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Epifanía
El llamado divino y nuestro acto de fe
(Homilía)
P. Jason Jorquera M.
Escribe san Pablo en su carta a los hebreos estas palabras: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo…
La solemnidad de la epifanía, como cada uno de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, nos viene a instruir acerca de las verdades de nuestra fe, de esa fe que el mismo Dios nos ha querido regalar, para que la vayamos fortaleciendo, madurando y manifestando en nuestra vida de cristianos católicos.
Debemos recordar que la palabra epifanía es una palabra griega que significa “manifestación”, y es por eso que podríamos hablar, en sentido amplio, de varias epifanías de Nuestro Serñor Jesucristo a lo largo de su vida, porque se manifestó a san Juan Bautista mediante los signos que hacía; se manifestó a sus discípulos, a los sumos sacerdotes y escribas, a las masas del pueblo elegido e inclusive a algunos paganos.
Pero esta epifanía o manifestacion que hoy celebramos, es la primera en que Dios se muestra a los hombres de todo el mundo “representados por aquellos que lo visitan”:
- Primero al pueblo elegido, representado por los pastores que apacentaban sus rebaños;
- y en seguida a los demás hombres del mundo, representados por los magos venidos desde lejanas tierras para adorar al Mesías nacido en el pesebre…
A partir de este día, “la Epifanía de Jesús”, se convierte en nuestra gran fiesta, porque también a nosotros se nos ha manifestado y nos ha hecho miembros de su Iglesia mediante la gracia.
Consideremos algunos aspectos de la epifanía.
A) El llamado
La Epifanía de Jesucristo, el Niño-Dios nacido en Belén, nos revela, en primer lugar, “el llamado de Dios a todas las almas”, a todos los hombres del mundo entero para que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Como sabemos, Dios se eligió un pueblo, en el cual se debían cumplir las profecías y las promesas que Dios había hecho… es este el pueblo que recibió la ley y las escrituras y además la promesa del Mesías que nacería de la estirpe de David, por lo tanto, parece justo que sean ellos los primeros en recibir la manifestación de Dios en la persona de los pastores.
Pero Dios, que quiere colmar al hombre de sus beneficios y, por tanto, quiere también la salvación de su alma, una vez más no se contenta sólo con manifestarse a unos pocos, y es entonces que se da a conocer a todos los hombres para ofrecerles la gloria del cielo viniendo Él mismo a la tierra a llamarlos. Y es por eso que enseguida de manifestado a los judíos se manifiesta a los gentiles, a los paganos, en la persona de estos reyes magos; así nos lo han enseñado los santos padres desde los comienzos de la Iglesia y así lo hemos experimentado nosotros al hacernos miembros del nuevo pueblo de Dios, que quiere abarcar a todos los hombres. Y es justamente la actitud de los magos la que nosotros debemos tener como cristianos, es decir, la de seguir con perseverancia al Dios que se nos ha manifestado: los magos vinieron de lejanas tierras, atravesaron países, peligros, largas caminatas, probablemente noches frías y días de calor, y sin embargo, no se detuvieron hasta encontrar al Rey de los judíos, en el que reconocieron al Dios del universo pues, como ellos mismos dijeron, venían a adorarlo.
Nosotros hoy, para ir en busca de ese Rey-Dios, debemos caminar por el sendero una “seria vida de santificación”: tal vez no tendremos que atravesar ni desiertos ni montañas, pero sí practicar las virtudes, acrecentar nuestra fe, cumplir los mandamientos, aprovechar los sacramentos, etc., ese es el llamado que hoy nos hace Jesucristo, a vivir nuestra fe de manera activa, en cada momento de nuestras vidas. Decía el Papa Francisco: Hay que buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo una y otra vez. Sólo esta inquietud da paz al corazón…Sin inquietud somos estériles”
B) El acto de fe
¿Qué es lo que nos mueve a ir continuamente hacia el Dios que se nos ha manifestado?, lo mismo que movió a los magos a venir desde lejanas tierras: solamente la fe.
Decía el P. Sáenz que: El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invita, de Él es la iniciativa. El hombre, creado libre y por lo tanto capaz de decidir, puede responderle que sí a Dios, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en cuyo caso permanece en la noche tenebrosa… La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecharon el itinerario. Pero ellos no se amedrentaron, porque estaban deseosos de encontrar a quien ya no se hallaba lejos de sus corazones. La estrella de la fe brilla en la oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino. Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.
Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su “orientadora” (la estrella) no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en la contemplación del Verbo Encamado, y a través de Él, de la Santísima Trinidad.
Y escribía también San Juan de la Cruz: “La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina“.
Para encontrar a Dios, es necesario vivir una fe auténtica, una fe pura, es decir, no mezclada con los criterios de la tierra sino los del cielo: ¿cómo decir que amo a Dios si no me reconcilio con Él en la confesión?; ¿cómo rezar el Padre Nuestro si no vivo como hijo de Dios?… tenemos que vivir lo que creemos, y creer lo que Dios nos ha manifestado:
- Id por todo el mundo y predicad el evangelio… (la predicación comienza con el ejemplo)
- Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis… (la caridad cristiana)
- Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan… (la oración por los que nos persiguen)
- Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano… (el perdón y la reconciliación)
- Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos… (practicar las virtudes, o mejor dicho, vivir una vida virtuosa)
Los reyes magos se dejaron guiar sólo por la fe, y gracias a su fe es que encontraron al Dios que buscaban.
Escribía el Papa Francisco: “Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Es esta la pregunta que debemos hacernos: ¿tenemos esas grandes visiones y el impulso? ¿Somos audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en sí misma y en su capacidad de organizar, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos expanden el corazón. Es lo que dice San Agustín: rezar para desear y desear para agrandar el corazón. … Sin deseos no se va a ninguna parte y es por eso que se tienen que ofrecer los propios deseos al Señor…”
Buscad y hallareis, dice Jesucristo. Y si buscamos a Dios, ¿acaso no se va a dejar encontrar?… Dios siempre se deja encontrar.
Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto buscar al que con Amor eterno ya los había llamado (y germinalmente encontrado), por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio, riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre. Y sin embargo, la luz que los trajo, suscitó en su interior un sagrado deber de piedad y religiosidad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por fin, a su Dios y Señor: ese es el premio de la fe.
Que María santísima nos alcance la gracia de tener una fe inquieta, no muerta ni estancada, que no se canse de buscar a Dios en esta vida hasta encontrarlo en la eternidad.
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
Reglas para sentir con la Iglesia
“No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la Iglesia militante.”
San Alberto Hurtado
Reglas para estar siempre con la Iglesia, en el espíritu de la Iglesia militante. No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la Iglesia militante. Nuestra primera idea es buscar enemigos para pelear con ellos… es bastante ordinaria…
Alabar las largas oraciones, los ayunos, las órdenes religiosas, la teología escolástica… Alabar, alabar.
¡¡No se trata de vendarse los ojos y decir amén a todos!! Pero el presupuesto profundo está un poco escondido. Hay un pensamiento espléndido, a veces olvidado: tengo que alabar del fondo de mi corazón lo que legítimamente no hago. ¡¡No medir el Espíritu divino por mis prejuicios!! Voy a alabar largas oraciones en casa, que yo no hago… Alabar las procesiones, que yo no hago.
La mente de la Iglesia es la anchura de espíritu. Si legítimamente ellos lo hacen, yo legítimamente no lo hago. La idea central es que, en la Iglesia, para manifestar su riqueza divina, hay muchos modos: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones” (Jn 14,2). La vida de la Iglesia es sinfonía. Cada instrumento tiene el deber de alabar a los demás, pero no de imitarlos. El tambor no imita la flauta, pero no la censura… Es un poco ridículo, pero tiene su papel. ¿Los demás pueden mofarse del bombo? No porque no son bombo. Es como el arco iris… El rojo ¿puede censurar al amarillo? Cada uno tiene su papel (qué bien cuadra esto dentro del Espíritu del Cuerpo Místico).
Luego, no encerrar la Iglesia dentro de mi espíritu, de mi prejuicio de raza, de mi clase, de mi nación. La Iglesia es ancha. Los herejes so pretexto de libertad estrecharon la mente humana. Nosotros con nuestros prejuicios burgueses, hubiéramos acabado con las glorias de la Iglesia.
En el siglo IV: “Queremos servir a Dios a nuestro modo. Vamos a construir una columna y encima de la columna una plataforma pequeña… bastante alta para quedar fuera del alcance de las manos, y no tanto que no podamos hablarles… La caridad de los fieles nos dará alimento, ¡oraremos!”. Nosotros ¿qué habríamos hecho? -Esos son los locos… ¿Por qué no hacen como todos? El hombre no es ningún loco. La Iglesia no echó ninguna maldición, ¡les dio una gran bendición! Ustedes pueden hacerlo, pero no obliguen a los demás. Ustedes en su columna, pero el obispo puede ir sentarse en su trono y los fieles dormir en su cama. De todo el mundo Romano venían a verlos, arreglaban los vicios, predicaban. San Simón Estilita, y con él otros. Voy a alabar a los monjes estilitas, pero no voy a construir la columna.
Otro grupo raro: “Nos vamos al desierto, a los rincones más alejados para toda la vida. Vamos a pelear contra el diablo, a ayunar y a orar… a vivir en una roca”. ¿Y nosotros? Con nuestro buen sentido burgués barato, diríamos: Quédense en la ciudad. Hagan como toda la gente. Abran un almacén; peleen con el diablo en la ciudad. La Iglesia tiene para ellos una inmensa bendición. ¡No peleen demasiado entre sí! Pero no obliguen a los demás a ir al desierto; lo que ustedes legítimamente hacen, ¡¡otros no lo hacen!! Nosotros hoy, despedazados al loco ritmo de la vida moderna, recordamos a los Anacoretas con un poco de nostalgia; todos los santos monjes y eremitas, ustedes que hallaron a Dios en la paz: rogad por nosotros.
El tiempo de las Cruzadas. La gran amenaza contra el Islam. Llegan unos religiosos bien curiosos. ¿Para nosotros qué es un religioso? ¿Manso, manos en las mangas, modesto, oye confesiones de beatas, birrete? No tienen birrete sino casco, espada en lugar de Rosario… Religiosos guerreros. Hacían los tres votos de religiosos para pelear mejor. Hacían un cuarto voto: el de los templarios, voto solemne: “no retroceder lo largo de su lanza, cuando solos tenían que enfrentar a tres enemigos”. Era el cuarto voto. La Iglesia lo aprobó. Luego, ¿todos tienen que pelear y ser matamoros? Lo que ellos legítimamente hacen; nosotros, no.
Vienen otros, tímidos, humildes, pordioseros:
-Un poco de oro y de plata, pero oro es mejor…
-¿Qué van a hacer con el oro de los cristianos?
-¡Llevarlo a los Moros!
-¿Van a enriquecer a los Moros? ¡¿El tesoro de la cristiandad que se va?!
-En la cristiandad no hay mejor tesoro que la libertad de los cristianos.
Los de la Merced, un voto: ¡quedarse como rehenes para lograr la libertad de los fieles! Bendijo la Iglesia a los militares y a la Merced.
¿Qué habríamos hecho nosotros con San Francisco de Asís? ¡Lo habríamos encerrado como loco! ¿No es de loco desnudarse totalmente en el almacén de su padre para probar que nada hay necesario? ¿No era de loco cortar los cabellos de Santa Clara sin permiso de nadie? Cuando el fuego le devoraba el hábito, dice: “no lo apagues, es tu hermano fuego que tiene hambre”. ¿Qué habríamos hecho nosotros? En el almacén, el obispo le arrojó su manto, símbolo de la Iglesia que lo acepta.
Vienen los Cartujos, que no hablan hasta la muerte. Si el superior le manda a predicar, puede decir: ¡No, es contra la Regla! ¡Absurdo, después de 7 años… a predicar! La Iglesia mantuvo la libertad de los Cartujos: quieren mantenerse en silencio, ¡pueden hacerlo! Pozos de ciencia, sin hablar. ¡Nuestro sentido burgués!
Vienen los Frailes Predicadores, los Dominicos: le da su bendición a los Predicadores… Lo que ustedes legítimamente…
San Francisco de Asís: una idea: construir un templo con cuatro paredes sin ventanas, un pilar, un techo, un altar, dos velas y un crucifijo. ¡Ah no! Eso es un galpón… Vamos a colgar cuadritos… vamos a poner bancos y cojines… ¡Nada!, dice San Francisco. Gran bendición a su Iglesia y fabulosas indulgencias. Es el recuerdo del Pesebre de Belén.
En los primeros tiempos de los Jesuitas, hay dos cardenales Farnese y Ludovisi y construyen el Gesù y San Ignacio. El Gesù: columnas torneadas, oro y lapislázuli… La bóveda… 20 años pintando la bóveda: Nubes, santos y bienaventurados. Y San Luis… ángeles mofletudos y barrigones… El altar hasta el techo, con Moisés y Abraham bien barbudos. Nosotros diríamos: “eso es demasiado, falta de gusto, de moderación”. Y la Iglesia bendijo al Gesù y San Ignacio. No es el pesebre, es la gloria tumultuosa de la Resurrección.
En la Iglesia se puede rezar de todos modos: vocal, meditación, contemplación, hasta con los pies (es decir, en romería). Los herejes, en cambio: fuera lámpara, fuera imágenes, fuera medallas… Hay pueblos que no quieren besar el anillo, sino que lo olfatean. ¡Bien, pueden hacerlo! Iglesias en estilo chino ¿De dónde sacan que el Gótico es el único estilo? Santa Sofía, San Pedro…
¡Todos los desastres de la Iglesia vienen de esa estrechez de espíritu! ¡El clero secular contra el regular, y orden contra orden! Para pensar conforme a la Iglesia hay que tener el criterio del Espíritu Santo que es ancho.
En el Congo ¿podemos pintar Ángeles negros? ¡Claro! ¿Y Nuestra Señora negra y Jesús negro? ¡Sí! Ese Jesús chino… ¡admirable! Nuestro Señor, en los límites de su cuerpo mortal, no podía manifestar toda su riqueza divina. En el Congo un Padre compró cuadros de la Bonne Presse. Muestra el infierno, y los negros entusiasmados. No había ningún negro, ¡sólo blancos! ¡Ningún negro en el infierno!
En la Compañía de Jesús a veces odio, por carecer de este espíritu. Los demás que se queden cada uno conforme a su vocación. Este es un pensamiento genial de San Ignacio, expuesto sencillamente: alabar, alabar, alabar. Alabemos todo lo que se hace en la Iglesia bajo la bendición del Espíritu Santo. ¡Cuando la Iglesia mantiene una libertad, alabémosla!
El significado de la cuaresma
Sermón 250 de san Agustín
- En esta fecha iniciamos la observancia de la cuaresma, que, una vez más, se presenta con la acostumbrada solemnidad. Es deber mío dirigiros una exhortación también solemne, para que la palabra de Dios, servida por nuestro ministerio, alimente el corazón de quienes van a ayunar corporalmente. De esta forma, vigorizado el hombre interior por su propio alimento, podrá llevar a cabo y mantener con fortaleza la mortificación del exterior. Se ajusta a nuestra devoción el que quienes vamos a celebrar la pasión, ya cercana, del Señor crucificado, nos hagamos también nosotros mismos una cruz consistente en refrenar los placeres de la carne, conforme a las palabras del Apóstol: Los que son de Jesucristo crucificaron la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24). El cristiano debe permanecer pendiente de esta cruz durante toda esta vida que transcurre en medio de tentaciones. No hay tiempo en esta vida para arrancar los clavos de los que se dice en el salmo: Traspasa mi carne con los clavos de tu temor (Sal 118, 120). Carne equivale aquí a concupiscencia carnal; los clavos son los preceptos de la justicia; con ellos clava a la carne el temor de Dios, que nos crucifica cual hostia aceptable para él. Por eso dice también el Apóstol: Os suplico, por tanto, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios (Rm 12, 1). Es ésta una cruz en la que el siervo de Dios no sólo no se siente confundido, sino de la que hasta se gloría, al decir: Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6, 14). Esta cruz -digo- no dura sólo cuarenta días, sino la totalidad de esta vida, simbolizada en el número místico de estos cuarenta días, sea porque, según la opinión de algunos, el hombre que ha de venir al mundo se forma en el seno materno en el espacio de cuarenta días, sea porque los cuatro evangelios van de acuerdo con los diez mandamientos, y la multiplicación de ambos números da aquel otro, manifestando así que ambas Escrituras son necesarias en esta vida; sea, finalmente, por cualquier otro motivo, más probable quizá, que pueda hallar otra mente mejor y con más luces. Ésta es la razón por la que tanto Moisés y Elías como el mismo Señor ayunaron durante cuarenta días: darnos a entender que en Moisés, Elías y en el mismo Cristo, es decir, en la ley, los profetas y el Evangelio, estamos nosotros en el punto de mira, para que no nos acomodemos y adhiramos a este mundo, sino que crucifiquemos el hombre viejo, no entregándonos a comilonas y borracheras, a deshonestidades e inmundicias, a pendencias o envidias, sino revistiéndonos del Señor Jesús, sin hacer caso de la carne y sus apetencias (Cf Rom 13, 13-14). Cristiano, vive siempre así en este mundo. Si no quieres hundir tus pasos en el fango de la tierra, no desciendas de esa cruz. Mas si esto ha de hacerse durante toda la vida, ¡con cuánto mayor motivo en estos días de cuaresma, en los que no sólo se vive, sino que se simboliza esta vida!
- En los restantes días tenéis que procurar que vuestros corazones no se carguen con la crápula y el vino (Cf Lc 21, 34); en éstos, ayunad también. En los otros días no debéis caer en adulterios, fornicaciones o cualquier otra corruptela ilícita; en éstos absteneos también de vuestras mujeres. Lo que ahorráis con vuestro ayuno, añadidlo a lo que dais en limosna. El tiempo que se empleaba en cumplir el deber conyugal, dedíquese a la oración. El cuerpo que se deshacía con afectos carnales, póstrese en pura actitud de súplica. Las manos que se entrelazaban en abrazos, extiéndanse en oración. Y vosotros que ayunáis también otros días, aumentad en éstos lo que ya venís haciendo. Los que a diario crucificáis el cuerpo con la continencia perpetua, en estos días uníos a vuestro Dios con oraciones más frecuentes e intensas. Vivid todos concordes, poseed todos la fe y la fidelidad, suspirando en esta peregrinación por el deseo de aquella única patria y enfervorizados en su amor. Que nadie envidie en el otro el don de Dios que él no posee ni se mofe de él. En cuanto a los bienes espirituales, considera tuyo lo que amas en el hermano, y él considere suyo lo que ama en ti. Que nadie, bajo capa de abstinencia, pretenda cambiar antes que atajar los placeres, buscando, por ejemplo, costosos manjares porque no come carne, o raros licores porque no bebe vino, no sea que la disculpa de domar la carne sirva para aumentar el placer. Todos los alimentos son, sin duda, puros para los puros (Cf Tt 1, 5), pero en nadie es puro el exceso.
- Ante todo, hermanos, ayunad de porfías y discordias. Acordaos del profeta que reprobaba a algunos, diciendo: En los días de vuestro ayuno se manifiestan vuestras voluntades, puesto que claváis la aguijada a cuantos están bajo vuestro yugo y los herís a puñetazos; vuestra voz se oye en el clamor (Is 58, 3-4), etc. Dicho lo cual añadió: No es éste el ayuno que yo he elegido, dice el Señor (Is 58, 5). Si queréis gritar, repetid aquel clamor del que está escrito: Con mi voz clamé al Señor (Sal 141, 2). No es un clamor de lucha, sino de caridad; no de la carne, sino del corazón. No es aquel del que se dice: Esperaba que cumpliese la justicia y, en cambio, obró la iniquidad; esperaba la justicia, pero sólo hubo clamor (Is 5, 7). Perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará (Lc 6, 37-38). Éstas son las dos alas de la oración con las que se vuela hacia Dios: perdonar al culpable su delito y dar al necesitado.
http://www.augustinus.it/spagnolo/index.htm
Sobre el tiempo cuaresmal
“hasta el día de la pasión es tiempo de contrición…”
San Agustín
En su pasión nuestro Señor Jesucristo puso ante nuestros ojos las fatigas y tribulaciones del mundo presente; en su resurrección, la vida eterna y feliz del mundo futuro. Toleremos lo presente, esperemos lo futuro. Por eso, en estas fechas vivimos días en que, al mortificar nuestras vidas con ayunos y la observancia (cuaresmal), simbolizamos las fatigas del mundo presente; en las fechas venideras, en cambio, simbolizamos los días del mundo futuro. Aún no hemos llegado a él. He dicho «simbolizamos», no «tenemos». Por tanto, hasta el día de la pasión es tiempo de contrición; después de la resurrección, tiempo de alabanza.
En aquella vida, en el reino de Dios, ésa será nuestra ocupación: ver, amar, alabar. ¿Qué hemos de hacer, pues, allí? En esta vida unas obras son fruto de la necesidad y otras de la iniquidad. ¿Qué obras son fruto de la necesidad? Sembrar, arar, binar, navegar, moler, cocer, tejer, y otras semejantes. También son fruto de la necesidad aquellas nuestras buenas obras. Tú no tienes necesidad de repartir tu pan con el hambriento, pero la tiene aquel a quien se lo das. Acoger al peregrino, vestir al desnudo, rescatar al cautivo, visitar al enfermo, aconsejar a quien delibera, liberar al oprimido: todas estas cosas caen dentro de la limosna y son fruto de la necesidad. ¿Cuáles son fruto de la iniquidad? Robar, asaltar a mano armada, emborracharse, participar en juegos de fortuna, cobrar intereses; ¿quién es capaz de enumerar todos los frutos de la maldad? En aquel reino no habrá obras fruto de la necesidad, porque no habrá miseria alguna; ni existirán los frutos de la iniquidad, porque desaparecerá cualquier molestia de unos a otros. Donde no hay miseria, no reclama obras la necesidad y donde no hay malicia no las produce la iniquidad. ¿Cómo vas a trabajar por el alimento, si nadie tiene hambre? ¿Cómo vas a dar limosnas? ¿Con quién repartes tu pan, si nadie tiene necesidad de él? ¿A qué enfermo visitas donde reina la salud perpetua? ¿A qué muerto das sepultura donde la inmortalidad nunca muere? Desaparecen las obras que son fruto de la necesidad; en cuanto a las obras fruto de la iniquidad, si las haces aquí, no llegas allí. ¿Qué hemos de hacer allí? Decídmelo. ¿Nos dedicaremos a dormir? En efecto, aquí, cuando los hombres no tienen nada que hacer, se entregan al sueño. Allí no hay sueño, porque no hay desfallecimiento alguno. Si no hemos de hacer obra de necesidad alguna, si no nos entregamos al sueño, ¿qué vamos a hacer? Que nadie se asuste ante la perspectiva del aburrimiento, que nadie piense que también allí va a darse. ¿Acaso ahora te hastía el estar sano? En este mundo todas las cosas producen hastío; sólo la salud está excluida de ello. Si la salud no causa tedio, ¿lo causará la condición de inmortal? ¿Cuál será entonces nuestra actividad? El Amén y el Aleluya.Una cosa es la que hacemos aquí y otra la que haremos allí -no digo día y noche, sino en el día sin fin-: lo que ya ahora dicen sin cansarse las potestades del cielo, los serafines: Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos. Esto lo repiten sin cansarse.¿Se fatiga, acaso, ahora el latir de tu pulso? Mientras vives, tu pulso sigue latiendo. Haces algo, te fatigas, descansas, vuelves a tu tarea, pero tu pulso no se fatiga. Como tu pulso no se cansa mientras estás sano, tampoco tu lengua y tu corazón se cansarán de alabar a Dios cuando goces de la inmortalidad. Escuchad un testimonio sobre vuestra actividad. ¿A qué me refiero con «vuestra actividad»? Esa actividad será un «ocio»; una actividad ociosa, ¿en qué consistirá? En alabar al Señor. Escuchad una frase que habla de ello: Dichosos los que habitan en tu casa. Es el salmo quien lo dice: Dichosos los que habitan en tu casa.Y por si buscamos el origen de esa dicha: «¿Tendrán mucho oro?». Quienes tienen mucho oro son, en igual medida, miserables. Dichosos son los que habitan en tu casa.¿Qué les hace dichosos? Ésta es su dicha: Te alabarán por los siglos de los siglos.
“Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma”
Santo Tomás de Villanueva
(Sermón 64, Miércoles de Ceniza)
Ha llegado el tiempo de mirar por el bien de uno mismo, y de escudriñar la conciencia. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo (Rom 13,11). Ha llegado el tiempo de la poda de los pecados; es el tiempo de oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola, es decir, del pecador que se lamenta (Cant 2,12). Que abandone el malvado sus caminos y el inicuo sus designios y se convierta al Señor (Is 55,7). Bástenos ya con haber consumido el tiempo en vanidades; bástenos ya con haber andado desenfrenadamente detrás de nuestras concupiscencias. Yo os pregunto: ¿Qué frutos habéis cosechado en aquello de lo que ahora os avergonzáis? Pasó el gozo, quedó la tristeza; volaron los placeres, y han quedado las penas; “pasó el acto y quedó el reato”, como dice Agustín. Breve ha sido ese acto; el reato y la confusión y el castigo, eternos.
Bástenos, pues, con haber sido engañados y atraídos por nuestras concupiscencias y halagados por ellas, como dice Santiago (Sant 1,14). Convertíos, convertíos (Ez 33,11). Entrad en vosotros mismos, ¡oh prevaricadores! (Is 46,8). Entra dentro de tu corazón y examínalo: ocúltate en una hoya bajo tierra de la vista airada del Señor; tápate la cara con el manto de la vergüenza y confúndete ante él, porque hay vergüenza que conduce a la gloria (Sir 4,25), y teme que se diga de ti aquello del Profeta: Han cometido abominaciones y no sienten vergüenza (Jr 6,15).
Ciertamente hemos pecado mucho, pero generoso es el Señor para perdonar: Él tiene soberanos pensamientos de paz y no de aflicción, tanto para los justos como para los pecadores. Escucha al Profeta que dice: Porque hablará de paz en favor de su pueblo y de sus fieles, y también de cuantos de corazón vuelven a él (Sal 84,9).
Mira que el Señor quiere hacer las paces con los pecadores convertidos; invita a ello el mismo que ha sido injuriado, el que ha sido vilipendiado. Pide la paz el mismo que debía tomar venganza. Quiere unirse en amistad el que debía castigar. El juez quiere hacer la paz con el culpable.
Ahora bien, ¿cuál es la manera de lograr esa paz? Lávate la cara y perfuma tu cabeza. ¿Quieres ser aceptado por el Señor? Lava la cara. ¿Quieres que él te ame? Perfuma tu cabeza. Lava tu cara para que seas aceptado; unge tu cabeza para ser amado, pues la fragancia del perfume atraerá al Señor y el esplendor de tu rostro le encantará.
¿Y cuál es la casa del alma? Sin duda la conciencia. Por la cara conocemos a las personas, la conciencia es conocida por Dios. Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma. Dios no reconoce la lengua de una persona: Mirad, muchos van a venir diciendo: Señor, Señor, y el Señor a ellos: No os conozco (Mt 7,22). No conoce tampoco las manos, o sea, las obras exteriores, pues hay muchos que hacen obras externas muy llamativas y tampoco son conocidos por el Señor: Señor, ¿no es verdad que hemos profetizado en tu nombre?
¿Acaso no hemos hecho milagros? ¿No hemos expulsado demonios? … Y él les responderá: Nunca os reconocí en aquellos tiempos en que os teníais por familiares e íntimos míos al hacer aquellos milagros. Yo no os reconocía: Alejaos de mí, ejecutores de maldad (Mat 25,41), pues yo sólo reconozco la pureza de conciencia, sólo la limpieza si va además acompañada por la unción de la cabeza.
Así que, lávate la cara, y además perfuma tu cabeza. Sin duda Dios reconocerá en ti lo que de él plantó en ti: reconocerá su imagen en ti, la que él plasmó en ti. Afirmaba Gregorio: “Lo mismo que los hombres se dan a ver y conocer por la apariencia exterior del cuerpo, así por nuestra imagen interior somos por Dios conocidos y dignos de que él nos mire”. El hombre no sólo fue hecho a imagen de Dios, sino también a semejanza suya. La imagen de Dios permanece indeleble en las potencias del alma; la semejanza, en los actos y virtudes, extraordinariamente deleble junto con la caridad. La semejanza, pues, está en la nitidez de la imagen; si falta la semejanza de la caridad la imagen está más renegrida que el carbón (Lam 4,8). Tiene el rostro de Dios, pero no tiene el esplendor de Dios: Dios no la conoce. Cuando el hombre peca, pierde la semejanza, pero no la imagen, pues el pecador pasa en la imagen.
Por consiguiente, el esplendor de la imagen de Dios, es decir, el amor de Dios, es el ungüento. Unge por tanto con él tu cabeza, o sea, tu mente. La cabeza es lo más alto en el hombre, pero lo supremo en él es la mente, como dice san Agustín. Unge, pues, tu mente, en la que reside la imagen, con el ungüento de la semejanza y de la caridad para que perdures como te hicieron: y te hicieron, por cierto, a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Si continúas siendo como te crearon en imagen y semejanza, serás reconocido por Dios; de otro modo, aquel supremo Artífice no reconoce una obra suya deformada. Lávala, pues, y úngela; lávala para quitar el polvo, y úngela para arrancarle las manchas. ¿Y cómo lo haremos? Llorando. Si ya la tienes limpia de polvo, pero aún le quedan manchas, sigue limpiando. Aprende de aquellas cinco vírgenes necias: en ellas estaba todavía sucia la cara, por eso no las reconoció el Esposo.
Conocimiento de sí
Importante para una seria vida espiritual
P. María Eugenio del Niño Jesús O. C. D.,
tomado de su libro: “Quiero ver a Dios”
El conocimiento propio es el pan con que todos
los manjares se han de comer, por delicados
que sean, en este camino de oración[1]
En el globo de cristal que representa al alma justa, Dios es, para santa Teresa, la gran realidad, el amante que desde las séptimas moradas atrae irresistiblemente su mirada y su corazón.
Sin embargo, observa que Dios no pretende que el alma que le sirve de templo se olvide totalmente de sí misma. Afirma la Santa que para el alma es importantísimo conocerse a sí misma:
«¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procurarnos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos»[2].
Es el sentido realista de santa Teresa el que habla. Quiere saber antes de obrar; exige conocer las realidades que la envuelven, tener toda la luz posible que la pueda iluminar en su marcha hacia Dios: «Siempre, mientras vivimos, aun por humildad, es bien conocer nuestra miserable naturaleza»[3].
En efecto, ¿cómo podría el alma organizar prudentemente y dirigir su vida espiritual sin conocer el marco interior en el que se tiene que desenvolver? Esto sería exponerse, si no a un completo fracaso, sí al menos a grandes sufrimientos:
«¡Oh Señor, tomad en cuenta lo mucho que pasamos en este camino por falta de saber! Y es el mal que, como no pensamos que hay que saber más de pensar en vos, aún no sabemos preguntar a los que saben, y pásanse terribles trabajos porque no nos entendemos, y lo que no es malo, sino bueno, pensamos que es mucha culpa. De aquí proceden las aflicciones de mucha gente que trata de oración y el quejarse de trabajos interiores, a lo menos mucha parte, en gente que no tiene letras, y vienen las melancolías y a perder la salud y aun a dejarlo todo»[4].
Ciertamente, no se podría ir hacia Dios sin conocer la estructura del alma, sus posibilidades, sus deficiencias y las leyes que regulan su actividad.
Más aún, el conocimiento de lo que somos y de lo que valemos es lo que ante Dios nos permitirá adoptar la actitud de verdad que él exige:
«Una vez estaba yo considerando por qué razón era, nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo sino de presto, esto: qué es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella»[5].
El conocimiento de sí mismo, que hace triunfar la verdad en las actitudes y en los actos, es indispensable en todo tiempo, tanto al comienzo como en todos los grados de la vida espiritual:
«Es cosa tan importante este conocernos, que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos»[6].
Tiene que ser, asimismo, el objeto de nuestras preocupaciones cotidianas:
«Procurad mucho… que en principio y fin de la oración, por subida contemplación que sea, siempre acabéis en propio conocimiento»[7].
La Santa resume su doctrina con esta afirmación clara y acuñada como una máxima:
«En esto de los pecados y conocimiento es el pan con que todos los manjares se han de comer, por delicados que sean, en este camino de oración, y sin este pan no se podrían sustentar»[8].
El conocimiento de sí mismo a la luz de Dios es lo que asegurará a su vida espiritual el equilibrio, que la hará humana al mismo tiempo que sublime, práctica al mismo tiempo que encumbrada.
Los textos citados demuestran que santa Teresa tan sólo quiere conocerse para llegar a Dios con mayor seguridad. Casi de modo exclusivo, a la luz de Dios, es como Teresa va a pedir este pan necesario del conocimiento propio. Dios es, a la vez, meta y principio del conocimiento de sí mismo.
Inmediatamente destacaremos, como conviene, este rasgo de tan elevada, importancia práctica. Era necesario destacarlo desde este momento para definir el aspecto particular sobre el que se desarrollará el doble conocimiento de sí mismo que santa Teresa exige a su discípulo, a saber: un cierto conocimiento psicológico del alma y un conocimiento que podemos denominar espiritual, y que se apoya en el valor del alma ante Dios.
En una introducción a las Obras de Santa Teresa, M. Emery, restaurador de San Sulpicio después de la Revolución francesa, aseguraba que la reformadora del Carmelo había hecho avanzar la ciencia psicológica más que cualquier filósofo. En sus tratados, en efecto, abundan las descripciones precisas y matizadas del mundo interior del alma y de la vida que en ella hay. La Santa nos descubre en ellas su rica naturaleza, que vibra ante las impresiones del mundo exterior y, más aún, ante los choques poderosos, así como ante las unciones delicadas de la gracia. Estas regiones del alma, que a nosotros nos resultan habitualmente oscuras, para ella son totalmente luminosas:
«Nos importa mucho, hermanas, que no entendamos es el alma alguna cosa oscura; que, como no la vemos, lo más ordinario debe parecer que no hay otra luz interior sino esta que vemos, y que está dentro de nuestra alma alguna oscuridad»[9].
Sin duda alguna, esta luz es la del mismo Dios, que esclarece las profundidades del alma, y, al obrar sobre las diversas potencias, produce en ellas sus efectos, al igual que los rayos del sol, jugando a través de las ramas de un árbol, los enriquece de diferentes tonalidades.
Gracias a su agudo sentido espiritual y a su maravilloso poder de análisis, santa Teresa penetra en este mundo interior, recoge todas sus vibraciones, distingue la actividad y las reacciones de cada una de las facultades y diseca, de alguna forma, al alma misma hasta sus profundidades.
De las obras de santa Teresa se podría extraer un tratado de psicología sugestiva y dinámica, como una lección de las cosas. Nos limitaremos a señalar las verdades psicológicas que parecen más importantes para la vida espiritual.
- La primera es la distinción de las facultades. «No consideran que hay un mundo interior acá dentro»[10], escribe la Santa. No todo es tan simple como parece exigir la simplicidad de nuestra alma. Se trata de un mundo complejo y en continuo movimiento, en él se agitan fuerzas en diferentes sentidos. La violencia y la diversidad de tales movimientos, bajo la acción de Dios, fueron para santa Teresa causa de angustias. La explicación sobre la distinción de las facultades, cada una con su actividad propia, le resultó luminosa:
«Yo he andado en esto de esta barahúnda del pensamiento bien apretada algunas veces, y habrá poco más de cuatro años que vine a entender por experiencia que el pensamiento –o imaginativa, porque mejor se entienda– no es el entendimiento y preguntélo a un letrado y díjome que era así; que no fue para mí poco contento; porque, como el entendimiento es una de las potencias del alma, hacíaseme recia cosa estar tan tortolito a veces, y lo ordinario vuela el pensamiento de presto, que sólo Dios puede atarle»[11].
- La acción de Dios le permite distinguir dos regiones en su alma: una región exterior y ordinariamente más agitada, en la que se mueven la imaginación, que crea y proporciona las imágenes, y el entendimiento, que razona y discurre (estas dos facultades son volubles y no permanecen mucho tiempo encadenadas, incluso por una acción poderosa de Dios); y otra región más interior y más tranquila, donde se encuentran la inteligencia propiamente dicha, la voluntad y la esencia del alma, más cercanas de la fuente de la gracia, más dóciles también a su influencia y que permanecen sumisas con mayor facilidad, a pesar de las agitaciones exteriores.
Tal distinción entre lo exterior y lo interior, entre sentido y espíritu, que encontramos con terminologías diferentes en todos los autores místicos[12], le facilitará el ofrecer una doctrina precisa sobre la actitud interior que se debe tener en la contemplación cuando Dios arrebata el fondo del alma, mientras el entendimiento y de modo especial la imaginación se hallan en continua agitación:
«Yo veía –a mi parecer– las potencias del alma empleadas en Dios y estar recogidas con él, y por otra parte el pensamiento alborotado traíame tonta…
Y así como no podemos tener el movimiento del cielo, sino que anda aprisa con toda velocidad, tampoco podemos tener nuestro pensamiento, y luego metemos todas las potencias, del alma con él y nos parece que estamos perdidas y gastado mal el tiempo que estamos delante de Dios; y estáse el alma por ventura, toda junta con él en las moradas muy cercanas y el pensamiento en el arrabal del castillo padeciendo con mil bestias fieras y ponzoñosas…
Escribiendo esto, estoy considerando lo que pasa, en mi cabeza… No parece sino que están en ella muchos ríos caudalosos y, por otra parte, que estas aguas se despeñan; muchos pajarillas y silbos, y no en los oídos, sino en lo superior de la cabeza, adonde dicen que está lo superior del alma… Porque con toda esta barahúnda de ella no me estorba a la oración ni a lo que estoy diciendo, sino que el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento»[13].
De esta experiencia deduce la Santa la conclusión de que «no es bien que por los pensamientos nos turbemos ni se nos dé nada»[14].
- El vuelo del espíritu pone a santa. Teresa frente a otro problema psicológico, menos importante, que los anteriores para la vida espiritual, pero más arduo, y cuyo solo enunciado revela la penetración de su mirada. Es el siguiente: ¿Hay distinción entre el alma y el espíritu, entre la esencia del alma y la potencia intelectual?
Ciertas corrientes filosóficas le responden que son lo mismo. Y, sin embargo, ella se da cuenta, a un mismo tiempo, de que en el vuelo del espíritu «el espíritu, parece sale del cuerpo, y, por otra parte, claro está que no queda esta persona muerta»[15]. ¿Cómo explicar este fenómeno? Cuánto le gustaría tener ciencia para llegar a ello. A falta de ella, ilustrará el problema con una comparación:
«Muchas veces he pensado si como el sol, estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que, no mudándose él de allí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa, como lo es el sol y sus rayos, puede, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma»[16].
El espiritual necesita algunas nociones psicológicas para evitar sufrimientos y dificultades; sin embargo, le importa mucho más tener el conocimiento, que, llamamos espiritual, y que: le revela lo que él es ante Dios, las riquezas sobrenaturales de las que está adornado, las tendencias perversas que le obstaculizan su movimiento hacia Dios.
Si el conocimiento psicológico es útil para la perfección, el conocimiento espiritual forma parte de la misma, pues alimenta la humildad y se confunde con ella. De esta última, precisamente, afirma santa Teresa que es el pan con el que hay que comer todos los demás alimentos, por delicados, que sean.
La acción divina, por medio de los diversos efectos, producidos en el alma, ha revelado la organización del mundo interior. Sólo bajo la luz de Dios podemos explorar ya el triple dominio de este conocimiento espiritual de sí mismo.
- a) Lo que somos ante Dios
Dios es amigo del orden y de la verdad, dice santa Teresa. El orden y la verdad exigen que nuestras relaciones con Dios se basen en lo que él es y en lo que somos nosotros.
Dios es el Ser infinito, nuestro Creador. Nosotros somos seres finitos, criaturas suyas, que dependemos en todo de él.
Entre Dios y nosotros está el abismo que separa el Infinito de lo finito, el Ser eterno y subsistente por sí mismo de la criatura llegada a la existencia en el tiempo.
La intimidad a la que Dios nos llama no llena este abismo. Ahora y siempre, Dios será Dios, y el hombre, aun divinizado por la gracia, será una criatura finita.
Sobre este, abismo del Infinito la razón proyecta algunos resplandores, la fe, algunas luces. Los dones del Espíritu Santo ofrecen alguna experiencia sobre el particular. Al inclinarse sobre este abismo, aprecia el alma oscuramente lo que ella es en la perspectiva del Infinito. «¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo?», decía nuestro Señor a santa Catalina de Sena. «Tú eres la que no eres; yo soy el que soy»[17].
Santa Teresa llama reales a las almas que, en el resplandor de una iluminación o en el abrazo rápido de una acción divina, han percibido algo de este abismo del Infinito divino. Deseaba ella este conocimiento para los reyes, para que tomaran conciencia del valor de las cosas humanas y descubrieran su deber en esta perspectiva del Infinito.
Ninguna criatura jamás ha podido asomarse a este abismo como lo hizo Cristo Jesús; su mirada, iluminada en la tierra por la visión intuitiva, era prodigiosamente penetrante; pero también él se perdía en la inmensidad infinita de la divinidad que habitaba corporalmente en él. Tal espectáculo le sumergía en unas profundidades de adoración jamás alcanzadas: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón», decía bajo el peso suave de la unción que le penetraba.
Nadie podrá ser humilde ante Dios como lo fue Cristo Jesús o, incluso, como la Virgen María, porque nadie ha medido como ellos el abismo del Infinito que separa al hombre de su Creador.
Y aun así, Jesús y María eran de una pureza perfecta. Nosotros, en cambio, somos pecadores. Hemos usado nuestra libertad para rechazar obedecer a aquel de quien dependemos de una manera absoluta en todos los instantes de nuestra existencia. La criatura, merecedora de ser llamada «nada» ante el Ser infinito, desafía a Dios despreciando voluntariamente sus derechos, desafío que parecería ridículo si Dios no le hubiera concedido el privilegio de entorpecer la realización de sus designios providenciales. El pecado, que es una ingratitud, un crimen de lesa majestad, se convierte así en un desorden en la creación.
El pecado desaparece con el perdón divino. Haber pecado supone un hecho que demuestra la maldad de nuestra naturaleza.
Esta ciencia de la trascendencia divina, en la que aparece la nada de la criatura y el verdadero rostro del pecado, es la ciencia por excelencia del contemplativo. ¿Qué ha contemplado si no conoce a Dios? Y si no conoce su nada, es que no ha encontrado a Dios. Pues quien verdaderamente ha estado en contacto con Dios ha experimentado en su ser la extrema pequeñez y la profunda miseria de nuestra naturaleza humana.
Este doble conocimiento del todo de Dios y de la nada del hombre es, fundamental para la vida espiritual, se desarrolla con ella y, en expresión de santa Ángela de Foligno, constituye la perfección en su grado más eminente[18]. Dicho conocimiento crea en el alma una humildad básica que nada podrá perturbar, y la pone en una actitud de verdad que atrae todos los dones de Dios.
Al leer los escritos de santa Teresa, se tiene la impresión de que está constantemente inclinada sobre ese doble abismo. En múltiples contactos con Dios, le conoció experimentalmente hasta que, llegada al matrimonio espiritual, tuvo de él una visión intelectual casi constante.
Con esta doble luz encuentra la: Santa ese profundo respeto a Dios, ese conmovedor temor de humilde servidora de su Majestad y ese horror al pecado, que tan bien se alían con los ardores y con los impulsos de su amor audaz de hija y de esposa. Esta ciencia del Infinito, expresada a. veces en términos enérgicos, inspira todas sus actitudes, se revela en sus juicios y sus consejos y consigue que, de su alma se eleve siempre ese perfume suave de la humildad sencilla y profunda, libre y sabrosa, que es uno de sus más sobrecogedores encantos.
- b) Riquezas sobrenaturales
El conocimiento de sí mismo no debe revelarnos un único aspecto de la verdad, aunque se trate de un aspecto fundamental, como lo es el de la nada de la criatura ante el Infinito de Dios. Tiene que asegurar en nosotros el triunfo de toda la verdad, aunque ésta revele contrastes desconcertantes, pues tales contrastes existen ciertamente en el hombre.
Insignificante criatura ante Dios y con frecuencia sublevada, ha sido hecha, con todo, a imagen de Dios y ha recibido una participación de la vida divina. Es hija de Dios y capaz de realizar las operaciones divinas de conocimiento y amor, y está llamada a ser perfecta como lo es su Padre del cielo.
Santa Teresa pide que no se rebajen en modo alguno estas verdades que constituyen la grandeza del alma:
«Las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos imaginar»[19].
Así la Santa no duda en emplear las más brillantes comparaciones para darnos una idea del «gran valor»[20], de la sublime dignidad de la belleza del alma, que es «el palacio adonde está el Rey»[21]. El alma es «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal»[22]. Dios hace de ella un cristal resplandeciente de claridad, un «castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida que es Dios»[23]. «No hallo yo –añade– cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad»[24].
El cristiano tiene que conocer su dignidad y en modo alguno ignorar el valor de las gracias especiales que ha recibido.
Nunca minimiza santa Teresa los favores espirituales, los progresos realizados, incluso cuando dejan entrever numerosos defectos, como en las terceras moradas. Hablando del alma que goza de la oración de quietud, afirma que «va mucho en que el alma que llega aquí conozca la dignidad grande en que está»[25]. No consiente que el alma ignore las grandes esperanzas” contenidas en la gracia recibida:
«Y alma a quien Dios le da tales prendas, es señal que la quiere para mucho: si no es, por su culpa, irá, muy adelante»[26].
El alma que ha recibido favores tan grandes debe tenerse en alta estima. La verdadera humildad triunfa en la verdad. Escribe la Santa: «De esto tengo grandísima experiencia y también la tengo de unos medio letrados espantadizos, porque me cuestan muy caro»[27].
La verdad libra de los peligros, ayuda «porque no sean engañadas –las almas–, transfigurándose el demonio en ángel de luz»[28]; alimenta la acción de gracias y provoca al esfuerzo de fidelidad que exige la gracia recibida.
- c) Tendencias malsanas
En este castillo interior iluminado por la presencia de Dios, junto a las riquezas sobrenaturales santa Teresa descubre una muchedumbre de «culebras y víboras y cosas emponzoñosas»[29], «tan ponzoñosas y peligrosa su compañía y bulliciosas, que por maravilla dejarán de tropezar en ellas para caer»[30].
Estos reptiles representan las fuerzas del mal instaladas en el alma, las tendencias malsanas, consecuencia del pecado original. Tales tendencias son fuerzas temibles que no pueden menospreciarse. Justamente, constituyen uno de los objetos más importantes del conocimiento de sí mismo.
Creados en estado de justicia y santidad, nuestros primeros padres habían recibido no solamente los dones sobrenaturales de la gracia, sino los dones preternaturales (dominio de las pasiones, preservación de la enfermedad y de la muerte) que aseguraban la rectitud y la armonía de las potencias y facultades de la naturaleza humana. Privada de los dones sobrenaturales y preternaturales por el pecado de desobediencia; la naturaleza humana quedó intacta, pero fue herida, sin embargo, por esta privación. Desde entonces se afirma y aumenta la dualidad de fuerzas divergentes del cuerpo y del espíritu. Hasta que las separe la muerte, cada una reclama sus propias satisfacciones. El hombre descubre en él la concupiscencia o fuerzas desordenadas de los sentidos, el orgullo del espíritu y de la voluntad, o exigencias de independencia de estas dos facultades. En la naturaleza humana se instaló un desorden fundamental.
Adán y Eva transmitirán a su descendencia la naturaleza humana como la dejó su pecado, es decir, privada de los dones superiores que la completaban. Dicha privación, junto con las tendencias desordenadas que favorece, recibe el nombre de pecado original.
Estas tendencias adquirirán formas particulares conforme a la educación recibida, al medio frecuentado, a los pecados cometidos, a los hábitos contraídos. Establecidas de este modo las tendencias, arraigarán, a su vez, en el ser físico por la herencia, como fuerzas poderosísimas o incluso como leyes ineludibles.
En consecuencia, en cada alma, entre las tendencias que acompañan al pecado original, las hay dominantes, que parecen captar las energías del alma en provecho propio. Su exigencia puede llegar a ser extrema; aun siendo menos violentas, constituyen potencias tan temibles que es imposible que el alma no sea arrastrada a numerosas caídas[31].
Estas tendencias ejercen un reinado casi pacifico en el alma en las primeras moradas. Combatidas en las segundas moradas, se exasperan y hacen sufrir. La victoria lograda sobre el dominio exterior en las terceras moradas les deja su fuerza interior. Se alimentan entonces de manjares de más humilde apariencia y reaparecerán vivas en el plan espiritual cuando se les descubra la luz de Dios.
San Juan de la Cruz nos señalará entonces sus efectos, especialmente el efecto privativo de la tendencia que elimina a Dios y su acción en la región en que ejerce su dominio:
«Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a un grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar»[32].
Sea cual sea la tendencia voluntaria y la pequeñez de su objeto, no se podrá realizar la unión.
El Santo nos dirá con detalle cómo «los apetitos cansan al alma, y la atormentan, y oscurecen, y la ensucian, y la enflaquecen»[33].
Toda la ascesis espiritual está motivada por los apetitos. Para ver la necesidad de dicha ascesis, para orientarla eficazmente, el espiritual debe conocer sus tendencias, especialmente sus tendencias dominantes.
El conocimiento propio no tendrá dominio más complejo y más variable, más doloroso y, al mismo tiempo, más útil que conocer que estas tendencias malsanas, «estas bestias tan ponzoñosas…, tan peligrosas…, tan bulliciosas» que todas las almas tienen, que han hecho gemir a los santos y que nos recuerdan sin cesar nuestra miseria, nos provocan a un combate incesante.
[1] Vida 13, 15.
[2] 1M 1, 2.
[3] Vida 13, 1.
[4] 4M 1, 9.
[5] 6M 10, 7.
[6] 1M 2, 9.
[7] Camino de perfección 39, 5.
[8] Vida 13, 15.
[9] 7M 1, 3.
[10] 4M 1, 9.
[11] Ibid:, 1, 8.
[12] San Juan de la Cruz describe una experiencia muy profunda de esta distinción entre la parte espiritual elevada y la parte sensitiva inferior, en Noche oscura, libro II, 24.
[13] 4M 1, 8.9.10.
[14] Ibid., 1,11.
[15] 6M 5, 7.
[16] Ibid., 5, 9.
[17] Diálogo X.
[18] «¡Conocerse, conocer a Dios!, he ahí la perfección del hombre… Aquí, toda inmensidad, toda perfección y el bien absoluto; allí, nada; conocer esto, he ahí el fin del hombre… Estar eternamente inclinada sobre el doble abismo, ¡he aquí mi secreto!» (SANTA ANGELA DE FOLIGNO, trad. Helio, cap. 57).
[19] 1M 2,8..
[20] Ibid., 1, 1.
[21] Ibid., 2, 8.
[22] Ibid., 1, 1.
[23] Ibid., 2, 1.
[24] Ibid., 1, 1.
[25] Vida 15, 2.
[26] Camino de perfección 31, 11.
[27] 5M 1,8.
[28] Ibid., 1, 1.
[29] 1M 2, 14.
[30] 2M 1, 2.
[31] De estas tendencias hay algunas fijadas en nosotros por herencia, que parecen tener siglos de existencia. Parece que resisten todos los asaltos y, aun mortificadas en todas sus manifestaciones exteriores, levantan, a veces, marejadas que parecen llevarse todo tras de sí.
[32] Subida del Monte Carmelo 1, 11, 4.
[33] Ibid., 1, 6, 5.
Como las flores del campo
Vivir sólo para Dios
P. Alfonso Torres, S.J.
Las flores del campo viven y mueren sólo para Dios
Las flores que nosotros cultivamos nacen, crecen y mueren para recreo de las creaturas, mientras que las flores del campo nacen, crecen y mueren sólo para Dios. ¡Cuántas de esas flores no sentirán posarse sobre ellas una mirada humana! Sólo Dios las ve, sólo Dios goza de su hermosura, sólo Dios, por decirlo así, aspira sus perfumes.
Esas florecillas perdidas en la inmensidad de los campos, lejos de los poblados, que los ojos humanos no descubren, que no tienen más fin que dar gloria a Dios, que celan las galas de su hermosura para que únicamente recreen los ojos divinos. Se desliza la existencia humilde de esas florecillas entre idilios y tragedias, según reciban un rocío bienhechor o una mortífera helada, pero siempre sin testigos humanos que las admiren ni las compadezcan.
La flor del campo es imagen del perfecto abandono. Fíjense en una de esas florecillas insignificantes que nacen en cualquier parte, en las hendiduras de una roca o en un valle, en la ladera de un monte o en un páramo. Están expuestas a todas las inclemencias y rigores del clima, a soles, vientos y tempestades, sin la menor defensa. Tampoco mitiga nadie la pobreza o dureza del suelo en que nacen; están completamente abandonadas al cuidado de la Providencia, que les sostiene la vida y les da hermosura, sin que con artificios la procuren. Ya en el Evangelio, cuando el Señor quiso recomendarnos el abandono en manos del Padre Celestial, escogió precisamente el ejemplo de los lirios de los valles, que ni hilan ni se afanan, y a los que, sin embargo, viste Dios de hermosura. Las flores del campo son flores de martirio, porque son flores expuestas a vendavales: lo mismo sufren un día un sol abrasador que una lluvia torrencial; lo mismo viven en las horas sosegadas que en las que se desatan los más recios vendavales; alzan su corola al Padre celestial para que haga con ellas lo que quiera, lo que les conviene; que las cubra el rocío o la escarcha, el sol o la lluvia, es igual; esa entrega, ese abandono a la Providencia del Señor para que Él pueda hacer enteramente lo que quiera de ellas, sin que se encojan por el temor de que Dios haga eso o lo otro, sin que reserven sus perfumes, nada de esto.
Llega un día, señalado por Él, en que termina su paso por el mundo. Mueren, y como no han lucido para nadie y no se las ha visto hacer grandes cosas, como han sido así insignificantes, cualquiera diría que su vida ha sido inútil, que no ha servido para nada. Pero, por una divina paradoja, estas almas han hecho el apostolado más fecundo en la Iglesia de Dios, y su apostolado fructifica antes o después, como florecimiento espléndido de vida espiritual y de innumerables bienes espirituales para nuestras almas.
También nosotros somos florecillas del campo
Cristo Jesús es la más bella flor que ha brotado en el campo de este mundo, flor cuya belleza es sobre toda ponderación; y toda su vida vivió como esas flores del campo, abandonado a la voluntad del Padre en el grado más perfecto. Pero donde este abandono de la flor divina llegó a lo sumo fue en el Calvario. Plantada allí, en la más ingrata de las tierras, expuesta a los furores de la tempestad más violenta que vieron los siglos, se abre su corola por completo hacia el cielo, exhalando sus más exquisitos perfumes, abandonándose al huracán furioso, sin cuidarse de otra cosa que de agradar a su Padre celestial.
Así hemos de ser nosotros también, florecillas del campo. Abandonándonos a la Providencia de Dios. Él sabe las condiciones de la tierra en que nos ha plantado, Él es quien envía los vientos y las tempestades que quizás combaten nuestra flor. Dejémosle hacer, aunque sintamos la ingratitud de la tierra, de las creaturas y el calor resecante de las pasiones. Dejémosle hacer, abandonándonos a sus cuidados sin afanes propios, como flores del campo, sin otra solicitud que abrir nuestra corola hacia lo alto y ofrecer nuestro aroma de adoración siempre y en todo.
El mejor apostolado es el que ejercen las flores del campo esparciendo, aunque el mundo no se entere, sus aromas, esparciendo el olor de Jesucristo sobre la tierra.
San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol
Solemnidad de san Joaquín y santa Ana,
nuestra gran fiesta.
Queridos hermanos:
En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).
En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:
En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”
En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.
En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.
En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.
Ave María Purísima.
P. Jason.