Archivos de categoría: Devoción

DEDOS, MANOS Y CLAVOS

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. 

Ven. Fulton Sheen

La primera aparición de nuestro Señor en el cenáculo fue hecha sólo a diez de los apóstoles; Tomás no estaba presente. No estaba con los apóstoles, pero el evangelio supone que debiera estar con ellos. Se ignora la razón de su ausencia, pero probablemente se debía a su falta de fe. En tres pasajes distintos del evangelio se describe a Tomás como uno que siempre veía el lado sombrío de las cosas, tanto en lo referente al presente como al futuro. Cuando nuestro Señor recibió la noticia de la muerte de Lázaro, Tomás dijo que quería ir a morir con Él. Más adelante, al decir nuestro Señor que volvería al Padre a preparar una morada para sus apóstoles, la respuesta de Tomás fue que él no sabía a dónde iba el Señor y que tampoco sabía el camino.

Tan pronto como los otros apóstoles estuvieron convencidos de la resurrección y gloria de nuestro Salvador, fueron a anunciar esta nueva a Tomás. Éste les dijo que no se negaba a creer, pero que no le era posible creer a menos que tuviera una prueba experimental de la resurrección, a pesar del testimonio que ellos le daban de que habían visto al Señor resucitado. Enumeró así las condiciones que se requerían para que él pudiera creer: Si yo no viere en sus manos la señal de los clavos, y si no metiere mi dedo en la señal de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré. Jn 20, 25

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. Era distinto del que quiere saber para atacar a la fe. En cierto sentido, su actitud era la del teólogo científico que fomenta el conocimiento y la inteligencia después de haber eliminado toda duda.

Éste es el único pasaje de la Biblia en que la palabra «clavos» se usa en relación con nuestro Salvador, y que recuerda las palabras del salmista: «Traspasaron mis manos y mis pies». Las dudas de Tomás se suscitaron, en su mayor parte, de su desaliento y por el efecto deprimente de la tristeza y la soledad; porque era un hombre que gustaba de aislarse de sus compañeros. A veces una persona que falta a una reunión pierde mucho. Si se escribieran los minutos de la primera reunión, habrían contenido las trágicas palabras del evangelio: «Tomás no se hallaba presente». E1 domingo empezaba a ser el día del Señor, puesto que ocho días después los apóstoles volvían a estar reunidos en el cenáculo, y Tomás estaba con ellos.

Estando otra vez cerradas las puertas, el Salvador resucitado se apareció en medio de ellos por vez tercera y los saludó:

La paz sea con vosotros. Jn 20, 19

Inmediatamente después de hablar de la paz, nuestro Señor procedió a tratar el asunto sobre el que se basaba la paz, o sea su muerte y resurrección. No había el menor dejo de censura en la actitud de nuestro Señor, como no lo hubo tampoco cuando se apareció más tarde a Pedro junto al lago de Galilea. Tomás había pedido una prueba basada en los sentidos o facultades que pertenecen al reino animal, y una prueba de los sentidos le iba a ser dada ahora. Díjole nuestro Señor a Tomás:

Llega acá tu dedo, y ve mis manos, y llega acá tu mano, y
métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino creyente. 
Jn 20, 27

Una vez había dicho que una generación pecadora y adúltera buscaba una señal, y ninguna señal le sería dada más que la de Jonás el profeta. Ésta fue precisamente la señal que se dio a Tomás. El Señor conocía las palabras escépticas que Tomás había dicho antes a sus compañeros; otra prueba de su omnisciencia. La llaga del costado debía de ser muy grande, puesto que dijo a Tomás que metiera su mano en ella; también debieron de serlo las llagas de su mano, por cuanto Tomás fue invitado a que usara su dedo a modo de clavo. Las dudas de Tomás tardaron en desvanecerse más que las de los otros, y su extraordinario escepticismo constituye una prueba más de la realidad de la resurrección.

Hay la misma razón para suponer que Tomás hizo lo que se le invitaba a hacer, que la que hay para suponer que los diez apóstoles habían hecho lo mismo precisamente durante la primera noche de pascua de resurrección. Las palabras de reprensión que nuestro Señor dirigió a Tomás, de que no fuera tan incrédulo, contenían también una exhortación a ser creyente y a alejar de sí aquel pesimismo que constituía su principal defecto.

Pablo no fue desobediente a la visión celestial; tampoco lo fue Tomás. Aquel escéptico quedó tan convencido por la prueba positiva que acababa de recibir, que se convirtió en adorador. Postrándose de hinojos, dijo al Señor resucitado:

¡Señor mío y Dios mío! Jn 20, 28

En una sola ardiente exclamación, Tomás recogió todas las dudas de una humanidad abatida para curarse repentinamente de ellas mediante todo lo que significaba aquella sencilla y sublime exclamación: «¡Señor mío y Dios mío!».

Con estas palabras venía a reconocer que el Emmanuel de Isaías se hallaba delante de él. Tomás, que había sido el último en creer, fue el primero en hacer la plena confesión de la divinidad del Salvador resucitado. Pero, puesto que esta confesión procedía de la evidencia proporcionada por la carne y la sangre, no fue seguida de la bendición que le fue concedida a Pedro cuando confesó que Jesús era el Hijo de Dios vivo. Sin embargo, el Salvador resucitado dijo a Tomás:

Porque me has visto, has creído;
¡bienaventurados aquellos que
no han visto, y han creído!
 Jn 20, 29

Hay algunos que no quieren creer, aunque vean como faraón; otros creen solamente cuando ven. Sobre estos dos tipos de personas, Dios nuestro Señor ha colocado a los que no vieron y, sin embargo, creyeron. Noé había sido advertido por Dios de las cosas que aún no habían sucedido; las creyó y preparó su arca. Abraham abandonó su propio hogar sin saber adónde iba, pero confiando en la promesa que Dios le había hecho de que sería padre de una raza más numerosa que las arenas del mar. Si Tomás hubiera creído por medio del testimonio de sus condiscípulos, su fe en Cristo habría sido mayor, puesto que Tomás había oído muchas veces decir al Señor que sería crucificado y luego resucitaría. También sabía por las Escrituras que la crucifixión era el cumplimiento de una profecía, pero él quiso el testimonio complementario de los sentidos.

Tomás pensaba que estaba haciendo lo más adecuado al exigir la plena evidencia de la prueba sensible; pero ¿qué sería de las futuras generaciones si habían de pedir la misma evidencia? Los futuros creyentes, vino a decir el Señor, han de aceptar el hecho de la resurrección del testimonio dado por los que estuvieron con Él. Nuestro Señor estaba describiendo así la fe de los creyentes después de la época apostólica, cuando no habría nadie que lo hubiera visto; pero su fe tendría una base, porque los apóstoles mismos habían visto al Señor resucitado. Veía que los fieles podían hacerlo sin ver, creyendo en el testimonio de ellos. Los apóstoles eran hombres felices no porque hubieran visto a nuestro Señor y creyeran; fueron mucho más felices cuando comprendieron cabalmente el misterio de la redención y vivieron conforme al mismo, e incluso dieron la vida por la realidad de la resurrección. Sin embargo, hay que agradecer en cierto modo a Tomás que tocara a Cristo como hombre, pero creyera en Él como Dios.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 567-570.

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor).

San Juan Pablo II

Queridos hijos, hermanos y amigos en Jesucristo:

En esta solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor, el Papa se complace en ofrecer el Sacrificio eucarístico con vosotros y por vosotros. Me siento feliz de hallarme con los estudiantes y todo el personal del Venerable Colegio Inglés, en este año en que conmemoráis el IV centenario. Y hoy me siento especialmente cercano a vosotros, a vuestros padres y familias, y a todos los fieles de Inglaterra y Gales que están unidos en la fe de Pedro y Pablo, en la fe de Jesucristo. Las tradiciones de generosidad y fidelidad que han sido una constante de vuestro Colegio durante 400 años, están presentes en mi corazón esta mañana. Habéis venido a agradecer y alabar a Dios por lo que su gracia ha hecho en el pasado, y a recibir fuerzas para seguir caminando —bajo la protección de Nuestra Señora bendita—con el mismo fervor de vuestros antepasados, de los muchos que dieron la vida por la fe católica.

Una palabra cordial de bienvenida dirijo asimismo a los nuevos sacerdotes del Pontificio Colegio Beda. También para vosotros es éste un momento de desafío especial a mantener vivos los ideales que resplandecen en vuestro Patrono, San Beda el Venerable, a quien conmemoráis mañana. Bienvenidos igualmente todo el personal y vuestros compañeros de estudios.

Con gozo, por tanto, y con propósitos recién estrenados para el futuro, reflexionemos brevemente sobre el gran misterio de la liturgia de hoy. En las lecturas de la Escritura se nos resume todo el significado de la Ascensión de Cristo. La riqueza de este misterio se descubre en dos afirmaciones: “Jesús les dio instrucciones” y después “Jesús ocupó su puesto”.

En la providencia de Dios —en el eterno designio del Padre— había llegado para Cristo la hora de partir. Iba a dejar a sus Apóstoles con su Madre, María, pero sólo después de haberles dado instrucciones. Ahora los Apóstoles tienen una misión que cumplir siguiendo las instrucciones que les dejó Jesús, instrucciones que eran a su vez expresión de la voluntad del Padre.

Las instrucciones indicaban ante todo que los Apóstoles debían esperar al Espíritu Santo, que era don del Padre. Desde el principio estaba claro como el cristal que la fuente de la fuerza de los Apóstoles. es el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad; se ha de extender el Evangelio por el poder de Dios; y no por medio de la sabiduría y fuerza humanas.

Además, a los Apóstoles se les instruyó para enseñar y proclamar la Buena Nueva en el mundo entero. Y tenían que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Al igual que Jesús, debían hablar explícitamente del Reino de Dios y de la salvación. Los Apóstoles tenían que dar testimonio de Cristo “hasta los confines de la tierra”. La. Iglesia naciente entendió claramente estas instrucciones y comenzó la era misionera. Y todos supieron que la era misionera no terminaría antes de que volviera de nuevo el mismo Jesús que había ascendido al cielo.

Las palabras de Jesús se convirtieron para la Iglesia en un tesoro que custodiar, proclamar, meditar y vivir. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo implantó en la Iglesia un carisma apostólico a fin de mantener intacta esta revelación. A través de sus palabras Jesús iba a vivir en su Iglesia: “Yo . estaré siempre con vosotros”. De este modo la comunidad eclesial tuvo conciencia de la necesidad de ser fieles a las instrucciones de Jesús, al depósito de la fe. Esa solicitud se transmitiría de generación en generación hasta nuestros días. Basándome en este principio hablé recientemente a vuestros rectores afirmando que «la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: “Lo que principalmente atañe al Concilio es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (Discurso del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en el “sagrado depósito de la doctrina cristiana”» (Discurso del 3 de marzo de 1979L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Sí, queridos hijos, nuestro gran desafío es el de ser fieles a las instrucciones del Señor Jesús.

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor). Para toda la eternidad Jesús ocupa su puesto de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29): nuestra naturaleza está con Dios en Cristo. Y en cuanto hombre el Señor Jesús vive para siempre intercediendo por nosotros ente su Padre (cf. Heb 7, 25). Al mismo tiempo, desde su trono de gloria Jesús envía a toda la Iglesia un mensaje de esperanza y una llamada a la santidad.

Por los méritos de Cristo, a causa de su intercesión ante el Padre, somos capaces de alcanzar en él justicia y santidad de vida. Claro está que la Iglesia puede experimentar dificultades, el Evangelio puede encontrar obstáculos, pero puesto que Jesús está a la derecha del Padre, la Iglesia jamás conocerá el fracaso. La victoria de Cristo es la nuestra. El poder de Cristo glorificado, Hijo amado del Padre eterno, es superabundante para mantenernos a cada uno y a todos en la fidelidad de nuestra dedicación al Reino de Dios y en la generosidad de nuestro celibato. La eficacia de la Ascensión de Cristo nos alcanza a todos en la realidad concreta de la vida diaria. Por razón de este misterio la vocación de toda la Iglesia está en “esperar con alegre esperanza la venida de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Queridos hijos: Vivid imbuidos de la esperanza que es parte tan grande del misterio de la Ascensión de Jesús. Tened conciencia honda de la victoria v triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Estad convencidos de que la fuerza de Cristo es mayor que nuestra debilidad, mayor que la debilidad del mundo entero. Procurad entender y tomar parte en el gozo que experimentó María al conocer que su Hijo había ocupado su lugar junto al Padre, a quien amaba infinitamente. Y renovad hoy vuestra fe en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo que se fue a prepararnos un lugar, para venir de nuevo y llevarnos con El.

Este es el misterio de la Ascensión de nuestra Cabeza. Recordémoslo siempre: “Jesús les dio instrucciones”, y después “Jesús ocupó su puesto”. Amén.

Homilia de su Santidad Juan Pablo II en la Solemnidad de la Ascensión del Señor (24/05/1979)

SOBRE LA ORACIÓN [Parte IV]

Debemos orar con frecuencia, hermanos míos, pero debemos redoblar nuestros esfuerzos en los momentos de prueba y de tentación. He aquí un buen ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempos del emperador Licinio, se quería que todos los soldados ofrecieran sacrificios al demonio. Cuarenta de ellos se negaron, diciendo que los sacrificios se debían sólo a Dios y no al demonio. Se les hicieron toda clase de promesas. Viendo que nada los vencía, fueron condenados, tras muchos tormentos, a ser arrojados desnudos a un estanque de agua helada durante una noche entera, en pleno invierno, para que murieran de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, se decían unos a otros: “Amigos míos, ¿qué nos queda ahora sino arrojarnos en manos del Dios Todopoderoso, de quien solo debemos esperar la fuerza y la victoria? Recurramos a la oración, y oremos sin cesar para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que los cuarenta tengamos la dicha de perseverar”. Pero, para tentarlos, se colocó cerca un baño caliente. Desgraciadamente, uno de ellos perdió el valor, abandonó la lucha y entró en el baño caliente, pero al entrar perdió la vida. El hombre que los vigilaba vio descender del cielo treinta y nueve coronas, faltando una. “¡Ah!, exclamó, ¡es de este desgraciado que abandonó a los demás!” Entonces tomó su lugar, recibió la cuadragésima y fue bautizado en su sangre. Al día siguiente, como aún respiraban, el gobernador ordenó que los arrojaran al fuego. Después de haberlos colocado en un carro, con excepción del más joven, a quien todavía esperaban hacer ceder, la madre, que presenciaba todo, exclamó: “¡Ah, hijo mío, ten valor! ¡Un momento de sufrimiento te merecerá una eternidad de felicidad!” Y tomándolo ella misma, lo subió al carro con los demás; llena de alegría, lo condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. No dejaron de orar durante todo su martirio, tan convencidos estaban de que la oración es el medio más poderoso de atraer sobre nosotros el auxilio del cielo. Vemos que san Agustín, después de su conversión, se retiró durante mucho tiempo a un pequeño desierto para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Ya como obispo, pasaba gran parte de la noche en oración. San Vicente Ferrer, que convirtió tantas almas, solía decir que nada era tan poderoso para convertir a los pecadores como la oración; que era como un dardo que penetraba en el corazón del pecador.

Sí, hermanos míos, podemos decir que la oración lo consigue todo: es la oración la que nos hace conscientes de nuestros deberes, la que nos hace ver el estado miserable de nuestra alma después del pecado, la que nos dispone para recibir los sacramentos; la que nos hace comprender cuán poco valen la vida y los bienes de este mundo, para que no nos apeguemos a ellos; la que nos infunde el saludable temor de la muerte, del juicio, del infierno y de la pérdida del cielo. ¡Oh, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de orar como conviene, qué pronto seríamos santos penitentes! Vemos que san Hugo, obispo de Grenoble, en su enfermedad, no se contentaba con decir el “Padrenuestro”. Le dijeron que eso podía agravar su mal. “¡Ah, no! –respondió él–, por el contrario, lo alivia”.

Dijimos, hermanos míos, que la tercera condición para que nuestra oración sea agradable a Dios es la perseverancia. A menudo vemos que el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos; es para hacérnoslo desear más, o para que lo apreciemos más. Esta demora no es una negativa, sino una prueba que nos prepara para recibir con mayor abundancia lo que pedimos. Veamos a san Agustín, que durante cinco años pidió a Dios la gracia de su conversión. Veamos a santa María Egipcíaca, que durante diecinueve años pidió al buen Dios la gracia de librarla de los pensamientos impuros. Pero, ¿qué hacían los santos? Esto es lo que hacían: perseveraban siempre en pedir, y por su perseverancia obtenían siempre lo que pedían al buen Dios. En cuanto a nosotros, aunque estemos todos cubiertos de pecados, si el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos, pensamos que no quiere dárnoslo y dejamos de orar. No, hermanos míos, no era así como se comportaban los santos en la perseverancia: pensaban siempre que no eran dignos de ser escuchados y que, si Dios les concedía algo, era sólo por su misericordia y no por su mérito. Por eso digo que, cuando oramos, aunque parezca que el buen Dios no escucha nuestras súplicas, no debemos cansarnos de orar, sino continuar siempre. Si el buen Dios no nos concede lo que le pedimos, nos concede otra gracia más ventajosa para nosotros que aquella que pedimos. Tenemos un ejemplo de cómo debemos perseverar en la oración en la persona de aquella mujer cananea, que se dirigió a Jesucristo para pedir la curación de su hija. ¡Ved su humildad, su perseverancia, etc.!

He aquí otro ejemplo admirable del poder de la oración. Se lee en la historia de los Padres del Desierto que los católicos fueron a ver a un santo cuya fama se extendía por todas partes, para pedirle que fuera a confundir a cierto hereje, cuyos discursos seducían a mucha gente. Este santo discutió con aquel desgraciado, sin lograr que reconociera su error; era un hombre que parecía haber nacido sólo para perder almas. Viendo que con sus desvíos quería hacer creer que no estaba equivocado, el santo le dijo: “Desgraciado, el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vayamos ambos, y con toda esta gente como testigo, al sepulcro: invocaremos al buen Dios sobre el primer muerto que encontremos, y nuestras obras demostrarán nuestra fe”. El hereje pidió al santo que esperara hasta el día siguiente; el santo aceptó. Al día siguiente, el pueblo, deseoso de conocer el resultado, se agolpó en el sepulcro. Esperaron hasta las tres de la tarde, pero el santo fue informado de que su adversario había huido durante la noche y se había retirado a Egipto. San Macario condujo entonces al cementerio a todas las personas que esperaban el resultado de su conferencia, especialmente a aquellos que habían sido engañados por aquel desgraciado. Deteniéndose ante una tumba, se arrodilló, oró durante algún tiempo y, dirigiéndose al cadáver más antiguo allí sepultado, le dijo: “Escúchame, hombre: si aquel hereje hubiera venido aquí conmigo y yo hubiera invocado delante de él el nombre de Jesucristo, mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe?” Ante estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo habría hecho de inmediato, como lo hacía ahora. San Macario le dijo: “¿Quién eres y en qué época del mundo viviste? ¿Conoces a Jesucristo?” El muerto respondió que había vivido en tiempos muy antiguos, pero que nunca había oído hablar del nombre de Jesucristo. Entonces san Macario, viendo que todos estaban perfectamente convencidos de que aquel desgraciado hereje era un impostor, le dijo: “Duerme en paz hasta la resurrección general”. Y todos se retiraron alabando a Dios, que había manifestado tan claramente la verdad de nuestra santa religión. En cuanto a san Macario, regresó a su desierto para continuar su penitencia.

¿Veis, hermanos míos, el poder de la oración cuando se hace bien? ¿No estaréis de acuerdo conmigo en que, si no obtenemos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con un corazón suficientemente puro, con una confianza suficientemente grande, o porque no perseveramos lo suficiente en la oración? No, hermanos míos, Dios nunca ha rechazado ni rechazará jamás a quienes le pidan alguna gracia como conviene. Sí, hermanos míos, es el único recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para tocar el corazón de Dios y para atraer sobre nosotros toda clase de bendiciones del cielo, tanto para el alma como para las cosas temporales.

De donde concluyo que, si permanecemos en el pecado, si no nos convertimos, si nos encontramos tan desgraciados en las penas que el buen Dios nos envía, es porque no oramos o oramos mal. Sin la oración, no podemos recibir dignamente los sacramentos; sin la oración, nunca conoceréis el estado al que el buen Dios os llama. Sin la oración, sólo podemos ir al infierno. Sin la oración, nunca gustaremos las dulzuras que provienen del amor a Dios. Sin la oración, todas nuestras cruces no tienen mérito. ¡Oh, cuántos consuelos encontraríamos en la oración, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de saber orar correctamente! Por eso, no oremos nunca sin pensar bien con quién hablamos y qué queremos pedir a Dios. Sobre todo, hermanos míos, oremos con humildad y confianza, y así tendremos la dicha de obtener todo lo que deseamos, si nuestras súplicas están conformes con Dios. Esto es lo que os deseo…

Fonte: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa.

Ven. Fulton Sheen

Aquel mismo domingo de pascua nuestro Señor se apareció a dos de sus discípulos que se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a breve distancia de Jerusalén. No hacía mucho que habían tenido grandes esperanzas en lo que Jesús les había prometido, pero las tinieblas del viernes santo y la escena de la sepultura del Maestro les habían hecho perder toda su alegría. En el pensamiento de todos, nada estaba tan presente aquel día como la persona de Cristo. Mientras se hallaban conversando con ánimo triste y angustiado acerca de los horribles hechos acaecidos durante los dos días precedentes, un forastero se les acercó. Sin embargo, los discípulos no se fijaron bien en él y no reconocieron que se trataba del Salvador resucitado; creyeron que era un-viandante cualquiera. Al fin resultó que lo que cegaba sus ojos era su incredulidad; si le hubieran estado esperando, le habrían reconocido. Puesto que se interesaban por Él, Él se dignaba aparecérseles; pero, puesto que dudaban de su resurrección, les ocultaba el gozo de reconocer su presencia. Ahora que su cuerpo era glorificado, lo que los hombres veían de Él dependía de lo que Él estuviera dispuesto a revelar, y también de la disposición de los corazones de ellos. Aunque no conocían que aquel hombre era el Señor, se mostraron, sin embargo, dispuestos a trabar conversación con Él acerca del Maestro. Después de oírles discutir un buen rato, el forastero les preguntó:

¿Qué palabras son estas que os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17

Ellos se detuvieron entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban, le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes; el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.

El Salvador, con su infinita sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban sus llagas, Él sabría cómo curarlas.

Uno de los dos discípulos, llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.

¿Eres tú solamente un recién llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días? Lc 24, 18

El Señor resucitado le preguntó:

¿Qué cosas? Lc 24, 19

Les llamaba la atención hacia los hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información, sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás, sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:

Las cosas con respecto a Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron, diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24

Estos hombres habían esperado grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso. Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo, estaban caminando y conversando con Él.

Parecía haber un doble propósito en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.

Ni estos discípulos ni los apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados, rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto. Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.

Entonces el Salvador les dijo:

¡Hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc 24, 5 s

Se les reprochaba su necedad y obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían levantados del pecado a la amistad con Dios.

La cruz era la condición de la gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.

Y comenzando desde Moisés y todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a Él mismo. Lc 24, 27

Les fue mostrando todos los tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado, así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos; citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas, cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del propósito de su venida a este mundo.

Por fin llegaron a Emaús. Jesús hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche. Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo. Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:

Aconteció que, estando sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio. Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo invisible a ellos. Lc 24, 30 s

Este acto de tomar el pan, partirlo y dárselo a ellos no era un acto corriente de cortesía, puesto que se parecía demasiado a la última cena, en la cual invitó a sus apóstoles a que repitieran la conmemoración de su muerte, cuando Él partió el pan, que era su cuerpo, y se lo dio. Inmediatamente después de recibir el pan sacramental que Jesús acababa de partir, a los discípulos se les abrieron los ojos del alma. De la misma manera que a Adán y Eva se les abrieron los suyos para ver su vergüenza después de haber comido el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, ahora los ojos de los discípulos eran abiertos para que pudieran discernir el cuerpo de Cristo. Esta escena forma paralelismo con la última cena: en ambas hubo acción de gracias, en ambas Jesús levantó los ojos al cielo, en ambas hubo la fracción del pan, y en ambas el dar el pan a los discípulos. Al darle el pan fue infundido a los dos discípulos un conocimiento que les ofrecía una claridad mayor que todas las instrucciones verbales. La fracción del pan les había introducido dentro de la experiencia del Cristo glorificado. Entonces Él desapareció de su vista.

Volviéndose a mirarse uno a otro, reflexionaron:

¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las Escrituras? Lc 24, 32

La influencia que ejercía en ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida. La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía. Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida, tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.552-558.

SOBRE LA ORACIÓN [Parte III]

III. Pero tal vez pensáis: ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas oraciones, sigamos siendo pecadores y no seamos mejores ahora que antes? Amigo mío, nuestra desgracia proviene del hecho de que no oramos como deberíamos, es decir, sin preparación y sin verdadero deseo de convertirnos, muchas veces sin siquiera saber lo que queremos pedir a Dios. Nada más cierto que esto, hermanos míos, pues todos los pecadores que pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que pidieron a Dios la perseverancia perseveraron. Pero quizás me digáis: Somos demasiado tentados. — Estás demasiado tentado, amigo mío, puedes orar y puedes tener la certeza de que la oración te dará la fuerza para resistir la tentación. ¿Necesitas gracia? La oración te la dará. Si dudas, escucha lo que nos dice Santiago: que con la oración tenemos dominio sobre el mundo, sobre el demonio y sobre nuestras inclinaciones. Sí, hermanos míos, en cualquier pena en la que nos encontremos, si oramos, tendremos la dicha de soportarla con resignación a la voluntad de Dios; y por más violentas que sean nuestras tentaciones, si recurrimos a la oración, las venceremos.

Pero ¿qué hace el pecador? Está muy convencido de que la oración es absolutamente necesaria para evitar el mal y hacer el bien, y para salir del pecado cuando ha tenido la desgracia de caer en él; pero comprended, si podéis, su ceguera: casi no ora o lo hace mal. ¿No es cierto, hermanos míos? Ved cómo ora un pecador, suponiendo incluso que ore, pues la mayoría de los pecadores ni siquiera oran, y, lamentablemente, los vemos vivir como animales. Pero veamos a esos pecadores haciendo su oración: veámoslos recostados en una silla o apoyados en la cama, haciéndola mientras se visten o se desvisten, o mientras caminan o gritan, y cuando tal vez incluso maldicen a sus criados o a sus hijos. ¿Y qué preparación hacen antes? Lamentablemente, ninguna. Muchas veces, y la mayoría de las veces, esos pecadores terminan su pretendida oración no sólo sin saber lo que han dicho, sino también sin pensar quiénes son, ni a qué han venido, ni qué han pedido. Si los vierais en la casa de Dios, ¿no os moriríais de compasión? ¿Piensan que están en la presencia santa de Dios? No, sin duda que no: observan quién entra y quién sale, se hablan unos a otros, bostezan, duermen, se aburren, tal vez incluso se enojan porque los oficios les parecen demasiado largos. Su devoción al santiguarse con el agua bendita es muy semejante a la que tienen cuando sacan agua común del balde para beber. Apenas si se arrodillan, y ya les parece demasiado inclinar un poco la cabeza durante la consagración o la bendición. Los vemos mirar en torno al templo, tal vez incluso a objetos que pueden llevarlos al mal; no han entrado aún y ya quisieran estar afuera. Cuando salen, los oímos gritar como personas que acaban de ser liberadas de una prisión. Pues bien, hermanos míos, ésta es la necesidad del pecador: podéis ver cuán grande es. ¿Y os sorprendería que un pecador permanezca siempre en su pecado y, además, persevere en él?

En tercer lugar, dijimos que las ventajas de la oración dependen de la manera en que cumplimos con este deber, como veréis.

Para que una oración sea agradable a Dios y provechosa para quien la hace, es necesario que esté en estado de gracia o, al menos, que tenga la buena voluntad de salir prontamente del pecado, porque la oración de un pecador que no quiere abandonar su pecado es un insulto a Dios. Para que una oración sea buena, hay que prepararse para ella. Toda oración hecha sin preparación es una oración mal hecha, y esa preparación significa, como mínimo, fijar la mirada en el buen Dios por un momento antes de ponerse de rodillas, pensar con quién se va a hablar y qué se le va a pedir. Lamentablemente, son pocos los que se preparan para ello y, en consecuencia, pocos los que oran como se debe, es decir, de manera que sean escuchados. Además, hermanos míos, ¿qué esperáis que Dios os conceda, una vez que no queréis nada ni deseáis nada? Mejor aún: es un pobre que no quiere limosna; es un enfermo que no quiere ser curado; es un ciego que quiere seguir ciego; en fin, es un condenado que no quiere el cielo y que acepta ir al infierno.

Dijimos que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, es una conversación dulce y feliz entre una criatura y su Dios. No es, pues, hermanos míos, rezar al buen Dios como conviene cuando pensamos en otra cosa mientras oramos. Tan pronto como nos demos cuenta de que nuestro espíritu divaga, debemos volver rápidamente a la presencia del buen Dios, humillarnos ante Él y no abandonar nunca nuestras oraciones porque no sintamos gusto al rezar. Por el contrario, cuanto más repugnancia sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si continuamos con el pensamiento de agradarle. La historia cuenta que, un día, un santo dijo a otro: “¿Por qué, cuando rezamos al buen Dios, nuestra mente se llena de mil pensamientos extraños y que, muchas veces, si no estuviéramos ocupados orando, ni siquiera pensaríamos en ello?” El otro respondió: “Amigo mío, eso no debe sorprenderte: primero, porque el demonio prevé las abundantes gracias que podemos obtener mediante la oración y, por eso, desespera de conquistar a una persona que reza como debe; segundo, porque cuanto más fervorosamente oramos, más rezamos…”. Otro hombre, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué tentaba continuamente a los cristianos. El demonio respondió que no podía soportar que un cristiano, que había pecado tantas veces, obtuviera todavía el perdón, y que mientras hubiera un cristiano en la tierra, lo tentaría. Luego le preguntó cómo los tentaba. El demonio le respondió lo siguiente: “A unos les pongo el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros, los hago dormir; y a otros, les llevo el espíritu de ciudad en ciudad”. Lamentablemente, hermanos míos, esto es demasiado cierto; experimentamos estas cosas todos los días cuando estamos en la santa presencia de Dios para orar.

Se cuenta que el superior de un monasterio, al ver a uno de sus religiosos que, antes de comenzar su oración, hacía cierto movimiento y parecía hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba antes de empezar a orar. “Padre —dijo él—, antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a todos mis pensamientos y deseos y decirles: Venid todos, y vamos a adorar a Jesucristo, nuestro Dios”. “¡Ah, hermanos míos! —dice Casiano— ¡cuán edificante era ver a los primeros fieles rezar! Estaban tan reverentes en la presencia de Dios que el silencio era tan grande que parecía que estaban muertos; se veía que temblaban en la Iglesia; no había sillas ni bancos; estaban postrados como criminales esperando la sentencia. Pero también, hermanos míos, ¡cuán pronto se pobló el cielo y qué dulce era vivir en la tierra! ¡Ah, felicidad infinita para quienes vivieron en esos tiempos benditos!”

Ya dijimos que nuestras oraciones deben hacerse con confianza y con la firme esperanza de que el buen Dios puede y va a concedernos lo que le pedimos, si lo pedimos como conviene. En todos los lugares donde Jesucristo promete concederlo todo a la oración, Él pone siempre esta condición: “Si oráis con fe”. Cuando alguien le pedía una curación o cualquier otra cosa, nunca dejaba de decirle: “Hágase en ti según tu fe”. Además, hermanos míos, ¿quién podría hacernos dudar, una vez que nuestra confianza se apoya en el poder infinito de Dios, en su misericordia sin límites y en los méritos infinitos de Jesucristo, en cuyo nombre oramos? Cuando oramos en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, sino que es el mismo Jesucristo quien ora al Padre en nuestro nombre. El Evangelio nos da un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría una hemorragia. Ella se decía a sí misma: “Si toco, aunque sea sólo su vestido, quedaré curada”. Se ve que creía firmemente que Jesucristo podía curarla; esperaba con gran confianza la curación que tanto deseaba. De hecho, cuando el Salvador pasó, ella se lanzó a sus pies, tocó su manto y quedó inmediatamente curada. Jesucristo vio su fe y la miró con bondad, diciéndole: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal”. Sí, hermanos míos, a esta fe y a esta confianza se promete todo.

4º Decimos que, cuando oramos, debemos tener intenciones muy puras en todo lo que pedimos, y no pedir sino lo que pueda contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación. San Agustín nos dice: “Podéis pedir cosas temporales, pero siempre con el pensamiento de que las utilizaréis para la gloria de Dios y la salvación de vuestra alma, o para la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras súplicas no son más que pedidos hechos por orgullo y ambición; y si, en ese caso, el buen Dios se niega a concederos lo que pedís, es porque no quiere contribuir a vuestra ruina”. Pero, como dice san Agustín, ¿qué hacemos en nuestras oraciones? Desgraciadamente, pedimos una cosa y deseamos otra. Cuando rezamos el Padrenuestro, decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, lo que quiere decir: “¡Dios mío, despréndenos de este mundo; dadnos la gracia de despreciar todas las cosas que sólo sirven para esta vida presente; concededme la gracia de que todos mis pensamientos y todos mis deseos sean para el cielo!” ¡Desgraciadamente, nos enojaríamos mucho si el buen Dios nos concediera esta gracia! Al menos, muchos de nosotros lo haríamos.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

EL MANDAMIENTO NUEVO

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros – Jn 13, 31-35

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… Con esta frase podemos adentrarnos en los misterios de la liturgia de este Vº Domingo de Pascua.

Sabemos que el tiempo está avanzado, pues el tiempo pascual este año ya tiene más pasado que futuro; se acerca ya la solemnidad de la Ascensión del Señor. En este contexto es que la Iglesia nos propone las exhortaciones del Señor que hemos ido escuchando en los últimos días: para que podamos vivir el Camino que nos ha trazado y sellado en la Semana Santa, Camino con mayúscula, confirmando aquello que el Señor mismo había dicho de sí: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Cfr. Jn 8, 32).

¡Todo está consumado! La revelación estaba hecha; lo que le tocaba a Jesús él ya lo ha concluido aquí en esta tierra. Debía alentar a los suyos para su partida definitiva, debía ya empezar a volver a recordarles del Paráclito que sería enviado y seguiría el trabajo de convencerles, de defenderles, de guiarles.

El camino es en dirección a su Ascensión, como dijimos. Esta Ascensión, como indica Santo Tomás de Aquino[1] fue algo útil para nosotros porque según él, Cristo subió a los cielos para conducirnos hacia allí. Nosotros no conocíamos el camino, pero Él nos lo enseñó. Se recuerda con esto la profecía de Miqueas que dice: Subió abriendo el camino delante de ellos (2,13). Sin embargo, el Evangelio de hoy nos trae un hecho: el Señor les advirtió a los apóstoles de que ellos le buscarían y que, por ahora, nadie podría seguirle. Tenía que prepararles un lugar; y también dice -versículo seguido-, que podrían seguirle más tarde. ¿Y por qué? Porque nuestro fin siempre será unirnos a Dios, estar con el Señor: en esto consiste nuestra verdadera felicidad. Sabemos que ahora Él está glorioso en el cielo; es imposible unirnos a él aquí, en esta vida, pero nos alentó el Señor diciendo que más tarde estaríamos con Él. Debemos estar tranquilos en cuanto a esto, pero no quiere decir que no debemos esforzarnos por alcanzar al Señor.

Partiendo de ahí es que debemos meditar en el camino concreto que debemos recorrer para alcanzar la unión con el Señor. San Juan de la Cruz nos enseña que, en esta vida el único modo de unirnos a Nuestro Señor es por medio de las virtudes; propiamente por las que llamamos teologales, es decir, las que tienen a Dios mismo por su obyecto. Estas virtudes son tres: fe, esperanza y caridad. Mientras estamos en esta vida, la fe es el modo más seguro de unión con el Señor, pues la fe es siempre de algo que no se ve, como enseña la Carta a los hebreos. Sin embargo, mientras nos unimos en la fe con el Señor, tenemos la esperanza de alcanzar la unión plena que se dará en el cielo por la virtud de la caridad. Así tenemos todo el organismo de estas tres virtudes teologales puesto en movimiento.

Volviendo a la liturgia de este domingo, es posible notar en la primera lectura el tema de la primera virtud teologal: la fe. En efecto, Pablo y Bernabé, dice la Escritura, volvieron a Listra… animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe… Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Es decir, se alegraban los apóstoles de que les fuera posible anunciar la resurrección del Señor, enseñar la doctrina de Cristo y conseguir nuevas almas para el seguimiento de Jesús; y todo esto en medio de los gentiles. Les había presentado la fe, y ellos habían creído y se unieron al Señor, esperando poder unirse a Él definitivamente en la patria celestial.

En la segunda lectura, ya en el libro del Apocalipsis, vemos una alusión a la virtud de la esperanza. Estamos en el contexto de las visiones de San Juan que fue llevado por el Espíritu a contemplar las realidades celestes y misteriosas, siendo guiado por un anciano que le mostraba muchas cosas. Le fue pedido que escribiese todo lo que había visto para provecho nuestro, los que vamos de camino.

Escuchamos un versículo en el que el discípulo amado nos enseña el modo cómo nuestra esperanza será colmada allí en el cielo: ya no habrá más llanto, ni dolor, ni tristeza, solamente la alegría de la unión con el Señor, la alegría del encuentro perpetuo y gozoso con Dios mismo. Dice el texto: Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.

En el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos habla de la caridad y nos da un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Pero Señor, acaso el Deuteronomio ya no nos mandaba esto? ¿No está ya escrito que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?[2] ¿En qué consistiría entonces la novedad de este mandamiento? Creo que esta pregunta nos cabría hacerla en este momento, pues si no hubiese nada que distinga el mandato nuevo de lo que está escrito en el Levítico, ¿en qué seríamos distintos del pueblo elegido en el Antiguo Testamento? Siendo que justamente Él nos ha llamado a ser discípulos suyos, y ser reconocidos por esto: por el amor que debemos tener los unos a los otros, es por esto que debe haber algo distinto en este amor.

Es justamente en este punto que llegamos el eje en torno al cual gira todo lo demás: Cristo nos dejó el ejemplo para que sigamos sus huellas… ¡El amor debe ser elevado a un nuevo grado! ¿Debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas? ¡Sí! ¿Debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Sí! Pero ahora, debemos hacerlo todo imitando el amor de Cristo. Él mismo lo puso de relieve luego de dejar a los apóstoles el mandamiento nuevo, les dijo: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. ¡Ahí está!

Quizá podríamos objetar todo esto con otra observación: en definitiva, Cristo es Dios y no nos es posible amar al modo divino. Nos engañamos; justamente es lo que nos enseña San Pablo cuando dice que este amor divino ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Este es el motivo por el que Jesús nos pidió que fuésemos santos como Dios; es decir, que ¡no nos es más imposible amar al modo divino! Pues Jesús siendo Dios -y sin dejar de ser Dios- se hizo hombre. San Juan escuchó una gran voz en el Cielo que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Sin dejar de ser Dios Él asumió nuestra naturaleza humana y nos amó con amor divino, para que nosotros, no dejando de ser hombres, pudiésemos amar como Dios.

¿Y cómo es este amor divino? Es un amor sin medidas, un amor dispuesto a renunciar a lo más precioso que tenemos naturalmente: nuestra vida… y hacerlo por otra persona… Hay más: Cristo dio su vida incluso por sus enemigos. Esto lo prueba Él mismo con su exclamación al Padre desde el alto de la Cruz, pidiendo perdón por sus verdugos, pues no sabían lo que hacían, y poco después entregó su espíritu.

Para concluir, debemos tener siempre en la mente y en el corazón, este pensamiento de San Bernardo de Claraval: “La medida del amor es amar sin medidas”. Es decir que, en nuestra vida concreta, cuando pensamos que estamos haciendo las cosas bien, debemos poner más amor; siempre hay más espacio para poner más amor. Hacerlo todo siempre por amor a Cristo: si debo contestar a alguien, debo hacerlo por amor a Dios; si debo hacer algún trabajo, debo hacerlo poniendo ahí él amor a Dios; si debo cuidar de mi casa, debo hacerlo con lo máximo de amor a Dios que pueda; así, cuánto más practiquemos esto, cuánto más intensamente vivamos esto, más estaremos creciendo en este amor y como es infinito -porque Dios es amor-, podemos crecer siempre en esta virtud.

Por fin, con la fe -que es el elemento esencial para poder practicar esta caridad de la que estamos hablando-, esperamos poder colmar esta caridad en el Cielo, junto a los ángeles y santos, alabando y amando a Dios, por todos los siglos de los siglos. ¡Amén!

P. Harley D. Carneiro, IVE

[1] Sermón sobre el Credo, Artículo VI

[2] Cfr. Lev 19,18

LA MUJER QUE EL MUNDO AMA

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre.

Ven. Fulton Sheen

Dios tiene en Sí diseños, módulos de todo lo que hay en el universo. Así como el arquitecto tiene en su mente el plan de la casa, antes de construirla, así Dios tiene en Su Mente una idea arquetipo de toda flor, de toda ave, árbol, de la primavera, de toda melodía. Jamás un pincel roza una tela, o un cincel hiere el mármol sin que haya una idea preexistente. Así también, cada átomo y cada rosa es la realización, la concretización de una idea existente en la Mente de Dios, y desde toda la eternidad. Todas las creaturas, inferiores al ser humano, corresponden al modelo que Dios tiene en Su Mente. Un árbol es verdaderamente un árbol porque responde a la idea que Dios tiene del árbol; una rosa es una rosa porque tal es la idea de Dios, realizada en compuestos químicos, en tintes y vida. Pero, no es así con las personas. Acerca de nosotros Dios tiene dos imágenes: la una es la que corresponde a lo que somos: la otra a lo que debemos ser; tiene el modelo y tiene la realidad; el plano y el edificio; la partitura de la música y la ejecución que hacemos de la misma. Dios tiene que tener ambas porque en todos y cada uno de nosotros hay alguna desproporción y carencia de conformidad entre el plan original y el modo cómo lo realizamos. La imagen es borrosa, la impresión desleída. Sucede que nuestra personalidad no es completa en el tiempo, necesitamos un cuerpo renovado. Además, los pecados disminuyen nuestra personalidad, los malos actos manchan la tela diseñada por la Mano del Maestro. Como huevos separados del nidal, algunos seres humanos se niegan a ser calentados por el Amor Divino, necesario para la incubación que los ha de elevar a un nivel superior. Necesitamos continuamente ser reparados, nuestros actos libres no coinciden con la ley de nuestro ser, distamos mucho de lo que Dios quiere que seamos. San Pablo nos hace saber que, aun antes de que fueran echados los fundamentos del mundo, ya estábamos predestinados a ser hijos de Dios. Pero, algunos de nosotros no cumplimos ese anhelo.

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre. En la mayoría de nosotros predomina el signo negativo, en cuanto no satisfacemos los altos anhelos que el Padre Celestial alienta por nosotros. Pero en la Virgen María se halla el signo de igualdad: el ideal que Dios formó acerca de Ella, Ella lo es, lo ha concretizado, y en su carne. El modelo y la copia son perfectos: es Ella lo que fue previsto, planeado y soñado. La melodía de su vida ha sido ejecutada exactamente como fue compuesta. María fue pensada, concebida y planeada como el signo de igualdad entre el ideal y la historia, el pensamiento y la realidad, la esperanza y la realización.

Es por este motivo por el que la liturgia cristiana, a través de los siglos, ha aplicado a Ella las palabras del Libro de los Proverbios. Porque es lo que Dios quiso que fuéramos todos nosotros. Ella puede hablar de sí como del modelo eterno en la Mente de Dios, el ser al que Dios amó aún antes de que fuera una creatura. Hasta se la describe como siendo con Él no sólo en la creación, sino desde antes de la creación. Existió en la Mente Divina como un Pensamiento Eterno antes de que hubiera madres. Es la Madre de madres: Es EL PRIMER AMOR DEL MUNDO.

«El Señor me tuvo al comienzo de sus caminos; antes de que nada hiciera desde el comienzo, yo era desde la eternidad, y desde antiguo, antes de que la tierra fuera hecha. Aun no existían los abismos y yo ya estaba concebida; aun no habían brotado las fuentes de las aguas ni se alzaban los montes con su enorme volumen, yo veía la luz antes que las montañas; aun no había hecho la tierra, los ríos ni los ejes del orbe terráqueo. Mientras preparaba los cielos yo estaba presente, mientras limitaba a los abismos con ley y compás determinado, cuando aseguraba los etéreos en lo alto, y abría las fuentes de las aguas, cuando circundaba al mar dentro de sus límites poniendo a las aguas una ley a fin de que no salieran de sus términos, cuando balanceaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él haciendo todas las cosas y me deleitaba diariamente jugando ante Él, en todo momento jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues hijos, oídme: ¡Bienaventurados los que guardan mis caminos! Oíd las instrucciones y sed sabios y no queráis rehusarlas. Feliz el hombre que me oye y el que vela diariamente a mis puertas y observa junto a ellas. El que me encontrare hallará la vida y tendrá la salvación del Señor» (Prov. VIII-22-35).

Pero no sólo pensó Dios en ella desde la eternidad, la tenía en su mente desde el comienzo de los tiempos. En los albores de la historia, cuando la raza humana cayó por la debilidad de una mujer, Dios habló al Demonio y le dijo: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza y tú tenderás acechanzas a sus pies» (Génesis, III, 15). Decía con esa frase que, si por una mujer había caído el hombre, también mediante una mujer Dios sería reivindicado. Quienquiera hubiera de ser Su Madre, ciertamente sería bendita entre las mujeres, y por ser elegida por Él, se preocuparía de que todas las generaciones la bendijeran.

Cuando Dios quiso hacerse hombre hubo de decidir el tiempo de su venida a la tierra, el país en que nacería, la ciudad en que habría de ser criado y formado, la gente, la raza, los sistemas político y económico que le rodearían, la lengua que hablaría y las aptitudes psicológicas con que estaría en contacto como Señor de la Historia y Salvador del Mundo.

Todos estos detalles dependerían enteramente de un factor: la mujer que habría de ser Su Madre. Elegir una madre es elegir una posición social, un lenguaje, una población, un ambiente, una crisis, un destino.

Su Madre no sería como la nuestra, a la que aceptamos como algo históricamente fijado y que no podemos cambiar; Él nació de una mujer a la que eligió antes de nacer. Es el único ejemplo en la historia en que ambos: el Hijo, quiso desde antes a la Madre y la Madre quiso al Hijo. A ello alude el Credo al decir: «nació de Santa María Virgen». Fue llamada por Dios lo mismo que Aarón, y Nuestro Señor nació no sólo de su carne, sino por su consentimiento.

Antes de tomar para Sí la naturaleza humana consultó con la Mujer, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Él, a Dios, un hombre. El hombre que fue Jesús no fue robado a la humanidad, como Prometeo robó fuego del cielo; fue dado como un regalo.

El primer hombre, Adán, fue hecho del limo de la tierra. La primera mujer fue hecha de un hombre en éxtasis. Cristo, el nuevo Adán, procede de la nueva Eva: María, en un éxtasis de oración y amor a Dios y en la plenitud de la libertad.

No nos debe sorprender que se hable de Ella como un pensamiento de Dios antes que el mundo fuera hecho. Cuando Whistler hizo el retrato de su madre, ¿acaso no tenía la imagen de ella en su mente antes de reunir los colores en su paleta? Si usted hubiera podido preexistir a su madre (no artísticamente, sino realmente), ¿no hubiera hecho de ella la mujer más perfecta que jamás haya existido, tan hermosa que hubiera sido la dulce envidia de todas las mujeres, tan gentil y misericordiosa que las demás madres se hubieran esforzado en imitar sus virtudes? ¿Por qué, entonces, hemos de pensar que Dios procederá de otra forma? Cuando Whistler fue felicitado por el cuadro de su madre, respondió: «Ustedes saben cómo sucede en esto, uno procura hacer a su madrecita lo más hermosa que puede». Cuando Dios se hizo Hombre, creo que también Él procuraría hacer a su Madre lo más hermosa que le fuera posible… y que la haría una Madre Perfecta.

Dios jamás hace algo sin extremada preparación. Sus dos grandes obras maestras son la Creación del ser humano y la Re-creación o Redención del mismo. La Creación fue hecha para seres humanos no caídos; su Cuerpo Místico para seres humanos caídos. Antes de crear al hombre hizo un jardín de delicias, hermoso como solamente Dios es capaz de hacerlo. En aquel Paraíso de la Creación se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer. Pero el hombre no quiso recibir favores sino aquéllos que concordaban con su naturaleza inferior. Y no sólo perdió su felicidad sino que, además, hirió su propia mente y su voluntad. Entonces planeó Dios el renacimiento o redención del hombre, pero antes de realizarlo haría otro Jardín. Este nuevo no sería de tierra sino de carne; sería un jardín encima de cuyos portales jamás se escribiría la palabra pecado; un Jardín en el que no crecerían las malas hierbas de la rebelión que impiden el crecimiento de las flores de la gracia; un Jardín del que dimanarían cuatro ríos de redención hacia los cuatro ángulos de la tierra; un Jardín tan puro que el Padre Celestial no hallaría desmedro en enviar a Él a Su Propio Hijo, y ese «Paraíso ceñido de carne para ser cultivado por el Nuevo Adán», fue Nuestra Santísima Madre. Así como el Edén fue el Paraíso de la Creación, María es el Paraíso de la Encarnación, y en Ella, así como en el anterior, fueron celebradas las primeras nupcias de Dios y el hombre. Cuanto mayor es la proximidad al fuego, mayor es el calor que se experimenta; cuanto más cerca se está de Dios, mayor es la pureza del que se avecina. Y, como ningún ser pudo jamás estar más cerca de Dios que la Mujer de cuya envoltura humana se sirvió para ingresar en la tierra, luego, nadie ni nada pudo ser más puro que Ella.

[…]

Nosotros denominamos a esa pureza exclusiva la Inmaculada Concepción. No es la Natividad de la Virgen. La palabra «inmaculada» procede etimológicamente de dos palabras latinas que significan «sin mácula», «no manchada». «Concepción» significa que desde el primer momento de su concepción en el seno de su madre: Santa Ana, y en virtud de los anticipados méritos de la Redención de su Hijo, estuvo preservada, fue libre de las manchas del pecado original.

 * En «El primer amor del mundo», Ed. Difusión, Buenos Aires, pp. 12-17.

TODO POR CUSTODIAR A UNA PIEDRA [CRÓNICA]

“El Trabajo del Instituto del Verbo Encarnado en Tierra Santa quiere ser un granito de arena al aporte multisecular y heroico de la Custodia franciscana durante alrededor de 800 años y con la Iglesia peregrina en Jerusalén y en Medio Oriente en cualquiera de sus comunidades cristianas, que son los Santuarios vivos del Pueblo de Dios.”[1] Así, con estas palabras, de un modo muy sintético, resumía nuestro Padre fundador el trabajo del IVE en las tierras de Medio Oriente. ¿Qué decir entonces, cuándo, por gracia de Dios, nos es posible visitar, conocer, rezar en los lugares donde el Verbo Encarnado vivió, actuó, predicó? ¿Qué podemos decir entonces cuándo recibimos el don inconmensurable de ofrecer el Santo Sacrificio en estos lugares? Es la memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, siendo actualizada en lugares impares en la historia del cristianismo.

Por gracia de Dios, el pasado lunes (12/05), con los monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, en Séforis, pudimos realizar un día de peregrinación, siendo que el lugar pensado para conocer un poco mejor fue nada menos que la sede de la Iglesia Madre, la ciudad de Jerusalén.

 Habiendo apuntado un horario para poder celebrar la Santa Misa en el Santo Sepulcro a las 6:00, estuvieron también presentes algunos de nuestros sacerdotes misioneros. Ya por aquí me quedo, dejando para otro momento lo demás que ocurrió en el día, para intentar describir bien, o mejor, compartir lo que se pueda del sentimiento que ha dado vueltas y vueltas en mi corazón desde los días previos y especialmente en el momento de ofrecer el  Santo Sacrificio ahí, en la Tumba del Santo Sepulcro, en el altar sobre la roca que señaliza exactamente el lugar de la Resurrección de Cristo y que, por supuesto, fue el único testigo del hecho admirable de dicha Resurrección de entre los muertos del Hijo de Dios, que murió para redimir al hombre y resucitó para darnos una vida inmortal.

El Evangelio nos dice que la primera peregrinación a la tumba de Jesús tuvo lugar en la madrugada del domingo, es decir, del primer día de la semana. A ejemplo de las santas mujeres nosotros nos desplazamos en dirección a Jerusalén, saliendo de la casa de los padres en Bethlehen a las 4:30 de la mañana, llegando temprano a la basílica del Santo Sepulcro. Estaban terminando su oficio litúrgico en la tumba los griegos ortodoxos, con sus liturgia cantada e incienso ininterrumpido que subía al Cielo en la penumbra de la noche que se terminaba, y en la alborada del día que estaba por empezar.

A las 5:55, ya revestidos con los ornamentos sacerdotales y preparados, nos dirigimos a la Edicola, saliendo de la sacristía de los Frailes Franciscanos. Era muy grande lo que iba a suceder a partir de ahí.

Comenzamos la Santa Misa, siguiendo el proprio de la Misa del Domingo de Pascua, una gracia permitida a los que celebran en el Santo Sepulcro. La Misa transcurrió normalmente -lo que por sí solo ya es una cosa magnífica- y en los distintos momentos dónde uno puede hacer una pausa silenciosa entre las oraciones, fue posible contemplar lo que yacía delante nuestro.

Resonaban en mi mente fragmentos sueltos del Evangelio que tenían conexión con aquel lugar: “María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.” (Jn 20,1) / “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16,3) / “Encontraron corrida la piedra del sepulcro.” (Lc 24,2) / “…un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima.” (Mt 28,2) / “Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.” (Lc 24,5-6) / “No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho.” (Mt 28,6) / “Entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús.” (Lc 24,3) / “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron.” (Mc 16,6)

Por supuesto que le miraba: tenía varias veces la mirada fija ahí, en esta piedra, piedra que fue testigo del hecho de la resurrección de un Dios que había muerto por el hombre, su criatura. Suena como locura esto, ¿verdad?; pero es que así fue. Nosotros no fuimos testigos del momento histórico, pero hemos recibido la predicación desde los apóstoles hasta nuestros días, y en esto creemos: “La Resurrección pertenece al centro del Misterio de la fe, que transciende y sobrepasa a la historia.”[2]

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, ha exclamado que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe[3], pero sabemos la verdad. Creemos y profesamos que Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, muerto por nosotros los hombres, en el Calvario el Viernes Santo, ha bajado a los infiernos, ha vencido la muerte con su muerte, para traernos la vita: Mors et vita duelo, conflixere mirando –canta la secuencia del Victimae Paschalis el domingo de Pascua- y al final, Dux vitae mortuus, regnat vivus.

Cristo ha resucitado verdaderamente, existe un signo esencial que fue testigo de esta verdad: la piedra del santo Sepulcro. “Ciertamente que lo que más nos movió a prestar el servicio de misioneros para Tierra Santa fue la presencia de un lugar, único en el mundo, que se ha constituido para todos como ‘un signo esencial’ de la Resurrección como ‘acontecimiento histórico y transcendente’: el sepulcro vacío.”[4], nos dejó escrito nuestro fundador en su último libro; y poder celebrar la Santa Misa en este preciso lugar, es algo excepcional. Sé que muchos de los nuestros ya lo han hecho, y creo que para cada uno esto conlleva un sentimiento muy particular que nos marca y nos anima, cada uno a su modo, a seguir el trabajo misionero que nos ha sido encomendado.

Entiendo el motivo por el cual el padre ha querido que los misioneros que fuesen enviados a estas tierras, a Tierra Santa, se preparasen también conociendo, estudiando a la historia, a la geografía de la tierra por donde Jesús vivió, pues, él mismo escribió: “Junto a la ‘historia de la salvación’ existe una ‘geografía de la salvación’. Por tanto, los lugares santos tienen el privilegio de ofrecer a la fe un irrefragable sustento, permitiendo al cristiano venir en contacto directo con el ambiente, en el cual ‘el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros’.[5] Todo el trabajo de nuestra pequeña familia religiosa aquí en estas tierras consiste en ayudar, aunque sea en forma de un granito de arena, a custodiar a una piedra.

Con el prefacio Pascual III, en el Misal Romano, rezamos: Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre. Y con la Santa Misa celebrada ahí, en el Santo Sepulcro, rebosantes de gozo pascual, ofrecimos en el Señor el sacrificio en el que tan maravillosamente renace y se alimenta la Iglesia.[6]

Por fin, hay un pasaje de San Pablo a los Corintios que hermosamente podría concluir estas palabras, dejándonos la síntesis de la fe y la esperanza que nos mueve a seguir adelante en el anuncio de Cristo Resucitado:

Mirad, os voy a declarar un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’. El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de Nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, mantenemos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.”[7]

Y pensar que todo esto solamente es posible porque hay una piedra a ser custodiada…

 

P. Harley D. Carneiro, IVE

Misionero en Tierra Santa.

[1] El Señor es mi Pastor, p. 504

[2] El Señor es mi Pastor, p. 503

[3] 1Cor 15,14

[4] El Señor es mi Pastor, p. 497

[5] El Señor es mi Pastor, p. 498

[6] Cfr. Oración sobre las ofrendas, Misa del Domingo de Pascua

[7] 1Cor 15,51-58

SOBRE LA ORACIÓN [Parte II]

II. La segunda razón por la cual debemos recurrir a la oración es que todas las ventajas se vuelven contra nosotros si no lo hacemos. El buen Dios quiere que seamos felices y sabe que solo por medio de la oración podemos lograrlo. Además, hermanos míos, ¿qué mayor honor puede haber para una criatura humilde como nosotros que Dios esté dispuesto a descender tan bajo como para hablarnos con tanta familiaridad, como un amigo habla con otro? Ved la bondad que Él nos ha mostrado permitiéndonos compartir con Él nuestras penas. Y este buen Salvador se apresura a consolarnos, a sostenernos en nuestras pruebas, o mejor dicho, sufre por nosotros. Decidme, hermanos míos, ¿si no orásemos, no estaríamos renunciando a nuestra salvación y a nuestra felicidad en la tierra? Pues sin la oración sólo podemos ser desgraciados, y con la oración tenemos la certeza de obtener todo lo que necesitamos para el tiempo y para la eternidad, como veremos.

Primero os digo, hermanos míos, que todo ha sido prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración lo obtiene todo cuando es bien hecha: esta es una verdad que Jesucristo nos repite en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. La promesa que Jesucristo nos hace es explícita: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá… Y todo lo que pidáis con fe en la oración, lo recibiréis”. Jesucristo no se contenta con decirnos que la oración bien hecha lo obtiene todo. Para convencernos aún más, nos lo asegura con un juramento: “En verdad, en verdad os digo que, si pedís algo a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá”. Por las palabras del mismo Jesucristo, hermanos míos, me parece que sería imposible dudar del poder de la oración. Además, hermanos míos, ¿de dónde puede venir nuestra desconfianza? ¿Será de nuestra indignidad? Pero el buen Dios sabe que somos pecadores y culpables, que nos apoyamos en su infinita bondad y que es en su nombre que oramos. ¿Y no está acaso nuestra indignidad cubierta y oculta por sus méritos? ¿Será porque nuestros pecados son demasiado terribles o demasiado numerosos? ¿Pero no le es tan fácil a Él perdonarnos mil pecados como uno solo? ¿Acaso no fue sobre todo por los pecadores que Él dio su vida? Escuchad lo que nos dice el santo Rey-Profeta cuando se pregunta si alguien ha orado al Señor y no ha sido escuchado: “En verdad, Señor, Tú eres bueno y clemente, lleno de misericordia para todos los que te invocan”.

Veámoslo por medio de algunos ejemplos, que os facilitarán la comprensión. Ved a Adán, después de su pecado, pedir misericordia. El Señor no solo lo perdonó a él, sino también a todos sus descendientes; le envió a su Hijo, que tuvo que encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved el caso de los ninivitas, que eran tan culpables que el Señor les envió a su profeta Jonás para avisarles de que iba a destruirlos de la manera más terrible, es decir, con fuego del cielo. Todos ellos se entregaron a la oración, y el Señor les concedió el perdón. Incluso cuando el buen Dios estaba dispuesto a destruir el universo con un diluvio universal, si esos pecadores hubieran recurrido a la oración, habrían tenido la certeza de que el Señor los perdonaría. Yendo más lejos, miremos a Moisés en la montaña, mientras Josué lucha contra los enemigos del pueblo de Dios. Mientras Moisés ora, ellos vencen; pero en cuanto deja de orar, son derrotados. Ved también al mismo Moisés, que intercede ante el Señor por treinta mil culpables que el Señor había decidido destruir: con sus oraciones, obligó al Señor —por así decirlo— a perdonarlos. “No, Moisés”, le dijo el Señor, “no pidas misericordia para este pueblo; no quiero perdonarlo”. Moisés insistió, y el Señor, vencido por las oraciones de su siervo, los perdonó.

¿Qué hace Judit, hermanos míos, para liberar a su nación de este enemigo formidable? Comienza por orar, y llena de confianza en Aquel a quien acaba de orar, va donde Holofernes, le corta la cabeza y salva a su nación. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió a su profeta para decirle que pusiera en orden sus asuntos, porque iba a morir. Entonces se postra ante el Señor, suplicándole que no lo lleve aún de este mundo. El Señor, conmovido por su oración, le concedió quince años más de vida. Yendo más lejos, mirad al publicano que, reconociendo su culpa, va al templo a pedir perdón al Señor. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados fueron perdonados. Mirad a la pecadora que, postrada a los pies de Jesucristo, le reza con lágrimas. ¿No le dice Jesucristo: “Tus pecados te son perdonados”? El buen ladrón ora en la cruz, a pesar de estar cargado con los crímenes más graves: Jesucristo no solo lo perdona, sino que le promete que ese mismo día estará con Él en el cielo. Sí, hermanos míos, si tuvierais que nombrar a todos aquellos que obtuvieron el perdón por medio de la oración, tendríais que nombrar a todos los santos que fueron pecadores, pues fue solamente a través de la oración que lograron reconciliarse con el buen Dios, que se dejó tocar por sus súplicas.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

VENGO EN EL NOMBRE DE DIOS

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

San Juan Maria Vianney

¿Por qué estoy yo hoy de pie en este púlpito, queridos hermanos? ¿Qué vengo a decirles? ¡Ah! Vengo en nombre del mismo Dios. Vengo en nombre de sus pobres padres, para despertar en ustedes ese amor y gratitud que les deben. Vengo para refrescar en sus memorias toda la ternura y amor que ellos les dieron mientras vivían en esta tierra.

Vengo a decirles que ellos sufren en el purgatorio, que lloran y claman con gritos urgentes el auxilio de sus oraciones y buenas obras. Los he visto clamar desde lo profundo de esas llamas que los devoran:

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

¿Ves, querido hermano? ¿Escuchas a esa madre tierna, a ese padre devoto y a todos esos parientes que te ayudaron y formaron parte de tu vida? Ellos claman: “¡Líbranos de este dolor, tú puedes!”

Consideren, entonces, queridos amigos:

1° – La magnitud de los sufrimientos por los que pasan las almas del purgatorio

y

2° – Los medios de que disponemos para aliviar esos sufrimientos: nuestras buenas obras, nuestras oraciones y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa.

No me detendré aquí para probar la existencia del purgatorio, pues sería una pérdida de tiempo. Espero que ninguno de ustedes tenga la menor duda al respecto. La Iglesia, a la que Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que, por lo tanto, no puede engañarse ni engañarnos, nos enseña claramente sobre el purgatorio. Es una certeza absoluta que allí las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidas en la gloria del Paraíso, la cual, dicho sea de paso, ya les está asegurada.

Sí, mis queridos hermanos, esto es un artículo de fe:

Si no hemos hecho penitencia proporcional a la gravedad de nuestros pecados, aunque hayamos sido absueltos en el Sagrado Tribunal de la Confesión, estaremos obligados a expiar por ellos.

En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que muestran claramente que, aunque nuestros pecados puedan ser perdonados, Dios aún nos impone la obligación de sufrir en este mundo trabajos penosos o en el próximo por medio de las llamas del purgatorio.

Vean lo que ocurrió con Adán:

Porque se arrepintió luego de haber cometido el pecado original, Dios le aseguró que lo había perdonado, pero aun así lo condenó a pasar nueve siglos sobre esta tierra haciendo penitencia.

Penitencias que superan cualquier cosa que podamos imaginar:

“¡Maldita sea la tierra por tu causa! Con trabajos penosos sacarás de ella tu sustento todos los días de tu vida. Ella te producirá espinas, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y en polvo te convertirás…” (Génesis 3,17).

Vean también: David ordenó, contra la voluntad de Dios, que se hiciese el censo de Israel:

Afligido por el remordimiento de conciencia, reconoció su pecado, se arrojó al suelo suplicando al Señor que lo perdonara. Consecuentemente, Dios, tocado por su arrepentimiento, lo perdonó. Pero a pesar de ello, envió a Gad para decirle a David que tendría que elegir entre tres tipos de castigos que Dios había preparado para reparar su pecado: peste, hambre o guerra.

David respondió: “¡Ah! ¡Caiga yo en las manos del Señor, porque inmensa es su misericordia; pero que no caiga en manos de los hombres!” (I Crónicas 21). Eligió la peste, y esta duró solo tres días, pero mató a siete mil personas de su pueblo.

Si el Señor no hubiera detenido la mano del Ángel que se extendía sobre Israel, ¡Jerusalén entera habría quedado despoblada! David, al ver todo el mal causado por su pecado, imploró la gracia de Dios pidiendo que castigase solo a él mismo, pero que perdonase a su pueblo, que era inocente.

Vean también las penitencias de Santa María Magdalena. ¡Quizás ablanden un poco sus corazones!

Mis queridos hermanos, ¿cuántos años tendremos que sufrir en el purgatorio, nosotros que hemos cometido tantos pecados y que, con el pretexto de haberlos confesado, no hacemos penitencia ni lloramos por ellos? ¿Cuántos años de sufrimiento nos esperan en la otra vida?

¿Cómo podría yo pintar el cuadro de los sufrimientos que esas pobres almas soportan, cuando los santos Padres de la Iglesia nos dicen que los tormentos que ellas padecen son comparables a los que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su dolorosa Pasión?

Una cosa es cierta: si el menor de los sufrimientos que soportó Nuestro Señor hubiese sido compartido por toda la humanidad, todos habrían muerto debido a la violencia de ese sufrimiento.

El fuego del purgatorio es el mismo que el fuego del infierno. La única diferencia es que el fuego del purgatorio no es eterno.

¡Oh, si Dios permitiese que una de esas pobres almas que está sumida en las llamas apareciese ahora en este lugar, envuelta completamente en el fuego que la consume, y ella misma nos relatase los sufrimientos que está soportando! ¡Toda esta iglesia, mis queridos hermanos, sería sacudida por el eco de sus gritos y sollozos, y quizás, quién sabe, eso ablandaría sus corazones!

Esa pobre alma nos diría:

“¡Cómo sufrimos! ¡Oh, hermanos, libradnos de estos tormentos! ¡Ah, si pudierais experimentar lo que es vivir separados de Dios!… Cruel separación. ¡Arder en un fuego encendido por la justicia de Dios!… Sufrir dolores incomprensibles para la mente humana… ¡Ser devorados por el remordimiento, sabiendo que podríamos haber evitado fácilmente estos tormentos! Oh, hijos míos —gritan los padres y las madres—, ¿cómo podéis abandonarnos en esta hora, nosotros que tanto os amamos cuando vivíamos en esta tierra?

¿Cómo podéis dormir tranquilos en vuestras camas mientras nosotros ardemos en un lecho de fuego? ¿Cómo tenéis el valor de entregaros a los placeres y alegrías mientras nosotros sufrimos y lloramos día y noche? Vosotros heredasteis nuestros bienes, nuestras propiedades; os divertís con el fruto de nuestros trabajos, mientras nosotros sufrimos males tan indescriptibles y durante tantos años… ¡Y no sois capaces de ofrecer una pequeña oración por nosotros, ni siquiera una simple Misa, que tanto nos ayudaría a liberarnos de estas llamas!… ¡Vosotros podéis aliviar nuestro sufrimiento, podéis abrir nuestras prisiones, y simplemente nos abandonáis! ¡Oh, cuán crueles son estos sufrimientos!”

Sí, hermanos míos, ¡los hombres juzgan muy a la ligera lo que es estar en las llamas del purgatorio por esas “faltas leves”! Si es que puede llamarse “leve” a algo que nos hace soportar castigos tan rigurosos. ¡Qué espanto para el hombre, exclama el profeta real, si incluso el justo fuese juzgado por Dios sin ninguna misericordia!

Si Dios halló manchas hasta en el sol, y malicia en los ángeles, ¿qué será entonces del hombre pecador?

Y nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y que prácticamente no hacemos nada para satisfacer la justicia de Dios… ¡Cuántos años de purgatorio nos esperan!

¡Dios mío! —dijo Santa Teresa de Ávila—: “¿Qué alma será suficientemente pura para entrar directamente en el Cielo sin pasar por las llamas de la justicia?”

Durante su última enfermedad, de repente gritó: “¡Oh, justicia y poder de mi Dios, cuán terribles sois!”

Durante su agonía, Dios le permitió contemplar por unos instantes Su Santidad, tal como lo hacen los ángeles y los santos del Cielo. Y eso causó en ella un pavor tan grande que se puso a temblar y a agitarse de modo tan extraordinario, que las hermanas le preguntaron llorando:

—“¡Ah, Madre! ¿Qué le pasa? ¿Acaso teméis la muerte después de tantos años de penitencia y lágrimas amargas?”

—“No, hijas mías, no temo la muerte. Al contrario, la deseo, porque es el único medio para estar unida eternamente a Dios.”

—“¿Serán entonces vuestros pecados los que aún os atormentan después de tantas mortificaciones?”

—“Sí, hijas mías —respondió Teresa—, temo por mis pecados, pero aún más temo por algo mayor.”

—“¿Sería entonces el juicio?”

—“Sí, temo la cuenta formidable que tendré que rendir ante Dios. Porque en ese momento seremos juzgados según la justicia, y no según la misericordia.”

—“Pero hay algo que aún me hace morir de terror.”

Las pobres hermanas estaban profundamente angustiadas:

—“Madre, ¿acaso es el infierno?”

—“No —respondió ella—, gracias a Dios, el infierno no es para mí. ¡Oh, hijas mías! Es la Santidad de Dios. ¡Dios mío, ten misericordia de mí! ¡Mi vida será confrontada cara a cara con Cristo mismo! ¡Ay de mí si tengo la menor mancha o falla! ¡Ay de mí si tengo la menor sombra de pecado!”

—“¡Ay de nosotras! —gritaron las pobres hermanas— ¿Qué será entonces el día de nuestra muerte?”

Mis queridos hermanos, ¿cuántos de nosotros no hemos cometido faltas semejantes? ¿Cuántos de nosotros hemos recibido de nuestros familiares y amigos la tarea de mandar celebrar Misas y dar limosnas, y simplemente nos olvidamos de hacerlo? ¿Cuántos de nosotros evitamos hacer buenas obras por simple respeto humano? ¡Y todas esas almas atrapadas en las llamas, porque no tenemos el valor de satisfacer sus deseos! ¡Pobres padres y pobres madres, ustedes están siendo sacrificados por la felicidad de sus hijos y parientes! ¡Tal vez ustedes hayan descuidado su propia salvación para construir sus fortunas, y ahora están siendo traicionados por las buenas obras que dejaron de hacer mientras aún estaban vivos! ¡Pobres padres!

¡Cuánta ceguera es olvidar nuestra propia salvación!

Tal vez me dirás: “Nuestros padres eran personas buenas y honradas. No hicieron nada tan grave como para merecer esas llamas”. ¡Ah! Si supieras cuánto menos necesitaban hacer para caer en esas llamas… Vean lo que dijo Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron de manera extraordinaria. Él reveló a uno de sus amigos que Dios lo había llevado al purgatorio por haberse enorgullecido de un pensamiento sobre su propio conocimiento. Lo más sorprendente fue que allí se encontraban verdaderos santos, muchos de los cuales ya habían sido canonizados por la Iglesia, y que estaban pasando por las llamas del purgatorio.

San Severino, arzobispo de Colonia, apareció a uno de sus amigos mucho tiempo después de su muerte y le dijo que había pasado un largo tiempo en el purgatorio por haber retrasado las oraciones del breviario que debía recitar por la mañana y haberlas hecho por la noche.

¡Oh, cuántos años de purgatorio pasarán esos cristianos que no tienen el menor escrúpulo en retrasar sus oraciones para otra hora, solo por la excusa de tener algo más importante que hacer!

Si realmente deseáramos la felicidad de poseer la visión beatífica de Dios, evitaríamos tanto los pecados mortales como los veniales, ya que la separación de Dios constituye un tormento tan terrible para esas almas.