Santo Tomás de Villanueva
(Sermón 64, Miércoles de Ceniza)
Ha llegado el tiempo de mirar por el bien de uno mismo, y de escudriñar la conciencia. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo (Rom 13,11). Ha llegado el tiempo de la poda de los pecados; es el tiempo de oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola, es decir, del pecador que se lamenta (Cant 2,12). Que abandone el malvado sus caminos y el inicuo sus designios y se convierta al Señor (Is 55,7). Bástenos ya con haber consumido el tiempo en vanidades; bástenos ya con haber andado desenfrenadamente detrás de nuestras concupiscencias. Yo os pregunto: ¿Qué frutos habéis cosechado en aquello de lo que ahora os avergonzáis? Pasó el gozo, quedó la tristeza; volaron los placeres, y han quedado las penas; “pasó el acto y quedó el reato”, como dice Agustín. Breve ha sido ese acto; el reato y la confusión y el castigo, eternos.
Bástenos, pues, con haber sido engañados y atraídos por nuestras concupiscencias y halagados por ellas, como dice Santiago (Sant 1,14). Convertíos, convertíos (Ez 33,11). Entrad en vosotros mismos, ¡oh prevaricadores! (Is 46,8). Entra dentro de tu corazón y examínalo: ocúltate en una hoya bajo tierra de la vista airada del Señor; tápate la cara con el manto de la vergüenza y confúndete ante él, porque hay vergüenza que conduce a la gloria (Sir 4,25), y teme que se diga de ti aquello del Profeta: Han cometido abominaciones y no sienten vergüenza (Jr 6,15).
Ciertamente hemos pecado mucho, pero generoso es el Señor para perdonar: Él tiene soberanos pensamientos de paz y no de aflicción, tanto para los justos como para los pecadores. Escucha al Profeta que dice: Porque hablará de paz en favor de su pueblo y de sus fieles, y también de cuantos de corazón vuelven a él (Sal 84,9).
Mira que el Señor quiere hacer las paces con los pecadores convertidos; invita a ello el mismo que ha sido injuriado, el que ha sido vilipendiado. Pide la paz el mismo que debía tomar venganza. Quiere unirse en amistad el que debía castigar. El juez quiere hacer la paz con el culpable.
Ahora bien, ¿cuál es la manera de lograr esa paz? Lávate la cara y perfuma tu cabeza. ¿Quieres ser aceptado por el Señor? Lava la cara. ¿Quieres que él te ame? Perfuma tu cabeza. Lava tu cara para que seas aceptado; unge tu cabeza para ser amado, pues la fragancia del perfume atraerá al Señor y el esplendor de tu rostro le encantará.
¿Y cuál es la casa del alma? Sin duda la conciencia. Por la cara conocemos a las personas, la conciencia es conocida por Dios. Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma. Dios no reconoce la lengua de una persona: Mirad, muchos van a venir diciendo: Señor, Señor, y el Señor a ellos: No os conozco (Mt 7,22). No conoce tampoco las manos, o sea, las obras exteriores, pues hay muchos que hacen obras externas muy llamativas y tampoco son conocidos por el Señor: Señor, ¿no es verdad que hemos profetizado en tu nombre?
¿Acaso no hemos hecho milagros? ¿No hemos expulsado demonios? … Y él les responderá: Nunca os reconocí en aquellos tiempos en que os teníais por familiares e íntimos míos al hacer aquellos milagros. Yo no os reconocía: Alejaos de mí, ejecutores de maldad (Mat 25,41), pues yo sólo reconozco la pureza de conciencia, sólo la limpieza si va además acompañada por la unción de la cabeza.
Así que, lávate la cara, y además perfuma tu cabeza. Sin duda Dios reconocerá en ti lo que de él plantó en ti: reconocerá su imagen en ti, la que él plasmó en ti. Afirmaba Gregorio: “Lo mismo que los hombres se dan a ver y conocer por la apariencia exterior del cuerpo, así por nuestra imagen interior somos por Dios conocidos y dignos de que él nos mire”. El hombre no sólo fue hecho a imagen de Dios, sino también a semejanza suya. La imagen de Dios permanece indeleble en las potencias del alma; la semejanza, en los actos y virtudes, extraordinariamente deleble junto con la caridad. La semejanza, pues, está en la nitidez de la imagen; si falta la semejanza de la caridad la imagen está más renegrida que el carbón (Lam 4,8). Tiene el rostro de Dios, pero no tiene el esplendor de Dios: Dios no la conoce. Cuando el hombre peca, pierde la semejanza, pero no la imagen, pues el pecador pasa en la imagen.
Por consiguiente, el esplendor de la imagen de Dios, es decir, el amor de Dios, es el ungüento. Unge por tanto con él tu cabeza, o sea, tu mente. La cabeza es lo más alto en el hombre, pero lo supremo en él es la mente, como dice san Agustín. Unge, pues, tu mente, en la que reside la imagen, con el ungüento de la semejanza y de la caridad para que perdures como te hicieron: y te hicieron, por cierto, a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Si continúas siendo como te crearon en imagen y semejanza, serás reconocido por Dios; de otro modo, aquel supremo Artífice no reconoce una obra suya deformada. Lávala, pues, y úngela; lávala para quitar el polvo, y úngela para arrancarle las manchas. ¿Y cómo lo haremos? Llorando. Si ya la tienes limpia de polvo, pero aún le quedan manchas, sigue limpiando. Aprende de aquellas cinco vírgenes necias: en ellas estaba todavía sucia la cara, por eso no las reconoció el Esposo.