(Homilía para el 1º de enero)
En el siglo V surgió una herejía llamada nestorianismo, la cual afirmaba que el Hijo de Dios se sirvió del hombre Jesús solamente como de un instrumento. De esto se deriva que la humanidad de Cristo, que fue la que sufrió en la pasión, no pudo redimir al mundo con una redención superabundante e infinita, pues era limitada. Tampoco, entonces, se puede decir que “el Verbo se hizo carne”. Jesús y el Hijo de Dios eran así dos personas distintas.
La consecuencia de esta herejía respecto a María santísima sería que ella habría dado a luz al hombre en el que habitó el Verbo, y por lo tanto no sería la Madre del Hijo de Dios.
Cuenta la historia que un día un discípulo de Nestorio en un sermón dijo que María no era la verdadera Madre de Dios sino sólo del hombre Jesús, pero en ese mismo momento el pueblo fiel comenzó a gritar “¡Theotokos!, ¡Theotokos!” (Madre de Dios), manifestando así la firmeza de su fe en el misterio que hoy celebramos: María como Madre de Dios.
Su maternidad
Escribe el P. Hurtado en un libro de moral social: El modo de vida femenina, su innata disposición, es la maternidad. Toda mujer nace para ser madre: madre, en el sentido físico de la palabra, madre en el sentido más espiritual y exaltado, y no por eso menos real. La mujer que es verdaderamente mujer contempla los problemas de la vida siempre a la luz de la familia, y su sensibilidad exquisita advierte cualquier peligro que amenaza pervertir su misión de madre, o que se cierne sobre el bien de la familia.
María santísima, permaneciendo Virgen por gracia divina, cumplió su vocación natural de Madre, pero además fue preparada por Dios desde toda la eternidad para una misión única, exclusiva, irrepetible, y que la puso por sobre todas las creaturas: ser Madre de Dios.
Ser madre significa trabajo, esfuerzo, paciencia, magnanimidad, renuncia, a veces dolor, etc., pero sobre todo significa amor, cuidado, protección, preocupación, atención, etc. La Virgen María es el único caso en el que “la madre fue hecha según el hijo y no el hijo según la Madre”, porque Dios la quiso inmaculada, para que pudiese portar a su Hijo como el más purísimo de los tabernáculos, como el más perfecto sagrario.
Importancia
Habiendo dejado esto en claro, ahora nos podemos preguntar acerca de la importancia de la maternidad divina para nuestra fe.
Escribía un autor: “La maternidad divina es la base de la relación de María con Cristo; de aquí que es la base de su relación con la obra de Cristo, con el Cristo total, con toda la Teología y el cristianismo; es, por lo tanto, el principio fundamental de toda la Mariología” (Cyril Vollert).
Cuando Dios asumió a María como madre, estableció una relación única con la humanidad, ya que por medio de la Virgen es que Dios entra en contacto directo con nuestra naturaleza, a la vez que María comienza a ocupar un lugar exclusivo en nuestra relación con Dios, como nos enseñan los autores marianos: Cristo nos vino por María y por ella podemos llegar más perfectamente a Dios.
Para comprender mejor esta relación única de María con Dios podemos considerar lo que implica la vida de cualquier buena mamá respecto a un hijo: le da su sangre y sus cuidados, lo trae al mundo, luego lo protege, los abraza, lo resguarda, lo acompaña en su crecimiento y desarrollo, y se alegra de sus alegrías, etc. Ahora apliquemos todo esto a la Virgen durante su vida con Jesús, el Hijo de Dios; pero agregando lo exclusivo, es decir, “cómo lo contemplaba, lo veía crecer, y guardaba todas esas cosas, todos esos sentimientos, en su corazón”
La Iglesia ha definido solemnemente como verdad de fe la maternidad divina de María en el Concilio Ecuménico III de Éfeso en el 431, pero la certeza sobre esta verdad venía desde mucho antes en los corazones de los creyentes, y anteriormente aun, en el eterno designio de Dios.
Si queremos honrar verdaderamente a Dios, debemos honrar también a aquella que nos lo trajo al mundo, aquella que mereció llevar en su vientre al Hijo de Dios, aquella cuyos brazos fueron su primera cuna y cuyos cuidados lo acompañaron durante su vida terrena.
A la Madre de Dios nos encomendamos, pidiéndole que nos alcance la gracia de imitarla especialmente en su preocupación por la gloria de Dios y en su fiel cumplimiento de la voluntad divina durante toda nuestra vida.
P. Jason