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SERMÓN POR EL SANTO PADRE PIO

En el Nombre del Padre del Hijo del Espíritu Santo, amén

Cuando el Evangelista San Juan, quiere introducirnos a nosotros en el misterio de la muerte de Jesucristo, dice estas palabras verdaderamente sublimes: Habiendo llegado la hora de salir de este mundo para llegar al Padre; de esta manera el Evangelista se introduce en el misterio de la muerte de Jesucristo.

Durante su vida pública, cuántas veces Jesús había hablado de su muerte, y la llamaba con esta frase, Mi hora; era por antonomasia la hora sublime, la hora ansiada por Dios.

Estamos nosotros aquí junto al altar de Dios, recordando también una muerte que nos es entrañablemente querida, y entonces, qué dulce es recordar esas palabras del Evangelista San Juan: llegó la hora para que el Siervo de Dios dejara este mundo y volviera al Padre. El mismo Jesús nos había dicho como indicándonos en una frase lapidaria su itinerario: Salí del Padre vengo al mundo, dejo el mundo y vuelvo al Padre.

Mis queridos hermanos, en esta trayectoria está contenido todo el misterio de la vida humana: Salir del Padre, venir al mundo, para dejar el mundo un día para volver al Padre. Por eso para el cristiano, la muerte queda extraordinariamente transfigurada con la luz de la eternidad y con el misterio de la vida beatífica; morir es comenzar a vivir, morir es retornar al seno del Padre que está en los cielos.

Cuántas veces, en mi vida de Sacerdote, al tener que asistir a un moribundo y verlo exhalar el último suspiro, yo me he quedado como extático ante el misterio de la muerte, pero pensando de esta manera: esta alma ha roto las ligaduras de su cuerpo y comienza en este instante el éxtasis indefectible, interminable de la gloria; esta alma que nunca lo ha visto a Dios cara a cara, no ha contemplado el rostro de María Santísima, de los ángeles y de los Santos, ha pasado el invierno, ha comenzado ya la nueva era; las puertas del cielo se abren, para caer en el éxtasis de Dios, por toda la eternidad; y he sentido dentro de mí mismo, en cierto modo, la fascinación de este misterio, y más de una vez me he preguntado, como se han preguntado otros ¿por qué no será también esta hora, mi hora, a fin de dejar al mundo para encontrarme en los brazos de Dios por toda la eternidad?

Mis queridos hijos, la muerte que nosotros recordamos hoy y por quién estamos rogando, es la muerte de esas muertes que la Biblia llama de los justos. Él ha escuchado ya: ven bendito de mi Padre a ocupar el reino que se te tiene preparado, desde toda la eternidad, y abrazado en la gloria entre los ángeles y los santos ir a ocupar el lugar en el que Dios le tenía predestinado desde toda la eternidad.

Pero hoy queridos hijos, bajemos nosotros un poquito más al misterio de su vida terrena. Cuando Dios se enamora de un alma, Dios se vuelca todo en ella; pero qué terrible que es Dios cuando se enamora de un alma. Escuchando la vida de los Santos uno se queda como sobrecogido ante ello; ¡qué extraordinario es ser predilecto de Dios! ¡Pero qué terrible y doloroso es ser predilecto de Dios!

El quince de octubre conmemoramos nosotros la festividad de Santa Teresa de Jesús, amada por Dios como pocas, oprimida por el peso de la cruz como pocas, acá en el destierro. Un día la santa conversando con el Señor, le habla de sus cruces y el Señor le contesta de esta manera: a los que amo así los pruebo; y la Santa, con la soltura estupenda que tenía con su genio hispánico, le contesta al Señor inmediatamente, ahora entiendo Señor, porque tienes tan pocos amigos; a los amigos tuyos Tú los crucificas.

Mis queridos hijos, cuando Dios se enamora de un alma, se vuelca todo al alma, quiere volcarle sus dones y sus gracias, en cierta manera quiere dejar visible su firma de predilección y, en casos determinados, las llagas de las manos y las llagas de los pies. Pero qué terrible que es esta gracia de Dios, cómo nos oprime con su peso. ¡Cuánto hace sufrir y cuánto padecer! Es en realidad el misterio del Calvario continuado, año tras año, hasta que Dios quiera decir basta; cuando su divina voluntad así lo disponga. Y nos preguntamos entonces, ¿por qué el amor de Dios se transfigura de esta manera de dolor y sufrimiento? ¿Por qué a los elegidos de Dios, Dios Nuestro Señor los trata de este modo?

Mis queridos hijos, el misterio de Dios es un misterio insondable para el hombre; sólo en la eternidad nosotros conoceremos todo el amor que está contenido en el corazón de Dios, cuando Dios crucifica un alma; y precisamente, cuanto más cerca quiere estar, cuanta más gracia quiere derramar en su corazón, más fuerte va hacer sentir el peso de la cruz; y como triturando y moliendo el corazón humano, hacer de este elegido un elegido a su misma hechura divina. Sólo de esta manera podemos entender el misterio de los místicos en toda la historia de la Iglesia: desde el primero quizás, que fue San Pablo hasta los últimos que recogerá el final del mundo.

Las almas místicas son invitadas de una manera extraordinaria a asociarse al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo: llevo grabadas en mí las marcas del amor de Jesucristo, decía el apóstol San Pablo; y precisamente el dolor es uno de esos signos de predilección divina, y nos volvemos a preguntar: ¿por qué Dios prueba de esta manera a quienes más ama?

Mis queridos hijos, a Dios no le podemos preguntar ¿por qué?, porque sabemos que todo lo que Dios hace es santo y justo, y entonces, ante los acontecimientos y ante las etapas espirituales de las almas, sólo nos cabe inclinar la frente y adorar los designios de Dios Nuestro Señor: son sus elegidos y Él los trata de este modo.

Pero abriendo un poquitito, la ventana de la vida espiritual nosotros recordamos aquella frase del apóstol San Pablo: Es necesario que nosotros, tratemos de cumplir en nuestro cuerpo, lo que falta a la pasión de Jesucristo.

La pasión de Cristo ha sido infinita, desbordante, la pasión de Jesucristo ha sido soberana, capaz de redimir a todos los mundos posibles, pero, sin embargo, en su infinita bondad, Dios ha querido dejar un margen para que al correr de los siglos, todo cristiano, por el hecho de estar incorporado a Cristo, participe de su cruz, y se convierta, en cierto sentido, en corredentor con Cristo. Pero cuando Él asocia un alma a su misterio redentor, cuando la hace entrar en comunión con su pasión y con su muerte, cuando en cierto sentido la desposa, pero la desposa en un verdadero desposorio de sangre, es porque Dios quiere invitarla a una corredención mayor, en todo el mundo y en todo el universo. Y aquí, mis queridos hijos, en cierta manera, se ha rebelado, el misterio de esas almas predilectas del Señor, a quienes Dios parece despiadadamente crucificar, acá sobre la tierra.

La vida de este siervo de Dios, cuya muerte, hoy conmemoramos acá, no ha sido otra cosa más que un invitado a vivir con toda intensidad la pasión de Jesucristo, a vivirlo por dentro y por fuera, a fin de que su vida fuera en realidad un banco de sangre espiritual para toda la humanidad; y Dios entonces quiso exigirle, en cierta manera cobrarle por anticipado, la gloria de la eternidad, con el dolor y el sufrimiento, aquí abajo.

Yo creo que me será lícito decir nada más que dos palabras del encuentro que yo tuve con él, hace exactamente dos años. Era trece de noviembre, un día domingo, un día de sol, un día extraordinariamente diáfano; había escuchado durante la noche sus quejidos, cuando, abandonándose al sueño, perdía el control de todo su sistema, diríamos, físico, y entonces el dolor y el sufrimiento incontrolado se le hacía desesperante. Pregunto al Padre guardián, ¿qué es esto?, y me dice: no es nada más en los instantes que comienza a dormir y pierde el control sobre su cuerpo; estos gritos por todo lo que tiene que sufrir y por todo lo que tiene que padecer.

Cuando a la mañana siguiente asistí a la Santa Misa, y pude ver de su mano izquierda el manar de sangre verdaderamente roja, fresca. Cuando acabada la Santa Misa, tuve sus manos en mis manos, y parecían prácticamente un carbón encendido, y por obediencia él hincado en su celda, para hacer la acción de gracias, tuve la absoluta seguridad que estaba frente a uno de estos predestinados de Dios. Predestinados de Dios, pero para ser antes que nada predestinado a la cruz, al dolor, al sufrimiento; predestinado para ser corredentor con Cristo, de una manera extraordinaria, de una manera estupenda.

Y cuando dos horas después estaba arrodillado ante él para confesarme, no podré olvidar nunca, el rostro límpido y sereno, esos ojos negros y profundos, con los cuales me miró, pero al mismo tiempo cuando me exigió que le diera la bendición y me dijo estas palabras: Usted es obispo, usted tiene que bendecirme, y me toma con fuerza la mano y me besa el anillo y quedó entonces tranquilo después de haber recibido la bendición de un pobre obispo de la Argentina.

 Mis queridos hijos ¿por qué Dios Nuestro Señor, de vez en cuando nos hace como tocar estas almas extraordinarias?, pero al mismo tiempo ¿porqué Dios Nuestro Señor, permite que junto a ellas se desaten tantas tormentas y tantos huracanes? Vuelvo a decir lo mismo: no le preguntemos a Dios ¿por qué? Pero sabemos nosotros que este es el abecedario divino; de esta manera Dios trata a sus elegidos y los seguirá tratando de esta manera hasta la eternidad.

Pero antes de acabar quisiera hacer una reflexión para nosotros mismos. Todos estos son regalos de Dios, regalos de Dios que nos invita a ascender, a subir. Él ascendió y subió en alas de una sola palabra: el amor. Amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo como a sí mismo por amor de Dios. Este amor a Dios sobre todas las cosas, lo llevó a esa identificación, en cierto modo plena con Jesucristo, y que Cristo Jesús va a revertir sobre él ese amor, estampando los signos de su Pasión en su propio cuerpo.

Misterio de amor o realidad de amor al prójimo, porque hasta el último momento, si el amor es don de sí mismo, él no hizo otra cosa más que ofrecer su vida por los hombres y entregar su tiempo, para todos aquellos que a él se acercaban. Si alguna vez utilizó una palabra dura, o tuvo un gesto fuerte, en muchos de los casos expresiones espontáneas de su propia estirpe, sin embargo, todo eso respondió a una cosa: el amor a veces exige dureza, el amor a veces exige un gesto fuerte y un gesto duro; el amor a veces exige para sacudir una conciencia dormida o para obligarla a subir, una palabra un poquitito fuerte, esto quizá ilumina esos cuadros de su vida que a más uno desconcertó en su visita al convento capuchino.

Pero mis queridos hijos, estas almas a nosotros nos obligan a subir; ¿por qué no subiremos más? Estamos nosotros destinados a amarlo a Dios sobre todas las cosas, y el amor es la dicha, la felicidad del ser humano: «Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Dios». Somos unos eternos torturados, prácticamente somos unos náufragos en el mundo, hasta que nos anclemos en Dios, hasta que nosotros en cierto modo no nos disolvamos en Él.

Mañana, pasado el umbral del tiempo, introducidos en la eternidad, entraremos en el éxtasis de Dios. ¿Por qué no anticiparnos nosotros, al éxtasis gracias al amor?

Pidámosle a Jesús Crucificado, que nos dé fortaleza para sufrir, para que nos haga verdaderamente enamorados de la cruz, que hablemos poco de la cruz pero que la llevemos con toda grandeza de alma, y que ciertamente nuestra vida pueda ser, una vida de copia perfecta de Cristo y de Cristo Crucificado, así nuestra vida tendrá una consistencia extraordinaria y así también junto a Cristo seremos corredentores de este pobre mundo de pecado.

Que así sea.

Que la bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca eternamente, que así sea.

Sermón predicado el 11 de octubre de 1968, en la Misa celebrada en la iglesia de Ntra. Señora de la Merced, de Buenos Aires

ENTRADA EN JERUSALÉN

 Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

Ven. Fulton Sheen

Era el mes de nisán. El libro del Éxodo ordenaba que en este mes se escogiera el cordero pascual y que dentro de cuatro días se llevara al lugar donde había de ser sacrificado. En el domingo de Ramos, el cordero era elegido por el pueblo de Jerusalén; el día de viernes santo se le sacrificaba.

   El Señor pasó su último sábado en Betania, en compañía de Lázaro y sus hermanas. Ahora circulaba la noticia de que nuestro Señor se dirigía a Jerusalén. Como preparación para su entrada, Jesús envió a dos de sus discípulos a una aldea cercana, donde, les dijo, encontrarían un pollino atado en el que ningún hombre se había sentado todavía. Tenían que desatarlo y traérselo a Él.

Y si alguien os preguntare: ¿Por qué le desatáis? Diréis así: Porque el Señor lo ha menester. Lc 19, 31

   Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: por un lado, la soberanía del Señor, y por la otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra, o el Verbo, se hubiera hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador una barca desde la cual poder predicar; tomó prestados panes de cebada y peces que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestada una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el cual entrar en Jerusalén. A veces Dios se permite tomar cosas de los hombres para recordarles que todo procede de Él. Para aquellos que le conocen, le es suficiente oír estas palabras: «El Señor tiene necesidad de tal cosa».

     Al acercarse a la ciudad, «una gran muchedumbre» salió a su encuentro; en ella se encontraban no sólo los ciudadanos, sino también los que habían acudido a la fiesta y, naturalmente, los fariseos. También las autoridades romanas andaban vigilando durante las grandes fiestas para que no se produjera ninguna insurrección. En todas las ocasiones anteriores nuestro Señor rechazó el fácil entusiasmo del pueblo, huyó de toda publicidad y evitó todo cuanto pudiera ser ostentación y exhibicionismo. En cierta ocasión

Mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Cristo. Mt 16, 20

     Al resucitar de entre los muertos a la hija de Jairo,

Les recomendó mucho que nadie lo supiese. Mc 5, 43

    Después de mostrar la gloria de su divinidad en la transfiguración,

Les mandó que a nadie dijesen las cosas que habían visto, sino cuando el Hijo del hombre se hubiese levantado de entre los muertos. Mc 9, 8

    Cuando las multitudes, después del milagro de los panes, intentaban proclamarle rey:

Partió otra vez a la montaña, Él solo. Jn 6, 15

  Cuando sus parientes le pidieron que fuera a Jerusalén y causara sensación ejecutando públicamente milagros, les dijo:

Mi hora no ha llegado todavía. Jn 7, 6

     Pero tan pública fue su entrada en Jerusalén, que incluso los fariseos dijeron:

He aquí que el mundo se va tras él. Jn 12, 19

    Todo ello era algo opuesto a su modo acostumbrado de proceder. Antes solía amortiguar todos los arrebatos de entusiasmo de ellos; ahora los encandilaba. ¿A qué obedecía este cambio de actitud?

   Porque su «hora» había llegado. Había llegado el momento de hacer por última vez pública afirmación de sus pretensiones. Sabía que esto era un paso hacia el Calvario y hacia su ascensión al cielo y establecimiento de su reino sobre la tierra. Una vez había reconocido las alabanzas que ellos le tributaban, la ciudad se hallaba ante la alternativa de confesarle como hizo Pedro o crucificarle. Se trataba de ver si era su rey o de si no querían tener a otro rey más que al césar. Ninguna aldea de Galilea, sino la ciudad real en tiempo de la pascua, era el lugar más indicado para que Él hiciera su postrera proclamación.

   Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

    Mateo declara de manera explícita que aquella solemne procesión fue para que se cumpliera la profecía de Zacarías:

Decid a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, manso, sentado sobre un asno. Mt 21, 5

    La profecía venía de Dios por medio de su profeta, y ahora el mismo Dios la estaba cumpliendo. La profecía de Zacarías tenía por objeto hacer ver el contraste entre la majestad y la humildad del Salvador. Si contemplamos los antiguos relieves de Asiría y Babilonia, de Egipto, de Persia y Roma, nos sorprende ver la majestad de los reyes, que cabalgaban triunfalmente montados en caballos o carros de guerra, e incluso a veces sobre los cuerpos de sus postrados enemigos. En cambio, contrasta con ellos el Rey que hace su entrada en Jerusalén montado en un asno. ¡Cuánto debió de reírse Pilato, si es que desde su fortaleza contempló aquel día el ridículo espectáculo de un hombre que estaba siendo proclamado rey y, sin embargo, hacía su entrada montado en la bestia símbolo de los seres despreciados, vehículo adecuado para uno que cabalgaba hacia las fauces de la muerte! Si hubiera entrado en la ciudad con el fausto y la pompa de los vencedores, habría dado ocasión para que creyeran que era un Mesías político. Pero la circunstancia que Él eligió corroboraba su afirmación de que su reino no era de este mundo. Nada había en aquella entrada que sugiriera que aquel pobre rey fuese un rival del césar.

    La aclamación de que le hizo objeto el pueblo fue otro modo de reconocer su divinidad. Muchas personas extendían sus vestidos por donde había de pasar Jesús; otros cortaban ramas de olivo y de palma y las esparcían a su paso. El Apocalipsis habla de una gran muchedumbre delante del trono del Cordero, con palmas de victoria en las manos. Aquí las palmas, tan a menudo usadas en toda la historia del pueblo judío para simbolizar la victoria, como cuando Simón Macabeo entró en Jerusalén, daban testimonio de su victoria, aun antes de quedar momentáneamente vencido.

    Luego, citando unos versículos del gran Hillel referentes al Mesías, las multitudes le seguían gritando:

¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! Paz en el cielo, y gloria en las alturas! Lc 19, 38

    Al admitir ahora que era el enviado de Dios, repetían en realidad el cántico de los ángeles en Belén, ya que la paz que Él traía era la reconciliación del cielo y la tierra. También se repetía la salutación que los magos hicieron ante el pesebre: «el rey de Israel». Un nuevo cántico fue entonado mientras clamaban:

¡Hosanna al Hijo de David! ¡Hosanna en las alturas! Mt 21, 9

¡Rey de Israel! Jn 12, 13

    Él era el príncipe prometido de la línea de David; el que venía con una misión divina. «Hosanna», que originariamente era una plegaria, se convertía ahora en un saludo triunfal de bienvenida al rey salvador. Aunque no entendían cabalmente por qué había sido enviado, ni qué clase de paz venía a traer, confesaban, sin embargo, que Jesucristo era un ser divino. Los únicos que no participaban de las aclamaciones de entusiasmo eran los fariseos.

Algunos de los fariseos de entre el gentío le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Lc 19, 39

    Era algo insólito que se dirigieran a Jesús, ya que estaban disgustados con Él por el homenaje de que le hacía objeto la muchedumbre. Con terrible majestad, nuestro Señor les respondió:

Os digo que si éstos callasen, las piedras clamarían. Lc 19, 40

    Si los hombres callaran, la naturaleza misma gritaría y proclamaría la divinidad de Jesucristo. Las piedras son duras, incluso ellas podrían clamar, ¡cuánto más duros deben ser entonces los corazones de los hombres que no reconocen la bondad de Dios para con ellos! Si los discípulos callasen, nada ganarían con ello los enemigos, puesto que las montañas y los mares proclamarían la verdad.

    La entrada había sido triunfal, pero Jesús sabía muy bien que los «hosannas» se convertirían en «¡crucifícale!», y las palmas se volverían lanzas. En medio de los gritos del pueblo, Jesús pudo percibir lo que murmuraba un Judas y las voces airadas que se levantarían delante del palacio de Pilato. El trono al que Él era exaltado era una cruz, y su coronación real sería una crucifixión. A sus pies extendían vestidos, pero el viernes le serían negados incluso los suyos propios. Desde un principio sabía lo que había en el corazón del hombre, y nunca sugirió que la redención de las almas humanas hubiera de realizarse por medio de una pirotecnia de palabras. Aunque era rey, y aunque ellos le aceptaban ahora como rey y Señor, Él sabía que la bienvenida que como Rey podía esperar era el Calvario.

    Sus ojos estaban arrasados en lágrimas, no a causa de la cruz que le aguardaba, sino debido a los males que amenazaban a aquellos que había venido a salvar y que no querían saber nada de Él.

    Al contemplar la ciudad,

Lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh si hubieras conocido tú, siquiera en este tu día, el mensaje de paz! ¡Mas ahora está encubierto a tus ojos! Lc 19, 41-42

    Vio con exactitud histórica cómo se abatían sobre la ciudad las fuerzas de Tito, a pesar de que los ojos que estaban contemplando el futuro se hallaban empañados por las lágrimas. Habló de sí mismo como si hubiera querido y podido evitar aquellos males recogiendo a los culpables bajo sus protectoras alas, tal como la gallina protege a sus polluelos, pero ellos no habían querido. Como el prototipo del gran patriota de todos los tiempos, miraba más allá de los propios padecimientos y fijaba los ojos en la ciudad que se negaba al Amor. Ver el mal y no poder remediarlo, debido a la humana perversidad, constituye la mayor de las angustias. Ver la maldad y no poder apartar al malhechor de su camino es suficiente para desanimar a cualquiera. Un padre siente que se le parte el alma de angustia al ver el mal comportamiento de su hijo. Lo que hacía asomar las lágrimas a los ojos de Jesús eran los ojos de los que no querían ver y los oídos de los que no querían oír.

    En la vida de cada individuo y en la de cada nación hay tres momentos: un momento de visitación o privilegio, en que Dios derrama sus bendiciones; un momento de rechazamiento, en que los hombres olvidan a Dios; y un momento de condenación y desastrosa calamidad, consecuencia de las decisiones humanas que demuestra que el mundo está guiado por la presencia de Dios. Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén mostraban a Jesús como el Señor de la historia, dando su gracia a los hombres y, sin embargo, sin destruir jamás su libertad de aceptarla o rechazarla. Pero, al desobedecer su voluntad, los hombres se destruyen a sí mismos; al darle muerte, mataban sus propios corazones; al negarle, llevaban a la ruina su propia ciudad y su propia nación. Tal era el mensaje de sus lágrimas, las lágrimas del rey que caminaba hacia la cruz.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.348-353.

 

EL COSTADO TRASPASADO

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo.

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor exhaló su último suspiro, a los dos ladrones les rompieron los huesos para apresurar su muerte. Le ley ordenaba que el cuerpo de un crucificado, y por lo tanto maldito de Dios, no podía permanecer en la cruz durante la noche. Además, siendo inminente el sábado de la semana de pascua, los observantes de la Ley tenían prisa por matar a los ladrones y enterrar a todos los que estuvieran crucificados. Faltaba cumplirse una profecía concerniente al Mesías. El cumplimiento tuvo lugar cuando:

Uno de los soldados traspasó su costado con una lanza, y en el acto salió sangre y agua (Juan, 19, 34).

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo. San Juan, que había sido testigo de cómo el soldado había traspasado el corazón de Cristo, escribió más tarde lo siguiente:

Éste es aquel que vino por medio de agua y sangre, Jesucristo: no con el agua solamente, sino con el agua y con la sangre (I Juan 5, 6).

Aquí se trata de algo más que un fenómeno natural, pues Juan le atribuye un significado misterioso y sacramental. El agua se encontraba al comienzo del ministerio de nuestro Señor, cuando fue bautizado; la sangre se encontró al fin del mismo, cuando Él se ofreció a sí mismo como oblación inmaculada. Lo uno y lo otro se convirtió en la base de la fe, puesto que en el bautismo el Padre declaró que Jesús era su Hijo y en la resurrección volvió a testificar su divinidad.

El mensajero del Padre fue empalado con el mensaje de amor escrito en su propio corazón. La lanzada fue la última profanación que tuvo que sufrir el Buen Pastor de Dios. Aunque se le perdonó la brutalidad de quebrarle las piernas, sin embargo, hubo cierto misterioso propósito divino en el hecho de que le fuera abierto el sagrado corazón. Este hecho fue registrado convenientemente en su evangelio por el apóstol Juan, el discípulo que se había recostado en el pecho del Maestro la noche de la última cena. En el diluvio, Noé practicó una puerta en el costado del arca, por la cual entraron en ella los animales para que pudieran escapar a la inundación; ahora una nueva puerta se abre en el corazón de Dios para que por ella puedan entrar los hombres y de este modo escapar a la inundación del pecado. Cuando Adán fue sumido en profundo sueño, Eva fue hecha de carne tomada de su costado y llamada madre de todos los vivientes. Ahora, cuando el segundo Adán inclinó la cabeza y se durmió en la cruz, bajo la figura de la sangre y el agua surgió de su costado su esposa, la Iglesia. El corazón abierto vino a cumplir las palabras de Jesús:

Yo soy la puerta: por mí si alguno entrare, será salvo (Juan, 10, 9).

San Agustín y otros escritores de los primeros tiempos del cristianismo escriben que Longino, el soldado que abrió los tesoros del sagrado corazón de Jesús, fue curado de ceguera; más adelante, Longino falleció siendo obispó y mártir de la Iglesia, y su fiesta se celebra el quince de marzo. Al ver cómo con la lanza era traspasado el corazón de Jesús, el apóstol Juan se acordó al punto de la profecía de Zacarías, emitida seis siglos atrás:

Mirarán a aquel que traspasaron (Juan 19, 37).

No es que primero aparezca el dolor y luego se mire a la cruz, sino que más bien el dolor de los pecados brota de contemplar la cruz. Todos los pretextos quedan arrinconados cuando de la manera más conmovedora se nos revela la vileza del pecado. Pero la flecha del pecado que hiere y crucifica lleva al mismo tiempo el bálsamo del perdón que cura. Pedro vio al Maestro y en seguida salió y lloró amargamente. De la misma manera que aquellos que miraban la serpiente de bronce quedaban curados de la mordedura ponzoñosa, ahora la figura se convierte en realidad y los que levantan los ojos hacia aquel que parecía un pecador, pero no lo era, quedan curados de la enfermedad del pecado.

Todos debe hacer esto, tanto si les gusta como si no. El Cristo traspasado se yergue en la encrucijada del mundo. Algunos miran y son ablandados por la penitencia; otros miran y se alejan pesarosos, pero sin arrepentirse, como hizo aquella muchedumbre que en el Calvario “se fue a su casa golpeándose el pecho”. Aquí el golpearse el pecho era señal de impenitencia: negábanse a mirar a aquel que habían traspasado. El mea culpa es el golpear de pecho que salva.

Aunque los verdugos atravesaron su costado, no le rompieron ningún hueso de su cuerpo, como había sido profetizado. El Éxodo había dicho que al cordero pascual no le romperían ningún hueso. Aquel cordero era solamente figura típica del cumplimiento del Cordero de Dios:

Estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: hueso de él no será quebrado (Juan 19, 36).

Esta profecía se cumplió a despecho de los enemigos de Cristo, quienes pedían lo contrario. Así como el cuerpo físico de Cristo tuvo heridas externas, contusiones y llagas, y, sin embargo, su estructura interna permaneció intacta, de la misma manera parecía predecir que, aunque su cuerpo místico, la Iglesia, tuviera sus heridas y llagas morales de escándalos e infidelidades, sin embargo, ni un solo hueso de su cuerpo le sería jamás quebrantado.

* “Vida de Cristo”, Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 533-535.

 

EL CUIDADO ADMIRABLE DE UN DIOS TRINO POR SUS CREATURAS

[…] Y mis delicias están con los hijos de los hombres. – Pr 8,22-31

Queridos todos,

Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, fiesta muy importante para nosotros, dónde podemos profundizar en esta verdad inefable de nuestra fe; fiesta en la cual podemos contemplar la misteriosa presencia del Dios Uno y Trino no solamente en la eternidad, como también en el tiempo; actuando en la historia en distintos momentos, pero principalmente actuando en nosotros por medio de su presencia -por la Inhabitación- en las almas en gracia.

Ahora me gustaría subrayar un aspecto de este misterio admirable, para asentarlo como base de lo que será desarrollado más adelante. Aunque en términos filosóficos, podemos atribuir ciertas propiedades a una persona de la Santísima Trinidad en particular, como, por ejemplo, atribuimos al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espíritu Santo la santificación, nosotros sabemos bien que ellas -las tres personas divinas- están presente en todas estas obras. Es decir, que la creación, por más que sea una obra que se atribuye al Padre, ahí también está el Hijo y el Espíritu; la redención, por más que sea una obra atribuida al Hijo, también se puede decir igualmente que es del Padre y el Espíritu Santo; y por fin, por más que el Espíritu Santo sea el que santifica las almas, esto lo hace también con la presencia del Padre y del Hijo.

Volviendo a la liturgia de hoy, llama mucho la atención el tema de la creación. Esta obra magnífica de Dios, de la Trinidad, dónde podemos sentir el inmenso amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen por nosotros.

Comencemos por la primera lectura, del libro de los Proverbios. Aquí está puesto en labios de la Sabiduría divina, el hecho de la creación bajo su perspectiva: […] cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia […]. Y aquí viene una maravilla que el Espíritu Santo nos reveló por medio del Escritor Sagrado: de un modo lleno de ternura y cariño, el Verbo Divino demuestra, por un lado, su poder sobre toda la creación, el dominio que tiene sobre todo lo que fue creado, y, por otro lado, el amor para con una de sus criaturas, al punto de regocijarse de poder encontrarse en medio de sus criaturas. Dice: […] jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres […].

Con razón es que debemos admirarnos de las obras de Dios, de las maravillas que el Señor se ha dignado sacar de la nada y darles vida, darles ser, darles existencia. Pero especialmente, debería asombrarnos el hombre, el hecho de que nos haya creado, por simple y puro amor por nada más que esto.

Este asombro lo expresa muy bien el Salmista en el Salmo 8, que rezamos todos los sábados en la oración de las Laudes, dice: Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado. / ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, / el ser humano, para mirar por él? Y no contento por tamaño asombro por el cuidado que Dios nos tiene, quiere subrayar la posición que Dios le ha dado al hombre en la creación para justificar su admiración: Lo hiciste poco inferior a los ángeles, / lo coronaste de gloria y dignidad, / le diste el mando sobre las obras de tus manos. / Todo sometiste bajo sus pies.

En efecto, ¡este asombro jamás debería salir de nuestra mente! Nuestra alma debería ponerse a considerar esta gran verdad, este magnífico misterio, y debería enternecerse de amor por el que nos ha creado, incluso a aquellas almas más obstinadas en el pecado. Porque la verdad es que, mirando tanta bondad por parte de Dios y sabiendo de la infidelidad de nuestros primeros padres, que se transformó a lo largo de los siglos hasta llegar a la miseria y podredumbre actual, ¡no merecíamos para nada todo este cuidado! Parece que Dios se ha olvidado de todo lo que le hicimos, nosotros los hombres. Bien tenía razón el Siervo de Dios, el cardenal Van Thuân, cuándo, jocosamente -y con mucha reverencia- exponía a la curia romana en unos Ejercicios Espirituales anuales en el año 2000[1] que, era uno de los defectos de Dios Nuestro Señor que él más admiraba: la poca memoria que tiene el Señor.

Pues sí, estábamos en guerra con Dios, pero por supuesto que era una guerra, en la cual el empeño en pelear venía solamente de parte nuestra. Dios siempre nos quiere perdonar y desea que estemos arrepentidos verdaderamente.

San Pablo, en la segunda lectura nos hace recordar del remedio para esta guerra, para que nos admiremos más todavía con tamaño cuidado que Dios nos tiene: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Es decir, que, no obstante saber la miseria que somos, que hemos sido sacados de la nada a la vida por puro amor y benevolencia por parte del Padre, que hemos sido soberbios y hemos renegado su paternidad buscando por nuestros propios medios encontrar la felicidad, que hemos sido reconciliados con Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre; aún considerando todo este panorama, todavía tenemos muchos más motivos para gloriarnos y, por supuesto, no hemos de olvidarnos jamás, que debemos admirarnos, que debemos asombrarnos cada vez más con estas verdades sublimes.

Dice el Apóstol Pablo: […] nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Sí, es lo que leemos en la segunda lectura: ¡nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios! Pues por el sublime acto de amor manifestado por nosotros en Cristo, el Padre celeste nos ha abierto las puertas del Reino celestial para toda la eternidad, para que gocemos de su presencia, para que volvamos a su seno para contemplarlo cara a cara.

Pero Señor, ¿por qué no nos arrebatas luego, no nos llevas junto a tu seno en la Trinidad para que podamos alegrarnos eternamente contigo? Tenemos que sufrir, padecer tanto en este mundo y ¡Ay! Aún corremos el riesgo de perderte.

Por un lado, más justo que esto no hay, una vez que debemos contribuir con nuestra parte para nuestra salvación eterna. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, basta recordarnos de esta frase de San Agustín para que entendamos que debemos poner lo nuestro en esta tarea. Pero, Señor, subiste al Padre, comenzaste a reinar en el Cielo con todos los justos que viniste a rescatar y ahora tienes preparado lugar ahí para cada uno de nosotros que luchamos para seguir lo que nos enseñaste, y aún nos cuesta tanto estas peleas, estas tribulaciones, estas crucecillas que tenemos que cargar cada día. Incluso en esto debemos gloriarnos, pues aumenta nuestro premio de gloria. No lo digo yo, acordémonos de lo que nos dice el Apóstol: Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

Ahora ya no nos queda más por lo cual admirarnos, ¿habrá algo más para que nos asombremos, para que quedemos extasiados delante de tanta bondad?

¡Ah, alma mía! Cuanto pierdes en no poner en el Señor el ancla segura de tu felicidad suprema. Dios, tan bondadoso, tanta bondad tiene para que se le escape por todos lados y la desborde (vierta…) en nosotros: ha sido derramado en nuestros corazones, dice San Pablo, desborda, el Padre tiene tanto amor para regalarnos, y al mismo tiempo que tiene todo su esplendor, su gloria, su majestad, su potencia, su infinitud siempre en la eternidad, quiso derramarse a sí mismo, junto con el Espíritu Santo y el Hijo en nuestros corazones. Lo tenemos dentro, muy dentro, en el más profundo centro del alma, diría San Juan de la Cruz.

En el Evangelio, Jesús dijo: Todo lo que tiene el Padre es mío, lo mismo podemos decir del Espíritu Santo, y fuimos comprados por el Padre a precio de la Sangre preciosísima de su Hijo Unigénito. Por esto, que la Santísima Virgen María nos ayude a tomar conciencia de nuestra dignidad, de quién es Aquél a quién pertenecemos, para que nos admiremos siempre más del tamaño del amor con que la Santísima Trinidad nos ha amado desde toda la eternidad.

Que la Virgen nos conceda a todos esta gracia.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

[1] Idea sacada del libro Testigo de Esperanza, del Card. Van-Thuân

Un nuevo relicario para nuestra Capilla

“La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.” (CIC 955)

La carta a los Hebreos nos advierte: “Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe.” (Heb 13,7) El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 956, al hablar de la intercesión de los santos, nos enseña que por el simple hecho de que “los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la Santidad […] No dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra […] Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

Esta veneración que les prestamos a los santos, confiando en su auxilio junto a Cristo Señor y esperando recibir las gracias necesarias para que alcancemos el mismo camino que ellos mismos han recorrido y que, por lo tanto, han alcanzado la meta definitiva en la eternidad, es algo de una tradición antiquísima en la Iglesia. Con efecto, en el famoso Martirio de San Policarpo, nos es relatado la siguiente frase del santo obispo, dice san Policarpo: “Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su Rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos.” (CIC 957).                                                   

Con gran alegría, esta semana pudimos poner en nuestra sencilla capilla, un nuevo relicario, que nos recuerda toda esta enseñanza milenaria de la Iglesia sobre la veneración de los santos. Es una tradición en nuestra congregación, y en varios otros lugares también, el tener en la capilla un cuadro reservado para las reliquias de los santos, para que ellos también nos acompañen y nos auxilien en nuestro trabajo cuotidiano de amar más y más a Nuestro Señor.

Con ayuda de bienhechores, pudimos mandar confeccionar un relicario más grande, dónde fue posible ordenar no sólo las reliquias que ya teníamos, como también ponerle más reliquias que teníamos guardadas por cuestión de falta de espacio.

Ahora, con mucha alegría, les compartimos esta noticia y, confiados en la intercesión de estos nuestros amigos del Cielo, nos encomendamos unos a otros a su intercesión y ayuda para que ambos podamos alcanzar la gloria de la patria celestial y gozar por toda la eternidad de los gozos y alabanzas al Dios Uno y Trino que vive y reina por los siglos de los siglos, ¡amén!

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia

DEDOS, MANOS Y CLAVOS

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. 

Ven. Fulton Sheen

La primera aparición de nuestro Señor en el cenáculo fue hecha sólo a diez de los apóstoles; Tomás no estaba presente. No estaba con los apóstoles, pero el evangelio supone que debiera estar con ellos. Se ignora la razón de su ausencia, pero probablemente se debía a su falta de fe. En tres pasajes distintos del evangelio se describe a Tomás como uno que siempre veía el lado sombrío de las cosas, tanto en lo referente al presente como al futuro. Cuando nuestro Señor recibió la noticia de la muerte de Lázaro, Tomás dijo que quería ir a morir con Él. Más adelante, al decir nuestro Señor que volvería al Padre a preparar una morada para sus apóstoles, la respuesta de Tomás fue que él no sabía a dónde iba el Señor y que tampoco sabía el camino.

Tan pronto como los otros apóstoles estuvieron convencidos de la resurrección y gloria de nuestro Salvador, fueron a anunciar esta nueva a Tomás. Éste les dijo que no se negaba a creer, pero que no le era posible creer a menos que tuviera una prueba experimental de la resurrección, a pesar del testimonio que ellos le daban de que habían visto al Señor resucitado. Enumeró así las condiciones que se requerían para que él pudiera creer: Si yo no viere en sus manos la señal de los clavos, y si no metiere mi dedo en la señal de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré. Jn 20, 25

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. Era distinto del que quiere saber para atacar a la fe. En cierto sentido, su actitud era la del teólogo científico que fomenta el conocimiento y la inteligencia después de haber eliminado toda duda.

Éste es el único pasaje de la Biblia en que la palabra «clavos» se usa en relación con nuestro Salvador, y que recuerda las palabras del salmista: «Traspasaron mis manos y mis pies». Las dudas de Tomás se suscitaron, en su mayor parte, de su desaliento y por el efecto deprimente de la tristeza y la soledad; porque era un hombre que gustaba de aislarse de sus compañeros. A veces una persona que falta a una reunión pierde mucho. Si se escribieran los minutos de la primera reunión, habrían contenido las trágicas palabras del evangelio: «Tomás no se hallaba presente». E1 domingo empezaba a ser el día del Señor, puesto que ocho días después los apóstoles volvían a estar reunidos en el cenáculo, y Tomás estaba con ellos.

Estando otra vez cerradas las puertas, el Salvador resucitado se apareció en medio de ellos por vez tercera y los saludó:

La paz sea con vosotros. Jn 20, 19

Inmediatamente después de hablar de la paz, nuestro Señor procedió a tratar el asunto sobre el que se basaba la paz, o sea su muerte y resurrección. No había el menor dejo de censura en la actitud de nuestro Señor, como no lo hubo tampoco cuando se apareció más tarde a Pedro junto al lago de Galilea. Tomás había pedido una prueba basada en los sentidos o facultades que pertenecen al reino animal, y una prueba de los sentidos le iba a ser dada ahora. Díjole nuestro Señor a Tomás:

Llega acá tu dedo, y ve mis manos, y llega acá tu mano, y
métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino creyente. 
Jn 20, 27

Una vez había dicho que una generación pecadora y adúltera buscaba una señal, y ninguna señal le sería dada más que la de Jonás el profeta. Ésta fue precisamente la señal que se dio a Tomás. El Señor conocía las palabras escépticas que Tomás había dicho antes a sus compañeros; otra prueba de su omnisciencia. La llaga del costado debía de ser muy grande, puesto que dijo a Tomás que metiera su mano en ella; también debieron de serlo las llagas de su mano, por cuanto Tomás fue invitado a que usara su dedo a modo de clavo. Las dudas de Tomás tardaron en desvanecerse más que las de los otros, y su extraordinario escepticismo constituye una prueba más de la realidad de la resurrección.

Hay la misma razón para suponer que Tomás hizo lo que se le invitaba a hacer, que la que hay para suponer que los diez apóstoles habían hecho lo mismo precisamente durante la primera noche de pascua de resurrección. Las palabras de reprensión que nuestro Señor dirigió a Tomás, de que no fuera tan incrédulo, contenían también una exhortación a ser creyente y a alejar de sí aquel pesimismo que constituía su principal defecto.

Pablo no fue desobediente a la visión celestial; tampoco lo fue Tomás. Aquel escéptico quedó tan convencido por la prueba positiva que acababa de recibir, que se convirtió en adorador. Postrándose de hinojos, dijo al Señor resucitado:

¡Señor mío y Dios mío! Jn 20, 28

En una sola ardiente exclamación, Tomás recogió todas las dudas de una humanidad abatida para curarse repentinamente de ellas mediante todo lo que significaba aquella sencilla y sublime exclamación: «¡Señor mío y Dios mío!».

Con estas palabras venía a reconocer que el Emmanuel de Isaías se hallaba delante de él. Tomás, que había sido el último en creer, fue el primero en hacer la plena confesión de la divinidad del Salvador resucitado. Pero, puesto que esta confesión procedía de la evidencia proporcionada por la carne y la sangre, no fue seguida de la bendición que le fue concedida a Pedro cuando confesó que Jesús era el Hijo de Dios vivo. Sin embargo, el Salvador resucitado dijo a Tomás:

Porque me has visto, has creído;
¡bienaventurados aquellos que
no han visto, y han creído!
 Jn 20, 29

Hay algunos que no quieren creer, aunque vean como faraón; otros creen solamente cuando ven. Sobre estos dos tipos de personas, Dios nuestro Señor ha colocado a los que no vieron y, sin embargo, creyeron. Noé había sido advertido por Dios de las cosas que aún no habían sucedido; las creyó y preparó su arca. Abraham abandonó su propio hogar sin saber adónde iba, pero confiando en la promesa que Dios le había hecho de que sería padre de una raza más numerosa que las arenas del mar. Si Tomás hubiera creído por medio del testimonio de sus condiscípulos, su fe en Cristo habría sido mayor, puesto que Tomás había oído muchas veces decir al Señor que sería crucificado y luego resucitaría. También sabía por las Escrituras que la crucifixión era el cumplimiento de una profecía, pero él quiso el testimonio complementario de los sentidos.

Tomás pensaba que estaba haciendo lo más adecuado al exigir la plena evidencia de la prueba sensible; pero ¿qué sería de las futuras generaciones si habían de pedir la misma evidencia? Los futuros creyentes, vino a decir el Señor, han de aceptar el hecho de la resurrección del testimonio dado por los que estuvieron con Él. Nuestro Señor estaba describiendo así la fe de los creyentes después de la época apostólica, cuando no habría nadie que lo hubiera visto; pero su fe tendría una base, porque los apóstoles mismos habían visto al Señor resucitado. Veía que los fieles podían hacerlo sin ver, creyendo en el testimonio de ellos. Los apóstoles eran hombres felices no porque hubieran visto a nuestro Señor y creyeran; fueron mucho más felices cuando comprendieron cabalmente el misterio de la redención y vivieron conforme al mismo, e incluso dieron la vida por la realidad de la resurrección. Sin embargo, hay que agradecer en cierto modo a Tomás que tocara a Cristo como hombre, pero creyera en Él como Dios.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 567-570.

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor).

San Juan Pablo II

Queridos hijos, hermanos y amigos en Jesucristo:

En esta solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor, el Papa se complace en ofrecer el Sacrificio eucarístico con vosotros y por vosotros. Me siento feliz de hallarme con los estudiantes y todo el personal del Venerable Colegio Inglés, en este año en que conmemoráis el IV centenario. Y hoy me siento especialmente cercano a vosotros, a vuestros padres y familias, y a todos los fieles de Inglaterra y Gales que están unidos en la fe de Pedro y Pablo, en la fe de Jesucristo. Las tradiciones de generosidad y fidelidad que han sido una constante de vuestro Colegio durante 400 años, están presentes en mi corazón esta mañana. Habéis venido a agradecer y alabar a Dios por lo que su gracia ha hecho en el pasado, y a recibir fuerzas para seguir caminando —bajo la protección de Nuestra Señora bendita—con el mismo fervor de vuestros antepasados, de los muchos que dieron la vida por la fe católica.

Una palabra cordial de bienvenida dirijo asimismo a los nuevos sacerdotes del Pontificio Colegio Beda. También para vosotros es éste un momento de desafío especial a mantener vivos los ideales que resplandecen en vuestro Patrono, San Beda el Venerable, a quien conmemoráis mañana. Bienvenidos igualmente todo el personal y vuestros compañeros de estudios.

Con gozo, por tanto, y con propósitos recién estrenados para el futuro, reflexionemos brevemente sobre el gran misterio de la liturgia de hoy. En las lecturas de la Escritura se nos resume todo el significado de la Ascensión de Cristo. La riqueza de este misterio se descubre en dos afirmaciones: “Jesús les dio instrucciones” y después “Jesús ocupó su puesto”.

En la providencia de Dios —en el eterno designio del Padre— había llegado para Cristo la hora de partir. Iba a dejar a sus Apóstoles con su Madre, María, pero sólo después de haberles dado instrucciones. Ahora los Apóstoles tienen una misión que cumplir siguiendo las instrucciones que les dejó Jesús, instrucciones que eran a su vez expresión de la voluntad del Padre.

Las instrucciones indicaban ante todo que los Apóstoles debían esperar al Espíritu Santo, que era don del Padre. Desde el principio estaba claro como el cristal que la fuente de la fuerza de los Apóstoles. es el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad; se ha de extender el Evangelio por el poder de Dios; y no por medio de la sabiduría y fuerza humanas.

Además, a los Apóstoles se les instruyó para enseñar y proclamar la Buena Nueva en el mundo entero. Y tenían que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Al igual que Jesús, debían hablar explícitamente del Reino de Dios y de la salvación. Los Apóstoles tenían que dar testimonio de Cristo “hasta los confines de la tierra”. La. Iglesia naciente entendió claramente estas instrucciones y comenzó la era misionera. Y todos supieron que la era misionera no terminaría antes de que volviera de nuevo el mismo Jesús que había ascendido al cielo.

Las palabras de Jesús se convirtieron para la Iglesia en un tesoro que custodiar, proclamar, meditar y vivir. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo implantó en la Iglesia un carisma apostólico a fin de mantener intacta esta revelación. A través de sus palabras Jesús iba a vivir en su Iglesia: “Yo . estaré siempre con vosotros”. De este modo la comunidad eclesial tuvo conciencia de la necesidad de ser fieles a las instrucciones de Jesús, al depósito de la fe. Esa solicitud se transmitiría de generación en generación hasta nuestros días. Basándome en este principio hablé recientemente a vuestros rectores afirmando que «la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: “Lo que principalmente atañe al Concilio es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (Discurso del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en el “sagrado depósito de la doctrina cristiana”» (Discurso del 3 de marzo de 1979L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Sí, queridos hijos, nuestro gran desafío es el de ser fieles a las instrucciones del Señor Jesús.

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor). Para toda la eternidad Jesús ocupa su puesto de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29): nuestra naturaleza está con Dios en Cristo. Y en cuanto hombre el Señor Jesús vive para siempre intercediendo por nosotros ente su Padre (cf. Heb 7, 25). Al mismo tiempo, desde su trono de gloria Jesús envía a toda la Iglesia un mensaje de esperanza y una llamada a la santidad.

Por los méritos de Cristo, a causa de su intercesión ante el Padre, somos capaces de alcanzar en él justicia y santidad de vida. Claro está que la Iglesia puede experimentar dificultades, el Evangelio puede encontrar obstáculos, pero puesto que Jesús está a la derecha del Padre, la Iglesia jamás conocerá el fracaso. La victoria de Cristo es la nuestra. El poder de Cristo glorificado, Hijo amado del Padre eterno, es superabundante para mantenernos a cada uno y a todos en la fidelidad de nuestra dedicación al Reino de Dios y en la generosidad de nuestro celibato. La eficacia de la Ascensión de Cristo nos alcanza a todos en la realidad concreta de la vida diaria. Por razón de este misterio la vocación de toda la Iglesia está en “esperar con alegre esperanza la venida de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Queridos hijos: Vivid imbuidos de la esperanza que es parte tan grande del misterio de la Ascensión de Jesús. Tened conciencia honda de la victoria v triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Estad convencidos de que la fuerza de Cristo es mayor que nuestra debilidad, mayor que la debilidad del mundo entero. Procurad entender y tomar parte en el gozo que experimentó María al conocer que su Hijo había ocupado su lugar junto al Padre, a quien amaba infinitamente. Y renovad hoy vuestra fe en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo que se fue a prepararnos un lugar, para venir de nuevo y llevarnos con El.

Este es el misterio de la Ascensión de nuestra Cabeza. Recordémoslo siempre: “Jesús les dio instrucciones”, y después “Jesús ocupó su puesto”. Amén.

Homilia de su Santidad Juan Pablo II en la Solemnidad de la Ascensión del Señor (24/05/1979)

SOBRE LA ORACIÓN [Parte IV]

Debemos orar con frecuencia, hermanos míos, pero debemos redoblar nuestros esfuerzos en los momentos de prueba y de tentación. He aquí un buen ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempos del emperador Licinio, se quería que todos los soldados ofrecieran sacrificios al demonio. Cuarenta de ellos se negaron, diciendo que los sacrificios se debían sólo a Dios y no al demonio. Se les hicieron toda clase de promesas. Viendo que nada los vencía, fueron condenados, tras muchos tormentos, a ser arrojados desnudos a un estanque de agua helada durante una noche entera, en pleno invierno, para que murieran de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, se decían unos a otros: “Amigos míos, ¿qué nos queda ahora sino arrojarnos en manos del Dios Todopoderoso, de quien solo debemos esperar la fuerza y la victoria? Recurramos a la oración, y oremos sin cesar para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que los cuarenta tengamos la dicha de perseverar”. Pero, para tentarlos, se colocó cerca un baño caliente. Desgraciadamente, uno de ellos perdió el valor, abandonó la lucha y entró en el baño caliente, pero al entrar perdió la vida. El hombre que los vigilaba vio descender del cielo treinta y nueve coronas, faltando una. “¡Ah!, exclamó, ¡es de este desgraciado que abandonó a los demás!” Entonces tomó su lugar, recibió la cuadragésima y fue bautizado en su sangre. Al día siguiente, como aún respiraban, el gobernador ordenó que los arrojaran al fuego. Después de haberlos colocado en un carro, con excepción del más joven, a quien todavía esperaban hacer ceder, la madre, que presenciaba todo, exclamó: “¡Ah, hijo mío, ten valor! ¡Un momento de sufrimiento te merecerá una eternidad de felicidad!” Y tomándolo ella misma, lo subió al carro con los demás; llena de alegría, lo condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. No dejaron de orar durante todo su martirio, tan convencidos estaban de que la oración es el medio más poderoso de atraer sobre nosotros el auxilio del cielo. Vemos que san Agustín, después de su conversión, se retiró durante mucho tiempo a un pequeño desierto para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Ya como obispo, pasaba gran parte de la noche en oración. San Vicente Ferrer, que convirtió tantas almas, solía decir que nada era tan poderoso para convertir a los pecadores como la oración; que era como un dardo que penetraba en el corazón del pecador.

Sí, hermanos míos, podemos decir que la oración lo consigue todo: es la oración la que nos hace conscientes de nuestros deberes, la que nos hace ver el estado miserable de nuestra alma después del pecado, la que nos dispone para recibir los sacramentos; la que nos hace comprender cuán poco valen la vida y los bienes de este mundo, para que no nos apeguemos a ellos; la que nos infunde el saludable temor de la muerte, del juicio, del infierno y de la pérdida del cielo. ¡Oh, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de orar como conviene, qué pronto seríamos santos penitentes! Vemos que san Hugo, obispo de Grenoble, en su enfermedad, no se contentaba con decir el “Padrenuestro”. Le dijeron que eso podía agravar su mal. “¡Ah, no! –respondió él–, por el contrario, lo alivia”.

Dijimos, hermanos míos, que la tercera condición para que nuestra oración sea agradable a Dios es la perseverancia. A menudo vemos que el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos; es para hacérnoslo desear más, o para que lo apreciemos más. Esta demora no es una negativa, sino una prueba que nos prepara para recibir con mayor abundancia lo que pedimos. Veamos a san Agustín, que durante cinco años pidió a Dios la gracia de su conversión. Veamos a santa María Egipcíaca, que durante diecinueve años pidió al buen Dios la gracia de librarla de los pensamientos impuros. Pero, ¿qué hacían los santos? Esto es lo que hacían: perseveraban siempre en pedir, y por su perseverancia obtenían siempre lo que pedían al buen Dios. En cuanto a nosotros, aunque estemos todos cubiertos de pecados, si el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos, pensamos que no quiere dárnoslo y dejamos de orar. No, hermanos míos, no era así como se comportaban los santos en la perseverancia: pensaban siempre que no eran dignos de ser escuchados y que, si Dios les concedía algo, era sólo por su misericordia y no por su mérito. Por eso digo que, cuando oramos, aunque parezca que el buen Dios no escucha nuestras súplicas, no debemos cansarnos de orar, sino continuar siempre. Si el buen Dios no nos concede lo que le pedimos, nos concede otra gracia más ventajosa para nosotros que aquella que pedimos. Tenemos un ejemplo de cómo debemos perseverar en la oración en la persona de aquella mujer cananea, que se dirigió a Jesucristo para pedir la curación de su hija. ¡Ved su humildad, su perseverancia, etc.!

He aquí otro ejemplo admirable del poder de la oración. Se lee en la historia de los Padres del Desierto que los católicos fueron a ver a un santo cuya fama se extendía por todas partes, para pedirle que fuera a confundir a cierto hereje, cuyos discursos seducían a mucha gente. Este santo discutió con aquel desgraciado, sin lograr que reconociera su error; era un hombre que parecía haber nacido sólo para perder almas. Viendo que con sus desvíos quería hacer creer que no estaba equivocado, el santo le dijo: “Desgraciado, el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vayamos ambos, y con toda esta gente como testigo, al sepulcro: invocaremos al buen Dios sobre el primer muerto que encontremos, y nuestras obras demostrarán nuestra fe”. El hereje pidió al santo que esperara hasta el día siguiente; el santo aceptó. Al día siguiente, el pueblo, deseoso de conocer el resultado, se agolpó en el sepulcro. Esperaron hasta las tres de la tarde, pero el santo fue informado de que su adversario había huido durante la noche y se había retirado a Egipto. San Macario condujo entonces al cementerio a todas las personas que esperaban el resultado de su conferencia, especialmente a aquellos que habían sido engañados por aquel desgraciado. Deteniéndose ante una tumba, se arrodilló, oró durante algún tiempo y, dirigiéndose al cadáver más antiguo allí sepultado, le dijo: “Escúchame, hombre: si aquel hereje hubiera venido aquí conmigo y yo hubiera invocado delante de él el nombre de Jesucristo, mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe?” Ante estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo habría hecho de inmediato, como lo hacía ahora. San Macario le dijo: “¿Quién eres y en qué época del mundo viviste? ¿Conoces a Jesucristo?” El muerto respondió que había vivido en tiempos muy antiguos, pero que nunca había oído hablar del nombre de Jesucristo. Entonces san Macario, viendo que todos estaban perfectamente convencidos de que aquel desgraciado hereje era un impostor, le dijo: “Duerme en paz hasta la resurrección general”. Y todos se retiraron alabando a Dios, que había manifestado tan claramente la verdad de nuestra santa religión. En cuanto a san Macario, regresó a su desierto para continuar su penitencia.

¿Veis, hermanos míos, el poder de la oración cuando se hace bien? ¿No estaréis de acuerdo conmigo en que, si no obtenemos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con un corazón suficientemente puro, con una confianza suficientemente grande, o porque no perseveramos lo suficiente en la oración? No, hermanos míos, Dios nunca ha rechazado ni rechazará jamás a quienes le pidan alguna gracia como conviene. Sí, hermanos míos, es el único recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para tocar el corazón de Dios y para atraer sobre nosotros toda clase de bendiciones del cielo, tanto para el alma como para las cosas temporales.

De donde concluyo que, si permanecemos en el pecado, si no nos convertimos, si nos encontramos tan desgraciados en las penas que el buen Dios nos envía, es porque no oramos o oramos mal. Sin la oración, no podemos recibir dignamente los sacramentos; sin la oración, nunca conoceréis el estado al que el buen Dios os llama. Sin la oración, sólo podemos ir al infierno. Sin la oración, nunca gustaremos las dulzuras que provienen del amor a Dios. Sin la oración, todas nuestras cruces no tienen mérito. ¡Oh, cuántos consuelos encontraríamos en la oración, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de saber orar correctamente! Por eso, no oremos nunca sin pensar bien con quién hablamos y qué queremos pedir a Dios. Sobre todo, hermanos míos, oremos con humildad y confianza, y así tendremos la dicha de obtener todo lo que deseamos, si nuestras súplicas están conformes con Dios. Esto es lo que os deseo…

Fonte: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa.

Ven. Fulton Sheen

Aquel mismo domingo de pascua nuestro Señor se apareció a dos de sus discípulos que se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a breve distancia de Jerusalén. No hacía mucho que habían tenido grandes esperanzas en lo que Jesús les había prometido, pero las tinieblas del viernes santo y la escena de la sepultura del Maestro les habían hecho perder toda su alegría. En el pensamiento de todos, nada estaba tan presente aquel día como la persona de Cristo. Mientras se hallaban conversando con ánimo triste y angustiado acerca de los horribles hechos acaecidos durante los dos días precedentes, un forastero se les acercó. Sin embargo, los discípulos no se fijaron bien en él y no reconocieron que se trataba del Salvador resucitado; creyeron que era un-viandante cualquiera. Al fin resultó que lo que cegaba sus ojos era su incredulidad; si le hubieran estado esperando, le habrían reconocido. Puesto que se interesaban por Él, Él se dignaba aparecérseles; pero, puesto que dudaban de su resurrección, les ocultaba el gozo de reconocer su presencia. Ahora que su cuerpo era glorificado, lo que los hombres veían de Él dependía de lo que Él estuviera dispuesto a revelar, y también de la disposición de los corazones de ellos. Aunque no conocían que aquel hombre era el Señor, se mostraron, sin embargo, dispuestos a trabar conversación con Él acerca del Maestro. Después de oírles discutir un buen rato, el forastero les preguntó:

¿Qué palabras son estas que os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17

Ellos se detuvieron entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban, le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes; el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.

El Salvador, con su infinita sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban sus llagas, Él sabría cómo curarlas.

Uno de los dos discípulos, llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.

¿Eres tú solamente un recién llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días? Lc 24, 18

El Señor resucitado le preguntó:

¿Qué cosas? Lc 24, 19

Les llamaba la atención hacia los hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información, sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás, sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:

Las cosas con respecto a Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron, diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24

Estos hombres habían esperado grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso. Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo, estaban caminando y conversando con Él.

Parecía haber un doble propósito en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.

Ni estos discípulos ni los apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados, rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto. Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.

Entonces el Salvador les dijo:

¡Hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc 24, 5 s

Se les reprochaba su necedad y obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían levantados del pecado a la amistad con Dios.

La cruz era la condición de la gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.

Y comenzando desde Moisés y todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a Él mismo. Lc 24, 27

Les fue mostrando todos los tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado, así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos; citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas, cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del propósito de su venida a este mundo.

Por fin llegaron a Emaús. Jesús hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche. Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo. Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:

Aconteció que, estando sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio. Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo invisible a ellos. Lc 24, 30 s

Este acto de tomar el pan, partirlo y dárselo a ellos no era un acto corriente de cortesía, puesto que se parecía demasiado a la última cena, en la cual invitó a sus apóstoles a que repitieran la conmemoración de su muerte, cuando Él partió el pan, que era su cuerpo, y se lo dio. Inmediatamente después de recibir el pan sacramental que Jesús acababa de partir, a los discípulos se les abrieron los ojos del alma. De la misma manera que a Adán y Eva se les abrieron los suyos para ver su vergüenza después de haber comido el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, ahora los ojos de los discípulos eran abiertos para que pudieran discernir el cuerpo de Cristo. Esta escena forma paralelismo con la última cena: en ambas hubo acción de gracias, en ambas Jesús levantó los ojos al cielo, en ambas hubo la fracción del pan, y en ambas el dar el pan a los discípulos. Al darle el pan fue infundido a los dos discípulos un conocimiento que les ofrecía una claridad mayor que todas las instrucciones verbales. La fracción del pan les había introducido dentro de la experiencia del Cristo glorificado. Entonces Él desapareció de su vista.

Volviéndose a mirarse uno a otro, reflexionaron:

¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las Escrituras? Lc 24, 32

La influencia que ejercía en ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida. La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía. Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida, tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.552-558.

SOBRE LA ORACIÓN [Parte III]

III. Pero tal vez pensáis: ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas oraciones, sigamos siendo pecadores y no seamos mejores ahora que antes? Amigo mío, nuestra desgracia proviene del hecho de que no oramos como deberíamos, es decir, sin preparación y sin verdadero deseo de convertirnos, muchas veces sin siquiera saber lo que queremos pedir a Dios. Nada más cierto que esto, hermanos míos, pues todos los pecadores que pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que pidieron a Dios la perseverancia perseveraron. Pero quizás me digáis: Somos demasiado tentados. — Estás demasiado tentado, amigo mío, puedes orar y puedes tener la certeza de que la oración te dará la fuerza para resistir la tentación. ¿Necesitas gracia? La oración te la dará. Si dudas, escucha lo que nos dice Santiago: que con la oración tenemos dominio sobre el mundo, sobre el demonio y sobre nuestras inclinaciones. Sí, hermanos míos, en cualquier pena en la que nos encontremos, si oramos, tendremos la dicha de soportarla con resignación a la voluntad de Dios; y por más violentas que sean nuestras tentaciones, si recurrimos a la oración, las venceremos.

Pero ¿qué hace el pecador? Está muy convencido de que la oración es absolutamente necesaria para evitar el mal y hacer el bien, y para salir del pecado cuando ha tenido la desgracia de caer en él; pero comprended, si podéis, su ceguera: casi no ora o lo hace mal. ¿No es cierto, hermanos míos? Ved cómo ora un pecador, suponiendo incluso que ore, pues la mayoría de los pecadores ni siquiera oran, y, lamentablemente, los vemos vivir como animales. Pero veamos a esos pecadores haciendo su oración: veámoslos recostados en una silla o apoyados en la cama, haciéndola mientras se visten o se desvisten, o mientras caminan o gritan, y cuando tal vez incluso maldicen a sus criados o a sus hijos. ¿Y qué preparación hacen antes? Lamentablemente, ninguna. Muchas veces, y la mayoría de las veces, esos pecadores terminan su pretendida oración no sólo sin saber lo que han dicho, sino también sin pensar quiénes son, ni a qué han venido, ni qué han pedido. Si los vierais en la casa de Dios, ¿no os moriríais de compasión? ¿Piensan que están en la presencia santa de Dios? No, sin duda que no: observan quién entra y quién sale, se hablan unos a otros, bostezan, duermen, se aburren, tal vez incluso se enojan porque los oficios les parecen demasiado largos. Su devoción al santiguarse con el agua bendita es muy semejante a la que tienen cuando sacan agua común del balde para beber. Apenas si se arrodillan, y ya les parece demasiado inclinar un poco la cabeza durante la consagración o la bendición. Los vemos mirar en torno al templo, tal vez incluso a objetos que pueden llevarlos al mal; no han entrado aún y ya quisieran estar afuera. Cuando salen, los oímos gritar como personas que acaban de ser liberadas de una prisión. Pues bien, hermanos míos, ésta es la necesidad del pecador: podéis ver cuán grande es. ¿Y os sorprendería que un pecador permanezca siempre en su pecado y, además, persevere en él?

En tercer lugar, dijimos que las ventajas de la oración dependen de la manera en que cumplimos con este deber, como veréis.

Para que una oración sea agradable a Dios y provechosa para quien la hace, es necesario que esté en estado de gracia o, al menos, que tenga la buena voluntad de salir prontamente del pecado, porque la oración de un pecador que no quiere abandonar su pecado es un insulto a Dios. Para que una oración sea buena, hay que prepararse para ella. Toda oración hecha sin preparación es una oración mal hecha, y esa preparación significa, como mínimo, fijar la mirada en el buen Dios por un momento antes de ponerse de rodillas, pensar con quién se va a hablar y qué se le va a pedir. Lamentablemente, son pocos los que se preparan para ello y, en consecuencia, pocos los que oran como se debe, es decir, de manera que sean escuchados. Además, hermanos míos, ¿qué esperáis que Dios os conceda, una vez que no queréis nada ni deseáis nada? Mejor aún: es un pobre que no quiere limosna; es un enfermo que no quiere ser curado; es un ciego que quiere seguir ciego; en fin, es un condenado que no quiere el cielo y que acepta ir al infierno.

Dijimos que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, es una conversación dulce y feliz entre una criatura y su Dios. No es, pues, hermanos míos, rezar al buen Dios como conviene cuando pensamos en otra cosa mientras oramos. Tan pronto como nos demos cuenta de que nuestro espíritu divaga, debemos volver rápidamente a la presencia del buen Dios, humillarnos ante Él y no abandonar nunca nuestras oraciones porque no sintamos gusto al rezar. Por el contrario, cuanto más repugnancia sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si continuamos con el pensamiento de agradarle. La historia cuenta que, un día, un santo dijo a otro: “¿Por qué, cuando rezamos al buen Dios, nuestra mente se llena de mil pensamientos extraños y que, muchas veces, si no estuviéramos ocupados orando, ni siquiera pensaríamos en ello?” El otro respondió: “Amigo mío, eso no debe sorprenderte: primero, porque el demonio prevé las abundantes gracias que podemos obtener mediante la oración y, por eso, desespera de conquistar a una persona que reza como debe; segundo, porque cuanto más fervorosamente oramos, más rezamos…”. Otro hombre, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué tentaba continuamente a los cristianos. El demonio respondió que no podía soportar que un cristiano, que había pecado tantas veces, obtuviera todavía el perdón, y que mientras hubiera un cristiano en la tierra, lo tentaría. Luego le preguntó cómo los tentaba. El demonio le respondió lo siguiente: “A unos les pongo el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros, los hago dormir; y a otros, les llevo el espíritu de ciudad en ciudad”. Lamentablemente, hermanos míos, esto es demasiado cierto; experimentamos estas cosas todos los días cuando estamos en la santa presencia de Dios para orar.

Se cuenta que el superior de un monasterio, al ver a uno de sus religiosos que, antes de comenzar su oración, hacía cierto movimiento y parecía hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba antes de empezar a orar. “Padre —dijo él—, antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a todos mis pensamientos y deseos y decirles: Venid todos, y vamos a adorar a Jesucristo, nuestro Dios”. “¡Ah, hermanos míos! —dice Casiano— ¡cuán edificante era ver a los primeros fieles rezar! Estaban tan reverentes en la presencia de Dios que el silencio era tan grande que parecía que estaban muertos; se veía que temblaban en la Iglesia; no había sillas ni bancos; estaban postrados como criminales esperando la sentencia. Pero también, hermanos míos, ¡cuán pronto se pobló el cielo y qué dulce era vivir en la tierra! ¡Ah, felicidad infinita para quienes vivieron en esos tiempos benditos!”

Ya dijimos que nuestras oraciones deben hacerse con confianza y con la firme esperanza de que el buen Dios puede y va a concedernos lo que le pedimos, si lo pedimos como conviene. En todos los lugares donde Jesucristo promete concederlo todo a la oración, Él pone siempre esta condición: “Si oráis con fe”. Cuando alguien le pedía una curación o cualquier otra cosa, nunca dejaba de decirle: “Hágase en ti según tu fe”. Además, hermanos míos, ¿quién podría hacernos dudar, una vez que nuestra confianza se apoya en el poder infinito de Dios, en su misericordia sin límites y en los méritos infinitos de Jesucristo, en cuyo nombre oramos? Cuando oramos en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, sino que es el mismo Jesucristo quien ora al Padre en nuestro nombre. El Evangelio nos da un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría una hemorragia. Ella se decía a sí misma: “Si toco, aunque sea sólo su vestido, quedaré curada”. Se ve que creía firmemente que Jesucristo podía curarla; esperaba con gran confianza la curación que tanto deseaba. De hecho, cuando el Salvador pasó, ella se lanzó a sus pies, tocó su manto y quedó inmediatamente curada. Jesucristo vio su fe y la miró con bondad, diciéndole: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal”. Sí, hermanos míos, a esta fe y a esta confianza se promete todo.

4º Decimos que, cuando oramos, debemos tener intenciones muy puras en todo lo que pedimos, y no pedir sino lo que pueda contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación. San Agustín nos dice: “Podéis pedir cosas temporales, pero siempre con el pensamiento de que las utilizaréis para la gloria de Dios y la salvación de vuestra alma, o para la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras súplicas no son más que pedidos hechos por orgullo y ambición; y si, en ese caso, el buen Dios se niega a concederos lo que pedís, es porque no quiere contribuir a vuestra ruina”. Pero, como dice san Agustín, ¿qué hacemos en nuestras oraciones? Desgraciadamente, pedimos una cosa y deseamos otra. Cuando rezamos el Padrenuestro, decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, lo que quiere decir: “¡Dios mío, despréndenos de este mundo; dadnos la gracia de despreciar todas las cosas que sólo sirven para esta vida presente; concededme la gracia de que todos mis pensamientos y todos mis deseos sean para el cielo!” ¡Desgraciadamente, nos enojaríamos mucho si el buen Dios nos concediera esta gracia! Al menos, muchos de nosotros lo haríamos.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.