SOBRE LA ORACIÓN [Parte II]

II. La segunda razón por la cual debemos recurrir a la oración es que todas las ventajas se vuelven contra nosotros si no lo hacemos. El buen Dios quiere que seamos felices y sabe que solo por medio de la oración podemos lograrlo. Además, hermanos míos, ¿qué mayor honor puede haber para una criatura humilde como nosotros que Dios esté dispuesto a descender tan bajo como para hablarnos con tanta familiaridad, como un amigo habla con otro? Ved la bondad que Él nos ha mostrado permitiéndonos compartir con Él nuestras penas. Y este buen Salvador se apresura a consolarnos, a sostenernos en nuestras pruebas, o mejor dicho, sufre por nosotros. Decidme, hermanos míos, ¿si no orásemos, no estaríamos renunciando a nuestra salvación y a nuestra felicidad en la tierra? Pues sin la oración sólo podemos ser desgraciados, y con la oración tenemos la certeza de obtener todo lo que necesitamos para el tiempo y para la eternidad, como veremos.

Primero os digo, hermanos míos, que todo ha sido prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración lo obtiene todo cuando es bien hecha: esta es una verdad que Jesucristo nos repite en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. La promesa que Jesucristo nos hace es explícita: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá… Y todo lo que pidáis con fe en la oración, lo recibiréis”. Jesucristo no se contenta con decirnos que la oración bien hecha lo obtiene todo. Para convencernos aún más, nos lo asegura con un juramento: “En verdad, en verdad os digo que, si pedís algo a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá”. Por las palabras del mismo Jesucristo, hermanos míos, me parece que sería imposible dudar del poder de la oración. Además, hermanos míos, ¿de dónde puede venir nuestra desconfianza? ¿Será de nuestra indignidad? Pero el buen Dios sabe que somos pecadores y culpables, que nos apoyamos en su infinita bondad y que es en su nombre que oramos. ¿Y no está acaso nuestra indignidad cubierta y oculta por sus méritos? ¿Será porque nuestros pecados son demasiado terribles o demasiado numerosos? ¿Pero no le es tan fácil a Él perdonarnos mil pecados como uno solo? ¿Acaso no fue sobre todo por los pecadores que Él dio su vida? Escuchad lo que nos dice el santo Rey-Profeta cuando se pregunta si alguien ha orado al Señor y no ha sido escuchado: “En verdad, Señor, Tú eres bueno y clemente, lleno de misericordia para todos los que te invocan”.

Veámoslo por medio de algunos ejemplos, que os facilitarán la comprensión. Ved a Adán, después de su pecado, pedir misericordia. El Señor no solo lo perdonó a él, sino también a todos sus descendientes; le envió a su Hijo, que tuvo que encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved el caso de los ninivitas, que eran tan culpables que el Señor les envió a su profeta Jonás para avisarles de que iba a destruirlos de la manera más terrible, es decir, con fuego del cielo. Todos ellos se entregaron a la oración, y el Señor les concedió el perdón. Incluso cuando el buen Dios estaba dispuesto a destruir el universo con un diluvio universal, si esos pecadores hubieran recurrido a la oración, habrían tenido la certeza de que el Señor los perdonaría. Yendo más lejos, miremos a Moisés en la montaña, mientras Josué lucha contra los enemigos del pueblo de Dios. Mientras Moisés ora, ellos vencen; pero en cuanto deja de orar, son derrotados. Ved también al mismo Moisés, que intercede ante el Señor por treinta mil culpables que el Señor había decidido destruir: con sus oraciones, obligó al Señor —por así decirlo— a perdonarlos. “No, Moisés”, le dijo el Señor, “no pidas misericordia para este pueblo; no quiero perdonarlo”. Moisés insistió, y el Señor, vencido por las oraciones de su siervo, los perdonó.

¿Qué hace Judit, hermanos míos, para liberar a su nación de este enemigo formidable? Comienza por orar, y llena de confianza en Aquel a quien acaba de orar, va donde Holofernes, le corta la cabeza y salva a su nación. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió a su profeta para decirle que pusiera en orden sus asuntos, porque iba a morir. Entonces se postra ante el Señor, suplicándole que no lo lleve aún de este mundo. El Señor, conmovido por su oración, le concedió quince años más de vida. Yendo más lejos, mirad al publicano que, reconociendo su culpa, va al templo a pedir perdón al Señor. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados fueron perdonados. Mirad a la pecadora que, postrada a los pies de Jesucristo, le reza con lágrimas. ¿No le dice Jesucristo: “Tus pecados te son perdonados”? El buen ladrón ora en la cruz, a pesar de estar cargado con los crímenes más graves: Jesucristo no solo lo perdona, sino que le promete que ese mismo día estará con Él en el cielo. Sí, hermanos míos, si tuvierais que nombrar a todos aquellos que obtuvieron el perdón por medio de la oración, tendríais que nombrar a todos los santos que fueron pecadores, pues fue solamente a través de la oración que lograron reconciliarse con el buen Dios, que se dejó tocar por sus súplicas.

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Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

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