Archivos de categoría: Formación católica

El hombre en oración I

El deseo de Dios en el corazón del hombre

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de mayo de 2011

La unidad del Padre y del Hijo (Jn 12, 44-50)

Sermón de san Agustín

 

1. ¿Qué significa, hermanos, lo que hemos oído decir al Señor: Quien en mí cree, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado?1 Es bueno para nosotros creer en Cristo, sobre todo porque también él dijo con toda claridad lo que acabáis de oír, a saber, que él había venido al mundo como luz, y que el que cree en él no caminará en tinieblas2 sino que tendrá la luz de la vida3. Es, por tanto, bueno creer en Cristo, y un mal grande no creer en él. Mas como Cristo, el Hijo, tiene del Padre el ser todo lo que es —pues el Padre no procede del Hijo, sino que es Padre del Hijo—, nos recomienda, cierto, la fe en él, pero hace recaer la gloria sobre aquel de quien procede.

2. Si queréis proseguir siendo católicos, retened como dato firme e inamovible que Dios Padre engendró a Dios Hijo fuera del tiempo y que le hizo de la Virgen dentro del tiempo. Aquel nacimiento rebasa los tiempos, este lo ilumina. Ambos nacimientos, sin embargo, son admirables: el primero, sin madre; el segundo, sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de sí mismo, no de madre; cuando la madre engendró al hijo, lo engendró virginalmente, no de varón. Del Padre nació sin comienzo; de la madre nació hoy, en fecha determinada. Nacido del Padre, nos hizo; nacido de madre, nos rehizo. Nació del Padre para que existiésemos, nació de madre para que no pereciésemos. Mas el Padre lo engendró igual a sí, y todo lo que es el Hijo lo tiene del Padre. En cambio, lo que es Dios Padre no lo recibió del Hijo. Y así decimos que Dios Padre no proviene de nadie y que Dios Hijo proviene del Padre. Por esa razón, todas las maravillas que obra el Hijo, todas las verdades que dice, se las atribuye a aquel de quien proviene, y no puede ser algo distinto de lo que es aquel de quien proviene. Adán fue hecho hombre, y pudo ser algo distinto de lo que fue hecho. Efectivamente, fue hecho justo y pudo ser injusto. En cambio, el Hijo unigénito de Dios es lo que es, y no puede sufrir mudanza; no puede trocarse en otra cosa, no puede menguar, no puede no ser lo que era, no puede no ser igual al Padre. Pero ciertamente el que dio todo al Hijo en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Indudablemente, el Padre dio al Hijo incluso la misma igualdad con el Padre. ¿Cómo se la dio el Padre? ¿Acaso le engendró menor que él y sobre la naturaleza fue añadiendo hasta hacerle igual? Si hubiese obrado así, lo habría dado a quien carecía de algo. Pero ya os he dicho lo que debéis retener con toda firmeza, a saber, que todo lo que es el Hijo se lo dio el Padre, pero en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Si se lo dio en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo, sin duda le dio también la igualdad y, al darle la igualdad, le hizo igual. Y aunque el Padre sea uno y el Hijo otro, no es una cosa el Padre y otra el Hijo, sino que lo que es el Padre, eso es el Hijo. No digo que el Padre sea también el Hijo, sino que el Hijo es también lo que es el Padre.

3. El que me ha enviado —dice y habéis oído—; el que me ha enviado —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna4. Es el evangelio de Juan; retenedlo en la memoria: El que me ha enviado me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. ¡Oh, si me concediera decir lo que quiero! Efectivamente, mi escasez y su abundancia me produce angustia. Él —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Busca en la carta de este evangelista Juan lo que dijo de Cristo. Creamos —dice— en su verdadero Hijo Jesucristo. Él es Dios verdadero y la vida eterna5. ¿Qué significa Dios verdadero y la vida eterna? El verdadero Hijo de Dios es Dios verdadero y la vida eterna. ¿Por qué dijo: en su verdadero Hijo? Porque Dios tiene muchos hijos, por lo que había que distinguirle de los demás, añadiendo que Cristo era el Hijo verdadero. No sólo diciendo que es Hijo, sino añadiendo —como he indicado— que es el Hijo verdadero. Había que establecer la distinción, debido a los muchos hijos que tiene Dios. Porque nosotros somos hijos por gracia, él por naturaleza. A nosotros nos hizo el Padre por medio de él; él es lo que el Padre. ¿Acaso somos nosotros lo que Dios es?

4. Pero alguien, de soslayo, sin saber lo que habla dice: «Se dijo: Yo y el Padre somos una misma cosa6, porque entre ellos se da la concordia de sus voluntades, no porque la naturaleza del Hijo sea la misma que la del Padre. Pues también los apóstoles —esto lo ha dicho él, no yo—, pues también los apóstoles son una misma cosa con el Padre y con el Hijo». ¡Espantosa blasfemia! También los apóstoles —dice— son una misma cosa con el Padre y el Hijo, porque obedecen a la voluntad del Padre y del Hijo. ¿Esto se atrevió a decir? Diga, entonces, Pablo: «Yo y Dios somos una misma cosa»; diga Pedro, diga cualquiera de los profetas: «Yo y Dios somos una misma cosa». No lo dice, no; ¡ni soñarlo! Él sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de salvación; sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de iluminación. Nadie dice: «Yo y Dios somos una misma cosa.» Por muy adelante que vaya, por sobresaliente que sea su santidad, elévese cuanto quiera la cima de su virtud, nunca dirá: «Yo y Dios somos una misma cosa». Por mucho que progrese, por mucho que destaque por su santidad, por alta que sea la cima de su virtud, nunca dice: «El Padre y yo somos la misma cosa», porque si tiene virtud y por eso lo dice, al decirlo, ha perdido lo que tenía.

5. Así, pues, creed que el Hijo es igual al Padre; mas creed, a su vez, que el Hijo procede del Padre, pero no el Padre del Hijo. En el Padre está el origen; en el Hijo, la igualdad. Pues, si no es igual, no es hijo verdadero. ¿Qué decimos, pues, hermanos? Si no es igual, es menor; si es menor, yo pregunto a ese hombre que necesita salvación al tener una fe errónea, cómo nació siendo inferior al Padre. Responde: «El que nace inferior, ¿crece o no crece? Si el Hijo crece, entonces también el Padre envejece. Si, por el contrario, va a ser igual a como nació, si nació inferior, inferior continuará siendo: alcanzará su perfección con daño propio; al nacer perfecto sin participar del ser del Padre, nunca llegará al ser del Padre». Así condenáis, oh impíos, al Hijo; así blasfemáis, oh herejes, contra el Hijo. ¿Qué dice, entonces, la fe católica? Que Dios Hijo procede de Dios Padre; que Dios Padre no recibe del Hijo el ser Dios. Si Dios Hijo es igual al Padre, nació siendo igual a él, no inferior; no fue hecho igual, sino que nació igual. Lo que es él, eso mismo es también este que ha nacido. ¿Existió alguna vez el Padre sin el Hijo? En modo alguno. Elimina el «alguna vez» de donde no hay tiempo. Siempre existió el Padre, siempre existió el Hijo. Carece de comienzo temporal el Padre, carece de comienzo temporal el Hijo; nunca existió el Padre antes del Hijo, nunca el Padre sin el Hijo. No obstante, como Dios Hijo proviene de Dios Padre, y, a su vez, el Padre es Dios pero sin que provenga de Dios Hijo, no nos desagrade honrar al Hijo en el Padre. En efecto, la gloria del Hijo redunda en honor del Padre, sin mengua de la divinidad del Hijo.

6. Así, pues, estaba hablando de lo que me había propuesto hablar: Y yo sé que su mandato es vida eterna7. Prestad atención, hermanos, a lo que digo: Y yo sé que su mandato es vida eterna. También lo leemos en el mismo Juan, referido a Cristo: Él es Dios verdadero y la vida eterna8. Si el mandato del Padre es la vida eterna, y Cristo, el Hijo, es la vida eterna, luego el mandato del Padre es el mismo Hijo. ¿Cómo, en efecto, no es el mandato del Padre el que es la Palabra del Padre? O bien, si estáis pensando en un mandato físico dado al Hijo por el Padre, como si el Padre hubiera dicho al Hijo: «Esto te mando y quiero que hagas aquello», ¿con qué palabras habló el Padre a su única Palabra? ¿Anduvo cuando daba el mandato a la Palabra, buscaba palabras? Por tanto, como la vida eterna es el mandato del Padre y el Hijo mismo es la vida eterna, creedlo y lo recibiréis, creedlo y lo entenderéis, puesto que dice el profeta: si no creéis, no entenderéis9. ¿No os cabe en la cabeza? Dilataos. Escuchad al Apóstol: Dilataos; no os unzáis al yugo con los infieles10. Quienes rehúsan creer lo dicho antes de entenderlo, son infieles. A la vez, al optar por ser infieles, permanecerán ignorantes. Crean, pues, para entenderlo. Indiscutiblemente, el mandato del Padre es la vida eterna. Luego el mandato del Padre es el Hijo, que ha nacido hoy; no un mandato dado en el tiempo, sino un mandato nacido. El evangelio de Juan ejercita las mentes, las lima y descarna, para que no nuestras ideas sobre Dios sepan a carne, sino a espíritu. Así, pues, hermanos, tened suficiente con esto no sea que por durante el largo hablar el sueño del olvido os lo venga a robar.

La Eucaristía, sacramento de unidad

Catequesis de san Juan Pablo II

1. “¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!”. Esta exclamación de san Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: “Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo, afirma: “Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino” (9, 4).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de estas palabras, dice: “Los mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud unida” (Ep. ad Magnum 6). Este simbolismo eucarístico aplicado a la unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos Padres y en los teólogos escolásticos. “El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía “como un símbolo (…) de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos” y, por lo tanto, “símbolo de aquel único cuerpo del cual él es la cabeza”” (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench. Vat., 2, 424; cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza con eficacia: “Los que reciben la Eucaristía se unen más íntimamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia” (n. 1396).

3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la Escritura. San Pablo, en el pasaje ya citado de la primera carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la koinon|a, es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía. “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16). El evangelio de san Juan describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de “interioridad recíproca”: “él en mí y yo en él”. En efecto, Jesús declara en la sinagoga de Cafarnaúm: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena mediante el símbolo de la vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la savia y la vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca, destinada al fuego: aut vitis aut ignis, “o la vid o el fuego”, comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis Evangelium 81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el fiel y Cristo presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que san Pablo formula así: “Los que comen de las víctimas participan del altar” (1 Co 10, 18).

4. Esta comunión-koinon|a, de tipo “vertical” porque se une al misterio divino engendra, al mismo tiempo, una comunión-koinon|a, que podríamos llamar “horizontal”, o sea, eclesial, fraterna, capaz de unir con un vínculo de amor a todos los que participan en la misma mesa. “Porque el pan es uno -nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). El discurso de la Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la Iglesia de Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea esta unidad fraterna o koinon|a, relacionándola con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42). Es una comunión que se realiza de forma concreta en la historia: “Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinon|a), en la fracción del pan y en la oración (…). Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común” (Hch 2, 42-44).

5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. San Pablo es severo con los Corintios porque su asamblea “no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias y los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir, expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que desemboque en la caridad fraterna, “come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 29). “Si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el santísimo Sacramento, llamado generalmente sacramento del amor” (Dominicae coenae, 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y engendra esta caridad.

Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que exhortaba a los fieles de Filadelfia, en Asia menor, a la unidad: “Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo” (Ep. ad Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos a Dios Padre: “Que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria eucarística III).

©L’Osservatore Romano – 10 de noviembre de 2000

El alma de los santos

¿Qué cosa especial tienen los santos?

San Alberto Hurtado

Santa Gianna Beretta Molla

Hombres que conservan su naturaleza humana innata, con todas sus características de educación, de herencia, de temperamento y de carácter personal. Conservan su tendencia a la mansedumbre o a dominar; al sentido de lo ridículo o de lo sublime o a ambos; a la timidez o a la audacia, como cualquier otro ser. Si poseen una brillante inteligencia, la santidad no los transforma en tontos; y al revés, si son individuos sencillos y humildes, no se convierten súbitamente en filósofos.

¿Qué cosa especial tienen los santos?

Creen, y actúan conforme a sus creencias, y creen, con una convicción absoluta, cosas que la mayor parte de nosotros no cree sino vagamente. No creen que este mundo sea una ilusión o un sueño, puesto que no lo es, pero saben que carece enteramente de sentido si está apartado de Dios, su Creador. Lejos de Dios, o no haremos absolutamente nada o seremos criminales. ¿Podríamos respirar sin aire? ¿Podríamos esperar llenos de confianza si no sabemos a dónde hemos de llegar, o que el término es la nada? No. Para el santo, Dios es nuestro origen, nuestro fin, y el medio en que vivimos.

San José Sánchez del Río

Pero el santo vive en una elevación, en una intensidad y perseverancia que nacen de algo más: los santos saben que viven en Cristo, que en ellos vive Cristo (cf. Gal 2,20). Ese don gratuito, que se llama gracia, se infunde en todo su ser y hace que obren en todo sobrenaturalizados. De ahí que casi instintivamente buscan ser semejantes a Cristo y tienden a desembarazarse de todo lo que pueda perturbar esa semejanza. No existe para un santo cosa alguna que lo mueva a trabajar para su fama, su riqueza, su confort. A no ser que quiera engañarse a sí mismo, tratará en primer lugar de obtener un aniquilamiento total, la humillación de su persona, la mayor pobreza posible y, aún más, el sufrimiento. Porque aunque ningún cristiano rinda morbosamente culto al dolor como tal, sabe perfectamente que la vida de Cristo terminó y culminó en su Pasión y su terrible muerte, y se sentirá desgraciado sólo con ver que su vida se desarrolla tranquila y fácilmente. En una palabra, no son argumentos, sino puro amor a Jesucristo, lo que hace al santo desear el sufrimiento por Cristo y juntamente con Él. Entrará con Cristo en su agonía, sentirá quebrársele el corazón ante el gran pecado del mundo: ante la injusticia, la crueldad, la codicia y el orgullo; formas todas en que se expresa el culto de sí mismo.

De aquí las penitencias de los santos, de aquí sus misteriosas crucifixiones interiores. Ellos comprenden la vida, ven sus lados buenos, perciben el inmenso dolor humano, pero en medio de todo, como la causa de todo mal, perciben el pecado que corrompe las almas y hace peligrar su eternidad. Por eso, al ungir a los leprosos y curar sus llagas, sus cuidados no se detenían allí sólo, sino que llegaban hasta el alma con sus miserias y pecados.

Los santos son, pues, totalmente humanos, pero comienzan con lo primero: Dios; Dios revelado en Jesucristo. Ellos se mueven al único fin del hombre, Dios; Dios alcanzado a través de Cristo y por su mediación. Cristo es su Luz, de modo que no se engañan; Cristo es su Camino, sin el cual se detendrían en la ociosidad; Cristo es su Alimento que, de no tenerlo, desmayarían en tan larga jornada; Cristo es su Vida, aún ahora, de modo que por Él se convierten en los buenos pastores de las almas; Cristo es su Vida venidera, de modo que, viviendo en Él, siguen obrando activamente entre los mortales.
¡Quiera Dios enviar santos a nuestra Patria y a nuestro siglo! Quiera Cristo obrar tan vivamente que el germen de santidad, que existe en todos los hombres, llegue hasta donde puede realmente llegar, y nuestras vidas se enriquezcan, se cristianicen, y cristianicen a otros muchos elevándolos al plano de lo divino.

¡Señor, dame almas!, suplica el santo. ¡Señor, danos santos!, debiera ser la oración de nuestro pobre mundo confundido y atormentado.

L a b ú s q u e d a d e D i o s, pp. 217-218
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La Eucaristía es el tesoro más valioso que la Iglesia ha heredado de Cristo

Solemnidad del “Corpus Christi”,
14 de junio, 2001

San Juan Pablo II

1. “Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum”: “Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos” (Secuencia). Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos. La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el “santísimo Sacramento”, memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel “jueves” que todos llamamos “santo”, en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. “Lauda, Sion, Salvatorem!” (Secuencia). La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don “supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él” (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. “Tantum ergo sacramentum veneremur cernui”: “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”. En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20). En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está “con nosotros”, que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. “Ecce panis angelorum…, vere panis filiorum”: “He aquí el pan de los ángeles…, verdadero pan de los hijos”. Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron “las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años”. Es preciso seguir nuestro camino “recomenzando” desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna. Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.

5. “Comieron todos hasta saciarse” (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación. Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio. Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad. Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal. Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, “aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos”. Amén.

(©L’Osservatore Romano – 22 de junio de 2001)

Deberes de los padres hacia sus hijos

Fragmentos de un sermón del

santo Cura de Ars

 

Creyó el y creyó toda su casa.
        (S. Juan, IV, 53.)

 ¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia sin trabajar también en la de sus hijos? En vano los padres y madres emplearan sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido. ¿Dudáis de ello? Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas. ¿Quiere el Espíritu Santo hacernos el elogio de Abraham y de Sara?, pues tampoco se olvida de hablarnos de la inocencia de Isaac y de su fiel siervo Elezer (Gen., XXIV.). Y si pone ante nuestra consideración las raras virtudes de la madre de Samuel, pondera al mismo tiempo las bellas cualidades de este digno hijo (1Reg., I y II.). Cuando quiere ponernos de manifiesto la inocencia de Zacarias y Elisabet, en seguida nos habla de Juan Bautista, el santo precursor del Salvador (Luc., I.). Si el Señor quiere presentarnos a la madre de los Macabeos como una madre digna de sus hijos, nos manifiesta al mismo tiempo el ánimo y la generosidad de estos, quienes con tanta alegría dan su vida por el Señor (II Mach., VII.). Cuando San Pedro nos habla del centurión Cornelio como de un modelo de virtud, nos dice al mismo tiempo que su familia toda servía con él al Señor (Act., X, 2.). Cuando el Evangelio nos habla de aquel otro oficial que acudió a Jesucristo para pedirle la curación de su hijo, nos dice que, una vez alcanzada, no se dio punto de reposo hasta que toda su familia le acompañó en seguimiento del Señor (Ioan., IV, 33.). ¡Bellos ejemplos para los padres y madres! ¡Dios mío!, si los padres y madres de nuestros días tuviesen la suerte de ser santos. ¡Cuanto mayor número de hijos tendrían entrada en el cielo! ¡Cuántos hijos de menos para el infierno!

Pero, me diréis tal vez, ¿qué debemos hacer para cumplir nuestros deberes, pues son ellos tan grandes y temibles?

-Vedlos aquí instruir a los hijos, esto es, enseñarles a conocer a Dios y a cumplir sus deberes; corregirlos cristianamente, darles buen ejemplo, dirigirlos por el camino que conduce al cielo, siguiéndolo también vosotros mismos. ¡Ay!, mucho me temo que esta plática no sea para vosotros, como tantas otras, un nuevo motivo de condenación. El intento de mostraros la magnitud y extensión de vuestros deberes, es semejante al de querer bajar a un abismo sin fondo, o al de querer desentrañar una verdad que al hombre le es imposible conocer en todo su alcance. Para lograr este mi objeto, sería preciso haceros comprender lo que valen las almas de vuestros hijos, lo que Jesucristo sufrió para ganarles el cielo, la terrible cuenta que por su causa habréis de rendir un día a Dios Nuestro Señor, los bienes eternos que les hacéis perder, los tormentos que para la otra vida les preparáis. Si amaseis a vuestros hijos como los ama el demonio aunque debiese él estar tres mil años tentándolos, si al cabo de ese tiempo pudiese tenerlos por suyos, daría por muy bien empleados todos sus trabajos. Lloremos la pérdida de tantas almas, a las cuales sus padres están todos los días precipitando al infierno.

Digo que, desde el momento en que una madre queda encinta, debe orar especialmente, o dar alguna limosna; y si le es posible, será mejor aún hacer celebrar una Misa para implorar de la Santísima Virgen que la acoja bajo su protección, a fin de que alcance de su divino Hijo que aquel pobre niño no muera antes de recibir el Santo Bautismo. La madre que tenga verdaderos sentimientos religiosos, se dirá a si misma «¡Ay!, Si tuviese la dicha de ver a este pobre hijo mío convertido en un Santo, contemplarle a mi lado durante toda la eternidad, cantando alabanzas a Dios, ¡cuánta seria mi alegría!». +

No dejéis pasar más de veinticuatro horas sin bautizar a los hijos; si no lo hacéis, sin que razones serias para ello lo justifiquen, sois culpables. Al escoger el padrino y la madrina, buscad siempre a personas virtuosas en cuanto os sea posible; y la razón es ésta: cuantas oraciones y buenas obras practiquen los padrinos, en fuerza del parentesco espiritual alcanzarán para vuestros hijos gran copia de gracias celestiales. No nos quepa duda alguna de que en el día del Juicio veremos a muchos que deberán su salvación a las oraciones, buenos consejos y buenos ejemplos de sus padrinos y madrinas. Otra razón os obliga también a ello, y es que, si tenéis la desgracia de fallecer, ellos son los que han de ocupar vuestro lugar para vuestros hijos. Así, pues, si tuvieseis la desgracia de escoger padrinos sin religión, no harían otra cosa que encaminar a vuestros hijos hacia el infierno.

Padres y madres, jamás debéis dejar que vuestros hijos pierdan el fruto del Bautismo; ¡cuán ciegos y crueles seríais! La Iglesia acaba de salvarlos mediante el Bautismo, y ¿vosotros, con vuestra negligencia, los restituiríais al demonio? ¡Pobres hijos!, en qué manos tuvisteis la desgracia de caer! Mas, al trotar de los padrinos, no debemos olvidar que, para responder de un niño, deben estar suficientemente instruidos en la religión, para el caso de que tengan que instruir al ahijado, por faltarle su padre y su madre. Además, es necesario que sean buenos cristianos, y hasta cristianos perfectos; pues deben servir de ejemplo a sus hijos espirituales. Así, no está bien que sirvan de padrinos los que no cumplen el precepto pascual, los que contrajeron un mal hábito y no quieren dejarlo…

Siendo yo vuestro padre espiritual, voy a daros ahora un consejo: Cuando veáis que vuestros padres faltan a Misa o a las funciones, trabajan en domingo, comen carne los días prohibidos, dejan de frecuentar los sacramentos, no procuran instruirse en la religión; haced vosotros todo lo contrario, para que vuestros buenos ejemplos los salven a ellos, lo cual sería para vosotros una gran victoria.

La Eucaristía resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación

Homilía, Misa de clausura del XVII Congreso Eucarístico Internacional, domingo 25 de junio del 2000

San Juan Pablo II

1. «Tomad, esto es mi cuerpo (…); esta es mi sangre» (Mc14, 22-23). Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular intensidad, como una renovada consigna: «¡Tomad!».

Cristo nos confía su Cuerpo entregado a su Sangre derramada. Nos los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero ¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían?

Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en la sinagoga de Cafarnaúm:«Yo soy el pan de vida,(…) El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 48.51). La promesa se cumplía en víspera de la pasión, en la que Cristo se entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.

2. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (Mc 14,24). En el Cenáculo Jesús habla de alianza. Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de Egipto (cf. Ex 19-24). Tienen muy presentes en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra.

No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el «libro de la alianza», lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 24, 7). Así, se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24,8).

Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente muy poco. Deberá bajar el Espíritu santo a abrirles la mente. Sólo entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús. Comprenderán y se alegrarán.

Se percibe claramente un eco de esa alegría en las palabras de la carta a los Hebreos que acabamos de proclamar:«Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo!» (Hb 9,13-14). Y el autor de la carta concluye: «Por eso Cristo es mediador de una nueva alianza; para que (…) los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 15).

3.- «Este es el cáliz de mi sangre». La tarde del Jueves Santo, los Apóstoles les llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando, terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.

En el evangelio de San Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel»(Lc 24, 21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara síntesis del misterio:«Cristo(…) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 11-12)

4. Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de Cristo, volvemos a hacer «en conmemoración suya» cuanto él realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.

«Tomad, esto es mi cuerpo(….) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22, 24). Desde esta plaza queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este anuncio extraordinario; el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no sometida a la muerte.

Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor; bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrifico único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La Eucaristía es realmente «el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación» (cf.santo Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap.1)

En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico queremos volver espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.

5. Dentro de poco concluirá nuestra asamblea litúrgica, enriquecida con la presencia de fieles procedentes de todo el mundo, y que es más sugestiva aún gracias a este extraordinario adorno floral. A todos os saludo con afecto y os doy las gracias de corazón.

Salgamos de este encuentro fortalecidos en nuestro compromiso apostólico y misionero. Qué la participación en la Eucaristía os lleve a ser pacientes en la prueba a vosotros, enfermos, fieles en el amor a vosotros, esposos; perseverantes en los santos propósitos a vosotros, consagrados; fuertes y generosos a vosotros, queridos niños de primera comunión, y, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes, que os disponéis a asumir personalmente la responsabilidad del futuro. Desde esta Statio orbis mis pensamiento va ahora a la solemne celebración eucarística con la que se concluirá la Jornada mundial de la juventud. A vosotros, jóvenes de Roma, de Italia y del mundo, os digo: preparaos esmeradamente para ese encuentro internacional de la juventud, en el que se os llamará a confrontaros con los desafíos del nuevo milenio.

6. Y Tú, Cristo, nuestro Señor, que «con este sacramento alimentas y santificas a tus fieles, para que una misma fe ilumine y un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo» (Prefacio II de la Santísima Eucaristía), haz que tu Iglesia, que celebra el misterio de tu presencia salvadora, sea cada vez más firme y compacta.

Infunde tu Espíritu en cuantos se acercan a la sagrada mesa, y dales mayor audacia para testimoniar el mandamiento de tu amor, a fin de que el mundo crea en ti, que un día dijiste: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,51)

Tú, Señor Jesucristo, Hijo de la Virgen María, eres el único Salvador del hombre, «ayer, hoy y siempre».

La corrección fraterna

Un acto de caridad

Si tu hermano llega a pecar,

vete y repréndele, a solas tú con él.

Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.

Mt 18,15

 P. Jason Jorquera Meneses.

 

Cuando hablamos de corrección fraterna, estamos hablamos de una enseñanza-obligación puramente de caridad. Corregir al hermano que ha errado o incluso pecado, es parte de la “preocupación de la caridad” que a diferencia del egoísmo quiere el bien también para los demás, y esto nos ayuda a comprender que por qué hay personas que no corrigen cuando corresponde y de la manera que corresponde: porque no tienen verdadera -o al menos es muy poca- preocupación por el prójimo; y las consecuencias las podemos ver a diario especialmente en los hijos abandonados al capricho por la falta de verdadero interés en que sean virtuosos. Ahora bien, en la vida religiosa, la corrección caritativa ocupa un puesto fundamental en la ayuda mutua para adquirir las virtudes.

Nuestro Señor Jesucristo anuncia explícitamente el gran deseo de Dios en el Evangelio, es decir, aquella amorosa determinación que movió a la santísima Trinidad a venir en busca del hombre atrapado por el pecado ofreciéndole nuevamente la posibilidad del paraíso, cuando dijo: no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda ni uno solo de estos pequeños (Mt 18,14). Y a nosotros en cuanto sus discípulos, y en particular los consagrados, tenemos la obligación de amor de tomar parte en esta noble empresa, en este caso por medio de la corrección fraterna, que no busca otra cosa que sacar del error al que anda extraviado para que así pueda llegar al conocimiento de la verdad, porque la verdad es lo que hace libres, libres del pecado y capaces de caminar por los senderos de la luz de Dios; y nuestro Salvador nos lo presenta con total claridad: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano (Mt 18, 15-17).

     Dice San Agustín: El Señor nos advierte que (…) debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de [enmendar]; si no lo hacéis así, os hacéis peores que el que peca[1]. Porque el que peca deberá rendir cuantas a Dios de su pecado, pero el que se da cuenta de que un hermano está en el error y teniendo obligación de corregirlo prefiere callar, acarrea consigo la culpa de la falta de caridad con el prójimo buscando enseñarle la verdad y además la incertidumbre de que tal vez se hubiese retractado de su pecado si algún alma caritativa le hubiese corregido a tiempo y como corresponde.

Enseña el catecismo que “las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales”[2] y dice santo Tomás de Aquino que “las obras de misericordia son la prueba de la verdadera santidad[3]; y San Francisco de Asís escribía a sus religiosos: ayuden espiritualmente, como mejor puedan al que pecó, porque no son los sanos quienes necesitan de médico, sino los enfermos

¿Qué es la corrección fraterna?

Es la advertencia (con la palabra, con un gesto, etc.) hecha al prójimo culpable (especialmente si lo es por ignorancia o negligencia) por pura caridad, de hermano a hermano, para apartarle del pecado (o del error), sea sacándolo de él o evitando que lo cometa.

La corrección fraterna implica humildad para recibirla, y excluye la humillación por parte de quien la realiza. Es corrección caritativa, no condenatoria.

          Tanto por derecho natural como por derecho divino hay obligación grave de practicar la corrección fraterna.

          (a) Por derecho natural: porque si tenemos obligación de ayudar al prójimo en las necesidades corporales, con mayor motivo las tendremos en sus necesidades espirituales, ya que es la salvación del alma la que debemos procurar ante todo, y más importante aún que ayudar a aliviar el mal del cuerpo es contribuir a enderezar un alma que va por el camino torcido.

          (b) Por derecho divino: También la Sagrada Escritura nos menciona esta obligación. Ya el Antiguo Testamento encarece la obligación de corregir al prójimo que se aparta de la virtud: Corrige al amigo… Corrige al prójimo, antes de usar amenazas (Ecclo 19,13.17); El varón cuerdo y bien enseñado no murmura, cuando es corregido (Ecclo 10,28; cf. Prov 9,8). El mismo Jesucristo nos instruye acerca de la corrección fraterna: Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas (Mt 18,15). Y san Pablo indica lo mismo: Reprende a los que pequen, en presencia de todos, a fin de que los demás sientan temor” (1Tim 5,20; cf. 2Tim 4,2).

Sujeto y condiciones de la corrección caritativa

Concretamente, se exige sólo a las personas que por su estado u oficio, están directamente encargadas de la formación de los demás: padres, educadores, maestros, autoridades. Para el resto de las personas, la obligación de ejercitar la corrección fraterna viene determinada por las siguientes condiciones:

1) Tener la seguridad moral de que el prójimo ha caído en un pecado, o bien que está en ocasión próxima de pecar.

2) Considerar que la corrección fraterna tiene una cierta posibilidad de ser eficaz; esta condición ha de entenderse en sentido amplio; o sea, que se dé aunque la eficacia no vaya a ser inmediata. Este requisito obliga, además, al que ha de hacer la corrección fraterna a poner los medios más adecuados para lograr la eficacia: p. ej., esperar el mejor momento para hacerla, prepararla con la oración y la mortificación, etc.

3) Que la corrección fraterna sea necesaria para que el prójimo se aparte del pecado, y que el pecador no pueda salir de su estado si alguien no le corrige.

4) Que la corrección fraterna sea moralmente posible, y no comporte una grave molestia para quien tiene que ejercitarla (S. Tomás, Sum. Th. 22 q33).

          La santidad no es egoísta, sino que busca siempre el beneficio de todos. Por lo tanto quien dice amar a Dios tiene la obligación de amar también a los demás sacándolos del error cuando éste amenaza la salvación del alma… por es una “obligación de amor”.

Para que la corrección sea verdadera debe ser:

  – Caritativa, buscando sólo el bien del corregido y extremando la dulzura y suavidad de la forma: “Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre[8]; y además porque nosotros mismo no estamos exentos de ser corregidos. Quien esté dominado por la ira, el desprecio o el egoísmo no está capacitado para corregir, sino que por el contrario debe antes corregirse él para poder ayudar a prójimo de manera eficaz. Es corrección de hermano a hermano, no de verdugo a culpable.

Paciente, aunque no se obtengan enseguida resultados positivos, hay que volver una y otra vez, hasta que suene la hora de Dios, como la gota de agua que lenta y perseverante horada la piedra; a veces incluso habrá que dejar de insistir, y tantas otras habrá que corregir una sola vez y dejar el resto en las manos de Dios, no sea que nuestra insistencia termine alejando al hermano de lo correcto por una imprudente reiteración.

Humilde, considerando siempre cómo lo haría Cristo en mi lugar, sin presunción ni altanería; el que corrige no lo hace poniéndose un manto de superioridad o arrogancia, sino de mansedumbre y comprensión: no viene a condenar sino a mover al hermano hacia la virtud.

Prudente, es decir, elegir el momento y la ocasión, difiriéndolo si el culpable está turbado o delante de otros, encomendándolo a otro si lo haría mejor, evitando en lo posible humillarlo; en definitiva, cuando todo el escenario está caritativamente preparado.

Discreta, no corregir todos los defectos, ni hacerla a cada momento y a propósito de todo: se quiere “conquistar para Dios” y no hostigar en detrimento de la salud espiritual. No hay que ser inquisidores de la vida ajena, evitando el celo indiscreto, porque no somos “la conciencia del prójimo” sino en hermano que quiere ayudar en un momento y ante una ocasión determinada y punto; de tal manera que, en lo posible, el corregido quiera ser ayudado nuevamente por mí.

Ordenada, “salvar la fama”, en lo posible siguiendo el orden del Evangelio: primero, en privado; luego, ante uno o dos testigos; y finalmente, ante la autoridad correspondiente. Si se duda de su efectividad, o el pecado afecta al bien común, puede y debe invertirse este orden.

Finalidad: acercar al hermano a la santidad

La corrección fraterna es una obra de misericordia espiritual que tiene sus fundamentos, como hemos dicho, en el amor de Cristo por las almas. Quien corrige busca la enmienda de algún hermano con la única finalidad de que se haga mejor, más santo, más grato a los ojos de Dios.

Hay que decir que quien realiza la corrección fraterna no debe olvidar nunca que él mismo no está exento de ser corregido pues todos tenemos flaquezas, debilidades, defectos, etc., y al corregir, lo que se pretende es ayudar a los demás a realizar este mismo trabajo de santificación. En otras palabras, la corrección fraterna es una especie de ayuda fraternal para el trabajo de educación de nuestros afectos y defectos, en miras a la consecución de la virtud. Lo que se busca es la enmienda, no la manifestación de la falta… por eso se la llama “fraterna”, porque ha de estar impregnada del amor de Cristo.

[1] San Agustín, sermones, 82,1,4

[2] Catecismo 2447

[3] Santo Tomás de Aquino, en Catena Aurea, vol. II, p. 15

[8] Ga 6, 1

La Eucaristía: memorial de las maravillas de Dios

Catequesis sobre la Eucaristía

S.S. Juan Pablo II  

1. Entre los múltiples aspectos de la Eucaristía destaca el de “memorial”, que guarda relación con un tema bíblico de gran importancia. Por ejemplo, en el libro del Éxodo leemos: “Dios se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Ex 2, 24). En cambio, en el Deuteronomio se dice: “Acuérdate del Señor, tu Dios” (Dt 8, 18). “Acuérdate bien de lo que el Señor, tu Dios, hizo…” (Dt 7, 18). En la Biblia el recuerdo de Dios y el recuerdo del hombre se entrecruzan y constituyen un componente fundamental de la vida del pueblo de Dios. Sin embargo, no se trata de la simple conmemoración de un pasado ya concluido, sino de un zikkarón, es decir, un “memorial”. Esto “no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1363). El memorial hace referencia a un vínculo de alianza que nunca desaparece: “El Señor se acuerda de nosotros y nos bendice” (Sal 115, 12).
Así pues, la fe bíblica implica el recuerdo eficaz de las obras maravillosas de salvación. Esas obras se profesan en el “Gran Hallel”, el Salmo 136, que, después de proclamar la creación y la salvación ofrecida a Israel en el Éxodo, concluye: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterna su misericordia. (…) Nos libró (…), dio alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia” (Sal 136, 23-25). En el evangelio encontramos palabras semejantes en labios de María y de Zacarías: “Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia (…). Se acordó de su santa alianza” (Lc 1, 54. 72).
2. En el Antiguo Testamento el “memorial” por excelencia de las obras de Dios en la historia era la liturgia pascual del Éxodo: cada vez que el pueblo de Israel celebraba la Pascua, Dios le ofrecía de modo eficaz el don de la libertad y de la salvación. Así pues, en el rito pascual se entrecruzaban los dos recuerdos, el divino y el humano, es decir, la gracia salvífica y la fe agradecida: “Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor (…). Y esto te servirá como señal en tu mano, y como recordatorio ante tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto” (Ex 12, 14; 13, 9). En virtud de este acontecimiento, como afirmaba un filósofo judío, Israel será siempre “una comunidad basada en el recuerdo” (M. Buber).
3. El entrelazamiento del recuerdo de Dios con el del hombre también está en el centro de la Eucaristía, que es el “memorial” por excelencia de la Pascua cristiana. En efecto, la “anámnesis”, o sea, el acto de recordar es el corazón de la celebración: el sacrificio de Cristo, acontecimiento único, realizado …fÆpaj, es decir, “de una vez para siempre” (Hb 7, 27; 9, 12. 26; 10, 12), difunde su presencia salvífica en el tiempo y en el espacio de la historia humana. Eso se expresa en el imperativo final que san Lucas y san Pablo refieren en la narración de la última Cena: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío (…). Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío” (1 Co 11, 24-25, cf. Lc 22, 19). El pasado del “cuerpo entregado por nosotros” en la cruz se presenta vivo en el hoy y, como declara san Pablo, se abre al futuro de la redención final: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga” (1 Co 11, 26). Por consiguiente, la Eucaristía es memorial de la muerte de Cristo, pero también es presencia de su sacrificio y anticipación de su venida gloriosa. Es el sacramento de la continua cercanía salvadora del Señor resucitado en la historia. Así se comprende la exhortación de san Pablo a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos” (2 Tm 2, 8). Este recuerdo vive y actúa de modo especial en la Eucaristía.
4. El evangelista san Juan nos explica el sentido profundo del “recuerdo” de las palabras y de los acontecimientos de Cristo. Frente al gesto de Jesús que expulsa del templo a los mercaderes y anuncia que será destruido y reconstruido en tres días, anota: “Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 22). Esta memoria que engendra y alimenta la fe es obra del Espíritu Santo, “que el Padre mandará en nombre” de Cristo: “él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Por consiguiente, hay un recuerdo eficaz: el interior, que lleva a la comprensión de la palabra de Dios, y el sacramental, que se realiza en la Eucaristía. Son las dos realidades de salvación que san Lucas unió en el espléndido relato de los discípulos de Emaús, marcado por la explicación de las Escrituras y por el “partir del pan” (cf. Lc 24, 13-35).
5. “Recordar” es, por tanto, “volver a llevar al corazón” en la memoria y en el afecto, pero es también celebrar una presencia. “Sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí que la Iglesia vigile su celebración; ya que si la divina eficacia de esta vigilancia continua y dulcísima no la fomentara; si no sintiera la fuerza penetrante de la mirada del Esposo fija sobre ella, fácilmente la misma Iglesia se haría olvidadiza, insensible, infiel” (carta apostólica Patres Ecclesiae, III: Enchiridion Vaticanum 7, 33; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 15). Esta exhortación a la vigilancia hace que nuestras liturgias eucarísticas estén abiertas a la venida plena del Señor, a la aparición de la Jerusalén celestial. En la Eucaristía el cristiano alimenta la esperanza del encuentro definitivo con su Señor.

Audiencia General, 4 de octubre, 2000

El hombre: imagen de Dios

Catecismo de la Iglesia Católica 355-361

EL HOMBRE

“Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gn 1,27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: “está hecho a imagen de Dios” (I); en su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material (II); es creado “hombre y mujer” (III); Dios lo estableció en la amistad con él (IV).

“A imagen de Dios”

De todas las criaturas visibles sólo el hombre es “capaz de conocer y amar a su Creador” (GS 12,3); es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad:

«¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella; por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Santa Catalina de Siena, Il dialogo della Divina providenza, 13).

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

Dios creó todo para el hombre (cf. GS 12,1; 24,3; 39,1), pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación:

«¿Cuál es, pues, el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta él y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo, Sermones in Genesim, 2,1: PG 54, 587D – 588A).

“Realmente, el el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):

«San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo […] El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir […] El segundo Adán es aquel que, cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, el primero, como él mismo afirma: “Yo soy el primero y yo soy el último”». (San Pedro Crisólogo, Sermones, 117: PL 52, 520B).

Debido a la comunidad de origen, el género humano forma una unidad. Porque Dios “creó […] de un solo principio, todo el linaje humano” (Hch 17,26; cf. Tb 8,6):

«Maravillosa visión que nos hace contemplar el género humano en la unidad de su origen en Dios […]; en la unidad de su naturaleza, compuesta de igual modo en todos de un cuerpo material y de un alma espiritual; en la unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo; en la unidad de su morada: la tierra, cuyos bienes todos los hombres, por derecho natural, pueden usar para sostener y desarrollar la vida; en la unidad de su fin sobrenatural: Dios mismo a quien todos deben tender; en la unidad de los medios para alcanzar este fin; […] en la unidad de su Redención realizada para todos por Cristo (Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 3; cf. Concilio Vaticano II, Nostra aetate, 1).

“Esta ley de solidaridad humana y de caridad (ibíd.), sin excluir la rica variedad de las personas, las culturas y los pueblos, nos asegura que todos los hombres son verdaderamente hermanos.