Parte del camino a la santidad
P. Jason Jorquera M.
Dice san Basilio, comentando el final del Padrenuestro, que: «[…] En general, Jesucristo mandó que orásemos para que no cayésemos en la tentación; pero cuando alguno se ve en ella, conviene que pida a Dios la virtud de resistirla, para que se cumpla en nosotros lo que dice San Mateo[1]: “El que persevere hasta el fin, se salvará“»[2].
La tentación, como sabemos y experimentamos, es una realidad de la cual nadie se ve exento; incluso Nuestro Señor Jesucristo se vio tentado, tanto por el demonio como por los hombres. Y como el discípulo no es mayor que el maestro[3], nosotros tampoco podemos estar libres de ellas. Pero como la sabiduría divina dispone todas las cosas en beneficio de aquellos que aman a Dios[4], ni siquiera las tentaciones pueden escapar a la Divina Providencia, que las permite para sacar de ellas abundantes frutos, comenzando por las plausibles victorias, cada vez que las vencemos ayudados por la gracia.
A la luz de estas verdades podemos hablar de nuestra lucha contra la tentación con la confianza de saber que combatimos del lado de Dios y de que gracias a Él, si permanecemos fieles a su gracia, podremos triunfar sobre todo mal porque Dios es más fuerte que la tentación, siempre.
Recordemos ahora algunas verdades acerca de la lucha contra la tentación:
1º) Los más tentados son los que más quieren agradar a Dios: los sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos verdaderamente comprometidos, etc. De esta verdad se deduce fácilmente que las tentaciones siempre estarán presentes mientras dure nuestra lucha contra el pecado y búsqueda de la virtud; sea que surjan por parte de nuestra herida naturaleza, sean por parte del demonio, debemos estar atentos a rechazarlas en cuanto aparezcan o las percibamos como tales.
Es un hecho presente en toda la hagiografía que el demonio tiene una saña especial contra los santos, y esto no es -obviamente-, por ser ellos más pecadores, sino todo lo contrario: porque son almas que desean realmente agradar a Dios mediante la semejanza con su Hijo en el obrar. El demonio odia de manera especial a los virtuosos y busca desanimarlos de sus buenos propósito, asustarlos y hacerlos retroceder con sus embates, pero a imitación de los santos -y especialmente de Jesucristo-, no debemos desanimarnos sino todo lo contrario, redoblar las fuerzas mediante la oración y el sacrificio para salir vencedores con la gracia que Dios nos concede en el momento de la prueba y salir triunfantes en su nombre, porque, como enseña el libro del Eclesiástico: “Si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba.”; pero siempre con la confianza de tener un Defensor fiel e inquebrantable que nos sostiene.
2º) Debemos dejar de lado todo miedo a la tentación: porque si le tememos le estamos dando mayor fuerza de la que realmente tiene. Esto se logra mediante los actos de confianza en Dios que van fortaleciendo nuestra voluntad contra la tentación, comenzando por la oración, como enseña el salmo: “Dios mío, en ti he puesto mi confianza; no me pongas jamás en vergüenza. Tú eres un Dios justo; ¡rescátame y ponme a salvo! ¡Préstame atención y ayúdame! ¡Protégeme como una roca donde siempre pueda refugiarme!”[5]; y como el propio Jesucristo enseña a sus apóstoles: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.”[6]
3º) El demonio no puede hacernos cometer un pecado, es decir, que no puede vencer sino al que se deja vencer, o al que se acerca demasiado a él. Pero si nos mantenemos a distancia, no podrá vencernos porque no tiene dominio directo sobre nuestra voluntad. Podrá sugerir malos pensamientos, malos deseos, insistentemente y sin pretender cansarse siquiera de su actuar, pero debemos estar seguros de que, pese a sus ataques, no es dueño de nuestra voluntad ya que sólo Dios es dueño del alma y no la abandonará si ésta no lo abandona a Él por el consentimiento en el pecado; pues siempre asiste al alma donde habita.
4º) No olvidar jamás que en la medida que crece la tentación, crece también el auxilio divino para vencerlas, razón por la cual escribía san Pablo: “Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí.”[7]
5º) Considerar cual ha de ser nuestra conducta respecto a la tentación, y esto se analiza en tres momentos:
- Antes de la tentación: debemos prevenir, estar alertas, no exponernos, guardar los sentidos y evitar toda posible ocasión de pecado, ya sean lugares o personas; pues vale más perder un falso amigo a cambio de no ofender a Dios que ofenderlo por quedar bien con los hombres. Vigilar y orar para no caer en ella, depositando la confianza en Dios, en la Virgen Madre y en el ángel de la guarda que Dios ha dado a cada uno para que le proteja del demonio tentador: “Velad y orad para no caer en tentación. El espíritu está animoso, pero la carne es flaca.”[8]; y, por supuesto, vivir en unión con Dios mediante la vida de la gracia: “Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros”.[9]
– Durante la tentación: Resistir mediante la oración, y rechazar la tentación con energía, buscando distracciones que lleven nuestros pensamientos a cosas distintas; o bien directamente haciendo lo contrario a lo que la tentación nos incita.
– Después de la tentación: sólo tenemos dos opciones; abandonarse a la misericordia de Dios y enmendarse en caso de que hayamos caído recobrando nuevas fuerzas en el perdón divino; o dar gracias a Dios si hemos resistido pues la victoria, en definitiva, ha sido gracias a Él, a quien debemos agradecer.
A María santísima, la mujer que aplastó la cabeza del demonio, el gran tentador, le pedimos la gracia de evitar todas las ocasiones de pecado y ser fieles a la gracia divina para vencer la tentación.
[1] Mt 10,22
[2] San Basilio, in Regul. brevior., ad interrogat. 224
[3] Cf. Jn 13,16
[4] Cf. Ro 8,28
[5] Sal 71
[6] Jn 16, 33
[7] 2 Cor 12, 9
[8] Mt 26,41
[9] Stgo 4, 7