SOBRE LA ORACIÓN [Parte III]

III. Pero tal vez pensáis: ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas oraciones, sigamos siendo pecadores y no seamos mejores ahora que antes? Amigo mío, nuestra desgracia proviene del hecho de que no oramos como deberíamos, es decir, sin preparación y sin verdadero deseo de convertirnos, muchas veces sin siquiera saber lo que queremos pedir a Dios. Nada más cierto que esto, hermanos míos, pues todos los pecadores que pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que pidieron a Dios la perseverancia perseveraron. Pero quizás me digáis: Somos demasiado tentados. — Estás demasiado tentado, amigo mío, puedes orar y puedes tener la certeza de que la oración te dará la fuerza para resistir la tentación. ¿Necesitas gracia? La oración te la dará. Si dudas, escucha lo que nos dice Santiago: que con la oración tenemos dominio sobre el mundo, sobre el demonio y sobre nuestras inclinaciones. Sí, hermanos míos, en cualquier pena en la que nos encontremos, si oramos, tendremos la dicha de soportarla con resignación a la voluntad de Dios; y por más violentas que sean nuestras tentaciones, si recurrimos a la oración, las venceremos.

Pero ¿qué hace el pecador? Está muy convencido de que la oración es absolutamente necesaria para evitar el mal y hacer el bien, y para salir del pecado cuando ha tenido la desgracia de caer en él; pero comprended, si podéis, su ceguera: casi no ora o lo hace mal. ¿No es cierto, hermanos míos? Ved cómo ora un pecador, suponiendo incluso que ore, pues la mayoría de los pecadores ni siquiera oran, y, lamentablemente, los vemos vivir como animales. Pero veamos a esos pecadores haciendo su oración: veámoslos recostados en una silla o apoyados en la cama, haciéndola mientras se visten o se desvisten, o mientras caminan o gritan, y cuando tal vez incluso maldicen a sus criados o a sus hijos. ¿Y qué preparación hacen antes? Lamentablemente, ninguna. Muchas veces, y la mayoría de las veces, esos pecadores terminan su pretendida oración no sólo sin saber lo que han dicho, sino también sin pensar quiénes son, ni a qué han venido, ni qué han pedido. Si los vierais en la casa de Dios, ¿no os moriríais de compasión? ¿Piensan que están en la presencia santa de Dios? No, sin duda que no: observan quién entra y quién sale, se hablan unos a otros, bostezan, duermen, se aburren, tal vez incluso se enojan porque los oficios les parecen demasiado largos. Su devoción al santiguarse con el agua bendita es muy semejante a la que tienen cuando sacan agua común del balde para beber. Apenas si se arrodillan, y ya les parece demasiado inclinar un poco la cabeza durante la consagración o la bendición. Los vemos mirar en torno al templo, tal vez incluso a objetos que pueden llevarlos al mal; no han entrado aún y ya quisieran estar afuera. Cuando salen, los oímos gritar como personas que acaban de ser liberadas de una prisión. Pues bien, hermanos míos, ésta es la necesidad del pecador: podéis ver cuán grande es. ¿Y os sorprendería que un pecador permanezca siempre en su pecado y, además, persevere en él?

En tercer lugar, dijimos que las ventajas de la oración dependen de la manera en que cumplimos con este deber, como veréis.

Para que una oración sea agradable a Dios y provechosa para quien la hace, es necesario que esté en estado de gracia o, al menos, que tenga la buena voluntad de salir prontamente del pecado, porque la oración de un pecador que no quiere abandonar su pecado es un insulto a Dios. Para que una oración sea buena, hay que prepararse para ella. Toda oración hecha sin preparación es una oración mal hecha, y esa preparación significa, como mínimo, fijar la mirada en el buen Dios por un momento antes de ponerse de rodillas, pensar con quién se va a hablar y qué se le va a pedir. Lamentablemente, son pocos los que se preparan para ello y, en consecuencia, pocos los que oran como se debe, es decir, de manera que sean escuchados. Además, hermanos míos, ¿qué esperáis que Dios os conceda, una vez que no queréis nada ni deseáis nada? Mejor aún: es un pobre que no quiere limosna; es un enfermo que no quiere ser curado; es un ciego que quiere seguir ciego; en fin, es un condenado que no quiere el cielo y que acepta ir al infierno.

Dijimos que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, es una conversación dulce y feliz entre una criatura y su Dios. No es, pues, hermanos míos, rezar al buen Dios como conviene cuando pensamos en otra cosa mientras oramos. Tan pronto como nos demos cuenta de que nuestro espíritu divaga, debemos volver rápidamente a la presencia del buen Dios, humillarnos ante Él y no abandonar nunca nuestras oraciones porque no sintamos gusto al rezar. Por el contrario, cuanto más repugnancia sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si continuamos con el pensamiento de agradarle. La historia cuenta que, un día, un santo dijo a otro: “¿Por qué, cuando rezamos al buen Dios, nuestra mente se llena de mil pensamientos extraños y que, muchas veces, si no estuviéramos ocupados orando, ni siquiera pensaríamos en ello?” El otro respondió: “Amigo mío, eso no debe sorprenderte: primero, porque el demonio prevé las abundantes gracias que podemos obtener mediante la oración y, por eso, desespera de conquistar a una persona que reza como debe; segundo, porque cuanto más fervorosamente oramos, más rezamos…”. Otro hombre, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué tentaba continuamente a los cristianos. El demonio respondió que no podía soportar que un cristiano, que había pecado tantas veces, obtuviera todavía el perdón, y que mientras hubiera un cristiano en la tierra, lo tentaría. Luego le preguntó cómo los tentaba. El demonio le respondió lo siguiente: “A unos les pongo el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros, los hago dormir; y a otros, les llevo el espíritu de ciudad en ciudad”. Lamentablemente, hermanos míos, esto es demasiado cierto; experimentamos estas cosas todos los días cuando estamos en la santa presencia de Dios para orar.

Se cuenta que el superior de un monasterio, al ver a uno de sus religiosos que, antes de comenzar su oración, hacía cierto movimiento y parecía hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba antes de empezar a orar. “Padre —dijo él—, antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a todos mis pensamientos y deseos y decirles: Venid todos, y vamos a adorar a Jesucristo, nuestro Dios”. “¡Ah, hermanos míos! —dice Casiano— ¡cuán edificante era ver a los primeros fieles rezar! Estaban tan reverentes en la presencia de Dios que el silencio era tan grande que parecía que estaban muertos; se veía que temblaban en la Iglesia; no había sillas ni bancos; estaban postrados como criminales esperando la sentencia. Pero también, hermanos míos, ¡cuán pronto se pobló el cielo y qué dulce era vivir en la tierra! ¡Ah, felicidad infinita para quienes vivieron en esos tiempos benditos!”

Ya dijimos que nuestras oraciones deben hacerse con confianza y con la firme esperanza de que el buen Dios puede y va a concedernos lo que le pedimos, si lo pedimos como conviene. En todos los lugares donde Jesucristo promete concederlo todo a la oración, Él pone siempre esta condición: “Si oráis con fe”. Cuando alguien le pedía una curación o cualquier otra cosa, nunca dejaba de decirle: “Hágase en ti según tu fe”. Además, hermanos míos, ¿quién podría hacernos dudar, una vez que nuestra confianza se apoya en el poder infinito de Dios, en su misericordia sin límites y en los méritos infinitos de Jesucristo, en cuyo nombre oramos? Cuando oramos en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, sino que es el mismo Jesucristo quien ora al Padre en nuestro nombre. El Evangelio nos da un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría una hemorragia. Ella se decía a sí misma: “Si toco, aunque sea sólo su vestido, quedaré curada”. Se ve que creía firmemente que Jesucristo podía curarla; esperaba con gran confianza la curación que tanto deseaba. De hecho, cuando el Salvador pasó, ella se lanzó a sus pies, tocó su manto y quedó inmediatamente curada. Jesucristo vio su fe y la miró con bondad, diciéndole: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal”. Sí, hermanos míos, a esta fe y a esta confianza se promete todo.

4º Decimos que, cuando oramos, debemos tener intenciones muy puras en todo lo que pedimos, y no pedir sino lo que pueda contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación. San Agustín nos dice: “Podéis pedir cosas temporales, pero siempre con el pensamiento de que las utilizaréis para la gloria de Dios y la salvación de vuestra alma, o para la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras súplicas no son más que pedidos hechos por orgullo y ambición; y si, en ese caso, el buen Dios se niega a concederos lo que pedís, es porque no quiere contribuir a vuestra ruina”. Pero, como dice san Agustín, ¿qué hacemos en nuestras oraciones? Desgraciadamente, pedimos una cosa y deseamos otra. Cuando rezamos el Padrenuestro, decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, lo que quiere decir: “¡Dios mío, despréndenos de este mundo; dadnos la gracia de despreciar todas las cosas que sólo sirven para esta vida presente; concededme la gracia de que todos mis pensamientos y todos mis deseos sean para el cielo!” ¡Desgraciadamente, nos enojaríamos mucho si el buen Dios nos concediera esta gracia! Al menos, muchos de nosotros lo haríamos.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

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