Impresiones de Tierra Santa
P. Jason Jorquera M.
Visitar la capilla del Santo Sepulcro, constituye una verdadera confirmación y, a la vez, anticipo del triunfo definitivo de nuestra fe; porque el Santo Sepulcro se ha convertido en una especie de síntesis de la historia de la salvación: he ahí el lugar de la Cruz, la que partió la roca en dos; he ahí un trozo de la columna en la que fue azotado nuestro Señor Jesucristo; he ahí el lugar donde fue ungido su sacrosanto cuerpo luego de expirar, conmemorado por una fragante piedra de mármol; he ahí la roca donde estuvo sentado el ángel que preguntaba a la Magdalena la causa de sus lágrimas, cuando ya no había más motivo[1]; he ahí también el sepulcro vacío, porque si no estuviera vacío -siguiendo al apóstol de los gentiles-, vana sería nuestra fe[2].
La mañana del Domingo de Resurrección, aconteció un hecho demasiado grande como para quedar contenido en el sepulcro, y esta es la causa de que podamos decir que “la grandeza del hecho de la Resurrección no cabía en el sepulcro, y fue por esto que se quedó vacío”. Pero dejando a un lado la metáfora, hay que atender primero a la realidad, en la que aquella tiene su fundamento, y esta genuina realidad no es otra que el triunfo glorioso del Mesías que arrastra consigo la redención de la humanidad y la constatación del cumplimiento de las arcaicas profecías en Jesús de Nazaret, nacido de una mujer, nacido bajo la ley[3]…, y verdaderamente Hijo de Dios, como bien lo afirmó delante del colegio apostólico nuestro primer Papa en el instante previo a recibir el vicariato[4]. Por lo tanto, hablar del Santo Sepulcro –reiteramos- es hablar de la Resurrección, y hablar de la Resurrección es hablar inseparablemente de la victoria de Jesucristo.
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Hoy en día, por extraño que parezca, nos encontramos con muchos discípulos como Cleofás camino de Emaús[5], es decir, que habiendo constatado la trayectoria salvífica del siervo sufriente[6] vaticinado por las Sagradas Escrituras, sin embargo, se quedaron con los ojos puestos en el Calvario olvidándose de que así tenía que suceder[7] para que se cumpliera la profecía figurada en Jonás[8] en referencia directa al Cordero de Dios[9]: he aquí el gran peligro del cual nos advierte el santo jesuita, y del cual nos libra la fe: “Los peces del océano viven en agua salada y a pesar del medio salado, tenemos que echarles sal cuando los comemos: se conservan insípidos, sosos. Así podemos vivir en la alegría de la resurrección sin empaparnos de ella: sosos. Debemos empaparnos, pues, en la resurrección. El mensaje de la resurrección es alentador, porque es el triunfo completo de la bondad de Cristo.”[10] Y si el triunfo es completo, entonces no hay motivos para desesperar, ni para aminorar el fervor de nuestra fe; porque la fe en el Hijo de Dios va de la mano con un sublime estilo de vida: el del evangelio; con un mismo espíritu que anima: el de las bienaventuranzas; y una consoladora certeza ya realizada por un divino designio, y que sólo debe ser “aplicada” en nosotros, lo cual se concretará en la medida de nuestra aceptación del mensaje de Jesucristo con todas sus consecuencias; porque la consecuencia de nuestra naturaleza herida por el pecado fue la misericordia de Dios, y de ésta lo fue la Encarnación, y de aquella la Cruz…, pero el problema está justamente cuando los ojos terrenales se detienen aquí olvidándose de que el camino del Calvario termina en la Resurrección, y ésta en la eternidad. Y tanto para aquellos que se quedaron con la mirada puesta en el Calvario, como para los que viven mirando siempre el Cielo, Jesucristo nos dejó un sepulcro vacío: motivo de confianza y conversión para los que dudan, y de amorosa confirmación para los creen.
Si tanto predicamos la Cruz de Cristo, es porque hay que pasar por ella. Pero no olvidemos que la Cruz es tanto el signo de nuestra fe cuanto un camino y no un término; el más seguro y el único eficaz para producir la salvación, por eso Jesucristo lo eligió; y en su sabiduría infinita decidió asumirla para resaltar más aun el triunfo de su Resurrección, y así, el Santo Sepulcro asume en nuestras vidas una función análoga a la del Tabor, en cuanto que nos sirve de reconfortante consuelo al manifestarnos desde ya la gloria a la que el Hijo de Dios nos invita. Esta es la causa de que en este Sepulcro, que es santo, no descanse ya un cuerpo mortal sino una alegría sobrenatural, porque de aquí salió el primer cuerpo glorioso que no es otro que el del mismo Hijo de Dios para ofrecer gloria también a los mortales, porque “la resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo…”[11]; pero de un gozo doble: por la victoria de la misericordia de Dios sobre el pecado, y por nuestra adopción filial que gracias al Hijo natural de Dios, con su Cruz y su Resurrección, nos engendran -mediante la gracia- para la eternidad: “este fue el motivo de la venida de Cristo en la carne, de su convivencia con los hombres, de sus sufrimientos, de su cruz, de su sepultura y de su resurrección: que el hombre, una vez salvado, recobrara, por la imitación de Cristo, su antigua condición de hijo”[12]; y todo esto sí que está contenido en el Santo Sepulcro, dispuesto a dejarse degustar por las almas que poseen una fe verdadera.
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Si bien, como hemos dicho metafóricamente, “la grandeza del hecho de la Resurrección no cabía en el sepulcro”, sin embargo, eso no quita el hecho de que Jesucristo nos haya dejado un Santo Sepulcro vacío; motivo de confianza y conversión para los que dudan, y de amorosa confirmación para los creen.
[1] Cfr. Jn 20, 12-13
[2] Cfr. 1 Cor 15,17
[3] Cfr. Gál 4,4
[4] Mt 16,16 “Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.»”
[5] Cfr. Lc 24,13-31
[6] Cfr. Is 53,3
[7] Ídem.
[8] Cfr. Jon 2,1
[9] Mt 12,40
[10] San Alberto Hurtado: “El espíritu de la Resurrección”, Meditación de unos Ejercicios Espirituales predicados a jesuitas, posterior a 1944. Un disparo a la eternidad, pp. 315-317.
[11] San Máximo de Turín, Sermón 53
[12] San Basilio, Sobre el Espíritu Santo, 15, 35