Un llamado universal
P. Jason Jorquera M.
A veces al leer la vida de los santos, encendidos en animoso ardor, decimos “qué admirable, qué grandioso sería hacer aquello” y nos quedamos en el umbral contemplando impresionados, pero sin entrar a compartir y realizar aquellas grandes hazañas. ¿Por qué nos estancamos en vez de fluir como agua de vertiente?; sí, es cierto, nadie está obligado a lo imposible, ya que no todos tenemos las mismas cualidades y/o facultades físicas ni espirituales, y sin embargo, es cierto también que todos estamos llamados a fluir e ir arrastrando en nuestras aguas aquellos “minerales” que la tierra nos va proporcionando. Los minerales son los beneficios, dones, talentos, etc., que tenemos que llevar a las almas -y lo digo especialmente como religioso-; y la tierra es la gracia, que es la que nos entrega todos esos beneficios. Corramos pues por aquella buena tierra.
Quizá alguno objete: “pero ¿qué soy yo, pequeño riachuelo, comparado a aquellos magníficos torrentes que son los santos?”, y no obstante, muchos de aquellos torrentes comenzaron siendo pequeños hilos de agua; algunos incluso en su momento fueron tierra árida y seca, pero la primera y más grandiosa obra que realizaron fue la de ser dóciles a la gracia y esto está a nuestro alcance, no lo podemos objetar. “Un santo no nace, se hace” reza el dicho; ¿hasta cuándo, pues, nos excusaremos en nuestra debilidad, propia de nuestra naturaleza caída?; es cierto que somos frágiles e inclinados al mal, pero también es cierto que la gracia que nuestro Señor Jesucristo nos concedió gratuitamente en la cruz eleva nuestra naturaleza hacia las cumbres más altas e inimaginables de la vida espiritual: el mismo San Pablo antes de ser el apóstol de los gentiles fue el perseguidor de los cristianos, pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia[1] -nos dejó escrito después él mismo-, y nuestro Señor Jesucristo nos dice sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial[2], y evidentemente Él no pide nada sin antes concedernos la gracia que necesitamos para su cumplimiento, de ahí que también se diga: haz lo posible y lo imposible déjaselo a Dios.
Ciertamente que no es fácil, es necesario pasar por la cruz, y ése es exactamente el denominador común entre todos los santos, que son aquellos que sinceramente quisieron imitar a Cristo, pero a Cristo Crucificado. Así también debemos tener en claro que todo árbol por enorme e imponente que se vea salió de una pequeña semilla que paulatinamente se fue regando antes de llegar a ser lo que es. Es verdad que Dios si quiere puede encender un alma hasta hacer que se funda en amor, pero eso dejémoselo a Dios que obra libremente en quien quiere, cuando quiere y cuanto quiere: ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios?[3]; conformémonos con los medios ordinarios que en sí mismos son extraordinarios pues que Dios habite en nuestras almas por su gracia ¿no es acaso una desbordante y desproporcionada muestra de su infinita misericordia?, reguemos, pues, la semilla que Dios ha plantado en nosotros, pongamos cada día en nuestros actos el mayor fervor posible; por insignificante que parezca lo que hacemos, cuando es hecho con total entrega siempre glorifica a Dios y predispone nuestra alma al aumento de santidad y méritos que posteriormente recibiremos de nuestro Creador.
San Martín de Porres se santificó con la escoba y Dios, además, lo coronó con grandiosos prodigios ya desde su vida aquí en la tierra, los cuales “no son requisito necesario” o demostración de la práctica de las virtudes humanas que nos llevan a las heroicas. Tantos santos hay que jamás hicieron grandes milagros en la tierra y, sin embargo, llegaron a altísimos grados de contemplación y unión con Dios; como por ejemplo el mismo san José del cual históricamente no tenemos prácticamente datos escritos o testimonios de que ya en su vida terrenal haya realizado grandes y maravillosos milagros, es más, ni siquiera en los evangelios podemos encontrar siquiera algunas palabras salidas de su boca, simplemente se santificó amando a Dios sobre todas las cosas en una humilde y sencilla carpintería; y pensemos con cuánto amor amaba a Dios que Él mismo lo eligió como custodio de sus dos más grandes tesoros: su propio Hijo y su madre. No busquemos hacer milagros, ni realizar grandes hazañas a los ojos de los hombres, sino sencillamente esforcémonos en dar gloria a Dios incondicionalmente, eso es la santidad. Si queremos gloriarnos que sea en Jesús y en nada más; pongamos los medios que nos permitan nuestras fuerzas, pero “todas nuestras fuerzas” al servicio y entrega a Dios, en nuestro estado, en nuestro oficio, pero sobre todo hagámoslo siempre para la Mayor Gloria de Dios y salvación de las almas: quizás no podré realizar las grandes penitencias de un San Pedro de Alcántara pero sí arrodillarme un minuto ante el sagrario, y después cinco, y después más o tal vez no, pero poniendo todo de mi parte aun cuando no logre todo lo que quiera pues más importa hacer todo lo que Dios quiera; quizás tampoco podré dormir menos de una hora al día como hacía Santa Catalina de Siena, ni mucho menos convertir a un pecador con dos o tres palabras como San Juan María Vianney; pero sí puedo, como todos ellos, pedirle a Dios constantemente crecer en las virtudes que me asemejan a Cristo, ese es un derecho que el mismo Mesías nos regaló y que no debemos desaprovechar en absoluto, ya que Él mismo nos dijo Pedid y se os dará…[4], y por más insignificantes y miserables que seamos podemos siempre rogar confiadamente al Cielo sin dejar que nuestra miseria nos oprima, ya que si bien es cierto que somos pecadores y de naturaleza caída también es cierto que somos imagen y semejanza de Dios[5]. Podemos llorar nuestros pecados ¿Quién nos lo impide?, y ¿acaso no fue esta una actitud fundamental en la vida de los santos?, ¿apuntamos a lo accidental o a lo esencial en nuestra vida ascética?; podemos también ayudar a Cristo en nuestros hermanos, podemos imitar a Cristo en la cruz rogando por nuestros enemigos, perdonando a quienes nos han ofendido, haciendo pequeños sacrificios, ofreciéndole nuestras buenas obras, etc., en fin, viviendo movidos por la caridad iluminada por la fe y fortalecida por la gracia: si después Dios nos quiere exaltar con prodigios extraordinarios que haga como a Él le plazca pues para eso es Dueño y Señor de la creación entera, pero si no ocurre así ¡lo mismo bendito sea Dios!, pues como dijimos anteriormente aquellas “cosas extraordinarias” no son necesarias para progresar sino mero don gratuito de Dios; de nuestra parte corresponde dar el puntapié inicial y seguir caminando abandonados con plena confianza en Él. No debemos ser mediocres y estancarnos sino fluir incansablemente animados por la gracia, entregados completamente, para que Dios pueda obrar en y por nosotros aquel hermosísimo plan divino de salvación que nos tiene preparado desde toda la eternidad: He aquí nuestra santificación, en ser dóciles al Espíritu Santo en aquello que Dios me pide “a mí”, porque la salvación es personal, la santificación también, y yo me santifico en aquello que la voluntad divina tiene preparado para mí. Es verdad que puedo y es muy loable querer hacer lo que los santos han hecho pero cada uno de ellos llegó a ese elevado grado de unión con Dios siendo fiel al Espíritu Santo en el designio divino que tenía para ellos en concreto, designio que si bien puede materialmente parecer inclusive el mismo para mí o ser mi ideal (por ejemplo el monje que quiere imitar a san Antonio, o el médico que desea ser como san José Moscati) es concretamente distinto pues yo soy una persona realmente diferente, que debe ser fiel a Dios en aquello que propiamente Él me pide: de ahí la importancia de la docilidad, sea ésta manifestada (como ocurre de ordinario) en el director espiritual o claramente por moción divina. Eso es lo que nos eleva y diviniza, el cumplimiento de lo que Dios me tiene preparado a mí y hacerlo con el mayor entusiasmo posible.
Finalmente no debemos cometer el grave error de querer solamente imitar a los santos, pues si queremos verdaderamente emular sus virtudes ha de ser porque éstas son participación de las de Cristo y por tanto siempre limitadas por extraordinarias y heroicas que sean: Cristo es el modelo perfectísimo que debemos imitar; si obramos como los santos es porque aquellos resaltan de modo admirable (lo cual es innegable) algún o algunos de los muchos aspectos de la perfección de Cristo, y queremos ser como ellos porque queremos ser como Jesucristo, ese es nuestro fin: la amorosa configuración con nuestro Señor Jesucristo que se da sólo, como ya sabemos, en la cruz, en su bendita cruz a la cual nos invita a clavarnos junto con Él para resucitar así también con Él. No le neguemos nada entonces y seamos generosos con aquel que fue primero desmedidamente generoso con nosotros sin haberlo merecido, porque, como decía el doctor melifluo: La medida del amor a Dios es amarlo sin medida.
Pidámosle a la Santísima Virgen María, madre de nuestro modelo a imitar por excelencia, la gracia de parecernos a su Hijo, empezando por las cosas pequeñas pero sin dejarnos desanimar por nuestra miseria y finitud sino más bien encendiendo cada uno de nuestros actos en el amor divino cuyo apogeo es el calvario: No hay cosas grandes ni chicas, pues todo es para la mayor gloria de Dios. (P. Casanova).
Que la santísima Virgen sea nuestra maestra,
Y nuestra escuela el crucifijo.
[1] Ro 5,20
[2] Mt 5,48
[3] Ro 9,20
[4] Cfr. Jn 16,24
[5] Cfr. Gén 1,26
Excelente. Alabado sea Dios
Muy agradecidos. Que nuestra Maestra de Séforis nos ayude, en la Escuela del Crucifijo. Su Voluntad lámpara. Y “nuestros Monjes” ayuda. Dóciles a la Gracia. Un gran abrazo de los dos.