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Medios para adquirir la virtud (II/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

 

artículo 4º.— La primera virtud que debe brillar en la juven­tud es la obediencia a los padres y superiores

Así como una tierna planta, aunque colocada en un jardín bien cultivado, tiene necesidad de un sostén para desarrollarse convenientemente, así vosotros, amados jóvenes, os doblegaréis seguramente al mal si no os dejáis guiar por los que están en­cargados de vuestra educación y del bien de vuestra alma. Es­tos no son otros que vuestros padres o aquellos que hacen sus veces, a quienes debéis obedecer exactamente: “Honra a tu padre y a tu madre, y vivirás largo tiempo sobre la tierra”, dice el Señor.

Pero ¿cómo se les honrará? Obedeciéndoles, respetándolos y prodigándoles los cuidados que debemos. Obedeciéndoles. Para llenar cumplidamente esta primera obligación, es preciso que, cuando os ordenen alguna cosa, la hagáis prontamente sin mostrar disgusto; y guardáos de ser del número de los que dan señales de disgusto, ya moviendo la cabeza o de otro modo, ya, lo que es peor aún, respondiendo con insolencia. Estos incu­rren en la indignación de Dios mismo, quien se vale de los pa­dres para manifestarles su voluntad. Nuestro Salvador, aunque omnipotente, quiso enseñaros a obedecer, sometiéndose en todo a la Santísima Virgen y a San José, al practicar el humilde oficio de artesano: Et erat subditus illis. Por obedecer a su Padre celestial, se ofreció a morir en la cruz y sufrir los más crueles tormentos: Factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis.

Debéis, asimismo, respetar mucho a vuestro padre y a vues­tra madre; nada hagáis sin su permiso, ni os mostréis impacien­tes en su presencia, guardándoos de descubrir sus defectos. Nada hacía San Luis sin permiso; y cuando no estaban sus padres en casa, obedecía a sus mismos domésticos.

El joven Luis Comollo[1], habiéndose visto obligado, a pesar suyo, a permanecer fuera de su casa más tiempo del que le había sido concedido, al volver pidió humildemente perdón a sus padres, derramando lágrimas por aquella desobediencia invo­luntaria.

Mostrad siempre deferencia a vuestros padres, ya sirvién­doles afectuosamente, ya entregándoles el dinero, los regalos que os hagan y, en una palabra, todo lo que os pertenezca, para emplearlo según su consejo. Debéis, además, rogar todos los días por ellos, para que Dios les conceda los bienes espirituales y temporales que necesitan.

Lo que digo aquí de vuestros padres, debe aplicarse también a los superiores eclesiásticos o seglares y a los maestros, de quie­nes recibiréis con humildad y respeto todas las instrucciones, consejos y correcciones; porque en todo lo que os mandan no procuran sino vuestro mayor bien: además, obedeciéndoles, obe­decéis al mismo Jesucristo y a la Santísima Virgen.

Os recomiendo, sobre todo, dos cosas: la primera, que seáis sinceros con vuestros superiores, no ocultándoles nunca vuestras fallas con disimulo, y aun menos negando el haberlas come­tido. Decid siempre con franqueza la verdad, porque la fal­sedad os hace hijos del demonio, príncipe de la mentira, y os hará perder el honor y la reputación cuando vuestros superiores y compañeros lleguen a descubrir la verdad. La segunda, que toméis por regla de conducía los consejos y advertencias de esos mismos superiores. ¡Dichosos si así lo hacéis! Pasaréis una vida feliz, porque todas vuestras acciones serán siempre buenas, edificando, además, al prójimo. Concluyo diciéndoos que el niño obediente llegará a ser santo; al contrario, el desobediente va por una senda que le conducirá a la perdición.

Artículo 5º. — Respeto u las iglesias y a los ministros del Señor

La obediencia y el respeto que habéis de tener a los supe­riores se debe extender a las iglesias y a los actos de religión.

Como cristianos, debemos venerar todo lo que se relaciona con el templo del Señor, puesto que es un lugar santo y casa de oración. Cualquiera petición que dirijamos a Dios en la igle­sia, si es para bien de nuestras almas, estemos seguros de que será atendida. Omnis enim qui petit, accipit. ¡Qué gloria daréis a Jesucristo, amados hijos, y qué buen ejemplo a los fieles man­teniéndoos allí con devoción y recogimiento! Cuando San Luis iba al templo, todos salían a verle, y quedaban edificados de su piedad y modestia. Luego, cuando lleguéis a la iglesia, entrad en ella sin correr ni hacer ruido; santiguaos con agua bendita; y, puestos de rodillas, adorad a la Santísima Trinidad rezando tres Gloria Patri.

Si no han empezado los santos oficios, rezad los “Siete gozos de María” o haced cualquier otro ejercicio de piedad.

Jamás os riáis y no habléis sin necesidad; basta a veces una sonrisa, una palabra, para escandalizar y distraer a los que nos rodean. San Estanislao de Kostka estaba en la iglesia con una devoción tal, que a veces no sentía que le llamaban; y ocasión hubo en que sus criados le tuvieron que tocar para advertirle que ya era tiempo de volver a su casa.

Os recomiendo, además, mucho respeto a los sacerdotes y religiosos; recibid con veneración sus consejos, descubríos en señal de reverencia cuando los encontréis, y tened cuidado es­pecial de no ofenderlos con vuestras acciones y palabras. Acor­dáos del terrible castigo dado por Dios a unos niños que se burlaron del profeta Eliseo: cuarenta fueron destrozados por unos feroces osos que salieron de un bosque vecino. El que no respeta a los ministros del Señor debe esperar un castigo muy severo. Imitad a Luis Comollo, que decía: “De los sacerdotes se debe hablar siempre bien; o, de otra suerte, callar”.

Por último, os advierto que no os avergoncéis de aparecer cristianos aun fuera de la iglesia; por tanto, cuando paséis por delante de la casa de Dios o de una imagen de María o de algún santo descubríos en señal de reverencia. De este modo os mostraréis buenos cristianos; y el Señor os colmará de ben­diciones por el buen ejemplo que dais al prójimo.

artículo 6°.—La lectura espiritual y la palabra divina

Además del tiempo destinado a vuestras oraciones de la mañana y de la noche, os aconsejo que dediquéis algún rato a la lectura de libros que traten de cosas espirituales, como son La imitación de Cristo; la Filotea (o Introducción a la vida devota) de San Francisco de Sales; la Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio; Jesús al corazón del joven, vidas de santos y otros libros se­mejantes. Grandes ventajas conseguirá vuestra alma con la lec­tura de estos libros; y doble será el mérito ante los ojos de Dios si los leéis delante de quienes no saben leer. Al paso que os recomiendo la lectura de los buenos libros, debo encarecidamente encomendaros que huyáis, como de la peste, de los malos. Los libros, diarios o folletos en que se menosprecia la santa religión y la moral, echadlos al fuego, como haríais con un veneno. Imitad a los cristianos de Éfeso, quienes, tan pronto como oyeron de San Pablo el mal que producen tales libros, se apresuraron a llevarlos a la plaza pública, e hicieron de ellos una hoguera, juzgando mejor que cayesen los libros en el fuego que sus almas en el infierno.

Así como nuestro cuerpo se debilita y muere si no lo alimen­tamos, del mismo modo pierde nuestra alma su vigor si no le damos lo que necesita: el alimento del alma es la palabra de Dios, es decir, los sermones, la explicación del Evangelio y el catecismo. Apresuraos, pues, a ir pronto a la iglesia: estad en ella con la mayor atención y aprovechaos de los consejos que os puedan convenir. Es muy útil y hasta necesaria para vosotros la asistencia al catecismo. No os excuséis diciendo que ya ha­béis hecho la primera comunión: pues, aun después de ella, te­néis necesidad de sustentar el alma, como alimentáis siempre el cuerpo: y si la priváis de este alimento espiritual, la exponéis a grandes males.

Evitad, al oír la palabra divina, las sugestiones del demonio, que os engaña diciéndoos: “Esto lo dice por fulano, aquello por zutano”. No, queridos hijos; el predicador se dirige a cada uno de vosotros y quiere que os apliquéis las verdades que os ex­pone.

Además, lo que no sirva para corregiros de lo pasado, ser­virá para preservaros de caer en nuevas faltas en lo por venir. Cuando oigáis algún sermón, tratad de recordadlo du­rante el día; y a la noche, antes de acostaros, deteneos un instante a reflexionar sobre lo que habéis oído; de esa mane­ra sacaréis gran provecho para vuestra alma.

También os encarezco que, a ser posible, cumpláis con vuestros deberes religiosos en la propia parroquia, siendo el párroco la persona destinada especialmente por Dios para cuidar de vuestra alma.

[1] Joven del Oratorio de San Juan Bosco, que consiguió alcanzar una vida de santidad en muy poco tiempo, obedeciendo a sus superiores.

Medios para adquirir la virtud (I/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

 

Por San Juan Bosco

artículo 1º —. Conocimiento de Dios

Observad, queridos hijos míos, todo cuanto existe en el ciclo y en la tierra: el sol, la luna, las estrellas, el aire, el agua, el fuego. Hubo un tiempo en que ninguna de estas cosas existía, porque nada hay que se dé el ser a sí mismo. Dios, con su omnipotencia infinita, las creó todas de la nada, y por esto motivo se llama Creador, Dios, que ha existido y existirá siempre, después de haber creado todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra, dio existencia al hombre, que es la más perfecta de todas las creaturas visibles. Así nuestros ojos, oídos, pies, boca, lengua y manos son dones del Señor.

El hombre se distingue de los demás animales en que po­see un alma que piensa, raciocina y conoce lo que es bueno y lo que es malo. Siendo el alma un espíritu puro, no puede mo­rir con el cuerpo; tan pronto como éste sea cadáver, el alma comenzará una nueva vida que no concluirá jamás. Si fue vir­tuosa en este mundo, será para siempre feliz con Dios en el paraíso, donde gozará eternamente de todos los bienes. Si obró el mal, será castigada terriblemente en el infierno, donde su­frirá para siempre toda clase de tormentos.

Pensad, pues, hijos míos, que todos habéis sido creados para el paraíso, y que Dios, nuestro Padre amoroso, experimenta un gran dolor cuando se ve obligado a condenar un alma al infierno. ¡Oh, cuánto os ama Dios! Él desea que practiquéis buenas obras para haceros partícipes, después de la muerte, de aquella dicha tan grande que a todos nos tiene preparada en el cielo.

artículo 2°. — El Señor ama de un modo especial a la juventud

Puesto que todos hemos sido creados para el paraíso, de­bemos, amados hijos, dirigir todas nuestras acciones a este úni­co fin. La eterna recompensa o el terrible castigo que nos esperan deben movernos a eso; pero lo que más ha de impulsarnos a amar y servir a Dios es el amor infinito que Él nos tiene. Verdad es que ama a todos los hombres, por ser ellos obra de sus manos; sin embargo, profesa un afecto especial a la juven­tud, encontrando en ella sus delicias: Deliciae meae esse cum filiis hominum. Dios os ama porque estáis en condiciones de hacer muchas buenas obras en vuestra vida, siendo propias de vuestra edad la sencillez, humildad e inocencia; y, en general, porque no habéis llegado aún a ser presa infeliz del enemigo infernal.

Nuestro divino Salvador, durante su vida mortal, dio tam­bién muestras de su especial benevolencia para con los niños. Asegura que considera como hechos a Él mismo todos los be­neficios que se hagan a los niños. Amenaza terriblemente a los que con sus palabras o acciones los escandalicen. “En verdad os digo, exclama, que si alguien escandalizare a alguno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgaran al cuello una rueda de molino y le arrojaran a lo más profundo del mar”. Se complacía en que los niños le quisiesen; y, llamán­dolos para que se le acercaran, los abrazaba y concluía por darles su santa bendición. “Dejad, decía, dejad que los niños se acerquen a mí”: Sinite párvulos venire ad Me; demostrando así, ¡oh hijos míos!, que vosotros sois las delicias de su corazón.

Puesto que el Señor os ama tanto, dada la edad en que os encontráis, ¿no debéis formular un firme propósito de corresponderle, haciendo lodo cuanto le agrade y procurando evitar todo lo que puede disgustarle, probándole de este modo que vosotros también le amáis?

Artículo 3º. — La salvación del alma depende, ordinariamente, de la juventud

Dos son los lugares preparados para el hombre después de su muerte: el infierno, donde se sufre toda clase de males, y el paraíso, donde se gozan todos los bienes. Pero el Señor os ad­vierte que si comenzáis a ser buenos desde la infancia, lo seréis mientras viváis en este mundo, premiando Dios después vues­tras buenas obras con una eterna felicidad. Al contrario, el que lleva mala vida en la juventud, continúa generalmente así hasta la muerte, parando inevitablemente en el infierno.

Por consiguiente, si veis hombres de edad avanzada dados a los vicios de la embriaguez, del juego o de la blasfemia, podéis creer, en general, que han adquirido esos malos hábitos en su juventud: Adolescens iuxta viam suam, etiam cum senuerit, non recedet ab ea. “¡Ahí, hijo mío, dice el Señor, acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud”. Y en otro pasaje de las santas Escrituras llama bienaventurado al hombre que desde su adolescencia ha comenzado a practicar los mandamientos: Bonum est viro, cum portaverit iugum ab adolescéntia sua. Los santos han conocido esta verdad; y especialmente Santa Rosa de Lima y San Luis Gonzaga, quienes, habiendo comenzado a servir al Señor desde la edad de cinco años, no encontraron pla­cer más tarde sino en las cosas que conciernen al servicio de Dios, y llegaron así a ser grandes santos. Lo mismo puede decir­se del joven Tobías, quien, habiendo sido desde la infancia obe­diente y sumiso a la voluntad de sus padres, continuó después de la muerte de éstos una vida de ejemplar virtud.

A algunos se les ocurre decir: “Si empezamos tan pronto a , servir a Dios, nuestra vida será triste y melancólica”. ¡Oh no!, muy al contrario. Esto sucede solamente a aquellos que sirven al demonio; y aun cuando se esfuercen en aparecer alegres, sen­tirán en su corazón el remordimiento de haber ofendido a Dios y una voz que les dice: “Sois desgraciados por ser enemigos de Dios”. ¿Quién más afable y jovial que San Luis Gonzaga? ¿Quién más gracioso y alegre que San Felipe Neri y San Vi­cente de Paúl? No obstante, su vida fue un ejercicio continuo de las más sublimes virtudes[1].

Ánimo, pues, hijos míos: comenzad pronto a practicar la virtud, y os aseguro que siempre tendréis el corazón alegre y contento y conoceréis cuan dulce y suave es servir al Señor.

[1] Para Santo Domingo Savio, el alumno predilecto de San Juan Rosco, san­tidad y alegría son inseparables y casi sinónimos.

Jesucristo sacramentado

La Eucaristía: fuente de vida cristiana

San Alberto Hurtado

 

Padre Hurtado, celebrando su primera santa Misa.

Fuente de vida cristiana. Ya que el cristianismo no es tanto una ética, como el protestantismo, ni una filosofía, ni una poesía, ni una tradición, ni una causa externa, sino la divinización de nuestra vida o, más bien, la transformación de nuestra vida en Cristo, para tener como suprema aspiración hacer lo que Cristo haría en mi lugar; esa es la esencia de nuestro cristianismo.

Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí [mismo]. La gracia santificante y las virtudes concomitantes…

La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario…

Ahora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar, renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella. Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:

  1. La Felicidad: El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre (cf. Jn 6,48ss).
  2. Cambiarse en Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20); y cuando el que viene a vivir en mí es de la fuerza y grandeza de Cristo, se comprende que es Él quien domina mi vida, en su realidad más íntima.
  3. Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… por hacer estas cosas los hombres más grandes se han lanzado a toda clase de proezas, como las que hemos visto en esta misma guerra; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la raza y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará que cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…! …

He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones.

  1. Unión de caridad: En la Misa, también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo “Padre, que sean uno… que sean consumados en la unidad” (Jn 17,22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico. Al unirnos con Cristo, a quien todos los hombres están unidos: los justos con unión actual; los otros, potencial.

 [Hacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome… en unión con Cristo.

¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!].

Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás:

¡Eso es comulgar!

 

San Juan Bosco a los jóvenes

La importancia de practicar la virtud

(“El joven cristiano instruido”, prólogo)

San Juan Bosco

San Juan Bosco, confesando a sus jóvenes

Dos son los ardides principales de que se vale el demonio para alejar a los jóvenes de la virtud. El primero consiste en persuadirles de que el servicio del Señor exige una vida melan­cólica y exenta de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Voy a indicaros un plan de vida cristiana que pueda manteneros alegres y contentos, haciéndoos conocer al mismo tiempo cuáles son las verdaderas diversiones y los verdaderos placeres, para que podáis exclamar con el santo profeta David: “Sirvamos al Señor con alegría”: Servite Domino in laetitia. Tal es el objeto de este devocionario; esto es, deciros cómo ha­béis de servir al Señor sin perder la alegría.

El otro ardid de que se vale el demonio para engañaros es haceros concebir una falsa esperanza de vida larga, persuadién­doos de que tendréis tiempo de convertiros en la vejez o a la hora de la muerte. ¡Sabedlo, hijos míos, que así se han perdido infinidad de jóvenes! ¿Quién os asegura larga vida? ¿Po­déis acaso hacer un pacto con la muerte para que os espere hasta una edad avanzada? Acordaos de que la vida y la muer­te están en manos de Dios, quien puede disponer de ellas como le plazca.

Aun cuando quisiese el Señor concederos muchos años de vida, escuchad, no obstante, la advertencia que os dirige: “El hombre sigue en la vejez, y hasta la muerte, el mismo camino que ha emprendido en su adolescencia”: Adolescens iuxta viam suam etiam cum senuerit, non recedet ab ea. Esto significa que si empezamos temprano una vida cristiana, la continuaremos hasta la vejez y tendremos una muerte santa, que será el principio de nuestra bienaventuranza eterna. Si, por el contrario, nos conducimos mal en nuestra juventud, es muy probable que continuemos así hasta la muerte, momento terrible que decidirá nuestra eterna condenación. Para prevenir una desgracia tan irreparable, os ofrezco un método de vida corto y fácil, pero suficiente, para que podáis ser el consuelo de vuestros padres, buenos ciudadanos en la tierra y después felices poseedores del cielo.

Queridos jóvenes: os amo con todo mi corazón, y me basta que seáis aún de tierna edad para amaros con ardor. Hallaréis escritores mucho más virtuosos y doctos que yo, pero difícilmente encontraréis quien os ame en Jesucristo más que yo y que desee más vuestra felicidad. Y os amo particularmente porque en vuestros corazones conserváis aún el inapreciable tesoro de la virtud, con el cual lo tenéis todo, y cuya pérdida os ha­ría los más infelices y desventurados del mundo.

Que el Señor sea siempre con vosotros y os conceda la gra­cia de poner en práctica mis consejos para poder salvar vues­tras almas y aumentar así la gloria de Dios, único fin que me he propuesto al escribir este librito.

Que el cielo os dé largos años de vida feliz, y el santo te­mor de Dios sea siempre el gran tesoro que os colme de celes­tiales favores en el tiempo y en la eternidad.

Afmo. in C. J.

TEXTO TOMADO DE “LA BÚSQUEDA DE DIOS”

SIEMPRE EN CONTACTO CON DIOS (II/II)

 San Alberto Hurtado

  1. Un testimonio

Confirmación de estas palabras, he aquí un testimonio vivido. He encontrado en mi camino uno de esos apóstoles ardientes, siempre alegre a pesar de sus fatigas y de sus fracasos. Le he preguntado el secreto de su vida. Un poco sorprendido me ha abierto su alma; he aquí su secreto.

“Usted me pregunta cómo se equilibra mi vida, yo también me lo pregunto. Estoy cada día más y más comido por el trabajo: correspondencia, teléfono, artículos, visitas; el engranaje terrible de los negocios; congresos, semanas de estudios, conferencias prometidas por debilidad, por no decir ‘no’, o por no dejar esta ocasión de hacer el bien; presupuestos que cubrir; resoluciones que es necesario tomar ante acontecimientos imprevistos. La carrera a ver quién llegará el primero en tal apostolado urgente, en que la victoria materialista aún no es definitiva. Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia arriba, hacia Dios.

¡Oh bendita vida activa, toda consagrada a mi Dios, toda entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme a dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible en mis preocupaciones, mi único refugio.

Las horas negras vienen también. La atención tiranteada continuamente en tantas direcciones, llega un momento en que no puede más: el cuerpo ya no acompaña la voluntad. Muchas veces ha obedecido, pero ahora ya no puede… La cabeza está vacía y adolorida, las ideas no se unen, la imaginación no trabaja, la memoria está como desprovista de recuerdos. ¿Quién no ha conocido estas horas?

No hay más que resignarse, durante algunos días, algunos meses, quizás algunos años, a detenerse. Ponerse testarudo sería inútil: se impone la capitulación; y entonces, como en todos los momentos difíciles, me escapo a Dios, le entrego todo mi ser y mi querer a su providencia de Padre, a pesar de no tener fuerzas ni siquiera para hablarle.

¡Ah, y cómo he comprendido su bondad aun en estos momentos! En mi trabajo de cada día, era a Él a quien yo buscaba, pero me parece que aunque mi vida le estaba entregada, yo no vivía bastante para Él… Ahora sí… en mis días de sufrimiento, yo no tengo más que a Él delante de mis ojos, a Él solo, en mi agotamiento y en mi impotencia.

Nuevos dolores en mis horas de impotencia me aguardan. Las obras, a las que me he entregado, gravemente amenazadas; mis colaboradores, agotados ellos también, a fuerza de trabajo; los que deberían ayudarnos redoblan su incomprensión; nuestros amigos nos dan vuelta las espaldas o se desalientan; las masas que nos habían dado su confianza, nos la retiran; nuestros enemigos se yerguen victoriosamente contra nosotros; la situación [política] es como desesperada; el materialismo triunfa, todos nuestros proyectos de trabajo por Cristo yacen por tierra. Cuando mis amigos vienen a verme, la simple y leal constatación de nuestras impresiones no hace más que multiplicar nuestras inquietudes…

¿Nos habíamos engañado? ¿No hemos sido trabajadores de Cristo? ¿La Iglesia de nuestro tiempo, al menos en nuestra Patria, resistirá a tantos golpes? Edesa fue en otro tiempo capital intelectual del cristianismo y en Ourfa, pueblo que la reemplaza, ¿acaso hay un cristiano?. Pero la fe dirige todavía mi mirada hacia Dios. Rodeado de tinieblas, me escapo más totalmente hacia la luz.

En Dios me siento lleno de una esperanza casi infinita. Mis preocupaciones se disipan. Se las abandono. Yo me abandono todo entero entre sus manos. Soy de Él y Él tiene cuidado de todo y de mí mismo. Mi alma por fin reaparece tranquila, serena. Las inquietudes de ayer, las mil preocupaciones porque ‘venga a nosotros su Reino’, y aun el gran tormento de hace pocos momentos ante el temor del triunfo de sus enemigos… todo deja sitio a la tranquilidad en Dios, poseído inefablemente en lo más espiritual de mi alma. Dios, la roca inmóvil, contra el cual se rompen en vano todas las olas; Dios, el perfecto resplandor que ninguna mancha empaña; Dios, el triunfador definitivo, está en mí. Yo lo alcanzo con plenitud al término de mi amor. Toda mi alma está en Él, durante un minuto, como arrebatada en Él, y luego dulcemente, seguramente, como si los combates de la vida y las inseguridades e incertidumbres me hubieran completamente abandonado. Estoy bañado de su luz. Me penetra con su fuerza. Me ama.

Yo no sería nada sin Él. Simplemente yo no sería. Y he aquí que me ha dado naturaleza y ser, y pasando su vida por encima de mis pecados, que Él ha cubierto, he aquí que me ha divinizado.

Yo lo conozco, yo lo amo con el conocimiento con el que Él se conoce, con el amor con el que Él se ama. Estoy lejos, muy lejos, de los ruidos del mundo y de sus negocios. Estoy en Él, por encima de mí mismo, como si no fuera un pecador, como si yo no lo hubiera rechazado jamás, como si hubiera sido siempre de su familia.

El optimismo que, en esos días de triunfo del mal, me había abandonado, ha vuelto (San Ignacio “sin esperanza”). La Iglesia triunfa en cada uno de sus hijos. En primer lugar, en los que se han entregado a ella… y en los cuales se establece, invadiéndolo todo, el Reino de Dios; [luego] en los que se revuelven contra ella, pero que vuelven de vez en cuando a pedir perdón, y cuyo último instante, a pesar de todos los desfallecimientos, será un instante de plegaria y de amor.

La Iglesia de Dios se establece y triunfa por el trabajo heroico de sus santos; por la plegaria de sus contemplativas, encerradas en vida; por la aceptación de las madres a la obra de la naturaleza, y que van a realizar en su hogar la obra de la ternura y de la fe; por la educación del que enseña y por la docilidad del que escucha; por las horas de fábrica, de navegación, de campo al sol y a la lluvia; por el trabajo del padre que cumple así su deber cotidiano; por la resistencia del patrón, del político o del dirigente de sindicato a las tentaciones del dinero, al acto deshonesto que enriquece; por el sacrificio de la viuda tuberculosa que deja niñitos chicos y se une con amor a Cristo crucificado; por la energía del jocista, que sabe permanecer alegre y puro en medio de egoístas y corrompidos; por la limosna del pobre que da lo necesario… La Iglesia, en todo momento, se construye y triunfa.

Todas las acciones hechas por deber y por amor, en luz de Cristo, por los humildes, sin búsqueda de sí, sin hambre de gloria, construyen el orden verdadero.

No, no es la hora de desesperar. Dios se sirve aun de sus enemigos para establecer su Reino. Su voluntad no es totalmente mala, su razón no está totalmente obscurecida. Cuando ven y quieren el bien, lo que ciertamente hacen, construyen también con nosotros, son instrumentos de Dios.

Agustín conoció también esas angustias cuando los bárbaros se lanzaban contra Roma. Para el cristiano, la situación no es jamás desesperada. Por la luz que recibimos de lo alto, por el don que cada uno hace de sí, construimos la Iglesia. Su triunfo no se obtendrá sino después de rudos combates.

Si no nos cansamos de iluminarlos y de ayudarlos, triunfaremos también de los bárbaros de hoy”.

Hasta aquí mi amigo. Se calla, como avergonzado de haberse abierto tan profundamente. Siento que no tiene más que decirme, pero he comprendido su lección: Si lo encuentro siempre alegre, siempre valiente, no es porque le falten dificultades, sino porque en medio de ellas sabe siempre escaparse hacia Dios. Su sonrisa, su optimismo, vienen del Cielo.

  1. Fruto de esta vida de unión: el don de sí

Esta vida de oración ha de llevar, pues, al alma natural y llanamente a entregarse a Dios, al don completo de sí misma. Muchos pierden años y años en trampear a Dios. La mayor parte de los directores [espirituales] no insisten bastante en el don completo. Dejan al alma en ese comercio mediocre con Dios: piden y ofrecen, prácticas piadosas, oraciones complicadas. Esto no basta a vaciar al alma de sí misma, eso no la llena, no le da sus dimensiones, no la inunda de Dios. No hay más que el amor total que dilate al alma a su propia medida. Es por el don de sí mismo que hay que comenzar, continuar, terminar. Hay que realizarlo de una vez, y rehacerlo hasta que sea como connatural. Entonces el alma se dará con gran paz, se dará a propósito de todo, sin reflexionar, como el heliotropo se vuelve naturalmente hacia el sol.

Darse, es cumplir justicia.

Darse, es ofrecerse a sí mismo y todo lo que tiene.

Darse, es orientar todas sus capacidades de acción hacia el Señor.

Darse, es dilatar su corazón y dirigir firmemente su voluntad hacia el que los aguarda.

Darse, es amar para siempre y de manera tan completa como se es capaz.

Cuando uno se ha dado, todo aparece simple. Se ha encontrado la libertad y se experimenta toda la verdad de la palabra de San Agustín:

Ama y haz lo que quieras. Ama et fac quod vis.

Texto tomado de “La búsqueda de Dios”

SIEMPRE EN CONTACTO CON DIOS (I/II)

San Alberto Hurtado
  1. Vivir bajo la acción divina

El gran apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino.

Toda la teología de la acción apostólica está en la preciosa oración: Actiones nostras… “Prevén, Señor, te lo rogamos, todas nuestras acciones con tus inspiraciones, prosíguelas en nosotros con tu auxilio, para que toda nuestra acción por ti comience y por ti termine”.

Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.

Sin duda que nuestro Padre no se molesta por nuestras torpezas, por nuestras prisas o lentitudes infantiles, o nuestras cegueras ciegas. Espera su hora para mostrarnos que nuestros excesos son la causa de nuestros fracasos. Reconocer nuestra debilidad es apoyarnos en Dios; desconfiar de nosotros mismos es fiarnos de Él.

  1. No refugiarnos en la pereza

Sería peligroso, sin embargo, bajo el pretexto de guardar el contacto con Dios, refugiarnos en una pereza soñolienta, en una quietud inactiva. Entra en el plan de Dios ser estrujados… La caridad nos urge de tal manera que no podemos rechazar el trabajo: consolar un triste, ayudar un pobre, un enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar; dar un aviso, hacer una diligencia, escribir un artículo, organizar una obra; y todo esto añadido a las ocupaciones de cada día, a los deberes cotidianos. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta. Si alguien ha tenido éxito en el apostolado, las ocasiones de apostolado se multiplicarán para él. Si alguien ha llevado bien las responsabilidades ordinarias, ha de estar preparado para aceptar las mayores. Así nuestra vida y el celo, nos echan a una marcha rápidamente acelerada que nos desgasta, sobre todo porque no nos da el tiempo para reparar nuestras fuerzas físicas o espirituales… y un día llega en que la máquina se para o se rompe. Y donde nosotros creíamos ser indispensables, ¡¡se pone otro en nuestro lugar!!

Con todo, ¿podíamos rehusar?, ¿no era la caridad de Cristo la que nos urgía? Y, darse a los hermanos, ¿no es acaso darse a Cristo? Mientras más amor hay, más se sufre: el deseo de hacer siempre el bien, de socorrer a los desgraciados, de siempre enseñar y siempre adaptar la verdad cristiana, todo esto no se puede realizar sino en ínfima medida. Aun rehusándonos mil ofrecimientos, imponiéndose una línea de frecuentes rechazos, queda uno desbordado y no nos queda el tiempo de encontrarnos a nosotros mismos y de encontrar a Dios. Doloroso conflicto de una doble búsqueda: la del plan de Dios, que hemos de realizar en nuestros hermanos; y la búsqueda del mismo Dios, que deseamos contemplar y amar. Conflicto doloroso que no puede resolverse sino en la caridad que es indivisible.

Si uno quiere guardar celosamente sus horas de paz, de dulce oración, de lectura espiritual, de oración tranquila… temo que fuéramos egoístas, servidores infieles. La caridad de Cristo nos urge: ella nos obliga a entregarle, acto por acto, toda nuestra actividad, a hacernos todo a todos (cf. 2Cor 5,14; 1Cor 9,22). ¿Podremos seguir nuestro camino tranquilamente cada vez que encontramos un agonizante en el camino, para el cual somos ‘el único prójimo’?

  1. Pero, con todo, orar, orar

Pero, con todo… Cristo se retiraba con frecuencia al monte; antes de comenzar su ministerio se escapó 40 días al desierto. Cristo tenía claro todo el plan divino, y no realizó sino una parte; quería salvar a todos los hombres y, sin embargo, no vivió entre ellos sino 3 años. Quería ardientemente la salvación de todos sus contemporáneos, pero no evangelizó sino una pequeña porción de judíos. Y cuando lo apresuraban decía: Mi hora aún no ha llegado (Jn 2,4).

Cristo no podía sufrir ningún detrimento espiritual por su acción, ya que su unión al Padre era completa y continua. Cristo no tenía necesidad de reflexionar para cumplir la voluntad del Padre: conocía todo el plan de Dios, el conjunto y cada uno de sus detalles. Y, sin embargo, se retiraba a orar. Él quería dar a su Padre un homenaje puro de todo su tiempo, ocuparse de Él solo, para alabarlo a Él solo, y devolverle todo. Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.

Cristo, que rectifica toda la actividad humana, no se dejó arrastrar por la acción. Él, que tenía como nadie el deseo ardiente de la salvación de sus hermanos, se recogía y oraba.

  1. Yo

Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.

Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos. ¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado, más de lo que pueden contener nuestros brazos! ¡Hay que reducir aun las ambiciones apostólicas, para hacer bien lo que se hace! Lo demás ha de expresarse en oraciones, pero su ejecución hay que dejarla a Dios y a los otros.

Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.

En esta contemplación aprenderemos a no tener más regla de nuestro querer que el querer divino. Si nuestros planes sobrepasan el querer divino, consolémonos, hombres de corta visión, agradezcamos a Dios de habernos asociado a su obra en el sector de la humanidad que a cada uno nos muestra, pequeño para algunos, amplio para otros. Al querer ensancharlo a nuestro gusto y no al gusto divino no haríamos más que fracasar. Después de todo, nuestra actividad ¿no nos une enteramente a la oración divina que salva al mundo? Al desear con todo nuestro deseo lo que Dios quiere, nos asociamos a todo lo que Él hace en la humanidad y lo realizamos con Él.

“La búsqueda de Dios”; pp. 19-27

 

El desaliento o desánimo

Enemigo de las almas que aspiran a las cosas grandes

 

P. Jason Jorquera M., IVE.

 

Habiendo tratado anteriormente acerca de la virtud de la humildad, parece ahora muy conveniente hablar un poco acerca de una grande y terrible tentación que posiblemente surgirá en el camino de quien quiera ser realmente humilde, y esta es la tentación del desánimo, la cual se origina cuando nos quedamos  tan sólo con el primer aspecto de la humildad, que es el reconocimiento de nuestras miserias, de nuestras limitaciones, de nuestra nada; pero olvidándonos de la infinita misericordia de Dios que se encuentra por encima de todas ellas y que, de hecho, quiere remediarlas. De ahí que en el título se mencione “la grandeza”, porque el alma verdaderamente humilde siempre aspira a hacer cosas grandes por Dios, “¿pero cómo?” –nos podríamos preguntar-, “¿cómo ir en pos de las alturas quien se sabe débil y necesitado?”, pues bien, si la humildad es verdadera, el alma comprende que su único apoyo es Dios, y si es justa con Él, se confiará ciegamente en sus manos y, en la medida de su docilidad, Dios obrará en ella cosas grandes, tal como lo hizo con la creatura más humilde de todas, quien por su humildad recibió la gracia única de llevar en su seno al Hijo de Dios. La humildad verdadera, entonces, no se queda egoístamente en sí misma, sino que sale de sí para confiarse enteramente en Dios, ya que sabe bien que no puede hacerlo con sus propias fuerzas, y como respuesta a esta confiada sinceridad, es Dios mismo quien se encarga de hacerla su fecundo instrumento. Expliquemos un poco más esta verdad.

La verdadera humildad pone los ojos en lo alto

Decimos que “la gracia supone la naturaleza” y no que la gracia “suprime” la naturaleza, pues entre estas dos afirmaciones hay un abismo: la gracia sobre eleva todo el trabajo de las virtudes que hayamos hecho y trabaja con eso, es decir, que si quiero esperar a tener las virtudes perfectas, en estado puro para dejarme guiar “recién allí” por el Espíritu Santo, entonces jamás lo haré, porque no existen las virtudes en estado puro en esta vida; pero sí existen las almas que trabajan seriamente por las virtudes… y a estas almas las bendice Dios. Es por esta razón que el verdaderamente humilde es por fuerza magnánimo y optimista, y esto –como dice san Alberto Hurtado- no es ser soñador, uno vive con los pies sobre la tierra… el otro [el de falsa humildad] vive sobre las nubes. La mayor causa de pesimismo [o desaliento] en esta vida, el mayor medio para sentirse desanimado podría ser la muerte, pero Jesucristo la venció. ¿Qué nos queda entonces para desanimarnos? ¿El pecado?, Cristo lo venció, nos dejó su gracia; ¿Nuestras miserias?, Cristo nos trajo la misericordia del cielo, ¿nuestra debilidad?, Cristo nos da las fuerzas; ¿el mundo?, Cristo también lo venció.

El mismo santo nos propone una excelente comparación, que si bien no la aplica directamente a este tema, nos es muy conveniente para ilustrar lo que venimos tratando:

Pregunto a un botánico:

-¿Cuál es la altura normal de la hiedra?

-No tiene altura normal…

-¿A qué altura puede llegar?

-A cualquier altura.

Esa planta es una paradoja: tiene sed de ascensión, e incapacidad de subir por sí misma… ¿Qué hace? Se aferra a otro ser: a un eucaliptus… sube y sube, el eucaliptus se cansa de subir, y la hiedra arriba tan fresca. Tiene la fuerza de su apoyo. Nunca aprendería a quedarse bien alto, y [sin embargo] por sí misma es incapaz de subir[1].

Imagen perfecta del hombre: ¡paradoja! Sed de subir, e incapacidad  de hacerlo por sí mismo. Busca un apoyo en las creaturas y cae con ellas, pero si me apoyo en Cristo ¡permanezco para siempre!; y la gran conclusión que se sigue de esta comparación es que “el hombre puede llegar tan alto cuanto más alto sea aquello en que se apoye”. Por eso el humilde sincero es magnánimo, es optimista y apunta siempre a lo grande; porque se sabe incapaz y miserable, ¿y entonces?, pues se apoya con confianza en Dios; y Dios lo eleva tanto cuanto permanezca apoyado con confianza en Él.

La sincera confianza en Dios, principal arma contra el desaliento

La confianza en Dios tiene su principal expresión en la oración, porque ésta es intérprete de la confianza: pido lo que confío recibir, porque confío recibir; y el motivo principal de confianza en Dios es que es nuestro Padre: Dios no permitiría ningún mal sino pudiera ni quisiera sacar mayores bienes para el alma a partir de ellos: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” dice san Pablo, incluso levantarme del pecado.

«Esta confianza es fruto de un magnánimo y humilde amor. Si Dios quita algo, aun con dolor, es Él y eso basta. La verdadera confianza en Dios elimina toda tristeza, y hace milagros en el alma ya que cuenta de su parte con la omnipotencia divina.»[2]

Hablando de la confianza escribe san Juan Crisóstomo: “Pero el alma que, vencida por el desaliento, se suelta de esta santa ancla, cae inmediatamente y perece sumergida en el abismo del mal. Nuestro adversario no ignora esto; por eso, en cuanto nos ve agobiados por el sentimiento de nuestras faltas, se lanza sobre nosotros e insinúa en nuestros corazones sentimientos de desaliento más pesados que el plomo. Si les damos acogida, ese mismo peso nos arrastra, nos soltamos de la cadena que nos sujetaba y rodamos hasta el fondo del abismo.”[3]; y san José María Escribá decía: “Ese desaliento, ¿por qué?, ¿Por tus miserias?, ¿Por tus derrotas, a veces continuas?, ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aun puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza. Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Ésta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontraras alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!”

Que María santísima, la Madre de Dios que en su humildad llegó a ser la creatura más grande por su total confianza en Dios, nos alcance la gracia de vencer el desaliento por nuestras miserias a fuerza de confianza en la misericordia infinita de Dios, la cual –por amor a la verdad, lo sabemos-, es más grande que nuestras miserias: ¡cómo no seguir adelante teniendo fe sincera en Dios!

[1] San Alberto Hurtado: “Emaús”, sermón, Tercer Domingo de Pascua – Ciclo A

[2] San Alberto Hurtado: “Búsqueda de Dios”

[3] San Juan Crisóstomo, Exhortación a Teodoro, 1

Cómo ser útil a la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo III

Condiciones de las virtudes y sacrificios para que puedan ser aceptables a Dios

Santa Catalina de Siena

Las virtudes tienen su fundamento en la humildad y el amor

Estas son las obras santas y dulces que yo exijo de mis siervos: las virtudes interiores del alma puestas a prueba, tal como te he dicho. Si en las obras exteriores o en las diversas penitencias, no hubiese más que esto, actos exteriores, sin la virtud misma, bien poco agradables me serían. Porque la voluntad del alma debe tender al amor, al odio santo de sí misma con verdadera humildad y perfecta paciencia, y a las otras virtudes interiores del alma, con hambre y deseo de mi honra y de la salvación de las almas.

Estas virtudes demuestran que la voluntad está muerta a la sensualidad, por amor de la virtud. Con esta discreción debe practicarse la penitencia, es decir, poniendo el afecto principal en la virtud más que en la penitencia misma. La penitencia no debe ser más que un instrumento para acrecentar la virtud según la necesidad que se tenga y en la medida en que se pueda practicar según las posibilidades.

[La caridad, según la santa, tiene dos aspectos: a) Afectivo, con deseo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, odio de la sensualidad, amor de la humildad verdadera y demás virtudes «intrínsecas»; y b) Efectivo: Lucha por la muerte de la voluntad propia. Penitencia exterior como ayuda de la lucha interior.]

Las virtudes han de estar regidas por la discreción, que da lo suyo a Dios, a sí mismo y al prójimo

El que pone su afecto principal en la penitencia no obra conforme a mis deseos sino indiscretamente, no amando lo que más amo y no odiando lo que más odio. Porque la discreción no es otra cosa que un verdadero conocimiento que el alma debe tener de sí y de mí. Es como un retoño injertado y unido a la caridad, el árbol que hunde sus raíces en la tierra de la humildad.

No sería virtud la discreción y no produciría el fruto debido si no estuviese plantada en la virtud de la humildad, ya que la humildad procede del conocimiento que el alma tiene de sí misma y de mi bondad. Por esta discreción el alma tiende a dar a cada uno lo que es debido.

Ante todo, me atribuye a mí lo que se me debe, rindiendo gloria y alabanza a mi nombre y agradeciéndome las gracias y dones que ha recibido. Y por haber recibido gratuitamente el ser que tiene y todas las demás gracias, a sí misma se atribuye lo que merece, por haber sido ingrata a tantos beneficios y por haber sido negligente para aprovechar el tiempo y las gracias recibidas, y por esto se cree digna de castigo. Entonces no tiene para sí más que odio y desprecio a causa de sus culpas. Estos son los efectos de la discreción que está fundada, con verdadera humildad, en el conocimiento de sí.

[La discreción es mucho más que un cierto tacto, una prudente reserva en las relaciones sociales. En Santa Catalina, la discreción supone la caridad y en ella se funda. La caridad, a su vez, supone el verdadero conocimiento de sí mismo y de la bondad de Dios, que es la humildad.]

Sin esta humildad, el alma se hace indiscreta (la indiscreción tiene su origen en la soberbia) y me roba como un ladrón la honra que me debe y se la atribuye a sí misma para vanagloria suya, y lo suyo me lo atribuye a mí, lamentándose y murmurando de mis designios misteriosos sobre ella o sobre las otras criaturas mías, incluso escandalizándose por ello.

[Sin la luz de la visión sobrenatural del mundo y de las cosas, todo resulta misterioso y aun absurdo. Al margen de la fe, que todo lo clarifica, el hombre, por no comprenderlos, murmura de los designios de Dios en el gobierno del mundo; se escandaliza, interpretando torcidamente lo que no es más que expresión de su bondad ilimitada e inefable]

Bien al contrario proceden los que tienen la virtud de la discreción. Estos me pagan la deuda que tienen conmigo, y todo lo que obran para sí mismos y para con el prójimo, lo hacen con discreción y con caridad, con la humilde y continua oración.

Humildad, caridad y discreción son virtudes íntimamente unidas

El alma es como un árbol hecho por amor, y no puede vivir como no sea de amor. Si el alma no tiene amor divino de verdadera y perfecta caridad, no produce frutos de vida, sino de muerte.

[«El alma no puede vivir sin amor: o amará a Dios o al mundo. El alma se une siempre a la cosa que ama y en ella se convierte» (Carta 44)]

Es indispensable que la raíz de este árbol sea la humildad, el verdadero conocimiento de sí misma y de mí. El árbol de la caridad se nutre de la humildad y hace surgir de sí el retoño de la verdadera discreción. El meollo del árbol es la paciencia, signo evidente de mi presencia en el alma y de que el alma está unida a mí. Este árbol germina flores perfumadas de muchas y variadas fragancias. Produce frutos de gracia en el alma y de utilidad para el prójimo. Hace subir hasta mí aroma de gloria y alabanza de mi nombre, porque en mí tiene su principio y su término, que soy yo mismo, vida eterna que no le será quitada si no me rechaza. Y todos los frutos que provienen de este árbol están sazonados con la discreción, porque están unidos todos ellos entre sí.

La penitencia exterior no es el fundamento, sino un instrumento de la santidad

Estos son los frutos y las obras que yo reclamo del alma: la prueba de la virtud en el tiempo oportuno. Por esto te dije hace ya tiempo, cuando deseabas hacer grandes penitencias por mí y decías: ¿Qué podría hacer para sufrir por ti? Yo te contesté, diciendo: Yo soy aquel que me complazco en las pocas palabras y en las muchas obras. Con esto te daba a entender que no me es agradable el que sólo de palabra me llama diciendo: Señor, Señor, yo quisiera hacer algo por ti, ni aquel que desea y quiere mortificar el cuerpo con muchas penitencias, sin matar la propia voluntad. Lo que yo quiero son obras abundantes de un sufrir recio, efecto de la paciencia y de las otras virtudes interiores del alma, todas ellas operantes y generadoras de frutos de gracia.

Toda acción fundada sobre otro principio distinto de éste, yo la considero como clamar sólo con palabras. Siendo yo infinito, requiero acciones infinitas, es decir, infinito amor. Quiero que las obras de penitencia y otros ejercicios corporales los tengáis como instrumentos y no como vuestro principal objetivo. Solamente cuando la acción finita va unida a la caridad me es grata y agradable. Entonces va acompañada de la discreción, que se sirve de las acciones corporales como de instrumento y no las toma como fin principal.

En modo alguno el principio y fundamento de la santidad debe ponerse en la penitencia o en cualquier otro acto corporal exterior, puesto que no pasan de ser operaciones finitas por estar hechas en tiempo finito. Son también finitas (no esenciales) porque a veces deben dejarse por diversas razones o por obediencia; de modo que el que se empeñase en proseguirlas, no sólo no me agradaría, sino que me ofendería. El alma debe considerarlas como medio y no como fin principal, pues de lo contrario el alma se hallaría vacía cuando se viese obligada a dejarlas por algún tiempo.

De poco sirve mortificar el cuerpo si no se mortifica el amor propio

Esto enseña el apóstol Pablo cuando dice: Mortificad el cuerpo y matad la voluntad propia (Cf. Rom 6,9), o sea, tened a raya el cuerpo, domando la carne cuando quiera luchar contra el espíritu. La voluntad debe estar en todo muerta y abnegada y sometida a la mía. Y esta voluntad se mata con el aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere por el conocimiento de sí. Éste es el cuchillo que mata y corta todo amor propio fundado en la propia voluntad. Quienes lo poseen son los que no me dan, no solamente palabras, sino abundancia de obras, y en esto tengo mis complacencias. Por esto te dije que lo que yo quería eran pocas palabras y muchas obras. Al decir muchas no fijo número, porque el afecto del alma fundado en la caridad, que vivifica todas las virtudes, debe llegar al infinito. No desprecio, sin embargo, la palabra; más dije que quería pocas, para dar a entender que todo acto exterior es finito, y por esto dije pocas. Ellas, sin embargo, me agradan cuando son instrumento de la virtud, sin que en ellas se ponga la esencia de la virtud misma.

[El aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere con el conocimiento propio, es un cuchillo que corta y mata todo amor propio fundado en la propia voluntad al margen de la de Dios o en contraposición con ella. «¡Oh dulcísimo Amor! Yo no veo otro remedio sino aquel cuchillo que tú, Amor dulcísimo, tuviste en tu corazón y en tu alma; es decir, el odio que tuviste al pecado, y el amor a la gloria del Padre y a nuestra salvación. ¡Oh Amor dulcísimo!, éste fue el cuchillo que traspasó el corazón y el alma de la Madre» (Carta 30) «Debemos odiar esta ofensa y odiarnos a nosotros mismos que la cometimos; la persona que concibe este odio, quiere tomarse venganza de la vida pasada y sufrir toda pena por amor de Cristo y reparación de sus propios pecados, vengando la soberbia con la humildad; la codicia y la avaricia, con la generosidad y la caridad; la libertad de sus quereres propios, con la obediencia. Estas son las santas venganzas que debemos tomarnos con la espada de doble filo: el del odio y el del amor» (Carta 159)]

Guárdese bien, pues, cualquiera de juzgar más perfecto al que hace penitencias, con las que procura matar el cuerpo, que al que hace menos; porque no está en esto la virtud ni el mérito. No obraría mal quien por justas razones no pudiera hacer obras de penitencia exterior y practicara sólo la virtud de la caridad sazonada con la discreción.

La discreción ordena la caridad para con el prójimo

La discreción ordena el amor al prójimo, al no consentir hacerse daño a sí mismo con alguna culpa aunque buscase el provecho del prójimo. Porque si cometiera un pecado, aunque se tratara de librar del infierno al mundo entero o de hacer algún acto extraordinario de virtud, no sería caridad ordenada con discreción, sino indiscreta, pues no es lícito practicar un acto de virtud o de utilidad para el prójimo cometiendo un pecado.

Por la santa discreción el alma orienta todas sus potencias a servirme resueltamente con toda solicitud y a amar al prójimo con amor, exponiendo mil veces, si es posible, la vida del cuerpo por la salvación de las almas; sufriendo penas y tormentos para que tenga la vida de la gracia y arriesgando sus bienes temporales para socorrer las necesidades materiales de su prójimo. Esto es lo que hace la discreción que nace de la caridad.

La caridad debe empezar por uno mismo. Por ello, no es conveniente que para salvar a las criaturas, finitas y creadas por mí, se me ofenda a mí, que soy el bien infinito. Sería más grave y mayor aquella culpa que el fruto que con ella se pretende hacer. La verdadera caridad lo entiende bien, porque ella trae consigo la santa discreción. Esta discreción es luz que impregna todos los actos de virtud; la que con verdadera humildad y prudencia esquiva los lazos del demonio y de las criaturas; la que con el mucho sufrir derrota al demonio y a la carne; la que pisotea al mundo y lo desprecia y lo tiene en nada.

Por esto los hombres del mundo no pueden arrebatar la virtud del alma. Sus persecuciones no hacen más que acrecentarlas y probarlas. La virtud es concebida por el amor, y luego es probada en el prójimo y dada a luz por su medio. No podría decirse que había sido concebida la virtud si no saliese a la luz en el tiempo de la prueba, en presencia de los hombres. Porque ya te dije y te manifesté que no hay virtud perfecta y fecunda si no es mediante el prójimo. Sería como la mujer que ha concebido un hijo en su seno; si no lo da a luz, si no lo pone ante los ojos de los demás, su esposo no se considera padre. Así es el alma, si no da a luz el hijo de la virtud en la caridad del prójimo, manifestándola según la necesidades, te digo que en realidad no ha concebido las virtudes en sí misma.

Conclusión

Te he manifestado estas cosas para que sepáis cómo debéis sacrificaros por mí; sacrificio interior y exterior a la vez, como el vaso está unido al agua que se presenta al señor. El agua sin el vaso no puede ser presentado; el vaso sin el agua tampoco le sería agradable. De la misma manera, debéis ofrecerme el vaso de los muchos padecimientos exteriores que yo os envíe, sin que seáis vosotros los que escojáis el tiempo o lugar.

Este vaso debe estar lleno, es decir, debéis ofrecérmelo con amor y sincera paciencia, sufriendo y soportando los defectos del prójimo, odiando y detestado el pecado. Entonces estos sufrimientos, representados por el vaso, están llenos del agua de mi gracia, que da la vida al alma. Y yo recibo este presente de mis dulces esposas al aceptar sus lágrimas y sus humildes y continuas oraciones.

[«En la caridad de Dios concebimos las virtudes, y en la caridad del prójimo, las damos a luz. Si lo haces así…, serás esposa fiel. Tú eres esposa… y serás esposa fiel si el amor que tienes a Dios, se lo tributas al prójimo con amor verdadero y cordial, ya que a Él no le puedes ser útil y de provecho directamente.» (Carta 50)]

Exhortación a tener ánimo viril ante las pruebas

Sufrid, pues, varonilmente hasta la muerte, y esto será para mí señal de que me amáis en verdad. No volváis la mirada atrás por temor a las criaturas o a las tribulaciones; antes bien, gozaos en la tribulación misma.

El mundo se alegra haciéndome muchas injurias, y vosotros os afligís por causa de las injurias que se hacen contra mí. Al ofenderme a mí, os ofenden a vosotros, y ofendiéndoos a vosotros, me ofenden a mí, porque yo soy una misma cosa con vosotros.

Sabes muy bien que, habiéndoos dado mi imagen y semejanza y habiendo perdido vosotros la gracia por el pecado, para devolveros la vida de la gracia uní en vosotros mi naturaleza, cubriéndola con el velo de vuestra humanidad. Siendo vosotros imagen mía, tomé vuestra imagen al tomar forma humana. De modo que soy una cosa con vosotros mientras el alma no se separe de mí por la culpa del pecado mortal. Quien me ama está en mí, y yo en él. Por esto, el mundo le persigue, porque el mundo no se conforma conmigo; y por esto persiguió a mi unigénito Hijo hasta la afrentosa muerte en la cruz. Y así hace también con vosotros; os persigue y os perseguirá hasta la muerte porque no me ama. Si el mundo me hubiera amado a mí, también os amaría a vosotros. Pero, alegraos, porque vuestra alegría será completa en el cielo.

Cuanto más abunde la tribulación en el Cuerpo místico de la santa Iglesia, tanto más abundará ella misma en dulzura y consolación. Y su consuelo será éste: la reforma de la santa Iglesia. Alegraos, pues, en vuestra amargura. Yo os he prometido daros alivio, y después de la amargura os daré consolación.

Efectos de estas enseñanzas en aquella alma

En el dulce espejo de Dios conoce el alma su propia dignidad y su propia indignidad; la dignidad de la creación, viéndose hecha gratuitamente a imagen de Dios; y su propia indignidad, al ver en el espejo de la bondad de Dios en lo que ha venido a parar por su propia culpa.

Cuando uno se mira en el espejo es como mejor aprecia las manchas en su cara. El alma que con verdadero conocimiento de sí se mira en el dulce espejo de Dios, conoce mejor la mancha de su cara por la pureza que ve en Él.»

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”; Parte I, Cap. 3

Cómo ser útil a la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo II

El pecado y la virtud repercuten en el prójimo

Santa Catalina de Siena

 

Quien ofende a Dios, se daña a sí mismo y daña al prójimo

Quiero hacerte saber cómo toda virtud y todo defecto repercuten en el prójimo.

Quien vive en odio y enemistad conmigo, no sólo se daña a sí mismo, sino que daña a su prójimo. Le causa daño porque estáis obligados a amar al prójimo como a vosotros mismos, ya sea ayudándole espiritualmente con la oración, aconsejándole de palabra o socorriéndole espiritual y materialmente, según sea su necesidad.

Quien no me ama a mí, no ama al prójimo; al no amarlo, no lo socorre. Se daña a sí mismo, privándose de la gracia, y causa daño al prójimo, porque toda ayuda que le ofrezca no puede provenir más que del afecto que le tiene por amor a mí.

No hay pecado que no alcance al prójimo. Al no amarme a mí, tampoco lo quiere a él. Todos los males provienen de que el alma está privada del amor a mí y del amor a su prójimo. Al no hacer el bien, se sigue que hace el mal; y obrando el mal, ¿a quién daña? A sí misma, en primer lugar, y después al prójimo. Jamás a mí, puesto que a mí ningún daño puede hacerme, sino en cuanto yo considero como hecho a mí lo que hace al prójimo. Peca, ante todo, contra sí misma, y esta culpa le priva de la gracia; peor ya no puede obrar. Daña al prójimo, al no pagar la deuda de caridad con que debería socorrerlo con oraciones y santos deseos ofrecidos por él en mi presencia. Ésta es la manera general con que debéis ayudar a toda persona.

Las maneras particulares son las que debéis brindar a los que tenéis más cercanos, y a los que debéis ayudar con la palabra, con el ejemplo de las buenas obras y con todo lo que se juzgue oportuno, aconsejándoles sinceramente, como si se tratase de vosotros mismos, sin ningún interés egoísta.

No sólo se daña al prójimo con el pecado de obra sino con el de pensamiento. Éste último se comete en el momento en que se concibe el placer del pecado y se aborrece la virtud, cuando la persona se abandona al placer del amor propio sensitivo, impidiendo que me ame a mí y a su prójimo. Después de concebir el mal, va dándole a luz en perjuicio del prójimo de muy diversas maneras.

A veces el daño que ocasiona a su prójimo llega hasta la crueldad, no solamente por no darle ejemplo de virtud sino por hacer el oficio del demonio, al apartarlo de la virtud y conducirlo al vicio. O bien, por su codicia, cuando no sólo no lo socorre, sino que hasta le quita lo que le pertenece, robando a los pobres. Otras hace un daño brutal a su prójimo cuando abusa de su poder, cuando le engaña y estafa, cuando le dice palabras injuriosas, cuando se muestra soberbio, cuando le trata injustamente…

He aquí cómo los pecados de todos y en todas partes repercuten en el prójimo.

Toda virtud tiene necesariamente su expresión en la caridad al prójimo

Todos los pecados repercuten en el prójimo porque están privados de la caridad, la cual da vida a toda virtud. Y así, el amor propio, que impide amar al prójimo, es principio y fundamento de todo mal. Todos los escándalos, odios, crueldades y daños proceden del amor propio, que ha envenenado el mundo.

La caridad da vida a todas las virtudes, porque ninguna virtud puede subsistir sin la caridad.

[«La caridad es una madre que concibe en el alma los hijos de las virtudes y los da a luz, para gloria de Dios, en su prójimo» (Carta 33).]

En cuanto el alma se conoce a sí misma, según te he dicho, se hace humilde y odia su propia pasión sensitiva, reconociendo la ley perversa que está ligada a su carne y que lucha contra el espíritu. Por esto relega su sensualidad y la sujeta a la razón, y reconoce toda la grandeza de mi bondad por los beneficios que de mí recibe. Humildemente atribuye a mí el que la haya sacado de las tinieblas y la haya traído a la luz del verdadero conocimiento.

Todas las virtudes se reducen a la caridad, y no se puede amar a Dios sin, a la vez, amar al prójimo

El que ha conocido mi bondad, practica la virtud por amor a mí, al ver que de otra manera no podría agradarme. Y así, el que me ama procura hacer bien a su prójimo. Y no puede ser de otra forma, puesto que el amor a mí y el amor al prójimo son una misma cosa. Cuanto más me ama, más ama a su prójimo.

[«Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos…» (Carta 50)]

El alma que me ama jamás deja de ser útil a todo el mundo y procura atender las necesidades concretas de su prójimo. Lo socorre según de los dones que ha recibido de mí: con su palabra, con sus consejos sinceros y desinteresados, o con su ejemplo de santa vida (esto último lo deben hacer todos sin excepción).

Yo he distribuido las virtudes de diferentes maneras entre las almas. Aunque es cierto que no se puede tener una virtud sin que se tengan todas, por estar todas ligadas entre sí, hay siempre una que yo doy como virtud principal; a unos, la bondad; a otros, la justicia; a éstos, la humildad; a otros, una fe viva, a otros, la prudencia, la templanza, la paciencia, y a otros, la fortaleza. Cuando un alma posee una de estas virtudes como virtud principal, a la que se ve particularmente atraída, por esta inclinación atrae a sí a todas las demás, pues, como he dicho, están ligadas entre sí por la caridad.

[Todas las virtudes nacen, tienen vida y valor por la caridad]

Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales o corporales, los he distribuido tan diversamente entre los hombres a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos para con los otros. He querido así que cada uno tenga necesidad del otro y sean así ministros míos en la distribución de las gracias y dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ayudar a su prójimo. Aunque, si no lo hace por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que he constituido a los hombres en ministros míos y que los he puesto en situaciones distintas y en grados diversos a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Quien se siente ligado por este amor, si puede según su estado hacer algo de utilidad a su prójimo, lo hace.

El que ama a Dios debe dar prueba de la autenticidad de sus virtudes

Te diré ahora como el alma, por medio del prójimo y de las injurias que de él recibe, puede comprobar si tiene o no tiene en sí mismo la virtud de la paciencia. Todas las virtudes se prueban y se ejercitan por el prójimo, de la misma forma que, mediante él, los malos manifiestan toda su malicia. Si te fijas, verás cómo la humildad se prueba ante la soberbia, es decir, que el humilde apaga el orgullo del soberbio, quien no puede hacerle ningún daño. La fidelidad se prueba ante la infidelidad del malvado, que no cree ni espera en mí; pues éste no puede hacer perder a mi siervo la fe ni la esperanza que tiene en mí. Aunque vea a su prójimo en tan mal estado, mi siervo fiel no deja por eso de amarlo constantemente y de buscar siempre en mí su salvación. Así, la infidelidad y desesperanza prueban la fe del creyente.

Del mismo modo, el justo no deja de practicar la justicia cuando comprueba la injusticia ajena. La benignidad y la mansedumbre se ponen de manifiesto en el tiempo de la ira; y la caridad se manifiesta frente a la envidia y el odio, buscando la salvación de las almas.

No solamente se ponen de relieve las virtudes en aquellos que devuelven bien por mal, sino que muchas veces mis siervos con el fuego de su caridad disuelven el odio y el rencor del iracundo, y convierten muchas veces el odio en benevolencia, y esto por la perfecta paciencia con que soportan la ira del inicuo, sufriendo y tolerando sus defectos.

De igual modo la fortaleza y la perseverancia del alma se prueban sufriendo los ataques de los que intentan apartarla del camino de la verdad, bien sea por injurias y calumnias, o mediante halagos. Pero si al sufrir estas contrariedades la persona no da buena prueba de sí, es que no es virtud fundada en verdad.

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”, Parte I, Cap.2

Cómo ser útil en la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo I

La expiación de los pecados propios y ajenos

Santa Catalina de Siena

 

1) No el sacrificio, sino el amor que le acompaña, es lo que satisface por los pecados propios o ajenos

Entonces Dios, la Verdad Eterna, le dijo a esta alma:

«Debes saber, hija mía, que todas las penas que sufre el alma en esta vida no son suficientes para expiar la más mínima culpa, ya que la ofensa hecha a mí, que soy Bien infinito, requiere satisfacción infinita. Mas si la verdadera contrición y el horror del pecado tienen valor reparador y expiatorio, lo hacen, no por la intensidad del sufrimiento (que siempre será limitado), sino por el deseo infinito con que se padece, puesto que Dios, que es infinito, quiere infinitos el amor y el dolor; dolor del alma por la ofensa cometida contra su Creador y contra su prójimo.

[La satisfacción infinita por lo infinito del amor y del dolor se verifica plenamente en Jesucristo por la unión de la naturaleza humana con la divina. La santa habla del deseo infinito, refiriéndose a la persona que está unida a Jesucristo por la gracia, cuando por lo ilimitado de sus aspiraciones, quiere reparar a la infinita dignidad y santidad de Dios ofendida por el pecado de los hombres.]

Los que tienen este deseo infinito y están unidos a mí por el amor, se duelen cuando me ofenden o ven que otros me ofenden. Por esto, toda pena sufrida por estos, tanto espiritual como corporal, satisface por la culpa, que merecía pena infinita.

Todo deseo, al igual que toda virtud, no tiene valor en sí sino por Cristo crucificado, mi unigénito Hijo, en cuanto el alma saca de Él el amor y sigue sus huellas; sólo por esto vale, no por otra cosa.

De este modo, los sufrimientos y la penitencia tienen valor reparador por el amor que se adquiere por el conocimiento de mi bondad y por la amarga contrición del corazón. Este conocimiento engendra el odio y disgusto del pecado y de la propia sensualidad [pues ve en ella la raíz de su pecado] y hace que el alma se considere indig0na y merecedora de cualquier pena. Así puedes ver cómo los que han llegado a esta contrición del corazón y verdadera humildad, se consideran merecedores de castigo, indignos de todo premio y lo sufren todo con paciencia.

Tú me pides sufrimientos para satisfacer por las ofensas que me hacen mis criaturas y pides llegar a conocerme y amarme a mí. Este es el camino: que jamás te salgas del conocimiento de tu miseria; y una vez hundida en el valle de la humildad, me conozcas a mí en ti. De este conocimiento sacarás todo lo que necesitas.

Ninguna virtud puede tener vida en sí sino por la caridad y la humildad. No puede haber caridad si no hay humildad. Del conocimiento de ti misma nace tu humildad, cuando descubres que no te debes la existencia a ti misma, sino que tu ser proviene de mí, que os he querido antes que existieseis. Además, os creé de nuevo con amor inefable cuando os saqué del pecado a la vida de la gracia, cuando os lavé y os engendré en la sangre de mi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor.

Por esta sangre llegáis a conocer la verdad, cuando la nube del amor propio no ciega vuestros ojos y llegáis a conoceros a vosotros mismos.

[La gran Verdad, que supera toda ciencia, del Dios amor para con el hombre se nos revela en la Sangre. «En Cristo Crucificado, y principalmente en su sangre, conoce —el alma— el abismo de la inestimable caridad de Dios» (Carta 40)]

2) Del amor procede el valor expiatorio del sufrimiento

El alma que se conoce a sí misma y conoce mi bondad, se enciende tanto en amor hacia Mí, que está en continua pena; no con aflicción que la atormente y la seque (antes al contrario, la nutre), sino porque reconoce su propia culpa y su ingratitud y la de los que no me aman. Siente así una pena intolerable, y sufre porque me quiere. Si no me quisiese, nada sentiría. De ahí que tenga que sufrir mucho, hasta la hora de la muerte, por la gloria y alabanza de mi nombre.

Por tanto, sufrid con verdadera paciencia, doliéndoos de vuestra culpa y amando la virtud, por la gloria y honor de mi nombre. Haciéndolo así, daréis satisfacción por vuestras culpas; y las penas que sufráis serán suficientes, por el valor de la caridad, para que os las premie en vosotros y en los demás. En vosotros, porque no me acordaré jamás de que me hayáis ofendido. En lo demás, porque por vuestra caridad, yo les daré mis dones en conformidad con las disposiciones con que los reciban.

Perdonaré particularmente a los que humildemente acojan las enseñanzas que yo les transmito a través de mis siervos, porque por ellas llegarán a este conocimiento verdadero y a la contrición de sus propios pecados. De suerte que por medio de la oración y del deseo de vivir mis enseñanzas, recibirán la gracia en mayor o menor grado según sea su disposición.

A no ser que sea tanta su obstinación, que quieran ser reprobados por mí por despreciar la Sangre del Cordero, Jesucristo, con la que fueron comprados con tanta dulzura. Pero la mayor parte, por sus deseos de reparación, recibirán el perdón de sus pecados y este beneficio: que yo hago despertar en ellos el perro de la conciencia, sensibilizándoles para que perciban el perfume de la virtud y se deleiten en las cosas espirituales.

[La conciencia es como un perro, porque ella es la que se encarga de avisar la presencia del pecado o de las faltas en el alma.]

¿Cómo lo hago? Permito a veces que el mundo se les muestre en lo que es, haciéndoles sufrir de muchas y variadas maneras con objeto de que conozcan la poca firmeza del mundo y deseen su propia patria: la vida eterna. Por estos y otros muchos modos, que mi amor ha ideado para reducirlos a la gracia, yo los conduzco, a fin de que mi verdad se realice en ellos.

[La verdad de Dios, que debe realizarse en el hombre mediante su colaboración, no es otra que el fin supremo que Dios tuvo al crearle. «En la sangre de Cristo crucificado conocemos la luz de la suma, eterna verdad de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza por amor y gracia, no por deuda u obligación. La verdad fue ésta: que nos creó para su gloria y alabanza y para que gozásemos y gustásemos de su eterno y sumo Bien» (Carta 227)]

Me obliga a obrar así con ellos el amor con que los creé y también la oración, los deseos y sufrimientos de mis siervos, porque yo soy quien les induce a amar y a sufrir por las almas.

3) Los que se obstinan, se pierden irremisiblemente

Pero para aquellos necios que son ingratos para conmigo y para con los sufrimientos de mis siervos, se les convierte en ruina y en materia de juicio todo lo que se les había dado por misericordia; no por defecto de la misericordia misma, sino por su dureza de corazón.

Si persisten en su obstinación, pasado el tiempo, no tendrán ningún remedio, porque no devolvieron la dote que yo les di al darles la memoria, para que recordaran mis beneficios; el entendimiento, para que conociesen la verdad, y la voluntad, para que me amasen a mí. Este es el patrimonio que os di, y que debe retornar a mí, que soy vuestro Padre.

A los que vendieron y malbarataron este patrimonio, entregándolo al demonio, —dejándose llevar de los placeres deshonestos, de la soberbia, del amor de sí mismo y del odio y desprecio del prójimo— cuando les llegue la muerte, éste les exigirá lo que en esta vida adquirió. Por el desorden de la voluntad y la confusión de su entendimiento, reciben pena eterna, pena infinita, porque no repararon su culpa arrepintiéndose y odiando el pecado.

4) Resumen y exhortación

Ves cómo los sufrimientos y la penitencia satisfacen por la culpa, a causa de la contrición perfecta del corazón, no por lo limitado de los sufrimientos mismos. Esta satisfacción es total en los que llegaron a la perfección de la caridad: satisface tanto la culpa como el castigo que le sigue. En los demás, los sufrimientos satisfacen sólo por la culpa, y lavados del pecado mortal, reciben la gracia; pero, siendo insuficientes su contrición y su amor para satisfacer por el castigo, tienen que expiarlo en el purgatorio.

El sufrimiento, por tanto, repara el pecado por la caridad del alma que está unida a mí, que soy bien infinito, y esto en mayor o menor grado según la medida del amor con que me ofrece sus oraciones y sus deseos.

Atiza, por tanto, el fuego del amor y no dejes pasar un solo momento sin que humildemente y con oración continua clames por los pecadores, sufriendo varonilmente y muriendo a toda sensualidad.

Dios se complace en estos deseos de padecer por Él, porque son expresión del amor

Me agrada mucho que deseéis sufrir cualquier pena y fatiga hasta la muerte por la salvación de las almas. Cuanto más uno sufre, más demuestra que me ama, y, amándome, conoce más mi verdad; y cuanto más me conoce, más le duelen y se le hacen intolerables las ofensas que se me hacen.

Tú me pedías poder sufrir y ser castigada por los pecados del mundo, sin advertir que lo que me pedías era amor, luz y conocimiento de la verdad. Porque ya te dije que cuanto mayor es el amor, más crece el dolor y el sufrimiento. Por esto os digo: Pedid y recibiréis; yo jamás rechazo a quien me pide en verdad.

Cuando en un alma reina la divina caridad, va tan unido este amor con la perfecta paciencia, que no se pueden separar el uno de la otra, y, al disponerse a amarme, se dispone a pasar por mí todas las penas que yo le quiera enviar, sean las que sean. Sólo en el sufrimiento se demuestra la paciencia, la cual, como te he dicho, está unida con la caridad.

Sufrid, pues, virilmente, si es que queréis demostrarme vuestro amor, siendo gustadores de mi honor y de la salvación de las almas.

[Son gustadores de la honra de Dios y de la salvación de las almas los que no sólo tienen hambre de la gloria de Dios y del bien de las almas, sino que saborean y se alimentan de este deseo —Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Juan 4, 34)—, y lo gustan. Los bienaventurados del cielo son los verdaderos gustadores; los que gustan ya de modo definitivo esta verdad.]

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”, Parte I, Cap. 1