Homilía del Domingo 6º de Pascua, Ciclo A
Queridos hermanos:
El Evangelio de este Domingo nos presenta una afirmación breve y sencilla salida de los purísimos labios de nuestro Señor Jesucristo, la cual, sin embargo, es una de aquellas hermosas y abundantes verdades sumamente profundas, siempre iluminadoras, que a veces se encuentran como escondidas en unas pocas palabras: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”.
Comencemos hablando acerca del acto del amor, que es en primer lugar “el amar”, anterior al ser amados y más importante aun porque es lo esencial. Santo Tomás de Aquino enseña que “a la caridad atañe más amar que ser amado, porque a cualquiera le concierne más lo que le corresponde de suyo y sustancialmente que lo que le compete por otro. Esto lo confirman dos hechos significativos. Primero, al amigo se le alaba más por amar que por ser amado; más aún, se les reprocha si son amados y no aman. Segundo, las madres, “que son las que más aman”, estiman más amar que ser amadas.”; es decir, que el amor verdadero no se detiene, ni se achica, ni retrocede por más que no sea correspondido, porque su acto propio es amar, como bien claro nos lo ha dejado el santo y como vemos de la manera más sublime e irrefutable en el sacrificio de nuestro Señor en la cruz, en la cual pese a sus terribles tormentos y a la no correspondencia de los hombres a su amor, Él siguió adelante hasta el final, porque jamás dejó de amar. A partir de aquí debemos pasar a considerar cómo es nuestro amor a Jesucristo, o sea, cómo es nuestra correspondencia a un amor que -como hemos dicho anteriormente-, jamás retrocede ni retrocederá por más que nosotros le demos la espalda mediante el pecado; y entonces debemos ponernos de cara a este buen Dios que vino a redimirnos simplemente por amor y que exige sólo amor: no vino en razón de la justicia porque no nos debía nada, no vino por una exigencia de su naturaleza porque ésta es perfecta, sino que simplemente “nos amó primero” y desde siempre; y esta vez nos viene a iluminar de una manera especial, diciéndonos claramente qué es lo que debemos examinar en nuestra vidas para poder conocer y reconocer nuestro amor respecto a Él: si lo amamos -pero de verdad-, guardaremos sus mandamientos.
Llegados a este punto debemos recordar que, si bien los mandamientos parecen resaltar más bien el aspecto negativo (“no hacer tal o cual cosa”), así como el imperativo (“amarás al Señor tu Dios…”), sin embargo, estos mandamientos no son como los de los hombres, porque son mandamientos dictados por el mismo amor de Dios para, justamente, liberarnos de las cadenas que nos atan a este mundo y que nos ponen en peligro de no poderlas cortar jamás en la eternidad si las abrazamos “gustosos” eligiendo el pecado que se encuentra al otro extremo. Es así que los mandamientos de Dios, es como que perdieran de alguna manera ese aspecto impositivo cuando amamos, para ponernos en el alma aquel aspecto liberador, santificador y unitivo en nuestra relación con Dios; porque amándolo de verdad aprendemos a amar también aquello que Él ama, y a detestar lo que Él detesta: el pecado y su más terrible consecuencia, es decir, aquella triste posibilidad de perderlo para siempre y privarnos sin remedio del amor que, pese nuestras heridas e infidelidades, siempre nos ofrece y nos está esperando. ¿Qué considerar en este momento, mis queridos hermanos?; que si al examinarnos vemos que nuestro amor aun no es suficiente, en vez de perder el tiempo en vanas quejas y lamentaciones, nos dediquemos a enderezar nuestras sendas y caminar hacia el amor de Dios, correspondiendo en todo y corrigiendo poco a poco lo que sea necesario: porque así como a la bondad divina le corresponde siempre difundirse y jamás retroceder, así también a nosotros nos corresponde no volver atrás en el camino de la santificación; removiendo escombros, cicatrizando heridas, pidiendo perdón y levantándonos cuantas veces sea necesario, demostrándole de esta manera a Dios que desde nuestra pequeñez lo amamos a Él y a sus mandamientos, y a todo aquello que su divina voluntad desee para nuestra salvación.
Cumplir los mandamientos de Dios, no significa simplemente “estar al día” con lo escrito en las tablas dadas a Moisés, sino también buscar tener una vida espiritual realmente profunda, en comunión con Dios, en intimidad con Dios, en amor de Dios; de tal manera que vayamos poco a poco comprendiendo “qué más” nos quiere decir que hagamos, para lo cual también nos envía al Espíritu de la Verdad, es decir, al Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad que se encargará de susurrar a los oídos de nuestras almas los designios de santidad que Dios nos tiene preparados y que podremos descubrir para seguir, en la medida en que aprendamos a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas.
Termino con un texto que nos muestra una de las grandes consecuencias de este amar a Dios con total sinceridad, que es el sufrir por amor de los santos, quienes finalmente llegaron a tales cumbres de perfección, con gran trabajo, esfuerzo y paciencia de su parte, que llegaron a sufrir tan sólo el no amar más a Dios como Él se merece, dolor sobrenatural que ni quita la paz ni el entusiasmo por corresponder cada vez más y mejor a Dios, sino todo lo contrario.
Escribía Luis Fernando Arnáiz de una de las últimas visitas que le hizo a su hermano, san Rafael Arnáiz en el monasterio: “Lo que más me impresionó aquella tarde, fue cuando empezó a explayarse, llorando, del terrible sufrimiento que tenía. No era el sufrimiento que le producían las cosas terrenales de la vida austera que había abrazado, ni el sufrimiento que le pudieran producir aquellas criaturas de Dios con quienes convivía, de las cuales se valió Dios para santificarle. En realidad el gran sufrimiento de Rafael era el ver, con aquella fe grande e intensa que él tenía, cómo Dios le amaba con su infinito amor, y sentirse tan sujeto a las miserias y cuidados de su cuerpo mortal, no pudiendo corresponder como él quería, a aquel amor de Dios que él sentía, pues se veía francamente impotente, siendo su gran deseo que su corazón se diese más a su ser querido, y que su alma volase de una vez a su encuentro, pues le era difícil vivir en aquella situación y en aquel fuego que le abrasaba…”
Que María santísima nos alcance la gracia de demostrarle nuestro amor a Dios mediante el fiel cumplimiento de sus mandamientos y la amorosa docilidad al Espíritu Santo.
P. Jason, IVE.