Una reflexión para este Domingo
P. Jason, IVE.
Queridos hermanos:
El santo Evangelio de este Domingo (Jn 1,35-42), claramente nos presenta la misteriosa realidad de “la vocación”; es decir, aquel llamado de Dios que ha comenzado a hacer eco desde su eternidad buscando encontrarse finalmente en el tiempo con nuestro “sí” a aquel estilo de vida que nuestro Padre celestial nos ha querido ofrecer como el camino concreto para nuestra felicidad en la tierra y posterior conquista de la vida celestial; sea el matrimonio, sea la vida consagrada, sea lo que Dios haya dispuesto en su infinita sabiduría como lo mejor para nosotros según nuestros talentos y defectos, dones, capacidades, determinaciones, generosidad, etc.; pero en definitiva según aquel íntimo plan entre Dios y cada uno de nosotros que debemos buscar, descubrir y abrazar con alegría.
Dios sigue llamando
Para poder adentrarnos un poco en esta realidad tan esencial para cambiar y determinar toda una existencia humana, toda la vida del alma que la acepta, podríamos considerar una hipotética alternativa a la luz de una sencilla pregunta: ¿qué hubiera pasado con los apóstoles si le hubieran dicho que no a Jesús cuando los invitó a seguirlo? En general, “se hubieran perdido toda la exclusividad de Jesucristo”. Si cada uno se hubiera quedado simplemente en su vida habitual, junto al lago, cobrando impuestos o lo que fuera, se habrían perdido la intimidad con el Hijo de Dios y toda la inefable riqueza implicaba: escuchar de sus labios sus palabras e interpretaciones; verlo hacer milagros; recibir sus correcciones y enardecer su fervor por la verdad; contemplar con sus propios ojos a los incontables beneficiarios de su poder y su misericordia; sus denuncias contra la injusticia, su compasión con los marginados de la sociedad, su testimonio de amor universal y sacrificio extremo para vencer la muerte y abrir las puertas del Paraíso a todas las almas que lo aceptaran como el Mesías; y, finalmente, lo que encierra todos estos beneficios y los muchos más que solamente ellos sabrían: su propia vocación, elección divina de consecuencias humanamente desproporcionadas e inexplicables, transformadoras, santificadoras, irrefrenables… ¿Quiénes hubieran escrito los Evangelios?; ¿quién hubiera sido el primer papa y las columnas de la Iglesia?; ¿quiénes nos habrían hablado acerca de las maravillas del Hijo de Dios encarnado dejándonoslo escrito?; ¿qué hubiera pasado con la Iglesia y la doctrina salvadora de Jesucristo? Por supuesto que no podríamos dar una respuesta acertada a todo esto, pero siguiendo esta realidad meramente hipotética -porque de hecho Dios no quiso que fuera así-, podríamos decir que las consecuencias hubieran sido bastante trágicas desde el punto de vista de los posibles apóstoles que hubieran rechazado la misión que les sería encomendada. Pero en ellos no fue así: dejaron todo por seguir a su Señor, aún pasando por la traición y cobardía que posteriormente se volvió incentivo y enardeció sus corazones con la gracia del Espíritu Santo, hasta el punto de culminar sus vidas con el santo martirio, eso fue así y punto, no hay más que agregar. Pero entre ellos y nosotros existe una gran diferencia, mejor dicho, entre el mundo y la época que contemplaron la venida del Hijo de Dios y los que a nosotros nos toca vivir, pues actualmente la mies sigue siendo mucha y los obreros pocos, aunque pareciera que esta vez hubieran “muchos otros pocos” que son tales simplemente por no terminar de decidirse, sea por inseguridad, por falta de Confianza en la Divina Providencia, por egoísmo (no estar dispuestos a renunciar a lo que se posee a cambio de la radicalidad del Evangelio), por temor, respeto humano o lo que fuere. La diferencia, más en concreto, es que en aquellos tiempos Jesucristo comenzaba a mostrarse y revelar su identidad, además de demostrarla; en cambio ahora ya sabemos perfectamente quién es, lo que desea y lo que nos ofrece, y aun así hay muchas almas dando vueltas por ahí escuchando su llamado, su maravillosa invitación, y sea por las razones que sean, simplemente le dicen que no… y esto es muy triste cuando se da entre las personas de fe, una tristeza que tal vez ellos mismos sientan, como no pocas veces escuchamos los sacerdotes de quienes sufren por cerrarle la puerta a esta llamada de Dios, y que misteriosamente prefieren eso antes que dar un paso que podría cambiar totalmente sus vidas y las de otros para bien. Lo digo de otra manera: hay muchas almas buenas que prefieren arriesgarse a decirle a Dios que no, que a decirle a Dios que sí… qué gran misterio, ante el cual las razones humanas tantas veces se anteponen a las razones divinas y sobrenaturales, por razones disfrazadas o “razones que no son razones”. Roguemos al Cielo por todas aquellas almas que se encuentren ante este momento tan importante en sus vidas.
La vocación consagrada
Seguir de cerca a Jesucristo implica abrazar la cruz, renuncias, purificaciones, sacrificios, esfuerzos, etc.; pero también felicidad, la dicha sobrenatural de que aprender a vivir muriendo cada día un poco produce vida eterna, tanto para el consagrado como para quienes lo rodean, porque un buen discípulo de Cristo, pese a todas sus imperfecciones y miserias, si tiene buena voluntad y es generoso dará frutos abundantes, ¡porque así lo dijo Jesucristo!; y hasta recibirá bendiciones como las reparte siempre Dios, en desproporción: ¡el ciento por uno y más!; decirle a Dios que no, cuando es Él quien llama, sería como mirar a un Pedro junto al lago suspirando por no haber seguido a Aquel que le prometió hacerlo pescador de hombres y que le salió al encuentro para perdonarlo y reconfortarlo en persona, lleno de amor, luego de haberlo negado; o a un Juan y un Santiago tristes limpiando redes, pensando en aquello que se perdieron; o tal vez un Mateo hastiado entre cuentas y monedas pensando en las riquezas verdaderas que se pierden al no ir por el camino que nos corresponde; o una Magdalena deseando oír las enseñanzas de un Maestro que ya se encuentra lejos; o simplemente a un joven o una joven, o una persona adulta y avanzada en años y experiencias, en cualquier lugar del mundo actual, con el pesar de seguir poniendo en un platillo de la balanza la voz de Dios llamando y en el otro la del mundo susurrando que se quede, pretendiendo que ambas opciones tengan el mismo peso haciendo imposible tomar la decisión correcta.
Decirle a Dios que sí
Somos creyentes, somos católicos, somos discípulos de Cristo e hijos de Dios por adopción, y también somos llamados a una vocación especial, personal, que forma parte de la hermosa obra de arte de Dios que es el plan de salvación: madres, padres, hijos, sacerdotes, religiosas, religiosos, educadores, trabajadores, etc.; cada uno llamado a ocupar un lugar específico y siempre importante para Dios, pues tanto el sacerdote en su confesionario, como la madre rezando desde su soledad o el enfermo ofreciendo sus sufrimientos desde su lecho, y otros defendiendo los valores, salvando vidas, educando, acompañando, etc., todos y cada uno de aquellos que le dijeron a Dios que “sí”, al escuchar o comprender a qué los llamaba y dónde, cooperan a la redención de la humanidad, pues nuestras acciones podrán ser pequeñas, lo sabemos, pero también sabemos que al vivir en gracia de Dios mediante los sacramentos y una vida espiritual realmente comprometida con Dios, éstas se revisten de los méritos de Cristo y necesariamente contribuyen a ese gran llamado que hace Dios a toda la humanidad al enviarnos a su Hijo.
Es cierto que Dios respeta la libertad de cada uno, hasta la de aquel que lo rechaza, pero eso no debe desanimarnos sino todo lo contrario, debemos movernos a buscar más que nunca su santa voluntad y volvernos un testimonio vivo para el mundo de lo que conduce a la verdadera felicidad.
Roguemos al Cielo para que todas esas almas que escuchan el llamado de Dios y aún lo tienen en espera finalmente se decidan a hacer lo correcto y se lancen con filial confianza en las paternales manos de Dios: ¡Recemos por las vocaciones!; y pidamos también por medio de María santísima, la gracia de que Dios suscite grandes santos para nuestra época que tanto los necesita, santos que den un gran sí, que nos sostengan con sus oraciones, que nos arrastren con sus ejemplos, que nos enseñen a amar a Dios pero totalmente, no a medias, no con límites, no con negociaciones, sino con absoluta generosidad; y que nosotros seamos siempre fieles a las gracias que Dios nos envía.
“La gracia es el auxilio que Dios nos da para responder a nuestra vocación de llegar a ser sus hijos adoptivos. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria. La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre. La gracia responde a las aspiraciones profundas de la libertad humana; y la llama a cooperar con ella, y la perfecciona.” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2021-2022)