Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa – Patrona de la diócesis Patriarcal
Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá – Lc 1, 41-50
Juntamente con toda la diócesis Patriarcal de Tierra Santa, estamos celebrando en este domingo XXXº del Tiempo Ordinario, la solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa, patrona principal de la diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén.
La Virgen, en su Santuario, en el valle de Soreq, a unos 35 km al oeste de Jerusalén, a mitad del camino entre la Ciudad Santa y Tel Aviv, cerca de la ciudad de Beit Shemesh, bendice a todo su pueblo de estas santas Tierras. Tierras estas que fueron bendecidas antaño no solamente por su misma presencia como Madre del Hijo de Dios encarnado, sino también por la presencia del mismo Verbo Encarnado.
La fiesta de la Virgen María, Reina de Tierra Santa, o Reina de Palestina, desde el año 1927, fue aprobada por la Santa Sede con la invitación a que sus fieles implorasen a la Virgen de Nazaret por su protección, de manera muy especial, para esta que es su Tierra Natal. Allá, en el alto de este Santuario, se encuentra la Virgen: una estatua de bronce de 6 metros, destacándose sobre el frontispicio, representando a María bendiciendo su tierra con su mano extendida. A sus pies una dedicatoria proclama “Reginae Palestinae” (A la Reina de Palestina). Conviene aclarar aquí que, este título dado a la Virgen María no tiene el sentido político que a veces se le da en la actualidad, sino que designa más bien, sin más, a la región geográfica de la patria terrestre de Jesús y de María, su Madre.
San Juan Pablo II, cuándo estuvo peregrinando en el Jubileo del año 2000 a estas tierras, empezaba su homilía aquí en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, citando a un hermoso pensamiento de San Agustín: “Él [Dios] eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido.” (Sermo 69, 3,4). Y añadía: “Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (Cf. Lc 1, 48).[1] Nosotros nos encontramos en medio de estas generaciones futuras que vendrían a proclamar la bienaventuranza de la Madre de Jesús. Tuvimos que venir de tierras muy lejanas para proclamarla aquí bienaventurada, y la razón solamente la conoce la Providencia de Dios y así lo ha dispuesto desde toda la Eternidad, pero la verdad es que, desde el momento mismo en que la Virgen María pronunció aquí -a algunos kilómetros de dónde estamos, en la humildad de la gruta en Nazareth- su Fiat al plan Salvífico de Dios, ella jamás ha dejado de ser objeto de alabanza y servicio por parte de los ángeles, más aún, con el paso del tiempo, especialmente después de que Su Hijo Unigénito, Jesucristo, nuestro Señor nos la dejó como madre nuestra, también los hombres se pusieron a su servicio, para alabarle por su belleza, su majestad, y por su plenitud de gracia.
Escuchemos las palabras de un obispo en el siglo XII, San Amadeo de Lausana: “Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la Asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor. Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. […]”[2]
Sin embargo, no solamente podemos contar con la Santísima Virgen María para ser objeto de nuestra veneración, de nuestras alabanzas, sino que también y -podríamos decir-, especialmente, su papel más señalado es el de nuestra protectora, de nuestro refugio, auxilio. Una Reina verdadera que vela por su pueblo, por sus hijos afligidos, por los que sufren, por los que están indefensos; en fin, por todos nosotros.
Con mucha razón la Iglesia nos pone en la oración colecta que hemos rezado al comienzo de esta celebración, las siguientes palabras, suplicándole a la Virgen María “…que concedas a esta Tierra Santa, en la que el infinito amor de tu Hijo completó los sagrados misterios de la Redención, ser defendida de todo mal y servirte dignamente testimoniando la fe.” Nuestro Patriarca, el Cardenal Pierbattista Pizzaballa, en el pasado mes de agosto, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, con palabras fuertes y profundas dijo en su homilía de Jerusalén: “Realmente parece que esta Tierra Santa nuestra, que custodia la más alta revelación y manifestación de Dios, es también el lugar de la más alta manifestación del poder de Satanás. Y quizás precisamente por esta misma razón, porque es el Lugar que custodia el corazón de la historia de la salvación, que se ha convertido también en el lugar en el que “el Antiguo Adversario” trata de imponerse más que en ningún otro lugar.”[3]
Nosotros estamos llamados a unirnos al clamor de toda la Iglesia suplicándole a la Santísima Virgen María su protección; es necesario que oremos sin desfallecer delante de nuestra Reina y Madre, para que esta bendición que nos imparte a todos desde el alto de su santuario en Deir Rafat, se extienda por todo el orbe, sí, pero de modo muy especial por esta Tierra Santa; que derrame sobre estas tierras -y no sólo a estas tierras, sino también a todo el mundo- la paz que tanto anhelamos, y que con ella venga el consuelo a los que lo necesitan, la alegría a los que lloran, la fortaleza a los que no pueden luchar más…
Pero sobre todo es necesario pedirle insistentemente que nos conceda la gracia de ser auténticos imitadores de su Hijo. Todos nosotros fuimos llamados a ser discípulos de Jesús, a anunciar la buena nueva del Evangelio a todos, primeramente, con nuestra vida, siendo nosotros mismos testimonios vivos de la fe que nos hace pedir la Iglesia en esta Misa.
Debemos confiar en que, por más que no sea posible ver mucha luz en el mundo que nos rodea, la maldad de este mundo jamás prevalecerá. Como en la lectura del Apocalipsis que escuchamos: fue dado a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro. Este hijo es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, es el Cristo en el cual fue establecido nuestra salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios. A Él la gloria, la alabanza y el poder, por los siglos de los siglos.
A la Santísima Virgen María, Reina de Tierra Santa, le rogamos confiados que nos escuche, que reciba primeramente nuestra veneración, nuestra alabanza, nuestros loores jubilosos por tener a tan tierna Madre como Reina y protectora, pero también que nos escuche e interceda por nosotros, para derramar sobre esta que es su Tierra natal, las gracias tan necesarias para sus hijos.
¡Así sea!
P. Harley Carneiro, IVE
[1] Cfr. Homilía en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, 25/03/2000
[2] Homilía de San Amadeo de Lausana, obispo, siglo XII (2ª Lectura del Oficio proprio de la Solemnidad de la Virgen María, Reina de Tierra Santa)
[3] Pizzaballa, Card. Pierbattista, Homilia de la Asunción, 2025 (Disponible en: https://www.lpj.org/es/news/homily-assumption-of-the-blessed-virgin-mary-2025)