Meditación del Viernes Santo…
(Una invitación a imaginar)
P. Jason Jorquera M.
Una vez oí a un sacerdote en el seminario decir que cuando una mujer pierde a su marido la llamamos viuda; cuando un hijo pierde a sus padres lo llamamos huérfano; pero cuando una madre pierde a su hijo…, es un dolor que no tiene nombre.
Y en el caso de María santísima, como es único, porque perdió al mismo tiempo a su Hijo que era Dios, la santa Iglesia le ha puesto un nombre a este momento tan doloroso y lo ha llamado la soledad de la Virgen.
Dice Royo Marín que a partir de las palabras de la profecía del anciano Simeón María comienza a ser, desde entonces y sobre todo, “la Virgen de los dolores”, porque sabe que su Hijo será signo de contradicción y que, a su vez, una espada le atravesará el corazón (Lc 2,35), profecía que culmina en esta soledad que hoy recordamos.
El recuerdo de la soledad de la Virgen está unido inseparablemente al primer Viernes Santo de la historia. Y para conmemorar esta soledad de la Madre de Dios, hoy se nos propone acompañar a la Virgen por su vía dolorosa, es decir, por el Vía Crucis que atravesó su alma pura.
Consideremos a la madre al pie de la Cruz…
Cómo contempla con heroica fortaleza aquel último suspiro de su Hijo amado; suspiro que junto con su vida parece querer llevarse también la de su Madre. La Virgen había perdido todo, como si hubiera perdido su vida misma: su pena era grande como el mar y nadie la podía compartir, estaba más allá de las palabras.
Miremos a José de Arimatea y Nicodemo…
Los dos nobles judíos descolgaron cuidadosamente el cadáver del Mesías y lo entregaron a su Madre. Dice el Padre Castellani que aquí comienza propiamente la soledad de María que el pueblo cristiano contempla la noche del Viernes Santo. Porque este es el último abrazo de la Madre al cuerpo inerte de su inocente Hijo, y así también es la primera escena de la corredención que la iglesia naciente puede visiblemente contemplar.
De ella escribe el poeta:
“he aquí helados, cristalinos
en el maternal regazo
muertos ya para el abrazo
aquellos miembros divinos.
Fríos cierzos asesinos
helaron todas las flores,
oh madre mía, no llores.
Cómo lloraba María.
la llaman desde ese día
la Virgen de los dolores”
(Gerardo Diego)
Es por eso que la santa Iglesia aplica de manera admirable a la Virgen María las palabras del profeta jeremías: “¿a quién te compararé y asemejaré, hija de Jerusalén?, ¿a quién te igualaría yo para consolarte, virgen hija de Sion? Tu quebranto es grande como el mar” (Lam 2,13); y explica Royo Marín: Porque así como el mar es lo más extenso, lo más profundo y lo más amargo que existe sobre la tierra, así fue también el dolor de la Virgen:
1°) El dolor más extenso, porque abrazó toda su vida;
2°) El más profundo, porque procedía del más profundo de todos los amores: el amor hacia su Hijo que era a la vez su Dios;
3°) El más amargo, porque no hay tormento ni amargura que se pueda comparar al martirio que sufrió María al perder a su Hijo, a “su Jesús”.
Jesús ya no está…
Y la Virgen queda sola en estas terribles horas de tinieblas con su única y gran compañera que es la fe.
Dice el P. Castellani que ella sabía que Jesús había de resucitar, pero eso no suprimía su pena, que era “presentemente demasiado grande”. Una aflicción muy grande llena y domina el alma; ¿acaso una madre que ha visto morir a su hijo cesa en su llanto por pensar que ahora está en el cielo?, el consuelo futuro se hace como lejano… pues María conserva la fe en las promesas de su Hijo, sabe que volverá, pero también conserva su delicado corazón de madre, que no cesa de repetirle en cada latido que Jesús ya no está.
Luego llega el momento de depositar el cuerpo del Señor en el sepulcro…
Con cuánta dificultad lo entregaría la Madre que ahora inclusive de esto se ve privada cuando la roca sella la entrada del sepulcro.
La madre de la iglesia naciente regresa desolada hacia el cenáculo. Habrá regresado por el mismo lugar, tal vez reconociendo en el camino de regreso varias manchas de la sangre preciosísima de su Hijo: la sangre que tomó de sus entrañas purísimas y que ahora derramó maravillosamente por la redención de los hombres. Bien se aplican a la Virgen las palabras del profeta en estos terribles momentos: “Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, a dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).
Pensemos que al pasar por el calvario se detiene unos instantes ante la cruz…
Quedaba por primera vez sobre la tierra el símbolo que fija la dirección de nuestras vidas; y María así la contempla.
Luego recoge las reliquias de la pasión del Redentor: los clavos, la corona de espinas, los lienzos, y continúa hacia el cenáculo.
Entra silenciosa, y encuentra allí a todos los que habían huido…
Ahí están los apóstoles como apóstatas que habían abandonado al Maestro; ahí están escondidos los que habían prometido seguirlo hasta la muerte. Pedro es el primero en acercarse, avergonzado, como con odio contra sí mismo, deshecho en lágrimas pero confiando en la misericordia de Jesús que “lo miro”…; y lo miró no como el soberano juez, sino como manso Cordero.
También los demás apóstoles se acercan y le piden perdón; están todos menos el traidor: el resto no desesperó. Y María santísima, como verdadera y tierna madre, en nombre de su Hijo los perdona y los consuela; y la más desconsolada se vuelve el único consuelo.
Luego pide estar sola… quiere rezar, quiere meditar en el plan divino que se cumple en su divino Hijo, necesita recogerse en el silencio pues, como sea, acaba de morir su Hijo.
Nosotros, como escondidos, contemplando a la Virgen en estos momentos podemos observarla en su silencio: la Virgen, las tinieblas y su fe.
De pronto se dejan caer tanto dolorosas como tiernas lágrimas de los ojos purísimos de la más santa de las mujeres, de la “más madre” de todas, ¡y por qué no!, si el mismo Cristo consagró y dignificó las lágrimas al derramarlas Él también por su amigo Lázaro y cuando miró desde lejos a Jerusalén, la ciudad santa que venía a salvar y que terminaría entregándolo a la muerte. Las lágrimas de María no contradicen su fortaleza: conserva la fe, tiene firme su esperanza pero aún posee, y más que nunca, sus maternales entrañas. Llora por su Hijo, llora por su soledad, pero el sufrimiento de María es completamente diferente al de los demás pues no desespera y esto es lo “maravilloso” de su dolor, pues el dolor de la Virgen que está en la más profunda desolación y abandono, inmersa en las más densas tinieblas del espíritu, sin su Hijo y sin consuelo, y, sin embargo, es un dolor que espera. Porque María posee algo más fuerte que la muerte y ese algo es la fe: la fe se purifica en el dolor, en el sufrimiento, en las tinieblas, en las pruebas,… en la soledad.
La Virgen de los dolores en su máxima soledad nos ha dado el mayor ejemplo de fe: más que los santos, incluso más que los mártires, porque a los ojos del mundo esperó contra toda esperanza, y a los ojos de la fe no dudó nunca que volvería a ver a su Hijo, pese a su dolor, pese a su terrible soledad, pese a que todo lo demás le decía lo contrario.
En este día nosotros debemos compartir la soledad de la Virgen, la soledad de la “Madre de los dolores”, pues Jesús ya no está… ha muerto por nuestros pecados para darnos vida con su muerte.
La Virgen supo esperar. Esperemos nosotros también con ella, con sus sentimientos y aflicciones en esta ausencia de Jesús nuestro Señor.
Le pedimos a la santísima Virgen de los dolores la gracia de poder esperar junto con ella el regreso de su querido Hijo, de acompañarla en su dolor, de compartir sus penas y de purificar junto con ella nuestra fe en la esperanza, aun cuando ésta sea lo único que permanezca en la soledad.
Se lo pedimos con las hermosas palabras que le dedica José María Pemán al final del poema que le escribe a su soledad:
“…Pero en tanto que Él asoma,
Señora, por las cañadas,
-¡por tus tocas enlutadas
Y tus ojos de paloma!-
Recibe mi angustia y toma
En tus manos mi ansiedad.
Y, séame, por piedad,
Señora del mayor duelo,
Tu soledad sin consuelo,
Consuelo en mi soledad.”