Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

“…el sacerdote es una misma cosa con

«Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.”

Dom Columba Marmion

(Del libro, “Jesucristo, ideal del sacerdote”)

 

No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.

El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

«Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.

El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido.

El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Pontífice tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen., XXVII, 32).

Y es tan completa su identificación con el Pontífice eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es mi sangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.

En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)

“Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, ciclo b

 

Queridos hermanos:

Estaremos todos de acuerdo con que el Evangelio que acabamos de escuchar nos regala uno de los versículos más hermosos de la Sagrada Escritura, donde Jesucristo, Dios venido del Cielo y hecho hombre para redimir a los pecadores, deja salir de sus labios estas consoladoras palabras: “Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”.

En esta oportunidad nos detendremos ante la figura de la hemorroísa, representación perfecta del alma herida por el pecado al punto de ya no poder hacer nada más por su cuenta, y haberse desgastado en busca de una ayuda que jamás pudo encontrar… hasta este momento, hasta buscarla con confianza donde sí se encontraba, abriéndose paso entre las turbas hasta llegar donde se hallaba el único capaz de sanarla.

Según el relato evangélico, la mujer padecía de hemorragias desde hacía 12 años. Consideremos ahora lo que implica, en general, una enfermedad. “Enfermedad”, se define como “Alteración más o menos grave de la salud”, es decir, una anormalidad, algo que no corresponde a la salud y perjudica; tiene consecuencias más o menos graves y en la medida de lo posible debe ser tratada, combatida y desarraigada. Ahora bien, dentro de esto debemos mencionar que hay enfermedades más o menos dolorosas, más o menos perjudiciales, más o menos agresivas y hasta -por qué no-, más o menos humillantes. Sea como sea la enfermedad no es lo normal. Con esto presente, fijemos ahora nuestros ojos en esta mujer enferma, mujer llena de fe, ejemplar, quien luego de tanto sufrimiento finalmente llegó hasta Jesucristo. Pasaron años de dolor, de humillación, de marginación de la sociedad, etc., pues esta enfermedad afectaba el cuerpo, pero también dolía en el espíritu. Sumamente incómoda y apenada entre los suyos, sin embargo, por esas cosas que solamente Dios conoce bien, todos esos años de malestar condujeron a esta alma buena hacia este momento crucial en su vida, donde aquella hermosa semilla de la fe que deseaba pasar desapercibida sería hecha resplandecer por el mismo Hijo de Dios, quien la pondría de manifiesto ante la multitud para hacer de ella un ejemplo al mismo tiempo que cumplía sus deseos: “Y dijo en su corazón: Si toco aunque solo sea la orla de su vestido, quedaré sana2. Decirlo fue tocarlo. A Cristo se le toca con la fe. Se acercó y lo tocó: se realizó lo que creyó.” (san Agustín).

Detengámonos en esta verdad maravillosa de nuestra fe que nos trae el doctor de la Iglesia: “a Cristo se lo toca con la fe”, y una vez “tocado con nuestra fe”, Él puede hacer milagros en nuestra vida, en nuestras almas, en nuestro entorno, y concedernos aquellas gracias que más necesitamos y que tal vez debieron ser forjadas a través del sufrimiento, a través de la paciencia, o más concreto aún, mediante la perseverancia y confianza que sabe mantener y acrecentar nuestra fe hasta que madure y sea suficiente para alcanzar de Dios lo que le pedimos: “Se necesita fe: Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9, 23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8, 13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). El milagro hecho en favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34).” (Juan Pablo II).

Es por la fe, como hemos dicho, que entramos en contacto con Dios y de Él recibimos su poder sanador y salvador. Ahora bien, preguntémonos con sinceridad, ¿cómo está ahora mi fe respecto a tal o cual enfermedad?, y no hablamos primeramente del cuerpo (aunque también es importante), sino de nuestra alma, donde se encuentra la muy dañina enfermedad del pecado: ¿Acaso arrastro años envenenando mi corazón con el rencor?, ¿será que el orgullo se asentó cómodamente en mis entrañas?, ¿o la ira, la tristeza, la angustia, etc.?; queridos hermanos, examinémonos en profundidad, tal vez llegó la hora de entrar en contacto con Jesucristo y abrirnos paso a través de nuestras pasiones desordenadas, de nuestras excusas, de nuestros aplazamientos a la conversión, y empeñar todas nuestras fuerzas para “tocar la orla del manto de Jesús” por lo menos; aunque siendo realistas debemos afirmar que hoy por hoy Jesucristo nos ofrece a cada instante mucho más que dicha orla, pues se ofrece a sí mismo, principalmente en la Sagrada Eucaristía.

Toda nuestra vida debe ser así: un “ir en pos de Cristo”, como Él mismo nos enseñó, “llevando nuestra Cruz”, confiando en Él; porque siempre arrastraremos la enfermedad del pecado y sus consecuencias, pero al mismo tiempo, si nosotros lo decidimos, combatiendo nuestra enfermedad mediante la gracia de Dios y la práctica de las virtudes.

Hemos dicho que Jesucristo hizo de esta mujer un ejemplo, por eso preguntó a quienes lo seguían que “quién lo había tocado”, para hacer resplandecer la fe de esta alma buena; así también nosotros debemos aprender a estar siempre en contacto con Dios, y “alcanzarlo” en la oración, en la santa comunión, en la vida sacramental. No importa si hay que abrirse paso a través de nuestros defectos, de las adversidades, del respeto humano o hasta de la persecución; Jesucristo espera que entremos en contacto con Él para concedernos sus gracias, y se alegra de recibir nuestra compañía; así que preguntémonos también ¿cuánto contacto tengo con Él a diario?, es decir, ¿me conformo con la santa Misa y confesión regular o lo hago parte de mi vida, el centro de mi vida?: “Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu.” (San Alberto Hurtado)

Que el Evangelio de este día “nos mueva”, que no sea una simple consideración que se vuela con el viento, sino que realmente se traduzca en obras, dejando a Dios obrar en nuestras almas la salud que solamente se consigue si acudimos a Él con fe: “Él entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda libre de tu mal. No dijo, pues, tu fe te salvará, sino te ha salvado, que es como si dijese: desde que creíste fuiste curada.” (san Agustín)

Que María santísima, nuestra tierna Madre del Cielo, nos alcance la gracia de acudir a su Hijo en todas nuestras necesidades, en todas nuestras luchas y dificultades, como lo hizo la mujer del Evangelio, que comprendió perfectamente el milagro que es capaz de causar en una vida el contacto con Aquel que vino a sanar, a redimir y a salvar para siempre a quienes se acerquen con confianza a Él.

P. Jason, IVE.

Juntos y en paz

ביחד ובשלום

Concierto de música clásica en la casa de santa Ana

Como bien sabemos, actualmente Tierra Santa se encuentra en una situación difícil. El estado de guerra continúa, así como los dolores y angustias de tantas personas afectadas directa o indirectamente por todo lo que está pasando. De vez en cuando alguna sirena de alarma, constantemente aviones y helicópteros pasando por arriba del monasterio y alrededores, recordándonos que no debemos dejar de rezar y ofrecer sacrificios para que pronto todo esto termine y la tierra que vio entrar al Hijo de Dios en el mundo pueda volver a ser el escenario de numerosas peregrinaciones y gracias especiales que tantos devotos vienen a pedir y recibir en los santos lugares.

Y la casa de santa Ana -a diferencia de lo que estaba comenzando hasta antes de la pandemia y posteriormente esta triste situación-, ha seguido recibiendo visitantes, aunque notablemente menos, pues a veces puede pasar casi una semana entera sin que nadie se aparezca por acá; y si bien para la vida contemplativa el silencio es una parte tan importante que, de hecho, impregna toda la jornada, sin embargo, la razón de este silencio no puede pasar desapercibida sin su dejo de amargura. La principal razón del silencio monástico es aprender a escuchar mejor la voz de Dios, acallando las pasiones desordenadas y preocupaciones mundanas, para comprender y obrar según lo que Dios quiere decir a cada uno de nosotros según su santa voluntad, pero ahora este silencio del monasterio trae tintes de incertidumbre, temor, angustia y hasta desesperanza para algunos; es por eso que, dentro de toda esta situación, no podía dejar de ser algo muy especial el realizar nuevamente, con grandes esfuerzos, un nuevo concierto de música clásica, el cual por una tarde, por el hermoso fragmento de una tarde, nos hizo dejar de lado aquel penoso silencio del que hablamos, para invitarnos a disfrutar con la belleza de las melodías que, desde los simples, longevos y cansados muros que conforman las actuales ruinas de la basílica, se dejaron oír con especial deleite de todos los presentes, llenándola con creces pues faltaron sillas para todos (más de 300 personas adentro), y dejando a varios escuchando desde afuera de la puerta de entrada o por el jardín, donde está la cruz del monasterio y la imagen de la Virgen, detalle muy significativo considerando que la gran mayoría de los asistentes no eran cristianos, aunque no faltaron algunos frailes de Nazaret y algunas de nuestras hermanas que vinieron también para el evento.

Los encargados de la organización nos pidieron decir algunas palabras de recibimiento, lo cual aprecian mucho y es realmente importante para ellos, pues con el paso de los años y nuestra presencia en el Moshav (barrio hebreo, siendo nosotros los únicos cristianos), nuestra relación con ellos es del todo cordial y respetuosa, fruto natural del testimonio de vida que sabe abrirse paso en la medida de nuestra continua búsqueda de la voluntad de Dios y el equilibrio que se debe mantener entre la inculturación y la fidelidad a nuestro carisma y estilo concreto de vida.

El primero en hablar fue uno de los encargados, vecino nuestro, quien destacó que este año era la primera vez que la hermosa imagen de santa Ana estaba presente en el concierto, así como la gran alegría que era poder disfrutar nuevamente del evento en un lugar importante para Séforis. A continuación, en nombre del monasterio, quise resaltar algo que ya había hablado en más de una oportunidad con algunos de los vecinos, y es el hecho de que, en Séforis gracias a Dios “todos nosotros queremos y podemos vivir juntos y en paz”, ante lo cual el asentimiento fue general, así como la gratitud de saber que cada día rezamos por la paz.

El concierto estuvo hermoso, y durante casi dos horas sobre el Cielo que contempla la casa de santa Ana, pareciera no haber pasado ningún avión ni nada, al menos no se vio ni se escuchó, era simplemente el cielo al atardecer y la música en el monasterio; nadie miraba hacia arriba sino hacia adelante, a los músicos, cuyo telón de fondo era ni más ni menos que la dueña de casa, nuestra querida santa Ana; la que sigue intercediendo por sus fieles devotos, la que seguirá esperando a los peregrinos, la misma a quien encomendamos junto con toda la Sagrada Familia las necesidades e intenciones de todos aquellos que rezan por este sencillo monasterio.

Siempre encomendados a sus oraciones y rezando por ustedes,

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

 

Fotos en facebook: https://www.facebook.com/m.seforis/posts/pfbid02oFoCuhWfLBVAP3Zw54VtbYcv1521JFZjQhE1PQ39upuqhdfoCUCu3NNfpoE9bBn5l

“Una semilla que desea eternidad”

Homilía del Domingo XI durante el año, ciclo B

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo, nos habla una vez más, por medio de parábolas, acerca del Reino de los Cielos, el cual comienza siempre como algo pequeño dentro del alma, como un grano o semilla que poco a poco comienza a crecer y desarrollarse hasta terminar con proporciones inimaginables, es decir, con consecuencias que van mucho más allá de toda fuerza humana, de nuestra naturaleza y de toda posible capacidad del ser humano, pues consiste en la eternidad, la dicha sin fin, el gozo imposible de ser arrebatado en el Paraíso, pero que se va preparando en esta vida por medio de nuestras obras: sumando las buenas, reparando las malas, y creciendo con esfuerzo en las virtudes.

San Gregorio Magno trae un breve y excelente comentario que vale totalmente la pena, el cual simplemente nos limitaremos a ejemplificar un poco más para iluminar su gran valor y verdad. El santo dice así: “…el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto.

Ahora vamos por partes:

  • el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón:

Un alma en pecado grave no posee en su interior la semilla de la eterna felicidad, porque en un alma así Dios no puede habitar, porque el pecado le echa afuera; pero cuando comienzan a entrar en ella las buenas intenciones, la semilla ha sido sembrada y solamente el pecado la puede hacer morir, pero si la fecunda al cuidarla y afianzando su buena voluntad, ésta comienza a desarrollarse a través de los designios divinos de santificación.

  • duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras:

En estas palabras podemos entender aquel fruto tan hermoso surge de toda buena conciencia, de toda buena voluntad y toda santa determinación de progresar en nuestra vida espiritual, y nos referimos a la paz interior que habita y perfuma la existencia de los buenos corazones; una paz que además de ser fruto es manifestación de las buenas intenciones de quienes desean hacer realmente lo correcto y buscan descubrir y abrazar la santa voluntad de Dios, por eso confían y esperan recibir de Dios la recompensa a sus esfuerzos en la vida espiritual.

  • se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad:

Una verdad sobrenatural que surge de la misma confianza en Dios de la que hemos hablado más arriba, verdad que se fundamente en la fe verdadera, profunda y operante, que sabe abrirse paso hacia la santidad tanto entre los gozos como entre las cruces, y, es más, aprovecha de éstas últimas para realizar sus purificaciones necesarias para seguir adelante siempre progresando. Estas son las almas que aman con sinceridad y acompañan a nuestro Señor tanto en la gloria del Tabor como en la soledad del Calvario.

  • Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido:

Esto es propio de la humildad sincera, es decir, la que habita en el alma que no se anda preocupando de sí misma ni de su actual grado de perfección ni nada de eso, de lo cual ni se entera, porque su única ocupación en hacerse cada vez más pequeña, más simple, más sencilla, para agradar a Dios lo más que pueda, mientras va disfrutando de sus dones y atenciones.

  • Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga:

Con esto el santo nos habla acerca del desarrollo de la vida espiritual, el cual implica crecimiento, maduración, y, por supuesto, frutos, los cuales serán -como bien sabemos., del 30, del sesenta o del ciento por uno según la medida de nuestra generosidad y amor a Dios. En esta metáfora el alma llega a ser espiga por sus buenas obras y fidelidad al plan divino, espiga que si aprende a morir, como lo enseña Jesucristo, morir cada día un poco, ciertamente ya se ha encaminado por la santificación que de ella espera Dios.

  • en fin, -dice el santo-, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto: es decir, cuando el alma ya se ha asentado en la bondad de sus acciones, cuando ya ha llegado a poseer el hábito de hacer el bien y el hábito de huir del mal; y ya se encuentra colmada de buenas obras, las cuales ahora desea transformar de buenas en santas, para dar así más y más frutos hasta el día final, el día de la siega, donde Dios recompensará definitivamente con su gloria a todos aquellos que hayan perseverado hasta el final, habiéndole permitido culminar en sus vidas el Reino comenzado en el interior de cada corazón que haya decidido aceptarlo.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de llevar a buen término esta semilla que Dios desea ver desarrollarse hasta el final en cada uno de nosotros.

P. Jason, IVE.

Dios se revela a nosotros en su Hijo Jesús: «Quien le ve, ve a su Padre»

Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El

Dom Columba Marmion

Nuestra santidad no es más que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.

Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?

Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.

Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.

Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, “quien a mí me ve, ve a mi Padre”» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la revelación de Dios.

Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios.

Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).

«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve, ve a mi Padre».

Mujer revestida de sol

Siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

La visión de San Juan en el Apocalipsis[1] es referida por los exégetas al Israel de Dios; sin embargo, en ella “Juan pudo haber tenido presente a María, la Nueva Eva, la hija de Sión, que trajo al mundo al Mesías”[2].

“Mujer” es llamada María en el protoevangelio, en el pasaje que se refiere literalmente a Eva, porque Eva es tipo de María[3]. María es llamada Nueva Eva al pie de la cruz cuando Jesús nos da como hijos suyos en la persona de Juan, y aquí, refiriéndola al pasaje del Apocalipsis. Mujer es Eva, mujer la Nueva Eva, mujer la que venció al Dragón. La promesa, el cumplimiento, la victoria definitiva.

Podemos hacer una interpretación de esta visión aplicándosela a María: María esta revestida de sol y brilla como el sol; está coronada de estrellas, es decir, es Reina; tiene la luna bajo sus pies porque es Reina de la Iglesia y de toda la creación.

María resplandece como el sol. Imita a su Hijo que es el Sol que nace de lo alto, el Oriente. Nadie se ha parecido más a Jesús que María. Brilla por su pureza que la reviste de un blanco inmaculado y brillante, pero principalmente brilla por su caridad.

Brilla por su caridad como los santos del cielo, “entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”, pero mucho más que ellos porque “uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor”[4]. María brilla más que todas las luminarias del cielo, más que todos los bienaventurados y que todos los ángeles.

María no sólo brilló como el Sol, sino que está revestida de Sol. Ya lo estuvo en su vida terrenal, mucho más en la vida celestial. María en su vida terrena reflejaba a Dios. Su vida era una manifestación de Dios y de su Hijo Jesús. En el cielo refleja la gloria de Dios, está revestida de la gloria de Dios.

La caridad es la virtud que nos une a Dios. Cuanto más crece la caridad en nosotros más unidos estamos a Dios. María en el Cielo vive del amor a Dios y su caridad hacia Dios está por encima de la de todos los bienaventurados y de los coros celestiales. María está totalmente revestida del Sol divino “no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará”[5].

María está revestida de sol porque lleva en sus entrañas al Sol que es Jesucristo y lo llevó durante nueve meses hasta que lo dio a luz en Belén, pero siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente.

Así como María, todos los que lleven a Jesucristo en su interior estarán como revestidos de sol. En primer lugar por la caridad, porque la caridad es, podríamos decir, la virtud que adelanta en esta vida la claridad de los cuerpos resucitados en la gloria eterna. Así como cuando Moisés iba a hablar con Dios su rostro se volvía brillante y tenía que echarse un velo sobre su rostro cuando conversaba con los israelitas, porque ellos notaban en ese rostro resplandeciente la presencia de Dios, así también todo el que lleve a Jesús en su corazón, el que viva en la gracia de Jesús, manifestará en su rostro la vida divina.

María hoy resplandece en el Cielo, como se manifiesta en el pasaje del Apocalipsis, como una reina revestida de sol, coronada de estrellas y con la luna bajo sus pies. Es que María es Reina por derecho natural, por ser madre del Rey de reyes y por derecho de conquista, porque ser Corredentora. Ella fue asunta en cuerpo y alma al cielo, es Señora y Reina de toda la creación y así aparece en algunas de sus imágenes.

En muchas imágenes de la Inmaculada se juntan los dos rasgos de la Mujer revestida del Sol. Revestida por llevarlo en su seno y revestida por haber sido coronada Reina.

Así como a los apóstoles Cristo se les mostró resplandeciente en el monte Tabor, anticipando ante ellos la realidad de su gloria futura, así también se nos aparece la imagen de la Virgen en algunas advocaciones como una Reina revestida del Sol, anticipándose a su manifestación en la segunda venida y en el reino celestial.

¡Te pedimos Madre la gracia de ser fieles hijos tuyos para poder contemplarte no ya en imagen sino tal cual eres y vives en el cielo! ¡Te pedimos la gracia de la perseverancia final!

 

[1] 12, 1ss.

[2] Jsalén. a Ap 12, 1

[3] Gn 3, 15

[4] 1 Co 15, 41

[5] Ap 22, 5

UN GRAN GRUPO NOS VISITA

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

Pese a la actual situación de Tierra Santa, la zona de Galilea en general está más tranquila, incluido el monasterio y sus alrededores (Nazaret, Rene, Caná, etc.); lo cual ha permitido últimamente el poder trasladarse con mayor facilidad, aunque estando siempre atentos a eventuales dificultades. Dicha situación nos ha permitido ir recibiendo pequeños grupos locales, alguna que otra familia, y a nuestro “pequeño redil” de la santa Misa de los sábados en español. Pero hoy tuvimos una visita especial, ya que el grupo no era nada pequeño, y pasaron por el monasterio como parte de un recorrido más extenso que abarca tanto el parque nacional de Séforis como los avances respecto a los antiguos acueductos en los cuales se está trabajando. También forma parte del recorrido la presentación histórica acerca de la importancia de Séforis desde la antigüedad, como el hecho de haber sido la capital de Galilea, el lugar que antaño acogiera al sanedrín y donde se escribiera la Mishná; punto estratégico para el comercio, la cultura y los estudios incluso en tiempos de nuestro Señor Jesucristo; ejemplo de convivencia entre judíos y cristianos en los primeros tiempos, y probablemente la última parada de los cruzados que se dirigían a la histórica batalla de los Cuernos de Hattin, entre otros tantos eventos importantes.

Pues bien, para nosotros ha sido una gran alegría haber podido recibir a este grupo de universitarios y profesores del “Technion” (Instituto Tecnológico que está ubicado en Haifa y es el principal y más antiguo instituto científico y tecnológico del país); quienes junto con la nueva directora del Parque nacional de Séforis, y el encargado de los trabajos que se están realizando en los históricos acueductos de la zona, decidieron comenzar aquí la jornada de formación, pidiéndonos tomar parte de la misma con una pequeña charla acerca del monasterio y la vida contemplativa, una verdadera bendición ya que nuevamente tuvimos la gracia de poder dar testimonio de lo que es e implica la vida consagrada para nosotros, los católicos, y puntualmente lo que hace a la vida contemplativa en un lugar tan especial. Como suele suceder, los oyentes estaban muy atentos pues les llama mucho la atención este estilo de vida que “unos extranjeros”, venidos desde tan lejos, han venido a realizar a este lugar tan apartado y “tan especial”, como ellos mismos suelen decir. Las preguntas que nos hacen suelen ser más o menos siempre las mismas: ¿te preguntaron o te mandaron tan lejos?, ¿hasta cuándo estarás acá?, ¿qué dice tu familia de que estés tan lejos?, ¿por qué no te casas como otros religiosos?, ¿te gusta Séforis?, ¿no extrañas el ruido?, etc.; y la respuesta también suele ser similar en grupos como estos, que puntualmente han venido a saber qué es un monje católico: “qué interesante”, “te ves feliz”, “qué bueno es poder hablar así con confianza”, etc.

Cuando les hablamos acerca de la importancia de la oración, eje de nuestro estilo de vida, aprovechamos para decirles que estamos rezando a diario por el fin de la guerra, a lo cual todos asintieron con gran respeto, lo cual nos dio pie para concluir comentándoles que, pese a tener diferentes creencias, todos nosotros ahora queremos la paz más que nunca; que en Séforis podemos ver un ejemplo de lo que es “querer y poder vivir en paz”, incluso como amigos, cada uno respetando la fe del otro, palabras que dejaron muy agradecidos a los visitantes.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos en estos días, y en estos 18 años de presencia en Séforis; donde nuestros monjes han ido construyendo poco a poco y con mucho esfuerzo, estos puentes de diálogo ameno con las demás creencias, así como  los lazos fraternales con los demás religiosos que custodian los santos lugares, con quienes nos alegramos de poder estar aquí, en Tierra Santa, pasando por las pruebas que haya que pasar, y alegrándonos del obrar que la Divina Providencia va forjando poco a poco y según sus sabios designios de salvación.

Encomendamos a sus oraciones la casa de santa Ana, para que sea siempre un lugar donde los peregrinos puedan venir a rezar, donde los monjes den testimonio su especial estilo de vida, y donde el diálogo con los no cristianos sea cada vez más fecundo.

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

En Facebook (fotos): https://www.facebook.com/m.seforis/posts/pfbid0S1fiPRsM5aMc997ZxQUiZPWRKwa315NZ6smNEMS1boUCEiW4ZzJhdFNSz6Ys7dpjl

Madre de bondad

Dios hizo a María Madre de bondad.

P. Gustavo Pascual, IVE.

            María es buena porque doblegó su voluntad a la voluntad de Dios que le pedía el favor de que fuera su Madre. Ella con actitud humilde y sincera se entregó totalmente a la obra de Dios: “hágase en mí según su palabra”[1].

María es Madre de bondad porque jamás hubo en ella algo malo. Jamás cometió pecado, que es el mal entre los males. Quizá personas buenas cometen el pecado por debilidad o por ignorancia. María jamás tuvo alguno de estos defectos que la llevaran a hacer algún tipo de mal.

El mal existe, pero es menor que el bien porque el mal existe porque existe el bien, de lo contrario, no existiría y es una carencia de bien debido.

Donde falta el bien debido allí existe el mal y donde hay mal no puede decirse que haya absoluta bondad.

Sólo en Dios se da perfecta bondad. Bondad esencial, bondad perfecta. “Nadie es bueno, sino sólo Dios”[2], pero las criaturas participan de la bondad de Dios en mayor o menor grado, de acuerdo a su voluntad y a la jerarquía que les haya dado en su creación.

María, entre los seres creados es la que más participa de la bondad de Dios. Así lo ha querido Dios. Él se ha hecho de María la madre más bondadosa entre las madres. Él se ha hecho una Madre de bondad.

El diablo es malo y quiere el mal para todos los hombres; él organiza el mal, de tal manera que aparece grande, extraordinario, a veces, agobiante, para nosotros. Y el mal organizado por el diablo nos puede hacer dudar de la bondad de Dios.

Dios es infinitamente bueno y es capaz de sacar bien del mal y este favor ha concedido a su Santísima Madre. Ella es poderosa, con el poder de Dios, y puede hacer que nosotros venzamos nuestros males con su favor. Los males físicos porque ella realizó milagros entre los hombres, en especial, con sus hijos. El mal moral porque por su mediación vencemos al diablo y al pecado.

¡Oh feliz culpa que nos mereció tal Redentor! cantamos en el pregón pascual. Tal Redentor que mostró espléndidamente cómo Dios puede sacar bien del mal, tal Redentor nos vino por María, Madre de bondad.

Así como el diablo organiza el mal para hacerlo ver grande. María organizó el bien para dárnoslo abundantemente y no lo hace ver grande, sino que lo da con toda su grandeza. María da bienes a sus hijos y los distribuye con profusión en la medida de nuestra fidelidad a Jesús.

María se ha manifestado Madre de bondad en su vida terrena.

Es la virgen buena que acepta ser Madre de Dios. Madre buena que lo cuida durante nueve meses en su seno. Madre buena que va a cuidar a Isabel, la anciana, durante su embarazo para servirla. Madre buena que calla la causa de su embarazo ante José por su fidelidad al secreto divino. Madre buena que pare a su Hijo en un pobre pesebre contenta con su pobreza y humildad. Madre buena que escucha a los simples. Escucha con regocijo el relato de los pastores y guarda sus palabras en su bondadoso corazón para sacar de allí las bondades de su revelación a todos los deseosos de conocerlas. Madre buena que recibió a los magos en Belén y les mostró al rey que andaban buscando. Que emprendió silenciosa con José la huida a Egipto. Que cuido a su hijo en el destierro. Que lo crió para Dios en Nazaret. Madre buena que cumplió todas las leyes religiosas y dio al Niño una educación religiosa. Madre buena que buscó al Niño cuando se extravió en la subida a Jerusalén y con bondad escuchó la desconcertante respuesta del Hijo ante su reclamo y el de José. Madre buena que en Caná consiguió para los esposos el vino que les faltaba. Madre buena que fue a buscar a su Hijo condescendiendo con sus parientes y su clan. Madre buena que acompañó a su Hijo en su vida pública y en su pasión. Que quiso sufrir con su Hijo por la salvación de los hombres; que estuvo al pie de la cruz y recibió a Juan como hijo y en él a todos los hombres. Madre buena que acompañó y sostuvo a los apóstoles en el dolor y luego hasta Pentecostés. Madre buena que intercede por cada uno de nosotros y por nuestras necesidades desde el cielo.

Madre de bondad fuiste con tu Hijo y lo eres para con nosotros tus nuevos hijos. Si las madres terrenas son buenas, ¡cuánto más esta Madre celestial! Eres ejemplo de bondad para las demás madres. Porque no sólo te muestras buena dando bienes a tus hijos sino también corrigiéndolos cuando se apartan del camino de la virtud, cuando se extravían por sendas de maldad. Es que una madre buena tiene mano dulce para dar, pero también para corregir cuando el hijo lo necesita.

Madre de bondad que nos cargas en tus brazos para que avancemos seguros. Caminando solos nos caemos, nos desviamos del camino, nos entretenemos en bagatelas, corremos temerariamente al peligro, nos comportamos caprichosamente. Pero yendo en tus brazos caminamos amparados, avanzamos con facilidad, seguros, con perfección, con rapidez, por el camino hacia la Patria.

Nuestro error es que cuando vamos creciendo queremos soltarnos de tus manos, buscando independencia, como si no te necesitáramos y erramos porque, aunque seamos grandes, más bien, aunque nos creamos grandes, te necesitamos. Necesitamos de tu ayuda y nos conviene seguir siendo niños, Madre buena, para que lleguemos en tus brazos a la patria del cielo.

 

[1] Lc 1, 38

[2] Lc 18, 19

«Buscar a Dios», objeto de la vida monástica

DEBEMOS BUSCAR A DIOS

Dom Columba Marmion

 

Empero, ¿buscaremos a Dios en un lugar determinado? ¿No está acaso en todas partes? Ciertamente: Dios está en la criatura por su presencia, su esencia y su poder. La operación en Dios es inseparable del principio activo de donde se deriva, y su poder se identifica con su esencia. En todos los seres obra Dios conservándolos en la existencia[1].

De este modo está Dios en las criaturas, puesto que existen y se conservan tan sólo por el efecto de la acción divina, que supone la presencia íntima de Dios. Pero los seres racionales pueden además conocer a Dios y amarle, y así poseerlo en ellos con un título nuevo que les es peculiar.

Sin embargo, con esta especie de inmanencia, en manera alguna se satisface Dios respecto de nosotros. Hay un grado de unión más íntimo y más elevado. No se contenta Dios con ser objeto de un conocimiento y amor natural por parte de los hombres; sino que nos invita a participar de su propia vida, y gozar su misma beatitud.

Por un movimiento de amor infinito hacia nosotros, quiere ser para nuestras almas, más que un dueño soberano de todas las cosas, un amigo, un padre. Desea que lo conozcamos como es en sí, fuente de verdad y belleza, acá en el mundo bajo los velos de la fe, y allá en el cielo, en la luz de la gloria; quiere que, por el amor, le poseamos acá abajo y allá arriba como bien infinito y principio de toda bienaventuranza.

Con este fin, como sabéis, eleva nuestra naturaleza por encima de sí misma, adornándola con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Por la comunicación de su vida infinita y eterna, Dios mismo quiere ser nuestra perfecta bienaventuranza. No consiente que hallemos nuestra dicha más quo en Sí mismo, ya que es el bien en toda su plenitud, imposible de ser reemplazado por el amor de la criatura, que es incapaz de saciar nuestro corazón: «Yo mismo seré tu recompensa grande y magnífica en extremo» (Gn 15, 1). Y el Salvador confirmó esta promesa en el momento en que iba a saldar la deuda con su cruento sacrificio. «Padre, deseo ardientemente que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que den testimonio de mi gloria, y participen de nuestro gozo y sean colmados de tu amor» (Cfr., Jn 17, 24. 26).

Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios, no al de la naturaleza, sino al Dios de la Revelación. Para los cristianos «buscar a Dios» es ir a Él, no como simples criaturas que tienden al primer principio y fin último de su existencia, sino más bien tender a Él sobrenaturalmente, es decir, como hijos que quieren permanecer habitualmente unidos a su Padre por una voluntad llena de amor, por aquella «misteriosa adhesión a la misma naturaleza divina» de que habla san Pedro (2Pe 1, 4); es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y estrecha que llama san cuan: «sociedad del Padre con su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo» (1 Jn 1, 3).

A ella se refiere el Salmista cuando nos exhorta a «buscar el rostro de Dios» (Ps 104, 4), es decir, buscar la amistad de Dios, asegurarse su amor, a la manera que la esposa de los Cantares, presa de las dilecciones del Amado, sorprendía a través de sus ojos toda la ternura que encerraba el fondo de su alma. Ciertamente, Dios es para nosotros un Padre lleno de bondad, que desea hallemos en Él y en sus indescriptibles perfecciones, aun acá en la tierra, nuestra felicidad.

Esta es la correspondencia de amor que san Benito quiere ver en sus monjes. Ya en el Prólogo nos advierte que, «pues Dios se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, abstengámonos de contristar jamás a Dios con nuestras malas obras y no le obliguemos a desheredarnos algún día como a hijos rebeldes que no quisieron obedecer a tan bondadoso Padre».

«Llegar a Dios» es el punto de mira que san Benito quiere que tengamos ante la vista, Este objetivo, talmente como savia exuberante y rica, campea en todos los artículos de la Regla, dándole vida y energía.

No es, pues, a dedicarnos a las ciencias o las artes, ni a la enseñanza, a lo que hemos venido al monasterio, si bien el gran Patriarca quiere «que en todo tiempo sirvamos a Dios mediante los bienes en nosotros por Él depositados»[2]; desea que sea el monasterio «sabiamente dirigido por hombres prudentes»[3]. Si bien esta recomendación atañe, sin duda alguna, primeramente a la organización material, pero no impide que también se extienda a la vida moral e intelectual que debe reinar en la casa de Dios. San Benito no quiere que enterremos los talentos recibidos de Dios; es más, permite y manda que se ejerzan diversas artes; y una tradición gloriosamente milenaria, a que no podemos sustraernos, ha establecido entre los monjes la legitimidad de los estudios y trabajos apostólicos. El abad, como jefe del monasterio, debe fomentar las diversas actividades monásticas: ocupándose en desarrollar para el bien común, para el servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas y para la gloria de Dios, las múltiples aptitudes que eche de ver en cada monje.

Con todo, el fin no está en eso. Todas estas actividades no son más que medios encaminados a un fin, que es algo más elevado: es Dios, buscado por sí mismo, como suprema bienaventuranza.

El mismo culto divino, como diremos más adelante, no constituye ni puede ser el objeto directo de la institución monástica organizada por la Regla. San Benito quiere que busquemos a Dios por su propia gloria, porque le amemos sobre todas las cosas; quiere que tratemos de unirnos a Él por la caridad: este es nuestro único fin y nuestra única perfección. El culto divino deriva de la virtud de la religión, la más sublime sin duda de las virtudes morales, e íntimamente relacionada con la justicia, la cual no es teologal. En cambio: la fe, la esperanza y la caridad, las tres teologales infusas, son las virtudes características de nuestra condición de hijos de Dios: estas virtudes son las que aquí en la tierra constituyen la vida sobrenatural, las que miran a Dios directamente como autor de la misma. La fe es como la raíz; la esperanza, el tallo, y la floración y el fruto de esta vida es la caridad.

Ahora bien: esta caridad, por la cual estamos y permanecemos verdaderamente unidos a Dios, es el fin señalado por san Benito, y aun es la misma esencia de la perfección: «Si de veras busca a Dios».

En este fin estriba la verdadera grandeza del estado monástico, y Él es el que forma su razón de ser, pues, en sentir el pseudo Dionisio Areopagita, se nos llama «monjes», µóvas, «solo, único», por esta vida de unidad indivisible, por la cual sustraemos nuestro espíritu a la distracción de las cosas múltiples, y nos lanzamos hacia la unidad de Dios y la perfección del amor santo[4].

 

(Fragmento del maravilloso libro “Jesucristo ideal del monje”)

[1] Santo Tomás, II, Sentent. Dist., XXXVII, q. I, a. 2.

[2] Prólogo de la Regla.

[3] Regla, cap. 53.

[4] Cfr, De Hierarchia ecclesiastica, del pseudo Dionisio.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado