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Cuatro clases de pecados

Texto tomado de

“Teología de la perfección cristiana”

P. Royo Marín

 

Podemos distinguir cuatro clases de pecados, que señalan otras tantas categorías de pecadores, de menor a mayor.

Los pecados de ignorancia

No nos referimos a una ignorancia total e invencible—que eximiría enteramente del pecado—, sino al resultado de una educación antirreligiosa o del todo indiferente, junto con una inteligencia de muy cortos alcances y un ambiente hostil o alejado de toda influencia religiosa. Los que viven en tales situaciones suelen tener, no obstante, algún conocimiento de la malicia del pecado. Se dan perfecta cuenta de que ciertas acciones que cometen con facilidad no son rectas moralmente. Acaso sienten, de vez en cuando, las punzadas del remordimiento. Tienen, por lo mismo, suficiente capacidad para cometer a sabiendas un verdadero pecado mortal que los aparte del camino de su salvación.

Pero al lado de todo esto es preciso reconocer que su responsabilidad está muy atenuada delante de Dios. Si han conservado el horror a lo que les parecía más injusto o pecaminoso; si el fondo de su corazón, a pesar de las flaquezas exteriores, se ha mantenido recto en lo fundamental; si han practicado, siquiera sea rudimentariamente, alguna devoción a la Virgen aprendida en los días de su infancia; si se han abstenido de atacar a la religión y sus ministros, y sobre todo, si a la hora de la muerte aciertan a levantar el corazón a Dios llenos de arrepentimiento y confianza en su misericordia, no cabe duda que serán juzgados con particular benignidad en el tribunal divino. Si Cristo nos advirtió que se le pedirá mucho a quien mucho se le dio (Lc 12,48), es justo pensar que poco se le pedirá a quien poco recibió.

Estos tales suelen volverse a Dios con relativa facilidad si se les presenta ocasión oportuna para ello. Como su vida descuidada no proviene de verdadera maldad, sino de una ignorancia profundísima, cualquier situación que impresione fuertemente su alma y les haga entrar dentro de sí puede ser suficiente para volverlos a Dios. La muerte de un familiar, unos sermones misionales, el ingreso en un ambiente religioso, etc., bastan de ordinario para llevarles al buen camino. De todas formas, suelen continuar toda su vida tibios e ignorantes, y el sacerdote encargado de velar por ellos deberá volver una y otra vez a la carga para completar su formación y evitar al menos que vuelvan a su primitivo estado.

Los pecados de fragilidad

Son legión las personas suficientemente instruidas en religión para que no se puedan achacar sus desórdenes a simple ignorancia o desconocimiento de sus deberes. Con todo, no pecan tampoco por maldad calculada y fría. Son débiles, de muy poca energía y fuerza de voluntad, fuertemente inclinados a los placeres sensuales, irreflexivos y atolondrados, llenos de flojedad y cobardía. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, «quisieran» ser uno de ellos, pero les falta el coraje y la energía para serlo en realidad. Estas disposiciones no les excusan del pecado; al contrario, son más culpables que los del capítulo anterior, puesto que pecan con mayor conocimiento de causa. Pero en el fondo son más débiles que malos. El encargado de velar por ellos ha de preocuparse, ante todo, de robustecerlos en sus buenos propósitos, llevándolos a la frecuencia de sacramentos, a la reflexión, huida de las ocasiones, etc., para sacarlos definitivamente de su triste situación y orientarlos por los caminos del bien.

Los pecados de frialdad e indiferencia

Hay otra tercera categoría de pecadores habituales que no pecan por ignorancia, como los del primer grupo, ni les duele ni apena su conducta, como a los del segundo. Pecan a sabiendas de que pecan, no precisamente porque quieran el mal por el malo sea, en cuanto ofensa de Dios—, sino porque no quieren renunciar a sus placeres y no les preocupa ni poco ni mucho que su conducta pueda ser pecaminosa delante de Dios. Pecan con frialdad, con indiferencia, sin remordimientos de conciencia o acallando los débiles restos de la misma para continuar sin molestias su vida de pecado.

La conversión de estos tales se hace muy difícil. La continua infidelidad a las inspiraciones de la gracia, la fría indiferencia con que se encogen de hombros ante los postulados de la razón y de la más elemental moralidad, el desprecio sistemático de los buenos consejos que acaso reciben de los que les quieren bien, etc., etc., van endureciendo su corazón y encalleciendo su alma, y sería menester un verdadero milagro de la gracia para volverlos al buen camino. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte eterna será deplorable.

El medio quizá más eficaz para volverlos a Dios sería conseguir de ellos que practiquen una tanda de ejercicios espirituales internos o los admirables cursillos de cristiandad con un grupo de personas afines (de la misma profesión, situación social, etc.). Aunque parezca extraño, no es raro entre esta clase de hombres la aceptación «para ver qué es esos de una de esas tandas de ejercicios o cursillos, sobre todo si se lo propone con habilidad y cariño algún amigo íntimo. Allí les espera—con frecuencia—la gracia tumbativa de Dios. A veces se producen conversiones ruidosas, cambios radicales de conducta, comienzo de una vida de piedad y de fervor en los que antes vivían completamente olvidados de Dios. El sacerdote que haya tenido la dicha de ser el instrumento de las divinas misericordias deberá velar sobre su convertido y asegurar, mediante una sabia y oportuna dirección espiritual, el fruto definitivo y permanente de aquel retorno maravilloso a Dios. Algo parecido a esto suele ocurrir en los admirables «cursillos de cristiandad».

Los pecados de obstinación y malicia

Hay, finalmente, otra cuarta categoría de pecadores, la más culpable y horrible de todas. Ya no pecan pbr ignorancia, debilidad o indiferencia, sino por refinada malicia y satánicatinación. Su pecado más habitual es la blasfemia, pronunciada precisamente por odio contra Dios. Acaso empezaron siendo buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco; sus malas pasiones, cada vez más satisfechas, adquirieron proporciones gigantescas, y llegó un momento en que se consideraron definitivamente fracasados. Ya en brazos de la desesperación vino poco después, como una consecuencia inevitable, la defección y apostasía. Rotas las últimas barreras que les detenían al borde del precipicio, se lanzan, por una especie de venganza contra Dios y su propia conciencia, a toda clase de crímenes y desórdenes. Atacan fieramente a la religión —de la que acaso habían sido sus ministros—, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, ingresan en las sectas anticatólicas, propagando sus doctrinas  malsanas con celo y ardor inextinguible, y, desesperados por los gritos de  su conciencia—que chilla a pesar de todo—, se hunden más y más en el  Es el caso de Juliano el Apóstata, Voltaire y tantos otros menos conocidos, pero no menos culpables, que han pasado su vida pecando contra  la luz con obstinación satánica, con odio refinado a Dios y a todo lo santo.  Diríase que son como una encarnación del mismo Satanás. Uno de estos  desgraciados llegó a decir en cierta ocasión: «Yo no creo en la existencia  del infierno; pero si lo hay y voy a él, al menos me daré el gustazo de no  inclinarme nunca delante de Dios» Y otro, previendo que quizá a la hora de la  muerte le vendría del cielo la gracia del arrepentimiento, se cerró voluntariamente a cal y canto la posibilidad de la vuelta a Dios, diciendo a sus  amigos y familiares: «Si a la hora de la muerte pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis; es que estaré delirando».

La conversión de uno de estos hombres satánicos exigiría un milagro  de la gracia mayor que la resurrección de un muerto en el orden natural.  Es inútil intentarla por vía de persuasión o de consejo; todo resbalará como  el agua sobre el mármol o producirá efectos totalmente contraproducentes.  No hay otro camino que el estrictamente sobrenatural: la oración, el ayuno,  las lágrimas, el recurso incesante a la Virgen María, abogada y refugio de  pecadores. Se necesita un verdadero milagro, y sólo Dios puede hacerlo. No  siempre lo hará a pesar de tantas súplicas y ruegos. Diríase que estos desgraciados han rebasado ya la medida de la paciencia de Dios y están destinados a ser, por toda la eternidad, testimonios vivientes de cuán inflexible y  rigurosa es la justicia divina cuando se descarga con plenitud sobre los que  han abusado definitivamente de su infinita misericordia.

Prescindamos de estos desgraciados, cuya conversión exigiría un verdadero milagro de la gracia, y volvamos nuestros  ojos otra vez a esa muchedumbre inmensa de los que pecan  por fragilidad o por ignorancia; a esa gran masa de gente que  en el fondo tienen fe, practican algunas devociones superficiales y piensan alguna vez en las cosas de su alma y de la eternidad, pero absorbidos por negocios y preocupaciones mundanas, llevan una vida casi puramente natural, levantándose y  cayendo continuamente y permaneciendo a veces largas temporadas en estado de pecado mortal. Tales son la inmensa mayoría de los cristianos de «programa mínimo» (misa dominical, confesión anual, etc.), en los que está muy poco desarrollado el sentido cristiano, y se entregan a una vida sin horizontes sobrenaturales, en la que predominan los sentidos sobre la  razón y la fe y en la que se hallan muy expuestos a perderse.

¿Qué se podrá hacer para llevar estas pobres almas a una  vida más cristiana, más en armonía con las exigencias del bautismo y de sus intereses eternos?

Ante todo hay que inspirarles un gran horror al pecado  mortal.

La mansedumbre, una virtud que conquista…

“Aprended de mí, que soy manso

y humilde de corazón”

(Jesucristo)

P. Jason Jorquera M.

    

The Children with the ShellFrancisco de Zurbaran

“El monje magnánimo es una fuente tranquila, una bebida agradable ofrecida a todos, mientras la mente del iracundo se ve continuamente agitada y no dará agua al sediento y, si se la da, será turbia y nociva; los ojos del animoso están descompuestos e inyectados de sangre y anuncian un corazón en conflicto. El rostro del magnánimo muestra cordura y los ojos benignos están vueltos hacia abajo”. (Evagrio Póntico)

     Santo Tomás cita a Aristóteles (Ética, libro IV) para decir que la mansedumbre es la virtud que modera la ira. En seguida la distingue de la clemencia, que es la benevolencia del superior para con el inferior al momento de imponer el justo castigo; “pero la mansedumbre no sólo es propia del superior para con el inferior, sino de un hombre para con otro indistintamente. Luego la mansedumbre y la clemencia no son exactamente lo mismo”[1].

     Es esencial a las virtudes morales la sujeción del apetito respecto de la razón, como escribe el Filósofo en I Ethic. […] En cuanto a la mansedumbre, modera la ira […] en conformidad con la recta razón, como se dice en IV Ethic. . Es, pues, evidente que tanto la clemencia como la mansedumbre son virtudes[2].

Naturaleza y objeto de la mansedumbre

     «La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón. Su materia propia es, por tanto, la pasión interna de la ira; la rectifica y modera de modo tal que no se levante sino cuando sea necesario y en la medida en que sea necesario; se dice, así, que modera “el apetito de venganza” pues se ocupa de las pasiones íntimas que se rebelan contra la injuria y postulan venganza. Esto puede resultar difícil de comprender si tomamos el término “venganza” en sentido vulgar, que ha devenido peyorativo en nuestro tiempo; debemos comprenderla en el sentido clásico de “castigo”. No todo castigo es malo; hay castigos justos e injustos, y la pasión que surge en el apetito sensible irascible ante un mal presente y vencible es de suyo indiferente, pues puede dar origen tanto a un movimiento justo como a uno injusto; es la razón la que debe regular la correcta reacción frente a los males que nos amenazan. La mansedumbre se encarga de hacer esto virtuosamente y tiene gran importancia en la vida moral y especialmente en la vida cristiana pues Jesucristo mandó imitar su propia mansedumbre (cf. Mt 11,29).

Como acabamos de indicar reside en el apetito irascible, como la ira que debe moderar»[3].

     Es importante señalar que la mansedumbre o dulzura es enumerada entre las bienaventuranzas en Mt 5,4 y entre los frutos en Gál 5,23. Recordemos que las bienaventuranzas son actos de virtudes, mientras que los frutos son gozo en los actos de virtud. Por eso –dice santo Tomás- no hay inconveniente en considerar a la mansedumbre como virtud, como bienaventuranza y como fruto.

A continuación la consideraremos, en consecuencia, como verdadera y, por lo tanto, noble virtud.

Parte integral de la templanza

     «Asignamos partes a las virtudes principales en cuanto que las imitan en materias secundarias, principalmente en cuanto al modo de obrar, que es lo más característico de la virtud y lo que le da nombre. Así, el modo y el nombre de justicia designan cierta igualdad; el de la fortaleza, firmeza; la templanza, freno, en cuanto que frena las concupiscencias sumamente fuertes de los deleites del tacto. Por su parte, la clemencia y la mansedumbre designan también cierto freno en el obrar, ya que la clemencia disminuye las penas y la mansedumbre reprime la ira, como ya dijimos […]. Por eso ambas se relacionan con la templanza como virtud principal, es decir, son partes suyas»[4].

Excelencia de esta virtud

     «Un hombre afable, no solamente es manso y humilde para sí mismo, sino también agradable y útil para los otros; pero el hombre colérico, es malo para sí y pernicioso para los demás: porque no hay cosa más desagradable, penosa y molesta para todo el mundo, que una persona fácil a la ira; por el contrario, nada agrada tanto como un hombre que jamás se enoja»[5].

     «Bienaventurados los mansos porque ellos en la guerra de este mundo están amparados del demonio y los golpes de las persecuciones del mundo. Son como vasos de vidrio cubiertos de paja o heno, y que así no se quiebran al recibir golpes. La mansedumbre les es como escudo muy fuerte en que se estrellan y rompen los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con vestidura de algodón muy suave que les defiende sin molestar a nadie»[6]; «… pero el que es duro y soberbio, sujeto a la ira, es detestable a los ojos de Dios, ya tiene por alimento una porción de la amargura de los demonios, por vino la hiel de los dragones y por refresco el mortal veneno de los áspides»[7] ; en cambio «(A quien es paciente) nada puede apartarlo del amor de Dios, ni tiene necesidad de tranquilizar su ánimo, porque está persuadido de que todo es para bien; no se irrita, ni hay nada que le mueva a la ira, porque siempre ama a Dios, y a esto sólo atiende»[8].

     Respondiendo a las objeciones acerca de si la clemencia y la mansedumbre son las virtudes más excelentes, santo Tomás afirma que no, puesto que la principal es, obviamente, la caridad, y en cuanto a la naturaleza de la mansedumbre (y la clemencia, que trata juntas) tampoco pueden ser las virtudes más perfectas puesto que son parte integral de la templanza; sin embargo, en las respuestas a estas objeciones aclara de manera muy concisa la excelencia propia de estas virtudes como las demás en cuanto se ordenan al perfeccionamiento (santificación) del hombre y, en consecuencia, se vuelven sumamente importantes al momento de buscar la semejanza con Cristo:

 «La mansedumbre prepara al hombre para conocer a Dios quitando los obstáculos, y lo hace de dos modos. En primer lugar, haciendo al hombre dueño de sí mismo mediante la disminución de la ira, como ya dijimos (In corp.). Bajo un segundo aspecto, en cuanto que es propio de la mansedumbre el que el hombre no se oponga a las palabras de la verdad, lo cual sucede frecuentemente debido a los impulsos de la ira. Por eso dice San Agustín en II De Doct. Christ. : Ser dulce es no contradecir a la verdad de la Escritura, tanto si se entiende ésta en cuanto que fustiga algún vicio nuestro, como si no se entiende, como si por nosotros mismos fuéramos capaces de ser más sabios y de mandar mejor.

La mansedumbre y la clemencia hacen al hombre más grato a Dios por el hecho de concurrir al mismo efecto con la caridad, que es la principal de las virtudes: en tratar de apartar el mal del prójimo. La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto que se ordenan a un mismo efecto, cual es el de evitar el mal del prójimo»[9].

     «La mansedumbre del hombre es recordada por Dios y el alma apacible se convierte en templo del Espíritu Santo. Cristo recuesta su cabeza en los espíritus mansos y sólo la mente pacífica se convierte en morada de la Santa Trinidad.»[10]

Pecados contra la mansedumbre

     «(A la mansedumbre) se le oponen dos vicios: por falta de mansedumbre la ira desordenada y la iracundia; por exceso la blandura o falsa mansedumbre[11].

     La ira desordenada designa generalmente el movimiento rápido, el golpe de furor; iracundia, en cambio, suele emplearse para indicar el estado diuturno de animadversión y deseo de venganza. La ira es un deseo de venganza que responde a una injuria o a lo que se considera una injuria. Pero a la mansedumbre se opone también el exceso de blandura que, tal vez por parecerse más a la mansedumbre, muchas veces no es tenido en cuenta.

     La blandura excesiva es el pecado que omite la justa indignación contra el desorden simplemente por no molestarse en castigarlo.

     Santo Tomás cita las palabras de San Juan Crisóstomo: “El que no se irrita teniendo motivo comete pecado, porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos, sino también a los buenos”[12]. “Paciencia irracional”, la llama el gran moralista de Oriente. Suele llevar a graves consecuencias en el plano de la educación e instaura la constante transgresión de la justicia, aprovechándose de la incapacidad de administrar justicia, especialmente cuando este defecto se da en un superior»[13].

     De aquí que Jesucristo, siendo Dios y varón perfecto, no fue falto de mansedumbre al momento de expulsar a los vendedores del templo sino al contrario, pues lo movía el celo por la gloria de su Padre Celestial[14].

La enseñanza de los santos

Los santos gozan de una autoridad del todo especial en lo que respecta a las virtudes, ya que precisamente en ellas es que consiste la santidad, en su práctica habitual, “asimilada”, y en el eximio mérito que acompaña cada uno de los actos por ellas realizados, pues detrás de ellos se encuentra un arduo esfuerzo por conseguir el obrar virtuoso, y que en algunos casos ha implicado años e incluso toda una vida para conseguirlo. Dejemos, pues, que nos hablen aquellas almas que gozan ya de la gloria junto a Aquel que quisieron sinceramente imitar. He aquí algunos ejemplos:

San Francisco de Sales: “La soledad tiene sus asaltos, el mundo tiene sus peligros; en todas partes es necesario tener buen ánimo, porque en todas partes el Cielo está dispuesto a socorrer a quienes tienen confianza en Dios, a quienes con humildad y mansedumbre imploran su paternal asistencia” (San Francisco de Sales, Carta a su hermana, Epistolario, 761); “la humildad, pues, nos perfecciona en lo que mira a Dios, y la mansedumbre en lo que toca al prójimo.”

San Efrén: “La gloria de los cristianos es la humildad del corazón, la pobreza espiritual, la obediencia, la penitencia, la penitencia acompañada con lágrimas, la mansedumbre y la paz”.

San Juan Crisóstomo: “Dios no ama tanto a los hombres porque guardan la castidad, practican el ayuno, desprecian las riquezas y gustan de hacer limosna, como por la mansedumbre, humildad y arreglo de costumbres”; “el Señor conoce más que nadie la naturaleza de las cosas: él sabe que la violencia no se vence con la violencia, sino con la mansedumbre.” (Hom. sobre S. Mateo, 33).

San Gregorio Magno: “Se hizo hombre por los hombres, y se manifestó a ellos lleno de humildad y mansedumbre; no quiso castigar a los pecadores, sino atraerlos hacia sí; quiso primeramente corregir con mansedumbre, para tener en el día del juicio a quién salvar.” (San Gregorio Magno, Hom. 30 sobre los Evang.).

San Ignacio de Antioquía: “Tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros (Carta a S. Policarpo de Esmirna, 5).”

– “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de la mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio de ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio” […] (J PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, 7).

San Pablo, escribe a los gálatas: “Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo no seas también tentado” (Gál 6,1);

– a los efesios: “Así pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad” (Ef 4, 1);

– y a Tito: “Amonéstales que no sean pendencieros, sino modestos, dando pruebas de mansedumbre con todos los hombres.” (Tit 3, 1-2).

CONCLUSIÓN

«Hombre moderado es el que es “dueño de sí mismo”. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el «corazón». ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre «sea plenamente hombre». Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en «víctima» de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que «ser hombre» significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.»[15]

     El paradigma tanto de la templanza como de cualquier otra virtud, ciertamente que es el Hombre perfecto, Jesucristo; de Él debemos aprender a practicar las virtudes, en Él está la fuente viva de la santidad y, por lo tanto, mediante su asimilación por los actos que realicemos imperados por la caridad, se hace posible alcanzar esa mansedumbre que caracterizó su paso sobre la tierra y que a tantas almas arrastró a la conversión. Quitemos, pues, los impedimentos a “la gran obra de la salvación” en nosotros, mediante la firme resolución de imitar al Cordero de Dios, que nos repite constantemente:

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”

 

[1]Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.1, sobre la clemencia y la mansedumbre

[2] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[3] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág 92-93

[4] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.3

[5] San Juan Crisóst., Homl. 6, c. 2, sent. 264, Tric. T. 6, p. 355.

[6] F. de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4

[7] S. Cirilo de Alejandría,  sent. 18, Tric. T. 8, p. 103

[8] San Clemente de Alejandría, Strómata, 6

[9] Cfr.  S. Th. II-II q.157, art.4

[10] Evagrio Póntico, Sobre los ocho vicios malvados, Cap. X

[11] Cf. II-II, 158.

[12] II-II, 158, 8 sed contra.

[13] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág. 93-94

[14] Cf. Mt 21,12  Entró Jesús en el Templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Cf. También  Mc 11,15 y Jn 2, 14.

[15] San Juan Pablo II, Sobre la templanza, Aud. gen. 22XI-1978

El pecado de ira

Escandaloso destructor de la paz

 

La tranquilidad de nuestro corazón

depende de nosotros mismos.

El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros

 y no supeditado a la manera de ser de los demás.

El poder superar la cólera no ha de depender

de la perfección ajena, sino de nuestra virtud.”

 (Casiano, Instituciones, 8).

El pecado de ira

El pecado de ira a menudo resulta escandaloso. Es violento, agresivo, y a la vez capaz de manifestar la falta de dominio de sí y, por lo tanto, señal clara de que debemos trabajar por alcanzar la mansedumbre, aquella virtud que tantas veces conquista los corazones para Dios por el sólo hecho de asemejarnos a Aquel que la poseyó de manera perfecta, Jesucristo: manso y humilde de corazón.

Para este trabajo, sencillamente seguiremos la doctrina tomista respecto a este tema.

 «Con el nombre de ira designamos propiamente una pasión […] Ahora bien: las pasiones del apetito sensitivo son buenas en cuanto están reguladas por la razón; si excluyen el orden de ésta, son malas. Y este orden de la razón admite una doble consideración. En primer lugar, por razón del objeto apetecible al que tiende, que es la venganza. Bajo este aspecto, el desear que se cumpla la venganza conforme a la razón es un apetito de ira laudable, y se llama ira por celo. Pero si se desea el cumplimiento de la venganza por cualquier vía que se oponga a la razón, como sería el desear que sea castigado el que no lo merece, o más de lo que merece, o sin seguir el orden que se debe, o sin atenerse al recto orden, que es el cumplimiento de la justicia y la corrección de la culpa, será un apetito de ira pecaminoso. En ese caso se llama ira por vicio.

     En segundo lugar, podemos considerar el orden de la razón para con la ira en cuanto al modo de airarse: que no se inflame demasiado interior ni exteriormente. Si esto no se tiene en cuenta, no habrá ira sin pecado, aun cuando se desee una venganza justa»[1]

     Al ser un pecado capital, la ira tiene, además, la capacidad de engendrar numerosos otros pecados sobre lo cual debemos estar muy atentos, ya que una vez que ha echado raíces en nosotros, es mucho más fácil que éstos se propaguen perjudicialmente en detrimento tanto nuestro como de aquellos que tendrán que sufrirlos de parte nuestra: y así tenemos «… pecados interiores (indignación excesiva, rencor), de palabra (gritos, blasfemias, injurias) y de acción (riñas, golpes, heridas, etc.).

Cuando es sólo un movimiento desordenado de la sensibilidad suele no pasar de pecado venial. Cuando es un deseo plenamente consentido de venganza puede ser pecado mortal.

     Al ser un acto que ordinariamente se manifiesta al exterior, puede también conllevar escándalo del prójimo. No hay que confundir, sin embargo, esta emoción, con la justa indignación, que nace del amor a Dios, al prójimo, a la verdad, al bien, etc. y reacciona cuando alguno de estos bienes es atropellado. Pero la justa indignación nunca se desborda, no priva a la persona del dominio de sí, no escandaliza, ni actúa en forma desmedida[2]

     Santo Tomás afirma puntualmente seis hijas de la ira (pecados originados a partir de ella):

«La ira puede considerarse bajo tres aspectos.

      En primer lugar, en cuanto que está en el corazón. Así considerada, nacen de ella dos vicios. Uno nace por parte de aquel contra quien el hombre siente ira, y al que considera indigno de haberle hecho tal injuria; así nace la indignación. Otro vicio nace por parte de sí misma, en cuanto que piensa en varios modos de venganza y llena su alma de tales pensamientos, según lo que se dice en Job 15,2: ¿Es de sabios tener el pecho lleno de viento? Bajo esta consideración le asignamos la hinchazón de espíritu.

      En segundo lugar consideramos la ira en cuanto que está en la boca. Así mirada, se origina de ella un doble desorden. Uno, en cuanto que el hombre da a conocer su ira en el modo de hablar, tal como dijimos antes […] de aquel que dice a su hermano “raca”. A este concepto responde el clamor, que significa una locución desordenada y confusa. Y otro desorden es aquel por el cual el hombre prorrumpe en palabras injuriosas. Si éstas son contra Dios, tendremos la blasfemia; si son contra el prójimo, la injuria.

     En tercer lugar, se considera la ira en cuanto que pasa a la práctica. Bajo este aspecto nacen de ella las querellas, entendiendo por tales todos los daños que, de hecho, se cometen contra el prójimo bajo el influjo de la ira.»[3]

La ira en la Sagrada Escritura

          En la Sagrada Escritura aparece repetidas veces el tema de la ira del Señor contra el pueblo elegido a causa de su infidelidad. La justicia divina está en todo su derecho de molestarse con el pueblo que tantas e innumerables veces le había vuelto la espalda a quien le había prodigado tantos beneficios, e inclusive les seguía manteniendo y confirmando la promesa de la Tierra Prometida. Aquí, en cambio, nos referimos al pecado de los hombres, el cual a menudo está mezclado con la pasión de la ira y, por lo tanto, es mucho más proclive a la injusticia -como hemos dicho-, cuando se desata sin el correspondiente señorío de la razón. De ahí que explique tan admirablemente San Gregorio: « ¿Quién puede conocer lo grande de vuestra ira? El entendimiento humano es incapaz de comprender el poder de la ira Divina, porque obrando su providencia sobre nosotros del modo más oculto, nos recibe algunas veces favorablemente cuando nos parece que nos desampara, y tal nos desampara cuando creemos que nos recibe. Muchas veces es un efecto de su gracia, lo que llamamos efecto de su indignación, y lo que pensamos que es efecto de su gracia, lo es de su ira.»[4]

     La Sagrada Escritura, “la gran carta de Dios a los hombres” nos advierte ampliamente acerca del peligro y consecuencias de la ira cuando no está debidamente ordenada. Mencionemos por ahora sólo tres aspectos:

  • 1º) Acarrea el mal: “Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores, que será peor” (Sal 37,8); “Respuesta amable aplaca la ira, palabra hiriente enciende la cólera.” (Prov 15,1); “El iracundo promueve contiendas, el paciente aplaca las rencillas” (Prov 15,8); “Si un hombre alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?” (Eclo 28,3); La ira del rey es rugido de león: quien la provoca se daña a sí mismo (Prov 20,2).
  • 2º) Desagrada a Dios: “Rencor e ira también son detestables, ambas posee el pecador” (Eclo 27,30); “Porque la ira del hombre no realiza la justicia de Dios” (Stgo 1,20); “Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo…” (1Tes 5,9)
  • 3º) Se opone a la caridad: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1Ti 2,8); “Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira” (Stgo 1,19); “El hombre sensato domina su ira y tiene a gala pasar por alto la ofensa.” (Prov 19,11); “Los justos desean sólo el bien; los malvados esperan la ira.” (Prov 11,23); etc.

El combate contra la ira comienza por la templanza, es decir, por aprender a ser justamente moderados en nuestras acciones, y en concreto es la virtud de la mansedumbre –como hemos dicho al principio-, quien debe aniquilarla, ya que el iracundo no es agradable a Dios, como escribía Evagrio Póntico (345-399): “los pensamientos del iracundo son descendencia de víboras y devoran el corazón que los ha engendrado. Su oración es un incienso abominable y su salmodia emite un sonido desagradable.”

En conclusión, al igual que en los demás pecados, la ira se debe trabajar por medio de las virtudes, y en este caso debemos tener presente a aquella que se le opone directamente y que es la mansedumbre, todo esto mediante un serio esfuerzo espiritual, acompañado de una profunda e intensa vida de oración; y teniendo también siempre presente que: «para combatir la ira (o encauzarla) hay que luchar, ante todo, contra el amor propio que es su raíz (el humilde no se encoleriza porque jamás se siente propiamente humillado); crecer en el amor al prójimo especialmente en las virtudes de la misericordia y la mansedumbre. Recordando el ejemplo de los santos y, especialmente, el de Jesucristo que era manso y humilde de corazón[5]

P. Jason Jorquera. IVE.

[1] S. Th. II-II q.158, a2.

[2] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 283-284, EDIVE, 2007.

[3] S. Th. II-II q.158, a7.

[4] S. Greg. el Grande, lib. 5, c. 10, p. 145, sent. 9, Tric. T. 9, p. 232 y 233.

[5] P. Miguel Ángel Fuentes, Revestíos de entrañas de misericordia,  5ª edición, cap.5º “Los pecados capitales”, pág. 284, EDIVE, 2007.

El desaliento o desánimo

Enemigo de las almas que aspiran a las cosas grandes

 

P. Jason Jorquera M., IVE.

 

Habiendo tratado anteriormente acerca de la virtud de la humildad, parece ahora muy conveniente hablar un poco acerca de una grande y terrible tentación que posiblemente surgirá en el camino de quien quiera ser realmente humilde, y esta es la tentación del desánimo, la cual se origina cuando nos quedamos  tan sólo con el primer aspecto de la humildad, que es el reconocimiento de nuestras miserias, de nuestras limitaciones, de nuestra nada; pero olvidándonos de la infinita misericordia de Dios que se encuentra por encima de todas ellas y que, de hecho, quiere remediarlas. De ahí que en el título se mencione “la grandeza”, porque el alma verdaderamente humilde siempre aspira a hacer cosas grandes por Dios, “¿pero cómo?” –nos podríamos preguntar-, “¿cómo ir en pos de las alturas quien se sabe débil y necesitado?”, pues bien, si la humildad es verdadera, el alma comprende que su único apoyo es Dios, y si es justa con Él, se confiará ciegamente en sus manos y, en la medida de su docilidad, Dios obrará en ella cosas grandes, tal como lo hizo con la creatura más humilde de todas, quien por su humildad recibió la gracia única de llevar en su seno al Hijo de Dios. La humildad verdadera, entonces, no se queda egoístamente en sí misma, sino que sale de sí para confiarse enteramente en Dios, ya que sabe bien que no puede hacerlo con sus propias fuerzas, y como respuesta a esta confiada sinceridad, es Dios mismo quien se encarga de hacerla su fecundo instrumento. Expliquemos un poco más esta verdad.

La verdadera humildad pone los ojos en lo alto

Decimos que “la gracia supone la naturaleza” y no que la gracia “suprime” la naturaleza, pues entre estas dos afirmaciones hay un abismo: la gracia sobre eleva todo el trabajo de las virtudes que hayamos hecho y trabaja con eso, es decir, que si quiero esperar a tener las virtudes perfectas, en estado puro para dejarme guiar “recién allí” por el Espíritu Santo, entonces jamás lo haré, porque no existen las virtudes en estado puro en esta vida; pero sí existen las almas que trabajan seriamente por las virtudes… y a estas almas las bendice Dios. Es por esta razón que el verdaderamente humilde es por fuerza magnánimo y optimista, y esto –como dice san Alberto Hurtado- no es ser soñador, uno vive con los pies sobre la tierra… el otro [el de falsa humildad] vive sobre las nubes. La mayor causa de pesimismo [o desaliento] en esta vida, el mayor medio para sentirse desanimado podría ser la muerte, pero Jesucristo la venció. ¿Qué nos queda entonces para desanimarnos? ¿El pecado?, Cristo lo venció, nos dejó su gracia; ¿Nuestras miserias?, Cristo nos trajo la misericordia del cielo, ¿nuestra debilidad?, Cristo nos da las fuerzas; ¿el mundo?, Cristo también lo venció.

El mismo santo nos propone una excelente comparación, que si bien no la aplica directamente a este tema, nos es muy conveniente para ilustrar lo que venimos tratando:

Pregunto a un botánico:

-¿Cuál es la altura normal de la hiedra?

-No tiene altura normal…

-¿A qué altura puede llegar?

-A cualquier altura.

Esa planta es una paradoja: tiene sed de ascensión, e incapacidad de subir por sí misma… ¿Qué hace? Se aferra a otro ser: a un eucaliptus… sube y sube, el eucaliptus se cansa de subir, y la hiedra arriba tan fresca. Tiene la fuerza de su apoyo. Nunca aprendería a quedarse bien alto, y [sin embargo] por sí misma es incapaz de subir[1].

Imagen perfecta del hombre: ¡paradoja! Sed de subir, e incapacidad  de hacerlo por sí mismo. Busca un apoyo en las creaturas y cae con ellas, pero si me apoyo en Cristo ¡permanezco para siempre!; y la gran conclusión que se sigue de esta comparación es que “el hombre puede llegar tan alto cuanto más alto sea aquello en que se apoye”. Por eso el humilde sincero es magnánimo, es optimista y apunta siempre a lo grande; porque se sabe incapaz y miserable, ¿y entonces?, pues se apoya con confianza en Dios; y Dios lo eleva tanto cuanto permanezca apoyado con confianza en Él.

La sincera confianza en Dios, principal arma contra el desaliento

La confianza en Dios tiene su principal expresión en la oración, porque ésta es intérprete de la confianza: pido lo que confío recibir, porque confío recibir; y el motivo principal de confianza en Dios es que es nuestro Padre: Dios no permitiría ningún mal sino pudiera ni quisiera sacar mayores bienes para el alma a partir de ellos: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” dice san Pablo, incluso levantarme del pecado.

«Esta confianza es fruto de un magnánimo y humilde amor. Si Dios quita algo, aun con dolor, es Él y eso basta. La verdadera confianza en Dios elimina toda tristeza, y hace milagros en el alma ya que cuenta de su parte con la omnipotencia divina.»[2]

Hablando de la confianza escribe san Juan Crisóstomo: “Pero el alma que, vencida por el desaliento, se suelta de esta santa ancla, cae inmediatamente y perece sumergida en el abismo del mal. Nuestro adversario no ignora esto; por eso, en cuanto nos ve agobiados por el sentimiento de nuestras faltas, se lanza sobre nosotros e insinúa en nuestros corazones sentimientos de desaliento más pesados que el plomo. Si les damos acogida, ese mismo peso nos arrastra, nos soltamos de la cadena que nos sujetaba y rodamos hasta el fondo del abismo.”[3]; y san José María Escribá decía: “Ese desaliento, ¿por qué?, ¿Por tus miserias?, ¿Por tus derrotas, a veces continuas?, ¿Por un bache grande, grande, que no esperabas? Sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aun puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza. Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Ésta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontraras alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!”

Que María santísima, la Madre de Dios que en su humildad llegó a ser la creatura más grande por su total confianza en Dios, nos alcance la gracia de vencer el desaliento por nuestras miserias a fuerza de confianza en la misericordia infinita de Dios, la cual –por amor a la verdad, lo sabemos-, es más grande que nuestras miserias: ¡cómo no seguir adelante teniendo fe sincera en Dios!

[1] San Alberto Hurtado: “Emaús”, sermón, Tercer Domingo de Pascua – Ciclo A

[2] San Alberto Hurtado: “Búsqueda de Dios”

[3] San Juan Crisóstomo, Exhortación a Teodoro, 1

Virtudes y pecados del hombre de acción (II/II)

Los pecados de un hombre de acción

San Alberto Hurtado

Para un examen de conciencia

Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios.

Andar demasiado a prisa. Querer ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito.

No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.

Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios.

Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.

No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.

Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar.

Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.

Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativas; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud. Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.

Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.

Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.

No dormir bastante, ni comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.

Dejarse tomar por compensaciones sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años…

San Alberto Hurtado, “La búsqueda de Dios”, pp. 47-49; s45y26

Virtudes y pecados del hombre de acción (I/II)

Las virtudes del hombre de acción

San Alberto Hurtado

Transparencia

Hay que llegar a la lealtad total, a una absoluta transparencia, a vivir de tal manera que nada en mi conducta rechace el examen de los hombres, que todo pueda ser examinado. Una conciencia que aspira a esta rectitud siente en sí misma las menores desviaciones y las deplora: se concentra en sí misma, se humilla, halla la paz.

Humildad y magnanimidad

Considerarme siempre servidor de una gran obra. Y, porque mi papel es el de sirviente, no rechazar las tareas humildes, las modestas ocupaciones de administración, aun las de aseo… Muchos aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas grandes, pero hay tareas que todos rechazan, que ésas sean de preferencia las mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor que ponemos en ellas.

La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos, porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto de Él, y que todas mis superioridades frente a los demás de Él vienen.

Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerme con plenitud para una colaboración total.

Humildad es, por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo; darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios, y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio: Toda superioridad es para el bien común (Santo Tomás).

No soy yo el que cuenta, es la obra

No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderme en Él. Todo lo que yo agrego de puramente mío, está de más; mejor, es nada. No esperar reconocimiento, pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos; mirar lo que queda por hacer y saber que mañana habrá un nuevo golpe, y todo esto con alegría.

Munificencia, magnificencia, magnanimidad, tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar [algo] grande y bello. Piensa en otra cosa que en invertir y llenar los bolsillos de sus partidarios. El magnánimo piensa y realiza en forma digna de la humanidad: no se achica. Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está perdido de antemano. Algunos te dirán: “¡Cuidado con el orgullo!… ¿por qué pensar tan grande?”. Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más chico se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito, achicándose.

Grandeza y recompensa del militante en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor… ¿El éxito? ¡Abandonarlo a Dios!

San Alberto Hurtado,  “La búsqueda de Dios”, pp. 47-49; s45y26

Orgullo, enemigo acérrimo de la humildad

Para examinarnos con sinceridad…

Mons. Fulton J. Sheen

 

El hombre puede creer que se eleva sobre sus semejantes y sentirse superior a ellos en dos formas: por su sabiduría o por su poder, es decir, alabándose de lo que conoce, o usando dinero e influencia para alcanzar la supremacía. Tales formas de conducta siempre nacen del orgullo.

El orgullo de la primera clase, que es el orgullo intelectual, cambia de expresión según la moda de la época. En ciertos períodos de la Historia (cuando los ídolos públicos eran los hombres cultos y estimados por su intelectualidad) los soberbios pretendían poseer vastos conocimientos que realmente no eran suyos. Eran comunes los defraudadores intelectuales. Los que siempre desean parecer más que ser, pueden ser aplaudidos en su tiempo, fingiendo una intelectualidad que no les corresponde.

Esos defraudadores intelectuales son menos comunes hoy, porque nuestra sociedad no recompensa a los cultos con suficiente publicidad ni esplendor. Por ello, los mentecatos imitadores no ganan nada con fingirse intelectuales. Quedan trazas de esos elementos antiguos en ciertos círculos intelectuales donde se pregunta si uno ha leído tal libro o tal otro como prueba de si uno está culturalmente bien situado.

Hoy la forma más común del orgullo intelectual es negativa. El orgulloso no se exalta a sí mismo, pero procura humillar a los otros y así cumple al fin el mismo objetivo, que es el de encontrarse superior a sus compañeros. El cínico y el burlón constituyen ejemplos comunes del orgullo moderno. No fingen compartir la sabiduría de los cultos y se limitan a decirnos que lo que los sabios saben es falso, que las grandes disciplinas de la mente son un compuesto de absurdos pasados de moda, y que nada vale aprenderse porque todo es anticuado. El ignorante, al jactarse de su ignorancia, procura hacerse pasar por superior a los que saben más que él y da por hecho que conoce lo que ellos no, añadiendo que el estudio sólo sirve para perder el tiempo.

El ególatra de este tipo, que desprecia la ajena sabiduría, incurre en tanta culpa de orgullo como el seudo-intelectual a la antigua, que fingía una sabiduría que no se ha molestado en adquirir.

Los dos errores, el viejo y el nuevo, serían más raros si la educación insistiera más, que lo hace, en la receptividad. El niño se humilla ante los hechos y se sume en admiración de lo que ve. El maduro, muy a menudo, pregunta acerca de todo: «¿usaré esto para extender mi ego, para distinguirme entre todos y para hacer que la gente me admire más? » La ambición de usar el conocimiento para nuestros fines egoístas elimina la humildad necesaria en nosotros antes de aprender nada.

La soberbia intelectual destruye nuestra cultura y coloca una nube de egolatría ante nuestros ojos, lo que nos impide gozar de la vida que nos rodea. Cuando estamos ocupados en nosotros mismos no prestamos plena atención a las cosas o personas que cruzan nuestro camino, por lo cual no conseguimos en ninguna experiencia el regocijo que os pudiera dar. El niño pequeño sabe que lo es y acepta el hecho sin fingir ser grande, por lo que su mundo es un mundo de maravilla. Para todo chiquillo pequeño, su padre es un gigante.

La capacidad de maravillarse ha sido extinguida en muchas universidades. El hombre empieza interesándose en si es el primero o el último de la clase, o en si figura entre los medianos y pretende elevarse o no. Ese interés en si propio y en la calibración moral que tiene, envenena la vida de los orgullosos, porque pensar demasiado en uno mismo es siempre una forma de la soberbia.

El deseo de aprender, de cambiar y de crecer es una cualidad propia de quien se olvida a sí mismo y es realmente humilde.

El orgullo y el exhibicionismo nos imposibilitan el aprender, y hasta nos impiden enseñar lo que sabemos. Sólo el ánimo que se humilla ante la verdad desea transmitir su sabiduría a otras mentalidades. El mundo nunca ha conocido educador más humilde que Dios mismo, que enseñaba con parábolas sencillas y ejemplos comunes que se referían a ovejas, cabras y lirios del campo, sin olvidar los remiendos de las ropas gastadas, ni el vino de las botas nuevas.

El orgullo es como un perro guardián de la mente, que aleja la prudencia y la alegría de la vida. El orgullo puede reducir todo el vasto universo a la dimensión de un solo yo restringido a sí mismo y que no desea expandirse.

Fulton J. Sheen, Paz interior,

Ed. Planeta, Madrid, 1966, cap. 18, pp. 113-115

Virtudes cristianas: Humildad

La humildad, servidora de la verdad

 

Por san Alberto Hurtado

El fundamento de la humildad es la verdad… Es sierva de la verdad, y la Verdad es Cristo. El Principio y fundamento: ¿Quién es Dios y quién soy yo? Dios es la fuente de todo ser y de toda perfección. ¿Y yo?… De mí, cero.

Humildad en mis relaciones con Dios. Como consecuencia, debo estar totalmente entregado en cualquier oficio, a cualquier hora, sin excusas ni murmuraciones, ni disgustos, ni rebeliones interiores contra los planes de la Providencia sobre mi salud o el fracaso en una obra. El Señor quiere sellar el mundo con la Cruz.

Servir de la manera más natural, como algo que cae de su peso, sin que nunca le parezca que ya es tiempo de descanso… a toda hora, a cualquiera, aún a los antipáticos… No he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20,28). Póngale no más… Lo único que puede excusarme es el mejor cumplimiento de otro servicio.

¡Qué gran santidad! Siempre con una sonrisa… De la mañana a la noche en actitud de decir sí; y si es a media noche, también, sin quejarme, sin pensar que me han tomado para el tandeo… porque os tomarán, porque son pocos los comodines.

Humildad con mis superiores: Que me manden lo que quieran, cuando y como quieran. No se me pasará por la cabeza el criticarlos por criticarlos. Si a veces es necesario exponer una conducta para consultar, para desahogarme, para formarme criterio, que sea con una persona prudente, en reserva, y jamás en recreo o delante de personas imprudentes o como un desahogo de pasión.

Humildad con mis hermanos: Bueno, cariñoso, ayudador, alegrador, sirviéndolos porque Cristo está en ellos. Cuanto hicisteis a unos de estos, a mí me lo hicisteis (cf. Mt 25,40). Lo del vaso de agua. Si abusan, tanto mejor, es Cristo quien aparentemente abusa. Tanto mejor, mientras yo pueda. No sacar a relucir las faltas. Respeto a todos; si tengo una opinión expóngala humildemente, respetando otras maneras de ver. Nada más cargante que los dogmatismos.

Humildad conmigo: Es la verdad. ¿Qué tengo, Señor, que tú no me lo hayas dado? ¿qué sé…?, ¿qué valgo…? A la hora que el Señor me abandone, viene el derrumbe. Reconocer mis bienes: son gracia.

  1. Las humillaciones

Aceptar las humillaciones, no buscarlas (a menos inspiración y bajo obediencia). Benditas humillaciones: uno de los remedios más eficaces. Son instructivas: nos ponen en la verdad sobre nosotros.

La humillación ensancha: nos hace más capaces de Dios. Nuestra pequeñez y egoísmo achica el vaso. Cuando nos va bien, nos olvidamos; viene el fracaso y siente uno que necesita a Dios.

La humillación pacifica: La mayor parte de nuestras preocupaciones son temores de ser mal tratados, poco estimados. La humillación nos hace ver que Dios nos trata demasiado bien.

La humillación nos configura a Cristo: la gran lección de la Encarnación: Se vació a sí mismo, se anonadó; poneos a mi escuela que soy manso y humilde. Nadie siente tanto la pasión de Cristo como aquél a quien acontece algo semejante.

Pero condiciones: La humillación ha de ser cordialmente aceptada, apaciguarse cuando llega, ponerse en presencia de Dios. Olvidar los hombres por quienes nos llega y la forma cómo llega… eso hace trabajar la sensibilidad y no penetrará la lección divina. Aceptar las humillaciones merecidas, que nos muestren nuestras lagunas, faltas y fracasos. Aceptar las confusiones inmerecidas, ellas no lo son nunca del todo. Tenemos cuenta abierta con Dios, somos siempre los deudores. Por una vez que somos humillados sin razón, 20 en que no lo fuimos y talvez fuimos alabados. Lo mejor es callarse y alegrarse cuando no hay una razón apostólica de hablar. El ansia de crecer en santidad: ojo porque es peligrosa si es con ansia. Que Él crezca, que Él sea Grande.

La falsa humildad que es pusilanimidad y miedo al fracaso: salir de nosotros. Hablar, actuar como si tuviéramos seguridad. Pensar menos en nosotros y más en Él. Hacernos un alma grande, magnánima. Pedirlo al Señor.

San Alberto Hurtado, “Un disparo a la eternidad”, pp. 187-189

Las virtudes viriles

Para un profundo examen personal

(De: “La búsqueda de Dios”)

Fuerza

Realizar lo que parece imposible. Perseverar cuando todo se ve perdido. ‘Saltar’ cuando se trata de la justicia. Decir lo que hay que decir, sabiendo que eso nos va a alejar amigos o bienhechores. Saber estar solo. Guardar inflexiblemente su línea. No sacrificar nunca la doctrina.

Hay que tener enorme obstinación, y no menos adaptabilidad. Hacer una obra grande con medios pequeños, con piedras desiguales, con piedras vivas, redondas, duras, blandas; con los hombres que están cerca de mí; con los genios, que cada día hacen problemas a propósito de todo; los hombres de rutina, que quisieran que todo fuera sobre rieles; los activos, que cada día quieren una obra más; los cansados, que encuentran que se hace demasiado; los salvajes, a quienes no interesa el trabajo en equipo. Estamos en plena guerra. No se trata de perder el tiempo. Hay que ir más a prisa que los otros. Hay que vencer.

La Cruz de Cristo en nuestra piel

De la Cruz hemos hecho un motivo de decoración, y no es inútil. Sólo mirarla nos ayuda a pensar en Cristo. Pero no basta colocarla en el muro, hay que anclarla en la piel. Cristo no quiere quedarnos exterior, quiere transformarnos en Él, el hombre de dolores (Is 53,3). La semejanza a Cristo no se adquiere sin inmensos sufrimientos: todo ha de ser renovado en nosotros por el dolor, hasta que no podamos más bajo el dolor (recuerde Santa Teresita [de Lisieux]: incomprensiones; las dudas de fe; su tisis; su afonía, en que realmente ya no podía más y decía: No me arrepiento de haberme fiado al Amor).

Un día sin dolor debería parecer un día vacío, un día triste. Cuando hay menos dolor podemos preguntarnos qué pasa, pero no hay que maravillarse, porque tal vez mañana será un poco más pesado.

Si nosotros no lo rehusamos, Dios se arregla para hacernos soportar cada día más, un poco más de incomprensión, un poco más de dificultades, un poco más de soledad, un poco más de dolor.

En la vida no hay dificultades. Sólo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible. ¿Conflictos? Son inevitables. Son necesarios. Ya se resolverán. Por nada perder la paz (lo de Santa Teresa).

Los grandes dolores

Un gran dolor, cuando se trabaja en común, es el abandono progresivo de muchos, que abandonan el equipo y abandonan el plan de Dios.

Un gran dolor es darse cuenta de la lentitud con que penetra el Mensaje, del rechazo que le oponen los hombres, de ver cómo prefieren las tinieblas a la luz (cf. Jn 3,19).

Un gran dolor, el mayor tal vez, es darse cuenta que la Iglesia tiene en sí todo cuanto puede establecer el mundo en la paz, y encontrar dormidos a la mayor parte de los mejores cristianos, y tantos sacerdotes que no han comprendido el Mensaje.

Un gran dolor es encontrar la oposición de los grupos paralelos o llamados a completarse, con quienes habría que marchar, en perfecta armonía, en la batalla.

Un inmenso dolor es encontrar tanta verdad, tanta generosidad, tanta habilidad, en aquellos que pretenden liberar al hombre, pero que, ignorando a Cristo, no hacen sino encadenarlo.

Un gran dolor es sentirse impotente ante un gran dolor.

Un gran dolor es el amor que fracasa y que no encuentra eco alguno en aquellos a quienes se dirige.

Un gran dolor, en otros momentos, es la soledad. Se puede estar rodeado y sentirse solo. Lleva uno en su interior, sus planes, sus angustias, sus certezas. Los que lo rodean, sin maldad alguna, ni siquiera se interesan por lo que para él es vital.

Y hay un dolor, ese sí que es grande, cuando Dios mismo parece haberse marchado (¡Santa Teresita!).

A veces, al hombre apostólico todo le parece perdido. No hay más que fracasos en perspectiva. Por todos lados, muros. No se ve una salida.

Los colaboradores flaquean; la salud se debilita. Se encuentra privado de su fuerza, de su confianza, de su optimismo, de su testimonio interior. El déficit crece. No entran recursos. Pero, sobre todo, tú mismo no tienes ánimo, te sientes cansado, como sin resorte…

Después de todo, ¿no te equivocaste al tomar este camino? ¿Por qué haber pretendido abarcar tanto, y cosas tan difíciles? ¿¿No quiere todo esto decir que has de echar marcha atrás?

Y aun quizás tratas de echar marcha atrás, pero estás en el tren que echaste a caminar y éste avanza. Aunque quieras frenar, sigue corriendo. Sería necesario que saltaras del carro, que desaparecieras, que abandonaras a los otros. Pero ¡no tienes el derecho de abandonarlos en el combate, después de haberlos lanzado en él! Ellos tienen conciencia clara que te necesitan. Rehusar el esfuerzo ¿no sería traicionar? Todo está perdido. “¡No, todo va bien!”, dice una voz interior.

“Demagogo”, será la palabra que oirás con frecuencia. El que se ocupa de los oprimidos es un demagogo; el que lucha por la justicia, el que afirma el derecho de quienes son incapaces de hacerse respetar es un demagogo. En este sentido, felizmente, el Evangelio todo es demagogia.

Otros, consejeros prudentes, te dirán: ¡¡Anda más despacio, abarca menos!! Pero es el objeto el que impone la rapidez de la marcha. Para quien contempla desde afuera, como espectador indiferente, nada es más fácil que tomar una actitud tranquila. Pero para el que está en la batalla, es distinto; él ve fuerzas ligadas, circunstancias que hay que aprovechar y eso le impone un ritmo.

Alegrarse en los fracasos

Esto parece paradoja o locura. Necesita explicación. Hay falsos místicos, extravagantes, para quienes esta fórmula es peligrosa. Son capaces de una alegría enfermiza en el fracaso, bajo pretexto de abnegación, de unión dolorosa a Cristo, con gran detrimento de la objetividad de su acción y de la obligación que todos tenemos de usar de la prudencia.

El fracaso no debe jamás aparecernos como un fin, y la sucesión indefinida de fracasos como una solución de la vida cristiana. El cristiano debe, más que nadie, conducirse por la razón, y el uso sano de la razón conduce normalmente al éxito. Alegrarse a priori de sus fracasos, sin reflexionar el deber que tenemos de cumplir nuestra misión, de escoger objetivos alcanzables, de adaptar los medios al fin, eso es juego de chiquillos o debilidad de espíritu (cf. Thellier, Luchar contra el mal, en Dans l’épreuve).

Quien se descuida en su acción, consolándose con su unión a Cristo doloroso, necesita detenerse y cambiar de rumbo. A veces se encuentra gente orgullosa que se encapricha en este camino; a veces por orgullo, a veces por un complejo de inferioridad buscará una compensación a su incapacidad en el fracaso. No, no es a éstos a los que decimos que tienen que alegrarse en sus fracasos.

Pero sí a tantos apóstoles que han tomado por Dios, con entusiasmo, el trabajo apostólico, y que llega un momento en que se encuentran ante dificultades insuperables que les hacen pensar en la inutilidad de sus esfuerzos, y están a punto de descorazonarse. No, ¡que aprendan a sacar provecho de sus fracasos!

El fracaso, para el hombre de acción, es su gran educador. La mayor parte de nuestros fracasos vienen por nuestra propia culpa. El objetivo estaba mal definido o mal escogido, o bien usaba medios ineptos… ¡¡o en condiciones en que por falta de realismo no supo prever el fracaso!!

La mayor parte de los hombres, sin embargo, somos inclinados a excusar nuestros fracasos. Estos han ocurrido por casualidad, o por la falta de los otros que se han opuesto, o de circunstancias imprevisibles, de colaboradores flojos o incomprensivos… Pero el testarudo en ningún caso piensa que tal vez sus enemigos tenían razón; que los acontecimientos imprevistos habrían podido ser previstos, que los colaboradores debieron ser mejor escogidos, o mejor formados, o más entrenados en la acción.

La mejor táctica en la acción es tomar para sí toda la responsabilidad del fracaso. Él podrá, reflexionando, descubrir las verdaderas razones. Un hombre prudente no se embarca en una acción sino cuando hay motivos serios; cuando está en la línea de su vocación providencial; bajo el control de la dirección [espiritual] y ayudado por las luces íntimas de la plegaria. Si se aventura a veces, él lo sabe, pero tiene bastantes razones para tentar la aventura, y el fracaso medio previsto no lo sorprenderá ni lo espantará.

Durante años y años el apóstol que comienza no será prudente sino a medias. Debe hacer sus clases en plena vida. Cada fracaso le será una lección amada. Al examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su falta de preparación, de sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos en el Cielo. Nada tiene pues de extraño que se golpeara contra un muro, o se cayera a un barranco.

El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará a comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se construye un muro, un templo.

¡Cuántos hay que no quieren construir sino catedrales! Dios quiera que los primeros fracasos les hagan comprender que en un pueblecito, basta una capilla, y que es inútil forzar su talento. Cada uno no debe emprender sino obras proporcionadas a su capacidad, y obras útiles. Bendito sea el fracaso que nos enseñó nuestro sitio verdadero.

Después de este examen leal tenemos derecho de considerar las circunstancias independientes de nuestra voluntad, o las malas voluntades que se han mezclado a nuestra acción. Este será el momento de volvernos a Cristo para alegrarnos de parecernos a Él.

Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador. En esa línea van también nuestros fracasos…

Los fracasos de que no somos responsables son el eco de la crucifixión de Cristo en nosotros. Nos hacen semejantes, en nuestra alma espiritual y en nuestra sensibilidad, a Cristo. Los otros fracasos, los que hemos merecido por imprevisión, por precipitación, por mediocridad o por orgullo, lejos de abatirnos deben estimularnos. Y como Cristo fue objetivo, fuerte, perseverante, magnánimo, así también nosotros. Esta reflexión, prudencia, fuerza que nos faltaba, nos la enseñarán nuestros fracasos que nos harán así más semejantes a Cristo.

Feliz falta, decía Agustín. Felices fracasos, diremos nosotros, que nos conducen a nuestro Maestro.

En el estercolero de Job

Esta misma lección podemos sacar al ver los fracasos de uno de nuestros hermanos, gran fracasado: Job.

Allí está, sin poder más, sobre su estercolero. Él ha recorrido espiritualmente el mundo y su propia alma. El mundo lo ha traicionado y él se siente impotente, quebrado, reducido a la nada. Él ha medido la villanía de los hombres y su propia debilidad. Y he aquí que ofrece a todos un triste espectáculo. Sus enemigos pasan delante de él y ríen. ¡Cómo duele su triunfo! Ellos habían visto bien. Con razón le habían dicho: ¡Tú no eres más que apariencia, nada más que viento! El camino está libre ante ellos. Ellos pasan delante de él; se cuchichean. Vuelven a pasar, para gozar mejor de su triunfo… Se van. Ya no eres para ellos más que un mal recuerdo, pronto serás sepultado, ni siquiera una sombra. Los amigos llegan a su vez, predicadores de resignación. Dando consejos, jueces infalibles de sus ilusiones. Lo aplastan con sus palabras sentenciosas. Job, tú eres ahora el vencido de la vida. El que ha visto demasiado grande. A quien el fracaso condena. Uno o dos, tal vez comprenden tu dolor. Tienen el corazón amplio y lo consuelan. Dios te los ha dejado fieles, para que no te pudras completamente sobre tu estercolero… Y he aquí que el estercolero resplandece como el oro. Y he aquí que vuestras lepras se desecan. Y he aquí que vuestras fuerzas vuelven. Y estáis de nuevo plenamente en la vida. En pleno combate. Nuevos enemigos se juntan a los de ayer. Nuevos amigos os rodean. La vida vuelve a su curso. Más dura y más bella. En el amor y en la esperanza.

La continuidad, virtud varonil

Una vida fecunda es una vida continua, en la cual todo aparece ligado como en el árbol. Orientaciones aparentemente nuevas, pero que están en la línea de la elección primera. A veces, cortes dolorosos para despojarse de actividades inútiles.

Asegurar la continuidad en su vida es una de las virtudes más difíciles. Es tan tentador ir a derecha o izquierda; detenerse ante cada flor del camino. Hay tantos caminos sombreados, tantas pistas atrayentes, tanta alegría de que gozar, tanta admiración que recoger, tantas miserias individuales que consolar… Todo esto a nuestro rededor llamándonos como una invitación a vivir.

Y no hay más que un camino que podamos recorrer seriamente. Lo seguimos desde hace tanto tiempo; hemos caído tantas veces, nos hemos levantado tan doloridos que estamos cansados… Y además, hay toda esa gente que arrastrar, esos turbulentos que calmar, esos aventureros que volver a traer al grupo… La ruta es estrecha y empinada, y la vida en otros lados sería tan fácil…

Los ‘no’ indispensables

Si queremos guardar una línea de vida, hemos de aprender a decir muchos “no”: No, a dejarse absorber por los pormenores. No, a dejarse dominar por la sensibilidad, por el corazón. No, a perder su tiempo en futilezas o palabras. No, a dispersarse en todos sentidos, a mariposear. No, a quien viene a verte en la hora de tu trabajo profundo. No, a hacer el trabajo que los demás pueden hacer en lugar tuyo. No, a dejarse corromper. No, a trabajar por dinero o por la gloria. No, al deseo de querer responder inmediatamente a toda pregunta que se haga. No, a tratar los problemas a la ligera. No, a traicionar sus amigos. No, a la polémica con los enemigos. No, a la antipatía a los que te molestan. No, sobre todo, a todo pecado, a todo lo que te aparta del camino comenzado, a todo lo que te disminuye, te mutila.

Contemplar para perseverar

Y para guardar sus ideales, para permanecer fiel al llamamiento divino en medio del trabajo desbordante, de visitas y cartas y confesiones… guardar la actitud contemplativa, como San Ignacio “contemplativo en la acción”, guardar su paz en la posesión de sí y en la luz de Dios. Marchar en forma tal que permanezcamos siempre bajo el influjo divino.

El don de lenguas

Sobre el discernimiento del don de lenguas

«¿Cómo cada uno de nosotros les oímos

en nuestra propia lengua nativa […] las maravillas de Dios?» (Hch 2,8;11)

 P. Jason Jorquera M.

Monasterio de la Sagrada Familia, Séforis – Tierra Santa

 

Maino_Pentecostés,_1620-1625._Museo_del_Prado« Al llegar el día de pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.

Residían en Jerusalén hombres piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: “¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa:

Partos, medos y elamitas; los que habitamos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene; los romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios?

Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: “¿Qué significa esto?”….»

(Hechos de los apóstoles 2,1-12)

Ciertamente que Dios, Todopoderoso y siempre celoso del amor de los hombres, no cesa de ofrecernos innumerables dones buscando siempre la salud  las almas que ha querido conquistar para sí mediante el santo sacrificio de su Hijo en la cruz. Por esto podemos afirmar con Casiano que «en ocasiones, Dios no desdeña de visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón […]. Tampoco tiene a menos hacer brotar en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones, para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza.»[1]

Es una realidad que Dios es siempre generoso con los hombres puesto que Él es la bondad por esencia (y el bien es difusivo de sí), y concede gratuitamente sus dones según los secretos designios de su voluntad salvífica. Todos los hombres han recibido dones de Dios para poder alcanzar la salvación, al menos en atención a la fidelidad a la conciencia en el caso de aquellos que por diversos motivos, como la falta de operarios para la mies, aún no han recibido la fe. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que Dios, siempre dentro de su designio salvífico, puede conceder, y de hecho concede, gratuitamente dones particulares, especiales, extraordinarios a ciertas almas, aunque éstos (como explicaremos mejor más adelante) siempre tienen la nota característica de redundar en beneficio de la santa Iglesia, es decir, si son realmente dados por Dios, lo son, a diferencia de ciertas gracias particulares, en beneficio espiritual de los demás.

La realidad del don de lenguas

La existencia del don de lenguas está atestiguada explícitamente por las Sagradas Escrituras como hemos transcrito en la introducción de este artículo. Es un don llamado en teología “glosolalia”. Este don ha sido prometido por Jesús (Cf. Mc 16,17), dado en pentecostés (Hch 2,4 ss.) y además se ha concedido en otros momentos posteriores a su envío en pentecostés (Hch 10,46; 19,46). Por lo tanto negarlo sería un absurdo para todo cristiano. Sin embargo, no hay que olvidar que ya desde los primeros tiempos san Pablo advierte a los creyentes acerca de este don en cuanto que , si bien viene de Dios, no es mayor (de ninguna manera) que otros dones espirituales como por ejemplo el don de profecía[2] y la misma caridad que se encuentra “por encima de todos los dones” (y debemos agregar que es ella el garante mismo de los dones que vienen de Dios) puesto que es la única que verdaderamente une al alma con Dios y contribuye también a favor de las demás almas: la verdadera caridad es el don más grande que Dios nos ha dado y de ella se siguen todos los demás; de ahí la atención que debemos prestar en no valorar de más (erróneamente) el don de lenguas: « Es más, San Pablo califica de infantilismo (no seáis como niños) el sobrevalorar este don. Él recuerda que tiene valor de signo para los “no creyentes”, los “infieles”, pero no sirve para los creyentes; para éstos tiene valor la “profecía”. Sin los demás dones, especialmente el de profecía que pone de manifiesto los corazones, el don de lenguas puede ser incluso motivo de escándalo para un infiel (cf. 1Co 14,20-25).

Esta regla del Apóstol indica que el carisma de lenguas no lo pone a uno fuera de sí, sino que es capaz de guardar dominio sobre su uso.

La regla práctica que da San Pablo es que se busquen los carismas que sirven para edificación del prójimo. Así, el apóstol de los gentiles, nos enseña que cuando uno o más de un cristiano tiene el don de lenguas, deben hablar por turno, ordenadamente y siempre y cuando haya quien tenga el don de “interpretación” de estas lenguas (que explicaremos un poco más adelante). Y si no hay quien tenga este don de interpretación, entonces manda que el que tenga don de lenguas “se calle”[3] y hable en su interior consigo mismo y con Dios (cf. 1Co 14,26-32).»[4] Esto se entiende claramente por el hecho de que el Espíritu Santo, autor de los dones sobrenaturales, es “espíritu de verdad”[5] y, por lo tanto, busca dar a conocer la Verdad y no sembrar la confusión como ocurrió contrariamente a los hombres en Babel que, por justo castigo de Dios a su soberbia, no se entendían entre ellos ni había quien interpretase lo que se decían, quedando así inmersos en la confusión:

«Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: “Vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.” Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después dijeron: “Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la faz de la tierra.”

Bajó Yahvé a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y pensó Yahvé: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí.”

Y desde aquel punto los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.»[6]

El Espíritu Santo, en cambio, no es confuso ni incoherente y se caracteriza por su perfecta armonía con lo que enseña la santa Iglesia católica; he aquí una señal más de qué espíritu es el de Dios: el que mueve a los fieles a escuchar  la voz de la Iglesia[7].

El don de “interpretación de lenguas” es el que complementa al “don de lenguas” puesto que, como el Espíritu Santo inspira hablar en distintos idiomas – y no con extraños y desconcertantes artificios que, en definitiva, no dicen absolutamente nada, cuando no son blasfemias- y no todos los pueden comprender, se hacía necesario siempre en bien de la Iglesia, el llamado don de interpretación de lenguas: «Ocurría con frecuencia que las palabras proferidas mediante el don de lenguas no eran entendidas por los oyentes, por realizarse el fenómeno sólo en el que hablaba. De donde se hacía necesario otro don para interpretar aquellas palabras extrañas. Consistía, pues, este don en la facultad de exponer en lengua conocida las cosas proferidas en lenguas extrañas mediante el don de lenguas. Esta facultad acompañaba a veces al mismo “glosólalo” (poseedor del don de lenguas); otras veces la recibía alguno de los presentes súbitamente inspirado por el Espíritu Santo. Los que poseían este carisma solían llamarse «intérpretes», y su oficio era interpretar a los glosólalos, exponer públicamente las epístolas de San Pablo o de otros y traducirlas a otros idiomas.»[8]

En necesario dejar bien en claro que para que el don de lenguas tenga eficacia hace falta siempre una gracia especial de Dios. Sólo Dios puede entrar y mover los corazones con absoluta libertad y, por lo tanto la eficacia de estas gracias, signo del actuar divino, puede resumirse en la práctica y crecimiento de las virtudes, especialmente las que hacen amar más a su Iglesia, crecer en devoción y, por supuesto, en la caridad. En el caso del don que venimos tratando, la verdadera eficacia se manifestará, en concreto, en lo que se llama “locución”, que no es otra cosa que el hecho de que el don de lenguas tenga efecto sobre los demás luego de haber sido entendido lo que Dios ha querido manifestar.

«Las gracias gratis dadas se conceden para utilidad de los demás […]. En cambio, el conocimiento que uno recibe de Dios sólo puede hacerse útil a los demás mediante el discurso. Y dado que el Espíritu Santo no falta en aquello que pueda ser útil a la Iglesia, también asiste a los miembros de ésta en lo que se refiere al discurso, no sólo para que alguien hable de tal modo que pueda ser comprendido por muchos, lo cual pertenece al don de lenguas, sino para que lo haga con eficacia, lo cual pertenece al don de elocución. Y esto bajo tres aspectos. En primer lugar, para instruir el entendimiento, lo cual se realiza cuando uno habla para enseñar. En segundo lugar, para mover el afecto en orden a que oiga con gusto la palabra de Dios, lo cual tiene lugar cuando uno habla para deleitar a los oyentes y no debe hacerse para utilidad propia, sino buscando el atraer a los hombres a que oigan la palabra de Dios. En tercer lugar, buscando el que se amen las cosas significadas en las palabras y se cumplan, lo cual tiene lugar cuando uno habla para emocionar a los oyentes. Para lograr esto, el Espíritu Santo utiliza como instrumento la lengua humana, mientras que El mismo completa interiormente la obra. De ahí que San Gregorio diga en la Homilía de Pentecostés: Si el Espíritu Santo no llena los corazones de los oyentes, la voz de los maestros suena en vano en los oídos corporales»[9].

 Moción divina por parte del Espíritu Santo y claridad en el mensaje manifestado serán los elementos constitutivos y más seguros para inclinarse a creer que la obra es realmente de Dios.

*****

Hay que reconocer que ciertamente Dios puede conceder dones particulares a algunas personas –y de hecho lo hace- y que esto no contradice en absoluto su omnipotencia; pero tampoco debemos olvidar que inclusive estos carismas (los dones y las gracias “gratis dadas”) cuando Dios los concede son siempre en beneficio tanto del alma que lo recibe como de su glorificación y siempre en beneficio de su iglesia; es decir, que para que sean realmente venidos de Dios deberían contar con ciertas características, como por ejemplo:

– Mover a la ejercitación y profundización en la vida de oración.

– Llevar a la práctica de las virtudes

– Vivir una seria vida de gracia, recurriendo concretamente de manera asidua a los sacramentos de la confesión y la comunión (este es uno de los signos más claros para saber que es de Dios).

– Al trato serio con sacerdotes y personas especializadas en lo concerniente a la fe.

– Al desprecio del pecado.

– y, como principal señal, en consideración a todo lo anteriormente mencionado, a la verdadera humildad: quien recibe un don de Dios o alguna gracia particular, ha de tener plena conciencia de que lo ha recibido en beneficio de la santa Iglesia católica por gratuita disposición divina y, por lo tanto, jamás se gloriaría de tales dones puesto que sabe que no le pertenecen (el humilde anda pregonando las gracias que Dios le concede en su intimidad), por eso san Pablo se expresa de manera tan sincera a los corintios: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?[10] Ésta ha sido justamente la actitud de los santos que buscaban siempre ocultar las gracias concedidas por Dios, aquellos favores especiales que sólo salían a la luz al momento de beneficiar a las almas o de tener que declararlo en humilde sinceridad al director espiritual.

Por lo tanto la humildad es necesariamente uno de los signos más claros de que un alma ha sido favorecida verdaderamente por Dios y que no se está dejando engañar por sí misma ni por el demonio: “Así que por sus frutos los reconoceréis.”[11] Si faltan algunos de los signos antes indicados, es señal de que algo no anda bien.

En qué consiste este don

El don de lenguas es una gracia de las llamadas “gratis dadas” que pertenecen a la locución[12]. Explica el P. Royo Marín que «consiste ordinariamente en un conocimiento infuso de idiomas extranjeros sin ningún trabajo previo de estudio o ejercicio. El prodigio se verifica en el que habla o en los que escuchan, según que se hable o que se entienda una lengua hasta entonces desconocida. Pero a veces el milagro toma un carácter todavía más maravilloso: mientras el orador se expresa en un idioma extranjero, los oyentes le escuchan en el suyo propio, completamente diferente; o lo que es todavía más prodigioso: hombres de diversas naciones escuchan, cada uno en su propio idioma, lo que el orador va diciendo en uno solo completamente distinto »[13]

De esta completa y exacta definición podemos dejar en claro varios puntos o verdades fundamentales acerca del verdadero don de lenguas:

1º) Es un conocimiento infundido directamente por Dios, es decir, que supera las capacidades de quien lo posee, ya sea por la misma limitación o ignorancia de quien lo recibe, ya sea por ausencia de la ciencia necesaria respecto de aquellos idiomas que se hablan.

2º) Versa acerca de idiomas extranjeros y desconocidos para quien hable en lenguas, o sea, que realmente se está diciendo algo capaz de ser entendido por quien hable dicha lengua o por quien pueda interpretarla y darla a conocer a los demás miembros presentes mediante el don de interpretación.

3º) Lo maravilloso de este don consiste en una de dos posibilidades:

     – Que quien hable en un idioma distinto al de los presentes pueda, sin embargo, ser entendido por ellos;

     – O que hombres de diversas leguas entiendan a quien habla en su propio lenguaje.

Errores acerca del don de lenguas y sus consecuencias

El primer error, ya antes mencionado, consiste en poner a este don por encima de otros y como más importante aún que  la misma caridad sin la cual los demás dones se vuelven absolutamente nada, pues sin ella de nada aprovechan en beneficio ni de los demás ni de quienes dicen poseerlos. San Pablo es bastante explícito respecto a esto en su conocido cántico de la caridad:

«Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tenga el don de profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia; aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque reparta todos mis bienes, y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha…» [14]

Quien ponga los dones particulares por encima de la práctica de la caridad simplemente se estará dejando guiar por una terrible soberbia, dañina tanto para él como para quienes lo rodean. La misma soberbia junto con la necedad y la ceguera espiritual son una consecuencia y castigo de quienes se empecinan voluntariamente en anteponer a la caridad dichos favores[15]. Por eso, siempre será nuestra caridad el gran signo de la verdadera actuación del Espíritu de Dios en el alma, es decir, lo que nos debe distinguir del error y de los hijos del error, como escribe el discípulo amado: “En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco”[16]. Quien no ama a su prójimo como Dios nos pide, aleja de sí los favores divinos, y por lo tanto comete una injusticia al no guardar el lugar que a éstos les corresponde.

Otra falsedad acerca de este don consistirá en ponerlo –aun cuando fuese verdadero- como como regla y norma de la santidad, es decir, como señal de predilección divina y eminencia de virtudes en quien lo posea. Este error sería muy semejante al de los antiguos “mesalianos” o “euquitas” (herejes de los primeros siglos), quienes ponían toda su confianza acerca de la santificación y salvación del alma en los fenómenos extraordinarios como las visiones, locuciones (voces interiores), sentimientos, etc. lo más peligroso de este error consiste en dejarse guiar por los pretendidos particulares dones (no exentos necesariamente de falsedad) más que por la revelación y doctrina de la santa Iglesia de Jesucristo. Consecuencia de esto será, probablemente, la desesperanza y el desánimo de las almas más sencillas que, inmersas en esta equivocación, notarán que ellas “no son favorecidas por Dios con estos dones que los demás sí poseen”, y si ésta fuese la norma claro está que habría que preocuparse de que Dios no nos concediera esas gracias particulares. Por supuesto que este engaño cae por tierra, por ejemplo, con la consideración de muchos santos y santas que jamás gozaron de revelaciones ni otras gracias distintas de las que a todos se nos ofrecen y, sin embargo, alcanzaron altos grados de santidad y virtud que les valieron para conquistar triunfalmente el cielo.

Un error algo más fácil de detectar es el de la falta de alguno de los elementos anteriormente mencionados (cuanto hablamos de las características de los dones venidos de lo alto) para que sea probablemente de Dios, como lo sería la ausencia del don de interpretación: « Por tanto, si no hay otra persona con carisma de “interpretación”, tal vez los presentes “glosoletas” no tengan verdaderamente tal carisma del Espíritu Santo, sino que se trate de un fenómeno humano, fruto de la sugestión o de la euforia (a menos que en tal caso, calle y lo use en su interior, como manda el Apóstol).»[17]

Algunos dicen que en realidad este don consistiría en el hecho de “orar” en lenguas (recordemos que estas lenguas son “otros idiomas”, no simples sonidos sin sentido), es decir, que se trataría de alguna especie de oración. Sin negar, obviamente su posibilidad, no debemos olvidar que ante la duda y la ausencia de algún intérprete (lo cual sería, recordemos, una mala señal) la santa Iglesia cuenta con oraciones tanto más perfectas cuanto han sido reveladas por el mismo Dios (por ejemplo el Padrenuestro, la oración por excelencia, o los mismos salmos) como propuestas por la misma Iglesia en beneficio y provecho de todas las almas, así por ejemplo, la  Santa Misa, la liturgia de las horas, el rezo del santo rosario, el Ave María, el Gloria, el Credo, las letanías, etc. Dichas oraciones, además de contar con la aprobación correspondiente, siempre son de gran provecho para todos los fieles que las reciten con devoción: no están restringidas a un solo grupo de personas sino que por la misma bondad divina ha sido dispuesto que sean meritorias y fructíferas para todos los miembros del cuerpo místico de Cristo.

Antes de seguir adelante, conviene aquí mencionar brevemente qué es la oración vocal y cuáles son sus condiciones para descartar así toda posible falsedad y combatir de esta manera el error.

La oración vocal

La oración vocal, primer grado de oración[18], que está verdaderamente al alcance de todo el mundo. Esta oración es  aquella “que  enseña – explica Royo Marín- se manifiesta con las palabras de nuestro lenguaje articulado, y constituye la forma casi única de la oración pública o litúrgica”[19].

Conveniencia y necesidad de la oración vocal

«Santo Tomás se pregunta en la Suma Teológica “si la oración debe ser vocal” (II-II,83,12). Contesta diciendo que forzosamente tiene que serlo la oración pública hecha por los ministros de la Iglesia ante el pueblo cristiano que ha de participar en ella, pero no es de absoluta necesidad cuando la oración se hace privadamente y en particular. Sin embargo -añade­-­, no hay inconveniente en que sea vocal la misma oración privada por tres razones principales:

  1. a) para excitar la devoción interior, por la cual se eleva el alma a Dios; de donde hay que concluir que debemos usar de las palabras exteriores en la medida y grado que exciten nuestra devoción, y no más; si nos sirven de distracción para la devoción interior, hay que callar (A no ser—naturalmente—que la oración vocal sea obligatoria para el que la emplea, como lo es para el sacerdote y religioso de votos solemnes el rezo del breviario.);
  2. b) para ofrecerle a Dios el homenaje de nuestro cuerpo además de nuestra alma; y
  3. c) para desahogar al exterior la vehemencia del afecto interior.

Nótese la singular importancia de esta doctrina. La oración vocal de tal manera depende y se subordina a la mental, que en privado, únicamente para excitar o desahogar aquélla, tiene razón de ser. Es cierto que con ella ofrecemos, además, un homenaje corporal a la divinidad; pero desligada de la mental, en realidad ha dejado de ser oración, para convertirse en un acto puramente mecánico y sin vida.»[20]

Por lo tanto, la oración vocal, ha de ser manifestación de lo que hay en el interior del hombre porque de lo que rebosa el corazón habla la boca[21]. Dios puede perfectamente inspirar palabras al corazón del hombre[22] y luego éste manifestarlas con palabras, como sería en el caso del don de lenguas, pero recordemos que éstas han de ser entendibles sí mismas, ya sea porque están en lenguaje claro para los presentes, ya sea porque algún intérprete las explica.

Condiciones de la oración vocal

Según Santo Tomás y la naturaleza misma de las cosas, la oración vocal ha de tener dos condiciones principales: atención y profunda piedad.

La atención[23]

Cuando santo Tomás explica que la oración debe ser atenta establece, como es característico en él, ciertas distinciones que nos iluminan para comprender mejor esta condición. Seguimos aquí la doctrina tomista:

La oración tiene o produce tres efectos:

El primero es merecer: como cualquier otro acto de virtud, y para ello no es menester la atención actual, basta la virtual (si en algún momento de oración se tiene alguna distracción, pero dándose cuenta en seguida se retoma la oración, el mérito no se pierde)[24].

El segundo es impetrar de Dios las gracias que necesitamos, y para ello basta también la atención virtual, aunque no bastaría para ninguno de estos dos efectos la simplemente habitual.

El tercero, finalmente, es cierto deleite o refección espiritual del alma, y para sentirlo es absolutamente necesaria la atención actual. Es decir, que sin estar atento a lo que se reza es muy difícil alcanzar este sereno gozo de la oración.

“De manera que la oración vocal para que sea propiamente oración es menester que sea atenta”, lo cual significa que quien la realiza esté prestando atención a lo que reza.

Profunda Piedad

«Es la segunda condición, complementaria de la anterior. Con la atención aplicábamos nuestra inteligencia a Dios. Con la piedad ponemos en contacto con Él el corazón y la voluntad. Esta piedad profunda envuelve y supone un conjunto de virtudes cristianas de primera categoría: la caridad, la fe viva, la confianza, la humildad, la devoción y reverencia ante la Majestad divina y la perseverancia (83,15). Es preciso llegar a recitar así nuestras oraciones vocales. No hay inconveniente en disminuir su número si no nos es posible recitarlas todas en esta forma. Pero lo que en modo alguno puede admitirse es convertir la oración en un acto mecánico y sin vida, que no tiene ante Dios mayor influencia que la que podrían tener esas mismas oraciones recitadas por un gramófono o cinta magnetofónica. Más vale una sola avemaría bien rezada que un rosario entero con voluntaria y continuada distracción…»[25].

Sirva esto para incentivarnos cada vez más a afianzar nuestra oración vocal y poner toda nuestra confianza en Dios que siempre escucha nuestras plegarias en consideración a la atención y devoción que en ella pongamos, basta con elevar el corazón hacia Él y hablarle interiormente a solas para ya estar haciendo verdadera oración, lo cual, como hemos dicho, está al alcance absolutamente de todos y por lo tanto no es necesario gozar de dones extraordinarios para agradar a Dios y entrar en intimidad con él mediante la oración, por más sencilla que ésta sea pues, de hecho, como sabemos, Dios enaltece a los humildes[26] y esta es, justamente, la actitud que hace que nuestras plegarias se eleven efectivamente como incienso[27] hasta el altar de Dios siendo escuchadas solícitamente. El resto, queda siempre en los misteriosos designios divinos.

Finalmente debemos mencionar que el peor de los errores sobre este don, como sobre cualquier otra gracia particular, es la acción fraudulenta y ponzoñosa del demonio, padre de la mentira[28] y perdedor de las almas: « Puede, incluso, mezclarse el demonio en estas cosas haciendo que algunas de las personas que buscan con malsana curiosidad estos dones (y basta que sea una curiosidad superficial para que sea malsana) hablen lenguas extrañas creyendo que alaban a Dios mientras que, en realidad, los hace blasfemar y decir palabras injuriosas contra el Creador, como ha ocurrido de hecho en alguna oportunidad de la que tengo constancia.»[29] Esto se entiende claramente a la luz del don de interpretación, sin el cual podemos preguntarnos lícitamente: ¿cómo sé que lo que se está diciendo es una comunicación divina y no una insolencia del demonio si no hay nadie que pueda comprender lo que se está diciendo y a la vez lo  manifieste expresamente a los demás?; o más simple aún: ¿qué es lo que se está diciendo?

El discernimiento

En honor de la verdad y del sincero amor a Dios y a su Iglesia es necesario hacer un serio y minucioso discernimiento acerca de estas gracias especiales con las que Dios favorece a ciertas almas. Ofrecemos un fragmento valiosísimo para iluminar respecto al tema que venimos tratando:

«Extraordinarios son los consejos de San Juan de Ávila en su Audi, filia, de donde transcribo los siguientes pasajes:

1º)  Someterse al juicio de alguien prudente: “Habéis de mirar qué provecho o edificación dejan en vuestra ánima estas cosas. Y no os digo esto para que por estas o otras señales, vos seáis juez de lo que os pasa, mas para que, dando cuenta a quien os ha de aconsejar, tanto más ciertamente él pueda conocer y enseñaros la verdad, cuanto más particular cuenta le diereis”.

2º)  Mirar si hay realmente alguna utilidad (todo lo que es inútil u ocioso no viene de Dios): “Mirad, pues, si estas cosas os aprovechan para remedio de alguna espiritual necesidad que tengáis, o para alguna cosa de edificación notable en vuestra ánima. Porque, si un hombre bueno no habla palabras ociosas, menos las hablará el Señor, el cual dice: Yo soy el Señor, que te enseño cosas provechosas, y te gobierno en el camino que andas (Is 48,17). Y cuando se viere que no hay cosa de provecho, mas marañas y cosas sin necesidad, tenedlo por fruto del demonio, que anda por engañar o hacer perder tiempo a la persona a quien la trae, y a las otras a quien se cuentan; y cuando más no puede, con este perdimiento de tiempo se da por contento”.

3º Ver si crece la humildad y humillación del alma: “Y entre las cosas que habéis de mirar que se obran en vuestra ánima, la principal sea si os dejan más humillada que antes. Porque la humildad, como dice un doctor, pone tal peso en la moneda espiritual, que suficientemente la distingue de la falsa y liviana moneda… Mirad qué rastro queda en vuestra ánima de la visión o consolación, o espiritual sentimiento; y si os veis quedar más humilde y avergonzada de vuestras faltas, y con mayor reverencia y temblor de la infinita grandeza de Dios, y no tenéis deseos livianos de comunicar con otras personas aquello que os ha acaecido, ni tampoco os ocupáis mucho en mirarlo o hacer caso de ello, mas lo echáis en olvido, como cosa que puede traer alguna estima de vos; y, si alguna vez os viene a la memoria, os humilláis, y os maravilláis de la gran misericordia de Dios, que a cosas tan viles hace tantas mercedes; y sentís vuestro corazón tan sosegado, y más, en el propio conocimiento, como antes que aquello os viniere estabas; alguna señal tiene de ser de Dios, pues es conforme a la enseñanza y verdad cristiana, que es que el hombre se abaje y desprecie en sus propios ojos; y de los bienes que de Dios recibe, se conozca por más obligado y avergonzado, atribuyendo toda la gloria a Aquel de cuya mano viene todo lo bueno. Y con esto concuerda San Gregorio, diciendo: ‘El ánima que es llena del divino entendimiento, tiene sus ciertísimas señales, conviene a saber, verdad y humildad’. Las cuales entrambas, si perfectamente en un ánima se juntaren, es cosa notoria que dan testimonio de la presencia del Espíritu Santo”.

Obsérvese la prudencia del santo, que no dice que “sea de Dios”, sino tan solo que “alguna señal” del origen divino parece tener. ¡Qué distinto de la facilidad con que sentencia el hombre superficial y el crédulo!

4º Señales del diablo: deseo de divulgarlo, juicio propio, orgullo. Sigue el santo: “Mas, cuando es engaño del demonio, es muy al revés; porque, o al principio o al cabo de la revelación o consolación, se siente el alma liviana y deseosa de hablar lo que siente, y con alguna estima de sí y de su propio juicio, pensando que ha de hacer Dios grandes cosas en ella y por ella. Y no tiene gana de pensar sus defectos, ni de ser reprendida de otros; mas todo su hecho es hablar y revolver en su memoria aquella cosa que tiene, y de ella querría que hablasen los otros. Cuando estas señales, y otras, que demuestran liviandad de corazón, viereis, pronunciarse puede sin duda ninguna que anda por allí espíritu del demonio”.

5º Desconfianza: “Y de ninguna cosa que en vos acaezca, por buena que os parezca, ora sean lágrimas, ora sea consuelo, ahora sea conocimiento de cosas de Dios, y aunque sea ser subida hasta el tercero cielo, si vuestra ánima no queda con profunda humildad, no os fiéis de cosa ninguna que recibáis; porque mientras más alta es, más peligrosa es, y haceros ha de dar mayor caída (…) La suma, pues, de todo esto sea que tengáis cuenta de los efectos que estas cosas obran en vos, no para ser vos juez de ellas, sino para informar a quien os ha de aconsejar, y vos tomar su consejo”[30][31]

Conclusión

Jesucristo a cada uno de nosotros nos ha dado talentos. A algunos uno, a otros cinco, a otros diez[32]… sin embargo, no se nos pedirá cuenta en la otra vida de cuántos talentos hayamos recibido sino de cuánto y cómo los hicimos fructificar en nuestro paso por la tierra, ayudados de Dios y movidos por su caridad, porque como dice san Juan de la Cruz: “en el ocaso de nuestras vidas seremos juzgados en el amor”. Por lo tanto, Dios mismo, Autor de nuestros dones, es quien nos llena de esperanza al ofrecernos la oportunidad constante de fructificar mediante la gracia santificante: no existe absolutamente nadie, por pocos que sean los dones que crea haber recibido (puesto que siempre son muchos), que no posea los dones suficientes para alcanzar la santidad ya que ésta consiste no en otra cosa que en la práctica de la caridad, vínculo de unión con Dios y con el prójimo. Querer poseer lo que Dios no nos ha dado es, de alguna manera, querer juzgar a Dios; en cambio agradecer constantemente los dones que nos ha dado y hacerlos fructificar es el camino más seguro para caminar con total seguridad de la mano del Espíritu de Dios, Autor de toda gracia, de toda esperanza, y de nuestra salvación.

Que sea Él quien nos conceda cuanto quiera en beneficio de nuestras almas y de la gloria de Dios, y que nos prive también de todo aquello que no contribuya a esta gran obra.

Todo el que tiene el don de la caridad, percibe además otros dones. Mas el que no tiene el don de la caridad, pierde aun aquellos dones que parecía haber percibido. De ahí que sea necesario, hermanos míos, que en todas vuestras acciones tratéis de conservar la caridad” (San Gregorio Magno).

[1]  Casiano, Colaciones, 4

[2] Cf. Santo Tomás de Aquino: “El don de lenguas”, S. Th. II-II Q.176, a2

[3] 1Co 14,27-28 “Si se habla en lenguas, que hablen dos, o a lo más, tres, y por turno; y que haya un intérprete. Si no hay quien interprete, guárdese silencio en la asamblea; hable cada cual consigo mismo y con Dios”.

[4] Miguel Fuentes, El teólogo responde III, Ediciones del Verbo Encarnado, san Rafael (Mendoza) Argentina, año 2005. Pág. 364

[5] Cf. Jn 16,13  Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir.

[6] Gén 11,1-9

[7] Cf. 1Jn 4,6  Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios nos escucha, el que no es de Dios no nos escucha. En esto reconocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.

[8] Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, La Bac., 9ª Ed., nº 761, pág. 896

[9] Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II q.177, a. 1

[10] 1 Cor 4,7

[11] Mt 7,20

[12] Recomendamos leer el artículo de santo Tomás de Aquino: S. Th. II-II q.176 “El don de lenguas”.

[13] Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, La Bac., 9ª Ed., nº 760, pág. 895

[14] Cf. 1 Cor 13

[15] Pro 16,22  La sensatez es fuente de vida para el que la posee,  la necedad es el castigo del necio.

[16] 1Jn 3,10

[17]   Miguel Fuentes, El teólogo responde III, Ediciones del Verbo Encarnado, san Rafael (Mendoza) Argentina, año 2005. Pág. 365

[18] No nos detendremos aquí a exponer los demás grados de oración que bien trata la teología puesto que no viene al caso según nuestro propósito en este artículo. De todas maneras recomendamos a quienes quisieran más información acerca de ellos al P. Royo Marín en su libro Teología de la perfección cristiana, ya citado en este trabajo.

[19] Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, La Bac., 9ª Ed., nº 760, pág. 653

[20] Ídem.

[21] Cf. Lc 6,45

[22] Cf. Os 2,16

[23] Cf. Santo Tomás de Aquino; S. Th. II-II q.83, a.13

[24] Royo Marín, Teología de la perfección cristiana: Pero al menos es indispensable la virtual, que se ha puesto intensamente al principio de la oración y sigue influyendo en toda ella a pesar de las distracciones involuntarias que puedan sobrevenir. Si la distracción es plenamente voluntaria, constituye un verdadero pecado de irreverencia, que, según el Doctor Angélico, impide el fruto de la oración (83,13 ad 3).

[25] Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, La Bac., 9ª Ed., nº 760, pág. 655

[26] Cf. Lc 1,52; Stgo 4,6; 1Pe 5,5

[27] Cf. Sal 141,2

[28] Jn 8,44  “… Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.”

[29] Miguel Fuentes, El teólogo responde III, Ediciones del Verbo Encarnado, san Rafael (Mendoza) Argentina, año 2005. Pág. 365

[30] San Juan de Avila, Audi, filia, 52.

[31] Miguel Fuentes, Santidad, superchería y acción diabólica, Ediciones del Verbo Encarnado, San Rafael (Mendoza) Argentina – Año 2011. Pág 102

[32] Cf. Mt 25, 14-30