Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar.
San Juan María Vianney
“Amen, amen dico vobis : si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis.
«En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, Él os lo concederá.» (Jn 16, 23)
No, hermanos míos, no hay nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, diciéndonos que todo lo que pidamos al Padre en su nombre, Él nos lo concederá. No contento con eso, hermanos míos, Él no sólo nos permite pedirle lo que deseamos, sino que llega al punto de ordenarnos que lo hagamos y de suplicarnos que lo hagamos. Decía a sus Apóstoles: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16, 24). Esto nos muestra que la oración es la fuente de todo bien y de toda felicidad que podemos esperar en la tierra.
De acuerdo con estas palabras, hermanos míos, si somos tan pobres y tan faltos de luz y de los bienes de la gracia, es porque no rezamos o rezamos mal. ¡Ay de nosotros, hermanos míos!, digámoslo con un gemido: muchos ni siquiera saben qué es orar, y otros sienten una gran repugnancia por un ejercicio tan dulce y tan consolador para un buen cristiano.
Sin embargo, vemos a algunas personas que rezan y no obtienen nada, y esto se debe a que rezan mal: es decir, sin preparación y sin saber siquiera lo que van a pedirle a Dios.
Pero para daros una mejor idea del gran bien que la oración nos aporta, hermanos míos, os diré que todos los males que nos afligen en la tierra provienen del hecho de que no rezamos o rezamos mal. Y si queréis saber la razón, aquí está: si tuviésemos la dicha de rezar al buen Dios como es debido, nos sería imposible caer en pecado; y si estuviésemos libres del pecado, nos encontraríamos, por así decirlo, como Adán antes de su caída.
Para animaros, hermanos míos, a rezar con frecuencia y a rezar como se debe, voy a mostraros:
- que sin la oración es imposible salvarse;
- que la oración es todopoderosa ante Dios;
- qué cualidades debe tener una oración para ser agradable a Dios y meritoria para quien la realiza.
- Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia es para la tierra. Fertilizad la tierra cuanto queráis; si no llueve, todo será en vano. Del mismo modo, haced todas las buenas obras que queráis; si no oráis con frecuencia y como es debido, nunca os salvaréis; porque la oración abre los ojos de nuestra alma, le hace sentir la grandeza de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y le hace temer su propia debilidad.
En todo, el católico confía únicamente en Dios y en nada en sí mismo.
Sí, hermanos míos, fue por medio de la oración que todos los justos perseveraron. En efecto, ¿qué llevó a todos esos santos a hacer sacrificios tan grandes como abandonar todos sus bienes, a sus padres y todas sus comodidades para ir a pasar el resto de sus vidas en los bosques, a fin de llorar sus pecados? Fue la oración, hermanos míos, la que inflamó sus corazones con el pensamiento de Dios, con el deseo de agradarle y de vivir sólo para Él.
Mirad a Santa María Magdalena: ¿qué hizo después de su conversión? ¿No fue la oración?
Mirad a San Pedro; mirad también a San Luis, rey de Francia, que, durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba en una iglesia, rezando allí, pidiendo al buen Dios el precioso don de perseverar en su gracia.
Pero sin ir tan lejos, hermanos míos, ¿no vemos nosotros mismos que, apenas descuidamos nuestras oraciones, perdemos inmediatamente el gusto por las cosas del cielo? Sólo pensamos en la tierra; y, si retomamos la oración, sentimos volver en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas celestiales.
Sí, hermanos míos, si tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o recurrimos a la oración, o ciertamente no perseveraremos mucho tiempo en el camino del cielo.
En segundo lugar, hermanos míos, decimos que todos los pecadores deben su conversión exclusivamente a la oración, salvo un milagro extraordinario, que sucede muy raramente.
Mirad a Santa Mónica y lo que hizo para pedir la conversión de su hijo: ora está a los pies de su crucifijo rezando y llorando; ora está junto a los sabios pidiendo la ayuda de sus oraciones.
Mirad al mismo San Agustín cuando quiso convertirse seriamente; vedlo en un jardín, entregado a la oración y a las lágrimas, para tocar el corazón de Dios y cambiar el suyo.
Sí, hermanos míos, aunque seamos pecadores, si recurriésemos a la oración y rezásemos como es debido, tendríamos la certeza de que el buen Dios nos perdonaría.
¡Ay de nosotros, hermanos míos! No nos sorprenda que el demonio haga todo lo posible para que faltemos a nuestras oraciones o las hagamos mal; es que él comprende mucho mejor que nosotros cuán temible es la oración para las fuerzas del infierno, y que es imposible que el buen Dios nos niegue lo que le pedimos por medio de la oración.
¡Oh, ¡cuántos pecadores saldrían del infierno si tuvieran la dicha de recurrir a la oración!
En tercer lugar, digo que todos los condenados fueron condenados porque no rezaron o rezaron mal.
De ahí concluyo, hermanos míos, que sin la oración nuestro destino es perdernos por toda la eternidad, y que con la oración bien hecha, tenemos la certeza de salvarnos.
Sí, hermanos míos, todos los santos estaban tan convencidos de que la oración era absolutamente necesaria para su salvación, que no sólo pasaban los días orando, sino también noches enteras.
¿Por qué, hermanos míos, sentimos tanta aversión por un ejercicio tan suave y consolador?
Lamentablemente, hermanos míos, es porque, al hacerlo mal, nunca sentimos la dulzura que en ella experimentaban los santos.
Mirad a San Hilarión, que oró durante cien años sin interrupción, y esos cien años de oración fueron tan breves que su vida le pareció pasar como un relámpago.
En efecto, hermanos míos, una oración bien hecha es como un bálsamo perfumado que se extiende por toda nuestra alma, que ya le hace gustar la felicidad que disfrutan los bienaventurados en el cielo.
Esto es tan cierto que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, muchas veces, al orar, caía en tal éxtasis que no distinguía si estaba en la tierra o en el cielo, entre los bienaventurados.
El fuego divino que la oración encendía en su corazón le producía un calor natural. Un día, estando en la iglesia, sintió un amor tan violento que comenzó a gritar en voz alta: «¡Dios mío, no lo soporto más!»
Pero tal vez pensáis: eso está muy bien para quien sabe orar bien y hacer oraciones hermosas.
—Hermanos míos, no son las oraciones largas ni las oraciones hermosas las que el buen Dios mira, sino aquellas que se hacen desde lo profundo del corazón, con gran respeto y con un deseo sincero de agradar a Dios.
He aquí un bello ejemplo: en la vida de San Buenaventura, que fue un gran doctor de la Iglesia, se cuenta que un religioso muy sencillo le dijo:
«Padre, yo, que no soy muy instruido, ¿creéis que puedo rezar al buen Dios y amarlo?»
San Buenaventura le respondió:
«Ah, amigo mío, son sobre todo estos los que el buen Dios más ama y los que más le agradan.»
Este buen religioso, maravillado con tan buena noticia, fue y se quedó en la puerta del monasterio, diciendo a todos los que pasaban:
«Venid, amigos míos, tengo una buena noticia que daros: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque seamos ignorantes, podemos amar al buen Dios tanto como los sabios. ¡Qué felices somos por poder amar a Dios y agradarle sin saber nada!»
Desde ahí, hermanos míos, os diré que nada hay más fácil que rezar al buen Dios, y que nada hay más consolador.
Decimos que la oración es una elevación de nuestro corazón a Dios. Mejor aún, hermanos míos, es la conversación afectuosa de un niño con su padre, de un súbdito con su rey, de un siervo con su señor, de un amigo con su amigo, en cuyo seno deposita sus penas y dolores. Para expresar aún mejor esta felicidad, es una vil criatura que el buen Dios acoge en sus brazos para derramarle toda clase de bendiciones. Es la unión de todo lo más vil con todo lo más grande, lo más poderoso y lo más perfecto en todos los sentidos. Decidme, hermanos míos, ¿acaso hace falta más para hacernos sentir el gozo de la oración y su necesidad? Por esto, hermanos míos, podéis ver que la oración es absolutamente necesaria si queremos agradar a Dios y salvarnos.
Por otro lado, sólo podemos encontrar la felicidad en la tierra amando a Dios, y sólo podemos amarlo orándole. Vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a Él por la oración, promete no negarnos nunca nada si le oramos como conviene. Pero, sin esforzarnos mucho por demostraros que debemos orar frecuentemente, basta con abrir vuestro catecismo y veréis que el deber de un buen cristiano es orar por la mañana, por la noche y muchas veces durante el día, es decir, siempre. Digo primero que, por la mañana, un cristiano que quiera salvar su alma debe, en cuanto se despierte, hacer la señal de la cruz, entregar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus acciones y prepararse para orar. Nunca se debe comenzar el trabajo antes de hacer esto: arrodillarse ante el crucifijo y santiguarse con agua bendita. Nunca perdamos de vista, hermanos míos, que es por la mañana cuando el buen Dios nos prepara todas las gracias que necesitamos para pasar santamente el día; porque el buen Dios conoce todas las ocasiones que tendremos de pecar, todas las tentaciones que el demonio nos pondrá durante el día; y si oramos de rodillas y como se debe, nos da todas las gracias necesarias para no sucumbir. Por eso el demonio hace todo lo posible para que no oremos o para que lo hagamos mal; y él está muy convencido de ello, como confesó un día por la boca de un poseso, al decir que, si consigue tener el primer momento del día, tendrá ciertamente todos los demás. ¿Quién de nosotros, hermanos míos, podría oír sin llorar de compasión a esos pobres cristianos que se atreven a decir que no tienen tiempo? ¡No tenéis tiempo! Pobres ciegos, ¿cuál es la cosa más preciosa que podéis hacer: trabajar para agradar a Dios y salvar vuestra alma, o ir a alimentar vuestros animales en el establo, o llamar a vuestros hijos o criados y mandarlos a mover la tierra o el estiércol? ¡Dios mío, el hombre es ciego!… Pero decidme, ingratos, si el buen Dios os hubiera hecho morir anoche, ¿habríais hecho algo? Si el buen Dios os hubiera enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado? Vamos, desdichados, merecéis ser abandonados por el buen Dios a vuestra ceguera para que perezcáis. ¡Nos parece demasiado darle unos minutos para agradecerle las gracias que nos concede a cada momento! Decís que queréis hacer vuestro trabajo. Pero, amigo mío, estás muy equivocado: tu única obra es agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu obra: si no lo haces tú, otros lo harán; pero si pierdes tu alma, ¿quién la salvará? Continúa, eres un necio: cuando estés en el infierno, aprenderás lo que debiste haber hecho; pero, ¡ay!, no lo hiciste.
[…]
Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.