Archivos de categoría: Virgen María

María, ejemplo de caridad

Un texto para meditar


De la Encíclica “Deus cáritas est”, 25-XII-05

 Entre los santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra comprometida en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció «unos tres meses» (Lc 1,56) para atenderla durante la fase final del embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», -«proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46)-, dice con ocasión de esta visita, y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios y no a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1,38.48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1,45).

El Magníficat -un retrato de su alma, por decirlo así- está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama.

Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y la hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14).

La vida de los santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo -a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27)- se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y sufrimientos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón.

Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está impregnado totalmente de él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse él mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor, dónde tiene su origen y de dónde le viene su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor:

Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
seamos capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.

L’Osservatore Romano,

edición semanal en lengua española, del 27-I-06

La maternidad de María respecto de la Iglesia

Catecismo de la Iglesia Católica

Nº 964-970

Totalmente unida a su Hijo…

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:

«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).

Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

… también en su Asunción …

“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

… ella es nuestra Madre en el orden de la gracia

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [typus] de la Iglesia (LG 63).

Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).

“Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).

“La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres […] brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG 60). “Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (LG 62).

Nueva imagen de María Santísima en Séforis

Nueva ermita en Séforis

 

Queridos amigos:

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Con gran alegría, luego de haber preparado un jardín con una cruz de 3 metros de alto en nuestro monasterio, queremos compartirles la construcción e inauguración de una ermita dedicada a la santísima Virgen María, quien cuando niña vivió, jugó y se santificó en este santo lugar que fue la casa de su mamá, santa Ana.
Como en todas las cosas que nos acontecen, la mano de la Divina Providencia siempre presente y atenta a nuestras necesidades, se valió de un amigo del monasterio: Daniel, primer feligrés de este sencillo lugar, quien nos hizo llegar la imagen de la santísima Virgen (donada a su vez a para alguna casa religiosa en Tierra Santa), quien quiso contribuir pagando todo lo necesario para la construcción de la ermita; y así fue que con gran esfuerzo y dedicación, hicimos las veces de constructores, y con ayuda de varias personas: un voluntario, un par de benefactores, muchas oraciones y finalmente nuestra improvisada mano de obra, pudimos finalmente inaugurar y bendecir el pasado 28 de enero la imagen de nuestra Señora durante la santa Misa, pare ser posteriormente colocada en el lugar a ella destinada por manos del mismo Daniel, quien feliz la llevaba en sus brazos durante la solemne procesión, para quedarse al centro del jardín, y a quien le encomendamos nuestra misión y a los peregrinos que vengan a visitar este santo lugar, ubicado en las afueras de un Moshav hebreo y en consecuencia desconocido para muchos cristianos de Nazaret, quienes poco a poco han ido tomando conocimiento de su existencia y van apareciendo de vez en cuando para rezar, pedir alguna confesión o participar de la santa Misa aquí, en la casa de santa Ana.

Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos también por las intenciones de los peregrinos y nuestra santificación.

Con nuestra Bendición, en Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

P. Enrique González
P. Jason Jorquera M.
P. Néstor Andrada

Comenzando los preparativos…

 

Base terminada

 

Vamos por la ermita!!

 

Definiendo algunos detalles

La puerta de vidrio

 

La santa Misa de bendición de la imagen

Amigos del monasterio

 

Llevando a la Virgen a su ermita

 

Bendición del lugar y entronización

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio