Sacerdote: llamamiento a la santidad

“A vosotros os llamo amigos”

Dom Columba Marmion,

del libro “Jesucristo, ideal del sacerdote”

Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.

Todo es sobrenatural en el sacerdocio.

Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.

Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. Él guarda la llave del sagrario. Él toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.

 

 

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