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Enjugadora compasiva de nuestro llanto

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

P.  Gustavo Pascual. IVE

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”[1]. Si bien, esta bienaventuranza se refiere a los que lloran en esta vida y al consuelo que alcanzarán en la otra, también, aquí recibimos consuelo a nuestro llanto. Es María la enjugadora compasiva de nuestro llanto.

¿Y por qué lloramos? Lloramos por muchas cosas. Lloramos por la carencia de las cosas necesarias para la vida; lloramos la ausencia de nuestros seres queridos; por la falta de alegría; por la falta de felicidad y sobre todo por la ausencia de Dios.

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

María ha sufrido tristeza porque Herodes quería matar a su niño y por tener que dejar su patria. María ha sufrido por la falta de lo necesario cuando tuvo que dar a luz en un pesebre, en la vida pobre en el destierro y en Nazaret. María ha sufrido la muerte de sus seres queridos, de San José y de Jesús. Ha llorado la ausencia de Dios, cuando el niño se extravió en Jerusalén y cuando sintió la soledad en la pasión.

Ella nos enseña cómo vivir en aquellas situaciones que nos hacen llorar. María manifiesta su integridad en aquellas situaciones, especialmente, cuando recoge a su Hijo muerto al pie de la cruz. De sus ojos brotaban abundantes lágrimas pero se mantenía firme con la esperanza de ver a su Hijo resucitado. La esperanza en las promesas de su Hijo la hacían superar aquellos momentos de terrible dolor.

María es una Madre compasiva. La compasión es un sentimiento que se da especialmente entre los seres cercanos, sea por sangre o por espíritu, por el cual, nuestro corazón sufre los mismos padecimientos que sufre el otro, al que queremos. El compasivo llora con los que lloran.

María es tan cercana a nosotros y nos ama tanto que siempre tiene compasión de nosotros. Cuando nos ve llorar Ella sufre con nosotros. Llora con nosotros como lo hizo con su Hijo en la pasión. Ella se compadeció de Cristo.

Pero María se compadece de nosotros y nos consuela porque puede consolarnos y quiere consolarnos. Ella es la Madre de misericordia que enjuga el llanto de sus hijos sufrientes y los consuela.

En momentos en los cuales los consuelos humanos son ineficaces, cuando las palabras de los hombres no logran hacer cesar nuestro llanto porque no pueden mitigar el dolor, la Virgen se muestra Madre compasiva y nos consuela. Nos consuela en especial infundiéndonos su esperanza y su fe que nos llevan a confiar en Jesús.

En esos momentos de oscuridad del alma y de noche interior la Virgen se muestra como la aurora radiante que anuncia el sol consolador, Jesucristo.

Y ¿por qué nos consuela María? Porque somos sus hijos. Ella nos ha recibido de manos de su Hijo al pie de la cruz con el encargo de cuidarnos y Ella lo hace con perfección. María se compadece de nuestro llanto, llanto que la mayoría de las veces es por cosas de la tierra y que denotan la falta de interioridad que tenemos y la falta de confianza en Dios, la falta de abandono. De cualquier manera Ella nos consuela y hace cesar nuestro llanto infundiéndonos fortaleza para sobrellevar el dolor o socorriéndonos en nuestras necesidades dándonos lo que necesitamos para que cese nuestro llanto.

María nos ha corredimido por su compasión, por eso sabe bien el oficio de consoladora y de Madre compasiva.

María se compadeció de su pueblo y de la humanidad entera y contestó al ángel con su “hágase”. María se compadeció de Isabel y fue a acompañarla durante su embarazo. María se compadeció de los esposos en Caná y apuró la hora de su Hijo para que convirtiera el agua en vino. María se compadeció de nosotros y aceptó el encargo de su Hijo tomándonos en adelante por hijos suyos. María se compadeció de la Iglesia naciente, de los Apóstoles y de los primeros discípulos, los consoló y los acompañó en la oración hasta la venida del Espíritu Santo. María sigue desde el cielo compadeciéndose de nuestras necesidades y como omnipotencia suplicante y como mediadora universal nos alcanza de su Hijo lo que necesitamos.

La compasión es de los mansos y de los humildes. Los iracundos y los soberbios no se compadecen sino que desdeñan a los que sufren.

María fue como su Hijo mansa y humilde de corazón y por eso supo compadecerse del prójimo. Se compadece de nosotros y enjuga con ternura nuestro llanto.

¡Cuándo se ha visto que una madre sea indiferente al llanto de su hijo amado! Mucho menos María. María no quiere la tristeza y el llanto de sus hijos sino que quiere verlos alegres y felices. Nuestras tristezas y llantos son efecto del hombre viejo que no acaba de morir, por eso, María nos consuela para que vivamos como hombres nuevos, como hombres resucitados, transformadas nuestras tristezas y llanto por el amor, por una vida llena de esperanza en la felicidad sin fin.

¡María acude en nuestra ayuda cuando lloremos y estemos tristes y haznos recordar que estamos llamados al cielo!

 

[1] Mt 5, 5

Nuestra Señora de Fátima

Homilía de san Juan Pablo II

BEATIFICACIÓN DE LOS VENERABLES
JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA

 

Yo te bendigo, Padre, (…) porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Con estas palabras, amados hermanos y hermanas, Jesús alaba los designios del Padre celestial; sabe que nadie puede ir a él si el Padre no lo atrae (cf. Jn 6, 44), por eso alaba este designio y lo acepta filialmente: “Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11, 26). Has querido abrir el Reino a los pequeños.

Por designio divino, “una mujer vestida del sol” (Ap 12, 1) vino del cielo a esta tierra en búsqueda de los pequeños privilegiados del Padre. Les habla con voz y corazón de madre: los invita a ofrecerse como víctimas de reparación, mostrándose dispuesta a guiarlos con seguridad hasta Dios. Entonces, de sus manos maternas salió una luz que los penetró íntimamente, y se sintieron sumergidos en Dios, como cuando una persona -explican ellos- se contempla en un espejo.

Más tarde, Francisco, uno de los tres privilegiados, explicaba: “Estábamos ardiendo en esa luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí que la gente no puede decirlo”. Dios: una luz que arde, pero no quema. Moisés tuvo esa misma sensación cuando vio a Dios en la zarza ardiente; allí oyó a Dios hablar, preocupado por la esclavitud de su pueblo y decidido a liberarlo por medio de él: “Yo estaré contigo” (cf. Ex 3, 2-12). Cuantos acogen esta presencia se convierten en morada y, por consiguiente, en “zarza ardiente” del Altísimo.

Lo que más impresionaba y absorbía al beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer “muy triste”, como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: “Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él”. Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de “consolar y dar alegría a Jesús”.

En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.

Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.

“Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón” (Ap 12, 3). Estas palabras de la primera lectura de la misa nos hacen pensar en la gran lucha que se libra entre el bien y el mal, pudiendo constatar cómo el hombre, al alejarse de Dios, no puede hallar la felicidad, sino que acaba por destruirse a sí mismo.

¡Cuántas víctimas durante el último siglo del segundo milenio! Vienen a la memoria los horrores de las dos guerras mundiales y de otras muchas en diversas partes del mundo, los campos de concentración y exterminio, los gulag, las limpiezas étnicas y las persecuciones, el terrorismo, los secuestros de personas, la droga y los atentados contra los hijos por nacer y contra la familia.

El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión, alertando a la humanidad para que no siga el juego del “dragón”, que, con su “cola”, arrastró un tercio de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra (cf. Ap 12, 4). La meta última del hombre es el cielo, su verdadera casa, donde el Padre celestial, con su amor misericordioso, espera a todos.

Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29).

Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que “no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido”. Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas”.

La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: “Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí”. Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: “Da muchos saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores”. Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.

Jacinta bien podía exclamar con san Pablo: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). El domingo pasado, en el Coliseo de Roma, conmemoramos a numerosos testigos de la fe del siglo XX, recordando las tribulaciones que sufrieron, mediante algunos significativos testimonios que nos han dejado. Una multitud incalculable de valientes testigos de la fe nos ha legado una herencia valiosa, que debe permanecer viva en el tercer milenio. Aquí, en Fátima, donde se anunciaron estos tiempos de tribulación y nuestra Señora pidió oración y penitencia para abreviarlos, quiero hoy dar gracias al cielo por la fuerza del testimonio que se manifestó en todas esas vidas. Y deseo, una vez más, celebrar la bondad que el Señor tuvo conmigo, cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte. Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.

“Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños”. La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas. Quiera Dios que brillen sobre el camino de esta multitud inmensa de peregrinos y de cuantos nos acompañan a través de la radio y la televisión.

Que sean una luz amiga para iluminar a todo Portugal y, de modo especial, a esta diócesis de Leiría-Fátima.

Agradezco a monseñor Serafim, obispo de esta ilustre Iglesia particular, sus palabras de bienvenida, y con gran alegría saludo a todo el Episcopado portugués y a sus diócesis, a las que amo mucho y exhorto a imitar a sus santos. Dirijo un saludo fraterno a los cardenales y obispos presentes, en particular a los pastores de la comunidad de países de lengua portuguesa: que la Virgen María obtenga la reconciliación del pueblo angoleño; consuele a los damnificados de Mozambique; vele por los pasos de Timor Lorosae, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe; y conserve en la unidad de la fe a sus hijos e hijas de Brasil.

Saludo con deferencia al señor presidente de la República y demás autoridades que han querido participar en esta celebración; y aprovecho esta ocasión para expresar, en su persona, mi agradecimiento a todos por la colaboración que ha hecho posible mi peregrinación. Abrazo con cordialidad y bendigo de modo particular a la parroquia y a la ciudad de Fátima, que hoy se alegra por sus hijos elevados al honor de los altares.

Mis últimas palabras son para los niños: queridos niños y niñas, veo que muchos de vosotros estáis vestidos como Francisco y Jacinta. ¡Estáis muy bien! Pero luego, o mañana, dejaréis esos vestidos y… los pastorcitos desaparecerán. ¿No os parece que no deberían desaparecer? La Virgen tiene mucha necesidad de todos vosotros para consolar a Jesús, triste por los pecados que se cometen; tiene necesidad de vuestras oraciones y sacrificios por los pecadores.

Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban a la “escuela” de Nuestra Señora, para que os enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les pedía. Os digo que “se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que en años enteros de iniciativas personales, apoyándose sólo en sí mismos” (san Luis María Grignion de Montfort, Tratado sobre la verdadera devoción a la santísima Virgen, n. 155). Fue así como los pastorcitos rápidamente alcanzaron la santidad. Una mujer que acogió a Jacinta en Lisboa, al oír algunos consejos muy buenos y acertados que daba la pequeña, le preguntó quién se los había enseñado: “Fue Nuestra Señora”, le respondió. Jacinta y Francisco, entregándose con total generosidad a la dirección de tan buena Maestra, alcanzaron en poco tiempo las cumbres de la perfección.

“Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños”.

Yo te bendigo, Padre, por todos tus pequeños, comenzando por la Virgen María, tu humilde sierva, hasta los pastorcitos Francisco y Jacinta.

Que el mensaje de su vida permanezca siempre vivo para iluminar el camino de la humanidad.

Confidente de nuestras ofrendas

 

P. Gustavo Pascual, IVE.

El conocimiento secreto que María tiene de nuestras ofrendas es el conocimiento que nosotros le manifestamos generalmente cuando vamos a visitarla en algún santuario o al ver su imagen. Conocimiento que ella tiene porque ve el fondo de nuestro corazón y sabe que todo lo que hacemos, por ser sus hijos, se lo entregamos a ella como ofrenda de amor.

Para hablar de este conocimiento recordaré aquel pasaje del Evangelio de la viuda pobre[1] que hizo su pequeña ofrenda, pequeña materialmente, y que llamó la atención de Jesús que conoce el fondo de los corazones y las acciones de los hombres de todos los tiempos.

Jesús dijo a sus apóstoles en aquella ocasión que la viuda, que apenas echó dos moneditas, había hecho la ofrenda más grande de todos porque dio todo, dio lo único que le quedaba para vivir. La ofrenda de la viuda es un culto a la divina providencia y una entrega sin reservas, en definitiva, en manos de Dios que es el Señor de todas las cosas.

Así como agradó aquella ofrenda al Señor así agradan las ofrendas similares a Nuestra Señora. Ella no mira tanto la ofrenda exterior cuanto la interior, ese desprendimiento del corazón de todas las cosas, no sólo de las materiales sino, en especial, de las espirituales y de nosotros mismos. Ella quiere que nos ofrendemos completamente a ella porque quiere hacer en nosotros y por nosotros obras grandes.

La Virgen María recibe muchas ofrendas, ofrendas de todo tipo, pero quiere que sus hijos no se queden sólo en el ofrecimiento exterior, quiere que sus hijos vayan ofreciendo su vida, que quieran cambiarla por una vida más auténtica, que se acerquen a ella, que vivan como ella. ¿Para qué le sirven tantos vestidos, joyas y cosas materiales si ella está en el Cielo junto a Dios y no tiene necesidad de nada porque es plenamente feliz? Ella quiere almas, almas que quieran ser como su Hijo, almas que se vacíen de sí mismas y se le entreguen para que las moldee a imagen de Jesús.

Así como las ofrendas son diversas, así lo que piden sus hijos a esta agraciada Madre es variado y ella socorre sus necesidades con amor extraordinario, pero quienes le pidan cosas grandes y en especial su conversión, vivir una vida pura, una vida “cristificada”, lo alcanzarán de ella.

Ofrendar lo que nos sobra, lo que podemos dar sin mucha incomodidad está bien, ofrecerle cosas que nos cuestas y que implican sacrificios está mejor y esos sacrificios tienen grados: de los materiales a los físicos y a los espirituales y éstos últimos tienen mayor valor. Pero ofrendarse todo, bienes y persona es óptimo, como lo hizo la viuda del Evangelio. Animémonos a cuanto podamos pero debemos saber que podemos ofrendarnos como esclavos de amor y esta es la mayor devoción que le podemos tener.

La verdadera devoción consiste en darse todo entero, como esclavo de amor, a María. Todo se resume en obrar siempre: por María, con María, en María y para María a fin de obrar más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo[2].

“Con esta devoción se inmola el alma a Jesús por María, con un sacrificio, que ni en orden religiosa alguna se exige, de todo cuanto el alma más aprecia; y del derecho que cada cual tiene de disponer a su arbitrio del valor de todas sus oraciones y satisfacciones: de suerte que todo se deja a disposición de la Virgen Santísima que, a voluntad suya, lo aplicará para mayor gloria de Dios que sólo Ella perfectamente conoce.

A disposición suya se deja todo el valor satisfactorio e impetratorio de las buenas obras […] también nuestros méritos los ponemos con esta devoción en manos de la Virgen Santísima; pero es para que nos los guarde, aumente y embellezca […]

¡Feliz y mil veces feliz el alma generosa que, esclava del amor, se consagra enteramente a Jesús por María, después de haber sacudido en el bautismo la esclavitud tiránica del demonio![3]

Una de las ofrendas más agradables a la Madre de Dios son nuestras ofrendas en favor del prójimo. Oraciones, sacrificios, renuncias en favor de nuestros hermanos.

El amor al prójimo es la característica principal del hijo de María y del hermano de Jesús. “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”[4] y “en esto conocerán todos que sois discípulos míos”[5]. El amor al prójimo es la plenitud de la ley y por él demostramos el amor que tenemos a Dios.

Dice San Juan Crisóstomo: “El cristiano fervoroso ha de preocuparse del bien de los demás. Y en esto no nos vale la excusa de la pobreza, ya que entonces nos acusaría el ejemplo de la viuda que echó las dos moneditas en el templo. Pedro afirmó no tengo plata ni oro. Asimismo Pablo era tan pobre, que muchas veces pasó hambre por carecer del alimento necesario. Tampoco sirve pretextar un nacimiento humilde, ya que éstos eran de origen humilde. Como tampoco nos excusa la ignorancia, pues ellos eran hombres sin letras. Ni la enfermedad, pues Timoteo con frecuencia padecía enfermedades. Todos podemos ayudar a nuestro prójimo, si cada cual cumple con lo suyo”[6].

Nuestras ofrendas al prójimo muestran nuestras ofrendas a Dios y nuestra entrega a Dios, porque mostramos nuestro amor a Dios a quien no vemos amando al prójimo a quien vemos como lo hizo el Buen Samaritano[7], que vio al prójimo en necesidad y se compadeció de él dándole de lo que tenía para curarlo, es decir, usando de misericordia para con él.

Ofrendemos a María la ayuda a nuestro prójimo necesitado, en humilde sacrificio por todo lo que Ella nos da. Que se pueda decir de nosotros: “En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios para amaros mutuamente. Y lo practicáis bien con los hermanos de toda Macedonia. Pero os exhortamos, hermanos, a que continuéis practicándolo más y más”[8].

 

[1] Cf. Mc 12, 41-44

[2] V.D. nº 257-265…, 578-84

[3] San Luis María Grignion de Montfort, Obras de San Luis María G. de Montfort, El Secreto de María nº 29-34, BAC Madrid 1954, 279-281

[4] Jn 13, 34

[5] Jn 13, 35

[6] San Juan Crisóstomo, Homilía 20, 4: PG 60, 162-164. Cit. en la Liturgia de las Horas (IV), segunda lectura del común de santos varones.

[7] Lc 10, 30s

[8] 1 Ts 4, 9-10

Confidente de nuestros votos de amor

María, depositaria de nuestras promesas y votos

P. Gustavo Pascual, IVE

El culto es una necesidad humana, y necesitamos expresarnos de alguna manera para testimoniar al Señor y a su Madre Santísima o a los Santos nuestra fe, porque sabemos muy bien que ellos pueden socorrernos en nuestra pobreza. Y una manera de hacer patente nuestra piedad son los votos, romerías y promesas que el hombre formula a la Divinidad y a la Virgen Santísima, y también a los Santos, como más cercanos a Dios. Es así que desde un principio vemos cada día multiplicarse más y más las ofrendas y promesas a Nuestra Señora[1].

María también es la depositaria de nuestras promesas y votos.

Las promesas consisten en un intercambio de ofrendas. Le prometemos a la Santísima Virgen para que nos conceda una gracia, prometemos un sacrificio por la salud, prometemos una oración por la conversión de un pecador, prometemos una ofrenda material para conseguir un trabajo, etc.

El voto consiste más bien en una entrega de un bien mayor y posible por amor a ella, para alabarla. Prometemos una Misa en su honor, entregamos a ella nuestros sacrificios, hacemos voto, de cuanto somos y tenemos, dejarlo en sus manos, hacemos voto de ser sus hijos para siempre, nos consagramos a ella bajo voto de esclavitud, etc.

En todos los santuarios marianos suelen haber recordatorios de estas promesas y votos que sus hijos hacen a la Santísima Virgen. Recordatorios de que han estado allí y le han ofrendado desde lo íntimo de su corazón lo que su amor les sugería. En sus santuarios y en la confidencia de la vida del espíritu ellos se han entregado a su Madre. Han entregado toda o parte de su vida para alabarla como medianera universal de gracias o simplemente para reverenciarla como su Madre, merecedora de sus votos de amor.

Y la Virgen da a sus promesantes lo que necesitan, siempre y cuando sea para su bien, y sino no les concede lo que le piden es porque sabe que les va a perjudicar. Y a aquellos que se entregan a ella por el voto les concede una particular protección y una amorosa solicitud para conducirlos a la patria celestial.

Promesas y votos que proceden del amor como también del amor de esta Madre benigna proceden los bienes que derrama sobre sus hijos. Y cuanto más puro es el amor que informa nuestras promesas y votos de mayor estima son ellos. Porque muchas veces es el interés lo que lleva a prometer cosas a María y nos convertimos en devotos interesados.

¿Cuáles son las clases de devotos? Dice San Luis María:

Hay, a mi parecer, siete clases de falsos devotos y falsas devociones a la Santísima Virgen, a saber[2]:

 

1° los devotos críticos;

2° los devotos escrupulosos;

3° los devotos exteriores;

4° los devotos presuntuosos;

5° los devotos inconstantes;

6° los devotos hipócritas;

7° los devotos interesados.

 

San Luis María Grignion de Montfort nos trae un voto especialísimo para hacer a la Santísima Virgen. Consagrarse a ella con esclavitud de amor.

Nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más completamente a Jesucristo y a su Santísima Madre que la esclavitud aceptada voluntariamente a ejemplo de Jesucristo, que por nuestro amor tomó forma de esclavo y de la Santísima Virgen que se proclamó servidora y esclava del Señor[3].

¿Qué razones nos llevan a abrazar esta devoción?

“+Nos manifiesta la excelencia de la consagración de sí mismo a Jesucristo por manos de María.

+ Nos demuestra que es en sí justo y ventajoso para el cristiano el consagrarse totalmente a la Santísima Virgen mediante esta práctica a fin de pertenecer más perfectamente a Jesucristo.

+ La Santísima Virgen es Madre de dulzura y misericordiosa y jamás se deja vencer en amor y generosidad.

+ Esta devoción, fielmente practicada, es un medio excelente para enderezar el valor de nuestras buenas obras a procurar la mayor gloria de Dios.

+ Esta devoción es camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios.

+ Esta devoción da a quienes la practican fielmente una gran libertad interior: la libertad de los hijos de Dios.

+ Abrazar esta práctica reporta grandes bienes a nuestro prójimo.

+ Lo que más poderosamente nos induce a abrazar esta devoción a la Santísima Virgen es el reconocer en ella un medio admirable para perseverar en la virtud y ser fieles a Dios”[4].

Los verdaderos devotos de María Santísima deben ser:

Libres: Verdaderos siervos de la Virgen Santísima, que, como otros tantos Domingos, vayan por todas partes con la antorcha brillante y ardiente del santo Evangelio en la boca y el santo Rosario en la mano, a ladrar como perros, abrasar como el fuego y alumbrar las tinieblas del mundo como soles; y que por medio de la verdadera devoción a María, es decir, interior sin hipocresía, exterior sin crítica, prudente sin ignorancia, tierna sin indiferencia, constante sin liviandad y santa sin presunción, aplasten, por dondequiera que fueren, la cabeza de la antigua serpiente para que la maldición que Vos le echasteis se cumpla enteramente: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza” (Gn 3, 15)[5].

[1] Presas, Nuestra Señora en Luján y Sumampa, Ediciones Autores Asociados Morón Buenos Aires 1974, 200

[2] San Luis María G. de Montfort, O.C., Tratado de la verdadera devoción nº 92, BAC Madrid 1954, 491-2

[3] San Luis María G. de Montfort, O.C., Tratado de la verdadera devoción nº 152-168…, 481

[4] Ibíd., nº 135-173, 513-541

[5] San Luis María g. de montfort, O.C., La Oración Abrasada…, 599

“Meditación de la soledad de María”

Para meditar este Sábado Santo…

José María Pemán

Composición de lugar

Palidecidas las rosas
De tus labios angustiados;
Mustios los lirios morados
De tus mejillas llorosas;
Recordando las gozosas
Horas idas de Belén,
Sin consuelo y sin bien
Que su soledad llene…
¡Miradla por donde viene,
Hijas de Jerusalén!

Meditación

Virgen de la soledad:
Rendido de gozos vanos,
En las rosas de tus manos
Se ha muerto mi voluntad.
Cruzadas con humildad
En tu pecho sin aliento,
La mañana del portento,
Tus manos fueron, Señora,
La primera cruz redentora:
La cruz del sometimiento.
Como tú te sometiste,
Someterme yo quería:
Para ir haciendo mi vía
Con sol claro noche triste.
Ejemplo santo nos diste
Cuando, en la tarde deicida,
Tu soledad dolorida
Por los senderos mostrabas:
Tocas de luto llevabas,
Ojos de paloma herida.
La fruta de nuestro bien
Fue de tu llanto regada:
Refugio fueron y almohada
Tus rodillas, de su sien.
Otra vez, como en Belén,
Tu falda cuna le hacía,
Y sobre Él tu amor volvía
A las angustias primeras…
Señora: si tú quisieras
Contigo lo lloraría.

Coloquio

Por tu dolor sin testigo,
Por tu llanto sin piedades,
Maestra de soledades,
Enséñame a estar contigo.
Que al quedarte Tú conmigo,
Partido
Ya de tu veras
El hijo que en la madera
De la Santa Cruz dejaste,
Yo sé que en Tí lo encontraste
De una segunda manera.
En mi alma. Madre, lavada
De las bajas suciedades,
A fuerza de soledades,
Le estoy haciendo morada.
Prendida tengo y colgada
Ya mi cámara de flores.
Y a humear por los alcores
Por si llega el peregrino
He soltado en mi camino
Mis cinco perros mejores.
Quiero yo que el alma mía,
Tenga, de sí vaciada,
Su soledad preparada
Para la gran compañía.
Con nueva paz y alegría
Quiero, por amor, tener
La vida muerta al placer
Y muerta al mundo, de suerte
Que cuando venga la muerte
La quede poco que hacer.

Oración final

Pero en tanto que El asoma,
Señor, por las cañadas,
¡por tus tocas enlutadas
y tus ojos de paloma!
Recibe mi angustia y toma
En tus manos mi ansiedad
Y séame, por piedad,
Señora del mayor duelo,
Tu soledad sin consuelo
Consuelo en mi soledad.

 

Confidente benigna de nuestros cultos

La veneración a María no es una veneración cualquiera…

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Con la palabra culto llamamos en un sentido amplio a toda aquella especie de manifestación externa de veneración y homenaje a Nuestra Señora, expresión de la fe y el amor que interiormente se profesa a la Madre de Dios. Es decir, entendemos por culto a Nuestra Señora, aquellos actos que exteriorizan la religiosidad comprensible por los sentidos[1].

A todos los santuarios marianos van los hijos de María a rendirle culto, a venerarla.

La veneración a María no es una veneración cualquiera. Como dice un santo: “menos Dios cualquier alabanza es digna de ella”. El culto a los santos se llama dulía, el de San José protodulía y el de la Santísima Virgen hiperdulía, es decir, su culto está por encima del de los demás bienaventurados. Es un culto intermedio entre la “latría”, adoración sólo debida a Dios, y la “dulía” o veneración a los santos. Y es a María, confidente benigna, que van a rendir culto sus hijos. Sólo ella conoce el interior de sus hijos y ellos secretamente van y le abren el corazón a ésta Madre buena porque conocen cuánto los ama y cuán dispuesta está a favorecerlos. A ella confían sus necesidades, sus dolores, sus alegrías, sus sacrificios, sus promesas, su entrega, sus generosidades.

Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones… y esto se cumple en todos los santuarios del mundo. Van los hijos de María a venerarla y a elogiarla por su grandeza, por sus títulos y en especial por ser la Madre de Dios.

Muchos critican la devoción a María porque para ellos es restar gloria a Jesús, y no es así. Si en la vida natural los hijos se enorgullecen de las alabanzas que hacen a sus padres y los padres se alegran cuando hablan bien de sus hijos ¡cuánto más sucederá esto entre María y Jesús!; Jesús ha elegido a María para que fuese su Madre y todo el que la honra se hace muy agradable a Jesús y a Dios.

No tengamos miedo de venerar con todo nuestro corazón a esta Madre bendita y no tengamos reparo alguno en entregarnos enteramente a ella, en rendirle culto y ofrecerle todo nuestro ser. En esto Jesús se complace y viene a este corazón amante de su Madre y se entrega sin reservas. A Jesús llegaremos por María. Ella es el mejor camino para llegar a Él.

 ¿Por qué es necesario el culto a María?

Confieso con toda la iglesia que no siendo María sino una pura creatura salida de las manos del Altísimo, comparada con su Majestad Infinita, es menos que un átomo, o más bien es nada, porque sólo Dios es Aquel que es y, por consiguiente, este gran Señor, siempre independiente y suficiente en sí mismo, jamás ha tenido ni tiene, aun ahora, en absoluto necesidad de la Santísima Virgen para cumplir su voluntad y manifestar su gloria, puesto que a Él le basta querer para hacer las cosas.

Digo, sin embargo, que, supuestas las cosas como son, habiendo querido Dios comenzar y acabar sus mayores obras por la Santísima Virgen desde que la formó, hemos de creer que no cambiará su conducta en los siglos de los siglos, porque es Dios y no puede variar en sus sentimientos ni en su proceder[2].

Y luego San Luis María explica esta necesidad por el hecho de que María ha sido insertada en el misterio de Cristo, en el de su Encarnación y en los demás misterios de su vida pública.

            “Dios Padre no ha dado al mundo su Unigénito sino por María […] El mundo no era digno, dice San Agustín, de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de las manos del Padre; por eso Éste lo ha entregado a María para que de sus manos lo recibiera el mundo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo ha formado a Jesucristo en María, pero después de haber pedido a ésta su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte.

            Dios Padre ha comunicado a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura, era capaz de recibirla, para concederle el poder de producir a su Hijo y a todos los miembros de su cuerpo místico.

            Dios Hijo ha descendido a su seno virginal, como el nuevo Adán al Paraíso terrestre, para hallar en él sus complacencias y obrar allí en secreto las maravillas de la gracia […]

Ella es la que únicamente lo ha amamantado, alimentado, mantenido, educado y sacrificado por nosotros […]

¡Oh qué gloria tan subida damos a Dios cuando, para agradarle, nos sometemos a María, a ejemplo de Jesucristo, que es nuestro único modelo!

Si examinamos de cerca el resto de la vida de Jesucristo, veremos que ha querido comenzar sus milagros por María […]

Como Dios Espíritu Santo no produce a ninguna otra persona divina, se ha hecho fecundo por el concurso de María, con quien se ha desposado […]

Esto no es querer decir que la Santísima Virgen de al Espíritu Santo la fecundidad, como si Éste no la tuviera; ya que , por ser Dios, tiene la fecundidad o la capacidad de producir […] Pretendo sólo decir que el Espíritu Santo, por el intermedio de la Santísima Virgen, de la cual, quiere servirse, a pesar de no haber tenido de Ella necesidad absoluta, redujo al acto su fecundidad, produciendo en Ella y por Ella a Jesucristo y a sus miembros: misterio de la gracia, que desconocen hasta los más sabios y espirituales entre los cristianos”[3].

Hay hombres que directamente niegan culto a la Santísima Virgen porque la consideran una mujer como otra cualquiera, una madre como cualquier otra. Dicen que tuvo más hijos.

Estos están completamente equivocados. María es la Madre de Jesús y Jesús es Dios. María en consecuencia es la Madre de Dios, es decir, su maternidad es maternidad como las demás pero su Hijo es Dios y por tanto su maternidad alcanza la cumbre entre las maternidades. Además su maternidad es sin concurso de varón por eso es virgen antes del parto, durante el parto y después del parto.

María había consagrado su virginidad a Dios pero Dios, al ver su humildad, la eligió para ser su Madre y fue Madre y Virgen como estaba profetizado por Isaías[4]. Su parto fue milagroso, extraordinario, aunque su alumbramiento fue en un lugar del todo ordinario, en un pesebre de animales.

Y fue virgen después del parto. Si la Sagrada Escritura habla de los hermanos de Jesús habla de sus parientes cercanos. María no tuvo más hijos. La Iglesia llama a María la Siempre Virgen.

Están equivocados los que niegan a María sus privilegios y, en definitiva, no la quieren tener por Madre porque si no la tienen por madre tampoco tienen a Dios por Padre. Porque el que desprecia a María se pone contra el querer de Dios que la ha elegido entre todas las mujeres, entre todos los hombres, para la misión especial de ser Corredentora y para ello la eligió como su Madre. Dios ha querido nacer de María ¡Cómo podríamos nosotros rechazar a esta Virgen gloriosa!

La humildad y la sencillez llevan a postrarse ante la Santísima María para rendirle culto y esto es lo que sucede en todas las iglesias y oratorios. Hijos sencillos y llenos de devoción van a rendir culto a la Virgen y en lo íntimo de su corazón, en conversación confiada, le cuentan sus inquietudes y anhelos. María la más humilde atrae a los humildes y repele a los soberbios.

Todos los hombres guardan en lo íntimo de su corazón un deseo de relacionarse con su madre. Es reprensible el hombre que no ama a su madre, a aquella que lo ha dado a luz, y María nos ha dado a luz a cada uno de nosotros. Somos hijos de Dios y hermanos de Jesús por María. Ella nos ha engendrado por los dolores del parto. Ella ha sufrido por nosotros al pie de la cruz. ¿A quién recurrirá aquel que no tiene Madre? ¿A quién acudirá aquel que rechaza a la que lo ha dado a luz? No podemos negar que tenemos una madre. Todos hemos nacido de madre. Nuestra madre nos engendra para esta vida. María nos dio a luz para la vida del cielo. ¿Cómo no cultivar en nosotros esta Rosa de Jericó? ¿Cómo no cultivar en nosotros el amor hacia ella? ¿Cómo no cultivar en nuestra alma sus virtudes?

María quiere a todos sus hijos pero a cada uno en particular. Ella es la confidente benigna de nuestros cultos. La que quiere que recurramos a Ella como hijos confiados para que nos llene de gracias.

Nuestro culto a María debe estar por encima del que le tenemos a todos los ángeles y santos. Debe estar en conexión con el de Jesús porque la relación entre ambos es estrechísima. María nos lleva a Jesús y Jesús nos mueve a amar más a María. Quien venera a María esté seguro que formará en su alma el fruto de sus entrañas. Quien cultiva en su corazón a esta bella planta tendrá la flor que ha nacido de Ella

[1] Presas, Nuestra Señora en Luján y en Sumampa…, 199

[2] V.D. nº 14-15…, 445

[3] V.D. nº 16-21…, 445-48

[4] 7, 14

Madre dulce y tierna

María es la madre dulce y tierna que lleva en sus brazos a sus hijo: es Madre dulce y tierna.

P. Gustavo Pascual

 

Este título es un atractivo hacia la Madre de Dios, título que inspira confianza absoluta.

La dulcedumbre se opone al amargor y la ternura a la brusquedad. Son virtudes de todos los hombres pero que especialmente sobresalen en las mujeres y sobre todo en la mujer que es madre.

Son virtudes que se practican entre los hombres, pero especialmente entre la madre y el hijo.

María es dulce y tierna para con nosotros sus hijos, para que con confianza nos acerquemos a ella, para que pongamos en su conocimiento nuestras necesidades. Ella, sin embargo, conoce nuestras necesidades porque está en el Cielo y ve en Dios todas las cosas. Ella se adelanta a socorrer a sus hijos confiados y les da lo que necesitan antes que se lo pidan como hizo en la tierra, especialmente en Caná; allí su caridad se adelantó a la necesidad de los novios y pidió para ellos a su Hijo un milagro, que hizo por el poder de su súplica, adelantar la hora de Jesús.

María es la madre dulce y tierna que lleva en sus brazos a sus hijos confiados y los mece con cariño y suavidad. Nos hace descansar cuando estamos fatigados, nos calma y nos da la paz cuando estamos enfadados o iracundos, hace graciosos y limpios nuestros pensamientos e imágenes cuando la tormenta de la concupiscencia toca nuestra alma, suaviza nuestra fatiga porque nos mece en su seno, consuela nuestras arideces porque nos llena de caricias y besos… como un niño en brazos de su madre, así espere el alma confiada en esta madre dulce y tierna.

¿Y cuándo nos portamos mal es recia y dura? No; nos corrige, eso sí, pero con suavidad; y nos busca porque ella también es pastora, nos busca como a la oveja descarriada y le avisa al Buen Pastor para que nos vaya a recoger. María nos corrige con dulzura para que nos acerquemos cada día más a su Hijo Jesús. Deja muchas veces que nos vayamos de su lado, aunque sabe que nos perjudicamos, para respetar nuestra libertad. Deja que le recriminemos tontamente que ya somos hijos grandes y que no necesitamos que nos lleve en sus brazos para respetar nuestro querer y para que experimentemos lo que no debiéramos: la dureza y la reciedumbre de la vida sin Cristo y sin ella, la miseria de la vida solitaria, de los que se quedan solos sin Cristo y sin María, sin el hermano y sin la madre; de los que experimentan la dureza del mundo sin Dios.

¿Quién te arropará en las noches crudas de invierno sino esta Madre dulce y tierna? ¿Quién te dará de comer comida blanda sino esta Madre amorosa? ¿Quién te cantará canciones de cuna para que te duermas en paz sino esta Madre buena? ¿Quién te llevará de la mano para que tu pie no tropiece sino María? ¿Quién te llevará por un camino fácil, seguro, perfecto y corto hacia el Cielo sino esta Madre dulce y tierna?

¡Cuántas veces estamos fríos en nuestra devoción!; a veces, por culpa nuestra, por ser negligentes en los ejercicios espirituales, por no prepararnos a ellos, por no darles la importancia que merecen, por pereza. También podemos estar faltos de devoción porque Dios nos prueba y nos deja en un estado de frialdad. El primer estado es culpable, el segundo es permisión divina, y no hay en él culpa alguna. Sin embargo, sea cual fuere la causa de nuestra frialdad María puede devolvernos, si es la voluntad de Jesús, el calor de la devoción, el amor fogoso por las cosas de Dios. Ella es la Madre dulce y tierna que nos ayudará con su intercesión y su gracia para que salgamos del estado de tibieza o para que tengamos paciencia en la prueba haciéndola corta y suave, y devolviendo a nuestra alma la devoción perdida.

Cuando lamentablemente nos estemos alimentando mal, cuando estemos comiendo comida dura que lastima nuestros dientes o cuando estemos alimentándonos con las bellotas de los puercos pidamos a María que venga en nuestra ayuda. Ella nos traerá el alimento que necesitamos, la comida adecuada a nuestras fuerzas y a nuestro estado espiritual. Por ella nos vendrá, si se lo pedimos, el alimento que deseamos sin saber, el alimento que nos fortalece en el camino y el que tiene todas las delicias. Ella nos traerá a Jesús sacramentado que es el alimento cumbre de nuestra vida interior.

¡Qué bien estamos aquí!, le dijo Pedro a Jesús en el monte de la transfiguración, y lo dijo porque su alma estaba en paz y llena de gozo. Qué bien se vive y se descansa con el alma en paz. La paz es como un arrullo a nuestra alma inquieta que la tranquiliza y la hace reposar; María nos traerá esta paz para que vivamos una vida serena, para que nuestras noches sean calmas como un cielo estrellado. Ella alejará de nosotros, por su paz, la turbulencia de las pasiones que nos inquietan en algunos momentos de nuestra vida. Con María viviremos en paz y gozo. Su voz melodiosa callará a los enemigos de nuestra alma y callará las vocingleras pasiones que conturban el alma.

Con María caminaremos seguros, sin tropiezos. Aunque somos grandes nos cuesta caminar sin riesgos. A veces nos caemos, otras tropezamos, otras nos desviamos de la senda que tenemos que seguir, confundidos por tantos carteles que nos invitan a apartarnos del sendero seguro. María nos quiere llevar con seguridad por el camino recto pero quiere que nos hagamos como niños, no nos quiere autosuficientes, quiere que nos abandonemos en ella y ella nos llevará seguros sin tropiezos, sin desvíos, sin caídas, sin peligros, al destino seguro del Cielo.

Ella es camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios en la cual consiste la perfección cristiana[1].

[1] Cf. San Luis María G. de Montfort, O.C., Tratado de la verdadera devoción nº 152-168, BAC Madrid 1954, 522-528. En adelante V.D.

 

Santa María, Madre de Dios

(Homilía para el 1º de enero)

En el siglo V surgió una herejía llamada nestorianismo, la cual afirmaba que el Hijo de Dios se sirvió del hombre Jesús solamente como de un instrumento. De esto se deriva que la humanidad de Cristo, que fue la que sufrió en la pasión, no pudo redimir al mundo con una redención superabundante e infinita, pues era limitada. Tampoco, entonces, se puede decir que “el Verbo se hizo carne”. Jesús y el Hijo de Dios eran así dos personas distintas.

La consecuencia de esta herejía respecto a María santísima sería que ella habría dado a luz al hombre en el que habitó el Verbo, y por lo tanto no sería la Madre del Hijo de Dios.

Cuenta la historia que un día un discípulo de Nestorio en un sermón dijo que María no era la verdadera Madre de Dios sino sólo del hombre Jesús, pero en ese mismo momento el pueblo fiel comenzó a gritar “¡Theotokos!, ¡Theotokos!” (Madre de Dios), manifestando así la firmeza de su fe en el misterio que hoy celebramos: María como Madre de Dios.

Su maternidad

Escribe el P. Hurtado en un libro de moral social: El modo de vida femenina, su innata disposición, es la maternidad. Toda mujer nace para ser madre: madre, en el sentido físico de la palabra, madre en el sentido más espiritual y exaltado, y no por eso menos real. La mujer que es verdaderamente mujer contempla los problemas de la vida siempre a la luz de la familia, y su sensibilidad exquisita advierte cualquier peligro que amenaza pervertir su misión de madre, o que se cierne sobre el bien de la familia.

María santísima, permaneciendo Virgen por gracia divina, cumplió su vocación natural de Madre, pero además fue preparada por Dios desde toda la eternidad para una misión única, exclusiva, irrepetible, y que la puso por sobre todas las creaturas: ser Madre de Dios.

Ser madre significa trabajo, esfuerzo, paciencia, magnanimidad, renuncia, a veces dolor, etc., pero sobre todo significa amor, cuidado, protección, preocupación, atención, etc. La Virgen María es el único caso en el que “la madre fue hecha según el hijo y no el hijo según la Madre”, porque Dios la quiso inmaculada, para que pudiese portar a su Hijo como el más purísimo de los tabernáculos, como el más perfecto sagrario.

Importancia

Habiendo dejado esto en claro, ahora nos podemos preguntar acerca de la importancia de la maternidad divina para nuestra fe.

Escribía un autor: “La maternidad divina es la base de la relación de María con Cristo; de aquí que es la base de su relación con la obra de Cristo, con el Cristo total, con toda la Teología y el cristianismo; es, por lo tanto, el principio fundamental de toda la Mariología” (Cyril Vollert).

Cuando Dios asumió a María como madre, estableció una relación única con la humanidad, ya que por medio de la Virgen es que Dios entra en contacto directo con nuestra naturaleza, a la vez que María comienza a ocupar un lugar exclusivo en nuestra relación con Dios, como nos enseñan los autores marianos: Cristo nos vino por María y por ella podemos llegar más perfectamente a Dios.

Para comprender mejor esta relación única de María con Dios podemos considerar lo que implica la vida de cualquier buena mamá respecto a un hijo: le da su sangre y sus cuidados, lo trae al mundo, luego lo protege, los abraza, lo resguarda, lo acompaña en su crecimiento y desarrollo, y se alegra de sus alegrías, etc. Ahora apliquemos todo esto a la Virgen durante su vida con Jesús, el Hijo de Dios; pero agregando lo exclusivo, es decir, “cómo lo contemplaba, lo veía crecer, y guardaba todas esas cosas, todos esos sentimientos, en su corazón”

La Iglesia ha definido solemnemente como verdad de fe la maternidad divina de María en el Concilio Ecuménico III de Éfeso en el 431, pero la certeza sobre esta verdad venía desde mucho antes en los corazones de los creyentes, y anteriormente aun, en el eterno designio de Dios.

Si queremos honrar verdaderamente a Dios, debemos honrar también a aquella que nos lo trajo al mundo, aquella que mereció llevar en su vientre al Hijo de Dios, aquella cuyos brazos fueron su primera cuna y cuyos cuidados lo acompañaron durante su vida terrena.

A la Madre de Dios nos encomendamos, pidiéndole que nos alcance la gracia de imitarla especialmente en su preocupación por la gloria de Dios y en su fiel cumplimiento de la voluntad divina durante toda nuestra vida.

P. Jason

Divina Señora

Señora es uno de los nombres de María. María significa Señora[1]. Pero María, es una Señora muy especial, es una “Divina Señora”.

P. Gustavo Pascual, IVE

 

María es Señora por ser la Madre del Señor. Jesús recién recibió el título de Señor, como Dios, después de la resurrección aunque lo poseía eternamente, cuando los primeros cristianos lo llamaban Señor[2], igualándolo a Dios o mejor reconociéndolo Dios, dándole el título que sólo a Dios se daba en el Antiguo Testamento. Pero Jesús es Señor, desde toda la eternidad porque es Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo, la Sabiduría, la Palabra hecha hombre. Igual a Dios, Dios[3]. Por eso también, Jesucristo es Señor por naturaleza, y en consecuencia, su Madre también es Señora, la Madre del Señor[4]. María es Señora por derecho natural.

María es Señora, por ser Madre del Redentor de los hombres, el que fue exaltado por Dios y se le otorgó el nombre de Señor, para que al nombrarlo, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos[5], pero no sólo, por ser Madre del que conquistó toda la creación para Dios, sino, porque también ella participó de esta obra de recreación padeciendo con su Hijo la muerte en la cruz. María es Señora por derecho de conquista.

María ha enseñoreado, junto con su Hijo, toda la creación. A ella alaban el cielo y la tierra. Ante ella tiemblan los habitantes del abismo al pronunciarse su nombre. María ha conquistado, al pie de la cruz, a todos los hombres y es Madre y Señora de todos nosotros. Nos ha conquistado, compadeciendo con su Hijo, pero también, dándonos a luz.

La Virgen María es la Gran Señora que nos enseña a hacer las obras con magnanimidad, con distinción, con perfección, por amor a la verdad y con simplicidad, porque estas son las notas, que manifiestan el verdadero señorío. El señorío, más que un título heredado, se concreta en el obrar.

Ser Señor es obrar con alma grande y María obró siempre con magnanimidad. Dijo: “engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso”[6]. Exultación de un alma grande que alaba al Ser Infinito. ¿Qué cosas grandes ha hecho Dios en María? La ha hecho su Madre. Pero si bien es obra de Dios sólo, la grandeza de su Madre, no es obra de Él solo, el que sea su Madre, porque Dios, como amante glorioso esperó el sí de su amada criatura, y ella pronunció su sí, secundando la moción del Espíritu Santo, que la movía a ser Madre de Dios. El sí de María procede de un alma grande que se entrega, sin condiciones, a la vocación divina.

Dios ha hecho de María una Madre Virgen y es una obra única de Dios, juntar en una misma persona, la virginidad y la maternidad. María concibió y dio a luz al Verbo de Dios y permaneció virgen ante la admiración de cielo y tierra. ¡Obra prodigiosa de Dios, obra grande, obra magnánima!

Dios ha hecho de María una Corredentora, asociándola singularmente, a la obra redentora de su Hijo; la ha hecho Reina y Señora de toda la creación por ser la Madre del Rey de reyes y Señor de señores, pero también, la ha hecho Reina y Señora porque ella ha conquistado estos títulos por la compasión al pie de la cruz.

María es Señora porque su obrar es con distinción. Desde que contestó sí al Señor, y durante toda su vida, sus obras han tenido este toque característico. Ella cuando el ángel le dio a conocer el mensaje divino, preguntó con delicadeza, cómo se haría aquello, puesto que no conocía varón, y el ángel le reveló la manera: concebirás por obra del Espíritu Santo.

María con distinción pidió el primer milagro de su Hijo, con distinción recibió a los reyes de oriente, con distinción acogió a Juan cuando Jesús se lo dio por hijo, con distinción recibió a su Hijo al pie de la cruz, con distinción de Señora, mantuvo la esperanza despierta, hasta el momento de la resurrección del Señor y sostuvo la fe de los apóstoles, y finalmente, el toque de distinción excelso de su dormición y asunción al Cielo.

María como gran Señora ha hecho las obras con perfección. Ella pudo decir al final de su existencia terrena “todo está cumplido”. Realizó todas sus obras con total fidelidad a la voluntad de Dios y con la perfección que Él se lo pedía, porque las obras divinas, llevan el toque de lo perfecto y este toque dio María a su obrar terreno.

El señorío de María se nota en su amor a la verdad. Ella imitó perfectamente a su Hijo, que es la Verdad, y ella misma se hizo verdad. María es la verdad de Cristo, la verdad en sus palabras, y sobre todo, la verdad en su obrar. Sus obras y todo su ser son simples. Su existencia es simple y por tanto veraz. Simplicidad que habla de la entrega absoluta y sin reservas a Dios, sin otro amor, que sólo Dios. Esta gran Señora sobresale por la grandeza de su simplicidad que mira a una sola cosa, a contemplar y vivir, sólo para Dios.

 

[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Lucas (IV), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1946, San Beda a Lc 1, 27.

[2] Título divino de Jesús resucitado, Hch 2, 36; Flp 2, 11ss., que Lucas le concede desde su vida terrena, con más frecuencia que Mt, Mc. Lc 7, 13; 10, 1.39.41; 11, 39 etc.

[3] Cf. Jn 1, 1

[4] Lc 1, 43

[5] Flp 2, 9-10

[6] Lc 1, 46-49

Dispensadora de tiernísimas finezas

“En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.”

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

María es la dispensadora de todas las gracias que proceden de Dios a los hombres. Todos los méritos y gracias que nos ha conseguido Jesús en su Pascua, quiere, es su voluntad, que nos las alcance María, de tal manera, que ninguna gracia deje de pasar por ella. En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.

María es dispensadora de gracias por haber sufrido con Cristo en el Calvario, unida a Él, y en comunión de padecimientos. Ella en la cruz comenzó a ser Corredentora de los hombres, y también, Mediadora entre nosotros y Jesús. Ella distribuye todas las gracias de Jesús sobre sus hijos.

María es Dispensadora de grandes gracias y de pequeñas gracias, de tiernísimas finezas, que muchas veces, desconocemos por no contemplarlas con detenimiento.

Vivimos absortos en las cosas de la tierra, y esto resta a nuestra vida contemplación de las cosas celestiales. Si contempláramos cada una de las maravillas que hace Dios en nuestra vida nos admiraríamos. Si contemplásemos cómo Dios nos dispensa cada día tiernísimas finezas por María se encendería en nosotros una hoguera de amor.

La Santísima Virgen mostró en Caná una de estas tiernísimas finezas para con sus hijos. En una boda en Galilea, el vino es un elemento importante, para el clima de fiesta y alegría. Sin embargo, en aquella ocasión los novios no habían calculado bien la cantidad y en medio de la fiesta se les terminó el vino. Jesús y María estaban allí, pero fue María la que observó este detalle. Jesús lo sabía, como también sabía lo que iba a hacer en aquella ocasión, pero fue su Madre la que vio la necesidad de aquellos esposos y pidió el milagro a su Hijo: “No tienen vino”[1]. María presentó el problema y esperó en su Hijo. “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Y María dijo confiadamente: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús realizó por intercesión de su Madre el primer milagro.

María dispensó en aquella ocasión a los esposos un pequeño detalle que los hizo felices y los hizo creer en el invitado de Nazaret. También sus discípulos creyeron en Él.

María tuvo también detalles de ternura para con su Hijo: “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”[2] cuando Jesús era pequeño. Lo tuvo entre sus brazos, lo amamantó, y lo estrecho contra su pecho. Lo cuidó incansablemente, y después de darlo a luz en una cueva, lo llevó a una casa de Belén donde los magos la encontraron cuidando a su Hijo[3]. Lo llevó al Templo, y allí de sus brazos, lo recogió Simeón para presentarlo al Señor[4]. Lo llevó muchas veces a Jerusalén para la fiesta de Pascua[5]. Lo cuidó, lo crió y lo fue educando en Nazaret viéndolo crecer en sabiduría y en gracia[6].

Si observamos con detenimiento nuestra vida, notaremos esas finezas de María, para con nosotros. Pequeños detalles que como antes dije, muchas veces, los pasamos por alto.

La caridad tiene esos pequeños detalles. No sólo se demuestra por las obras, sino por las obras realizadas con perfección, y hay detalles que coronan las obras buenas y les dan ese toque de perfección y de sorpresa que las hace excelentes.

La tiernísima fineza de la caridad de María en la visita a su prima es un ejemplo: el ángel le insinúa el embarazo de su prima y ella va presurosa para ayudarla y se está con ella hasta que da a luz.

La fineza de María en la confianza en Dios cuando calla ante su prometido José. No se excusa, no manifiesta su inocencia con gestos o hechos, sino que calla, confiando plenamente en Dios, con ese detalle propio de las almas santas entregadas sin reserva al amor de Dios.

Cada uno de nosotros puede y debería revisar en su vida los detalles de amor que la Madre ha tenido con nosotros. Cuando hemos estado tristes, cuando hemos estado lejos de Jesús, en el momento de convertirnos, en la atracción por el rezo del santo rosario, en el amor a ella, en la veneración a sus imágenes, en la manifestación sencilla del pueblo de Dios que nos trasmite su fe, en los ejemplos de los santos y de la jerarquía de la Iglesia, en la salud de los enfermos con los cuales nos hemos encontrado en nuestra vida, en la conversión de los sectarios que han pedido en los momentos extremos su compañía…

Detalles exquisitos, tiernísimas finezas, que contempladas nos hacen crecer en amor a ella. Dejemos que esta contemplación inunde nuestro corazón y lo encienda. Imitemos su ejemplo y seamos como ella dispensadores de amor para con nuestros hermanos, pero, con ese toque que ella nos enseña. Caridad dispensada con tiernísimas finezas.

 

[1] Jn 2, 1ss.

[2] Lc 2, 7

[3] Mt 2, 11

[4] Lc 2, 28

[5] Lc 2, 41ss.

[6] Lc 2, 52