Homilía del Domingo de Pentecostés 2019
P.Jason Jorquera.
Queridos hermanos:
Escribe Dom Próspero Guéranger, abad fundador de Solesmes en su gran obra “el año litúrgico”, que «Desde la pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios”»[1]
Para comprender mejor la importancia que tiene la solemnidad de pentecostés para nosotros, es conveniente distinguir entre el antiguo pentecostés, es decir, el pentecostés del Antiguo Testamente y el de nosotros, los cristianos católicos.
Pentecostés antiguo
Antes del envío del Espíritu Santo, desde Jesucristo hacia atrás, «…Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí»[2]; el día de pentecostés, para el pueblo de la Alianza, «fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también pentecostés era profético: debía haber un segundo pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley»[3]; es decir, que el antiguo pentecostés, a la luz del Nuevo Testamento, se convirtió en figura del nuevo y definitivo, en que sería el mismo “Dios-Espíritu Santo” el gran protagonista y autor de la santificación de las almas.
Pentecostés cristiano
¿Qué significa esto del “nuevo Pentecostés” ?; pues que a partir del envío del Espíritu Santo, el hombre se hace capaz de vivir “eficazmente bajo la ley de Dios” que no es otra cosa que la misma “ley de la gracia”. Esta es la gran diferencia entre el antiguo pentecostés y el nuestro: en que la primera ley se escribió en el desierto, entre truenos y relámpagos, y sobre dos tablas de piedra, como significando la dureza de los corazones de los hombres; la segunda ley, la ley de la gracia, en cambio, se escribió en Jerusalén, la ciudad de Dios y en los corazones de los hombres de buena voluntad.
Esto lo explica de una manera hermosísima el ya citado abad de Solesmes: «En este segundo pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel»[4]
Y esta intención misericordiosa es la que san Pablo nos enseña claramente en su carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”[5]
A partir de este momento se comprende más claramente la bondad divina y sobre todo la Paternidad de Dios que, buscando siempre su mayor gloria y nuestra salvación, pensó en todo porque a Dios jamás se le escapa nada, y es así que para facilitar al hombre el encuentro con la Verdad, que no es otra cosa que el encuentro con Él mismo, quiso depositar esta verdad de salvación, esta buena nueva del Evangelio, en una sociedad que se extiende desde la tierra hasta el cielo. Esta sociedad es la santa Iglesia católica, nacida el día de Pentecostés en que, a la vez, se constituyó como el cuerpo místico de Cristo; cuerpo en el que el Espíritu Santo hace de alma de esta gran sociedad que ha pasado a llamarse, con toda verdad, “familia de Dios”. La Iglesia es la familia de Dios, y todos los que estamos en ella somos hermanos en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
«En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel[6]. En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo. » (Benedicto XVI)
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia “Societas Spiritus”, sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu” y por eso “excluirse de la vida” (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia.
Iglesia, comunidad universal
«La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.»[7]
A partir del envío del Espíritu Santo, el llamado de la nuestra Santa Madre Iglesia se ha extendido universalmente (de hecho que sea “católica” significa que es “universal”); no existen más restricciones, ya no hay más distinciones entre judíos y gentiles[8]; la gran obra de la redención de los hombres invita a formar parte del único rebaño de Dios a las ovejas que andaban dispersas para que haya un solo rebaño y un solo pastor[9] santificados en un mismo Espíritu[10]. A partir del envío del Espíritu Santo nuestras propias miserias ya no son excusas puesto que Dios es quien se encarga de devolvernos la amistad con Él que el pecado había destruido y pese a nuestras limitaciones, nuestros defectos e inclusive nuestros propios pecados, la invitación se vuelve eficaz, puesto que es una invitación al arrepentimiento y seguimiento de Dios en su Iglesia animados por su mismo Espíritu: alma de la Iglesia.
Debemos decir que no hay hombre que no esté herido por el pecado, que no esté “enfermo” en este sentido, y, sin embargo, Dios se hace medicina del alma y la invita a entrar a habitar con Él en su morada: la Iglesia militante (y también la purgante), que es como la antesala del encuentro definitivo en la Casa del Padre[11] y que se alcanza en la otra vida en la medida en que seamos fieles a su Iglesia peregrina en el mundo, que nació hace casi 2000 años en un día como hoy. He aquí el gran motivo de alegría para nosotros los católicos en este día: en Pentecostés ha venido el Espíritu Santo a fundar la Iglesia y hacernos partícipes de su peregrinar hacia la eternidad. La Iglesia es nuestra Madre y como tal la debemos defender, respetar y amar.: “La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, la cual hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. Por tanto, el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje en Cristo y a comunicar su gracia.”[12]
Le pedimos en este día a María Santísima, quien primero recibió al Espíritu Santo en su corazón maternal, que nos alcance la gracia de ser dóciles a este eficaz santificador de las almas que vino a dar origen oficial a la santa Iglesia, cubriéndola también con su sombra y haciendo las veces de alma.
Ave María Purísima.
[1] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, primera edición española, Ediciones Aldecoa 1956, tomo III pág. 512.
[2] Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 15 de mayo de 2005
[3] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, pág. 513.
[4] Ídem, págs. 513-514
[5] 1 Tim 2,4
[6] cf. Gn 11, 7-9: Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí.” Y desde aquel punto los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.
[7] Ídem.
[8] Ro 3,29 ¿Acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los gentiles? ¡Sí, por cierto!, también de los gentiles
[9] Cf. Jn 10,16 También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.
[10] Cf. Hch 1,14: Hch 2,46; Ro 8,16; 1 Cor 12,4; 2 Cor 12,18; etc.
[11] Cf. Jn 14,2
[12] CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.