Hijitos, me queda poco de estar con vosotros – Jn 13, 31-35
Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… Con esta frase podemos adentrarnos en los misterios de la liturgia de este Vº Domingo de Pascua.
Sabemos que el tiempo está avanzado, pues el tiempo pascual este año ya tiene más pasado que futuro; se acerca ya la solemnidad de la Ascensión del Señor. En este contexto es que la Iglesia nos propone las exhortaciones del Señor que hemos ido escuchando en los últimos días: para que podamos vivir el Camino que nos ha trazado y sellado en la Semana Santa, Camino con mayúscula, confirmando aquello que el Señor mismo había dicho de sí: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Cfr. Jn 8, 32).
¡Todo está consumado! La revelación estaba hecha; lo que le tocaba a Jesús él ya lo ha concluido aquí en esta tierra. Debía alentar a los suyos para su partida definitiva, debía ya empezar a volver a recordarles del Paráclito que sería enviado y seguiría el trabajo de convencerles, de defenderles, de guiarles.
El camino es en dirección a su Ascensión, como dijimos. Esta Ascensión, como indica Santo Tomás de Aquino[1] fue algo útil para nosotros porque según él, Cristo subió a los cielos para conducirnos hacia allí. Nosotros no conocíamos el camino, pero Él nos lo enseñó. Se recuerda con esto la profecía de Miqueas que dice: Subió abriendo el camino delante de ellos (2,13). Sin embargo, el Evangelio de hoy nos trae un hecho: el Señor les advirtió a los apóstoles de que ellos le buscarían y que, por ahora, nadie podría seguirle. Tenía que prepararles un lugar; y también dice -versículo seguido-, que podrían seguirle más tarde. ¿Y por qué? Porque nuestro fin siempre será unirnos a Dios, estar con el Señor: en esto consiste nuestra verdadera felicidad. Sabemos que ahora Él está glorioso en el cielo; es imposible unirnos a él aquí, en esta vida, pero nos alentó el Señor diciendo que más tarde estaríamos con Él. Debemos estar tranquilos en cuanto a esto, pero no quiere decir que no debemos esforzarnos por alcanzar al Señor.
Partiendo de ahí es que debemos meditar en el camino concreto que debemos recorrer para alcanzar la unión con el Señor. San Juan de la Cruz nos enseña que, en esta vida el único modo de unirnos a Nuestro Señor es por medio de las virtudes; propiamente por las que llamamos teologales, es decir, las que tienen a Dios mismo por su obyecto. Estas virtudes son tres: fe, esperanza y caridad. Mientras estamos en esta vida, la fe es el modo más seguro de unión con el Señor, pues la fe es siempre de algo que no se ve, como enseña la Carta a los hebreos. Sin embargo, mientras nos unimos en la fe con el Señor, tenemos la esperanza de alcanzar la unión plena que se dará en el cielo por la virtud de la caridad. Así tenemos todo el organismo de estas tres virtudes teologales puesto en movimiento.
Volviendo a la liturgia de este domingo, es posible notar en la primera lectura el tema de la primera virtud teologal: la fe. En efecto, Pablo y Bernabé, dice la Escritura, volvieron a Listra… animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe… Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Es decir, se alegraban los apóstoles de que les fuera posible anunciar la resurrección del Señor, enseñar la doctrina de Cristo y conseguir nuevas almas para el seguimiento de Jesús; y todo esto en medio de los gentiles. Les había presentado la fe, y ellos habían creído y se unieron al Señor, esperando poder unirse a Él definitivamente en la patria celestial.
En la segunda lectura, ya en el libro del Apocalipsis, vemos una alusión a la virtud de la esperanza. Estamos en el contexto de las visiones de San Juan que fue llevado por el Espíritu a contemplar las realidades celestes y misteriosas, siendo guiado por un anciano que le mostraba muchas cosas. Le fue pedido que escribiese todo lo que había visto para provecho nuestro, los que vamos de camino.
Escuchamos un versículo en el que el discípulo amado nos enseña el modo cómo nuestra esperanza será colmada allí en el cielo: ya no habrá más llanto, ni dolor, ni tristeza, solamente la alegría de la unión con el Señor, la alegría del encuentro perpetuo y gozoso con Dios mismo. Dice el texto: Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.
En el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos habla de la caridad y nos da un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Pero Señor, acaso el Deuteronomio ya no nos mandaba esto? ¿No está ya escrito que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?[2] ¿En qué consistiría entonces la novedad de este mandamiento? Creo que esta pregunta nos cabría hacerla en este momento, pues si no hubiese nada que distinga el mandato nuevo de lo que está escrito en el Levítico, ¿en qué seríamos distintos del pueblo elegido en el Antiguo Testamento? Siendo que justamente Él nos ha llamado a ser discípulos suyos, y ser reconocidos por esto: por el amor que debemos tener los unos a los otros, es por esto que debe haber algo distinto en este amor.
Es justamente en este punto que llegamos el eje en torno al cual gira todo lo demás: Cristo nos dejó el ejemplo para que sigamos sus huellas… ¡El amor debe ser elevado a un nuevo grado! ¿Debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas? ¡Sí! ¿Debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Sí! Pero ahora, debemos hacerlo todo imitando el amor de Cristo. Él mismo lo puso de relieve luego de dejar a los apóstoles el mandamiento nuevo, les dijo: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. ¡Ahí está!
Quizá podríamos objetar todo esto con otra observación: en definitiva, Cristo es Dios y no nos es posible amar al modo divino. Nos engañamos; justamente es lo que nos enseña San Pablo cuando dice que este amor divino ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Este es el motivo por el que Jesús nos pidió que fuésemos santos como Dios; es decir, que ¡no nos es más imposible amar al modo divino! Pues Jesús siendo Dios -y sin dejar de ser Dios- se hizo hombre. San Juan escuchó una gran voz en el Cielo que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Sin dejar de ser Dios Él asumió nuestra naturaleza humana y nos amó con amor divino, para que nosotros, no dejando de ser hombres, pudiésemos amar como Dios.
¿Y cómo es este amor divino? Es un amor sin medidas, un amor dispuesto a renunciar a lo más precioso que tenemos naturalmente: nuestra vida… y hacerlo por otra persona… Hay más: Cristo dio su vida incluso por sus enemigos. Esto lo prueba Él mismo con su exclamación al Padre desde el alto de la Cruz, pidiendo perdón por sus verdugos, pues no sabían lo que hacían, y poco después entregó su espíritu.
Para concluir, debemos tener siempre en la mente y en el corazón, este pensamiento de San Bernardo de Claraval: “La medida del amor es amar sin medidas”. Es decir que, en nuestra vida concreta, cuando pensamos que estamos haciendo las cosas bien, debemos poner más amor; siempre hay más espacio para poner más amor. Hacerlo todo siempre por amor a Cristo: si debo contestar a alguien, debo hacerlo por amor a Dios; si debo hacer algún trabajo, debo hacerlo poniendo ahí él amor a Dios; si debo cuidar de mi casa, debo hacerlo con lo máximo de amor a Dios que pueda; así, cuánto más practiquemos esto, cuánto más intensamente vivamos esto, más estaremos creciendo en este amor y como es infinito -porque Dios es amor-, podemos crecer siempre en esta virtud.
Por fin, con la fe -que es el elemento esencial para poder practicar esta caridad de la que estamos hablando-, esperamos poder colmar esta caridad en el Cielo, junto a los ángeles y santos, alabando y amando a Dios, por todos los siglos de los siglos. ¡Amén!
P. Harley D. Carneiro, IVE
[1] Sermón sobre el Credo, Artículo VI
[2] Cfr. Lev 19,18