Refrigerio de las almas sedientas
P. Gustavo Pascual, IVE.
El agua nos reconforta después de una larga travesía, nos refresca y calma nuestra sed. No hay nada mejor para un caminante, que ha caminado mucho, que el agua.
¡Muy necesario es el refrigerio para el alma agostada por el fuego de las pasiones! Cuando la pasión ha quemado nuestro corazón y cuando el corazón hecho fuego se ha vuelto un bosque encendido, es decir, cuando la pasión nos ha llevado al pecado y el pecado se ha vuelto vicio, el alma busca un refrigerio. Quiere salir de su estado, pero las llamas la envuelven nuevamente y otra vez se enciende. Hay bosques que arden por mucho tiempo como corazones apasionados que se queman en sus vicios y desean un alivio, un refrigerio y parece casi imposible la paz.
¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es refugio de pecadores. Ella alcanzará la gracia necesaria y moverá el corazón para que se vuelva definitivamente a Dios y deje de arder en ese fuego lacerante. Ella dará el refrigerio que tanto anhela aquella alma abrazada que vive como en un infierno. El alma quiere salir de su estado y no puede. Sale por momentos y vuelve a encenderse por sus malas pasiones. María, si recurrimos a ella sinceramente y con fe, nos sacará de ese estado de tormento. En definitiva, el alma tiene sed de Dios, quiere retener a Dios sin dejarlo partir, pero el amor desordenado a las criaturas no se lo permite.
Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: “Yo soy muro y mis pechos como una torre: Desde que me hallo en su presencia he encontrado la paz” (Ct 8, 10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: “Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas de tus pecados y ella mostrará (a Jesús) a favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de seguro escuchará a la Madre”. Vete a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio; y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto, la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida oración: “Señor, Dios de misericordia, fortalece nuestra fragilidad a fin de que, honrando la memoria de la Santa Madre de Dios, nos levantemos del abismo de nuestros pecados por su auxilio e intercesión”[1].
María puede refrescar a esta alma en este estado y ganarla definitivamente para Dios.
Hay, sin embargo, una sed mayor, no ya de las almas que buscan a Dios porque lo han perdido sino de las almas que tienen a Dios, pero tienen sed de poseerlo más plenamente, más permanentemente, más profundamente.
¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es la mujer mística, la que vive intensamente la unión con Dios. Ella es maestra de vida interior, la que ha recorrido el camino de la unión con Dios, pero de una forma extraordinaria. Fue concebida en unión con Dios. Fue llamada en un momento en que su gracia era plena, “llena de gracia”, y creció durante su vida en gracia, en unión con Dios.
Toda alma que quiera llenarse de Dios, que quiera apagar su sed de vida interior tiene que recurrir a María. Ella es camino expedito para llegar a Jesús. Ella trajo su Hijo a los hombres y ella lleva a los hombres hasta su Hijo. No hay mejor camino porque de haber mejor camino Cristo lo hubiese elegido.
Los oasis son raros en el desierto, de tal manera, que si el caminante del desierto no da con ellos muere de sed. Pero María no es difícil de hallar. Está siempre a nuestro lado porque es nuestra Madre y ¿qué buena madre no permanece siempre cercana al hijo? María, así como estuvo siempre al lado de Jesús está cercana a nosotros desde que Cristo traspasó su maternidad sobre nosotros.
No hace falta gritar ni buscar desesperadamente. María no es un espejismo que nos ilusiona y desaparece. María está realmente cerca de nosotros. Basta un susurro pidiendo su ayuda y ella recurrirá a ayudarnos. Ella es Madre de esperanza que se nos hace encontradiza con rapidez para que acabe nuestra espera y no nos asalte el mal de la desesperanza.
María viene en nuestra ayuda para que la sed no nos agoste, para que no nos debilite, porque la sed es una de las cosas que menos puede sufrir el hombre. Tanto la sed de Dios que tiene el hombre cuando no puede salir de su pecado como la sed que tiene el alma santa. La sed de Dios consume al hombre y María viene en su ayuda para que no muera en el camino y le da el agua en abundancia, de acuerdo a su necesidad. A los primeros el agua necesaria para salir de su pecado, que es una gracia actual, y a los santos el agua sin medida de acuerdo a su deseo y en la medida que Dios ha dispuesto para ellos. Ambas las da María en el tiempo oportuno. Ni antes ni después. No antes para que la sed crezca y se desee el refrigerio de su gracia. No después porque el alma desesperaría y Dios no permite la prueba más allá de la que cada uno pueda sobrellevar.
¡Cuántas veces María habrá llevado de la fuente de Nazaret agua a su esposo y a su Hijo sedientos por el trabajo del día! Así lo hará con nosotros cuando las fatigas de cada día nos agobien, cuando volvamos sedientos en busca de un refrigerio, cuando nuestras fuerzas desfallezcan.
¡María no nos abandones, acude en nuestra ayuda cuando tengamos sed de Dios para que nunca nos separemos de Él y crezca cada día más nuestra unión con Él hasta la saciedad de la vida eterna!
[1] San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María 2, 2
Oración por la paz
del Papa Francisco
Oración por la paz
Señor Jesús, ante ti quiero volcar el espanto por el horror y el error de la guerra.
Me sangra el corazón por los ayes del sufrimiento de miles de seres humanos
que se ven envueltos en un conflicto que no quieren ni han creado.
Ante ti, Señor, me pregunto:
«¿Qué precio tiene la paz?, ¿a qué acciones nos reta?».
Ayúdanos, Señor, a humanizar la sociedad, abriendo nuestro corazón
a una cultura de la ternura y la paz, favorecedora de bienestar social.
Para que la paz sea eficaz, todos debemos comprometernos
con actitudes auténticas de sana humildad.
Una actitud del corazón y una comprensión de la mente
que deja a los otros ser ellos mismo, con todos los derechos de ser humanos.
Dios Padre de todos, danos ojos grandes para ver y mirar a los demás
como hermanos y hermanas a quienes debemos solo amar y respetar.
Y saca de nuestro interior la violencia
y el gesto amenazador que hiere y aplasta a los demás.
Tú nos dices: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» .
Que tu Espíritu nos infunda la serena confianza.
Tú fuiste víctima de la violencia que te llevó a la muerte en cruz.
Que tu resurrección nos lleve a realizar el sueño amoroso de la paz
y de la felicidad que Dios quiere para sus hijos e hijas amadas.
Amén
Las obras: el traje de gala
Homilía: Domingo XXVIII del tiempo Ordinario, Ciclo A
P. Jason, IVE
Oración por la paz
Para rezar especialmente en estos momentos
(San Juan Pablo II)
Dios de nuestros padres, ¡grande y misericordioso!
Señor de la vida y la paz, Padre de todos los hombres.
Tu voluntad es la paz, no un tormento.
Condena la guerra y derroca el orgullo de los violentos.
Enviaste a tu Hijo Jesucristo para predicar la paz
a los que están cerca de Él y a otros que no lo están tanto,
y unir a todas las razas y generaciones en una sola familia.
Oye el grito de todos tus hijos, motivo de angustia de toda la humanidad.
Que no haya más guerra, esta mala aventura de la que no hay vuelta atrás,
que no haya más guerra, este torbellino de la lucha y la violencia.
Haz que se detenga la guerra (…)
que amenaza a tus criaturas en el cielo, en la tierra y en el mar.
Con María, la Madre de Jesús y la nuestra, te rogamos,
habla a los corazones de las personas responsables de la suerte de las naciones.
Destruye la lógica de la venganza
y danos a través del Espíritu Santo ideas de nuevas soluciones, generosas y nobles,
en el diálogo y la espera paciente,
más fructíferas que los actos violentos de la guerra.
Padre, concede a nuestros días los tiempos de paz.
Que no haya más guerra.
Amén.
Ejemplos de muertes santas
La muerte
San Alberto Hurtado
Meditación de unos Ejercicios Espirituales predicados por Radio ‘Mercurio’, entre el lunes 7 y sábado 12 de Mayo de 1951. Un disparo a la eternidad, pp. 208-215.
Si no fuera más que para afrontar con serenidad la muerte, y con alegría la vida, ya la fe tendría plena justificación. Cuántas anécdotas, mis hermanos, podría narraros de las dulces muertes que he visto o he leído descritas. Permitidme recordaros la de once marineros españoles, muertos en los días trágicos del terrorismo rojo en España. La última noche de su vida les interroga el alcaide cuál es su suprema voluntad y ellos contestan: un sacerdote que nos confiese. Pasan la noche en íntima comunicación con él y uno de ellos le dice: “Padre, qué dicha la nuestra, somos once, entre nosotros no hay ningún Judas y Ud. representa a Cristo”. El fusilamiento debía tener lugar a las seis, uno mira el reloj y dice: “Amigos, que estafa, son las 6 1/2. Nos han robado media hora de cielo”.
Vosotros recordareis al sacerdote colombiano que entre nosotros hizo tanto bien, el Rev. Padre Juan María Restrepo, él no pudo ver la muerte de su madre, pero su hermano, senador colombiano se la describía así.
Se fue apagando su vida
en un dulce agonizar,
sin estertores ni gritos,
ni angustioso forcejear,
como en la playa de arena,
duermen las olas del mar,
como al caer de la tarde
muere la lumbre solar…
Dios la llamaba del Cielo
y al Cielo se fue a morar…
Junto al lecho arrodillados
la miramos expirar,
sin alaridos ni gritos,
de vana inconformidad.
Apenas si se escuchaba
tenuísimo sollozar
de quienes saben que el viaje
es un viaje y nada más
y que en la orilla lejana
nos volveremos a hallar,…
La madre nos dijo: Hijitos
los espero en el hogar.
Hasta luego madrecita
ayúdanos a llegar.
No resisto a leeros estas líneas encontradas en el bolsillo de la chaqueta de un soldado norteamericano desconocido destrozado por una granada en el campo de batalla: “Escucha, Dios…, yo nunca hablé contigo. Hoy quiero saludarte: ¿cómo estás? ¿Tú sabes…? Me decían que no existes y yo, tonto de mí, creí que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra. Y anoche, desde el cráter que cavó una granada, vi tu cielo estrellado y comprendí que había sido engañado… Yo no sé si tú, Dios, estrecharás mi mano; pero voy a explicarte y comprenderás… Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho que decirte no tengo. Tan sólo que me alegro de haberte conocido. Pasada medianoche habrá ofensiva. Pero no temo: sé que tú vigilas. ¡La señal!… Bueno, Dios: ya debo irme… Me encariñé contigo… aún quería decirte que, como tú lo sabes, habrá lucha cruenta y quizás esta misma noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca muy amigos, ¿me dejarás entrar, si llego hasta ti? Pero… ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío?, se me ocurre que ya no soy impío. Bueno, Dios: debo irme… ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a la muerte”.
Exposición del Padre Nuestro
San Francisco de Asís
Oh santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro.
Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien. Santificado sea tu nombre: clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios.
Venga a nosotros tu reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.
Danos hoy nuestro pan de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que por nosotros dijo, hizo y padeció.
Perdona nuestras ofensas: por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos.
Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti por ellos devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti.
No nos dejes caer en la tentación: oculta o manifiesta, súbita o importuna.
Y líbranos del mal: pasado, presente y futuro. Gloria al Padre, etc.
Místico pozo de aguas vivas
“Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas..”
P. Gustavo Pascual, IVE.
Las aguas vivas son las que brotan de un manantial y que nunca se agotan. Un pozo de aguas vivas es una gran riqueza, es un tesoro, sobre todo, en las tierras áridas. Alrededor de él brota la vida. Los pozos de agua viva se alimentan por ríos subterráneos que nacen en nevados o cordilleras de las que se filtran sus aguas y emergen en ellos, a veces, distantes muchos kilómetros de las fuentes de agua. Los pozos de aguas vivas son la bendición del desierto. Allí se forman los oasis tan necesarios para los viajantes de las tierras sin agua.
Jesús se encontró con una samaritana en un pozo de aguas vivas, el pozo que había hecho excavar Jacob en Sicar[1] y en el diálogo con ella, estando ella orgullosa por ser propietaria de aquel pozo, escuchó de Jesús algo admirable, que Él le podía dar aguas que calmen para siempre su sed y que su agua transforma a las personas en fuentes de aguas inagotables. Porque el que guarda la palabra de Cristo, su sabiduría, alcanzará la vida eterna y no morirá para siempre.
La Santísima Virgen es un místico pozo de aguas vivas. Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas, porque Cristo está lleno de gracia y de verdad[2] y por Él nos viene toda gracia y verdad[3]. Sin embargo, esta fuente de aguas vivas alimenta el pozo místico que es María Santísima, de tal manera, que no hay gracia de Jesús que no pase a través de Ella y llegue a nosotros.
María es pozo de aguas vivas por la profundidad de su vida interior. La samaritana le preguntó a Jesús, en aquella oportunidad, que cómo iba a sacar agua, porque no tenía cubo y el pozo era muy profundo. El pozo místico que es la Virgen María es un pozo profundo de vida interior, al cual, podemos llegar para extraer el agua viviendo vida interior porque sólo el que lleva vida interior puede conocer a María, puede descubrir que Ella es el pozo místico donde debemos recoger las gracias de Jesús.
Sobre todo es necesario para recoger el agua de este profundo pozo, la humildad, porque María es grande por su humildad. Dios hizo grandes cosas en María porque vio su humildad[4], y aquellos que quieran llegar a Ella para recoger el agua viva necesitan humildad. Si queremos sacar agua de este pozo tenemos que hacernos pequeños, como niños, y acogernos en los brazos de María.
Para ser profundo es necesaria la humildad. Para ser hombre interior es necesaria la humildad porque, como decía San Agustín, “cuanto más alto queramos construir nuestro edificio interior tanto más profundos tienen que ser los cimientos de la humildad”.
La profundidad de la vida interior de María, que es un ejemplo para nosotros, está en su abandono en Dios. María, por su humildad, dejó que Dios hiciese en Ella grandes obras. La colmó de gracias por encima de todos los ángeles y bienaventurados del Cielo.
En este místico pozo recogemos con abundancia las gracias para nuestra vida interior y cuanto más vacío este nuestro cubo por la humildad más gracias recogeremos. Recogeremos las gracias que Jesús quiera darnos y en la medida que lo tenga predeterminado según su plan eterno para con nosotros. De nuestra parte se requiere la humildad.
¿Y qué gracias recogemos en este místico pozo? Todas las gracias necesarias para nuestra santificación: nuestras necesidades espirituales pero también materiales en orden a la salvación, y principalmente colmamos en este pozo nuestra sed de Dios. Calmamos la sed que las cosas del mundo, de la tierra, no pueden calmar. Porque la sed es acuciante en muchos momentos de nuestra vida y nos hallamos cansados o en lugar desierto y nos es necesaria el agua viva. María nos da el agua viva y nos pone en contacto con la fuente de las aguas vivas. Su agua es la misma agua que brota de la fuente que es Jesús.
Contemplar este pozo de aguas vivas nos conduce a contemplar la fuente. Contemplar a María nos lleva a la contemplación de Jesús, porque no hay unión mayor que la que existe entre María y Jesús. Ella ha llevado a la cumbre la vida mística y es ejemplo acabado de la unión con Jesús.
La vida de María transcurría en una contemplación permanente de Jesús. Lo contempló durante su vida terrena como niño, como joven, como Maestro, pero luego de su muerte también tuvo una unión permanente con Jesús, a pesar, de su ausencia física. María no sólo guardaba en su corazón las cosas vividas con Jesús en los misterios de la infancia sino que guardaba a su Hijo y con Él estaba unida en todo momento. María no salía de sí como otros santos que cuando se unían a Dios entraban en éxtasis. Salían de sí para vivir en Dios. Ella vivía en Dios porque una es la unión transeúnte y otra es la unión permanente, una es la unión habitual y otra la actual. María vivía en acto la unión con Jesús.
Si queremos alcanzar la fuente de aguas vivas recurramos a María, místico pozo de aguas vivas. Entremos en ella y busquemos su vida interior. En esta vida encontraremos el camino seguro, fácil, rápido y perfecto para llegar a Jesús.
¡Madre, a vos acudimos en busca del agua viva! ¡Agua que deseamos tener! ¡Agua que nos hará fuente de aguas vivas que brote hasta la vida eterna!
[1] Jn 4, 5 ss.
[2] Jn 1, 14
[3] Jn 1, 17
[4] Cf. Lc 1, 48
Rodeada de mil broqueles y escudos
Rodeada de mil broqueles y escudos
P. Gustavo Pascual, IVE.
La Sagrada Escritura, en el Cantar de los Cantares, nos trae un mensaje que se acomoda perfectamente a este título mariano: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes”[1]. En verdad María está adornada de mil escudos. Escudos que son sus títulos que la elevan sobremanera respecto de toda la creación. Títulos que la hacen predilecta Hija de Sión, la elegida por Dios para su obra redentora.
Adorna esta preciosa torre el título sempiterno de su predestinación.
Desde toda la eternidad, Dios escogió, para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret, en Galilea, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 26-27).
El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61)[2].
Elegida por Dios desde toda la eternidad, modelo excelso en la mente divina que se concretó en la plenitud de los tiempos. Elegida para ser Madre del Emmanuel, Dios con nosotros[3]. Hija predilecta de Dios Padre, obra de arte bellísima de Dios Espíritu Santo. La primera entre los predestinados.
También su maternidad divina. Título sublime. Título sobre todos los títulos. Título al que siguen consecuentemente todos los demás.
Maternidad física que se concretó en la respuesta al arcángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”[4]. Respuesta que hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus purísimas entrañas, convirtiendo aquel seno maternal en sagrario divino por nueve meses. Madre que dio a luz al Mesías en el portal de Belén. Madre que dio su carne y su sangre a Jesucristo. Madre de Dios por toda la eternidad.
Maternidad espiritual que fue solemnemente proclamada al pie de la cruz de Jesús y aceptada por ella en la persona de san Juan. Maternidad que contenía a toda la humanidad. Maternidad que, comenzando cuando concibió la Cabeza -esto es Jesús-, se completaba al dar a luz a todos los hombres, miembros del Cuerpo Místico, entre dolores inenarrables al pie de la cruz. Maternidad que ejerce individualmente en el bautismo de cada cristiano. Maternidad solícita que durará para siempre.
Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63)[5].
Otro título que honra a María es el de su Concepción Inmaculada, privilegio exclusivo que Dios le concedió porque iba a ser su propia Madre.
Dios por su infinito poder aplicó anticipadamente a María los méritos que tiempo después su Hijo conseguiría por su pasión y muerte en cruz. Concepción inmaculada de María que se prolongó durante la vida de la Virgen en su alma purísima, alma que jamás tuvo ni la mínima imperfección.
María es llamada Corredentora, título que la asocia a la Redención del género humano. María compadeció junto con Jesús al pie de la cruz la dolorosa agonía. Dios que da la gracia en la medida de la vocación a la que llama, colmó de gracias a María para esta misión corredentora. Al pie de la cruz la espada profetizada por Simeón traspasaba el alma de la Madre y su dolor unido al de Cristo redimía a la humanidad caída.
La Santísima Virgen es también mediadora universal, título dulcísimo que hace brillar la solicitud de María por sus hijos. María atiende constantemente a las necesidades espirituales y materiales de los que le piden. María en el cielo está por encima de ángeles y santos, cercanísima al trono de Cristo, y es en consecuencia la más escuchada por Dios. Es la omnipotencia suplicante a quién su Hijo Jesús no niega cosa alguna, porque si entre los hombres sucede que jamás un buen hijo niega nada a su madre, ¡cuánto más sucederá esto entre tal Madre y tal Hijo!
María es Reina y Señora de toda la creación. Es título de derecho pero también de conquista. Lo es de derecho por ser Madre de Cristo que es el Rey de reyes y Señor de señores. Él es Dios y todo lo ha creado, todo lo conserva y todo depende de Él. Lo es de conquista por sus padecimientos al pie de la cruz en unión a su divino Hijo y en dependencia absoluta de Él.
La Asunta al cielo. Asunción en cuerpo y alma, asunción que es consecuencia de su concepción inmaculada, de su virginidad perpetua y de su plenitud de gracias. Asunción que es convenientísima. Porque ¡cómo iba a sufrir corrupción en el cuerpo la que no sufrió corrupción en el alma!, o acaso, ¿no es la corrupción corporal efecto del pecado? María, finalizada su vida terrenal, ya sea por muerte o dormición, fue ascendida por los ángeles hasta el Cielo y allí está junto a su Hijo Jesucristo.
La vida de María encierra muchísimos misterios y títulos espléndidos que le podríamos sumar, baste con los dados, pero viene al caso recordar las palabras de San Bernardo: de María nunca diremos demasiado.
[1] 4, 4
[2] Catecismo de la Iglesia Católica nº 488. En adelante Cat. Igl. Cat.
[3] Cf. Mt 1, 23
[4] Lc 1, 38
[5] Cat. Igl. Cat. nº 501
El perdón
Imitemos a nuestro Señor, el gran perdonador…
(Homilía)
“¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.” (Mt 18, 33-35)
Ciertamente que el perdón ocupa un lugar fundamental en la vida de todo cristiano. Nos llamamos cristianos, justamente, porque somos seguidores de Cristo, miembros de su iglesia y herederos por la gracia de los premios prometidos a todos aquellos que vivan y mueran en comunión con Él.
Jesucristo mismo, el Hijo de Dios y Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios, es decir, para ofrecer el perdón divino a todos los hombres. Que algunos no acepten ese perdón divino y prefieran el pecado es otra cosa, eso depende de la libertad de cada uno, pero nosotros, cristianos católicos, le hemos dicho que sí, a ese perdón divino, lo hemos aceptado y nos seguimos beneficiando de él y lo seguimos renovando y acrecentando sacramental y efectivamente en cada confesión.
Pero existe también otro perdón que no es sacramental, pero que sin embargo nos predispone a recibirlo y a merecerlo. Ese perdón no es ya considerado como sacramento sino como una virtud que nos hace capaces de asimilar poco a poco las virtudes de Cristo: nos referimos al perdón hacia nuestros demás hermanos, o dicho de otra manera, el saber perdonar las injurias, las ofensas de nuestro prójimo como Cristo mismo nos lo enseñó.
Hay situaciones en que el perdón nos resulta fácil. Por ejemplo una madre que reta a su hijito porque se portó mal. Cuando el niño le pide perdón no le cuesta nada, al contrario, lo hace con gusto.
Pero cuando la ofensa es mayor que las pequeñeces de los niños, cuando vienen de nuestros enemigos, qué difícil se nos hace perdonar… y más todavía cuando la ofensa viene de nuestros amigos, de nuestros hermanos, de aquellos que más queremos.
Siempre detrás del rencor, de la falta de capacidad para perdonar, hay un tinte de soberbia porque es nuestro orgullo el que no quiere “rebajarse” a perdonar. Terrible error: porque el que perdona, se hace a los ojos de Dios (y de los hombres espirituales) mucho más grande porque manifiesta la bondad y nobleza de su corazón, y además da ejemplo de cómo tienen que obrar los verdaderos hijos de Dios.
Perdonar no significa disfrazar la ofensa, sino revestirla con la luz de la gracia divina, verlo pero en manos de la divina providencia que una vez más nos regala una oportunidad para hacer actos de caridad que nos vayan santificando y asemejando a Jesucristo, el gran perdonador.
San Bernardo: «Oh amor inmenso de nuestro Dios que, para perdonar a los esclavos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo».
-perdona a María Magdalena de la que dice el Evangelio que había expulsado 7 demonios.
-perdona el pecado de David que era de adulterio y asesinato
-perdona a Pedro que lo traicionó y a todos los apóstoles que lo abandonaron
– perdona a los verdugos que lo clavaban en la cruz
-perdona, a todo el que le pide perdón…
Cómo no vamos a aprender nosotros a perdonar, a eliminar el rencor que lo único que hace en el alma es estancarla, quitarle la tranquilidad y la alegría. Recordemos que la oración del rencoroso podrá ser escuchada, pero más difícilmente atendida, porque el que guarda rencor en su corazón, cuando reza, presenta al Cielo una ofrenda sucia e indigna, manchada con el término opuesto al amor de Cristo que perdonó y nos mandó perdonar. En cambio, quien perdona de corazón, pese a lo que le cueste, se duerme sin reproche Dios, de la propia conciencia ni de los demás hombres.
Recordemos la parábola del hijo pródigo: El padre bondadoso, al recibir al hijo que vuelve avergonzado, no trata de disfrazar los hechos de su hijo; no dice “él pensaba que obraba bien”, o “no sabía lo que hacía”, ni dice “aquí no ha pasado nada” o “hagamos como si no se hubiese ido nunca”. Dice con toda claridad “mi hijo estaba muerto”; por lo tanto, reconoce la partida, la muerte, el desgarro en su alma de padre. Pero ve su retorno bajo una nueva luz: “pero ha resucitado”. Lo cual no significa, únicamente, que ha vuelto y todo retorna a su cauce primero. La resurrección transforma el ser. Ha vuelto pero con un corazón resucitado; porque ya no es el muchacho rebelde, indiferente al dolor paterno, egoísta y orgulloso. Es un muchacho que ha tenido que humillarse y que ha comprendido lo que significa hacer sufrir y por eso se humilla a pedir perdón y a mendigar el último lugar en la casa paterna. No es el muchacho que se alejó; es superior a lo que antes fue. El padre ve este bien que costó tanto dolor para su propio corazón: “su hijo, ha resucitado”.
Perdonar sin quejarse, sin murmurar, y ofreciéndole a Dios todo el esfuerzo que nos cueste, es la mayor acción de gracias que podemos darle por su perdón hacia nosotros. Dios me dio perdón, entonces yo también perdonaré. No importa si el otro no quiere aceptarlo, qué importa si lo rechaza. Si yo lo he perdonado como corresponde, con caridad y sigo rezando por él, el resto queda en manos de Dios.
El perdón es parte de la madurez de toda persona adulta, cuanto más de la madurez de la propia fe, de la esperanza y de la caridad. En definitiva… de nuestra gratitud al amor de Dios.
Que María santísima nos convierta en hombres y mujeres de perdón, de ejemplo cristiano y de alma siempre grande, capaz de imitar a su Hijo Jesucristo por el resto de nuestras vidas, quien lleno de amor en el momento crucial de su Pasión, rezó esta breve oración por sus verdugos y por todos aquellos que lo ofendieran con sus pecados, dejándonos una vez más un hermoso ejemplo para que nosotros, agradecidos de su compasión, lo imitásemos en nuestras vidas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
P. Jason, IVE.