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Nube fecunda que destila bienes

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La nube es otra figura de la Santísima Virgen. Pero no una nube cualquiera sino una nube fecunda.

Por el cielo vemos pasar distintas variedades de nubes: las hay muy pequeñas, que nunca crecen sino, por el contrario, se desarman y son estériles. Hay otras que vienen cargadas y aparecen terribles, negras y ruidosas, rodeadas de rayos y que precipitan en granizo y no son beneficiosas sino perjudiciales. Las hay, finalmente, cargadas, inmensas y que precipitan en lluvias fecundas, en bienes para la tierra sedienta.

No hay cosa mejor para la tierra que la lluvia. Ella hace crecer la semilla y hace dar fruto. Sin la lluvia la tierra se vuelve estéril y se manifiesta muerta.

La palabra de Dios es como la lluvia que siempre produce frutos. Dios la envía a la tierra con ese fin y nunca vuelve a Dios vacía, sino que lleva frutos.

La palabra de Dios, el Verbo de Dios, ha sido derramada sobre la tierra, ha sido dada a los hombres por medio de María. Ella es la nube fecunda que ha destilado el mejor bien para los hombres que es Jesucristo. Y por este bien nos vienen todos los bienes.

Jesús con su redención nos ha dado el Cielo, nos ha dado a Dios mismo, el mejor de los bienes.

Dice Santa Teresa hablando de la oración que cuando está en su cumbre es como la lluvia que Dios envía. Sin fatiga nuestra empapa nuestra vida interior y la hace producir muchos frutos. Esto se puede aplicar a la vida espiritual. Cuando Dios obra en el alma, cuando Dios fecunda el alma, cuando Dios viene y habita en el alma, nuestra alma se vuelve terreno bueno, campo que da el ciento por uno.

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma. Sin fatigas de nuestra parte, ella, cuando nos entregamos en sus brazos, nos da a Jesús y con Él todos los bienes.

Como el panal destila miel y la flor néctar así la Santísima Virgen destila bienes a los hombres.

Todas las gracias nos vienen por María. Así lo ha querido Dios. Ella nos trajo al Autor de la gracia y con Él todas las gracias.

María es mediadora de todas las gracias. Es la que distribuye las gracias conseguidas por Jesús. Una por una ella las distribuye entre los hombres.

La nube es impulsada por el viento y precipita allí donde el viento la lleva. El viento es el Espíritu Santo y la nube es María. Esta nube fue movida por el Espíritu Santo para dar una respuesta acertada a la embajada del ángel. Por su sí el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y ella concibió al Verbo Encarnado. Por obra del Espíritu Santo la Virgen comenzó a ser Madre y de nube infecunda se convirtió en nube colmada de bienes.

Esta Nube fecunda se deja arrastrar también ahora por el viento del Divino Espíritu y derrama sobre cada hombre los bienes que Dios tiene dispuesto derramar por ella.

María no se mueve sino por el impulso de su Divino Esposo. De María debemos aprender la fidelidad al Espíritu Santo porque Él nos llevará por el camino de la santidad y nos hará también a nosotros nubes fecundas que den muchos frutos.

Y es notable que, aunque la nube puede precipitar en distintos lugares, según se den las condiciones atmosféricas, por lo general precipita en zonas determinadas y así se forman zonas fértiles y aptas para el cultivo, zonas donde es la lluvia la fuente única de riego, zonas donde la tierra se vuelve fértil y fecunda.

María va formando a los predestinados, a los que ella quiere formar o mejor dicho moldear siguiendo en esto la voluntad de Dios, pero de parte de los hombres esta nube generosa requiere una disposición: la total apertura para ser regada, para que ella derrame una lluvia copiosa de bienes en ellos. No puede derramar su lluvia sobre aquellos que no la desean o que rechazan la fecundidad de esta nube o niegan su grandeza y riqueza. Sólo la tierra sedienta de Dios y de la lluvia es apta para ser regada por el agua de esta nube. La tierra de estas zonas espera pacientemente la lluvia para hacer crecer la semilla y llevar frutos y la nube se derrama con profusión, en la medida del anhelo de la tierra.

Y después de la lluvia, ¡qué hermoso se vuelve el lugar! ¡qué nítido! ¡qué transparente! Desaparece todo el polvo en suspensión, se precipitan las partículas espurias del aire y todo se vuelve claro y luminoso. Además, se siente un perfume en el aire, perfume a tierra mojada. La naturaleza expande sus aromas y hace agradable el paraje.

Así ocurre con las almas fecundadas por María. Se vuelven claras y limpias, transparentes, puras, graciosas, cristalinas y esparcen el buen olor de Cristo, el olor del alma llena de Dios, del alma colmada de esperanza, del alma que promete abundantes frutos.

 

Vista agradable que nos consuela

Sobre la belleza de María santísima

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? “Se dicen bellas las cosas que vistas agradan, de donde lo bello consiste en la debida proporción porque el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas”[1].

La belleza agrada, complace, pero, además, purifica. Purifica por el mismo hecho que agrada. Al agradar y complacer nos atrae y permite que abandonemos cosas que también nos agradan pero que son de menos valor.

La belleza es propia de Dios. Dios es bello en sí mismo y todas sus obras son bellas. Dios creó y vio que todo lo que había hecho era muy bueno, era muy bello.

Dios ha creado todo el mundo natural bello y crea el mundo sobrenatural también con belleza. ¡Qué armonía y que perfección en los ángeles y en los bienaventurados! Ellos han llegado a la perfección de Dios y por eso son lumbreras bellísimas que nos alumbran y nos muestran el camino para llegar a la Verdadera Belleza.

La belleza se opone a las cosas feas no sólo en lo corporal, sino y principalmente, en lo espiritual. Todas las malas pasiones son curadas por la belleza. Las malas pasiones tienden a lo que parece bello pero que en realidad es deforme.

Cuando alguien está atormentado por cosas feas, en especial por vicios carnales, le decimos que recurra a María y lo hacemos porque ella tiene un gran poder sobre el enemigo, pero también, porque mirando este portento de belleza superaremos la fealdad del pecado. Mirar la belleza de María nos hace sobreponernos a todo lo feo y deforme que hay en nosotros, y nos motiva a buscar su belleza y perfección. La presencia de María nos consuela de las congojas causadas por nuestras fealdades.

Nuestras fealdades espirituales nos esclavizan y nos entristecen. La vista de María nos libera y nos consuela.

La vista agradable de María se manifiesta al que se acerca con corazón sencillo porque el corazón sencillo penetra en este mundo interior de María. No ocurre así con las almas soberbias. Ellas rechazan la belleza de María porque no pueden penetrar su interior.

Y la belleza interior se manifiesta en el exterior. Así el trato con María es un trato colmado de belleza. Su mirada es bella porque es pura y simple y manifiesta la pureza de su alma. Sus palabras son tiernas y manifiestan un corazón en paz. Su obrar es sereno y armonioso, manifestación de un equilibrio sublime del espíritu.

El encuentro con María purifica nuestra alma. Es que, aunque hay cosas bellas en el mundo y personas llenas de Dios, también hay muchas deformidades entre los hombres, mucha fealdad. Y ¡cuánto nos agobia la fealdad que nos rodea! Fealdad del hombre que repercute en sus obras.

El hombre moderno ha perdido el sentido de la belleza porque ha roto la relación con el ser cambiando esa relación por una relación consigo mismo, con su subjetividad. Por eso las obras de sus manos son fruto de su subjetividad y difícilmente manifiestan lo real. Y lo real es participación de lo divino. Las cosas reflejan la belleza de Dios, la Belleza por excelencia. Al romper el hombre moderno su relación con el ser real rompe con la Belleza y fuera de ella todo es feo.

El hombre alejado de Dios, separado de Él, se queda sin belleza, se queda sumido en la fealdad y sus obras son feas.

La vista de María nos consuela de tanta fealdad y nos invita a recurrir a ella para curar nuestras fealdades y curarnos de la trampa de lo feo.

María significa “ser bella” y este nombre manifiesta con perfección lo que es María. María es bella en su interior y también en su porte externo. Muchas imágenes de María hay en el mundo, las cuales, han querido captar su belleza. Los artistas han percibido la belleza de María y la han querido plasmar, pero siempre han quedado cortos. La multitud de imágenes manifiestan la riqueza, la profundidad, de esta Virgen bellísima.

La bella María ha dado a luz “al más hermoso de los hijos de los hombres”. Ella ha dado su carne y sangre a Jesús y sólo ella. Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo y por eso la belleza de Jesús es reflejo de la de María. Su parecido físico debe haber sido muy grande ya que Jesús tomo su cuerpo de ella, cuerpo que formó el Divino Espíritu.

¡Madre, vista agradable que nos consuela, haz que amemos tu belleza y recurramos a ella cuando nos cerque la fealdad y aprendamos por tu vista a amar las cosas verdaderamente bellas!

 

Poco más que mediana de estatura;

como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negro y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro[2].

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1ª parte, cuestión 5, artículo 4. En adelante I, 5, 4

[2] Lope de Vega, http://www.mariologia.org/poemas/poesiaLopedevega15.htm. Última entrada 27-12-2023

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!

 

Refrigerio de las almas sedientas

P. Gustavo Pascual, IVE.

            El agua nos reconforta después de una larga travesía, nos refresca y calma nuestra sed. No hay nada mejor para un caminante, que ha caminado mucho, que el agua.

¡Muy necesario es el refrigerio para el alma agostada por el fuego de las pasiones! Cuando la pasión ha quemado nuestro corazón y cuando el corazón hecho fuego se ha vuelto un bosque encendido, es decir, cuando la pasión nos ha llevado al pecado y el pecado se ha vuelto vicio, el alma busca un refrigerio. Quiere salir de su estado, pero las llamas la envuelven nuevamente y otra vez se enciende. Hay bosques que arden por mucho tiempo como corazones apasionados que se queman en sus vicios y desean un alivio, un refrigerio y parece casi imposible la paz.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es refugio de pecadores. Ella alcanzará la gracia necesaria y moverá el corazón para que se vuelva definitivamente a Dios y deje de arder en ese fuego lacerante. Ella dará el refrigerio que tanto anhela aquella alma abrazada que vive como en un infierno. El alma quiere salir de su estado y no puede. Sale por momentos y vuelve a encenderse por sus malas pasiones. María, si recurrimos a ella sinceramente y con fe, nos sacará de ese estado de tormento. En definitiva, el alma tiene sed de Dios, quiere retener a Dios sin dejarlo partir, pero el amor desordenado a las criaturas no se lo permite.

Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: “Yo soy muro y mis pechos como una torre: Desde que me hallo en su presencia he encontrado la paz” (Ct 8, 10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: “Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas de tus pecados y ella mostrará (a Jesús) a favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de seguro escuchará a la Madre”. Vete a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio; y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto, la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida oración: “Señor, Dios de misericordia, fortalece nuestra fragilidad a fin de que, honrando la memoria de la Santa Madre de Dios, nos levantemos del abismo de nuestros pecados por su auxilio e intercesión”[1].

María puede refrescar a esta alma en este estado y ganarla definitivamente para Dios.

Hay, sin embargo, una sed mayor, no ya de las almas que buscan a Dios porque lo han perdido sino de las almas que tienen a Dios, pero tienen sed de poseerlo más plenamente, más permanentemente, más profundamente.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es la mujer mística, la que vive intensamente la unión con Dios. Ella es maestra de vida interior, la que ha recorrido el camino de la unión con Dios, pero de una forma extraordinaria. Fue concebida en unión con Dios. Fue llamada en un momento en que su gracia era plena, “llena de gracia”, y creció durante su vida en gracia, en unión con Dios.

Toda alma que quiera llenarse de Dios, que quiera apagar su sed de vida interior tiene que recurrir a María. Ella es camino expedito para llegar a Jesús. Ella trajo su Hijo a los hombres y ella lleva a los hombres hasta su Hijo. No hay mejor camino porque de haber mejor camino Cristo lo hubiese elegido.

Los oasis son raros en el desierto, de tal manera, que si el caminante del desierto no da con ellos muere de sed. Pero María no es difícil de hallar. Está siempre a nuestro lado porque es nuestra Madre y ¿qué buena madre no permanece siempre cercana al hijo? María, así como estuvo siempre al lado de Jesús está cercana a nosotros desde que Cristo traspasó su maternidad sobre nosotros.

No hace falta gritar ni buscar desesperadamente. María no es un espejismo que nos ilusiona y desaparece. María está realmente cerca de nosotros. Basta un susurro pidiendo su ayuda y ella recurrirá a ayudarnos. Ella es Madre de esperanza que se nos hace encontradiza con rapidez para que acabe nuestra espera y no nos asalte el mal de la desesperanza.

María viene en nuestra ayuda para que la sed no nos agoste, para que no nos debilite, porque la sed es una de las cosas que menos puede sufrir el hombre. Tanto la sed de Dios que tiene el hombre cuando no puede salir de su pecado como la sed que tiene el alma santa. La sed de Dios consume al hombre y María viene en su ayuda para que no muera en el camino y le da el agua en abundancia, de acuerdo a su necesidad. A los primeros el agua necesaria para salir de su pecado, que es una gracia actual, y a los santos el agua sin medida de acuerdo a su deseo y en la medida que Dios ha dispuesto para ellos. Ambas las da María en el tiempo oportuno. Ni antes ni después. No antes para que la sed crezca y se desee el refrigerio de su gracia. No después porque el alma desesperaría y Dios no permite la prueba más allá de la que cada uno pueda sobrellevar.

¡Cuántas veces María habrá llevado de la fuente de Nazaret agua a su esposo y a su Hijo sedientos por el trabajo del día! Así lo hará con nosotros cuando las fatigas de cada día nos agobien, cuando volvamos sedientos en busca de un refrigerio, cuando nuestras fuerzas desfallezcan.

¡María no nos abandones, acude en nuestra ayuda cuando tengamos sed de Dios para que nunca nos separemos de Él y crezca cada día más nuestra unión con Él hasta la saciedad de la vida eterna!

[1] San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María 2, 2

Místico pozo de aguas vivas

“Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas..”

P. Gustavo Pascual, IVE.

Las aguas vivas son las que brotan de un manantial y que nunca se agotan. Un pozo de aguas vivas es una gran riqueza, es un tesoro, sobre todo, en las tierras áridas. Alrededor de él brota la vida. Los pozos de agua viva se alimentan por ríos subterráneos que nacen en nevados o cordilleras de las que se filtran sus aguas y emergen en ellos, a veces, distantes muchos kilómetros de las fuentes de agua. Los pozos de aguas vivas son la bendición del desierto. Allí se forman los oasis tan necesarios para los viajantes de las tierras sin agua.

Jesús se encontró con una samaritana en un pozo de aguas vivas, el pozo que había hecho excavar Jacob en Sicar[1] y en el diálogo con ella, estando ella orgullosa por ser propietaria de aquel pozo, escuchó de Jesús algo admirable, que Él le podía dar aguas que calmen para siempre su sed y que su agua transforma a las personas en fuentes de aguas inagotables. Porque el que guarda la palabra de Cristo, su sabiduría, alcanzará la vida eterna y no morirá para siempre.

La Santísima Virgen es un místico pozo de aguas vivas. Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas, porque Cristo está lleno de gracia y de verdad[2] y por Él nos viene toda gracia y verdad[3]. Sin embargo, esta fuente de aguas vivas alimenta el pozo místico que es María Santísima, de tal manera, que no hay gracia de Jesús que no pase a través de Ella y llegue a nosotros.

María es pozo de aguas vivas por la profundidad de su vida interior. La samaritana le preguntó a Jesús, en aquella oportunidad, que cómo iba a sacar agua, porque no tenía cubo y el pozo era muy profundo. El pozo místico que es la Virgen María es un pozo profundo de vida interior, al cual, podemos llegar para extraer el agua viviendo vida interior porque sólo el que lleva vida interior puede conocer a María, puede descubrir que Ella es el pozo místico donde debemos recoger las gracias de Jesús.

Sobre todo es necesario para recoger el agua de este profundo pozo, la humildad, porque María es grande por su humildad. Dios hizo grandes cosas en María porque vio su humildad[4], y aquellos que quieran llegar a Ella para recoger el agua viva necesitan humildad. Si queremos sacar agua de este pozo tenemos que hacernos pequeños, como niños, y acogernos en los brazos de María.

Para ser profundo es necesaria la humildad. Para ser hombre interior es necesaria la humildad porque, como decía San Agustín, “cuanto más alto queramos construir nuestro edificio interior tanto más profundos tienen que ser los cimientos de la humildad”.

La profundidad de la vida interior de María, que es un ejemplo para nosotros, está en su abandono en Dios. María, por su humildad, dejó que Dios hiciese en Ella grandes obras. La colmó de gracias por encima de todos los ángeles y bienaventurados del Cielo.

En este místico pozo recogemos con abundancia las gracias para nuestra vida interior y cuanto más vacío este nuestro cubo por la humildad más gracias recogeremos. Recogeremos las gracias que Jesús quiera darnos y en la medida que lo tenga predeterminado según su plan eterno para con nosotros. De nuestra parte se requiere la humildad.

¿Y qué gracias recogemos en este místico pozo? Todas las gracias necesarias para nuestra santificación: nuestras necesidades espirituales pero también materiales en orden a la salvación, y principalmente colmamos en este pozo nuestra sed de Dios. Calmamos la sed que las cosas del mundo, de la tierra, no pueden calmar. Porque la sed es acuciante en muchos momentos de nuestra vida y nos hallamos cansados o en lugar desierto y nos es necesaria el agua viva. María nos da el agua viva y nos pone en contacto con la fuente de las aguas vivas. Su agua es la misma agua que brota de la fuente que es Jesús.

Contemplar este pozo de aguas vivas nos conduce a contemplar la fuente. Contemplar a María nos lleva a la contemplación de Jesús, porque no hay unión mayor que la que existe entre María y Jesús. Ella ha llevado a la cumbre la vida mística y es ejemplo acabado de la unión con Jesús.

La vida de María transcurría en una contemplación permanente de Jesús. Lo contempló durante su vida terrena como niño, como joven, como Maestro, pero luego de su muerte también tuvo una unión permanente con Jesús, a pesar, de su ausencia física. María no sólo guardaba en su corazón las cosas vividas con Jesús en los misterios de la infancia sino que guardaba a su Hijo y con Él estaba unida en todo momento. María no salía de sí como otros santos que cuando se unían a Dios entraban en éxtasis. Salían de sí para vivir en Dios. Ella vivía en Dios porque una es la unión transeúnte y otra es la unión permanente, una es la unión habitual y otra la actual. María vivía en acto la unión con Jesús.

Si queremos alcanzar la fuente de aguas vivas recurramos a María, místico pozo de aguas vivas. Entremos en ella y busquemos su vida interior. En esta vida encontraremos el camino seguro, fácil, rápido y perfecto para llegar a Jesús.

¡Madre, a vos acudimos en busca del agua viva! ¡Agua que deseamos tener! ¡Agua que nos hará fuente de aguas vivas que brote hasta la vida eterna!

 

[1] Jn 4, 5 ss.

[2] Jn 1, 14

[3] Jn 1, 17

[4] Cf. Lc 1, 48

Rodeada de mil broqueles y escudos

Rodeada de mil broqueles y escudos

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Sagrada Escritura, en el Cantar de los Cantares, nos trae un mensaje que se acomoda perfectamente a este título mariano: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes”[1]. En verdad María está adornada de mil escudos. Escudos que son sus títulos que la elevan sobremanera respecto de toda la creación. Títulos que la hacen predilecta Hija de Sión, la elegida por Dios para su obra redentora.

Adorna esta preciosa torre el título sempiterno de su predestinación.

Desde toda la eternidad, Dios escogió, para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret, en Galilea, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 26-27).

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61)[2].

            Elegida por Dios desde toda la eternidad, modelo excelso en la mente divina que se concretó en la plenitud de los tiempos. Elegida para ser Madre del Emmanuel, Dios con nosotros[3]. Hija predilecta de Dios Padre, obra de arte bellísima de Dios Espíritu Santo. La primera entre los predestinados.

También su maternidad divina. Título sublime. Título sobre todos los títulos. Título al que siguen consecuentemente todos los demás.

Maternidad física que se concretó en la respuesta al arcángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”[4]. Respuesta que hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus purísimas entrañas, convirtiendo aquel seno maternal en sagrario divino por nueve meses. Madre que dio a luz al Mesías en el portal de Belén. Madre que dio su carne y su sangre a Jesucristo. Madre de Dios por toda la eternidad.

Maternidad espiritual que fue solemnemente proclamada al pie de la cruz de Jesús y aceptada por ella en la persona de san Juan. Maternidad que contenía a toda la humanidad. Maternidad que, comenzando cuando concibió la Cabeza -esto es Jesús-, se completaba al dar a luz a todos los hombres, miembros del Cuerpo Místico, entre dolores inenarrables al pie de la cruz. Maternidad que ejerce individualmente en el bautismo de cada cristiano. Maternidad solícita que durará para siempre.

Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63)[5].

Otro título que honra a María es el de su Concepción Inmaculada, privilegio exclusivo que Dios le concedió porque iba a ser su propia Madre.

Dios por su infinito poder aplicó anticipadamente a María los méritos que tiempo después su Hijo conseguiría por su pasión y muerte en cruz. Concepción inmaculada de María que se prolongó durante la vida de la Virgen en su alma purísima, alma que jamás tuvo ni la mínima imperfección.

María es llamada Corredentora, título que la asocia a la Redención del género humano. María compadeció junto con Jesús al pie de la cruz la dolorosa agonía. Dios que da la gracia en la medida de la vocación a la que llama, colmó de gracias a María para esta misión corredentora. Al pie de la cruz la espada profetizada por Simeón traspasaba el alma de la Madre y su dolor unido al de Cristo redimía a la humanidad caída.

La Santísima Virgen es también mediadora universal, título dulcísimo que hace brillar la solicitud de María por sus hijos. María atiende constantemente a las necesidades espirituales y materiales de los que le piden. María en el cielo está por encima de ángeles y santos, cercanísima al trono de Cristo, y es en consecuencia la más escuchada por Dios. Es la omnipotencia suplicante a quién su Hijo Jesús no niega cosa alguna, porque si entre los hombres sucede que jamás un buen hijo niega nada a su madre, ¡cuánto más sucederá esto entre tal Madre y tal Hijo!

María es Reina y Señora de toda la creación. Es título de derecho pero también de conquista. Lo es de derecho por ser Madre de Cristo que es el Rey de reyes y Señor de señores. Él es Dios y todo lo ha creado, todo lo conserva y todo depende de Él. Lo es de conquista por sus padecimientos al pie de la cruz en unión a su divino Hijo y en dependencia absoluta de Él.

La Asunta al cielo. Asunción en cuerpo y alma, asunción que es consecuencia de su concepción inmaculada, de su virginidad perpetua y de su plenitud de gracias. Asunción que es convenientísima. Porque ¡cómo iba a sufrir corrupción en el cuerpo la que no sufrió corrupción en el alma!, o acaso, ¿no es la corrupción corporal efecto del pecado? María, finalizada su vida terrenal, ya sea por muerte o dormición, fue ascendida por los ángeles hasta el Cielo y allí está junto a su Hijo Jesucristo.

La vida de María encierra muchísimos misterios y títulos espléndidos que le podríamos sumar, baste con los dados, pero viene al caso recordar las palabras de San Bernardo: de María nunca diremos demasiado.

 

[1] 4, 4

[2] Catecismo de la Iglesia Católica nº 488. En adelante Cat. Igl. Cat.

[3] Cf. Mt 1, 23

[4] Lc 1, 38

[5] Cat. Igl. Cat. nº 501

 

Torre de David hermosa

Sobre la belleza de María

P. Gustavo Pascual, IVE.

Este título está tomado del libro del Cantar de los Cantares: “tu cuello es como torre de David”[1].

Se refiere a la belleza de María. Belleza espiritual y corporal. La belleza de María la vemos en sus imágenes. Es la belleza de una mujer simple que invita a contemplar su interior. Hay imágenes tan hermosas de la Virgen que uno se extasía en ellas y muchas veces no sigue adelante, al interior de María. No es que este mal que hagan imágenes hermosas de la Virgen porque por más hermosas que sean no reflejan la hermosura de esta virgen nazarena, la que dio su carne y sangre al más bello de los hijos de los hombres.

No nos debemos quedar únicamente mirando las imágenes en su exterior sino que por ellas debemos entrar en el interior de María. María tiene un alma grande, hermosa, tan agraciada que está por encima de los espíritus puros del cielo, es Señora y Reina de los ángeles.

María es cuello hermoso como la torre de David. Es cuello porque une la cabeza y el cuerpo. Es Madre de la Cabeza y es Madre de los miembros del cuerpo en la Iglesia.

Como a través del cuello se difunde desde la cabeza, la vida a todo el cuerpo del mismo modo las gracias vitales continuamente se trasmiten desde la Cabeza, que es Cristo, a su cuerpo místico, por la Virgen y de una manera especial a sus devotos y amigos[2].

Madre de la Cabeza desde la Encarnación, porque fue fiel al anuncio del ángel, y por su fidelidad concibió a Jesús que es la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia. Por su fidelidad fue cumplidora excelsa de la misión que Dios le encomendó, ser corredentora de los hombres, y se convirtió al pie de la cruz en Madre de los hijos de la Iglesia y también de la Iglesia.

María es el cuello hermoso que une a Jesús y a los cristianos por ser Madre de ambos. Une a los hermanos entre sí. A nuestro hermano mayor con nosotros sus hijos pequeños. Lo puede hacer, lo quiere hacer y lo hace porque sabe lo que es mejor para nosotros.

María es como la torre de David, recta y maciza, fuerte. Es recta en todo su obrar porque nunca se apartó de Dios. Ya lo profetizó el Espíritu Santo desde el Génesis “pongo enemistad entre ti y la mujer”[3]. Recta y dirigida hacia el cielo porque su caminar no fue sino una constante subida hacia el cielo y nos indica con su vida el camino que debemos seguir. Este camino que es Jesucristo se hace por su mediación fácil, seguro, perfecto y corto porque su maternidad lo dulcifica y lo hace gracioso y hermoso.

Esta torre es maciza, es sólida, porque tiene buena base y esa base es la humildad. Cuanto más quieras elevar un edificio haz cimientos más profundos. Tan gran Señora, tan sublime santidad nos habla de una humildad casi infinita. Si de Moisés dice Dios que era el hombre más humilde de la tierra, su humildad ni se compara con la de María. María es un abismo de humildad. Ese abismo de humildad atrajo a un abismo de santidad porque un abismo llama a otro abismo. Sobre la humildad de María se derramó el tres veces santo que la cubrió con su sombra y el tres veces santo asumió su carne y comenzó a vivir en ella. El Poderoso ha hecho grandes obras en María porque vio su humildad y esto lo dice ella misma en el Magnificat. Esta humildad la hace fuerte. Somos fuertes en Dios cuando nos olvidamos de nosotros mismos. Dios eleva a los humildes, los hace fuertes con su misma fortaleza, como lo hizo con David ante Goliat, como lo hizo con la Santísima Virgen ante el demonio.

María es una torre sólida donde estaremos seguros. Ningún temblor, ningún sacudón, ninguna inclemencia o perturbación nos hará temer porque sabemos que en Ella estamos seguros. Tenemos que vivir en María. Que Ella nos recubra totalmente, que Ella sea la atmósfera en la que respiremos, de esta forma estaremos seguros, nada nos podrá derribar.

Nuestro error es salir de esta hermosa torre y querer caminar sin protección bajo techumbres endebles, amparados en nuestras débiles casas, y entonces nos damos cuenta, cuando todo se mece en nosotros y cuando acude el temor, porque corremos el riesgo de morir, que allí en esa torre hermosa estábamos seguros.

María es la torre de David hermosa y fuerte. Porque desde allí se vence a los enemigos, porque allí no llegan las escalas de los salteadores, porque las piedras catapultadas no la mellan, porque su altura es insalvable para el enemigo. Desde allí vencemos porque ella tiene experiencia de triunfos y porque ella siempre ha vencido y nunca ha sido vencida. ¿Quién encontrará una mujer fuerte?[4] La hemos encontrado y es más fuerte que Judit y que Ester. Es más fuerte que Ana y que Susana. Es más fuerte que Débora. Es más fuerte que todas las mujeres de la historia y que los hombres de la historia porque su fuerza es la misma fuerza de Dios, es la fuerza del León de Judá, es la fuerza del Rey de reyes y Señor de señores.

Subidos a esta torre tocamos el cielo y la tierra queda muy atrás, muy abajo, lejos. Desde ella vemos con nitidez el horizonte, percibimos de lejos los ataques de nuestros enemigos, en ella estamos en paz.

 

Retrato de la Virgen

(Soneto)

Poco más que mediana de estatura;

Como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negra y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro.

 

(Lope de Vega)[5].

 

[1] Ct 4, 4

[2] San Bernardino de siena. Citado por Santiago Vanegas Cáceres, Reina Señora y Madre…, 336

[3] 3, 15

[4] Cf. Pr 31, 10

[5] http://www.mariamadrededios.com.ar/entrenos/vida_index.asp

 

Enjugadora compasiva de nuestro llanto

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

P.  Gustavo Pascual. IVE

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”[1]. Si bien, esta bienaventuranza se refiere a los que lloran en esta vida y al consuelo que alcanzarán en la otra, también, aquí recibimos consuelo a nuestro llanto. Es María la enjugadora compasiva de nuestro llanto.

¿Y por qué lloramos? Lloramos por muchas cosas. Lloramos por la carencia de las cosas necesarias para la vida; lloramos la ausencia de nuestros seres queridos; por la falta de alegría; por la falta de felicidad y sobre todo por la ausencia de Dios.

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

María ha sufrido tristeza porque Herodes quería matar a su niño y por tener que dejar su patria. María ha sufrido por la falta de lo necesario cuando tuvo que dar a luz en un pesebre, en la vida pobre en el destierro y en Nazaret. María ha sufrido la muerte de sus seres queridos, de San José y de Jesús. Ha llorado la ausencia de Dios, cuando el niño se extravió en Jerusalén y cuando sintió la soledad en la pasión.

Ella nos enseña cómo vivir en aquellas situaciones que nos hacen llorar. María manifiesta su integridad en aquellas situaciones, especialmente, cuando recoge a su Hijo muerto al pie de la cruz. De sus ojos brotaban abundantes lágrimas pero se mantenía firme con la esperanza de ver a su Hijo resucitado. La esperanza en las promesas de su Hijo la hacían superar aquellos momentos de terrible dolor.

María es una Madre compasiva. La compasión es un sentimiento que se da especialmente entre los seres cercanos, sea por sangre o por espíritu, por el cual, nuestro corazón sufre los mismos padecimientos que sufre el otro, al que queremos. El compasivo llora con los que lloran.

María es tan cercana a nosotros y nos ama tanto que siempre tiene compasión de nosotros. Cuando nos ve llorar Ella sufre con nosotros. Llora con nosotros como lo hizo con su Hijo en la pasión. Ella se compadeció de Cristo.

Pero María se compadece de nosotros y nos consuela porque puede consolarnos y quiere consolarnos. Ella es la Madre de misericordia que enjuga el llanto de sus hijos sufrientes y los consuela.

En momentos en los cuales los consuelos humanos son ineficaces, cuando las palabras de los hombres no logran hacer cesar nuestro llanto porque no pueden mitigar el dolor, la Virgen se muestra Madre compasiva y nos consuela. Nos consuela en especial infundiéndonos su esperanza y su fe que nos llevan a confiar en Jesús.

En esos momentos de oscuridad del alma y de noche interior la Virgen se muestra como la aurora radiante que anuncia el sol consolador, Jesucristo.

Y ¿por qué nos consuela María? Porque somos sus hijos. Ella nos ha recibido de manos de su Hijo al pie de la cruz con el encargo de cuidarnos y Ella lo hace con perfección. María se compadece de nuestro llanto, llanto que la mayoría de las veces es por cosas de la tierra y que denotan la falta de interioridad que tenemos y la falta de confianza en Dios, la falta de abandono. De cualquier manera Ella nos consuela y hace cesar nuestro llanto infundiéndonos fortaleza para sobrellevar el dolor o socorriéndonos en nuestras necesidades dándonos lo que necesitamos para que cese nuestro llanto.

María nos ha corredimido por su compasión, por eso sabe bien el oficio de consoladora y de Madre compasiva.

María se compadeció de su pueblo y de la humanidad entera y contestó al ángel con su “hágase”. María se compadeció de Isabel y fue a acompañarla durante su embarazo. María se compadeció de los esposos en Caná y apuró la hora de su Hijo para que convirtiera el agua en vino. María se compadeció de nosotros y aceptó el encargo de su Hijo tomándonos en adelante por hijos suyos. María se compadeció de la Iglesia naciente, de los Apóstoles y de los primeros discípulos, los consoló y los acompañó en la oración hasta la venida del Espíritu Santo. María sigue desde el cielo compadeciéndose de nuestras necesidades y como omnipotencia suplicante y como mediadora universal nos alcanza de su Hijo lo que necesitamos.

La compasión es de los mansos y de los humildes. Los iracundos y los soberbios no se compadecen sino que desdeñan a los que sufren.

María fue como su Hijo mansa y humilde de corazón y por eso supo compadecerse del prójimo. Se compadece de nosotros y enjuga con ternura nuestro llanto.

¡Cuándo se ha visto que una madre sea indiferente al llanto de su hijo amado! Mucho menos María. María no quiere la tristeza y el llanto de sus hijos sino que quiere verlos alegres y felices. Nuestras tristezas y llantos son efecto del hombre viejo que no acaba de morir, por eso, María nos consuela para que vivamos como hombres nuevos, como hombres resucitados, transformadas nuestras tristezas y llanto por el amor, por una vida llena de esperanza en la felicidad sin fin.

¡María acude en nuestra ayuda cuando lloremos y estemos tristes y haznos recordar que estamos llamados al cielo!

 

[1] Mt 5, 5

Nuestra Señora de Fátima

Homilía de san Juan Pablo II

BEATIFICACIÓN DE LOS VENERABLES
JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA

 

Yo te bendigo, Padre, (…) porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Con estas palabras, amados hermanos y hermanas, Jesús alaba los designios del Padre celestial; sabe que nadie puede ir a él si el Padre no lo atrae (cf. Jn 6, 44), por eso alaba este designio y lo acepta filialmente: “Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11, 26). Has querido abrir el Reino a los pequeños.

Por designio divino, “una mujer vestida del sol” (Ap 12, 1) vino del cielo a esta tierra en búsqueda de los pequeños privilegiados del Padre. Les habla con voz y corazón de madre: los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios. Entonces, de sus manos maternas salió una luz que los penetró íntimamente, y se sintieron sumergidos en Dios, como cuando una persona -explican ellos- se contempla en un espejo.

Más tarde, Francisco, uno de los tres privilegiados, explicaba: “Estábamos ardiendo en esa luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí que la gente no puede decirlo”. Dios: una luz que arde, pero no quema. Moisés tuvo esa misma sensación cuando vio a Dios en la zarza ardiente; allí oyó a Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su pueblo y decidido a liberarlo por medio de él: “Yo estaré contigo” (cf. Ex 3, 2-12). Cuantos acogen esta presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en “zarza ardiente” del Altísimo.

Lo que más impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer “muy triste”, como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: “Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él”. Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de “consolar y dar alegría a Jesús”.

En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.

Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.

“Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón” (Ap 12, 3). Estas palabras de la primera lectura de la misa nos hacen pensar en la gran lucha que se libra entre el bien y el mal, pudiendo constatar cómo el hombre, al alejarse de Dios, no puede hallar la felicidad, sino que acaba por destruirse a sí mismo.

¡Cuántas víctimas durante el último siglo del segundo milenio! Vienen a la memoria los horrores de las dos guerras mundiales y de otras muchas en diversas partes del mundo, los campos de concentración y exterminio, los gulag, las limpiezas étnicas y las persecuciones, el terrorismo, los secuestros de personas, la droga y los atentados contra los hijos por nacer y contra la familia.

El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión, alertando a la humanidad para que no siga el juego del “dragón”, que, con su “cola”, arrastró un tercio de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra (cf. Ap 12, 4). La meta última del hombre es el cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, con su amor misericordioso, espera a todos.

Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29).

Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que “no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido”. Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas”.

La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: “Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí”. Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: “Da muchos saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores”. Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.

Jacinta bien podía exclamar con san Pablo: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). El domingo pasado, en el Coliseo de Roma, conmemoramos a numerosos testigos de la fe del siglo XX, recordando las tribulaciones que sufrieron, mediante algunos significativos testimonios que nos han dejado. Una multitud incalculable de valientes testigos de la fe nos ha legado una herencia valiosa, que debe permanecer viva en el tercer milenio. Aquí, en Fátima, donde se anunciaron estos tiempos de tribulación y nuestra Señora pidió oración y penitencia para abreviarlos, quiero hoy dar gracias al cielo por la fuerza del testimonio que se manifestó en todas esas vidas. Y deseo, una vez más, celebrar la bondad que el Señor tuvo conmigo, cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte. Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.

“Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños”. La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas. Quiera Dios que brillen sobre el camino de esta multitud inmensa de peregrinos y de cuantos nos acompañan a través de la radio y la televisión.

Que sean una luz amiga para iluminar a todo Portugal y, de modo especial, a esta diócesis de Leiría-Fátima.

Agradezco a monseñor Serafim, obispo de esta ilustre Iglesia particular, sus palabras de bienvenida, y con gran alegría saludo a todo el Episcopado portugués y a sus diócesis, a las que amo mucho y exhorto a imitar a sus santos. Dirijo un saludo fraterno a los cardenales y obispos presentes, en particular a los pastores de la comunidad de países de lengua portuguesa: que la Virgen María obtenga la reconciliación del pueblo angoleño; consuele a los damnificados de Mozambique; vele por los pasos de Timor Lorosae, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe; y conserve en la unidad de la fe a sus hijos e hijas de Brasil.

Saludo con deferencia al señor presidente de la República y demás autoridades que han querido participar en esta celebración; y aprovecho esta ocasión para expresar, en su persona, mi agradecimiento a todos por la colaboración que ha hecho posible mi peregrinación. Abrazo con cordialidad y bendigo de modo particular a la parroquia y a la ciudad de Fátima, que hoy se alegra por sus hijos elevados al honor de los altares.

Mis últimas palabras son para los niños: queridos niños y niñas, veo que muchos de vosotros estáis vestidos como Francisco y Jacinta. ¡Estáis muy bien! Pero luego, o mañana, dejaréis esos vestidos y… los pastorcitos desaparecerán. ¿No os parece que no deberían desaparecer? La Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros para consolar a Jesús, triste por los pecados que se cometen; tiene necesidad de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores.

Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban a la “escuela” de Nuestra Señora, para que os enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les pedía. Os digo que “se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que en años enteros de iniciativas personales, apoyándose sólo en sí mismos” (san Luis María Grignion de Montfort, Tratado sobre la verdadera devoción a la santísima Virgen, n. 155). Fue así como los pastorcitos rápidamente alcanzaron la santidad. Una mujer que acogió a Jacinta en Lisboa, al oír algunos consejos muy buenos y acertados que daba la pequeña, le preguntó quién se los había enseñado: “Fue Nuestra Señora”, le respondió. Jacinta y Francisco, entregándose con total generosidad a la dirección de tan buena Maestra, alcanzaron en poco tiempo las cumbres de la perfección.

“Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños”.

Yo te bendigo, Padre, por todos tus pequeños, comenzando por la Virgen María, tu humilde sierva, hasta los pastorcitos Francisco y Jacinta.

Que el mensaje de su vida permanezca siempre vivo para iluminar el camino de la humanidad.

Confidente de nuestras ofrendas

 

P. Gustavo Pascual, IVE.

El conocimiento secreto que María tiene de nuestras ofrendas es el conocimiento que nosotros le manifestamos generalmente cuando vamos a visitarla en algún santuario o al ver su imagen. Conocimiento que ella tiene porque ve el fondo de nuestro corazón y sabe que todo lo que hacemos, por ser sus hijos, se lo entregamos a ella como ofrenda de amor.

Para hablar de este conocimiento recordaré aquel pasaje del Evangelio de la viuda pobre[1] que hizo su pequeña ofrenda, pequeña materialmente, y que llamó la atención de Jesús que conoce el fondo de los corazones y las acciones de los hombres de todos los tiempos.

Jesús dijo a sus apóstoles en aquella ocasión que la viuda, que apenas echó dos moneditas, había hecho la ofrenda más grande de todos porque dio todo, dio lo único que le quedaba para vivir. La ofrenda de la viuda es un culto a la divina providencia y una entrega sin reservas, en definitiva, en manos de Dios que es el Señor de todas las cosas.

Así como agradó aquella ofrenda al Señor así agradan las ofrendas similares a Nuestra Señora. Ella no mira tanto la ofrenda exterior cuanto la interior, ese desprendimiento del corazón de todas las cosas, no sólo de las materiales sino, en especial, de las espirituales y de nosotros mismos. Ella quiere que nos ofrendemos completamente a ella porque quiere hacer en nosotros y por nosotros obras grandes.

La Virgen María recibe muchas ofrendas, ofrendas de todo tipo, pero quiere que sus hijos no se queden sólo en el ofrecimiento exterior, quiere que sus hijos vayan ofreciendo su vida, que quieran cambiarla por una vida más auténtica, que se acerquen a ella, que vivan como ella. ¿Para qué le sirven tantos vestidos, joyas y cosas materiales si ella está en el Cielo junto a Dios y no tiene necesidad de nada porque es plenamente feliz? Ella quiere almas, almas que quieran ser como su Hijo, almas que se vacíen de sí mismas y se le entreguen para que las moldee a imagen de Jesús.

Así como las ofrendas son diversas, así lo que piden sus hijos a esta agraciada Madre es variado y ella socorre sus necesidades con amor extraordinario, pero quienes le pidan cosas grandes y en especial su conversión, vivir una vida pura, una vida “cristificada”, lo alcanzarán de ella.

Ofrendar lo que nos sobra, lo que podemos dar sin mucha incomodidad está bien, ofrecerle cosas que nos cuestas y que implican sacrificios está mejor y esos sacrificios tienen grados: de los materiales a los físicos y a los espirituales y éstos últimos tienen mayor valor. Pero ofrendarse todo, bienes y persona es óptimo, como lo hizo la viuda del Evangelio. Animémonos a cuanto podamos pero debemos saber que podemos ofrendarnos como esclavos de amor y esta es la mayor devoción que le podemos tener.

La verdadera devoción consiste en darse todo entero, como esclavo de amor, a María. Todo se resume en obrar siempre: por María, con María, en María y para María a fin de obrar más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo[2].

“Con esta devoción se inmola el alma a Jesús por María, con un sacrificio, que ni en orden religiosa alguna se exige, de todo cuanto el alma más aprecia; y del derecho que cada cual tiene de disponer a su arbitrio del valor de todas sus oraciones y satisfacciones: de suerte que todo se deja a disposición de la Virgen Santísima que, a voluntad suya, lo aplicará para mayor gloria de Dios que sólo Ella perfectamente conoce.

A disposición suya se deja todo el valor satisfactorio e impetratorio de las buenas obras […] también nuestros méritos los ponemos con esta devoción en manos de la Virgen Santísima; pero es para que nos los guarde, aumente y embellezca […]

¡Feliz y mil veces feliz el alma generosa que, esclava del amor, se consagra enteramente a Jesús por María, después de haber sacudido en el bautismo la esclavitud tiránica del demonio![3]

Una de las ofrendas más agradables a la Madre de Dios son nuestras ofrendas en favor del prójimo. Oraciones, sacrificios, renuncias en favor de nuestros hermanos.

El amor al prójimo es la característica principal del hijo de María y del hermano de Jesús. “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”[4] y “en esto conocerán todos que sois discípulos míos”[5]. El amor al prójimo es la plenitud de la ley y por él demostramos el amor que tenemos a Dios.

Dice San Juan Crisóstomo: “El cristiano fervoroso ha de preocuparse del bien de los demás. Y en esto no nos vale la excusa de la pobreza, ya que entonces nos acusaría el ejemplo de la viuda que echó las dos moneditas en el templo. Pedro afirmó no tengo plata ni oro. Asimismo Pablo era tan pobre, que muchas veces pasó hambre por carecer del alimento necesario. Tampoco sirve pretextar un nacimiento humilde, ya que éstos eran de origen humilde. Como tampoco nos excusa la ignorancia, pues ellos eran hombres sin letras. Ni la enfermedad, pues Timoteo con frecuencia padecía enfermedades. Todos podemos ayudar a nuestro prójimo, si cada cual cumple con lo suyo”[6].

Nuestras ofrendas al prójimo muestran nuestras ofrendas a Dios y nuestra entrega a Dios, porque mostramos nuestro amor a Dios a quien no vemos amando al prójimo a quien vemos como lo hizo el Buen Samaritano[7], que vio al prójimo en necesidad y se compadeció de él dándole de lo que tenía para curarlo, es decir, usando de misericordia para con él.

Ofrendemos a María la ayuda a nuestro prójimo necesitado, en humilde sacrificio por todo lo que Ella nos da. Que se pueda decir de nosotros: “En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios para amaros mutuamente. Y lo practicáis bien con los hermanos de toda Macedonia. Pero os exhortamos, hermanos, a que continuéis practicándolo más y más”[8].

 

[1] Cf. Mc 12, 41-44

[2] V.D. nº 257-265…, 578-84

[3] San Luis María Grignion de Montfort, Obras de San Luis María G. de Montfort, El Secreto de María nº 29-34, BAC Madrid 1954, 279-281

[4] Jn 13, 34

[5] Jn 13, 35

[6] San Juan Crisóstomo, Homilía 20, 4: PG 60, 162-164. Cit. en la Liturgia de las Horas (IV), segunda lectura del común de santos varones.

[7] Lc 10, 30s

[8] 1 Ts 4, 9-10