TRES PECADOS, TRES AMORES

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.

Al escuchar las lecturas de la liturgia de este Domingo III de Pascua, nos salta a la vista la figura de Pedro.

La primera lectura nos presenta al Pedro intrépido, al hombre decidido, a este Simón lleno de coraje, con el pecho abierto para enfrentar a todos los que se opongan a la misión sublime que le fue confiada de anunciar el Evangelio de Cristo: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, dijo él delante de sus perseguidores en Jerusalén.

Se consideró dichoso por sufrir injurias por causa del nombre de Cristo. Pero… Pedro, Pedro, al mirarte así de este modo, con este coraje, ¿cómo no contrastar esta imagen con los hechos sucedidos algunos días antes?

Simón, en efecto, te encontrábamos en una mezcla de confianza y debilidad en los momentos quizás más significativos de tu vida. Te vimos recibir del Espíritu la revelación de que Cristo era el Mesías, el Hijo de Dios; momento seguido, le increpas a Nuestro Señor porque les manifestó que tenía que padecer en Jerusalén: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! ¡Eso no puede pasarte!” (Mt 16,22). Huyes tú de la cruz, y quieres que el Señor tampoco se encuentre con ella.

En las vísperas de la Pasión de Nuestro Señor, le prometiste un seguimiento incondicional, amparado en tus propias fuerzas, con una confianza excesiva en ti mismo. Pero el Señor te desengaña: “Antes que el gallo cante, tres veces me habréis de negar” … Lo que le dijiste instantes antes de esta profecía: “Daré mi vida por ti si fuera necesario, Señor”, no demuestra más que la falta de conocimiento de ti mismo que tenías. Pobre miserable Pedro… Te fiaste de ti mismo, de tu espada en el huerto… Pensabas que podría tener fuerzas para defender al Maestro, pero de él, justamente del Maestro es de quién escuchas la orden para que volviese a meter la espada en la vaina.

¿Qué hacer entonces, Pedro? ¿Qué solución tenías? ¿Huir? Sería demasiado vergonzoso para ti. El orgullo te movía a mantenerse firme en el seguimiento de su Señor, pero le seguías a lo lejos.

Ya había tenido lugar en aquella noche, una traición por parte de uno de los más allegados a Nuestro Señor: Judas vendió a Jesús por 30 monedas de plata. Tú Pedro, sin embargo, también le vendiste, tuviste tu parte en una traición. No fueron 30 monedas, pero por 3 veces le negaste… por tres monedas le cambiaste a Nuestro Señor por un amor a ti mismo, amor a tu propia vida. Por tres negaciones traicionaste al que solamente te había dado amor… ¿Cómo te olvidaste tan pronto de lo que el mismo Señor te había predicho Pedro?

Volvamos nosotros, de nuevo, a la noche de aquel jueves santo, al entrar Jesús en la sala del primer proceso, en casa de Caifás. La oscuridad y el frío son desgarrados por las llamas de un brasero situado en el patio del palacio. El personal de servicio y de custodia estira las manos hacia una fuente de calor; los rostros están iluminados. Y he aquí que se escuchan tres voces en sucesión, tres manos apuntan hacia un rostro reconocido, el de Pedro.

La primera es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando al discípulo y exclama: “Tú también estabas con Jesús”. Luego se escucha una voz masculina: “Eres uno de ellos”. Y más tarde otro hombre repite la misma acusación, al notar el acento septentrional de Pedro: “Estabas con él”. A estas denuncias, casi en un aumento desesperado de autodefensa, el apóstol no duda en jurar tres veces: “¡No conozco a Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé lo que decís!”. La luz de aquel brasero penetra, por tanto, mucho más allá del rostro de Pedro; revela un alma mezquina, su fragilidad, el egoísmo, el miedo. Y, sin embargo, pocas horas antes había proclamado: “Aunque todos se escandalicen, yo no… Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré”.

Sin embargo, el telón no cae sobre esta traición, como había acontecido con Judas. En efecto, en esa noche un sonido intenso desgarra el silencio de Jerusalén y sobre todo la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En ese preciso momento Jesús está saliendo de la sala del juicio donde ha sido condenado. San Lucas describe el cruce de las miradas de Cristo y Pedro, y lo hace usando un verbo griego que indica fijar intensamente la mirada en un rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre cualquiera el que ahora mira a otro; es “el Señor”, cuyos ojos escrutan el corazón y los riñones, es decir, el secreto íntimo de un alma.

“Para mostrar a Pedro a sí mismo, es decir, para mostrar a Pedro a Pedro mismo” -decía San Agustín-, “el Señor apartó su rostro de él por un tiempo, y entonces lo negó. Volvió su rostro a él cuando lo miró, y Pedro se echó a llorar. Lavó su culpa con las lágrimas, derramó agua de sus ojos, y bautizó su conciencia.” (San Agustín)

Y de los ojos del apóstol resbalan las lágrimas del arrepentimiento. Tres veces lo negaste hasta que cantó el gallo. Se cruzaron sus miradas, saliste a llorar amargamente y te acordaste de tus fuerzas… te diste cuenta de que eran como paja que arrebata el viento.

En la historia de Pedro se condensan numerosas historias de infidelidad y de conversión, de debilidad y de liberación. “He llorado y he creído”: así, con estos dos únicos verbos, hace siglos, un convertido relacionará su experiencia con la de Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos pequeñas traiciones, protegiéndonos tras justificaciones mezquinas, dejándonos arrastrar por temores viles.

Sin embargo, el Señor le perdonó, vio que no había perdido su fe, al final, el propio Señor había rogado al Padre para que la fe de Simón no desfalleciera. Y ahora pide algo a cambio de su negación.

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.” (San Agustín, Sermón 275)

“Éste es Pedro, que ama y niega al mismo tiempo; niega por debilidad humana y ama por gracia divina.” “En la negación” -decía San Agustín, “Pedro se descubrió a sí mismo”. Podemos decir que en la confesión, Pedro descubre las exigencias del amor de Jesús, exige que le ame más que a todos los demás, exige que sea un amor perseverante, exige que sea un amor incondicional, pero por encima de todo, exige que sea un amor humilde, que confía totalmente en el Amado, y no pone su seguridad en sí mismo. “Había sido presuntuoso y con soberbia jactancia había echado al aire sus -llamémoslas así- fuerzas cuando decía: Señor, estaré contigo hasta la muerte, presumiendo de ellas. Y entonces precisamente escuchó lo que era.” “Porque cuando negó, temió morir, pero resucitando el Señor, ¿qué había de temer, si veía en El muerta la muerte?” (San Agustín, Sermón 149)

“Le dice por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Esta es la tercera vez que el Señor pregunta a Pedro si le ama, haciéndole confesar tres veces lo que negó tres veces, a fin de que la lengua no sirva menos al amor que lo que sirvió al temor, y que habló, más por conjurar la muerte que le amargaba, que por despreciar la vida presente.

Por eso, pidamos a la Santísima Virgen, ella que hermosamente es llamada la Madre del Amor Hermoso, que nos enseñe a verdaderamente amar a Su Hijo, Jesucristo Señor Nuestro, y que, a ejemplo de Pedro, podamos siempre estar dispuestos a confesar nuestro amor por el Señor, confiando siempre en su Misericordia que nos socorre, y jamás en nuestras débiles fuerzas.

Así sea.

P. Harley D. Carneiro, IVE

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