen este siglo, repartiéndoles el Espíritu Santo, y aun los hizo más ricos poniendo fin a su codicia de riquezas ¿Cómo te preocuparías tú de orar a Dios si no esperases en Él? ¿Y cómo esperarías en Él si esperases en lo incierto de las riquezas y despreciases el precepto del Apóstol? Dijo, pues, el Apóstol:Manda a los ricos de este mundo que no se jacten de su saber ni esperen en lo incierto de las riquezas, sino en Dios vivo, que nos da de todo abundantemente para gozarlo; para que sean ricos en obras buenas y repartan con facilidad y comuniquen y se atesoren un fundamento bueno para el futuro, para que conquisten la vida eterna3.
  3. Debes, pues, por el amor de la vida verdadera, considerarte desolada en el siglo, sea cualquiera la felicidad que te envuelva. En conformidad con aquella vida verdadera (en cuya comparación esta que tanto se ama, por muy alegre y larga que sea, no merece el nombre de vida) es también verdadero el consuelo que el Señor promete por el profeta, diciendo:Le daré un consuelo verdadero, paz sobre paz4.Sin ese consuelo, en todos los otros consuelos más se encuentra desolación que consolación. Porque las riquezas y las cumbres de los honores y las demás vanidades con que se juzgan felices los mortales, por no conocer aquella verdadera felicidad, ¿qué consolación brindan, cuando en ellas es más importante no necesitar que sobresalir, cuando atormentan, después de adquiridas, con el temor de perderlas, mucho más que con el ardor de poseerlas cuando aún no se tienen? Con tales bienes no se hacen buenos los hombres; los que se hicieron buenos por otra parte, hacen por el buen uso que ellas sean bienes. No está en ellas el verdadero consuelo, sino más bien allí donde está la verdadera vida, puesto que es necesario que el hombre se haga bienaventurado con lo mismo que se hace bueno.
  4. Parece que los hombres buenos brindan en esta vida no pequeños consuelos. Si la pobreza aprieta, si el luto entristece, si el dolor corporal atormenta, si acongoja el destierro, si cualquiera calamidad angustia, hay hombres buenos que no sólo saben alegrarse con los que se alegran, sino también llorar con los que lloran5, y saben hablar y conversar amablemente. Suavizan no poco las asperezas, alivian las cargas, ayudan a superar las adversidades; pero en ellos y por ellos obra aquel que los hace buenos con su Espíritu6. Por el contrario, si las riquezas abundan y ninguna orfandad sobreviene, si hay salud en la carne y habitación incólume en la patria, pues en ella hay también hombres malos de quienes nada puede fiarse, de quienes se temen y soportan el fraude, el dolo, los arrebatos, las discordias y las traiciones, ¿acaso no se convierten en amargas y duras todas aquellas riquezas? ¿Acaso se encuentra en ellas parte dulce o alegre? En todos los negocios humanos, nada es grato para el hombre si no tiene por amigo al hombre. ¿Quién puede hallarse que sea tan buen amigo, que podamos tener en esta vida seguridad cierta de su intención y de sus costumbres? Como nadie se conoce a sí mismo, tampoco unos a otros se conocen; y nadie se conoce a sí mismo hasta el punto de estar seguro de su conducta en el siguiente día. Por eso, aunque muchos sean conocidos por sus obras7y otros muchos alegren a los prójimos con su buena conducta, otros muchos los entristecen con la suya mala. Por esa ignorancia e incertidumbre del ánimo humano, nos amonesta justamente el Apóstol a que no juzguemosantes de tiempo, hasta que venga el Señor, e iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los pensamientos del corazón, y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios8.
  5. En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar. Aprenda en las divinas y santas Escrituras a dirigir a ellas la vista de la fe como a una lámpara colocada en un tenebroso lugar hasta que nazca el día y el lucero brille en nuestros corazones10. Como una fuente inefable de ese resplandor es aquella luz, que reluce en las tinieblas11de tal modo que las tinieblas no la envuelven. Para verla hemos de limpiar nuestros corazones por medio de la fe12, puesbienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios13sabemos que cuando apareciere seremos semejantes a El, porque le veremos como El es14. Entonces habrá verdadera vida tras la muerte, y verdadero consuelo tras la desolación. Aquella vida eximirá a nuestra alma de la muerte, y aquel consuelo librará nuestros ojos de las lágrimas. Y pues allí no habrá tentación alguna, sigue diciendo el Salmo: Y librará mis pies de la caída. Pues si no hay ya tentación, tampoco habrá oración; porque no cabrá allí esperanza del bien prometido, sino goce pleno del bien otorgado. Por eso sigue diciendo: Agradaré al Señor en la región de los vivos15en que entonces estaremos, no en el desierto de los muertos, en que ahora estamos. Porque estáis muertos, dice el Apóstol, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; mas cuando apareciere Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis vosotros con él en la gloria16. Esa es la verdadera vida, que los ricos deben conquistar con sus buenas obras, según tienen mandado. Una viuda desolada, aunque tenga muchos hijos y nietos y lleve piadosamente su casa, procurando que todos los suyos pongan su esperanza en Dios17, tiene que decir con este consuelo en la oración: Mi alma tuvo sed de ti; ¡cuánto te desea mi carne en esta tierra desierta, y sin camino, y sin agua!18 Esto es esta vida moribunda, por muchos consuelos humanos que la rodeen, por muchos compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de cosas que la llenen. Bien sabes cuan inciertas son todas las delicias. Y en comparación de aquella felicidad prometida, ¿qué podrían ser, aunque no fuesen inciertas?
  6. Te digo esto porque has solicitado mis palabras, tú, una viuda rica y noble, madre de numerosa familia, acerca de la oración; te invito a que te sientas desolada en medio de todos los que permanecen contigo en esta vida y te atienden, porque todavía no has alcanzado aquella vida en la que se da el verdadero y cierto consuelo, donde se cumplirá lo que está escrito por el profeta:Por la mañana nos saciamos de tu misericordia y nos hemos alegrado y regocijado en todos nuestros días. Nos hemos congratulado por los días en que nos humillaste, por los años en que vimos la adversidad19.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

NECESIDAD DE LA CRUZ

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

D. Columba Marmion, OSB

No nos dejemos abatir por las pruebas, las contradicciones. Ellas serán tanto más grandes y profundas cuanto Dios nos llame a mayor perfección. ¿Por qué esta ley?

Porque es el camino por donde pasó Jesús, y cuanto más queramos estar unidos a Él, tanto más debemos asemejarnos a Él en el más profundo e íntimo de sus misterios. San Pablo, ya lo sabéis, reduce toda la vida interior al conocimiento práctico de Jesús, y de Jesús crucificado. Y Nuestro Señor mismo nos dice que el “Padre, que es el divino viñador, poda la rama para que dé más frutos”. Purga bit eum ut fructum plus afferat. Dios tiene mano poderosa, y sus operaciones purificadoras llegan a profundidades que sólo los santos conocen; por las tentaciones que permite, por las adversidades que envía, por los abandonos que y soledades que produce en el alma, intenta deshacerla de lo creado; la “persigue para poseerla”; penetra hasta los tuétanos, “rompe hasta los huesos”, como dice Bossuet en alguna parte, “a fin de reinar solo”.

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

Hay almas que tienen mucha actividad: hacen oración, se dan a la mortificación, se dedican a obras… adelantan, pero cojeando, un poco, porque su actividad es en parte humana. Hay otras almas que Dios ha tomado de su mano y que adelantan mucho, porque es Él mismo quien obra en ellas. Pero, antes de llegar a este segundo estado, se debe sufrir mucho, porque conviene que antes haya dejado sentir el Señor al alma que ella no es nada, ni puede nada; conviene que Él llegue a decir con toda sinceridad: Ut jumentum factus sum, apud te: ad nihilum redactus sum et nescivi: “Yo soy estúpido, sin inteligencia, como bestia de carga ante el Señor.”

Querida hija mía, es esto lo que el Señor está dispuesto hacer en vos, y tendréis que sufrir mucho mientras no logréis este resultado; pero no os espantéis si sentís que todo hierve en vos; no os desaniméis si, luego, sentís vuestra incapacidad porque Dios, después de haber como anulado vuestra actividad humana, vuestras energías naturales, tomará Él mismo al alma y la conducirá a la unión consigo. Cuando hagáis el Vía-Crucis, uníos a los sentimientos que tenía nuestro divino Salvador; esto no puede dejar de agradar al Padre Eterno, si le ofrecemos la imagen de su Hijo. En la XIV estación, vemos el Cuerpo de Nuestro Señor exinanitum, “inanimado”, pero tres días después sale del sepulcro, lleno de vida, de una vida magnífica… Lo mismo acaecerá con nosotros; si dejamos que Dios obre en nosotros, después de que Él haya destruido todo lo que en nosotros se opone a la gracia, nos llenará de su vida; será la realización de esta palabra: Christus mihi vita: “Cristo es mi vida.”

A esto debéis aspirar: el Padre eterno sólo desea ver en vos a su Hijo. Acordaos de la palabra de san Pablo: Ut inveniat in illo: Yo deseo ser hallado en Cristo (no con mi propia justicia). Os aconsejo que pongáis todas las mañanas cada una de vuestras facultades a los pies de Cristo, a fin de que todo salga de Él y que vos nada hagáis sino por amor a Él.

No hay duda alguna de que vuestras penas interiores forman gran parte del plan de Dios misericordiosísimo para la santificación de vuestra alma. Todos hemos pasado por este invierno, porque “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”. Era necesario que vuestra alma fuese surcada por el sufrimiento; que experimentaseis que el sentimiento del entero abandono por parte de Dios es el mayor de todos los sufrimientos: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me habéis abandonado?” Porque erais agradable a Dios, era necesario que la prueba os visitara… Después del invierno vendrá la primavera; luego, el verano…

El sufrimiento desprende al alma

Después de que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto en el sacramento de la penitencia la satisfacción necesaria y, por la absolución, ha lavado nuestra alma en la sangre divina, añade estas palabras: “Que todos los esfuerzos que hagas para cumplir el bien, que todo cuanto sufras, sirva para el perdón de tus pecados, aumento de la gracia y recompensa en la vida eterna.”

Por esta plegaria, el sacerdote da a nuestros sufrimientos, a nuestros actos de satisfacción, de expiación, de mortificación, de reparación, de paciencia —que de esta manera une al sacramento— una eficacia particular, que nuestra fe no puede olvidar de poner a luz. “En remisión de tus pecados,”

El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios tiene tal munificencia en su misericordia, que no sólo las obras de expiación que el sacerdote nos impone, o que nosotros mismos escogemos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición humana, todas las contrariedades temporales que Dios envía o permite y que nosotros soportamos con paciencia, sirven, por los méritos de Jesucristo, de satisfacción cerca del Padre celestial. Por esto —y yo no sabría encarecéroslo bastante—es una práctica muy excelente y fecunda, la de que cuando nos presentemos ante el sacerdote o, mejor aún, ante Jesucristo, para acusar nuestras faltas, aceptemos, en expiación de ellas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las contradicciones que nos puedan sobrevenir; y más aún, la de señalarnos en este momento tal o cual acto de mortificación, por insignificante que sea, para irlo cumpliendo hasta la confesión siguiente.

La fidelidad a esta práctica, que encaja muy bien con el espíritu de la Iglesia, es extraordinariamente fecunda.

Por de pronto, evita el peligro de la rutina. Un alma que se sumerge de tal modo, por la fe, en la consideración de la grandeza de este sacramento por el que se nos aplica la sangre de Jesús, y que, por una intención llena de amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente de duro, difícil, penoso, contrario en su vida, una alma así es refractaria a la rutina que se pega, en muchas personas, en la frecuente confesión.

Además, esta práctica representa un acto de amor en gran manera agradable a Nuestro Señor, porque indica la voluntad de participar de los sufrimientos de su Pasión, el más santo de sus misterios.

Hay renuncias que, por decreto de la Providencia, trae consigo el curso de la vida y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo: tales son el sufrimiento, la enfermedad, la muerte de seres amados, los reveses y adversidades, las contrariedades y contradicciones que dificultan la realización de nuestros planes, el fracaso de nuestras empresas, nuestras decepciones, los momentos de tedio, las horas de tristeza, el “peso del día”, que abatía ya entonces tan fuertemente a san Pablo hasta el extremo de que “la existencia —lo dice él mismo— le era pesada”… tantas miserias que nos despegan de nosotros mismos y de las criaturas, no sin mortificar nuestra naturaleza, y “haciéndonos morir” poco a poco, “cada día”: quotidie morior.

Ésta era la frase de san Pablo; pero, si “él moría cada día”, era para vivir más, cada día también, la vida de Cristo.

Siento mucha compasión por vos, por la prueba que Dios os envía en estos momentos. Es un martirio. Sin embargo, yo me conformo enteramente con la santa voluntad de nuestro amado Señor, que os envía esta cruz tan íntima de su Corazón Sagrado. Creedme, y os lo digo en nombre de Dios, esta prueba os ha sido enviada por el amor de Nuestro Señor, y ella debe realizar una obra en vuestra alma que ninguna otra podría llevarla a cabo. Será la destrucción de vuestro amor propio, y, cuando salgáis de esta prueba, seréis mil veces más querida de su Sagrado Corazón que antes. Pues, aunque os tenga mucha compasión, no quisiera por nada del mundo que dejarais de pasarla, porque veo que Jesús, que os tiene un amor mil veces mayor que el que os podáis tener vos misma, permite que os alcance esta prueba. Estad segura de que durante todo este tiempo, os encomendaré mucho en mis oraciones y sacrificios, para que Dios os de fortaleza para saber aprovecharos bien de esta gracia.

Ya sabéis que Dios se complace en conducirnos por el camino de la perfección a la luz de la obediencia, y con Frecuencia nos priva de toda otra luz y nos conduce sin dejarnos comprender sus caminos. Conviene mantenerse, durante pruebas semejantes, en una sumisión completa y en una convicción inquebrantable —a pesar de lo contrario que os puedan inspirar vuestra razón o el demonio— de que sabrá sacar su gloria y vuestro crecimiento espiritual de manera muy diferente de la que habríais escogido por vuestra cuenta. Yo os digo de parte de Dios que esta prueba es una ganancia para vos, y estoy tan convencido que, desde que me di cuenta de su comienzo, sabía que duraría una temporada; es muy dolorosa, es la mayor de las cruces que Dios puede enviar a un alma que lo ama, pero, mientras seáis obediente, no hay peligro ninguno.

El sufrimiento da frutos para el alma y para toda la Iglesia

Dios colma de bendiciones especiales al alma poseída del espíritu de abandono. Se siente uno incapaz de decir lo que Dios hace en esta alma, cómo adelanta en santidad. La conduce por caminos seguros a la cumbre de la perfección. A veces, es cierto, puede parecer que estos caminos contrarían el fin, pero “Dios logra sus fines, guiando todas las cosas con fuerza y dulzura”. “Todo”, decía Jesús a su fiel sierva Gertrudis, “tiene su hora en los adorables designios de mi providente Sabiduría”.

¡Felices las almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la desnudez de la cruz! Ésta es para ellas un manantial inagotable de preciosas gracias.

Los sufrimientos son el precio y la señal de los verdaderos favores divinos… Las obras y las fundaciones basadas en la cruz y el sufrimiento son las únicas durables.

Los sufrimientos que habéis soportado son, para mí, señal de una bendición especial de Aquel que, en su sabiduría, ha querido basarlo todo en la cruz.

Hay en vuestra carta una frase que me satisface mucho, porque en ella adivino una fuente de gran gloria de Dios. Decís: “En mí no hay nada, absolutamente nada, en que yo pueda tener un poco de seguridad. Así, pues, no ceso de abandonarme con confianza en el corazón de mi maestro.” Ésta es, hija mía, la verdadera alegría, porque todo lo que Dios hace por nosotros es efecto de su misericordia, movida por el reconocimiento de esta miseria; y un alma que ve su miseria y que la presenta continuamente a los ojos de la misericordia divina, da mucha gloria a Dios, dándole ocasión de mostrar su bondad al alma. Continuad siguiendo este atractivo, y dejaos conducir, en medio de las tinieblas de la prueba, a la unión que Dios os prepara con Cristo.

En cuanto vos, Nuestro Señor me obliga a rogar mucho para que permanezcáis con gran generosidad sobre el altar de la inmolación con Jesús. Un alma, por miserable que sea, unida así a Jesús en su agonía, pero, como Abraham, “esperando contra toda esperanza”, da una gloria “inmensa” a Dios y ayuda a Jesús en su obra de la Iglesia.

Veo que habéis sufrido, yo he sufrido también: ¡estamos tan unidos! Pero, sin embargo, no podía desear otra cosa. Yo os he depositado con Jesús, como su Amén, en el fondo del seno del Padre. Él os ama infinitamente mejor que yo. Yo os entrego a Él, como María entregó a Jesús, y si Él quiere clavaros en la cruz con vuestro Esposo, si quiere para vos la vergüenza, el sufrimiento y equivocaciones, si quiere para vos la inmolación, yo lo quiero también, como lo quiero para mí mismo. No hemos sido hechos para gozar aquí abajo: nuestra felicidad está arriba: Sursum corda. En el plan divino, todo bien viene del Calvario, del sufrimiento. San Juan de la Cruz ha dicho que Nuestro Señor no da casi nunca el don de la contemplación, de la unión perfecta, más que a aquellos que han trabajado mucho y sufrido mucho por Él. Pues bien, mi anhelo sobre vos es esta unión perfecta, tan fecunda para la Iglesia y las almas. San Pablo nos dice: “De buena gana me gloriaré de mis flaquezas, a fin de que la fuerza de Cristo habite en mí.” Yo os deseo ver muy débil en vos misma, pero llena de la virtus Christi. Jesús ha prometido que, por la Santa Comunión, no solamente nosotros moraremos en Él, sino que Él morará en nosotros. Es ésta la virtus Christi. Cuando más nuestra vida proceda de Él, tanto más tendremos la virtus Christi, más nuestra vida glorificará al Padre: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto; aquel que mora en Mí y Yo en Él, éste da mucho fruto.”

El Señor es dueño de sus dones y, sin mérito ninguno de su parte, llama a ciertas almas a una unión más íntima con Él, a compartir sus penas y sus sufrimientos, para gloria de su Padre y bien de las almas: Adimpleo in corpore meo quae desunt passionum Christi pro corpore ejus, quod est Ecclesia: “Yo completo en mi propio cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo para su cuerpo místico que es la Iglesia.” “Nosotros somos el cuerpo de Cristo y miembros de sus miembros.” Dios hubiera podido salvar a los hombres sin que éstos hubiesen tenido que sufrir o merecer, como lo hace con los niños pequeños que mueren después del Bautismo. Pero, por decreto de su adorable sabiduría, había decidido que la salvación del mundo dependiera de una expiación, de la cual su Hijo Jesús sufriría la mayor parte, pero a la que se asociarían sus miembros. Muchos hombres se olvidan de dar su parte de sufrimientos aceptados en unión con Jesucristo.

Por esto, Nuestro Señor escoge a algunas almas que se asocian a la gran obra de la redención. Son almas selectas, víctimas de expiación y de alabanza. Estas almas hacen mucho por la gloria de Jesús, mucho más de lo que se puede imaginar, y las delicias de Jesús están en hallarse en ellas. Pues bien, hija mía, estoy persuadido de que vos sois una de estas almas. Sin mérito ninguno de vuestra parte, Jesús os ha escogido. Si sois fiel, llegaréis a una estrecha unión con Nuestro Señor y, una vez unida a Él, perdida en Él, vuestra vida será muy fecunda para su gloria y la salvación de las almas. El día de las bodas místicas, no veréis sino flores de la corona que Dios colocó sobre vuestra cabeza. Pero, hija mía, no olvidéis jamás que la esposa de un Dios crucificado es una víctima. Os digo esto, porque preveo que sufriréis y os hace falta mucho ánimo, mucha fe, mucha confianza. Se tendrá que atravesar desiertos, tinieblas, oscuridades, desalientos, abandonos. Sin esto, vuestro amor no sería nunca profundo, ni fuerte. Pero si sois fiel y abandonada, Jesús os tenderá siempre la mano: “Aunque tenga que pasar por las tinieblas de la muerte, nada temeré, pues Vos estáis conmigo.”

 

Columba Dom MarmionDios nos visita a través del sufrimiento y el amor. Ed. Lumen, Buenos Aires-Mexico, 2004, pag. 196- 199. 204 – 207

2ª CARTA DE UN MONJE EN EL SAHARA – SAN CHARLES DE FOUCAULD

El tiempo se nos ha dado para santificarnos y santificar a los demás, y no para ser inútiles y malos; grave es la advertencia de Jesús: «Será pedida cuenta en el último día de toda palabra inútil».

San Charles de Foucauld

Tamanrasset, 11 de marzo 1909

Desde hace mucho tiempo, perseguido por la idea del abandono espiritual de tantos infieles, y en particular del de los musulmanes e infieles de nuestras colonias, viendo, al mismo tiempo, el amor por los bienes materiales y la vanidad invadir cada vez más al pueblo cristiano, he puesto sobre el papel, después de mi último retiro, hace un año, un proyecto de asociación católica, teniendo el triple fin de llevar a los cristianos a una vida de acuerdo con la del Evangelio, presentando como modelo a Aquel que es el Modelo Único; de desarrollar entre ellos el amor de la Santa Eucaristía, que es el bien infinito y nuestro Todo, y provocar entre ellos un movimiento eficaz para la conversión de los infieles, y especialmente para el cumplimiento del deber estricto que todo pueblo cristiano tiene de dar educación cristiana a los infieles de sus colonias.

No solamente por medio de dones materiales es como se debe trabajar por la conversión de los infieles, sino provocando el establecimiento entre ellos, a título de cultivadores, de colonos, comerciantes, artesanos, propietarios, etc., de excelentes cristianos de todas las condiciones, destinados a ser preciosos apoyos para los misioneros, a atraer por medio del ejemplo, la bondad y el contacto, a los infieles a la fe y a ser los núcleos a los cuales puedan agregarse uno a uno los infieles a la medida que se conviertan. La Cofradía, con la intensidad de vida cristiana que debe desarrollar y el deber de convertir infieles, que debe ponerse continuamente ante los ojos, es apropiada también para multiplicar las vocaciones de sacerdotes, religiosos y religiosas misioneros. De buenos cristianos viviendo en el mundo, la Cofradía hará una especie de misioneros laicos; ella los llevará a expatriarse para ser misioneros laicos entre las ovejas más perdidas, mostrándolas cómo la conversión de ellas es un deber para los pueblos católicos y cómo es hermoso y cristiano consagrar su vida a ellas.

Los deberes de los hermanos y hermanas que no son sacerdotes ni religiosos hacia los infieles son tanto más graves cuanto ellos hacen a menudo más que los sacerdotes, religiosos y religiosas. Mejor que ellos pueden entrar en relaciones, ligar lazos de amistad, mezclarse y tomar contacto entre ellos. Como los infieles sienten una repulsión contra los cristianos, cuando tienen una religión que les inspira una fe profunda, los sacerdotes, religiosos y religiosas, les causan desconfianza; frecuentemente a los sacerdotes y religiosos les faltan puntos de contacto, ocasión de ponerse en relación con los infieles; además, la prudencia y las reglas de sus Institutos les estorban algunas veces para sobrepasar ciertos límites de intimidad, penetrar en el hogar familiar, entrar en relaciones estrechas. Aquellos que viven en el mundo tienen a menudo, al contrario, grandes facilidades para entrar en estrechas relaciones con los infieles. Sus ocupaciones, administración, agricultura, comercio, trabajo, cualquiera que sea, les ponen, si quieren, en cualquier momento en relación. De estas relaciones, con la ayuda de la caridad, de la suavidad del trato que practiquen, pueden, si quieren, hacer nacer verdaderas amistades, dándoles acceso a los hogares y a las familias más cerradas. El trabajo de los hermanos y hermanas que no son ni sacerdotes ni religiosos no es instruir a los infieles en la religión cristiana ni acabar su conversión; sino de prepararla haciéndose querer por ellos, haciendo caer los prejuicios por la visión de su vida, haciéndoles conocer, por sus actos mejor que por las palabras, la moral cristiana; de disponerlos ganando su confianza, su afecto, su amistosa familiaridad; de tal manera, que los misioneros encuentren un terreno preparado, almas bien dispuestas, yendo ellas mismas a ellos, y a las cuales pueden dirigirse sin obstáculos.

Es a los fieles de los países cristianos a los que incumbe el deber de la evangelización de los infieles… Cualquier retardo, cualquiera frialdad por su parte en el cumplimiento de un deber tan grave, puesto que se trata de la salvación de tantas almas, y tan urgente, puesto que cada día la muerte se lleva muchos delante del Tribunal supremo, es una responsabilidad de la cual cada uno tiene una parte proporcional. El tiempo se nos ha dado para santificarnos y santificar a los demás, y no para ser inútiles y malos; grave es la advertencia de Jesús: «Será pedida cuenta en el último día de toda palabra inútil». Si Dios permite que algunos conserven riquezas, en lugar de volverse pobres materialmente, como lo hizo Jesús, es para que ellos se sirvan de este depósito que Él les ha confiado, como a servidores fieles, según la voluntad del Dueño, para hacer a los demás los beneficios espirituales y temporales, dar recursos materiales allí donde son necesarios para el cumplimiento de los bienes espirituales. Ellos deberán dar cuenta del bien que habrían hecho y que no han hecho. De qué manera, en el Santo Evangelio, Jesús nos lo dice y repite: «Amaos los unos a los otros…; haced a los demás lo que quisierais que se os hiciese…; amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos…». Si después de estas frases, tan frecuentemente leídas, oídas y meditadas, los fieles, y sobre todo los sacerdotes, los religiosos y las religiosas entregados a las almas que están cerca de ellos son negligentes y abandonan a aquellas que están más alejadas, y de las cuales las necesidades son tan grandes y el peligro tan extremo, qué reproches no tendrán que tener por una omisión tan grave por parte de Aquel que ha dicho: «Cada vez que no lo habéis hecho a uno de estos pequeñuelos es a Mí a quien no se lo habéis hecho». Más que nunca, en el siglo XX, la evangelización de los pueblos infieles se ha convertido en un deber estricto para los pueblos cristianos. Otras veces, la ignorancia de los lugares habitados por ellos, lo largo de los viajes y la dificultad de las comunicaciones, la imposibilidad de entrar en relaciones con poblaciones fanáticas o salvajes, expulsando o martirizando a cualquier misionero, frecuentemente a cualquier europeo, eran otros tantos motivos de excusa, retardando la evangelización. Hoy estas excusas no existen. Los viajes, los más largos, se han convertido en cortos y fáciles.

Los pueblos infieles están en su mayor parte sometidos a los europeos, y a los demás les han forzado a respetarlos. Sobre todos los puntos del globo donde hay infieles, el contacto existe entre ellos y los europeos, y allí donde un misionero quiere ir puede hacerlo; no lo puede hacer siempre llamándose abiertamente misionero, pero puede hacerlo en todo momento, disimulando lo que es, bajo apariencias de comercio, agricultura u otras…

La patria es la extensión de la familia; Dios, poniendo en nuestra vida las personas de nuestra familia más cerca de nosotros que las demás, nos ha dado deberes especiales para con ellas; de una manera más amplia ocurre lo mismo con los compatriotas, y, por consiguiente, con las de las colonias de la patria, que forman parte de la gran familia nacional. Este motivo incontestable y fortísimo es el primero por el cual debemos trabajar particularmente por la conversión de los infieles de las colonias de nuestra patria. Otra razón se añade, y es que si somos negligentes hay el temor que sean totalmente abandonados. Por la misma razón que pertenecen a nuestra patria, los cristianos de otros países no se ocuparán, dejándonos a nosotros la carga. La conversión de los infieles es frecuentemente muy difícil. Lo es sobre todo cuando el gobierno local pone obstáculos y es adversario de la religión católica. Esto no debe desanimar; al contrario, esto debe hacer trabajar con más ardor; los obstáculos demuestran que el éxito pide un mayor esfuerzo… Cualesquiera que sean los ínfleles de las colonias de su patria, no serán más difíciles de convertir que los romanos y los bárbaros de los primeros siglos del cristianismo; por muy opuesto que pueda ser a la Iglesia el gobierno de su país, no lo será más que Nerón y sus sucesores. Que los hermanos y hermanas tengan el mismo celo por las almas, las mismas virtudes que los cristianos de los primeros siglos, y ellos harán las mismas obras. Lo harán como ellos, escondidos, disimulados, a ocultas, lo que no puedan hacer abiertamente. El amor hará encontrar los medios, y Jesús hará eficaces los esfuerzos que inspira. Digamos de nuevo: «Es necesario no medir nuestros trabajos según nuestra debilidad, sino nuestros esfuerzos en los trabajos». Si las dificultades son grandes, apresurémonos tanto más a ponernos a la obra y multipliquemos más nuestros esfuerzos.

* En «Escritos Espirituales», 5ª edición, Editorial Herder – Barcelona – 1988, pp. 220-225.

JESUCRISTO IDEAL DEL SACERDOTE [FRAGMENTO]

“Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros”, no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida.”

D. Columba Marmion

Podemos contemplar a Jesucristo em cada uno de los estados de su vida, y en cada una de sus virtudes. Él es el ideal que todos deben imitar. Lo mismo el niño que el adulto y el obrero como la virgen o el religioso encuentran en Él el modelo más acabado para su respectivo estado.

Pero hay en Jesús un Santo de los santos, un tabernáculo cerrado, donde el alma del sacerdote debe desear entrar, porque allí está la fuente de donde mana toda la vida interior de Jesús. Desde el punto mismo de su encarnación, “el Salvador se entregó enteramente al cumplimiento de la voluntad del Padre”: Ecce venido… ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr. X, 7). Y nunca renunció al cumplimiento de esta voluntad.

He aquí nuestra consigna: imitar a Jesús en la entrega total de su vida a la gloria de Dios y la salvación del mundo. Tal es la perfección que corresponde al sacerdote y esta vocación supera a la angélica.

Obedecer a esta invitación: “Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros”, no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida. Debemos caer en la cuenta de que la muerte de Jesús en la cruz se preparó a todo lo largo de su existencia terrena. “Por nosotros” bajó del cielo, como dice el Credo: Propter nos homines et propter nostram salutem. Cuando vivía en Nazaret, en el modesto taller de José, tenía plena conciencia de que era la víctima destinada a la suprema inmolación. Y aceptó por anticipado toda la trama de su vida y previó su pasión con todo el cortejo de sus afrentas y sufrimientos. Y cuando llegó su hora, Jesús, movido por un impulso de inmenso amor, se ofreció por nuestra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

Esta aceptación plena de todos los designios de Dios nos servirá de modelo. Imitamini… Presentemos también nosotros en el altar al Señor todo el desarrollo de nuestra existencia, aceptándolo, amándolo, ofreciéndolo y consagrándolo amorosamente a la causa de Dios y al bien de las almas. Esta imitación diaria de la ofrenda de Jesús nos permitirá penetrar gradualmente en la intimidad misteriosa del alma del divino Maestro.

Fragmento del libro Jesucristo Ideal del Sacerdote, de D. Columba Marmion.

SOBRE LAS VISITAS AL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Pero, además, nadie puede pretender entrar en la Iglesia con una mentalidad mundana, casi extraño a Dios, y arrodillarse y esperar que Dios vaya a verter sobre él cataratas de gracia y placeres celestiales. Va contra la naturaleza pasar del frío glacial al calor del horno, ir y volver entre los dos. Para gozar con la presencia de Dios ante el sagrario, el alma ha de vivir esa presencia normalmente a lo largo del día.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Entonces tratábamos asuntos espirituales de gran interés para nosotros. no había nada académico en ello. No se tomaban notas. No era una clase para estudiar. Era simplemente una conversación relajada, amistosa sobre lo que los santos decían sobre este o aquel capítulo. De tal manera que cubríamos un amplio espectro, como vivir en la presencia de Dios mientras se hacían las tareas cotidianas, sobrenaturalizando todo lo que hacíamos o decíamos; los demonios de no vivir en la presencia de Dios. Ya que fuimos creados para una beatífica visión, todo lo que nos ayude a lograr ese fin sobrenatural debe ser adoptado, y aquello que nos impida a nosotros alcanzarlo debe ser evitado.

De esta manera todos deben saber qué es lo que nos ayuda y lo que nos estorba. A continuación, seguía una vívida discusión sobre todo ello y era muy interesante escuchar lo que el Espíritu Santo inspiraba en cada uno de nosotros.

San Juan de la Cruz, otro doctor de la Iglesia, tenía mucho que decir acerca de las largas visitas al Santísimo. La cuestión era saber cuánto tiempo nosotros, los religiosos, gastábamos en nuestra vida activa en estar arrodillados o sentados en la capilla.

En primer lugar, al menos que uno ya arda en el amor de Cristo, siempre hay mil y una excusas para no hacerlo. Y es cierto que, cuando nos enfrentamos a una alternativa, el Señor siempre pierde. Siempre hay mil cosas que hacer antes que estar en la capilla orando. Y entonces finalmente no lo hacemos. Pero si llega la inspiración de ir a la capilla y estar con el Señor, entonces, una vez allí, de nuevo vuelven a surgir las excusas y las alternativas y finalmente nos vamos de la capilla para hacerlas.

La cuestión es también qué hacer en la capilla cuando se está solo, ya que la imaginación nos puede llevar a un millón de leguas de allí. Santa Teresa se quejaba de que la imaginación era la loca de la casa, es decir, la parte de locura que llevamos dentro de nuestro ser.

¿Y si se reza un rosario? ¿O se lee un libro espiritual? No, este no es el asunto. El asunto es que hay que sentarse en un banco, con nuestras manos confortablemente sobre nuestras rodillas, relajarnos tranquilamente, tomar posesión de todo nuestro ser, cerrar los ojos o mirar al suelo o al altar, y estar inmersos en la presencia de Dios. Si entonces la imaginación intenta despistarnos, has de decirte a ti mismo que no lo vas a permitir, que estás de guardia; estás velando ante la puerta del palacio del Rey en el tabernáculo como un centinela guarda la entrada.

Pero, además, nadie puede pretender entrar en la Iglesia con una mentalidad mundana, casi extraño a Dios, y arrodillarse y esperar que Dios vaya a verter sobre él cataratas de gracia y placeres celestiales. Va contra la naturaleza pasar del frío glacial al calor del horno, ir y volver entre los dos. Para gozar con la presencia de Dios ante el sagrario, el alma ha de vivir esa presencia normalmente a lo largo del día.

La finalidad de nuestros comentarios sobre estos asuntos era quitarnos de la cabeza la idea de que uno podía escuchar misa, rezar el rosario, recibir la sagrada comunión, cantar algunas oraciones y ya estaba todo. Un sacerdote puede decir misa sin tener un contacto personal con Cristo. Una monja puede hacer unos ejercicios espirituales diarios sin haberse encontrado ni una sola vez con la mirada de Cristo. Pero las largas visitas ante el sagrario pueden curar heridas y restaurar el alma para una vida espiritual sana, una vida de intimidad con Cristo. Entonces Cristo actuará a través de esa persona de una manera maravillosa y se convertirá en un instrumento apto en las manos de Dios para hacer cosas maravillosas.

Estas buenas hermanas caminaban en esta dirección de todo corazón y volvían de regreso con unos comentarios muy apropiados. Todos llegamos a la conclusión de que nuestras relaciones con el Señor eran muy superficiales. Por supuesto, Dios sabe que venimos del barro, que somos polvo y en polvo nos convertiremos. Por tanto, no puede esperar mucho de este polvo, esta es la realidad. Pero no solo somos polvo o barro. Somos templos del Espíritu Santo. Cristo tomó nuestra carne en su encarnación y la santificó y la elevó a una categoría superior. Tenemos en nosotros el gran potencial de transformarnos en Cristo. Pero, para hacer esto necesitamos mucha intimidad con Él, y esta intimidad solo llega con el contacto frecuente y cercano a Él. ¿Cuán frecuente ha de ser este contacto? Aquí de nuevo las monjas debatían el tema y cada una tenía una opinión que exponer.

Una de ellas remarcaba cómo trabajaba la Divina Providencia. Ella había sentido que venir a Alaska lo iba a privar de buenos sermones y charlas con sacerdotes sobre temas espirituales. Y, mira por donde, aquí estábamos con esta gran oportunidad de poder remontarnos hasta lo alto con estas conversaciones espirituales. Les dije que yo estaba aprendiendo de ellas tanto como ellas de mis comentarios. El mérito, en cualquier caso, era de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, pero de una manera más cercana, desde luego, también el Espíritu Santo nos iluminaba, sin el cual no seríamos capaces tan siquiera de pronunciar con devoción la palabra Jesús.

 

Fragmento del libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ

 

SAN JOSÉ

   Hijo ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te estábamos buscando con angustia.

   El Justo.

   Esposo de la Madre de Dios.

   Padre adoptivo del Redentor.

   Lugarteniente de Dios Padre.

   Patrono de la Iglesia Universal.

   Abogado de una Buena Muerte.

   Defensor de todos los Obreros.

   Modelo de todos los Padres de familia,

y al mismo tiempo el Santo de quien menos se sabe, el más humilde y escondido, como una estrella que hay en el cielo tan al lado del Sol que nadie ha visto.

   La Escritura dice de San José una sola palabra: que era justo, lo cual en el lenguaje de la Escritura significa santo, perfecto, cabal. Es tan grande la virtud de la justicia.

   Una virtud perfecta presupone todas: muchos se distinguen en alguna virtud, no hay hombre que no tenga alguna: generoso, leal, compasivo, recto, valiente, franco, piadoso, religioso, sobrio… Pero hay quienes son compasivos y débiles, generosos e incontinentes, fuertes y orgullosos, humildes y pusilánimes.

   Las tres virtudes que resplandecen en lo que el Evangelio nos narra de San José son la castidad, el trabajo y la oración.

  La castidad en el pasaje de San Lucas que cuenta la Anunciación de Nuestra Señora, donde se deduce que San José había ofrecido a Dios su castidad perpetua prenunciando así lo que había de ser después el estado religioso.

   El trabajo humilde y oscuro: “¿Acaso no es este el hijo del carpintero?”.

   La oración de San José está en las dos moniciones del ángel, la de recibir a su esposa y la de huir a Egipto.

   La Castidad. La narración de San Lucas es un pasaje delicadísimo. Lucas nos presenta de golpe las cosas ya hechas: una doncella prometida, el anuncio de que va a ser Madre del Mesías. La respuesta de María: “No conozco varón” ni lo conocerá nunca. “No importa”, dice el ángel: “será un milagro”. El milagro será la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo os dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[3].

   La Virgen consiente. Ese consentimiento es un poema de alabanza a San José, porque supone que los dos jóvenes habían hecho juramento de castidad. San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermano y hermana. La virgen tenía plena confianza en la fidelidad de San José.

   El Espíritu Santo había inspirado a estos dos jóvenes esa actitud tan insólita en las costumbres de Israel. San José era joven, por lo menos relativamente, pues su misión era proteger y criar a Jesús durante treinta años. El matrimonio virginal de San José y la virgen fue matrimonio válido y no fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio no es la unión conyugal propiamente sino el consentimiento de la voluntad ante el sacerdote. Porque el hombre es un cuerpo y es antes de todo una voluntad.

   San José es así ejemplo de una de las virtudes más necesarias de nuestros tiempos perturbados. La castidad significa el domino del hombre sobre los propios apetitos, aun los más violentos, el respeto a la propia dignidad y al honor ajeno, la limpieza y decoro delante de Dios y delante de los hombres. Perdida esta virtud, trae como consecuencia toda clase de terribles castigos; y el mundo moderno lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de impureza, vemos cuántas plagas, desórdenes y catástrofes siguen. Sois vasos del Espíritu Santo, Dios mora en vosotros, sois miembros de Cristo, no ensuciéis vuestros cuerpos con torpezas, dice San Pablo.

   El Trabajo. San José fue encargado de una de las misiones más grandes del mundo. Personaje importantísimo. Nos asombramos ante la misión de un Colón, de un San Martín, de un Dus… San José es el eje sobre el que gira la redención –el mayor de los santos fuera de la madre de Dios– y mirad cómo son las vías de Dios: trabajo el más oscuro, humilde, insignificante. Trabajo manual rudo toda la vida. Pero, ¿cómo? ¿Vos, oh, San José, sois padre del Mesías, mandáis al Verbo de Dios, tenéis en vuestra casa a la esperanza de toda la humanidad y estáis haciendo arados, manceras, vigas, puertas, postigos, batientes, ataúdes…?

   No se puede decir que el mundo moderno no trabaje; trabaja quizá demasiado, pero trabaja mal. Ha robado al trabajo su sello divino y humano y ese es quizá el peor crimen de nuestra época, trabajo de bestias, trabajo de esclavos, máquinas, enfermos enloquecidos… Trabajan los pobres explotados por algunos ricos; trabajan ricos esclavizados al dios cruel del Lucro de la Avaricia, del más tengo más quiero; y al dios estúpido del placer frívolo y la diversión incesante que los trae con fiebre continua y se llama Vida Social, Figuración, Vida Mundana. Y sobre este mundo que ha olvidado la dignidad humana y cristiana del trabajo planea la más grande de las revoluciones de la historia.

   La Oración. La oración es necesaria. El mundo moderno anda perturbado porque ha perdido el contacto con Dios. Anda ciego detrás del Placer o del Oro porque no ve ni conoce más a Dios. La oración es necesaria al ser humano. El niño necesita de sus padres para poder llegar a su estado perfecto, a ser adulto. El hombre necesita de Dios para llegar a su Último Fin que es el mismo Dios. Representaos el estado de un hombre sin oración como el estado de un niño sin sus padres, y en medio de un bosque. La oración es necesaria para la salvación. Sin oración no hay salvación. El cielo nos lo da Dios. Nos lo da por nuestras buenas obras, pero nos lo da. “Pedid y recibiréis”. Y nuestras buenas obras nos las da Dios. “Sin mí nada podéis”.

   Por eso la Iglesia nos manda a hacer oraciones vocales, asistir a la misa dominical y a ciertas solemnidades.

   San José hablaba con Dios continuamente y penetraba las palabras de Jesús. ¿Por qué murió antes de la predicación de Jesús? Porque no la necesitaba. ¿Y por qué la Virgen? Porque Jesús necesitaba de ella. La contemplación de los santos, San Ignacio, Santa Teresa, es nada al lado de la de San José.

   Se ora poco en el mundo. A Dios gracias hay santa almas que oran por otras. Pero las naciones no oran, porque en ellas ha triunfado el liberalismo. Y bien, he aquí que las naciones se derrumban. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad, el centinela vigila en vano”. Las guerras son efectos de los pecados. Dice De Maistre que cuando los pecados, ciertos pecados, se acumulan, estalla la guerra:

   1°: Los vicios nefandos

   2°: la explotación del pobre, claman al cielo.

  Un mundo muere. Que se salve. Y nosotros morimos. La muerte, que tenemos tan olvidada, hecho trascendental para el hombre. Patrón de la buena muerte, salvadnos. Enséñanos a mirar la muerte sin horror y sin desesperación haciendo que nuestra alma penetre, como la tuya, el Misterio Grande de Jesús y de María.

P. Leonardo Castellani

Publicado en Gladius, n° 52 – año 2001

LA AMISTAD DEL SACERDOTE CON JESUCRISTO

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Mi idea al ir a la Isla de las Zanahorias era decirle al Señor que allí me tenía toda una semana a su entera disposición sin hacer absolutamente nada más que escucharle a Él. En nuestro quehacer diario tenemos tiempo para todo excepto para rezar. El Señor está esperando constantemente hasta que llegue su turno, pero raras veces llega porque siempre hay algo que se interpone. Aquí yo tenía una semana entera. “Habla, Señor, Tu servidor está dispuesto ahora”. Normalmente, el Señor esperaba hasta que yo acababa de hacer mi camino en la playa. Entonces era cuando Su divina inspiración era más clara y profunda. Para ser otro Cristo hay que llevar la cruz.

Para muchos, Cristo es un extraño; vemos al Señor distante, como un ser abstracto perdido en algún lugar en las nubes. Eso explica por qué algunos curas dicen misa diariamente y acaban abandonando el sacerdocio y, en algunos casos, perdiendo su fe. Y es porque no hay un conocimiento de Cristo, un verdadero interés en estudiarle más de cerca, no existe un esfuerzo para intimar más fuertemente con Él. En otras palabras, Cristo y el sacerdote no son en estos casos verdaderos amigos.

El error, naturalmente, es del sacerdote que no vive inmerso en estos asuntos desde la mañana a la noche.

Recomiendo a todo sacerdote que pase una semana entera en soledad junto al Señor con un espíritu de fe y humildad. El Señor le colmará de divina luz y de esta manera verá las cosas desde el punto de vista que las ve Dios. Y quizás uno de los primeros cambios que note el sacerdote sea el desorden que regula su vida. Él verá enseguida que debe distanciarse de cada una de las formas de atadura: tabaco, bebida, programas de TV, literatura basura, comida delicatessen y viajar. Denle al Señor una oportunidad. Mantengan el silencio. Mediten al pie del altar. Dios hará el resto.

En la Isla de las Zanahorias -si puedo ya llamarla así-, desafié al Señor a hacer esta prueba. “Habla, Señor, tu Siervo está escuchando”, como Samuel fuera instruido a responder cuando escuchó la voz de Dios al invocarle.

El poder de Dios se manifiesta a sí mismo hablando al alma sin decir una palabra. Dios inunda el alma de luz. El alma ve, comprende, entiende y, al mismo tiempo, siente una fuerza divina que viene hacia ella en su rescate. Y esto va acompañado de una paz interior profunda. El alma se da cuenta de que esto es bueno para ella y se vuelve insaciable, queriendo más y más. Pero también apercibe que el Señor no va a ser manipulado en ningún sentido. Él es el jefe; Él está en todo momento a cargo de la situación y no está para tonterías. Si el alma vuelve a su estado anterior, digamos a los tiempos pasados, se encuentra a sí misma pobre, ignorante, ciega, débil, y entonces comprende que todo el problema parte de ella. Tiene que postrarse de rodillas de nuevo y rogar como lo hiciera el hijo pródigo. Esta es la meta de los retiros anuales donde el alma evalúa sus pérdidas y ganancias.

Cristo le dirá al sacerdote que espera de él que aspire a la transformación total hacia Él. Solo así activará Dios Padre en el sacerdote la obra que ejecutó en Su Divino Hijo. en los planes de Dios solo hay un Sacerdote, el Gran Sacerdote Jesús, y cualquier otro sacerdote en la tierra tiene que transformarse en uno con Jesucristo. Cuando Dios Padre contempla a Jesús, ve a todos los otros sacerdotes en Él; y cuando mira a los sacerdotes, a cualquiera de ellos, Él ve a Jesús en ellos. Dios dijo sobre las aguas del Jordán que Él estaba muy satisfecho con su Hijo, Jesús. Del mismo modo estará satisfecho con cualquier sacerdote en proporción al parecido de Jesús que cada uno lleva en sí mismo.

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado. Las almas se compran con sufrimiento, y no con cualquier sufrimiento, sino con el mayor de los sufrimientos unido al dolor de Cristo. De aquí vendrán la redención y la salvación. Tener una vida cómoda no es el camino de un cristiano. Los sacerdotes no pueden ser de este mundo y, sin embargo, no pueden escapar del mismo.

Dios entiende que los sacerdotes, siendo hombres, pueden cogerse una rabieta antes o después; son la naturaleza y el carácter de esta rabieta los que importan, ya que hay rabietas y rabietas; ya que, cuando dicha rabieta pasa, entonces queda el rencor, la amargura, el egotismo prolongado y, finalmente, la rebelión abierta. Cristo en Getsemaní gritó con lágrimas de sangre rogando al Padre eterno que le ahorrase todo aquello que se le venía encima. Pero enseguida apartó cualquier atisbo de rebelión añadiendo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Este es el programa para cada sacerdote cuando el camino es áspero. Esta es la receta para salvar las almas.”

 

Fragmento del Libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ

APRENDER A AMAR A DIOS

Maestro, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida? – Lc 10, 25-37

Es interesante notar en el Evangelio de este domingo, que cuando el doctor de la Ley le interroga al Señor sobre las cosas que uno debe hacer para alcanzar la Vida Eterna, Nuestro Señor le responde remitiéndose a la Ley (algo que ellos deberían ser expertos, al final, eran doctores de la Ley): “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Al contestar de vuelta, el escriba pronuncia este texto que tan bien grabado tenían en su memoria, el Shemá Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.” Su respuesta estaba correcta, el Señor Jesús lo confirma diciendo que el que obra así, alcanzará la vida.

El doctor de la Ley quería algo más, quería justificar su intervención, dice el Evangelista, y por esto le vuelve a preguntar a Nuestro Señor: “¿Y quién es mi prójimo?” Aquí lo que llama la atención y que quería que reflexionásemos un instante, es que, esta segunda pregunta del doctor de la Ley no pide explicación sobre la primera parte del mandamiento que Dios había dejado en la Ley de Moisés: Amarás al Señor, tu Dios… Sino que hace referencia a la segunda parte del mandamiento: …y a tu prójimo como a ti mismo.

Ambas partes del mandamiento mayor de la Ley de Moisés hacen referencia al amor, lo que cambia es el objeto en quién recae este amor. El P. Alfredo Sáenz, S.J. decía cierta vez que “dos amores constituyen la esencia de nuestra vida cristiana, dos amores que resumen el contenido de los diez mandamientos, que Dios intimara a su pueblo en el Antiguo Testamento, aquellos mandamientos a que aludía la primera lectura, ‘que no son superiores a nuestras fuerzas ni están fuera de nuestro alcance’: el amor a Dios y el amor al prójimo.” Y seguía diciendo el Padre Sáenz con una linda imagen de como estos dos amores se entrecruzan: “Una dimensión vertical: el amor a Dios. Y una dimensión horizontal: el amor a los pobres. Por cierto que no es fácil llevar, sin disociarlos, el travesaño vertical y el travesaño horizontal del amor que se encarna en una cruz donde se encuentran, uno en dependencia del otro, los dos mandamientos de la caridad.”[1]

En el Evangelio de hoy, el Señor ha querido limitarse a explicar en qué consiste el amor al prójimo, y para lo cual, utilizó la famosa parábola del buen samaritano. Se entiende también que esta fue la segunda pregunta del escriba que quería probarlo, motivo por el cual ahí se detiene el Señor. La duda de los escribas y fariseos era sobre el amor que uno debe dar al prójimo, pues se manifestaba muchas veces en obras exteriores, y estas cosas eran muy apreciadas por ellos, querían hacerlas para aparecer delante de los demás, por esto está esa famosa advertencia de Nuestro Señor: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres. El amor a Dios era algo que ellos ya lo cumplían -al menos ritualmente-, cumpliendo todos los preceptos mandados en la ley.

Cuando el Señor pone de relieve que, para alcanzar la vida, es necesario el cumplimiento del mayor mandamiento de la Ley, aplicándolo a nuestros tiempos, me parece que podríamos invertir el orden del cuestionamiento del escriba. En aquél entonces, ellos tenían problemas en poner por práctica con verdadero espíritu de caridad desinteresada, el amor al prójimo. Por eso la parábola del buen samaritano. Pero en nuestros días, lo que uno más observa es que, del mandamiento del amor que el Señor mandó por medio de Moisés en el Deuteronomio, el hombre de nuestro tiempo parece tener más dificultad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, y claro, una vez deformado esto, el amor al prójimo desvirtuado hacia un egoísmo profundo no será más que una trágica consecuencia.

Justamente para poder volver al amor más puro, podemos decirlo así, para volver a amar a Dios con todo nuestro ser, es necesario una práctica y vivencia de los mandamientos con el espíritu evangélico, con el espíritu de Jesús, o, en otras palabras, vivirlo en la plenitud de los hijos de Dios.

Antes que empecemos a poner excusas para el cumplimiento de estos mandamientos, diciendo que son pesados, que no podemos seguirlos como pide el Señor, conviene poner de vuelta los ojos en la primera lectura del libro del Deuteronomio, dónde Moisés nos dice que “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.” ¡Podemos cumplirlo! A esto estamos llamados, estas palabras o estos mandamientos están “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques

Es muy lindo el salmo 118 que la Iglesia pone como segunda opción para la liturgia de este domingo, es una verdadera y profunda alabanza de la Ley de Dios, y dice: “La Ley del Señor es perfecta, / reconforta el alma… Los preceptos del Señor son rectos, / alegran el corazón… La palabra del Señor es pura, / permanece para siempre… Son más atrayente que el oro, / más que el oro fino…

Esta belleza de la ley de Dios ha llevado a los santos a comprender que es una de las expresiones más elevadas del amor de Dios para con el pueblo elegido. Por eso es que Jesús no ha venido para abolir la Ley, sería una aberración que el Mesías viniese a borrar de la historia los preceptos que Dios había dado a los hombres. Vino a darles pleno cumplimiento.

En medio de estos santos, uno se destaca sin lugar a duda, al comienzo del siglo pasado, en un pequeño pueblo al noreste de la ciudad de Paris, en Francia. Lisieux tuvo la gracia de abrigar en su seno, una de las más grandes santas de la edad moderna, una santa que fue grande justamente por su pequeñez, por su simplicidad. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, descubrió la belleza del amor Divino manifestado hacia nosotros, los hombres, de un modo un tanto “infantil” para el que mira superficialmente, pero existe mucha madurez en su doctrina espiritual, un temple de hierro es necesario para llevar a cabo lo que esta joven Flor del Carmelo de Lisieux ha enseñado a sus hermanas de convento y a todos nosotros.

El P. Casanovas, jesuita y mártir en la persecución religiosa del 36 en España, además de gran comentador de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tiene una pequeña obra, un librito intitulado: “El alma de Santa Teresa del Niño Jesús”, que es una preciosidad. Él describe de un modo muy profundo la gran alma de esta santa carmelitana, además de describir y explicar su doctrina.

En relación con el tema que venimos tratando del amor, decía el P. Casanovas: “En realidad la Santa no tenía sino una vida y una doctrina, que era la del Amor, y de este no podía dudar, como tampoco podía dudar del mismo Dios.”

Es muy conveniente considerar al menos sintéticamente la línea general de lo que quiso enseñar Santa Teresita en su “caminito espiritual”, pues es la respuesta al problema que identificamos anteriormente que vive nuestra sociedad actual: no saben y no conocen como es el amor de Dios, por consecuencia, no lo aman.

En síntesis, en palabras del Papa Pio XI en la homilía de canonización de la Santa, “la nueva Santa Teresa penetróse de esta doctrina evangélica, adoptándola en la práctica cotidiana de su vida.”

Ella vino con sus palabras sencillas, recordarnos de que por encima de todo, lo que Cristo nos vino a enseñar es que Dios es nuestro Padre: Cuándo fueres orar, rezad así: Padre nuestro…Y que, por lo tanto, existe una relación filial, y que debe mantenernos en la candidez de los niños, la confianza inquebrantable que tienen en su Padre, que les llena de un amor sin límites, que no quiere más que hacer a su Padre feliz.

Un niño no se preocupa de hacer grandes cosas para que su papá le vea, pero, sabiendo que es amado, todo lo que hace, le parece grandioso…El amor transforma los pequeños gestos en obras magnificas, las adorna y las llena de representatividad delante de aquél a quién amamos. Por esto, para ganar la vida eterna, no es necesario mucho, basta con hacer bien todas las cosas que nos manda el Señor, hacerlas con amor, hacerlas por amor…

Jesús, todo lo que hizo en toda su vida terrena, lo hizo con amor, él tenía la plenitud del amor. San Pablo dijo en la segunda lectura: “Porque Dios quiso que en Él residiera toda la plenitud”. Por esto es que tenemos en nuestras manos la llave para alcanzar la vida eterna: reaprender a amar a Dios con la sencillez y confianza de un niño, para que esto se refleje en el amor a nuestro prójimo y así seamos imágenes de Cristo Jesús.

Que la Santísima Virgen María nos alcance a todos esta gracia.

 

P. Harley Carneiro, IVE

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 219-223

SERMÓN POR EL SANTO PADRE PIO

En el Nombre del Padre del Hijo del Espíritu Santo, amén

Cuando el Evangelista San Juan, quiere introducirnos a nosotros en el misterio de la muerte de Jesucristo, dice estas palabras verdaderamente sublimes: Habiendo llegado la hora de salir de este mundo para llegar al Padre; de esta manera el Evangelista se introduce en el misterio de la muerte de Jesucristo.

Durante su vida pública, cuántas veces Jesús había hablado de su muerte, y la llamaba con esta frase, Mi hora; era por antonomasia la hora sublime, la hora ansiada por Dios.

Estamos nosotros aquí junto al altar de Dios, recordando también una muerte que nos es entrañablemente querida, y entonces, qué dulce es recordar esas palabras del Evangelista San Juan: llegó la hora para que el Siervo de Dios dejara este mundo y volviera al Padre. El mismo Jesús nos había dicho como indicándonos en una frase lapidaria su itinerario: Salí del Padre vengo al mundo, dejo el mundo y vuelvo al Padre.

Mis queridos hermanos, en esta trayectoria está contenido todo el misterio de la vida humana: Salir del Padre, venir al mundo, para dejar el mundo un día para volver al Padre. Por eso para el cristiano, la muerte queda extraordinariamente transfigurada con la luz de la eternidad y con el misterio de la vida beatífica; morir es comenzar a vivir, morir es retornar al seno del Padre que está en los cielos.

Cuántas veces, en mi vida de Sacerdote, al tener que asistir a un moribundo y verlo exhalar el último suspiro, yo me he quedado como extático ante el misterio de la muerte, pero pensando de esta manera: esta alma ha roto las ligaduras de su cuerpo y comienza en este instante el éxtasis indefectible, interminable de la gloria; esta alma que nunca lo ha visto a Dios cara a cara, no ha contemplado el rostro de María Santísima, de los ángeles y de los Santos, ha pasado el invierno, ha comenzado ya la nueva era; las puertas del cielo se abren, para caer en el éxtasis de Dios, por toda la eternidad; y he sentido dentro de mí mismo, en cierto modo, la fascinación de este misterio, y más de una vez me he preguntado, como se han preguntado otros ¿por qué no será también esta hora, mi hora, a fin de dejar al mundo para encontrarme en los brazos de Dios por toda la eternidad?

Mis queridos hijos, la muerte que nosotros recordamos hoy y por quién estamos rogando, es la muerte de esas muertes que la Biblia llama de los justos. Él ha escuchado ya: ven bendito de mi Padre a ocupar el reino que se te tiene preparado, desde toda la eternidad, y abrazado en la gloria entre los ángeles y los santos ir a ocupar el lugar en el que Dios le tenía predestinado desde toda la eternidad.

Pero hoy queridos hijos, bajemos nosotros un poquito más al misterio de su vida terrena. Cuando Dios se enamora de un alma, Dios se vuelca todo en ella; pero qué terrible que es Dios cuando se enamora de un alma. Escuchando la vida de los Santos uno se queda como sobrecogido ante ello; ¡qué extraordinario es ser predilecto de Dios! ¡Pero qué terrible y doloroso es ser predilecto de Dios!

El quince de octubre conmemoramos nosotros la festividad de Santa Teresa de Jesús, amada por Dios como pocas, oprimida por el peso de la cruz como pocas, acá en el destierro. Un día la santa conversando con el Señor, le habla de sus cruces y el Señor le contesta de esta manera: a los que amo así los pruebo; y la Santa, con la soltura estupenda que tenía con su genio hispánico, le contesta al Señor inmediatamente, ahora entiendo Señor, porque tienes tan pocos amigos; a los amigos tuyos Tú los crucificas.

Mis queridos hijos, cuando Dios se enamora de un alma, se vuelca todo al alma, quiere volcarle sus dones y sus gracias, en cierta manera quiere dejar visible su firma de predilección y, en casos determinados, las llagas de las manos y las llagas de los pies. Pero qué terrible que es esta gracia de Dios, cómo nos oprime con su peso. ¡Cuánto hace sufrir y cuánto padecer! Es en realidad el misterio del Calvario continuado, año tras año, hasta que Dios quiera decir basta; cuando su divina voluntad así lo disponga. Y nos preguntamos entonces, ¿por qué el amor de Dios se transfigura de esta manera de dolor y sufrimiento? ¿Por qué a los elegidos de Dios, Dios Nuestro Señor los trata de este modo?

Mis queridos hijos, el misterio de Dios es un misterio insondable para el hombre; sólo en la eternidad nosotros conoceremos todo el amor que está contenido en el corazón de Dios, cuando Dios crucifica un alma; y precisamente, cuanto más cerca quiere estar, cuanta más gracia quiere derramar en su corazón, más fuerte va hacer sentir el peso de la cruz; y como triturando y moliendo el corazón humano, hacer de este elegido un elegido a su misma hechura divina. Sólo de esta manera podemos entender el misterio de los místicos en toda la historia de la Iglesia: desde el primero quizás, que fue San Pablo hasta los últimos que recogerá el final del mundo.

Las almas místicas son invitadas de una manera extraordinaria a asociarse al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo: llevo grabadas en mí las marcas del amor de Jesucristo, decía el apóstol San Pablo; y precisamente el dolor es uno de esos signos de predilección divina, y nos volvemos a preguntar: ¿por qué Dios prueba de esta manera a quienes más ama?

Mis queridos hijos, a Dios no le podemos preguntar ¿por qué?, porque sabemos que todo lo que Dios hace es santo y justo, y entonces, ante los acontecimientos y ante las etapas espirituales de las almas, sólo nos cabe inclinar la frente y adorar los designios de Dios Nuestro Señor: son sus elegidos y Él los trata de este modo.

Pero abriendo un poquitito, la ventana de la vida espiritual nosotros recordamos aquella frase del apóstol San Pablo: Es necesario que nosotros, tratemos de cumplir en nuestro cuerpo, lo que falta a la pasión de Jesucristo.

La pasión de Cristo ha sido infinita, desbordante, la pasión de Jesucristo ha sido soberana, capaz de redimir a todos los mundos posibles, pero, sin embargo, en su infinita bondad, Dios ha querido dejar un margen para que al correr de los siglos, todo cristiano, por el hecho de estar incorporado a Cristo, participe de su cruz, y se convierta, en cierto sentido, en corredentor con Cristo. Pero cuando Él asocia un alma a su misterio redentor, cuando la hace entrar en comunión con su pasión y con su muerte, cuando en cierto sentido la desposa, pero la desposa en un verdadero desposorio de sangre, es porque Dios quiere invitarla a una corredención mayor, en todo el mundo y en todo el universo. Y aquí, mis queridos hijos, en cierta manera, se ha rebelado, el misterio de esas almas predilectas del Señor, a quienes Dios parece despiadadamente crucificar, acá sobre la tierra.

La vida de este siervo de Dios, cuya muerte, hoy conmemoramos acá, no ha sido otra cosa más que un invitado a vivir con toda intensidad la pasión de Jesucristo, a vivirlo por dentro y por fuera, a fin de que su vida fuera en realidad un banco de sangre espiritual para toda la humanidad; y Dios entonces quiso exigirle, en cierta manera cobrarle por anticipado, la gloria de la eternidad, con el dolor y el sufrimiento, aquí abajo.

Yo creo que me será lícito decir nada más que dos palabras del encuentro que yo tuve con él, hace exactamente dos años. Era trece de noviembre, un día domingo, un día de sol, un día extraordinariamente diáfano; había escuchado durante la noche sus quejidos, cuando, abandonándose al sueño, perdía el control de todo su sistema, diríamos, físico, y entonces el dolor y el sufrimiento incontrolado se le hacía desesperante. Pregunto al Padre guardián, ¿qué es esto?, y me dice: no es nada más en los instantes que comienza a dormir y pierde el control sobre su cuerpo; estos gritos por todo lo que tiene que sufrir y por todo lo que tiene que padecer.

Cuando a la mañana siguiente asistí a la Santa Misa, y pude ver de su mano izquierda el manar de sangre verdaderamente roja, fresca. Cuando acabada la Santa Misa, tuve sus manos en mis manos, y parecían prácticamente un carbón encendido, y por obediencia él hincado en su celda, para hacer la acción de gracias, tuve la absoluta seguridad que estaba frente a uno de estos predestinados de Dios. Predestinados de Dios, pero para ser antes que nada predestinado a la cruz, al dolor, al sufrimiento; predestinado para ser corredentor con Cristo, de una manera extraordinaria, de una manera estupenda.

Y cuando dos horas después estaba arrodillado ante él para confesarme, no podré olvidar nunca, el rostro límpido y sereno, esos ojos negros y profundos, con los cuales me miró, pero al mismo tiempo cuando me exigió que le diera la bendición y me dijo estas palabras: Usted es obispo, usted tiene que bendecirme, y me toma con fuerza la mano y me besa el anillo y quedó entonces tranquilo después de haber recibido la bendición de un pobre obispo de la Argentina.

 Mis queridos hijos ¿por qué Dios Nuestro Señor, de vez en cuando nos hace como tocar estas almas extraordinarias?, pero al mismo tiempo ¿porqué Dios Nuestro Señor, permite que junto a ellas se desaten tantas tormentas y tantos huracanes? Vuelvo a decir lo mismo: no le preguntemos a Dios ¿por qué? Pero sabemos nosotros que este es el abecedario divino; de esta manera Dios trata a sus elegidos y los seguirá tratando de esta manera hasta la eternidad.

Pero antes de acabar quisiera hacer una reflexión para nosotros mismos. Todos estos son regalos de Dios, regalos de Dios que nos invita a ascender, a subir. Él ascendió y subió en alas de una sola palabra: el amor. Amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo como a sí mismo por amor de Dios. Este amor a Dios sobre todas las cosas, lo llevó a esa identificación, en cierto modo plena con Jesucristo, y que Cristo Jesús va a revertir sobre él ese amor, estampando los signos de su Pasión en su propio cuerpo.

Misterio de amor o realidad de amor al prójimo, porque hasta el último momento, si el amor es don de sí mismo, él no hizo otra cosa más que ofrecer su vida por los hombres y entregar su tiempo, para todos aquellos que a él se acercaban. Si alguna vez utilizó una palabra dura, o tuvo un gesto fuerte, en muchos de los casos expresiones espontáneas de su propia estirpe, sin embargo, todo eso respondió a una cosa: el amor a veces exige dureza, el amor a veces exige un gesto fuerte y un gesto duro; el amor a veces exige para sacudir una conciencia dormida o para obligarla a subir, una palabra un poquitito fuerte, esto quizá ilumina esos cuadros de su vida que a más uno desconcertó en su visita al convento capuchino.

Pero mis queridos hijos, estas almas a nosotros nos obligan a subir; ¿por qué no subiremos más? Estamos nosotros destinados a amarlo a Dios sobre todas las cosas, y el amor es la dicha, la felicidad del ser humano: «Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Dios». Somos unos eternos torturados, prácticamente somos unos náufragos en el mundo, hasta que nos anclemos en Dios, hasta que nosotros en cierto modo no nos disolvamos en Él.

Mañana, pasado el umbral del tiempo, introducidos en la eternidad, entraremos en el éxtasis de Dios. ¿Por qué no anticiparnos nosotros, al éxtasis gracias al amor?

Pidámosle a Jesús Crucificado, que nos dé fortaleza para sufrir, para que nos haga verdaderamente enamorados de la cruz, que hablemos poco de la cruz pero que la llevemos con toda grandeza de alma, y que ciertamente nuestra vida pueda ser, una vida de copia perfecta de Cristo y de Cristo Crucificado, así nuestra vida tendrá una consistencia extraordinaria y así también junto a Cristo seremos corredentores de este pobre mundo de pecado.

Que así sea.

Que la bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca eternamente, que así sea.

Sermón predicado el 11 de octubre de 1968, en la Misa celebrada en la iglesia de Ntra. Señora de la Merced, de Buenos Aires