El tesoro de la cruz

Homilía para consagrados en el día de san Juan de la Cruz

Celebramos en este día a san Juan de la Cruz, una de aquellas almas puras y selectas que con su vida y sus escritos vinieron a iluminar la vida espiritual de todas las almas que con sinceridad deseen caminar hacia la unión con Dios… y dentro de este grupo de almas tenemos que estar -por fuerza-, nosotros los consagrados, los que aceptamos dedicar la vida al servicio de Dios muriendo a diario a nosotros mismos; y esta noble determinación no debe irse apagando con los años de vida religiosa, sino todo lo contrario, debe irse encendiendo conforme se hace más profunda nuestra entrega y nuestro amor a Dios.

Todo consagrado debe velar por las almas que la Divina Providencia pone en su camino para ayudarlas a llegar a Dios; pero sin descuidar jamás la propia alma, lo cual ocurre -tristemente-, cuando el apostolado se desordena, llevando a descuidar la propia vida espiritual, es decir, cuando se vuelve más importante que el mismo trato con Dios; y el alma se preocupa más de agradar a los demás que a su Señor. Y si esto llegase a ocurrir -como sabemos-, probablemente la vida espiritual habrá desaparecido… o al menos estará en agonía. En cambio, cuando el alma se dedica con amor y constancia a Dios, Él mismo se encargará de todo lo demás, santificando al alma generosa; porque, en definitiva, si el alma se dedica a buscar la gloria de Dios, Dios dedicará sus cuidados y abundantes gracias a esa alma.

Dedicarse a Dios implica amar, morir a sí mismo, renunciar, sacrificarse y aprender a sufrir con generosidad; para lo cual es clave adentrarse en los misterios de Cristo y a partir de ahí, vivir una “ascesis intensa”, es decir, todo lo que acabamos de decir pero con una generosidad realmente grande, totalmente opuesta a la pequeñez de la mediocridad, y completamente fundamentada en el santo deseo de corresponder al amor Divino; obligando al alma a disponerse a las necesarias purificaciones para adentrarse en la intimidad con Dios a la que todos están invitados, pero son pocos los que llegan, “Porque -como dice san Juan de la Cruz- aún a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella.”

San Juan de la Cruz es sumamente claro: debemos primero padecer mucho para entrar a una intimidad más exclusiva con Dios; debemos pasar por contrariedades, por incomprensiones, por injusticias, por grandes dolores y sufrimientos que no son más que la manera más perfecta y divina que nuestro buen Dios ha elegido para purificarnos y hacernos más dignos de Él ante sus ojos (…¡más dignos de Dios!). En otras palabras, renunciar a todos estos sufrimientos y despreciar la cruz no es más que la elección de no querer llegar a la cercanía y santidad que nos ofrece nuestro Padre celestial, lo cual es una total locura a los ojos de la fe, del amor de Dios y de los muchos ejemplos que los grandes santos místicos nos dejaron. En cambio, renunciar a los placeres, a los deleites, gozos, aplausos, honores, etc.; renunciar a cometer cualquier pecado deliberado y cualquier posible acto de egoísmo en nuestras vidas, movidos por el solo amor de Dios; es elección segura del camino que conduce al corazón del mismo Dios, que desea comenzar en esta vida nuestra purificación, pero que no lo hará mientras nosotros no nos determinemos a darnos enteramente a Él… pero si somos coherentes y consecuentes con nuestra consagración, ciertamente iremos por el camino correcto; y el adelantar más o menos rápido, dependerá (de nuestra parte), de la generosidad de nuestra entrega -como hemos dicho-, según sea nuestro amor a Dios.

Justamente, lleno de amor a su Creador y Padre celestial, exclamaba nuestro santo: “¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios, que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer, para entrar en ella, en la espesura de la cruz!”

Este mismo Dios de amor, en la persona del Hijo, le ha dicho a cada uno de sus elegidos -a nosotros-, y les repetirá hasta el fin de los tiempos: “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame”… no habla de pausas, no habla de descansos, simplemente de cruz y seguimiento en esta vida; los cuales como sabemos, darán el hermoso fruto no tan sólo de la salvación, sino de la exclusividad y gloria especial reservada a los que entran en la eternidad con la impronta de haberse dedicado en esta a vida a ser trigo que muere amando a Dios, con la alegría de la cruz que sólo los corazones generosos saben descubrir.

Pedimos por intercesión de María santísima y de san Juan de la Cruz, la gracia de vivir nuestra consagración como escribía el santo en su conocido y profundo Cántico espiritual:

Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

P. Jason, IVE.

 

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