El Sagrado Corazón camino a su pasión

Comenzando la Semana Santa

Y pensar que un día el hombre le negó su corazón a Dios… porque eso es el pecado. Y qué irónico que, por buscarse a sí mismo, terminó dándole su corazón a las creaturas, amando libremente aquello que le quita los ojos del Cielo y lo ata a la tierra, como un prisionero que acaricia sus cadenas o un animal abrazado a su jaula… porque eso es el pecado. Fue así que, el hombre decidió emprender su propio camino al margen de Dios, prefiriendo abandonarlo y olvidando que este buen Padre siempre lo seguirá de cerca, porque Dios jamás se desentiende de nosotros, su corazón de padre no se lo permite; al punto de que, para recuperar el amor del corazón del hombre, Él mismo en la persona del Hijo decidió asumir la humanidad… con su correspondiente corazón. Y como éste es para amar, el Sagrado Corazón no deja de hacerlo con intensidad por cada una de nuestras almas, y eso es exactamente lo que ahora consideramos: al Sagrado Corazón del Hijo de Dios que no se anda con pequeñeces, porque todo lo hace en grande, y ama si restricciones y arremete con fuerza contra nuestras excusas, nuestra tibieza, nuestros defectos y hasta contra nuestros pecados, ¡y cómo no, si ni siquiera las heridas de una lanza pudieron detenerlo para volver a latir y retomar la vida que desea comunicarnos!

Estamos apunto de comenzar la Semana Santa, conmemoración y participación del acontecimiento que pondría de manifiesto aquel amor hasta el extremo del Sagrado Corazón de Jesucristo, cuyos latidos son divinos y cuya razón somos nosotros; un Corazón que hoy, como siempre, desea ser correspondido, desea ocupar el lugar central y reinar en nuestros corazones a partir del sacrificio más grande de todos ofrecido a su Padre por nosotros, porque Jesús, como dice san Alberto Hurtado: “Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.”; y el Triduo Pascual es justamente para que nosotros, especialmente ahora, tomemos parte de esta culminación de la vida terrena del Hijo de Dios, contemplándolo y acompañándolo en su camino hacia el Calvario, compadeciéndonos del castigo que viene sufrir en lugar de nosotros, y buscando aquella sintonía de corazones que alcanzaron los grandes santos a “fuerza amorosa” de meditar en su sagrada Pasión, de detenerse en sus heridas y adentrarse en los dolores más profundos de su alma.

También ahora el Padre celestial está mirando, cerniendo igualmente sobre sus hijos adoptivos su mirada, contemplando aquellos corazones que deciden regresar a su regazo, y alegrándose con Él el mismo Cielo por cada pecador que se convierte, que se retracta de su mala conducta, que se decide a cambiar para mejor y determina con su vida amar en serio a su Dios, que siendo hombre y “sin aspecto humano” (Is 53, 2), debido a sus heridas, continúa adelante hacia el Calvario, sin darle la espalda al misterioso designio de salvación que ha forjado la cruz en la cual nos regalará hasta su último latido; porque Dios jamás deja las cosas a medias animado por el amor y la certeza absoluta de que su entrega dolorosa no es en vano sino para aquellos que decidan ignorarla, pero que para quienes comprendan que la cruz ha sido el instrumento de la divina Misericordia para nuestra salvación, y se decidan a acompañar de cerca a Jesucristo en su Pasión, se convierte en esperanza, redención y santificación en esta vida, coronándola con la felicidad del que se sabe beneficiario de esta divina compasión que llega hasta la justificación ante el Padre.

Acompañemos en este Triduo Pascual a nuestro Señor, refugiémonos en este Sagrado Corazón que será traspasado y en su herida nos ofrecerá un lugar para habitar. Escuchemos sus latidos y sencillamente correspondámosle, como Él espera, como Él desea.

“Levántate, oh alma amiga de Cristo. No ceséis en vuestra vigilia, pegad vuestros labios a este Corazón para que allí podáis sacar las aguas de las fuentes del Salvador”. (San Buenaventura)

 

P. Jason, IVE.

Si el grano de trigo no muere…

Sobre el sentido del sacrificio

Homilía Domingo 5º de Cuaresma, Ciclo B

Queridos hermanos:

En el Evangelio que acabamos de escuchar, nuestro Señor Jesucristo, parece sintetizar todo el significado de la cuaresma en un solo versículo, cuando dice: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.» (Jn 12, 24). Y decimos que en este versículo se resume el significado de la cuaresma porque, como toda la Sagrada Escritura, estas palabras tan breves en extensión tienen un sentido muy profundo que se fundamenta en el hecho de ser palabra de Dios.

si el grano de trigo muere… da mucho fruto”, esto tenemos que aplicarlo en sentido espiritual, a la muerte a nosotros mismos que a cada uno de nosotros nos exige la vida de la gracia, y más aún, la misma sangre de Cristo, que compró la salvación de cada uno de nosotros. Esta muerte que se nos exige, la conocemos también con el nombre de “sacrificio”, y es justamente Jesús quien ha venido a llenar de sentido la realidad inevitable del sacrificio en nuestras vidas.

Cuando Adán y Eva pecaron, perdieron todos los dones preternaturales y entró en la tierra el sacrificio como castigo por la ofensa hecha Dios: el hombre debía ganar el pan con el sudor de su frente. Apareció también la enfermedad, el dolor (en el plano corporal), el sufrimiento (en el orden espiritual), dificultad, la muerte, etc.; y toda la vida del hombre se volvió llena de sacrificios. En otras palabras, el sacrificio era solamente una pena más para la humanidad.

Pero cuando vino el Hijo de Dios al mundo, para manifestar la fuerza de su poder, quiso servirse misteriosamente del mismo sacrificio para salvarnos, y es así que Jesucristo llenó la palabra y el hecho del sacrificio, de un significado completamente nuevo, y a partir del más grande de todos, que fue el de la cruz, donde el Hijo de Dios conquistó la salvación de todos los hombres y mujeres de todo el mundo y de todos los tiempos. A partir de Jesucristo, el sacrificio ya no tiene un sentido solamente penal, sino que se llenó además de un misterioso, y más profundo, “sentido redentor”.

Cada vez que nosotros unimos nuestros sacrificios a los de Cristo, nos vamos haciendo más agradables a Dios y a su vez él nos va llenando de bendiciones, por más que muchas veces no veamos las gracias que Él nos concede; porque Jesucristo, como hemos dicho, transformó el sentido del sacrificio a tal punto que nos lo dejó como signo de su amor por nosotros, y esto la santa Iglesia y todos nosotros lo hemos entendido tan bien que, de hecho, nuestro signo como cristianos católicos es el crucifijo, es decir, el sacrificio del Hijo de Dios por nosotros, expresión máxima del amor hasta el extremo.

Los beneficios del sacrificio ofrecido a Dios son muchos, nombremos algunos:

– Nos ayuda a expiar y reparar nuestros pecados y, por lo tanto, nos quitan tiempo de purgatorio.

– También nuestros sacrificios nos hacen más semejantes a Jesucristo y, por lo tanto, en este sentido nos santifican.

– Además el sacrificio fortalece nuestra voluntad contra el pecado.

– Nos ayuda a morir a nuestros desordenes afectivos para aspirar mejor a las realidades espirituales.

– Nos hace ganar méritos tanto para nosotros como para otras almas.

– y, en definitiva, nos hacen participar de la cruz que es, como sabemos, la única llave para entrar en el Cielo.

Por eso Jesucristo ha dicho que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto, porque el sacrificarse es una especie de muerte espiritual, y es justamente el tipo de muerte que produce esos frutos abundantes de los que nos habla Jesús en los evangelios: es morir a lo malo, a lo desordenado, a lo torcido, a lo incorrecto, a lo mediocre, a lo triste y pusilánime, a lo que estanca al alma y no le permite volar hacia la santidad.

Pensemos, por ejemplo, en los grandes sacrificios de los mártires, que soportaron la muerte del cuerpo para ganar la vida del alma; o en las lágrimas de santa Mónica que después de tantos años dieron como fruto a uno de los santos más grandes de la Iglesia, su hijo san Agustín; o el fruto de los sacrificios de tantos misioneros que en medio de grandes dificultades, largos viajes y peligros, enfermedades, torturas, etc., finalmente fructificaron la evangelización y conversión de pueblos enteros a la fe y su consecuente santificación; o hasta más cercano y cotidiano aún: ¿quién puede ignorar los sacrificios de los padres y las madres para educar cristianamente a sus hijos?, ¿las horas en vela y compañía de nuestros enfermos?, ¿las largas jornadas de trabajo para llevar el sustento a nuestra familias?…, y todas aquellas cosas que nos gustan y son buenas a las cuales renunciamos para ir tras las mejores, las de mayor peso para la eternidad, como esa sencilla hora a la semana para asistir a la santa Misa que tal vez hubiera sido un pequeño descanso, o ese sacrificio de nuestro orgullo para realizar una buena confesión, o esos minutos ofrecidos a la Madre de Dios para regalarle un ramo de rosas mediante el rezo del santo rosario, o ese tiempito que dedicamos a examinar nuestra conciencia para corregirnos y ser mejores de allí en adelante, etc.

Siempre los sacrificios, cuando son ofrecidos a Dios como corresponde, alcanzan abundantes frutos. ¿Qué significa que sean ofrecidos como corresponde?, significa ofrecerlos por los mismos motivos que Cristo: por amor, no por conveniencia egoísta o vanidad, sino sólo por amor a Dios. Y teniendo siempre presente que los frutos muchas veces no los veremos, sino que los sembramos para que otros los cosechen -nos referimos a los frutos de este mundo, claro, porque los frutos del cielo los recibiremos en la otra vida-.

En definitiva, el gran medio de seguimiento de Cristo que es siempre eficaz para santificarnos y producir frutos abundantes, es seguirlo sacrificándonos con Él en la cruz (en nuestra cruz de cada día).

Escribía san Alberto Hurtado como con los labios Jesucristo: «Para que siguiéndome en la pena, ya lo sabes: El que quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame… El grano de trigo, si no muere se queda solo; si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros, si a mí me han llamado Beelzebul ¿cómo os llamarán a vosotros? (cf. Mt 16,24; Jn 12,24; Mt 10,25). No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador.»

“Sacrificarse” significa aprender a morir a sí mismo en búsqueda de ideales más altos que los ideales terrenales, por eso todo sacrificio implica renuncias, a veces incluso a cosas buenas y nobles, pero siempre en miras a las más altas, como hemos dicho, que no comprenderá jamás quien no tenga una fe pura y verdadera en el Hijo de Dios, que eligió el sacrificio como medio de salvar nuestras almas y como signo invencible de su amor por nosotros.

Si queremos llegar a hacer grandes sacrificios por amor a Dios y en reparación de nuestros pecados, debemos comenzar por las cosas pequeñas, porque “el que no es fiel en lo poco no es fiel en lo mucho” -como dice nuestro Señor-, y de esta manera la gracia de Dios va a ir obrando a sus tiempos en nuestras almas para asemejarnos cada vez más al mayor ejemplo de sacrificio por amor que es el del mismo Jesucristo.

En este Domingo de cuaresma, le pedimos a María santísima, aquella que participó más que nadie de los sacrificios de su Hijo en su propia alma, que nos alcance la gracia de descubrir con la fe el sentido salvador de cada sacrificio que tengamos oportunidad de ofrecer a Dios y aprovecharlo, y aprender a morir cada día a nuestro egoísmo, para dar abundantes frutos de salvación.

P. Jason Jorquera M., IVE.

Y pensar que tuvieron que preguntarle…

Sobre la delicadeza del corazón de Cristo

 

Y cuando vino la tarde, se sentó a la mesa con sus doce discípulos.

Y cuando ellos estaban comiendo, dijo:

“En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.

Y ellos muy llenos de tristeza, cada uno comenzó a decir:

¿Por ventura soy yo, Señor?

Mt 26, 20-21

 

Estando en las vísperas del momento crucial de su sagrada pasión, nuestro Señor Jesucristo se encuentra a la mesa con sus discípulos, sus cercanos, sus íntimos…, sus amigos. Y entonces decide revelarles una de las verdades, tal vez, más dolorosas para su sagrado Corazón: no ya el abandono general con que ellos mismos le pagarían dentro de muy poco tiempo, pese a haberle prometido más de una vez que estarían siempre con Él, sino la de aquella entrega traicionera que había comenzado a gestarse desde hacía tiempo en el corazón de aquel cuyo nombre estaba a punto de convertirse en sinónimo de traición, el cual no quiso revelar el Salvador, para darle la oportunidad, como sabemos, de arrepentirse -como hace con nosotros-, de dar un paso atrás ante la decisión más terrible de la vida que acabaría por quitarse ante la desesperación… y Jesús le sigue dando tiempo, y sigue esperando para ofrecerle su perdón, como dice, entre otros, san Jerónimo: “Como el Señor había predicho ya su pasión, ahora predice cuál será el traidor, dándole lugar a que haga penitencia, puesto que sabía que conocía sus pensamientos, y los secretos de su corazón, con el fin de que se arrepintiese de lo hecho”.

De más está decir lo inexplicable que resulta la traición de Judas sabiendo que Jesús conocía bien los corazones, y cuánto más los de sus discípulos, y más aún ante tal y tan grande predilección; oscuro misterio en el cual solamente la sabiduría Divina se puede adentrar, y que a nosotros no nos corresponde más que contemplar con gran tristeza y con profundo dolor.

Pero pongamos más bien nuestra atención en aquel detalle tan propio del Sagrado Corazón de Jesús, de una delicadeza exquisita y tan ejemplar para nosotros que nos decimos también sus seguidores, y es el hecho de que, ante el anuncio de la traición terrible y dolorosa del apóstol corrompido, sus discípulos “tuvieron que preguntarle de quién se trataba”, es decir, que tanta era esta delicadeza de nuestro Señor, que ninguno se dio cuenta de las intenciones de Judas; en otras palabras, a tal punto Jesús quería el arrepentimiento del traidor que, pese a conocer sus intenciones -¡porque veía su corazón y él lo sabía!-, sin embargo, lo siguió tratando como a cada uno de sus amigos: con afabilidad, con simpatía, con ternura tal vez, y, por supuesto, con aquella caridad exquisita que ocultó a los ojos de los demás discípulos las nefastas intenciones de quien le había puesto precio a su Redentor y su maestro.

De todo esto se entiende bien que Jesucristo nos enseña a no rendirnos con nosotros mismos ni con los demás, así como tampoco Él se rinde con nosotros; a tener entre nosotros la paciencia que Dios nos tiene hasta el final de nuestras vidas; a no dejar de luchar contra nuestros defectos y pecados, y emprender sin dar marcha atrás la misión de conquistar a los demás para Dios (ofreciéndonos antes nosotros mismos del todo a Dios, claro), pues nosotros también somos apóstoles del Hijo de Dios, seamos sacerdotes o religiosos, madres o padres de familia, amigos, compañeros o lo que fuere respecto a los demás. El Corazón de Cristo no retrocede ante el mal del hombre sino todo lo contrario, persevera, espera y no deja de amar al pecador que le conmueve las entrañas, sin retirarle jamás la mano para sacarlo del abismo y llevarlo junto consigo para resguardarlo.

Allí donde nosotros vemos a veces un motivo de reproche o decepción, Jesucristo ve una herida que desea remediar, pues los pecadores, los heridos por el pecado, son sus predilectos y la razón de su Encarnación, misterio divino fruto del amor del Dios que no abandona y viene en busca de los que se hallaban perdidos para conducirlos Él mismo a su redil.

Los apóstoles no supieron que se refería a Judas porque Jesús no lo trataba con menos consideración, ni lo habrá escuchado con menos atención, ni le habrá negado el rostro o afectado siquiera el tono de su voz, ni fruncido el ceño, ni evitado, ni le habrá dedicado, por supuesto, ninguna otra actitud de entre la variada gama de la malicia del rencor y del desprecio, porque el Hijo de Dios no se espanta de los pecadores ni sus faltas más terribles, su misericordia no se lo permite, y seguirá esperando nuestras conversiones hasta el final de nuestras vidas, pues solamente la muerte ese es el límite para su rescate de la condena (o el inicio de nuestra efectiva santificación): ni lo terrible de los pecados, ni lo profundo de la culpa, ni siquiera la prolongación de la indiferencia de algunas almas; Jesucristo no deja de esperar, como con Judas, a quien hasta el último momento habrá mirado con ternura y con dolor por su traición, pero ciertamente ni con rabia o condena… así habrá sido su mirada postrera en Getsemaní luego de haber recibido el beso de la condena del que no quiso retractarse.

Dice san Agustín: “La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan.”; paciencia fruto de la Misericordia divina, consecuencia del amor del Sagrado Corazón de Jesús que nos invita a actuar, a cambiar para mejor, en definitiva, a llevar a cabo una profunda conversión que corresponda a la tiernísima delicadeza de nuestro Señor.

 

P. Jason, IVE.

Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios

Homilía del Domingo 1º de Cuaresma – ciclo B

 

Queridos hermanos:

Uno de los temas que aparece en más de una oportunidad en la Sagrada Escritura es el del tiempo, entendido específicamente como “plazo”, es decir, el momento preciso en que una acción debe cumplirse; así por ejemplo escribirá san Pablo a los gálatas (4,4) acerca de la Encarnación de Cristo: “cuando se cumplió el tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…”; e incluso mucho antes ya se podía leer en el libro del Eclesiastés (3,1): “Para todo hay un tiempo oportuno. Hay tiempo para todo lo que se hace bajo el sol.”. Pues bien, este tema surge nuevamente en el Evangelio de hoy, donde nuestro Señor Jesucristo dice explícitamente: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Como bien sabemos, la santa Cuaresma es un tiempo litúrgico -y espiritual si la vivimos como corresponde-, dedicado especialmente a buscar nuestra conversión por medio del acompañamiento de nuestro Señor en su camino a la sagrada Pasión. La cuaresma en es gran tiempo en que nos debemos poner delante de Dios con total sinceridad y humildad, y presentarle todo aquello de malo que haya en nosotros, y ofrecerle nuestro genuino arrepentimiento y propósito de enmienda, movidos por la contemplación de las terribles consecuencias del pecado que nos viene a hacer visibles de una manera única y exclusiva en los dolores de Jesús: en su preparación de nuestra redención y su culminación en el Calvario, donde su muerte por amor dividiría para siempre la historia en dos, tanto de la humanidad en general como la de cada alma que decida aceptarlo de verdad y comenzar su propio “después de Cristo” en su vida, que no es otra cosa que decir “desde ahora junto a Cristo”, pero de cerca, como amigos, arrepentidos, reparadores y entusiasmados por traducir en virtudes la gratitud por el perdón recibido.

Jesucristo viene a decirnos que “hay un plazo que ya se ha cumplido”, el cual podemos entender como todo el tiempo transcurrido hasta su venida al mundo, a partir de la cual ya no hay excusas porque ya nos predicó la verdad, y nos quedó escrita en la Sagrada Escritura y custodiada en la Iglesia Católica, y vivida y ejemplificada en ese vasto ejército de santos que la vivieron con un compromiso absoluto. Así también debemos mirar esta santa Cuaresma “como un plazo”, es decir, un tiempo especial “que debe cumplirse” para alcanzar gracias especiales de conversión, tiempo de mayor intimidad con Dios y ofrecimientos de buenas acciones en abundancia; tiempo para reparar nuestras faltas, tiempo de pedirle perdón a Dios y a quienes hayamos ofendido, tiempo de reconciliación, y tiempo de renunciar a los impedimentos que le ponemos a Dios para que pueda hacernos santos: pecados sin arrepentimiento, afectos desordenados no mortificados, olvido de su asistencia y compañía, indiferencia a las exigencias de nuestra fe, o defectos no combatidos con los cuales hayamos pactado amistad. Aún es tiempo de misericordia, aún es tiempo de perdón, aún se puede salir del lodo más espeso y del abismo más profundo, pero debemos actuar ya, ahora mismo, no mañana ni pronto sino hoy, porque nadie tiene asegurado el mañana y Dios está esperando hoy nuestra conversión, por eso decía magistralmente san Agustín: “No digas, pues: «Mañana me convertiré, mañana contentaré a Dios, y de todos mis pecados pasados y presentes quedaré perdonado». Dices bien que Dios ha prometido el perdón al que se convierte; pero no ha prometido el día de mañana a los perezosos.”; así es que ahora, mis queridos hermanos, debemos decidirnos con firmeza a cambiar para mejor: que el alma en pecado salga de él, que las almas buenas se decidan a ser santas, y que todo esto esté reflejado en obras concretas de virtud. Esta santa Cuaresma es el tiempo de dejar atrás el hombre viejo y comenzar una nueva historia, de cara al Dios que ha venido en persona por los pecadores, “sus predilectos”, para transformarlos.

En este punto debemos recordar dos aspectos clave para emprender nuestra transformación, que son la confianza en Dios y “la paciencia” con nosotros mismos, pues iremos adelantando más o menos rápido según nuestras buenas disposiciones y nuestro sano entusiasmo perfumados por la gracia divina, sí, pero también según nuestras heridas y debilidades, las cuales deben sanar poco a poco normalmente, aunque si Dios desea infundir súbitamente un cambio radical depende absolutamente de su voluntad, como hizo con san Pablo, por ejemplo, pero no nos corresponde a nosotros exigírselo, aunque podemos perfectamente pedírselo con nuestras oraciones y nuestras acciones;  mientras tanto debemos dedicarnos a progresar a nuestro ritmo, sin parar, sin retroceder, sin bajar los brazos, y yendo siempre adelante quitando los obstáculos y adornando nuestra alma con virtudes, pues -como decía san Alberto Hurtado-, “Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.”.

Jesucristo culmina la enseñanza del Evangelio de hoy, con la simple y profundísima verdad que es capaz de cambiar una vida por completo: “creed en el Evangelio”, nos dice a cada uno de nosotros. ¿Qué significa actualmente esto para nosotros, los bautizados de hoy en día?, si ya creemos, ya poseemos la fe y tenemos a disposición los sacramentos… Pues podríamos decir que significa “creer más”, es decir, profundizar nuestras convicciones en el mensaje de Cristo, pues nuestra falta de progreso espiritual y santificación, si bien implica ausencia de virtudes o falta de desarrollo de estas en general, no pocas veces es la falta de fe, al menos en la práctica, pues pareciera que no creemos que podemos salir de nuestras faltas, que nos resignamos a nuestros defectos (“así soy”, frase terrible y arruinadora de santidades, expresión de la desconfianza en la gracia); que no creemos que el mismo Dios que resucita muertos y resucita almas y que hace santos nos puede transformar también a nosotros si ponemos de nuestra parte. Cuántas almas han renunciado a la santidad por egoísmo: por quedarse mirando solamente sus defectos (a sí mismos), a su naturaleza herida, a las miserias que arrastran, sin poner los ojos en la misericordia divina y en la gracia que es capaz de hacer milagros, tales como hacer amigos íntimos de Dios sacados de las canteras de toda la vasta gama y colorido de los vicios y pecados: hay santos que fueron ladrones, asesinos, prostitutas, mentirosos, rencorosos, perversos, etc., etc., y sin embargo, se rindieron ante la bondad de Dios y lo dejaron obrar en ellos… sabemos esto -no es nada nuevo lo que estamos diciendo-, pero ¿lo creemos de verdad?, ¿tenemos realmente fe en que la omnipotencia de Dios puede obrar también así en nosotros?; creamos mis queridos hermanos, creamos en Dios y creámosle a Dios firmemente cuando nos dice que ha venido a llamar a los pecadores, a rescatar lo que se hallaba perdido, y que el Reino de los Cielos es de los que se hacen pequeños, de los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, etc.; y de cada uno de nosotros si le damos a Dios la oportunidad de transformarnos con su gracia. Pensemos en que mientras dure nuestra vida en este mundo Dios estará esperando nuestras conversiones, pues su bondad no le permite negarnos la posibilidad de cambiar, entonces, ¿le negaremos nosotros la oportunidad de transformarnos en mejores?

No sabemos cuál será nuestro último día en esta vida, no nos arriesguemos a que nos encuentre sin estar trabajando por entrar en el Reino de los Cielos.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de ver con claridad, en esta santa Cuaresma, aquellos aspectos de nuestra vida en los cuales debemos trabajar siempre con gran confianza en Dios, y que nuestros propósitos le sean agradables y que los cumplamos con fidelidad y alegría, pues la recompensa que nos espera si nos decidimos de verdad, es desproporcionadamente maravillosa: el Reino de los Cielos, meta y recompensa de los pecadores que se convirtieron y creyeron con intensidad en el Evangelio.

P. Jason, IVE.

Señora de todos

“Queremos ser todo tuyos”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Así pues, durante su vida mortal gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también condescendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente San Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su reina, estos a su señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.

Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de sus carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquier otra creatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la madre del Señor lo que deseaban”[1].

María es Madre de todos porque su señorío es universal. Su señorío subordinado al de Cristo se extiende al cielo, a la tierra y a los mismos abismos[2].

En el Cielo reina sobre los mismos ángeles en virtud de su elevación al orden hipostático relativo. Es Señora y Reina de los ángeles. También es Señora de los bienaventurados y santos, que adquirieron la bienaventuranza por la redención de Cristo y la corredención de María. Es Reina y Señora de todos los santos.

María es Señora de las almas del purgatorio que están confirmadas en gracia y gozarán de la eterna bienaventuranza. La Santísima Virgen ejerce su señorío sobre ellas visitándolos maternalmente, consolándolos y apresurando la hora de su liberación.

En los abismos se deja sentir también su señorío, en cuanto que los demonios y condenados, reconociendo su poder, tiemblan ante ella, ya que puede desbaratar sus ataques, vencer sus tentaciones y triunfar de sus insidias sobre los hombres. Y cuando el mundo termine, perdurará eternamente el rigor de la justicia divina sobre aquellos que rechazaron definitiva y obstinadamente el señorío de amor de Jesús y de María.

María es Señora de toda la tierra por derecho natural y de conquista. La Iglesia pone en boca de María estas palabras de la Escritura que corresponden primariamente a Cristo: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes decretan lo justo; por mí mandan los jefes, y los nobles juzgan la tierra” (Pr 8, 15-16)[3].

María es Señora de todos por su maternidad espiritual. Es Señora de los pobres y de los ricos, de los enfermos y de los sanos, de los ignorantes y de los sabios, de los pecadores y de los santos, de las ovejas del pueblo de Dios y de sus pastores.

Vemos que a su lado llegan hijos para pedir el sustento diario, el trabajo, las necesidades materiales, pero también acuden los que necesitan las cosas espirituales, el perdón de los pecados, el conocimiento de los misterios divinos y el camino para llegar a Jesús. A ella acuden todos, ricos y pobres, para pedir la salud, pues, no hay bienes materiales suficientes para conseguirla. A ella acuden los sabios de la Iglesia para crecer en el conocimiento divino porque ella es sede de la sabiduría. A ella acuden todos los cristianos para venerarla, para ofrecerle sus oraciones, sus sacrificios y su vida. A ella también acuden los pastores de la Iglesia para que ella, divina pastora, les enseñe a guiar la grey de su Hijo, en fin, todos recurren a esta Señora para que ella les colme de gracias.

María como buena Madre y señora no deja de lado a nadie, no discrimina a nadie, sino que a todos ama y los quiere conducir al cielo. Incluso los más grandes pecadores encontrarán acogida en los brazos de esta Divina Señora. Las almas santas también recurren a ella para que las sostenga porque es poderosa en el cielo, en la tierra y en los abismos. En el Cielo es poderosa intercesora, es la omnipotencia suplicante. En la tierra tiene poder absoluto sobre los enemigos de la Iglesia. Contra los herejes y sus herejías como lo muestra la historia, p.ej., la de Santo Domingo en su lucha contra los albigenses o en la lucha de los cristianos contra los musulmanes en Lepanto. Y en el abismo por su eterna enemistad con el diablo y por el poder que Dios ha concedido a esta mujer de nuestra raza.

Señora de todos y a la que todos, en consecuencia, debemos respeto y sobre todo amor, porque su señorío no es de fuerza y poder, de explotación, sino de mansedumbre, de libertad y de amor porque quiere que todos la tengan por Señora.

Tener a María por Señora es una gracia y una gracia inmensa que es concedida como don pero que impetramos por nuestra devoción sincera, por nuestro absoluto abandono en sus manos. Si le entregamos todo nuestro ser, en especial, nuestro corazón, ella lo enseñoreará y lo hará semejante a su corazón.

¡Madre de todos, queremos ser todo tuyos y darte todo lo nuestro para que toda nuestra persona te pertenezca y también todos nuestros bienes!

[1] San Amadeo de Lausana, Homilía 7: SC 72, 188.190.192.200. Cit. en la Segunda Lectura del Oficio de la Santísima Virgen María, Reina. Día 22 de agosto.

[2] Cf. Flp 2, 10-11

[3] Sigo a Royo Marín, La Virgen María, BAC Madrid 1968, 228-29

“Providencialmente llegó para la cuaresma”

Nueva imagen de nuestro Señor para el Vía Crucis de la basílica

Queridos amigos:

Acabamos de comenzar el tiempo de Cuaresma, invitación a la conversión mediante la contemplación de la sagrada Pasión de nuestro Señor. En este tiempo debemos acrecentar nuestra piedad y nuestra vida de oración, para alcanzar aquellas gracias que la Divina Providencia ha dispuesto de manera especial en este tiempo para transformarnos espiritualmente en mejores; tiempo de dar más limosnas a quienes lo necesitan y así reparar nuestras faltas y practicar la caridad; tiempo de sacrificios y privaciones por amor a Dios, por amor a la virtud, al bien, a lo mejor… a la santidad. Es por eso que, además del santo rosario y demás prácticas de devoción que siempre son fecundas, siempre nos benefician, también es muy recomendable rezar el santo Vía Crucis, y mejor si es en comunidad, porque “donde hay dos o tres reunidos en el nombre del Señor, allí está Él en medio de ellos”, y en este caso de manera muy especial, pues esta piadosa devoción produce grandes frutos en el alma que la reza con profunda piedad y aprende a adentrarse más y más ese gran misterio del Dios encarnado viniendo a tomar el lugar que le corresponde a los culpables y sufrir lo indecible, sin retroceder jamás, pues la nobleza de su amor lo llevó hasta las últimas consecuencias, hasta el calvario y la cruz por cada uno de nosotros.

Es por eso que hace años rezamos en cuaresma el santo Vía Crucis por la basílica, recorriendo cada una de las estaciones que ornamentan con llamativa sencillez los muros de las ruinas que resguarda el monasterio, pero este año es diferente, especial, pues por gracia de Dios pudimos conseguir y colocar una hermosa imagen de nuestro Señor Jesucristo en la 12ª estación, y llegó justo para la Cuaresma gracias a esas cosas de Dios:

Un sacerdote amigo de un sacerdote nuestro, le contó acerca de un lugar donde vendían cosas antiguas: muebles, vajilla, adornos, etc., pero también imágenes que venían tristemente de iglesias que se habían cerrado; fue así que, una vez conseguida la dirección fuimos a tratar de rescatar al menos alguna de esas imágenes y devolverlas a la devoción de los feligreses, y la verdad es que gracias a Dios pudimos conseguir más de una, tanto nosotros como nuestras  hermanas (nosotros gracias a nuestros padres misioneros que nos regalaron una hermosa Sagrada Familia de Nazaret y un bellísimo Sagrado Corazón, además de un crucifijo para el altar); y si bien nos hubiera encantado traerlas todas, no tenemos obviamente ni el dinero ni el lugar donde ponerlas, pero lo importante es que varias están ahora donde les corresponde: conventos, monasterios y capillas. Pero volviendo un poco atrás, el día en que llegamos al lugar había que ponerse a recorrer y buscar entre muebles polvorientos, lámparas, espejos, y tantas otras cosas, para encontrar lo que buscábamos. Y fue justamente detrás de una puerta que daba a una vieja escalera, la cual subía a unas viejas habitaciones, donde entre un montón de cuadros viejos y tapados de tierra, se dejaba ver apenas un hermoso rostro, en el suelo, sucio, un poco roto y despintado, pero realmente hermoso… Fue en ese mismo momento en que “se dejó encontrar” por nosotros que en seguida fue pensado para estar donde ahora está: formando parte del Vía Crucis del monasterio, mirando hacia la imagen de santa Ana, en la 12ª estación que conmemora la muerte más importante de la historia porque es la única capaz de producir vida, salvación y eternidad. Así que, una vez en casa y restaurado, sólo quedaba ubicarlo donde corresponde y se destaca, llamando la atención de los turistas (los no cristianos que vienen a visitar por el aspecto histórico de este lugar), respondiendo a la piedad de los peregrinos, y contribuyendo delicadamente a la oración comunitaria de los monjes. Y, por supuesto, hicimos la solemne bendición de esta hermosa imagen.

Damos gracias a Dios y a la Sagrada Familia por cada uno de esos “detalles” que la Divina Providencia tiene constantemente con la casa de la abuela de nuestro Señor, gracias a ustedes por sus oraciones a la distancia por apartado lugar que poco a poco ha ido reviviendo y llamando a los peregrinos a rezar en la sencillez de sus muros y simplicidad de su capilla. Les deseamos a todos una muy fecunda cuaresma, y que cada uno de nosotros se determine seriamente a ser generosos con Dios en nuestro tiempo para rezar y acompañarlo a su sagrada Pasión en este próximo Triduo Pascual. Que aprendamos de nuestro Señor a abrazar también nuestra cruz con alegría sobrenatural, sabiendo que esconde en sí un manantial de bendiciones para quienes la sepan aprovechar principalmente para unirse más a Dios:

“La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora yo, como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu cruz y que, acompañándote, me ponga contigo al servicio de la redención del mundo. Ayúdame para que mi Vía crucis sea algo más que un momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser por la vía de la cruz y sigamos siempre tus huellas.” Benedicto XVI

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

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Nube fecunda que destila bienes

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La nube es otra figura de la Santísima Virgen. Pero no una nube cualquiera sino una nube fecunda.

Por el cielo vemos pasar distintas variedades de nubes: las hay muy pequeñas, que nunca crecen sino, por el contrario, se desarman y son estériles. Hay otras que vienen cargadas y aparecen terribles, negras y ruidosas, rodeadas de rayos y que precipitan en granizo y no son beneficiosas sino perjudiciales. Las hay, finalmente, cargadas, inmensas y que precipitan en lluvias fecundas, en bienes para la tierra sedienta.

No hay cosa mejor para la tierra que la lluvia. Ella hace crecer la semilla y hace dar fruto. Sin la lluvia la tierra se vuelve estéril y se manifiesta muerta.

La palabra de Dios es como la lluvia que siempre produce frutos. Dios la envía a la tierra con ese fin y nunca vuelve a Dios vacía, sino que lleva frutos.

La palabra de Dios, el Verbo de Dios, ha sido derramada sobre la tierra, ha sido dada a los hombres por medio de María. Ella es la nube fecunda que ha destilado el mejor bien para los hombres que es Jesucristo. Y por este bien nos vienen todos los bienes.

Jesús con su redención nos ha dado el Cielo, nos ha dado a Dios mismo, el mejor de los bienes.

Dice Santa Teresa hablando de la oración que cuando está en su cumbre es como la lluvia que Dios envía. Sin fatiga nuestra empapa nuestra vida interior y la hace producir muchos frutos. Esto se puede aplicar a la vida espiritual. Cuando Dios obra en el alma, cuando Dios fecunda el alma, cuando Dios viene y habita en el alma, nuestra alma se vuelve terreno bueno, campo que da el ciento por uno.

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma. Sin fatigas de nuestra parte, ella, cuando nos entregamos en sus brazos, nos da a Jesús y con Él todos los bienes.

Como el panal destila miel y la flor néctar así la Santísima Virgen destila bienes a los hombres.

Todas las gracias nos vienen por María. Así lo ha querido Dios. Ella nos trajo al Autor de la gracia y con Él todas las gracias.

María es mediadora de todas las gracias. Es la que distribuye las gracias conseguidas por Jesús. Una por una ella las distribuye entre los hombres.

La nube es impulsada por el viento y precipita allí donde el viento la lleva. El viento es el Espíritu Santo y la nube es María. Esta nube fue movida por el Espíritu Santo para dar una respuesta acertada a la embajada del ángel. Por su sí el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y ella concibió al Verbo Encarnado. Por obra del Espíritu Santo la Virgen comenzó a ser Madre y de nube infecunda se convirtió en nube colmada de bienes.

Esta Nube fecunda se deja arrastrar también ahora por el viento del Divino Espíritu y derrama sobre cada hombre los bienes que Dios tiene dispuesto derramar por ella.

María no se mueve sino por el impulso de su Divino Esposo. De María debemos aprender la fidelidad al Espíritu Santo porque Él nos llevará por el camino de la santidad y nos hará también a nosotros nubes fecundas que den muchos frutos.

Y es notable que, aunque la nube puede precipitar en distintos lugares, según se den las condiciones atmosféricas, por lo general precipita en zonas determinadas y así se forman zonas fértiles y aptas para el cultivo, zonas donde es la lluvia la fuente única de riego, zonas donde la tierra se vuelve fértil y fecunda.

María va formando a los predestinados, a los que ella quiere formar o mejor dicho moldear siguiendo en esto la voluntad de Dios, pero de parte de los hombres esta nube generosa requiere una disposición: la total apertura para ser regada, para que ella derrame una lluvia copiosa de bienes en ellos. No puede derramar su lluvia sobre aquellos que no la desean o que rechazan la fecundidad de esta nube o niegan su grandeza y riqueza. Sólo la tierra sedienta de Dios y de la lluvia es apta para ser regada por el agua de esta nube. La tierra de estas zonas espera pacientemente la lluvia para hacer crecer la semilla y llevar frutos y la nube se derrama con profusión, en la medida del anhelo de la tierra.

Y después de la lluvia, ¡qué hermoso se vuelve el lugar! ¡qué nítido! ¡qué transparente! Desaparece todo el polvo en suspensión, se precipitan las partículas espurias del aire y todo se vuelve claro y luminoso. Además, se siente un perfume en el aire, perfume a tierra mojada. La naturaleza expande sus aromas y hace agradable el paraje.

Así ocurre con las almas fecundadas por María. Se vuelven claras y limpias, transparentes, puras, graciosas, cristalinas y esparcen el buen olor de Cristo, el olor del alma llena de Dios, del alma colmada de esperanza, del alma que promete abundantes frutos.

 

Pecar es morir

Meditación sobre el pecado

San Alberto Hurtado

 

Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:

“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,

muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.

Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.

Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.

  1. Morir a la verdad

El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.

  1. Morir a la belleza

El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.

Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.

Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.

  1. Morir a la delicadeza

Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.

A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…

Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.

  1. Morir a la dignidad

¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?

  1. Morir a los ideales

Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!

  1. Morir a las realidades

Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

Conocerse a sí mismo o abismarse en el propio yo, humildad o egoísmo

EL CONOCIMIENTO PROPIO

P. Alfonso Torres

 Frontera definida

Una de las cosas que más recomiendan en la vida espiritual es vivir hacia adentro. Entre conocerse a sí mismo, vivir hacia adentro, etc., y ocuparse de sí y abismarse en el propio yo, hay una diferencia muy sutil y que fácilmente se desconoce. Aquí es facilísimo pasar del conocimiento propio al ocuparse de sí. Quisiera que se fijaran en ciertos síntomas que descubren esta enfermedad espiritual.

  • Uno de los síntomas es éste: que, cuando hemos pasado del conocimiento propio que Dios quiere a este ocuparnos de nosotros, se nos acaba la paz del corazón; no hay paz.
  • Otra de las señales de este espíritu es que el alma se siente imposibilitada para considerar los beneficios divinos, y, en cambio, fácilmente se encarniza en las propias miserias. Ahí sí, ahí se mantiene como encarnizada.
  • Tercero: este espíritu tiene otro síntoma clarísimo, y es una tal marejada de pensamientos, de suspicacias, de temores, que anda pobre el alma como quien se ha perdido en el seno de una nube oscura y da manotazos sin saber por dónde va.
  • Cuarto síntoma: un alma así es un alma profundamente amargada; aun en las cosas más dulces de la vida espiritual, encuentra pronto hieles.

¿Qué remedio contra este mal? Claro, el remedio fundamental, en este como en todos los males, es la obediencia, pero, para indicar algún otro remedio concreto que el alma puede poner, les diré esto: a un alma así le conviene, en vez de practicar el conocimiento propio, el olvido de sí.

Si queremos saber lo que somos delante de Dios, no tenemos más que mirar a nuestras obras. Y no nos engañemos, porque si el árbol es bueno llevará obras buenas, y si es malo, las llevará malas. Esta es la piedra de toque para conocernos.

Humildad y realismo

De las propias miserias se puede sacar muchísimo mal y se puede sacar muchísimo bien; porque a veces se saca esa situación que he descrito con toda su amargura y con toda su desconfianza; pero otras veces se saca arrepentimiento, humildad y confianza en Dios y recurso a Dios, que esto es lo capital.

El conocimiento propio, cuando es verdadero, como pone mucho en la verdad, y pone en la verdad con buen ánimo, acaba siempre dando la paz. Este otro conocimiento, que viene del mal espíritu, en vez de dar paz, lo que trae es continua turbación.

Cada cual debe mirar su propia historia, sin empeñarse en ser más pecador de lo que es, pero tampoco sin atenuar las faltas.

Las “pequeñas” virtudes según Marcelino Champagnat

(Del libro “Consejos, Instrucciones, Sentencias”, del Hno. Juan Bautista Furet)

San Marcelino Champagnat describe algunas virtudes que aseguran el vivir siempre en unión, concordia y común acuerdo.

Las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

El Hermano Lorenzo fue un día a ver al Padre Champagnat y, con su acostumbrada sencillez, le dijo:

-Padre, vengo a manifestarle algo que me da mucha pena.

-Bienvenido, Hermano Lorenzo. Diga, dígame pronta y francamente el motivo de su pena.

-En la casa a la que me destinó hace pocos días, somos seis Hermanos. Si no me equivoco, creo poder afirmar que observamos la Regla en todos sus puntos. Los Hermanos, en mi opinión, son todos hombres virtuosos, que trabajan con celo en su santificación y salvación. Me parece que todos buscamos el bien y nos afanamos por conseguirlo.

No obstante, la unión entre nosotros no es perfecta. Esa unión es aún más floja en la comunidad de…1, que son nuestros vecinos más próximos y a los que vamos a visitar de vez en cuando. Y eso que son tres Hermanos de más reciedumbre cristiana y fervor religioso que nosotros. Pues bien, con frecuencia me pregunto:

¿Cuál puede ser la causa de los leves roces que hay entre nosotros? ¿Por qué no es perfecta la unión entre hermanos tan observantes y que tanto se afanan por su adelanto espiritual? ¿Cómo es posible que la caridad perfecta, la unión de los corazones y la conformidad de sentimientos dejen que desear entre nuestros Hermanos vecinos, que son, así y todo, hombres de virtud sólida? Ése es el motivo de mi pena, Padre. Tenga la bondad de darme una explicación del porqué de tantas desavenencias domésticas y señalarme sus remedios.

-Querido Hermano, tiene razón al decir que los hermanos con los que está viviendo y los de la comunidad vecina son virtuosos: lo son de veras y le confieso con sumo agrado que los tengo por buenos religiosos. ¿A qué se debe que no haya unión perfecta entre todos ellos? Podría limitarme a decirle que en todas partes se cuecen habas y que hasta los hombres más virtuosos tienen defectos y están expuestos a cometer faltas, ya que el justo -dice la Sagrada Escritura- cae siete veces al día 2. Pero me parece mejor tratar seriamente el problema y explicarle bien mi parecer sobre este punto.
Se puede ser sólidamente virtuoso y tener mal carácter. Pero ocurre que, para alterar la unión de una comunidad y hacer sufrir a todos sus miembros, basta el mal talante de un solo Hermano. Puede uno ser regular, piadoso y tener afán de santificación; puede uno, en una palabra, amar a Dios y al prójimo sin tener la perfección de la caridad, a saber, las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. Pues bien, sin la práctica diaria, habitual, de las “pequeñas” virtudes, no se da la unión perfecta en las comunidades. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

-Dispense, Padre, pero no acabo de ver qué entiende por “pequeñas” virtudes. ¿Tendría la bondad de explicármelo?

-Aunque es un poco larga la enumeración y definición de dichas virtudes, se la voy a dar 3. Son virtudes pequeñas o escondidas:

1. La indulgencia o facilidad para excusar las faltas ajenas, reducirlas a menos e incluso perdonarlas, aunque no pueda uno permitirse semejante indulgencia consigo mismo. San Bernardo nos ofrece un ejemplo maravilloso de ese espíritu de indulgencia. «Hermanos -decía a sus monjes-, podéis tratarme como os parezca, me he propuesto amaros siempre, aunque no me améis vosotros. Seguiré afecto a vosotros, aun a vuestro pesar.

Si me lanzáis insultos, los aguantaré pacientemente; agacharé la cabeza ante los denuestos; venceré vuestros rudos modales con nuevos beneficios; iré al encuentro de quienes rechacen mis atenciones; haré bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, ya que somos todos miembros del mismo cuerpo» 4.

2. La disimulación caritativa, que no se da por enterada de los defectos, yerros, faltas o despropósitos del prójimo, y todo lo aguanta sin protestar ni quejarse: Revestíos de entrañas de compasión… sufriéndoos y perdonándoos mutuamente (Col 3, 1 2-1 3). Os conjuro que andéis con paciencia, soportándoos unos a otros con caridad (Ef 4, 1-2), exhorta san Pablo. ¿Por qué no dice el Apóstol: reprended, corregid, castigad, sino soportad? Porque, generalmente, no tenemos encargo de corregir, oficio propio de los Superiores; nuestro deber es solamente soportar. Porque, incluso si nos reprenden, hemos de aguantar, pues hay defectos que sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y de la tolerancia. Los hay, además, que aun en las almas virtuosas no se corrigen a pesar de todos los esfuerzos, y que Dios deja para que se ejerciten en la virtud el que los tiene y los que han de vivir con él.

3. La compasión, que comparte las penas de los que sufren para suavizárselas, llora con los que lloran, participan en las dificultades de todos y se afana por aliviarlas, o carga personalmente con ellas.

4. La alegría santa, que toma también para sí los gozos ajenos con el fin de acrecentarlos y proporcionar a sus colegas todos los consuelos y dicha de la virtud y de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un admirable ejemplo de la caridad que adopta todas las formas para ser útil al prójimo: Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos. Híceme todo para todos, por salvar a todos (1 Co 9, 22). ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién se escandaliza, que yo no me requeme? (2 Co 1 1 , 29).

San Cipriano, que seguía fielmente las huellas del Apóstol, decía a su grey: «Hermanos míos, comparto todos vuestros dolores y todas vuestras alegrías; estoy enfermo con los enfermos, el amor que os profeso me hace sentir todas vuestras aflicciones y todas vuestras alegrías» 5.

5. La tolerancia, que no impone nunca, sin graves motivos, las propias opiniones a nadie, sino que admite fácilmente lo que haya de bueno y juicioso en las ideas de un Hermano, y aplaude sin dentera sus aciertos y pareceres, con miras a salvar la unión y la caridad fraterna. Huye de contiendas de palabras (2 Tm 2, 14), manda san Pablo. Hay quien replicará: Mi actitud está justificada, no puedo tolerar las necedades o tonterías de los Hermanos. Oíd lo que contesta Belarmino: «Una onza de caridad vale más que cien libras de razón» 6. Manifestad vuestra opinión con miras a fomentar el diálogo, pero luego dejad que la rebatan sin defenderla: es preferible ceder y transigir con lo que digan los demás. San Eloy decía que, en esa clase de lides, el vencedor es el que cede, porque supera a los otros en virtud 7. San Efrén aseguraba que siempre había cedido en las discusiones, con el fin de mantener la paz general 8, y san José de Calasanz agregaba: «Quien desee la paz, no contradiga a nadie» 9.

6. La solicitud caritativa, que se adelanta a las necesidades del prójimo para ahorrarle la pena de sentirlas y la humillación que supone tener que pedir ayuda. Es la bondad de corazón, incapaz de negar nada, que está siempre al acecho para prestar servicio, complacer y obsequiar a todos. San Hugo, obispo de Grenoble, se retiraba de vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta ocasión le tocó ser compañero de un monje llamado Guillermo. (En cada celda o habitación vivían entonces dos cartujos). Pues bien, fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. ¿Sabéis cuál fue su queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se portaba no como compañero, sino como criado, prestándole los servicios más bajos. Rogó, pues, instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. A su vez, san Hugo suplicaba también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al servicio de su hermano 10. Tales son las contiendas de los santos. ¡Cuán adecuadas para fomentar la paz!

7. La afabilidad, que atiende a los importunos sin manifestar la menor impaciencia y está siempre lista para correr en ayuda de los que reclaman su auxilio; que instruye a los ignorantes sin aparentar cansancio ni fastidio. San Vicente de Paúl nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta virtud. Se lo vio interrumpir el diálogo que mantenía con personas de condición noble, para repetir cinco veces el mismo encargo a alguien que no acababa de entenderlo, y decírselo la última vez con la misma serenidad que la primera. Se lo vio escuchar, sin el menor asomo de impaciencia, a personas humildes que hablaban torpe y prolongadamente; se lo vio, abrumado de negocios como solía estar, permitir que, treinta veces en un día, le interrumpieran personas escrupulosas que no hacían sino repetirle machaconamente las mismas cosas con términos diferentes; escucharlas hasta el final con admirable paciencia, escribirles a veces de su puño y letra lo que les había dicho, y explicárselo con más detención cuando no acababan de entenderlo; finalmente, interrumpir el rezo del oficio y el sueño para prestar servicio al prójimo 11.

8. La urbanidad y decoro. Es la inclinación a anticiparse a todos en testimoniar respeto, miramientos y deferencias, y a ceder siempre el primer puesto para honrar a los demás. “Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia” (Rm 12, 10), aconseja san Pablo. Tributadas con sinceridad, tales deferencias fomentan el amor mutuo, igual que el aceite sirve de pábulo para la llama de la lámpara: sin esos miramientos se apagan la unión y la caridad fraterna.

A todo el mundo le gusta verse honrado, y ello se debe a un sentimiento recóndito que nos hace sentir mucho el desprecio y nos vuelve pundonorosos: de ahí que le agrade a uno verse tratado con respeto y se crea obligado a pagar con idéntica moneda. «Ama -dice san Juan Crisóstomo- y se te amará; alaba a los demás, y ellos te alabarán; respétalos, y te respetarán; condesciende con ellos, y tendrán para contigo toda clase de miramientos» 12.

No maltrates a nadie, no faltes a nadie; guárdate de despreciar a uno solo de tus hermanos, o manifestarle rudeza porque tiene defectos. ¿Te mofas de tu mano o tu pie cuando tienen úlceras, malformaciones o magulladuras? ¿No los cuidas, por el contrario, con más solicitud? ¿No los tratas con más delicadeza que cuando estaban sanos? 13.

9. La condescendencia, que satisface sin dificultad los deseos del prójimo, no teme rebajarse por complacer a los inferiores, atiende con gusto sus razones, aunque alguna vez carezcan de fundamento.

«Tener condescendencia -dice san Francisco de Sales- es doblegarse al beneplácito de todos en cuanto no vaya contra la voluntad divina o la recta razón; ser susceptible, cual bola de cera blanda, de recibir todas las formas, con tal de que sean buenas, y no buscar los propios intereses sino los del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia es hija de la caridad, pero hay que evitar el confundirla con cierta debilidad de carácter que impide corregir las faltas ajenas cuando hay obligación de hacerlo: no se trata, en tal caso, de un acto de virtud, sino al revés, de participación en las faltas del prójimo». La condescendencia con el talante ajeno y el soportar al prójimo eran las virtudes predilectas de san Francisco de Sales. No cesaba de aconsejarlas a los que se ponían bajo su guía. Decía con frecuencia que es mucho más fácil amoldarse uno a los deseos de los demás, que pretender doblegar todo el mundo al propio humor y a las opiniones personales. No se podía dar con persona más complaciente y mansa que él, pero tampoco más hábil y animosa para corregir y reprender 14.

10. La abnegación y entrega en favor del bien común, que inclina a preferir los intereses de la comunidad e incluso los de cada uno de sus miembros a los propios, y a sacrificarse por el bien de los Hermanos y la prosperidad de la Congregación.

11. La paciencia, que se calla, aguanta, sigue aguantando, y no se cansa nunca de hacer favores aun a los ingratos.
San Euquerio, abad, era tan paciente, que Ilevaba esa virtud hasta el extremo de dar las gracias a los que le hacían sufrir 15.

El hombre colérico se parece al enfermo de calentura, y el hombre paciente al médico que mitiga los accesos de fiebre y devuelve la dicha y la paz a los que la han perdido por la ira.
Guardaos de la impaciencia y alteración ante los defectos ajenos. «Si vieras a uno que se arroja al río -dice san Buenaventura-, ¿darías pruebas de prudencia arrojándote también, sólo porque él se haya arrojado?» 16. Tolerad, pues, con paciencia las imperfecciones, defectos y molestias del prójimo: no hay mejor remedio para tener paz y fomentar la unión con todos.

12. La ecuanimidad y buen talante, que ayuda a conservar el equilibrio; a no dejarse llevar de una alegría loca, del arrebato, el tedio, la melancolía o el mal humor; antes bien, a permanecer siempre bondadoso, alegre, afable y satisfecho de todo.

Las “pequeñas” virtudes son virtudes sociales, es decir, útiles a más no poder para todo el que viva en la sociedad de los seres racionales. Sin ellas no se podría gobernar este mundo pequeño en el que nos toca vivir, y las comunidades se hallarían en continuo alboroto y desorden. Sin la práctica de tales virtudes no hay paz doméstica, que es el mejor alivio en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas. ¡Ay!, qué desdichada es la comunidad en la que no se hace caso alguno de las virtudes pequeñas: Superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, todos viven en discordia. Sin el amor y la práctica de esas virtudes no es posible que tres religiosos vivan juntos bajo el mismo techo. Sin el amor y la práctica de esas virtudes la casa religiosa se convierte en un presidio o un infierno.

¿Queréis que vuestra casa se convierta en un paraíso de concordia? Daos a la práctica fiel de las “pequeñas” virtudes: ellas son las que constituyen la dicha de las casas religiosas.
Voy a exponerle todavía unos motivos que nos pueden animar a la práctica de esas virtudes:

1° Las flaquezas del prójimo. Sí, todos los hombres son débiles, y por eso hay tantos defectos. Éste es suspicaz y examina minuciosamente cuanto se dice o hace; ése es quisquilloso y continuamente le acosa la idea de que se lo mira mal, se le falta, se desconfía de él, etc. Aquél es víctima del desaliento y la menor dificultad lo amilana, lo vuelve melancólico, pesado para sí y para los demás. El de más allá es vivo como la cendra, se inflama en cuanto se le dirige una palabra. En resumidas cuentas, cada uno tiene su flaco y propensión a diversos defectillos e imperfecciones que han de aguantarse y que proporcionan continuas ocasiones de practicar las “pequeñas” virtudes. Es justo y razonable tolerar esas flaquezas y se han de aguantar, por consiguiente, todas las debilidades del prójimo.

2° La pequeñez de los defectos que se han de soportar. La mayor parte de los religiosos, por su virtud y a menudo por simple educación, no incurren en defectos groseros. Bien miradas, las flaquezas que hemos de soportar en nuestros hermanos son, las más de las veces, meras imperfecciones, arranques de genio, debilidades que de ningún modo empecen para que sean, los que las tienen, almas selectas, de fondo excelente, de conciencia timorata y virtud sólida. Un hombre virtuoso y de buen criterio puede aguantar de sobra semejantes flaquezas en esas almas.

3° Considérese no sólo la parvedad de la materia, sino la ausencia de cualquier falta. En efecto, son cosas indiferentes de por sí, y que no pueden tildarse de faltas, las que hemos de soportar en el prójimo. Tales son ciertas facciones del rostro, fisonomía, timbre de voz, modales que no nos agradan, achaques del cuerpo o del alma que nos repugnan, etc. Recordemos también aquí la diversidad de caracteres y su posible choque con el nuestro. Uno es naturalmente alegre, el otro serio; hay quien es tímido y quien es atrevido; éste es demasiado lento y se le ha de esperar, aquél es demasiado vivo e impetuoso y quisiera hacernos tomar el paso del tren o del telégrafo 17. La razón pide que vivamos en paz en medio de esa diversidad de temperamentos, y nos acomodemos al talante de los demás con flexibilidad, paciencia y benignidad. Alterarse por esa diferencia de temperamento estaría tan fuera de razón como enfadarse porque haya a quien le agrade una fruta o un dulce que a nosotros no nos gusta 18.

4° Todos necesitamos que nos aguanten. No hay nadie tan bueno y cabal, que pueda prescindir de la comprensión ajena.

Hoy me tocará tolerar con paciencia a una persona; mañana le tocará a ella, o a otra, aguantarme a mí. Sería totalmente injusto pedir miramientos, cortesía, y no corresponder sino con altanería y rudeza.

¿Te atreverías a decir que no tienes defectos, absolutamente nada que pueda molestar al prójimo? Escucha lo que se le respondió a alguien que se las daba de perfecto:

«Hermano, aunque se crea buen religioso y yo mismo lo tenga por tal, le confieso que sufro un martirio con usted. No quiere pan sino tierno, porque tiene mala dentadura; yo no lo puedo tolerar, me resulta indigesto y sólo quisiera pan duro. Ha dado usted orden de que le traigan la sopa muy caliente, casi hirviendo; a mí me gusta fría. No permite que sirvan ensalada, porque está débil de pecho; yo no comería otra cosa, y no tenerla me supone un gran sacrificio. No quiere usted ver en la mesa otra fruta que la cocida; a mí no me gusta más que la cruda e incluso sin madurar del todo. No puede aguantar la menor corriente, y nos obliga a mantener siempre cerradas todas las ventanas; yo no estoy a gusto sino al aire libre; de seguir mis preferencias y tratarme conforme a lo que necesito, abriría de par en par todas las puertas y ventanas. Durante los recreos siempre quiere estar sentado; con frecuencia, yo preferiría pasear. Todavía hay un sinnúmero de cosas que usted hace por necesidad o por antojo, que me aburren y fastidian a más no poder. Es usted un iluso, querido Hermano, si piensa que nadie tiene la menor cosa que sufrir junto a usted. A pesar de su virtud, que reconozco, le puedo asegurar que es para mí causa de continuos sacrificios y aguante; pero no se lo digo en son de queja, porque tengo también mis defectos y necesito que usted me los tolere» 19.

5° Los lazos que nos unen con las personas a las que hemos de aguantar. Abrahán decía a Lot: Ruégote no haya disputa entre nosotros, ni entre mis pastores y los tuyos pues somos hermanos (Gn 13, 8). ¡Qué motivo más hermoso y conmovedor! Las personas cuyos defectos hemos de tolerar son, efectivamente, hermanos nuestros en Jesucristo: todos los miembros del Instituto somos hijos del mismo padre, nuestro Fundador; no tenemos sino una madre, la Virgen Santísima. Oigamos a nuestro venerado Padre cuando exclama: «¿Puede acaso nuestra divina Madre contemplar insensible que mantengamos sentimientos rencorosos o de mera antipatía contra algún Hermano, al que Ella ama tal vez más que a nosotros mismos? Os lo pido por Dios, ¡no causemos semejante pena y dolor a su corazón de Madre!» 20.

Las personas a las que hemos de aguantar son amigos de Jesucristo: comparten nuestra vocación, forman con nosotros una sola familia, trabajan con el mismo fin que nosotros; contamos con ellos para el desempeño de nuestro oficio; son nuestros colaboradores en un ministerio común. ¡Cuántos motivos para amarlos, prestarles servicios y soportar con toda paciencia sus defectos!

6° La excelencia de esas virtudes. Ahora me arrepiento de haberlas llamado «pequeñas», pero no es mía esa expresión, es de san Francisco de Sales 21. Son pequeñas porque apuntan, por su objeto, a cosas menudas: una palabra, un gesto, una mirada, un detalle de cortesía; pero son muy grandes, si uno examina el principio que las informa y el fin que tienen.

Para un buen religioso, la práctica de las “pequeñas” virtudes es un continuo ejercicio de caridad para con el prójimo. Ahora bien, la caridad es la primera y más excelente de las virtudes. Por eso, el ejercicio de las “pequeñas” virtudes es el que forma a los hombres sólidamente virtuosos: razón de mucho peso, que nos las hace amar y facilita su práctica.

 

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado