Reflexión
“El que vive bajo la sombra protectora del Altísimo y Todopoderoso,
dice al Señor: Tú eres mi refugio, mi castillo,
¡mi Dios, en quien confío!” (Sal 91, 1)
A pocos días de haber terminado este último periodo de conflicto e incertidumbre en Tierra Santa, nuevamente los santuarios han quedado silenciosos, casi vacíos, expectantes ante alguna posible visita, como mirando con tristeza las consecuencias terribles de las guerras, especialmente en aquellos lugares donde no hay silencio ni paz ni descanso. Nosotros estamos bien; gracias a Dios y esa inmensurable red de oraciones que se extiende entre la tierra y el Cielo, estamos bien. Pero hay que seguir rezando, hay que seguir engrosando y extendiendo esas redes o cadenas de oraciones que interceden en favor de quienes continúan sufriendo, pues si bien aquí ahora está tranquilo, no ocurre lo mismo en todas partes, y en el momento en que compartimos estas líneas seguramente hay corazones elevando sus plegarias de entre los escombros del dolor y la injusticia, así que por favor no dejemos de rezar y ofrecer sacrificios por quienes más están sufriendo, ahora mismo, las consecuencias de las guerras, y por sus seres queridos que también a la distancia saben dolerse con ellos. Por favor, repetimos, no dejemos de rezar.
A partir de la primera vez en que sonaron las sirenas de alarma en Tierra Santa -escribo desde mi experiencia en el Monasterio de la Sagrada Familia-, se introdujo prácticamente como parte del interrogatorio obligatorio de quienes venían a visitar la casa de santa Ana, una pregunta absolutamente nueva y muy diferente a las que habitualmente contestamos los monjes, cuando somos llamados a atender a quienes tocan la campana solicitando nuestra atención: “¿ustedes tienen refugio?”, es decir, aquel lugar destinado a proteger ante la posibilidad de los peligros propios de la bélica situación; sea una habitación sólida, reforzada; sea un lugar de la misma casa más seguro, firme, apartado de las ventanas y de alguna manera más protegido que el resto. Y a partir de esta nueva realidad -para mí en tierra de misión, reitero-, esta simple y sencilla “palabrita” se me ha vuelto en más de una ocasión una oportunidad para sacar provecho, al examinarla en relación con nuestra vida espiritual. Pues no es algo que debamos tomar a la ligera ni dejar de profundizar, aquella afirmación bien conocida para todo cristiano, que cada uno de nosotros ha escuchado y muy probablemente hayamos repetido en más de una oportunidad: “Dios es mi refugio”; así como aquella hermosa letanía dedicada a nuestra Madre del Cielo: “Refugio de los pecadores, ruega por nosotros”. Y es que la palabra refugio está más presente en nuestra vida espiritual de lo que pareciera, al menos implícitamente, porque a menudo se nos hace algo “necesario para crecer en la vida espiritual”. ¿Por qué decimos esto?, pues porque muchas veces nos hemos ido a refugiar en Dios; y si nos refugiáramos más en Él y en la protección de María santísima, seguramente nuestro corazón sería “más de Dios” de lo que lo es ahora. Me explico: ¿Cuántas faltas cometidas no serían tales, si en lugar de haber continuado por el sendero sugerido por la tentación, nos hubiéramos ido a refugiar prontamente en Dios?; ¿cuántas tentaciones se habrían simplemente ahogado o desvanecido si nos hubiéramos ido a “encerrar” con Dios en la seguridad de su compañía? La primera vez que estuvimos cercanos a los ataques, mientras comenzaban a sonar las sirenas de advertencia, nos fuimos al lugar más seguro y cercano que teníamos, llevando con nosotros -por supuesto- nuestra pequeña imagen de la Sagrada Familia, rezando el santo rosario hasta que todo hubo terminado. Pues bien, cuando uno se refugia del peligro piensa solamente en lo esencial, y pareciera poder discernir y rechazar lo superficial de una manera prácticamente automática, no por miedo, no por desesperación, sino ante la consideración fundamental en nuestra existencia de si hemos hecho lo que Dios esperaba de nosotros hasta ese momento. Así pues, refugiarse en Dios constantemente va transformando vidas: va forjando criterios, va profundizando consideraciones, va ordenando los amores y avivando las respuestas a las amorosas exigencias de nuestro Padre celestial. Pero además, para nosotros es del todo especial, pues el único temor que nos mueve a refugiarnos en nuestro buen Dios es el temor del pecado o el de poder fallarle (o el de haberle fallado si se quiere, pero regresando siempre con gran confianza a sus brazos misericordiosos); el cual, sin embargo, no es la razón primera ni la más urgente, claro que no; sino la exigencia sobrenatural de corresponder a su amor divino; y esto es una constante en las vidas de las almas realmente enamoradas de Dios que debemos tratar de imitar con toda nuestra determinación, con todo el corazón, aún -y sobre todo-, cuando más necesitamos ser protegidos, como bien decía el santo: “Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia arriba, hacia Dios. ¡Oh bendita vida activa, toda consagrada a mi Dios, toda entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme a dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible en mis preocupaciones, mi único refugio.” (San Alberto Hurtado)
Refugiarse en Dios, por tanto, no debería ser una manera de escapar sino una necesidad de corresponder, como hemos dicho; un deseo y una convicción sobrenatural profundas, pues un hijo no se refugia en brazos de su madre o de su padre solamente cuando tiene miedo, sino -y, en primer lugar-, porque los ama y desea recibir cariño; porque en su regazo se sabe seguro; o simplemente por sentirse a gusto en sus brazos, o mejor dicho “por el sólo hecho de dejarse abrazar por ellos”.
Refugiémonos, pues, más en Dios; no le neguemos nuestra compañía, nuestra confianza absoluta en su Providencia, “nuestra correspondencia”; pues sólo Él es el refugio seguro ante nuestras necesidades, ante nuestros problemas, nuestras debilidades y nuestras heridas; huyamos del peligro del pecado, del terrible mal de la indiferencia y cobardía para defender nuestra fe, de la comodidad mundana y la contradicción del Evangelio. Vayamos las veces que sean necesarias donde está la seguridad de nuestra alma y quedémonos allí, bajo la protección divina, ante la mirada bondadosa del Altísimo, bien protegidos por los muros de la Misericordia que espera la visita de las almas.
“Yo lo pondré a salvo, fuera del alcance de todos, porque él me ama y me conoce. Cuando me llame le contestaré; ¡yo mismo estaré con él! (Sal 91, 14-15)
P. Jason Jorquera M., IVE.