Cristo Rey

¡Dejémosle reinar y cooperemos a su reinado!

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Para los que han tenido la maravillosa oportunidad de realizar ejercicios espirituales según el método de san Ignacio, la “contemplación de Cristo Rey” resulta gratamente familiar. En ella se nos propone considerar, en primer lugar, un rey temporal para pasar luego a la gran consideración de nuestro Señor Jesucristo como nuestro Rey eterno. Y parte de lo interesante de esta meditación es que el rey temporal que se nos propone al principio tiene una característica muy especial: es digno de admiración a causa de sus muchas virtudes, e inspira y mueve, de hecho, a seguirlo. Y este es el punto de partida para hacer el salto hacia nuestro Señor; un rey que no solamente es admirable y virtuoso sino el verdadero cúmulo de las virtudes, en cuya humanidad nos enseñó cómo se vive según la voluntad de Dios, y hasta dónde está dispuesto a llegar por cumplirla y salvar así nuestras pobres almas. En síntesis, Jesucristo es nuestro soberano absoluto porque traspasa todos los límites posibles para nuestro entendimiento, pues ha venido a instaurar un reino que va más allá de las naciones y las razas, ¡y más aún!, más allá de las imperfecciones y hasta de los pecados… ¿qué significa esto?, que, si hay arrepentimiento sincero, no hay pecado capaz de impedir que un alma se ponga bajo el amoroso servicio de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo: un reinado diferente

Detengámonos por un momento en esta consideración, mis queridos hermanos: los discípulos y súbditos de Cristo, somos todos pecadores, es decir, corazones capaces de ofenderlo y herirlo con nuestros pecados. Digamos más aun, ¿nos damos cuenta de que nosotros, la razón de la Pasión de nuestro Señor, somos los mismos invitados a formar parte de sus filas? El reinado de Jesucristo busca extenderse a través de la misma humanidad que ha traicionado la bondad divina, y esto porque la mirada de Dios es diferente: Él, donde hubo traición, en lugar de castigo ofrece redención, en lugar de condena propone salvación, y donde lo defraudamos en vez de reproche nos pide arrepentimiento y seguimiento; es por esto que el alma que se condena lo hace voluntariamente, pues de parte de Dios todo está dispuesto para su salvación, conversión y santificación. ¿Y cómo es posible este reinado de Jesucristo tan inefable?, porque Dios también se encargó de eso, haciéndolo un reinado que radica no en la tierra sino en lo más profundo del alma que lo acepta.

Los reinos terrenos no son como el de Cristo, por lo que muchos quedaron defraudados cuando lo vieron morir en el Calvario (los que se quedaron con la cruz y no fueron más allá, hasta su amor hasta el extremo). Jesús no vino a imponerse con las armas, ni a amontonar terrenos ni acrecentar poderes humanos, ¡claro que no!; porque nada de eso salva al momento de presentarse delante de Dios el día de nuestro juicio; allí solamente importa lo que hayamos acumulado en el corazón; allí serán nuestras obras las que cuenten: nuestra caridad, nuestra generosidad, nuestro perdón, compasión, honestidad, etc. Este reino de Jesús no se impone, sino que se ofrece; no obliga sino que invita, y no esclaviza sino que libera, pero no siempre de las cadenas humanas ni tantas veces de las injusticias de los hombres, por duro que sea escucharlo; sino la esclavitud que puede perder al alma para siempre. La gloria eterna, en cambio, es donde Dios ejecutará su justicia definitiva, y consolará a los que ahora sufren, y recompensará a los que ahora padecen por su fidelidad al Evangelio; en definitiva, donde reinarán con Cristo para siempre los que hayan aceptado su reinado en esta vida, como explica hermosamente san Alberto Hurtado:

“El Reino de Cristo, Reino de justicia, de amor, de paz… Reino que viene no a destruir al hombre sino a regenerarlo: “a esto he venido, a que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); a levantarlo del fango de las pasiones que lo esclavizan, a hacerlo libre: libre de la tiranía del pecado, libre de la impureza, libre del egoísmo, libre del odio, libre del orgullo, libre del mal que es el pecado y el desorden. Pero no basta esto; viene a elevarlo a una grandeza que jamás el hombre podía sospechar: amigo de Dios: “ya no os llamaré siervos sino amigos” (Jn 15,15); templos donde Él habita: “vendremos a él y haremos en Él nuestra morada” (Jn 14,23); elevados por participación a la vida divina, a la unión con el Creador, a vivir la misma vida de Dios por la gracia santificante: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5); viene Cristo en el colmo de su amor no a traerle sus dones, sino a darse Él mismo como don, a alimentarnos a nosotros, pobres mortales, con su Cuerpo y Sangre, prenda de la vida eterna. Y mientras dura nuestro curso por el mundo, la actividad del soldado de Cristo es hacer el bien: la caridad material, la limosna al pobre, el consuelo al débil, la justicia al oprimido, la caridad al que sufre. En una palabra: a continuar la redención de nuestros pobres hermanos, los hombres.”

El gran peligro: rechazar el reinado de Cristo

¿Cuándo rechazamos el sublime reinado de nuestro Señor?, pues cuando queremos ponernos nosotros en su lugar: cuando queremos arrebatarle el trono que ha puesto en nuestros corazones para gobernarnos según nuestro parecer desordenado y no según la verdad del Evangelio que es la que nos salva.

Pensemos, por ejemplo, en un súbdito que se encuentra combatiendo junto a su rey en el campo de batalla, y de pronto, para que el enemigo no lo mate, apuñala a un compañero y se lo ofrece al enemigo: por supuesto que se convertiría en un traidor. Pues bien, así como este soldado traicionero dejó entrar el mal en su corazón, así también pasa cuando dejamos entrar en nosotros el pecado, y peor aún, cuando se pretende rebajar a Dios al punto de pensar que tiene tanto derecho a habitar en el corazón como el pecado; por ejemplo, pretendiendo que la morada de nuestro corazón la compartan tanto la caridad fraterna como el egoísmo; o dejar salir de nuestros labios hermosas oraciones, pero escondiendo un oscuro rencor que mancha dichas plegarias.

El reinado de Jesucristo, en síntesis, exige la integridad y repudia los dobleces: Dios no quiere que “le sirvamos de a pedacitos”: algunas veces sí pero otras no; cuando me sienta fuerte sí, pero cuando esté cansado no; y esta coherencia de vida no es más que seguir el ejemplo de Cristo rey en su humanidad: ni las largas caminatas, ni las noches en vela, ni el cansancio, ni el desprecio de los enemigos, ni la incomprensión de su pueblo, y ni siquiera la decisión de hacerlo morir lo detuvieron. Y como en todo esto nos ha dado ejemplo, lo mismo espera de sus servidores, a quienes ha sepultado sus traiciones con su perdón y su gracia, y a quienes pide imitación y fidelidad para tomar parte en la extensión de su reinado. Ante esta hermosa realidad, queridos hermanos, no olvidemos que tanto Pedro como Judas traicionaron, pero uno desconfió y se apartó de Jesús; el otro, en cambio, regresó con fidelidad renovada y la firme determinación de no volver a traicionar a su Señor, y por eso alcanzó la gloria.

El verdadero fiel cristiano deja que Cristo reine en su alma cada vez que cumple la voluntad de Dios antes que la suya (y buscando siempre unirlas).

– Cristo debe reinar en nuestra vida: debemos cumplir por amor sus mandamientos

– Cristo debe reinar en nuestro progreso espiritual: debemos acudir a sus sacramentos (Él lo quiso)

– Y si realmente queremos ser servidores fieles y agradecidos, nos esforzaremos sin tregua por no ser nosotros un impedimento al reinado de nuestro Dios, y contribuiremos valientemente a su reinado social como corresponde a quienes nos decimos servidores de Cristo Rey: defendiendo los derechos de Dios, la vida y la ley natural; manifestando sin vergüenzas ni respetos humanos nuestra fe; trabajando por dejar bien a la Iglesia con nuestros buenos ejemplos; abogando siempre en favor de la verdad; no dejando que el error tenga derechos que hagan perderse a tantas almas; ofreciendo oraciones y penitencias, devoción y reparación, etc.; en fin, cumpliendo la misión que nuestro Dios y Señor nos tiene preparada y desea llevar adelante reinando desde lo más profundo de nuestros corazones.

Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance la gracia de que toda nuestra vida sea un reflejo de ese nobilísimo y glorioso grito cristero: ¡Viva Cristo Rey!

P. Jason Jorquera, IVE.

 

 

 

 

 

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