“Mis ovejas escuchan mi voz”

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Nuestro Señor Jesucristo comienza su discurso del Evangelio de este Domingo, con estas palabras que, especialmente hoy en día, deberían ser una meditación constante para todo creyente: “Mis ovejas escuchan mi voz…”; y ¿por qué hablamos de “meditar” estas palabras?, pues porque actualmente son muchas las “ovejas sordas” o, mejor dicho, “que se hacen las sordas” a la voz del divino Maestro.

“Escuchar la voz de Jesucristo”

A partir de aquí comienza nuestra reflexión, ya que son muchas y variadas las hermosas palabras que nos dejó “la voz del Maestro” en los evangelios, y que se nos siguen transmitiendo en la liturgia de la Iglesia para examinar con total sinceridad si “escucho o me hago el sordo”; porque escuchar la voz de Cristo es, por ejemplo, perdonar de corazón y no guardar rencor; ser misericordiosos con los demás; no devolver mal por mal; no murmurar ni infamar a nadie; defender su nombre sin avergonzarse de nuestra fe; no dejarse guiar por respetos humanos sino por la ley de Dios, y, finalmente y de lo más importante: no tener una “fe selectiva”, es decir, seleccionar yo mismo los mandamientos que deseo cumplir o no. Hacer lo contrario a esto que nos enseña el mismo Hijo de Dios en el Evangelio, que conocemos y nos ofrece palabras de vida eterna, equivaldría a “no querer oír la voz del Maestro”, como el hijo que ha sido educado y aconsejado, pero hace caso omiso a las palabras de sus padres.

Sin embargo, también existen las buenas ovejas, y muchas, que son las que oyen de verdad la voz del Maestro, es decir, que las ponen en práctica, las hacen vida, y son capaces de perdonar, de anteponer la misericordia a los defectos de los demás, de renunciar a sí por amor al prójimo, etc.; en definitiva, de imitar lo mejor posible y con todas sus fuerzas a Jesucristo, preguntándose qué haría Él en cada momento para obrar según su voluntad. Éstas “buenas ovejas”, son las que tienen verdadera felicidad en el corazón porque caminan con la certeza de que, mientras permanezcan fieles a las enseñanzas del Evangelio, no se equivocarán, se santificarán, y ayudarán a santificarse a los demás.

En este punto es de suma importancia tener presente una consoladora realidad: si por alguna razón hemos dejado de escuchar o comprender la voz de Dios, no hay por qué desanimarse sino tomar nuevas fuerzas en el contacto íntimo con Dios en la oración y reemprender la súplica confiada del hijo que espera la paternal respuesta a sus angustias. Si es por culpa nuestra, de nuestras infidelidades y del ruido del mundo que hayamos dejado entrar en nuestra alma, apartémonos de él y refugiémonos en Dios; pero si no es por nuestra culpa, probablemente Dios nos esté haciendo esperar un poco para purificarnos y hacernos desear más todavía esa sutileza de sus palabras que poco a poco se dejan comprender en los corazones de buena voluntad; sea como sea hay que seguir confiando en Aquel que desea hablarnos: “Hay un hambre de Él; y de ahí que cuando uno no hace su oración siente una sequedad, un vacío, un disgusto, que es como una campana, es la voz misma de Dios que nos llama a volver a Él. Feliz aquel que es dócil. Desgraciado del que la desoye, porque la voz del Señor no es como el trueno, ni como el cañonazo de manera que esa voz irá haciéndose cada vez más lejana y terminará por apagarse. Pobrecito de aquel en quien se ha apagado, cuyo hilo de teléfono con el cielo está cortado. Y sentarse en la Iglesia, arrodillarse y aburrirse, y sentirse en el vacío todo es lo mismo. Pero, aunque así sea, que no desespere, porque si humildemente ora, podrá reparar la línea, porque Dios es tan bueno que basta que nos vea trabajando para que inmediatamente mande reparar los desperfectos y nos da línea… será trabajo de más o menos tiempo, pero la comunicación quedará restablecida.” (san Alberto Hurtado)

“Yo las conozco y ellas me siguen”

Jesucristo conoce bien a sus ovejas, es decir, quién está de su lado y le es fiel. Y esto debe ser un gran incentivo para nosotros ya que, pese a nuestros defectos y debilidades, también Jesucristo conoce nuestros esfuerzos por ser mejores y le son sumamente gratos, ¡claro que sí!; y ése ha de ser nuestro gran acicate o motor para continuar el trabajo de nuestra santificación: eso es seguir a Cristo, continuar siempre aun cuando haya tropezones o caídas, sin desanimarse ni desconfiar del buen Pastor que nos guía, y que nos asegura que “no seremos arrebatados de sus manos” si no nos alejamos de Él: “Habla de las ovejas, de las que se dice: El Señor conoce a aquellos que le pertenecen (2Tim 2,19); ni el lobo los arrebata, ni el ladrón los roba, ni el salteador los mata; seguro está del número de aquellos, el que sabe lo que ha dado por ellos…” (san Agustín)

Para seguir a nuestro Señor Jesucristo en todo, debemos ir donde Él está y huir de donde no lo está, es decir, ir siempre y sólo tras su voz: no tras la voz del mundo, no tras la voz de nuestras pasiones desordenadas, no tras la voz del enemigo; y para aprender a conocer y reconocer en todo la amorosa voz de nuestro Dios, debemos acudir constantemente a “la escuela de la oración”, donde se aprende a fuerza de amor e intimidad con Dios, pues solamente el contacto amoroso con Dios nos enseña, lejos del ruido del mundo, a escuchar su bondadosa voz de Padre y de pastor.

“Va delante de ellas -dice el P. Hurtado-. No va detrás, retándolas, pegándoles, va delante con el ejemplo. Recorre primero el camino: las atrae por el amor, la suavidad, la mansedumbre. El concepto cristiano de autoridad: no el derecho de mandar; el deber de proteger. Tengo autoridad en la medida en que puedo proteger; como el cirujano, el bombero y el superior. No para gloriarse, sino por el bien del súbdito, por eso se aconseja: es cordial. Por su carácter se vuelve forma del rebaño. Por eso los superiores son siervos. El Santo Padre: Siervo de los siervos, de todos, sobre todo de los humildes. La autoridad es un servicio que ama, y un amor que sirve. El primado de la autoridad es el primado del amor.”

En este día y durante toda nuestra vida, pidámosle a María santísima que nos alcance de su Hijo, la gracia para estar siempre atentos a su voz sin ignorarla jamás; y serle siempre fieles, con plena conciencia de la nobleza de aquel que continuamente nos llama a seguirlo desde cerca, imitándolo en todas las virtudes.

P. Jason Jorquera M., IVE.

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