Epifanía

El llamado divino y nuestro acto de fe

(Homilía)

P. Jason Jorquera M.

 

Escribe san Pablo en su carta a los hebreos estas palabras: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas.  En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo

La solemnidad de la epifanía, como cada uno de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, nos viene a instruir acerca de las verdades de nuestra fe, de esa fe que el mismo Dios nos ha querido regalar, para que la vayamos fortaleciendo, madurando y manifestando en nuestra vida de cristianos católicos.

Debemos recordar que la palabra epifanía es una palabra griega que significa “manifestación”, y es por eso que podríamos hablar, en sentido amplio, de varias epifanías de Nuestro Serñor Jesucristo a lo largo de su vida, porque se manifestó a san Juan Bautista mediante los signos que hacía; se manifestó a sus discípulos, a los sumos sacerdotes y escribas, a las masas del pueblo elegido e inclusive a algunos paganos.

Pero esta epifanía o manifestacion que hoy celebramos, es la primera en que Dios se muestra a los hombres de todo el mundo “representados por aquellos que lo visitan”:

  • Primero al pueblo elegido, representado por los pastores  que apacentaban sus rebaños;
  • y en seguida a los demás hombres del mundo, representados por los magos venidos desde lejanas tierras para adorar al Mesías nacido en el pesebre

A partir de este día, “la Epifanía de Jesús”, se convierte en nuestra gran fiesta, porque también a nosotros se nos ha manifestado y nos ha hecho miembros de su Iglesia mediante la gracia.

Consideremos algunos aspectos de la epifanía.

A) El llamado

La Epifanía de Jesucristo, el Niño-Dios nacido en Belén, nos revela, en primer lugar, “el llamado de Dios a todas las almas”, a todos los hombres del mundo entero para que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Como sabemos, Dios se eligió un pueblo, en el cual se debían cumplir las profecías y las promesas que Dios había hecho… es este el pueblo que recibió la ley y las escrituras y además la promesa del Mesías que nacería de la estirpe de David, por lo tanto, parece justo que sean ellos los primeros en recibir la manifestación de Dios en la persona de los pastores.

Pero Dios, que quiere colmar al hombre de sus beneficios y, por tanto, quiere también la salvación de su alma, una vez más no se contenta sólo con manifestarse a unos pocos, y es entonces que se da a conocer a todos los hombres para ofrecerles la gloria del cielo viniendo Él mismo a la tierra a llamarlos. Y es por eso que enseguida de manifestado a los judíos se manifiesta a los gentiles, a los paganos, en la persona de estos reyes magos; así nos lo han enseñado los santos padres desde los comienzos de la Iglesia y así lo hemos experimentado nosotros al hacernos miembros del nuevo pueblo de Dios, que quiere abarcar a todos los hombres. Y es justamente la actitud de los magos la que nosotros debemos tener como cristianos, es decir, la de seguir con perseverancia al Dios que se nos ha manifestado: los magos vinieron de lejanas tierras, atravesaron países, peligros, largas caminatas, probablemente noches frías y días de calor, y sin embargo, no se detuvieron hasta encontrar al Rey de los judíos, en el que reconocieron al Dios del universo pues, como ellos mismos dijeron, venían a adorarlo.

Nosotros hoy, para ir en busca de ese Rey-Dios, debemos caminar por el sendero una “seria vida de santificación”: tal vez no tendremos que atravesar ni desiertos ni montañas, pero sí practicar las virtudes, acrecentar nuestra fe, cumplir los mandamientos, aprovechar los sacramentos, etc., ese es el llamado que hoy nos hace Jesucristo, a vivir nuestra fe de manera activa, en cada momento de nuestras vidas. Decía el Papa Francisco: Hay que buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo una y otra vez. Sólo esta inquietud da paz al corazón…Sin inquietud somos estériles

B) El acto de fe

¿Qué es lo que nos mueve a ir continuamente hacia el Dios que se nos ha manifestado?, lo  mismo que movió a los magos a venir desde lejanas tierras: solamente la fe.

Decía el P. Sáenz que: El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invi­ta, de Él es la iniciativa. El hombre, creado libre y por lo tanto capaz de decidir, puede responderle que sí a Dios, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en cuyo caso permanece en la noche tenebrosa… La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecha­ron el itinerario. Pero ellos no se amedrentaron, porque estaban deseosos de encontrar a quien ya no se hallaba lejos de sus cora­zones. La estrella de la fe brilla en la oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino. Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.

Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su “orientadora” (la estrella) no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en la contemplación del Verbo Encama­do, y a través de Él, de la Santísima Trinidad.

Y escribía también San Juan de la Cruz: “La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina“.

Para encontrar a Dios, es necesario vivir una fe auténtica, una fe pura, es decir, no mezclada con los criterios de la tierra sino los del cielo: ¿cómo decir que amo a Dios si no me reconcilio con Él en la confesión?; ¿cómo rezar el Padre Nuestro si no vivo como hijo de Dios?… tenemos que vivir lo que creemos, y creer lo que Dios nos ha manifestado:

  • Id por todo el mundo y predicad el evangelio… (la predicación comienza con el ejemplo)
  • Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis… (la caridad cristiana)
  • Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan… (la oración por los que nos persiguen)
  • Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano… (el perdón y la reconciliación)
  • Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos… (practicar las virtudes, o mejor dicho, vivir una vida virtuosa)

Los reyes magos se dejaron guiar sólo por la fe, y gracias a su fe es que encontraron al Dios que buscaban.

Escribía el Papa Francisco: “Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Es esta la pregunta que debemos hacernos: ¿tenemos esas grandes visiones y el impulso? ¿Somos audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en sí misma y en su capacidad de organizar, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos expanden el corazón. Es lo que dice San Agustín: rezar para desear y desear para agrandar el corazón. … Sin deseos no se va a ninguna parte y es por eso que se tienen que ofrecer los propios deseos al Señor…”

Buscad y hallareis, dice Jesucristo. Y si buscamos a Dios, ¿acaso no se va a dejar encontrar?… Dios siempre se deja encontrar.

Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto buscar al que con Amor eterno ya los había llamado (y germinalmente encontrado), por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio, riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre. Y sin embargo, la luz que los tra­jo, suscitó en su interior un sagrado deber de piedad y religiosi­dad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por fin, a su Dios y Señor: ese es el premio de la fe.

Que María santísima nos alcance la gracia de tener una fe inquieta, no muerta ni estancada, que no se canse de buscar a Dios en esta vida hasta encontrarlo en la eternidad.

Concordia

La concordia: adorno y distintivo de los creyentes

P. Jason Jorquera

 

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado,

para que sean uno como nosotros.”

Jesucristo.

 

Explicando este versículo, dice san Agustín que Jesús no se refiere a que sean uno con Dios, con Él en refiriéndose a su naturaleza, puesto que obviamente esto es imposible, sino que se refiere más bien a la unidad de voluntades lo cual es consecuencia exclusiva del amor. Es decir, que este “ser unos” con Dios y con su Hijo, significa ser uno en la búsqueda de la voluntad de Dios en nuestras vidas. Cuando el alma aprende a buscar en todo la voluntad de Dios, alcanza un fruto que la llena de gozo y a la vez es capaz de redundar en beneficio de quienes la rodean, este fruto tan deseado por los hombres de buena voluntad es lo que llamamos concordia, que es la conformidad en la unidad de corazones. Esta concordia es la que Jesucristo pide y exige para sus discípulos, por lo tanto, para ser verdaderos seguidores de Cristo en necesario que en nuestras comunidades viva la concordia si queremos que Jesucristo esté en medio de nosotros; y nos referimos a todas las comunidades de creyentes: comunidades religiosas, la familia, el trabajo, etc., porque la concordia, desde los primeros tiempos de la Iglesia, ha sido el adorno y distintivo de los creyentes.

Dice el libro del eclesiástico: Con tres cosas me adorno y me presento, hermosas ante el Señor y ante los hombres: la concordia entre hermanos, la amistad entre los prójimos y la armonía entre mujer y marido[1].

La concordia está presente donde reina la caridad; porque « La caridad nos une a Dios, la caridad cubre la multitud de los pecados, la caridad lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en ella; la caridad no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en la caridad hallan su perfección todos los elegidos de Dios y sin ella nada es grato a Dios.»[2]

Jesucristo quiere que todos sean uno y para guiar mejor al hombre hacia esa unidad con el Padre y el Espíritu Santo, ha querido hacernos parte de su única iglesia; la que tiene un solo Señor, una sola Fe, un solo bautismo y una sola Madre para conducirnos al cielo.

La Donum Veritatis, hablando a los teólogos dice: «La iglesia es ‘como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’. Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen ‘fermentos de infidelidad al Espíritu Santo»[3]

De todo esto se sigue lo nefasto y terrible que es crear discordia, que es el pecado que se opone a la concordia, entre los miembros de la Iglesia. Por eso debemos estar atentos a todo lo que sea causa de sembrar discordia, es decir, desunión entre los hermanos, como por ejemplo la murmuración, la mentira, las calumnias, el mal espíritu, etc. San Bernardo llega a decir: «Más vale que perezca uno, que la unidad: es necesario separar al que perturba la concordia[4]; y san León Magno: «Aborreced el espíritu de discordia; vivid siempre en paz; no disputéis de cosa alguna por diversión; las disputas engendran disputas; de ellas nacen las discusiones; encienden las llamas del odio; apagan la paz del corazón y rompen la unión de las almas.»[5]

El deseo de Jesucristo es que reine la paz y la unidad entre los hombres, cuanto más debemos nosotros convertirnos en ejemplo de concordia para el mundo, por eso Él  mismo se dirige al Padre suplicándole: Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.

[1] Eclo 25, 1.

[2] San Clemente, Carta a los Corintios.

[3] Donum Veritatis nº 40, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Congregación para la doctrina de la fe, 24 de mayo de 1990

[4] S. Bern., Ep. 102, sent. 62, Tric. T. 10, p. 325 y 326

[5] S. León Papa, Serm. 25, c. 5, sent. 19, Tric. T. 8, p, 385.

Abnegación y alegría

“Si no se hace amar la virtud, no se la buscará”

San Alberto Hurtado

 

No hay sólo que darse, sino darse con la sonrisa. No hay sólo que dejarse matar, sino ir al combate cantando.

Hay que hacer amar la virtud. Hacer que los ejemplos sean contagiosos, de otra manera quedan estériles. Hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.

Esto es triunfar sobre el egoísmo sutil, que una vez expulsado de la trama de nuestra vida, tiende a refugiarse en los repliegues, es decir, en nuestra sensibilidad egoísta haciendo sentir que uno es un mártir o al menos una víctima, alzándose sobre un pedestal y buscando el ser consolado.

Canta y avanza, la abnegación total es alegría perpetua. ¿Es la cuadratura del círculo? No. Porque hay un vínculo secreto entre el don de sí, por amor, y la paz del alma.

Nuestra vocación es integración total a Cristo, a Cristo resucitado. ¿En qué consiste esta actitud? Es difícil definirla, como no se puede definir belleza de una pieza de Beethoven, o de una Virgen de Fray Angélico. Es distinta para cada uno. Negativamente, es la eliminación de todo lo que choca, molesta, apena, inquieta a los otros, lo que les hace la vida más dura, más pesada, les desagrada…

San Pablo: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6,2). No dice: “imponed a los demás vuestras cargas”. Se hace más pesada la atmósfera general.

El temperamento dulce, alegre, ligeramente original, simple, no forzado, alegre, amable en el recibir las personas y las cosas, contribuye a la alegría de la vida… Así Santa Teresa alegraba y contribuye alegrando… Algunas bromitas a tiempo… El sentarse junto a una mesa modestamente.

Cada uno tiene posibilidad de hacer algo, cada uno siguiendo su carácter: unos alegres, otros artistas, otros tranquilos y pacíficos, otros simpáticos… Cada uno cultivando su naturaleza. La gracia supone la naturaleza.

Si no se hace amar la virtud, no se la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará. Todos desearían estar en la cumbre de monte para gozar bella vista, pero lo que aparta de ella es la dificultad de escalar. La subida es difícil, a veces peligrosa, parece larga. Pero el alegre le quita esa aspereza. Es como el alpinista: si vuelve alegre y animoso: consigue otros adeptos; si vuelve molido, tiritón y quejándose, los otros dicen: ¡bah, esto no es para mí!

Un santo triste, ¡un triste santo! “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29–30). ¡Cuántas vocaciones al ver sonrientes a los novicios!

Meditación del Padre Hurtado en Ejercicios Espirituales del Clero de Concepción, posiblemente en febrero o marzo de 1948.

Santa María, Madre de Dios

(Homilía para el 1º de enero)

En el siglo V surgió una herejía llamada nestorianismo, la cual afirmaba que el Hijo de Dios se sirvió del hombre Jesús solamente como de un instrumento. De esto se deriva que la humanidad de Cristo, que fue la que sufrió en la pasión, no pudo redimir al mundo con una redención superabundante e infinita, pues era limitada. Tampoco, entonces, se puede decir que “el Verbo se hizo carne”. Jesús y el Hijo de Dios eran así dos personas distintas.

La consecuencia de esta herejía respecto a María santísima sería que ella habría dado a luz al hombre en el que habitó el Verbo, y por lo tanto no sería la Madre del Hijo de Dios.

Cuenta la historia que un día un discípulo de Nestorio en un sermón dijo que María no era la verdadera Madre de Dios sino sólo del hombre Jesús, pero en ese mismo momento el pueblo fiel comenzó a gritar “¡Theotokos!, ¡Theotokos!” (Madre de Dios), manifestando así la firmeza de su fe en el misterio que hoy celebramos: María como Madre de Dios.

Su maternidad

Escribe el P. Hurtado en un libro de moral social: El modo de vida femenina, su innata disposición, es la maternidad. Toda mujer nace para ser madre: madre, en el sentido físico de la palabra, madre en el sentido más espiritual y exaltado, y no por eso menos real. La mujer que es verdaderamente mujer contempla los problemas de la vida siempre a la luz de la familia, y su sensibilidad exquisita advierte cualquier peligro que amenaza pervertir su misión de madre, o que se cierne sobre el bien de la familia.

María santísima, permaneciendo Virgen por gracia divina, cumplió su vocación natural de Madre, pero además fue preparada por Dios desde toda la eternidad para una misión única, exclusiva, irrepetible, y que la puso por sobre todas las creaturas: ser Madre de Dios.

Ser madre significa trabajo, esfuerzo, paciencia, magnanimidad, renuncia, a veces dolor, etc., pero sobre todo significa amor, cuidado, protección, preocupación, atención, etc. La Virgen María es el único caso en el que “la madre fue hecha según el hijo y no el hijo según la Madre”, porque Dios la quiso inmaculada, para que pudiese portar a su Hijo como el más purísimo de los tabernáculos, como el más perfecto sagrario.

Importancia

Habiendo dejado esto en claro, ahora nos podemos preguntar acerca de la importancia de la maternidad divina para nuestra fe.

Escribía un autor: “La maternidad divina es la base de la relación de María con Cristo; de aquí que es la base de su relación con la obra de Cristo, con el Cristo total, con toda la Teología y el cristianismo; es, por lo tanto, el principio fundamental de toda la Mariología” (Cyril Vollert).

Cuando Dios asumió a María como madre, estableció una relación única con la humanidad, ya que por medio de la Virgen es que Dios entra en contacto directo con nuestra naturaleza, a la vez que María comienza a ocupar un lugar exclusivo en nuestra relación con Dios, como nos enseñan los autores marianos: Cristo nos vino por María y por ella podemos llegar más perfectamente a Dios.

Para comprender mejor esta relación única de María con Dios podemos considerar lo que implica la vida de cualquier buena mamá respecto a un hijo: le da su sangre y sus cuidados, lo trae al mundo, luego lo protege, los abraza, lo resguarda, lo acompaña en su crecimiento y desarrollo, y se alegra de sus alegrías, etc. Ahora apliquemos todo esto a la Virgen durante su vida con Jesús, el Hijo de Dios; pero agregando lo exclusivo, es decir, “cómo lo contemplaba, lo veía crecer, y guardaba todas esas cosas, todos esos sentimientos, en su corazón”

La Iglesia ha definido solemnemente como verdad de fe la maternidad divina de María en el Concilio Ecuménico III de Éfeso en el 431, pero la certeza sobre esta verdad venía desde mucho antes en los corazones de los creyentes, y anteriormente aun, en el eterno designio de Dios.

Si queremos honrar verdaderamente a Dios, debemos honrar también a aquella que nos lo trajo al mundo, aquella que mereció llevar en su vientre al Hijo de Dios, aquella cuyos brazos fueron su primera cuna y cuyos cuidados lo acompañaron durante su vida terrena.

A la Madre de Dios nos encomendamos, pidiéndole que nos alcance la gracia de imitarla especialmente en su preocupación por la gloria de Dios y en su fiel cumplimiento de la voluntad divina durante toda nuestra vida.

P. Jason

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

El hogar de Nazaret
Pablo VI
En Nazaret, Nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:
— para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad
— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a la Reina. beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.
En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la confianza de la perfección humana;
— y en seguida, le presentaremos nuestros oraciones por todo lo que más llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor y de intercesión:
— la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia Ella,
— la oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la visión de Dios;
— y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús.
Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.
Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la “letra”, cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—. Este es el “espíritu”.
Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!
Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.
Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!
He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.
Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley del Amor. El se enseño a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.
Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y vivirla.
Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de nuestro tiempo. Diríase que nos dice:
Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu„ sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo.
Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.
Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio el vértice de la grandeza.
Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.
Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.
No quedaremos engañados para siempre.
Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina.
Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacernos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría, un nuevo valor.
Iglesia de la Anunciación de Nazaret
Domingo 5 de enero de 1964.

Santa Misa en la gruta de Belén y festejos en el monasterio

¡Feliz Navidad para todos!

«La Iglesia lleva a Cristo a los hombres: quiere comunicarles la vida que apareció la noche de Navidad con el Verbo hecho carne; quiere proclamarles la esperanza del eón futuro, que ya alborea en el siglo presente; quiere dilatar, aun entre los sufrimientos del mundo, esa paz que anunciaron los ángeles en Belén, y ese amor de beneplácito con el que Dios nos ha abrazado, dándonos al Hijo: Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonue voluntatis (Lc 2, 14)» “San Juan Pablo II”
Queridos amigos: por gracia de Dios y la Sagrada Familia, pudimos celebrar la santa Misa del 25 de diciembre en la gruta de la Natividad en Belén, testigo silencioso del nacimiento que cambiaría al mundo entero, pues el Hijo de Dios entraba en este mundo con la más extrema simplicidad, adornado de la mayor humildad, y portando en sí la tan anhelada salvación.
Rezamos por ustedes y sus intenciones en dicho lugar santo.
Una vez que regresamos de Belén nos había quedado pendiente la santa Misa y almuerzo festivo con nuestros feligreses. Para la ocasión decidimos juntarnos el día de hoy por la mañana, participar de la santa Misa a las 12:00 y poteriormente el almuerzo festivo con los correspondientes billancicos y entrega dde regalos. Las cosas se dieron de tal manera que, providencialmente, pudieron asistir también las comunidades de hermanas que no asistieron a Belén por haber tenido la celebración navideña en las parroquias a las cuales asisten. Cabe mencionar que también asistió nuestro nuevo feligrés, “Matías”, quien acaba de nacer y vino a acompañarnos también con sus padres y hermanitos.
Por gracia de Dios la jornada fue muy agradable, especialmente por el hecho de poder compartir y celebrar el nacimiento de nuestro Señor en un clima de gran alegría y devoción.
Esperamos que ustedes también hayan podido celebrar tan gran misterio junto con sus seres queridos. Seguimos rezando por vuestras necesidades e intenciones y, como siempre, encomendamos la casa de santa Ana a sus oraciones.
Desde ya les deseamos a todos un muy feliz año nuevo.
Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.
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Cosechamos y sembramos…

Un deber de gratitud…

Existe un dicho bastante conocido que dice más o menos así: “cosechas lo que siembras”, referido normalmente al fruto de nuestras acciones moralmente consideradas, es decir, el que hace el bien (siembra el bien), recibirá bienes a futuro (fruto de lo que ha cosechado), y así también respecto al mal; y sabemos que esto es más o menos así, aunque admite a veces largas esperas especialmente en lo que se refiere a la cosecha del bien, la cual puede incluso llevarse a cabo directamente como la eterna recompensa de la vida futura, como las almas buenas y piadosas que entre sufrimientos santamente sobrellevados, sembraron para cosechar la eternidad del Paraíso, que ya no admitirá más que gozo y alegría interminable.

Pero en esta oportunidad quiero referirme específicamente al caso tan especial consagrado, que constantemente debe estar sembrando y cosechando el bien, si desea ser consecuente con su vocación, rodeado de tantos y tan abundantes bienes sobrenaturales que éstos por fuerza lo exceden, lo desbordan, y que por esos secretos designios de la Divina Providencia y su amor eterno que arremete incesantemente, lo hacen cosechar también lo que no ha sembrado, a la vez que le imponen una alentadora obligación de caridad para sembrar también para aquellos que vendrán después de él: hermosa realidad que adorna a la vida consagrada en tierra de misión, donde el religioso llega a cosechar los frutos de las oraciones, trabajos, sudor y lágrimas, y hasta cruces tal vez inimaginables que sembraron los que estuvieron antes de él, preparando el terreno con los medios que tenían y las fuerzas que podían, de cara a esa “santa incertidumbre” que posee el misionero, de que no sabe con exactitud hasta cuándo seguirá en tal o cual lugar de misión, porque ya entregó a Dios su voluntad por medio de sus superiores, los cuales le dirán a su debido momento si continuar arando en esa misma tierra sin mirar atrás, o si debe ir a hacerlo a otros campos, quizás hasta más duros si confían en su experiencia para disponer mejor el terreno, quizás de tierras más blandas para que se reponga de su desgaste; pero sea como sea y donde sea, cosechando lo de los que pasaron primero, y sembrando lo más posible para los que vendrán después, movido por ese motor irrefrenable del santo entusiasmo, una vez que se pone en marcha con la fe, la esperanza, la caridad, la gratitud y generosidad con que se viva.

Tenemos un deber de gratitud muy grande aquí en Séforis (así como en tantas otras de nuestras misiones por el mundo), y nuestra respuesta no puede ser otra que la de imitar a nuestros predecesores sembrando con esfuerzo, llevando nuestra cruz, con esa visión que tenían, por ejemplo, los diseñadores de las grandes catedrales que sabían bien que tardarían tantos años en ser edificadas que ellos mismos no las verían terminadas, porque sabían que ver el fruto de su trabajo en esta vida no era lo importante, sino lo que se sembraba para el futuro y en bien de los demás, como los buenos consejos de los padres a sus hijos, como las virtudes que se adquieren en el tiempo de formación en el seminario, y como cada una de nuestras buenas obras para la eternidad: si aun no somos santos, es porque nos falta sembrar más para cosechar más, ¡¿qué estamos esperando?!

Gracias a los primeros monjes que se desgastaron con alegría por este sencillo y apartado monasterio; gracias a todas las personas que cooperan de una forma u otra con nosotros, sea con ayudas, sea con sus oraciones; gracias a nuestra amada familia religiosa por confiarnos un lugar santo que albergó la santidad cotidiana que hasta pasó humildemente desapercibida para muchos, y que aun así nos sigue dando ejemplo de virtudes. ¡Gracias a la Sagrada Familia; gracias a Dios!

Que jamás nos cansemos de sembrar en bien de los demás, de los que vendrán, de los que a su debido tiempo y circunstancias también sembrarán para el futuro.

Profesión y renovación de nuestro voto a la Virgen en Nazaret

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

Por gracia de Dios, el día de ayer pudimos renovar nuestro 4º voto religioso de materna esclavitud de amor a María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, propio de los religiosos del Verbo Encarnado, y al cual se sumaron con gran devoción algunos de los miembros de nuestra tercera orden (laicos que asumen vivir también nuestra espiritualidad según su deber de estado), luego de haber hecho la correspondiente preparación durante jucho tiempo, y de entre ellos 3 mujeres recibieron además el santo escapulario.

La santa Misa fue celebrada en la basílica superior de la Anunciación, presidida y predicada por nuestros monjes de Séforis y ornamentada por los cantos de nuestras hermanas SSVM a cargo del coro y acompañadas por nuestros terciarios y amigos.

Posteriormente realizamos los correspondientes festejos aquí en el monasterio.

Realmente una gracia hermosa, como tantas otras que nuestro buen Dios no deja de concedernos, el poder rezar todos juntos, laicos y religiosos de la misma familia, dando y renovando nuestro “sí” a esta filial manera de consagración, justamente arriba de la gruta en que hace 2000 años la misma María santísima diera el “sí” que, a partir de ese momento, dividiría la historia en dos al dar paso a la Encarnación del Hijo de Dios y nuestra salvación:

“Siendo María santísima nuestra Madre, necesariamente nos corresponden los deberes de los hijos respecto a ella, comenzando con amarla, y de ahí a todo lo demás: el respeto, la ternura, la confianza y la piedad; sin dejar de lado el buen ejemplo de los hijos de tal Madre con respecto los demás. Ahora bien, esto es común a todo hijo de la Iglesia, pero en nuestro caso existe, además, el solemne compromiso de abrazarnos con la vida a esta Madre castísima, como el niño pequeño en los brazos que primero lo acogieron como cuna, y de manera inalienable. Nuestro voto de esclavitud mariana no está orientado hacia un consejo evangélico o una virtud, sino hacia una persona que es ejemplo de virtudes; más aún: nuestro voto a María santísima nos es propiamente “tender” sino “aferrarse” a esta buena madre, la mejor de todas, con un lazo “sumamente filial”, es decir, en el aspecto más propio de la relación de dependencia entre madre e hijo, con la particularidad de que en este caso, en vez de madurar hasta seguir adelante por nuestra propia cuenta -como los hijos al crecer-, mientras más crece nuestra vida espiritual más intensa y más estrecha se vuelve nuestra relación con María santísima y viceversa, poniendo todas nuestras obras en sus manos al haberla asumido como Madre con un compromiso sellado y aceptado por el mismo Dios.”

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

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Divina Señora

Señora es uno de los nombres de María. María significa Señora[1]. Pero María, es una Señora muy especial, es una “Divina Señora”.

P. Gustavo Pascual, IVE

 

María es Señora por ser la Madre del Señor. Jesús recién recibió el título de Señor, como Dios, después de la resurrección aunque lo poseía eternamente, cuando los primeros cristianos lo llamaban Señor[2], igualándolo a Dios o mejor reconociéndolo Dios, dándole el título que sólo a Dios se daba en el Antiguo Testamento. Pero Jesús es Señor, desde toda la eternidad porque es Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo, la Sabiduría, la Palabra hecha hombre. Igual a Dios, Dios[3]. Por eso también, Jesucristo es Señor por naturaleza, y en consecuencia, su Madre también es Señora, la Madre del Señor[4]. María es Señora por derecho natural.

María es Señora, por ser Madre del Redentor de los hombres, el que fue exaltado por Dios y se le otorgó el nombre de Señor, para que al nombrarlo, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos[5], pero no sólo, por ser Madre del que conquistó toda la creación para Dios, sino, porque también ella participó de esta obra de recreación padeciendo con su Hijo la muerte en la cruz. María es Señora por derecho de conquista.

María ha enseñoreado, junto con su Hijo, toda la creación. A ella alaban el cielo y la tierra. Ante ella tiemblan los habitantes del abismo al pronunciarse su nombre. María ha conquistado, al pie de la cruz, a todos los hombres y es Madre y Señora de todos nosotros. Nos ha conquistado, compadeciendo con su Hijo, pero también, dándonos a luz.

La Virgen María es la Gran Señora que nos enseña a hacer las obras con magnanimidad, con distinción, con perfección, por amor a la verdad y con simplicidad, porque estas son las notas, que manifiestan el verdadero señorío. El señorío, más que un título heredado, se concreta en el obrar.

Ser Señor es obrar con alma grande y María obró siempre con magnanimidad. Dijo: “engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso”[6]. Exultación de un alma grande que alaba al Ser Infinito. ¿Qué cosas grandes ha hecho Dios en María? La ha hecho su Madre. Pero si bien es obra de Dios sólo, la grandeza de su Madre, no es obra de Él solo, el que sea su Madre, porque Dios, como amante glorioso esperó el sí de su amada criatura, y ella pronunció su sí, secundando la moción del Espíritu Santo, que la movía a ser Madre de Dios. El sí de María procede de un alma grande que se entrega, sin condiciones, a la vocación divina.

Dios ha hecho de María una Madre Virgen y es una obra única de Dios, juntar en una misma persona, la virginidad y la maternidad. María concibió y dio a luz al Verbo de Dios y permaneció virgen ante la admiración de cielo y tierra. ¡Obra prodigiosa de Dios, obra grande, obra magnánima!

Dios ha hecho de María una Corredentora, asociándola singularmente, a la obra redentora de su Hijo; la ha hecho Reina y Señora de toda la creación por ser la Madre del Rey de reyes y Señor de señores, pero también, la ha hecho Reina y Señora porque ella ha conquistado estos títulos por la compasión al pie de la cruz.

María es Señora porque su obrar es con distinción. Desde que contestó sí al Señor, y durante toda su vida, sus obras han tenido este toque característico. Ella cuando el ángel le dio a conocer el mensaje divino, preguntó con delicadeza, cómo se haría aquello, puesto que no conocía varón, y el ángel le reveló la manera: concebirás por obra del Espíritu Santo.

María con distinción pidió el primer milagro de su Hijo, con distinción recibió a los reyes de oriente, con distinción acogió a Juan cuando Jesús se lo dio por hijo, con distinción recibió a su Hijo al pie de la cruz, con distinción de Señora, mantuvo la esperanza despierta, hasta el momento de la resurrección del Señor y sostuvo la fe de los apóstoles, y finalmente, el toque de distinción excelso de su dormición y asunción al Cielo.

María como gran Señora ha hecho las obras con perfección. Ella pudo decir al final de su existencia terrena “todo está cumplido”. Realizó todas sus obras con total fidelidad a la voluntad de Dios y con la perfección que Él se lo pedía, porque las obras divinas, llevan el toque de lo perfecto y este toque dio María a su obrar terreno.

El señorío de María se nota en su amor a la verdad. Ella imitó perfectamente a su Hijo, que es la Verdad, y ella misma se hizo verdad. María es la verdad de Cristo, la verdad en sus palabras, y sobre todo, la verdad en su obrar. Sus obras y todo su ser son simples. Su existencia es simple y por tanto veraz. Simplicidad que habla de la entrega absoluta y sin reservas a Dios, sin otro amor, que sólo Dios. Esta gran Señora sobresale por la grandeza de su simplicidad que mira a una sola cosa, a contemplar y vivir, sólo para Dios.

 

[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Lucas (IV), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1946, San Beda a Lc 1, 27.

[2] Título divino de Jesús resucitado, Hch 2, 36; Flp 2, 11ss., que Lucas le concede desde su vida terrena, con más frecuencia que Mt, Mc. Lc 7, 13; 10, 1.39.41; 11, 39 etc.

[3] Cf. Jn 1, 1

[4] Lc 1, 43

[5] Flp 2, 9-10

[6] Lc 1, 46-49

Dispensadora de tiernísimas finezas

“En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.”

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

María es la dispensadora de todas las gracias que proceden de Dios a los hombres. Todos los méritos y gracias que nos ha conseguido Jesús en su Pascua, quiere, es su voluntad, que nos las alcance María, de tal manera, que ninguna gracia deje de pasar por ella. En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.

María es dispensadora de gracias por haber sufrido con Cristo en el Calvario, unida a Él, y en comunión de padecimientos. Ella en la cruz comenzó a ser Corredentora de los hombres, y también, Mediadora entre nosotros y Jesús. Ella distribuye todas las gracias de Jesús sobre sus hijos.

María es Dispensadora de grandes gracias y de pequeñas gracias, de tiernísimas finezas, que muchas veces, desconocemos por no contemplarlas con detenimiento.

Vivimos absortos en las cosas de la tierra, y esto resta a nuestra vida contemplación de las cosas celestiales. Si contempláramos cada una de las maravillas que hace Dios en nuestra vida nos admiraríamos. Si contemplásemos cómo Dios nos dispensa cada día tiernísimas finezas por María se encendería en nosotros una hoguera de amor.

La Santísima Virgen mostró en Caná una de estas tiernísimas finezas para con sus hijos. En una boda en Galilea, el vino es un elemento importante, para el clima de fiesta y alegría. Sin embargo, en aquella ocasión los novios no habían calculado bien la cantidad y en medio de la fiesta se les terminó el vino. Jesús y María estaban allí, pero fue María la que observó este detalle. Jesús lo sabía, como también sabía lo que iba a hacer en aquella ocasión, pero fue su Madre la que vio la necesidad de aquellos esposos y pidió el milagro a su Hijo: “No tienen vino”[1]. María presentó el problema y esperó en su Hijo. “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Y María dijo confiadamente: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús realizó por intercesión de su Madre el primer milagro.

María dispensó en aquella ocasión a los esposos un pequeño detalle que los hizo felices y los hizo creer en el invitado de Nazaret. También sus discípulos creyeron en Él.

María tuvo también detalles de ternura para con su Hijo: “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”[2] cuando Jesús era pequeño. Lo tuvo entre sus brazos, lo amamantó, y lo estrecho contra su pecho. Lo cuidó incansablemente, y después de darlo a luz en una cueva, lo llevó a una casa de Belén donde los magos la encontraron cuidando a su Hijo[3]. Lo llevó al Templo, y allí de sus brazos, lo recogió Simeón para presentarlo al Señor[4]. Lo llevó muchas veces a Jerusalén para la fiesta de Pascua[5]. Lo cuidó, lo crió y lo fue educando en Nazaret viéndolo crecer en sabiduría y en gracia[6].

Si observamos con detenimiento nuestra vida, notaremos esas finezas de María, para con nosotros. Pequeños detalles que como antes dije, muchas veces, los pasamos por alto.

La caridad tiene esos pequeños detalles. No sólo se demuestra por las obras, sino por las obras realizadas con perfección, y hay detalles que coronan las obras buenas y les dan ese toque de perfección y de sorpresa que las hace excelentes.

La tiernísima fineza de la caridad de María en la visita a su prima es un ejemplo: el ángel le insinúa el embarazo de su prima y ella va presurosa para ayudarla y se está con ella hasta que da a luz.

La fineza de María en la confianza en Dios cuando calla ante su prometido José. No se excusa, no manifiesta su inocencia con gestos o hechos, sino que calla, confiando plenamente en Dios, con ese detalle propio de las almas santas entregadas sin reserva al amor de Dios.

Cada uno de nosotros puede y debería revisar en su vida los detalles de amor que la Madre ha tenido con nosotros. Cuando hemos estado tristes, cuando hemos estado lejos de Jesús, en el momento de convertirnos, en la atracción por el rezo del santo rosario, en el amor a ella, en la veneración a sus imágenes, en la manifestación sencilla del pueblo de Dios que nos trasmite su fe, en los ejemplos de los santos y de la jerarquía de la Iglesia, en la salud de los enfermos con los cuales nos hemos encontrado en nuestra vida, en la conversión de los sectarios que han pedido en los momentos extremos su compañía…

Detalles exquisitos, tiernísimas finezas, que contempladas nos hacen crecer en amor a ella. Dejemos que esta contemplación inunde nuestro corazón y lo encienda. Imitemos su ejemplo y seamos como ella dispensadores de amor para con nuestros hermanos, pero, con ese toque que ella nos enseña. Caridad dispensada con tiernísimas finezas.

 

[1] Jn 2, 1ss.

[2] Lc 2, 7

[3] Mt 2, 11

[4] Lc 2, 28

[5] Lc 2, 41ss.

[6] Lc 2, 52

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado