La Eucaristía, fuente de vida divina IV/V

Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en la Pasión; y los méritos y las satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como El mismo eonserva siempre, juntamente con el earácter de pontífice supremo y de mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento, tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud. [Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur. Sess. XXII, cap.2]. Y por eso, todo sacerdote ofrece cada Misa no sólo por sí mismo, sino «por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y difuntos» [Suscipe, sancte Pater omnipotens… hanc immaculatam hostiam… pro omnibus circumstantibus, sed et pro omnibus fidelibus christianis vivis atque defunctis: ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitam æternam]. ¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!

Así, pues, cuando sintamos el deseo de reeonocer la infinita grandeza de Dios y de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.

Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria. [Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti… omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina. Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas. A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofreee el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz. El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.

El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón.

Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa. Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1). Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto la mano del sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés). De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10). ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias. «¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: “mirad al rostro de vuestro Hijo” (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra soberana bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias inflingidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.

Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida. Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué podré daros yo, miserable criatura, a cambio de tantos beneficios? ¿Qué os daré que no sea indigno de Vos?» Aunque Vos «no tengáis necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), sin embargo, es justo que os muestre gratitud por vuestra infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacerla, Señor y Dios mío, de una manera digna a la vez de vuestra grandeza y de vuestros beneficios?» (ib. 115,12). «¿Con qué corresponderé al Señor por todos los beneficios que de El he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»… La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias. Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, Señor santo Dios omnipotente, el tributaros siempre y en todo lugar acciones de gracias… Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino. Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración.

Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37). Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituia la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón. Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25). Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyosn, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es uel trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).

Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotabies, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores. Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor… de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción os son conocidas» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa]. Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; mas esa nota devotio, ¿qué puede ser? -No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Caso de que así sea, formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción os son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que harán abundante acopio en el tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.

Si, pues, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de ]a Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad ciertos de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia. Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!… ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!…

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