APRENDER A AMAR A DIOS

Maestro, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida? – Lc 10, 25-37

Es interesante notar en el Evangelio de este domingo, que cuando el doctor de la Ley le interroga al Señor sobre las cosas que uno debe hacer para alcanzar la Vida Eterna, Nuestro Señor le responde remitiéndose a la Ley (algo que ellos deberían ser expertos, al final, eran doctores de la Ley): “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Al contestar de vuelta, el escriba pronuncia este texto que tan bien grabado tenían en su memoria, el Shemá Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.” Su respuesta estaba correcta, el Señor Jesús lo confirma diciendo que el que obra así, alcanzará la vida.

El doctor de la Ley quería algo más, quería justificar su intervención, dice el Evangelista, y por esto le vuelve a preguntar a Nuestro Señor: “¿Y quién es mi prójimo?” Aquí lo que llama la atención y que quería que reflexionásemos un instante, es que, esta segunda pregunta del doctor de la Ley no pide explicación sobre la primera parte del mandamiento que Dios había dejado en la Ley de Moisés: Amarás al Señor, tu Dios… Sino que hace referencia a la segunda parte del mandamiento: …y a tu prójimo como a ti mismo.

Ambas partes del mandamiento mayor de la Ley de Moisés hacen referencia al amor, lo que cambia es el objeto en quién recae este amor. El P. Alfredo Sáenz, S.J. decía cierta vez que “dos amores constituyen la esencia de nuestra vida cristiana, dos amores que resumen el contenido de los diez mandamientos, que Dios intimara a su pueblo en el Antiguo Testamento, aquellos mandamientos a que aludía la primera lectura, ‘que no son superiores a nuestras fuerzas ni están fuera de nuestro alcance’: el amor a Dios y el amor al prójimo.” Y seguía diciendo el Padre Sáenz con una linda imagen de como estos dos amores se entrecruzan: “Una dimensión vertical: el amor a Dios. Y una dimensión horizontal: el amor a los pobres. Por cierto que no es fácil llevar, sin disociarlos, el travesaño vertical y el travesaño horizontal del amor que se encarna en una cruz donde se encuentran, uno en dependencia del otro, los dos mandamientos de la caridad.”[1]

En el Evangelio de hoy, el Señor ha querido limitarse a explicar en qué consiste el amor al prójimo, y para lo cual, utilizó la famosa parábola del buen samaritano. Se entiende también que esta fue la segunda pregunta del escriba que quería probarlo, motivo por el cual ahí se detiene el Señor. La duda de los escribas y fariseos era sobre el amor que uno debe dar al prójimo, pues se manifestaba muchas veces en obras exteriores, y estas cosas eran muy apreciadas por ellos, querían hacerlas para aparecer delante de los demás, por esto está esa famosa advertencia de Nuestro Señor: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres. El amor a Dios era algo que ellos ya lo cumplían -al menos ritualmente-, cumpliendo todos los preceptos mandados en la ley.

Cuando el Señor pone de relieve que, para alcanzar la vida, es necesario el cumplimiento del mayor mandamiento de la Ley, aplicándolo a nuestros tiempos, me parece que podríamos invertir el orden del cuestionamiento del escriba. En aquél entonces, ellos tenían problemas en poner por práctica con verdadero espíritu de caridad desinteresada, el amor al prójimo. Por eso la parábola del buen samaritano. Pero en nuestros días, lo que uno más observa es que, del mandamiento del amor que el Señor mandó por medio de Moisés en el Deuteronomio, el hombre de nuestro tiempo parece tener más dificultad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, y claro, una vez deformado esto, el amor al prójimo desvirtuado hacia un egoísmo profundo no será más que una trágica consecuencia.

Justamente para poder volver al amor más puro, podemos decirlo así, para volver a amar a Dios con todo nuestro ser, es necesario una práctica y vivencia de los mandamientos con el espíritu evangélico, con el espíritu de Jesús, o, en otras palabras, vivirlo en la plenitud de los hijos de Dios.

Antes que empecemos a poner excusas para el cumplimiento de estos mandamientos, diciendo que son pesados, que no podemos seguirlos como pide el Señor, conviene poner de vuelta los ojos en la primera lectura del libro del Deuteronomio, dónde Moisés nos dice que “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.” ¡Podemos cumplirlo! A esto estamos llamados, estas palabras o estos mandamientos están “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques

Es muy lindo el salmo 118 que la Iglesia pone como segunda opción para la liturgia de este domingo, es una verdadera y profunda alabanza de la Ley de Dios, y dice: “La Ley del Señor es perfecta, / reconforta el alma… Los preceptos del Señor son rectos, / alegran el corazón… La palabra del Señor es pura, / permanece para siempre… Son más atrayente que el oro, / más que el oro fino…

Esta belleza de la ley de Dios ha llevado a los santos a comprender que es una de las expresiones más elevadas del amor de Dios para con el pueblo elegido. Por eso es que Jesús no ha venido para abolir la Ley, sería una aberración que el Mesías viniese a borrar de la historia los preceptos que Dios había dado a los hombres. Vino a darles pleno cumplimiento.

En medio de estos santos, uno se destaca sin lugar a duda, al comienzo del siglo pasado, en un pequeño pueblo al noreste de la ciudad de Paris, en Francia. Lisieux tuvo la gracia de abrigar en su seno, una de las más grandes santas de la edad moderna, una santa que fue grande justamente por su pequeñez, por su simplicidad. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, descubrió la belleza del amor Divino manifestado hacia nosotros, los hombres, de un modo un tanto “infantil” para el que mira superficialmente, pero existe mucha madurez en su doctrina espiritual, un temple de hierro es necesario para llevar a cabo lo que esta joven Flor del Carmelo de Lisieux ha enseñado a sus hermanas de convento y a todos nosotros.

El P. Casanovas, jesuita y mártir en la persecución religiosa del 36 en España, además de gran comentador de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tiene una pequeña obra, un librito intitulado: “El alma de Santa Teresa del Niño Jesús”, que es una preciosidad. Él describe de un modo muy profundo la gran alma de esta santa carmelitana, además de describir y explicar su doctrina.

En relación con el tema que venimos tratando del amor, decía el P. Casanovas: “En realidad la Santa no tenía sino una vida y una doctrina, que era la del Amor, y de este no podía dudar, como tampoco podía dudar del mismo Dios.”

Es muy conveniente considerar al menos sintéticamente la línea general de lo que quiso enseñar Santa Teresita en su “caminito espiritual”, pues es la respuesta al problema que identificamos anteriormente que vive nuestra sociedad actual: no saben y no conocen como es el amor de Dios, por consecuencia, no lo aman.

En síntesis, en palabras del Papa Pio XI en la homilía de canonización de la Santa, “la nueva Santa Teresa penetróse de esta doctrina evangélica, adoptándola en la práctica cotidiana de su vida.”

Ella vino con sus palabras sencillas, recordarnos de que por encima de todo, lo que Cristo nos vino a enseñar es que Dios es nuestro Padre: Cuándo fueres orar, rezad así: Padre nuestro…Y que, por lo tanto, existe una relación filial, y que debe mantenernos en la candidez de los niños, la confianza inquebrantable que tienen en su Padre, que les llena de un amor sin límites, que no quiere más que hacer a su Padre feliz.

Un niño no se preocupa de hacer grandes cosas para que su papá le vea, pero, sabiendo que es amado, todo lo que hace, le parece grandioso…El amor transforma los pequeños gestos en obras magnificas, las adorna y las llena de representatividad delante de aquél a quién amamos. Por esto, para ganar la vida eterna, no es necesario mucho, basta con hacer bien todas las cosas que nos manda el Señor, hacerlas con amor, hacerlas por amor…

Jesús, todo lo que hizo en toda su vida terrena, lo hizo con amor, él tenía la plenitud del amor. San Pablo dijo en la segunda lectura: “Porque Dios quiso que en Él residiera toda la plenitud”. Por esto es que tenemos en nuestras manos la llave para alcanzar la vida eterna: reaprender a amar a Dios con la sencillez y confianza de un niño, para que esto se refleje en el amor a nuestro prójimo y así seamos imágenes de Cristo Jesús.

Que la Santísima Virgen María nos alcance a todos esta gracia.

 

P. Harley Carneiro, IVE

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 219-223

Madre amable

María es Madre amable

P. Gustavo Pascual, IVE.

Porque el mismo Jesucristo nos la entregó como madre en la cruz y quiere que como buenos hijos la amemos sin medida. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[1].

La misma Santísima Virgen profetizó que todas las generaciones la llamarían bienaventurada. “Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”[2]. La misma Isabel la llamó bendita entre las mujeres[3].

“Como proveía a su Madre, en cierto modo, de otro hijo por el que la dejaba, manifestó el motivo en las siguientes palabras: Y desde aquella hora el discípulo la recibió como suya. ¿Pero en que recibió Juan como suya a la madre del Señor? ¿Acaso no era de los que habían dicho a Jesús: ¿He aquí que lo hemos dejado todo, y te hemos seguido? La recibió, no por sus propiedades (pues nada tenía propio) sino en los cuidados que solícito la había de dispensar”[4].

Y la doctrina del Magisterio de la Iglesia entre otros testimonios dice en boca de Pío XI: “No puede sucumbir eternamente aquel a quien asistiere la Santísima Virgen, principalmente en el crítico momento de la muerte. Y esta sentencia de los doctores de la Iglesia, de acuerdo con el sentir del pueblo cristiano y corroborada por una ininterrumpida experiencia, se apoya muy principalmente en que la Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y, constituida Madre de los hombres, que le fueron encomendados por el testamento de la divina caridad, los abrazó como a hijos y los defiende con inmenso amor”[5].

“(María) conoció el amor de Dios cuando el Ángel la llamó ‘llena de gracia’ y le anunció que sería Madre del Salvador.

Creyó en el amor de Dios cuando se entregó con todo su ser al designio amoroso del Padre y se dejó invadir por el Espíritu Santo, Espíritu de amor, diciendo: “Hágase en mí según tu palabra”.

La historia de la salvación sigue siendo en la Iglesia una historia de amor de Dios que nos precede y acompaña correspondiendo por una fe libre y generosa del hombre que se entrega en pos del proyecto de Dios sobre la misma humanidad.

María es testigo del misterio del amor de Dios que culmina en la Pasión y en la Resurrección de Cristo[6].

Para hacer conocer a otros una cosa, podemos proceder de dos maneras: dando la definición de ella, como cuando definimos hombre como animal racional o describiéndola por sus propiedades como cuando decimos que el hombre es una criatura que ríe, piensa, ama, etc.

Para conocer a María como Madre amable, tomaremos la descripción paulina del amor y la aplicaremos a nuestra madre celestial para concluir con nuestra necesaria respuesta de amor hacia ella[7].

La caridad es paciente, es decir, todo padece esperando hasta conquistar el bien amado.

María es ejemplo de caridad porque fue ejemplo de paciencia. Sufrió los dolores profetizados por Simeón para conquistar mucho más el corazón de Dios.

 La caridad es servicial, no repara en dolores y sacrificios, en dignidad o nivel social, en consuelos o desconsuelos, en respetos humanos o en el qué dirán. Por el contrario, está a disposición siempre, es pronta a la necesidad y a veces incluso se adelanta a la necesidad, busca exquisiteces en el trato y en la ayuda para con el amado.

María es ejemplo de caridad porque fue servicial en grado sumo. En su visita a Isabel que estaba encinta[8]. En la respuesta al ángel se hizo la servidora del Señor, reconociendo su nada, que es la humildad esencial, para ganar a Dios.

 La caridad no es envidiosa. Sufre con el que padece mal y se alegra con el que es consolado. No se irrita porque al que ama le vaya bien, porque sea bendecido, al contrario, si al amado le va bien goza y si le va mal se entristece y lo consuela.

El que ama verdaderamente reza la siguiente oración: “Señor que los otros sean más santos que yo con tal que yo sea lo más santo que pueda ser”[9].

María es ejemplo de caridad porque no fue envidiosa. La envidia es pecado. María no tuvo jamás mancha alguna de pecado, María nunca fue envidiosa. ¿A quién envidiaría la que por gracia recibió de Dios la gracia de ser Madre del Verbo Encarnado? ¿No es acaso, la bendita entre todas las mujeres?

 La caridad no es jactanciosa. La jactancia es el vicio que padece el hombre por el cual yerra en su juicio creyendo ser algo cuando se compara con Dios. Muchas veces el hombre por esta razón se siente independiente de Dios, se ensoberbece, olvidándose de su “creaturidad”. Si vive una vida cristiana seria, cree ser él causa de esa vida y se olvida que es una gracia de Dios.

Todo, sean dones naturales o sobrenaturales, los hemos recibido de Dios y como dice San Pablo: si los hemos recibido todos de Dios ¿por qué nos jactamos como si no los hubiésemos recibido?[10] Tenemos que reconocer por justicia que somos criaturas, que somos nada más pecado, delante de Dios. El hombre para poder amar no debe jactarse.

María nunca fue jactanciosa. Llena de gracia le dijo el ángel al saludarla, llena de dones. Ella contestó “he aquí la esclava del Señor”, me entrego toda porque todo lo he recibido del Señor. Me llamarán feliz todas las generaciones porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí, pero porque miró la humildad de su sierva.

He aquí la ayuda necesaria para vencer la jactancia, reconocer que somos nada delante de Dios y que dependemos absolutamente de Él.

 La caridad no se engríe. Reconoce las correcciones, las enseñanzas, desea ser corregida por los demás, con tal de ver con claridad, con tal de crecer. Sí tiene algún don lo pone al servicio de los demás. No se guía sólo por su propio criterio, no mira por encima del hombro a los demás, sino que sabe ayudarlos y hacerlos crecer en lo que sobresale. No busca aparecer sino permanecer oculta pero tampoco deja de hacer fructificar sus talentos.

María no fue engreída. Toda su grandeza se ocultó en la casa de Nazaret. Siendo la Madre de Dios jamás se la llamó así, sino simplemente la madre de Jesús, la esposa del carpintero. Pero tampoco jamás dejó de cumplir su misión de amar a su Hijo Jesús, siendo una madre ejemplar y haciendo fructificar los dones que Dios le había dado. 

La caridad es decorosa. Todo lo hace con perfección, nada a medias, es toda de Dios y nada hay en ella de mentira. Sigue el camino recto del bien, no obra movida por intereses mezquinos, egoístas o pecaminosos. Se mueve en la luz y nada hay en ella de oscuridad.

María no hizo nada que no fuera conveniente. Siempre cumplió a la mayor perfección la voluntad de Dios. Virgen inmaculada. Nunca hubo en ella ni la más mínima imperfección.

 La caridad no busca su interés. Por el contrario, busca el bien del otro, se niega a sí misma para darse. Su esplendor está en dar sin esperar nada a cambio, no es egoísta, no busca sacar ventajas para sí.

María no buscó lo suyo, sino que se dio totalmente a Dios para ser su madre. Ella sí que supo decir: Dios mío, soy toda tuya y todo lo mío es tuyo. “Hágase”, dijo al ángel, y su voluntad vibró al unísono con la de Dios.

 La caridad no se irrita. Antes dijimos que es paciente. También decimos que sabe perdonar y esto sin irritarse jamás. No busca la venganza, sino que perdona de corazón. Sabe llevar las pruebas y cruces porque proceden de Dios.

María no se irritó jamás. Jamás tuvo imperfección alguna. Junto con su Hijo estuvo al pie de la cruz, sufriendo sin irritarse y en un solo sentir con Él dijo en su corazón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”[11].

 La caridad no toma en cuenta el mal. No prejuzga, al contrario, siempre piensa bien, es inocente, es tolerante. Siempre sale al cruce de la difamación y la calumnia. No se apresura en dar juicios sobre los hechos. Espera siempre el resultado benigno.

María siempre pensó bien. De forma tal, que esperó siempre la conversión de sus compatriotas a pesar de todo lo que hicieron sufrir a su Hijo. Intercedió por ellos. Ayudó a los apóstoles en sus controversias con los fariseos comunicándoles sabiduría. Calló y esperó en Dios ante la duda de San José.

 La caridad no se alegra de la injusticia. Sabe corregir cuando existe error o injusticia, sabe decir blanco cuando es blanco y negro cuando es negro. Aunque piensa bien, ante la evidencia de lo injusto, reacciona, pero sin ira.

María buscó siempre la justicia. Supo dar a cada uno lo que le correspondía. Enseñó a las mujeres de su ciudad sobre el Mesías. Fustigó duramente las calumnias farisaicas. Socorrió a las viudas y huérfanos. Lloró por los injustos juicios a su Hijo y por sus injustos verdugos.

 La caridad se alegra con la verdad. Sabe profundizar la realidad y defender su incorruptibilidad. Sabe apoyarse en la Verdad por excelencia y tomarla como modelo de juicio en las verdades creadas.

María buscó siempre la verdad. Porque fue madre de la Verdad. Porque siempre estuvo unida a la Verdad. Porque ella nada tenía en común con la mentira. Porque desde el principio hubo enemistad entre ella y la serpiente[12].

 La caridad todo lo excusa, las cruces, los sufrimientos, los dolores, las aflicciones, los desengaños, las burlas, la amargura, la angustia… para imitar al que las sobrellevó por amarnos hasta el extremo.

María todo lo sobrellevó. Toda su vida como la de su Hijo estuvo ensombrecida por la cruz. María había sido hecha madre para que se encarnara en ella el Hijo de Dios y ambos en una misión común, la misión de la redención de los hombres. Uno con toda rigurosidad como Redentor, la otra con toda dignidad, como Corredentora.

 La caridad todo lo cree. Proceda de quién proceda. Sabe el valor que tiene la verdad y que las palabras son verdaderas porque se adecúan a la realidad y bajo ese concepto acepta toda palabra sin mirar al rostro de donde viene.

María todo lo creyó. María antes de concebir en su vientre creyó en su corazón las palabras del ángel. Siempre creyó cada palabra de su Hijo, su mensaje de salvación. Fue la única que nunca dudó de la resurrección de su Hijo y a ella el mismo Cristo resucitado premió con su primera aparición. María es ejemplo de fe para todos los cristianos.

 La caridad todo lo espera. No se desespera porque todo lo cree. Consecuencia lógica es que espere contra toda esperanza, aunque el que prometió no aparezca confiable. La caridad espera al amado siempre, nunca se cansa de esperarlo.

María todo lo esperó de Dios. Esperó contra toda esperanza en la pasión cuando siete espadas ya habían traspasado su alma. Esperó cuando concibió por obra del Espíritu Santo ante la angustia de José. Esperó la venida del Espíritu Santo con los Apóstoles siempre instándoles a que esperasen y creyesen en el Señor que es infinitamente fiel y veraz.

 La caridad todo lo soporta. Soporta escarnios, traiciones, malos tratos, injusticias, golpes, humillaciones y todo sin guardar rencor.

María todo lo soportó. La espada profetizada por Simeón traspasó el corazón de María en toda su vida y María guardaba todas las cosas en él[13], fueran buenas o tristes, gratas o ingratas. María supo compenetrarse con el dolor y acompañar a su Hijo en toda su vida que fue un largo camino hacia el Calvario. Por eso María es Virgen Dolorosa.

María es ejemplo y modelo de caridad. Pero esa caridad María no la guardó para sí, sino que la derrochó con abundancia en su Hijo Jesucristo desde su concepción inmaculada. También en nosotros sus hijos espirituales desde que Jesús nos la dio como Madre en la persona de Juan.

Por ser nuestra madre que tanto nos ama, por su belleza y hermosura, por todo lo que es, que jamás se dirá de ella suficiente y porque amor con amor se paga nosotros debemos amarla con todo nuestro ser.

[1] Jn 19, 26-27

[2] Lc 1, 48

[3] Cf. Lc 1, 42

[4] Catena Aurea, Juan (V)…, San Agustín a Jn 19, 25-27, 424-5.

[5] Pío XI; epist. Apost. Explorata res (2-2-1923). Cf. Doc. mar. n. 575 Cit. Royo Marín, La Virgen María…, 127.

[6] Cf. Juan Pablo II. Vino y Enseñó…, 153.

[7] Cf. 1 Co 13, 4

[8] Cf. Lc 1, 39

[9] Card. Del Vals, Letanías de la humildad. Vademécum del Ejercitante. Mikael Argentina 19833, 148

[10] Cf. 1 Co 4, 7

[11] Lc 23, 34

[12] Cf. Gn 3, 15

[13] Cf. Lc 2, 51

Concierto 2025

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

…Lo más significativo de este concierto ha sido en realidad el contexto. Estaba dispuesto justamente para los días en que comenzaron los problemas que ya todos saben, así que el hecho de haber podido retomar esta iniciativa que ya lleva algunos años, fue una gran alegría para todos. En los saludos iniciales la mayoría de los que hablaron remarcaron la misma idea de poder disfrutar en paz de la música ofrecida por la orquesta. De parte nuestra, el mensaje fue hacer una especie de pausa durante la hora y media que duró todo, compartir en paz todos juntos, y rezar por la paz. Les dijimos que los monjes a diario rezamos por la paz, para que reine en el mundo y en los corazones, y el asentimiento fue general, pues todos los presentes deseábamos lo mismo.

Una pequeña consideración valiéndonos del tema, podría ser la de la necesidad y búsqueda de la armonía en nuestra vida. Si durante la presentación de una pieza un músico llega a desafinar, de alguna manera es como que la canción se arruina… y tal vez haya sido sólo una nota, sólo durante un segundo, pero al menos ese instante se arruina, y por más que la música continue perfectamente hasta el final, desgraciadamente muchos recordarán dicho error. Ahora bien, en nuestra vida espiritual, debido al pecado original, la desarmonía consiste en más de una nota errada, pues es muy probable que no tengamos solamente un defecto que corregir ni haya sólo 2 o 3 pecados que reparar, pero la gran diferencia con nosotros es que cada aspecto que corregimos, mejoramos, cada falta que reparamos y cada buen propósito que emprendemos, no sólo que recupera, sino que le va dando armonía a nuestra vida y Dios se goza de ello. La armonía es la correcta disposición de las partes dentro del todo, podríamos decir, lo cual da belleza y produce deleite. Pues bien, si Dios es quien dirige la obra, con su gracia, con su Palabra, sus mandamientos, sus correcciones paternales y sus divinas mociones, tengamos por seguro que poco a poco nuestra vida se irá armonizando como nuestro buen Padre del Cielo lo desea para nuestro bien y fecundidad espiritual.

Volviendo al concierto, la satisfacción fue general y las palabras de agradecimiento a los artistas que prestaron su talento y su tiempo, y a los monjes que simplemente prestamos la basílica, fueron el telón de fondo que acompañó la larga despedida de las poco más de 350 personas asistentes que aprovecharon para hablar un poco con los religiosos y religiosas pues como bien sabemos, los hábitos religiosos son siempre un gran atractivo tanto para cristianos como para no cristianos, especialmente en estos lugares, convirtiéndose para nosotros nuevamente en una gran oportunidad de compartir y hacer apostolado.

Siempre a gradecidos de sus oraciones y renovando el pedido de oraciones por la paz:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

(Fotos y videos en nuestro Facebook)

Escribamos nuestros nombres en el Cielo

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

El conocido evangelio de este Domingo, nos narra el envío de los 72 escogidos y enviados por nuestro Señor Jesucristo a los lugares donde Él mismo luego habría de pasar. Y el itinerario de estos discípulos se nos muestra sumamente llamativo en varios aspectos, los cuales considerados en su conjunto parecen más o menos resumir, a grandes rasgos, la vida del discípulo sincero, consecuente, coherente con la fe y capaz de asumir las implicancias de la misma. Consideremos brevemente algunos detalles antes de pasar al tema central de este sermón:

– Los envía delante de Él con una misión y un mandato bastante claros: “rogad al dueño de la mies…”, es decir, los hace rezar, pues no hay misión que de frutos ni mucho menos abundantes si no es acompañada por la oración, y esto es una verdadera norma para nosotros.

– No les disfraza las cosas ni les esconde la cruz: los envía “como corderos en medio de lobos”, es decir, que se encontrarán con la adversidad, con la dureza de algunos corazones y tal vez hasta la persecución de parte de otros.

– Los envía desprendidos y penitentes: “No llevéis bolsa, ni alforja…”, pues, así como la misión necesita de la oración, también necesita de la mortificación y desprendimiento para que se vuelva más fecunda, por implicar así mayor confianza en Dios y su Providencia.

– Son “embajadores de paz” para aquellas almas que deseen recibirla; y como recompensa a esta buena disposición los hace partícipes de su poder sobrenatural para curar a los enfermos y enseñarles sobre el Reino de los cielos, atendiendo así tanto a los cuerpos como a las almas.

Finalmente, los envía con la misma firmeza tanto para predicar y atender como para sacudirse hasta el polvo de los pies en aquellos lugares donde no deseen recibir el mensaje de salvación… y los discípulos -como se nos cuenta-, regresaron con alegría.

Ante todas estas admirables consideraciones, e incluso ante lo más extraordinario que se nos cuenta (“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”), sin embargo, sin desmerecer absolutamente nada de todo esto -por supuesto-, pongamos nuestra atención en el último versículo, que viene a ser un colofón perfecto de lo más importante, de lo más salvífico para estos enviados del Señor y que Jesucristo se los dice claramente: “alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el Cielo”. Con esto, nuestro Señor, advierte a los discípulos qué es lo principal entre todo lo extraordinario y fecundo que Dios puede obrar a través de nosotros, a la vez que nos llena de esperanza y entusiasmo al enseñarnos que el gran motivo de alegría no es la fuerza de nuestras palabras, ni la magnitud de nuestro valor al testimoniar el Evangelio y ni siquiera lo milagroso, sino el hecho de que “a través de esto”, o sea, del cumplimiento gustoso de la voluntad de Dios que nos envía, a cada uno según su vocación, nuestros nombres sean escritos en el Cielo: porque para eso hemos sido creados, para convertirnos, agradar a Dios, luchar contra el pecado, dar frutos de virtudes y conquistar el Paraíso.

Inscribir nuestro nombre en el Cielo significa salvar el alma para siempre, haber alcanzado nuestra meta trascendente, cumplir con el sentido de nuestra vida: ver a Dios cara a cara. Y Jesús hoy nos deja en claro que esto es posible hacerlo desde ya, aguardando con fidelidad hasta el momento de presentar el alma delante de Dios.

Pensemos en lo maravilloso que ha de ser para el alma fiel que traspasa en paz el velo de la muerte, escuchar a Dios pronunciar su nombre como un morador oficial del Reino de los Cielos, como un redimido, como un amigo. Comprobar que todas nuestras batallas, que cada que vez que nos vencimos a nosotros mismos, que cada oración y cada sacrificio valieron absolutamente la pena, como si todas estas acciones fueran la tinta con la cual nuestros nombres se van escribiendo en la eternidad.

“Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.” (san Alberto Hurtado)

La gran alegría, entonces, ya desde esta vida, es el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, ése es nuestro seguro de salvación. Si Dios me pide cambiar, pues tengo que cambiar; si Dios me pide perdonar, pues debo perdonar; si Dios me pide desprenderme de algún afecto desordenado, pues me desprenderé; si Dios me pide terminar con una ocasión de pecado, pues cortaré con la ocasión. Y si Dios me pide amar más, ser más generoso, más confiado en Él, más atento al prójimo, pues lo haré; porque allí está su voluntad -y si la cumplo con alegría-, me aseguraré un puesto en su Reino, donde van cuyos nombres fueron escritos en esta vida pasajera con sus obras: “Feliz, mil veces feliz soy, aunque en mi flaqueza me queje algunas veces. Nada deseo, nada quiero, sólo cumplir mansamente y humildemente la voluntad de Dios. Morir algún día abrazado a su Cruz y subir hasta Él en brazos de la Santísima Virgen María. Así sea.” (san Rafael Arnáiz)

Que María santísima, nuestra buena Madre, nos guíe y vele por nosotros para pongamos los ojos en lo realmente importante, de tal manera que vayamos arrogándonos un lugar, desde ya y con fidelidad, en la eternidad.

P. Jason Jorquera M., IVE.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dios es nuestro refugio

Reflexión

 

“El que vive bajo la sombra protectora del Altísimo y Todopoderoso, 

dice al Señor: Tú eres mi refugio, mi castillo, 

¡mi Dios, en quien confío!” (Sal 91, 1)

A pocos días de haber terminado este último periodo de conflicto e incertidumbre en Tierra Santa, nuevamente los santuarios han quedado silenciosos, casi vacíos, expectantes ante alguna posible visita, como mirando con tristeza las consecuencias terribles de las guerras, especialmente en aquellos lugares donde no hay silencio ni paz ni descanso. Nosotros estamos bien; gracias a Dios y esa inmensurable red de oraciones que se extiende entre la tierra y el Cielo, estamos bien. Pero hay que seguir rezando, hay que seguir engrosando y extendiendo esas redes o cadenas de oraciones que interceden en favor de quienes continúan sufriendo, pues si bien aquí ahora está tranquilo, no ocurre lo mismo en todas partes, y en el momento en que compartimos estas líneas seguramente hay corazones elevando sus plegarias de entre los escombros del dolor y la injusticia, así que por favor no dejemos de rezar y ofrecer sacrificios por quienes más están sufriendo, ahora mismo, las consecuencias de las guerras, y por sus seres queridos que también a la distancia saben dolerse con ellos. Por favor, repetimos, no dejemos de rezar.

A partir de la primera vez en que sonaron las sirenas de alarma en Tierra Santa -escribo desde mi experiencia en el Monasterio de la Sagrada Familia-, se introdujo prácticamente como parte del interrogatorio obligatorio de quienes venían a visitar la casa de santa Ana, una pregunta absolutamente nueva y muy diferente a las que habitualmente contestamos los monjes, cuando somos llamados a atender a quienes tocan la campana solicitando nuestra atención: “¿ustedes tienen refugio?”, es decir, aquel lugar destinado a proteger ante la posibilidad de los peligros propios de la bélica situación; sea una habitación sólida, reforzada; sea un lugar de la misma casa más seguro, firme, apartado de las ventanas y de alguna manera más protegido que el resto. Y a partir de esta nueva realidad -para mí en tierra de misión, reitero-, esta simple y sencilla “palabrita” se me ha vuelto en más de una ocasión una oportunidad para sacar provecho, al examinarla en relación con nuestra vida espiritual. Pues no es algo que debamos tomar a la ligera ni dejar de profundizar, aquella afirmación bien conocida para todo cristiano, que cada uno de nosotros ha escuchado y muy probablemente hayamos repetido en más de una oportunidad: “Dios es mi refugio”; así como aquella hermosa letanía dedicada a nuestra Madre del Cielo: “Refugio de los pecadores, ruega por nosotros”. Y es que la palabra refugio está más presente en nuestra vida espiritual de lo que pareciera, al menos implícitamente, porque a menudo se nos hace algo “necesario para crecer en la vida espiritual”. ¿Por qué decimos esto?, pues porque muchas veces nos hemos ido a refugiar en Dios; y si nos refugiáramos más en Él y en la protección de María santísima, seguramente nuestro corazón sería “más de Dios” de lo que lo es ahora. Me explico: ¿Cuántas faltas cometidas no serían tales, si en lugar de haber continuado por el sendero sugerido por la tentación, nos hubiéramos ido a refugiar prontamente en Dios?; ¿cuántas tentaciones se habrían simplemente ahogado o desvanecido si nos hubiéramos ido a “encerrar” con Dios en la seguridad de su compañía? La primera vez que estuvimos cercanos a los ataques, mientras comenzaban a sonar las sirenas de advertencia, nos fuimos al lugar más seguro y cercano que teníamos, llevando con nosotros -por supuesto- nuestra pequeña imagen de la Sagrada Familia, rezando el santo rosario hasta que todo hubo terminado. Pues bien, cuando uno se refugia del peligro piensa solamente en lo esencial, y pareciera poder discernir y rechazar lo superficial de una manera prácticamente automática, no por miedo, no por desesperación, sino ante la consideración fundamental en nuestra existencia de si hemos hecho lo que Dios esperaba de nosotros hasta ese momento. Así pues, refugiarse en Dios constantemente va transformando vidas: va forjando criterios, va profundizando consideraciones, va ordenando los amores y avivando las respuestas a las amorosas exigencias de nuestro Padre celestial. Pero además, para nosotros es del todo especial, pues el único temor que nos mueve a refugiarnos en nuestro buen Dios es el temor del pecado o el de poder fallarle (o el de haberle fallado si se quiere, pero regresando siempre con gran confianza a sus brazos misericordiosos); el cual, sin embargo, no es la razón primera ni la más urgente, claro que no; sino la exigencia sobrenatural de corresponder a su amor divino; y esto es una constante en las vidas de las almas realmente enamoradas de Dios que debemos tratar de imitar con toda nuestra determinación, con todo el corazón, aún -y sobre todo-, cuando más necesitamos ser protegidos, como bien decía el santo: “Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia arriba, hacia Dios. ¡Oh bendita vida activa, toda consagrada a mi Dios, toda entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme a dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible en mis preocupaciones, mi único refugio.” (San Alberto Hurtado)

Refugiarse en Dios, por tanto, no debería ser una manera de escapar sino una necesidad de corresponder, como hemos dicho; un deseo y una convicción sobrenatural profundas, pues un hijo no se refugia en brazos de su madre o de su padre solamente cuando tiene miedo, sino -y, en primer lugar-, porque los ama y desea recibir cariño; porque en su regazo se sabe seguro; o simplemente por sentirse a gusto en sus brazos, o mejor dicho “por el sólo hecho de dejarse abrazar por ellos”.

Refugiémonos, pues, más en Dios; no le neguemos nuestra compañía, nuestra confianza absoluta en su Providencia, “nuestra correspondencia”; pues sólo Él es el refugio seguro ante nuestras necesidades, ante nuestros problemas, nuestras debilidades y nuestras heridas; huyamos del peligro del pecado, del terrible mal de la indiferencia y cobardía para defender nuestra fe, de la comodidad mundana y la contradicción del Evangelio. Vayamos las veces que sean necesarias donde está la seguridad de nuestra alma y quedémonos allí, bajo la protección divina, ante la mirada bondadosa del Altísimo, bien protegidos por los muros de la Misericordia que espera la visita de las almas.

“Yo lo pondré a salvo, fuera del alcance de todos, porque él me ama y me conoce. Cuando me llame le contestaré; ¡yo mismo estaré con él! (Sal 91, 14-15)

P. Jason Jorquera M., IVE.

SERMÓN POR EL SANTO PADRE PIO

En el Nombre del Padre del Hijo del Espíritu Santo, amén

Cuando el Evangelista San Juan, quiere introducirnos a nosotros en el misterio de la muerte de Jesucristo, dice estas palabras verdaderamente sublimes: Habiendo llegado la hora de salir de este mundo para llegar al Padre; de esta manera el Evangelista se introduce en el misterio de la muerte de Jesucristo.

Durante su vida pública, cuántas veces Jesús había hablado de su muerte, y la llamaba con esta frase, Mi hora; era por antonomasia la hora sublime, la hora ansiada por Dios.

Estamos nosotros aquí junto al altar de Dios, recordando también una muerte que nos es entrañablemente querida, y entonces, qué dulce es recordar esas palabras del Evangelista San Juan: llegó la hora para que el Siervo de Dios dejara este mundo y volviera al Padre. El mismo Jesús nos había dicho como indicándonos en una frase lapidaria su itinerario: Salí del Padre vengo al mundo, dejo el mundo y vuelvo al Padre.

Mis queridos hermanos, en esta trayectoria está contenido todo el misterio de la vida humana: Salir del Padre, venir al mundo, para dejar el mundo un día para volver al Padre. Por eso para el cristiano, la muerte queda extraordinariamente transfigurada con la luz de la eternidad y con el misterio de la vida beatífica; morir es comenzar a vivir, morir es retornar al seno del Padre que está en los cielos.

Cuántas veces, en mi vida de Sacerdote, al tener que asistir a un moribundo y verlo exhalar el último suspiro, yo me he quedado como extático ante el misterio de la muerte, pero pensando de esta manera: esta alma ha roto las ligaduras de su cuerpo y comienza en este instante el éxtasis indefectible, interminable de la gloria; esta alma que nunca lo ha visto a Dios cara a cara, no ha contemplado el rostro de María Santísima, de los ángeles y de los Santos, ha pasado el invierno, ha comenzado ya la nueva era; las puertas del cielo se abren, para caer en el éxtasis de Dios, por toda la eternidad; y he sentido dentro de mí mismo, en cierto modo, la fascinación de este misterio, y más de una vez me he preguntado, como se han preguntado otros ¿por qué no será también esta hora, mi hora, a fin de dejar al mundo para encontrarme en los brazos de Dios por toda la eternidad?

Mis queridos hijos, la muerte que nosotros recordamos hoy y por quién estamos rogando, es la muerte de esas muertes que la Biblia llama de los justos. Él ha escuchado ya: ven bendito de mi Padre a ocupar el reino que se te tiene preparado, desde toda la eternidad, y abrazado en la gloria entre los ángeles y los santos ir a ocupar el lugar en el que Dios le tenía predestinado desde toda la eternidad.

Pero hoy queridos hijos, bajemos nosotros un poquito más al misterio de su vida terrena. Cuando Dios se enamora de un alma, Dios se vuelca todo en ella; pero qué terrible que es Dios cuando se enamora de un alma. Escuchando la vida de los Santos uno se queda como sobrecogido ante ello; ¡qué extraordinario es ser predilecto de Dios! ¡Pero qué terrible y doloroso es ser predilecto de Dios!

El quince de octubre conmemoramos nosotros la festividad de Santa Teresa de Jesús, amada por Dios como pocas, oprimida por el peso de la cruz como pocas, acá en el destierro. Un día la santa conversando con el Señor, le habla de sus cruces y el Señor le contesta de esta manera: a los que amo así los pruebo; y la Santa, con la soltura estupenda que tenía con su genio hispánico, le contesta al Señor inmediatamente, ahora entiendo Señor, porque tienes tan pocos amigos; a los amigos tuyos Tú los crucificas.

Mis queridos hijos, cuando Dios se enamora de un alma, se vuelca todo al alma, quiere volcarle sus dones y sus gracias, en cierta manera quiere dejar visible su firma de predilección y, en casos determinados, las llagas de las manos y las llagas de los pies. Pero qué terrible que es esta gracia de Dios, cómo nos oprime con su peso. ¡Cuánto hace sufrir y cuánto padecer! Es en realidad el misterio del Calvario continuado, año tras año, hasta que Dios quiera decir basta; cuando su divina voluntad así lo disponga. Y nos preguntamos entonces, ¿por qué el amor de Dios se transfigura de esta manera de dolor y sufrimiento? ¿Por qué a los elegidos de Dios, Dios Nuestro Señor los trata de este modo?

Mis queridos hijos, el misterio de Dios es un misterio insondable para el hombre; sólo en la eternidad nosotros conoceremos todo el amor que está contenido en el corazón de Dios, cuando Dios crucifica un alma; y precisamente, cuanto más cerca quiere estar, cuanta más gracia quiere derramar en su corazón, más fuerte va hacer sentir el peso de la cruz; y como triturando y moliendo el corazón humano, hacer de este elegido un elegido a su misma hechura divina. Sólo de esta manera podemos entender el misterio de los místicos en toda la historia de la Iglesia: desde el primero quizás, que fue San Pablo hasta los últimos que recogerá el final del mundo.

Las almas místicas son invitadas de una manera extraordinaria a asociarse al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo: llevo grabadas en mí las marcas del amor de Jesucristo, decía el apóstol San Pablo; y precisamente el dolor es uno de esos signos de predilección divina, y nos volvemos a preguntar: ¿por qué Dios prueba de esta manera a quienes más ama?

Mis queridos hijos, a Dios no le podemos preguntar ¿por qué?, porque sabemos que todo lo que Dios hace es santo y justo, y entonces, ante los acontecimientos y ante las etapas espirituales de las almas, sólo nos cabe inclinar la frente y adorar los designios de Dios Nuestro Señor: son sus elegidos y Él los trata de este modo.

Pero abriendo un poquitito, la ventana de la vida espiritual nosotros recordamos aquella frase del apóstol San Pablo: Es necesario que nosotros, tratemos de cumplir en nuestro cuerpo, lo que falta a la pasión de Jesucristo.

La pasión de Cristo ha sido infinita, desbordante, la pasión de Jesucristo ha sido soberana, capaz de redimir a todos los mundos posibles, pero, sin embargo, en su infinita bondad, Dios ha querido dejar un margen para que al correr de los siglos, todo cristiano, por el hecho de estar incorporado a Cristo, participe de su cruz, y se convierta, en cierto sentido, en corredentor con Cristo. Pero cuando Él asocia un alma a su misterio redentor, cuando la hace entrar en comunión con su pasión y con su muerte, cuando en cierto sentido la desposa, pero la desposa en un verdadero desposorio de sangre, es porque Dios quiere invitarla a una corredención mayor, en todo el mundo y en todo el universo. Y aquí, mis queridos hijos, en cierta manera, se ha rebelado, el misterio de esas almas predilectas del Señor, a quienes Dios parece despiadadamente crucificar, acá sobre la tierra.

La vida de este siervo de Dios, cuya muerte, hoy conmemoramos acá, no ha sido otra cosa más que un invitado a vivir con toda intensidad la pasión de Jesucristo, a vivirlo por dentro y por fuera, a fin de que su vida fuera en realidad un banco de sangre espiritual para toda la humanidad; y Dios entonces quiso exigirle, en cierta manera cobrarle por anticipado, la gloria de la eternidad, con el dolor y el sufrimiento, aquí abajo.

Yo creo que me será lícito decir nada más que dos palabras del encuentro que yo tuve con él, hace exactamente dos años. Era trece de noviembre, un día domingo, un día de sol, un día extraordinariamente diáfano; había escuchado durante la noche sus quejidos, cuando, abandonándose al sueño, perdía el control de todo su sistema, diríamos, físico, y entonces el dolor y el sufrimiento incontrolado se le hacía desesperante. Pregunto al Padre guardián, ¿qué es esto?, y me dice: no es nada más en los instantes que comienza a dormir y pierde el control sobre su cuerpo; estos gritos por todo lo que tiene que sufrir y por todo lo que tiene que padecer.

Cuando a la mañana siguiente asistí a la Santa Misa, y pude ver de su mano izquierda el manar de sangre verdaderamente roja, fresca. Cuando acabada la Santa Misa, tuve sus manos en mis manos, y parecían prácticamente un carbón encendido, y por obediencia él hincado en su celda, para hacer la acción de gracias, tuve la absoluta seguridad que estaba frente a uno de estos predestinados de Dios. Predestinados de Dios, pero para ser antes que nada predestinado a la cruz, al dolor, al sufrimiento; predestinado para ser corredentor con Cristo, de una manera extraordinaria, de una manera estupenda.

Y cuando dos horas después estaba arrodillado ante él para confesarme, no podré olvidar nunca, el rostro límpido y sereno, esos ojos negros y profundos, con los cuales me miró, pero al mismo tiempo cuando me exigió que le diera la bendición y me dijo estas palabras: Usted es obispo, usted tiene que bendecirme, y me toma con fuerza la mano y me besa el anillo y quedó entonces tranquilo después de haber recibido la bendición de un pobre obispo de la Argentina.

 Mis queridos hijos ¿por qué Dios Nuestro Señor, de vez en cuando nos hace como tocar estas almas extraordinarias?, pero al mismo tiempo ¿porqué Dios Nuestro Señor, permite que junto a ellas se desaten tantas tormentas y tantos huracanes? Vuelvo a decir lo mismo: no le preguntemos a Dios ¿por qué? Pero sabemos nosotros que este es el abecedario divino; de esta manera Dios trata a sus elegidos y los seguirá tratando de esta manera hasta la eternidad.

Pero antes de acabar quisiera hacer una reflexión para nosotros mismos. Todos estos son regalos de Dios, regalos de Dios que nos invita a ascender, a subir. Él ascendió y subió en alas de una sola palabra: el amor. Amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo como a sí mismo por amor de Dios. Este amor a Dios sobre todas las cosas, lo llevó a esa identificación, en cierto modo plena con Jesucristo, y que Cristo Jesús va a revertir sobre él ese amor, estampando los signos de su Pasión en su propio cuerpo.

Misterio de amor o realidad de amor al prójimo, porque hasta el último momento, si el amor es don de sí mismo, él no hizo otra cosa más que ofrecer su vida por los hombres y entregar su tiempo, para todos aquellos que a él se acercaban. Si alguna vez utilizó una palabra dura, o tuvo un gesto fuerte, en muchos de los casos expresiones espontáneas de su propia estirpe, sin embargo, todo eso respondió a una cosa: el amor a veces exige dureza, el amor a veces exige un gesto fuerte y un gesto duro; el amor a veces exige para sacudir una conciencia dormida o para obligarla a subir, una palabra un poquitito fuerte, esto quizá ilumina esos cuadros de su vida que a más uno desconcertó en su visita al convento capuchino.

Pero mis queridos hijos, estas almas a nosotros nos obligan a subir; ¿por qué no subiremos más? Estamos nosotros destinados a amarlo a Dios sobre todas las cosas, y el amor es la dicha, la felicidad del ser humano: «Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Dios». Somos unos eternos torturados, prácticamente somos unos náufragos en el mundo, hasta que nos anclemos en Dios, hasta que nosotros en cierto modo no nos disolvamos en Él.

Mañana, pasado el umbral del tiempo, introducidos en la eternidad, entraremos en el éxtasis de Dios. ¿Por qué no anticiparnos nosotros, al éxtasis gracias al amor?

Pidámosle a Jesús Crucificado, que nos dé fortaleza para sufrir, para que nos haga verdaderamente enamorados de la cruz, que hablemos poco de la cruz pero que la llevemos con toda grandeza de alma, y que ciertamente nuestra vida pueda ser, una vida de copia perfecta de Cristo y de Cristo Crucificado, así nuestra vida tendrá una consistencia extraordinaria y así también junto a Cristo seremos corredentores de este pobre mundo de pecado.

Que así sea.

Que la bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca eternamente, que así sea.

Sermón predicado el 11 de octubre de 1968, en la Misa celebrada en la iglesia de Ntra. Señora de la Merced, de Buenos Aires

¿POR QUÉ AMO LA IGLESIA?

Cuando uno entra en la Via Della Conciliazione, en Roma, subiendo desde el Río Tíber en dirección a la Colina del Vaticano, al llegar a la entrada de la Plaza de San Pedro, la sensación que uno tiene es la de estar delante de algo magnánimo, grandioso. Es algo que se puede más que sentir, se puede tocar.

Al caminar unos metros más, en dirección a la Basílica, pasando por el centro de la Plaza, esta sensación va tomando nuevos matices que se complementan. Uno se da cuenta de que no solamente está delante de algo grandioso, sino que también se encuentra delante de una estructura muy acogedora; parece que te abraza, te envuelve en este conjunto que es impar en el mundo. Dos brazos gigantes te abrazan, te conducen para que entres más, para que vayas más adentro.

Antes de subir la escalinata que conduce y da acceso a la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, encontramos dos monumentos también magníficos, uno a la derecha y otro a la izquierda de la Basílica. Son dos imágenes del siglo XIX, que, junto con su base, suman casi 12m de una solidez e imponencia cautivante.

A la izquierda, tenemos el imponente pescador de Galilea, transformado en el Príncipe de los Apóstoles, cabeza visible de una institución divina fundada por el mismo Hijo de Dios encarnado para prolongar su obra y llevar la redención a todos los pueblos, uniendo tierra y Cielo con el poder dado por el mismo Dios, que solemos llamar “el poder de las llaves”. Por esto lleva en sus manos las llaves del Reino de los cielos.

A la derecha, tenemos el intrépido apóstol de los gentiles, el que trabajó como ningún otro para que la palabra de Jesús llegara al máximo de corazones posible; sufriendo y uniéndose a su Señor al punto de llegar a exclamar: Vivo, pero no soy yo quién vivo, es Cristo quién vive en mí. Tuvo como arma empuñada siempre la Palabra de Dios, representada en la espada que lleva consigo la monumental estatua a la que nos referimos.

Son dos columnas gigantes vigilando como centinelas y acogiendo como pastores a todos los peregrinos y fieles que vienen hacia el corazón de la Iglesia desde los distintos confines del orbe.

Hoy es el día en que celebramos la solemnidad dedicada a ambos. San Pedro y San Pablo, apóstoles, columnas de la Iglesia.

San Agustín empezaba un sermón sobre estos dos apóstoles excepcionales con las siguientes palabras:

“El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.”

Y en otro lugar en el mismo sermón, San Agustín seguía diciendo:

“En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueron martirizados en días diversos: primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.”

Yo agregaría otro punto para que imitemos a estos dos gigantes de nuestra fe: su amor por la Iglesia. En definitiva, ellos no solamente dieron sus vidas para extender la Iglesia sobre todo el orbe, sino que también dejaron las enseñanzas sublimes compiladas en sus cartas inspiradas, ratificando toda la obra evangelizadora, continuando lo que Cristo Señor les había mandado antes de su partida de este mundo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda criatura. Sin embargo, para imitar el amor de los apóstoles por la Iglesia, podríamos preguntarnos: ¿Por qué amo la Iglesia Católica? o ¿Por qué debo amar a la Iglesia?

A esto vamos en este sermón. Me gustaría que reflexionemos unos instantes sobre lo que fundamenta -o debería fundamentar- el amor que tenemos por la Iglesia. Por supuesto que aquí mencionaré solamente algunos de los motivos existentes:

  • En primer lugar, debemos amar la Iglesia porque es una obra del mismo Cristo. Como podemos leer en el Evangelio de Mateo (16,18) en que Jesús le dice a Pedro: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y como el amor alcanza no solamente al ser amado, sino que también se extiende hacia sus obras, más todavía siendo divinas como las de Cristo, con mucha más razón debemos amarla.
  • También debemos amar a la Iglesia pues se trata del mismo Cristo: “La Iglesia es Jesucristo continuado, difundido y comunicado; es como la prolongación de la Encarnación redentora…” (Dir. Espiritualidad, 227). Es justamente San Pablo, columna de la Iglesia quien, inspirado por el Espíritu Santo, nos habla de la Iglesia como el mismo Cuerpo de Cristo, su Cuerpo Místico.
  • Otro motivo que podemos señalar para fundamentar nuestro amor por la Iglesia es que por ella nosotros somos conducidos al puerto de nuestra salvación eterna. En efecto, Jesucristo cuando se aparece a los suyos después de su resurrección, en el cenáculo, el Domingo mismo de Pascua, les sopla el Espíritu Santo, diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
  • También debemos amar a la Iglesia pues ella es la que nos trasmite los sacramentos: nos limpia de toda mancha del pecado original en el Bautismo y nos hace hijos de Dios; nos vigoriza y fortalece con el Pan de los Ángeles en la Eucaristía; nos cura y restituye la gracia en la Penitencia; nos configura con Cristo y nos da fuerza para defender nuestra fe con la Confirmación; nos auxilia en los momentos de enfermedad y sufrimientos en los últimos instantes de la vida con la Unción de los Enfermos. Sin contar con los auxilios para los diversos estados de vida, como con el sacramento del Orden por el cual tenemos al sacerdote, ministro que nos administra todos los demás sacramentos; también el sacramento del Matrimonio, que une a los esposos con lazos inquebrantables delante de Dios y los hombres, y les da la gracia de santificarse y engendrar hijos.

Podríamos seguir poniendo muchos motivos aquí para amar a la Iglesia, pero, para ir finalizando, un último, pero no menos importante, es el hecho de que la Iglesia es la única que nos presenta a María Santísima como nuestra Madre del Cielo.

Jesús, cuando estaba por consumar su sacrificio redentor en lo alto del Gólgota, veía que a los pies de la cruz estaba el discípulo amado y María su Madre, y mirando a ambos, les entregó uno al otro como madre e hijo: Mujer, he ahí a tu hijo; Hijo, he ahí a tu Madre. Desde aquel momento en adelante, el discípulo la asumió como suya, la llevó a su casa.

Cuando el soldado traspasa el costado de Cristo, y de él brota Sangre y Agua, muchos de los santos padres reconocen ahí el nacimiento de la Iglesia. Muere Cristo, la cabeza, y nace la Iglesia, su Cuerpo Místico. La misma Madre que dio la luz a la cabeza es la que da a luz al Cuerpo. Por eso, María es también Madre de la Iglesia, y madre de cada uno de los hijos de la Iglesia.

A ella, justamente, le pedimos en este día, que nos conceda, juntamente con los Apóstoles Pedro y Pablo, a quiénes celebramos su fiesta, la gracia de poder ser fieles a nuestro llamado a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y que nos alcance también la gracia de amar cada vez más a la Iglesia y reconocer en ella todos los bienes que el Señor le tiene confiados para que nos transmita en nuestra vida peregrina en esta tierra.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

ENTRADA EN JERUSALÉN

 Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

Ven. Fulton Sheen

Era el mes de nisán. El libro del Éxodo ordenaba que en este mes se escogiera el cordero pascual y que dentro de cuatro días se llevara al lugar donde había de ser sacrificado. En el domingo de Ramos, el cordero era elegido por el pueblo de Jerusalén; el día de viernes santo se le sacrificaba.

   El Señor pasó su último sábado en Betania, en compañía de Lázaro y sus hermanas. Ahora circulaba la noticia de que nuestro Señor se dirigía a Jerusalén. Como preparación para su entrada, Jesús envió a dos de sus discípulos a una aldea cercana, donde, les dijo, encontrarían un pollino atado en el que ningún hombre se había sentado todavía. Tenían que desatarlo y traérselo a Él.

Y si alguien os preguntare: ¿Por qué le desatáis? Diréis así: Porque el Señor lo ha menester. Lc 19, 31

   Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: por un lado, la soberanía del Señor, y por la otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra, o el Verbo, se hubiera hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador una barca desde la cual poder predicar; tomó prestados panes de cebada y peces que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestada una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el cual entrar en Jerusalén. A veces Dios se permite tomar cosas de los hombres para recordarles que todo procede de Él. Para aquellos que le conocen, le es suficiente oír estas palabras: «El Señor tiene necesidad de tal cosa».

     Al acercarse a la ciudad, «una gran muchedumbre» salió a su encuentro; en ella se encontraban no sólo los ciudadanos, sino también los que habían acudido a la fiesta y, naturalmente, los fariseos. También las autoridades romanas andaban vigilando durante las grandes fiestas para que no se produjera ninguna insurrección. En todas las ocasiones anteriores nuestro Señor rechazó el fácil entusiasmo del pueblo, huyó de toda publicidad y evitó todo cuanto pudiera ser ostentación y exhibicionismo. En cierta ocasión

Mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Cristo. Mt 16, 20

     Al resucitar de entre los muertos a la hija de Jairo,

Les recomendó mucho que nadie lo supiese. Mc 5, 43

    Después de mostrar la gloria de su divinidad en la transfiguración,

Les mandó que a nadie dijesen las cosas que habían visto, sino cuando el Hijo del hombre se hubiese levantado de entre los muertos. Mc 9, 8

    Cuando las multitudes, después del milagro de los panes, intentaban proclamarle rey:

Partió otra vez a la montaña, Él solo. Jn 6, 15

  Cuando sus parientes le pidieron que fuera a Jerusalén y causara sensación ejecutando públicamente milagros, les dijo:

Mi hora no ha llegado todavía. Jn 7, 6

     Pero tan pública fue su entrada en Jerusalén, que incluso los fariseos dijeron:

He aquí que el mundo se va tras él. Jn 12, 19

    Todo ello era algo opuesto a su modo acostumbrado de proceder. Antes solía amortiguar todos los arrebatos de entusiasmo de ellos; ahora los encandilaba. ¿A qué obedecía este cambio de actitud?

   Porque su «hora» había llegado. Había llegado el momento de hacer por última vez pública afirmación de sus pretensiones. Sabía que esto era un paso hacia el Calvario y hacia su ascensión al cielo y establecimiento de su reino sobre la tierra. Una vez había reconocido las alabanzas que ellos le tributaban, la ciudad se hallaba ante la alternativa de confesarle como hizo Pedro o crucificarle. Se trataba de ver si era su rey o de si no querían tener a otro rey más que al césar. Ninguna aldea de Galilea, sino la ciudad real en tiempo de la pascua, era el lugar más indicado para que Él hiciera su postrera proclamación.

   Atrajo la atención hacia su realeza de dos maneras: primeramente por medio de una profecía familiar al pueblo, y en segundo lugar por los honores divinos que se le estaban tributando y que Él aceptaba como propios.

    Mateo declara de manera explícita que aquella solemne procesión fue para que se cumpliera la profecía de Zacarías:

Decid a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, manso, sentado sobre un asno. Mt 21, 5

    La profecía venía de Dios por medio de su profeta, y ahora el mismo Dios la estaba cumpliendo. La profecía de Zacarías tenía por objeto hacer ver el contraste entre la majestad y la humildad del Salvador. Si contemplamos los antiguos relieves de Asiría y Babilonia, de Egipto, de Persia y Roma, nos sorprende ver la majestad de los reyes, que cabalgaban triunfalmente montados en caballos o carros de guerra, e incluso a veces sobre los cuerpos de sus postrados enemigos. En cambio, contrasta con ellos el Rey que hace su entrada en Jerusalén montado en un asno. ¡Cuánto debió de reírse Pilato, si es que desde su fortaleza contempló aquel día el ridículo espectáculo de un hombre que estaba siendo proclamado rey y, sin embargo, hacía su entrada montado en la bestia símbolo de los seres despreciados, vehículo adecuado para uno que cabalgaba hacia las fauces de la muerte! Si hubiera entrado en la ciudad con el fausto y la pompa de los vencedores, habría dado ocasión para que creyeran que era un Mesías político. Pero la circunstancia que Él eligió corroboraba su afirmación de que su reino no era de este mundo. Nada había en aquella entrada que sugiriera que aquel pobre rey fuese un rival del césar.

    La aclamación de que le hizo objeto el pueblo fue otro modo de reconocer su divinidad. Muchas personas extendían sus vestidos por donde había de pasar Jesús; otros cortaban ramas de olivo y de palma y las esparcían a su paso. El Apocalipsis habla de una gran muchedumbre delante del trono del Cordero, con palmas de victoria en las manos. Aquí las palmas, tan a menudo usadas en toda la historia del pueblo judío para simbolizar la victoria, como cuando Simón Macabeo entró en Jerusalén, daban testimonio de su victoria, aun antes de quedar momentáneamente vencido.

    Luego, citando unos versículos del gran Hillel referentes al Mesías, las multitudes le seguían gritando:

¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! Paz en el cielo, y gloria en las alturas! Lc 19, 38

    Al admitir ahora que era el enviado de Dios, repetían en realidad el cántico de los ángeles en Belén, ya que la paz que Él traía era la reconciliación del cielo y la tierra. También se repetía la salutación que los magos hicieron ante el pesebre: «el rey de Israel». Un nuevo cántico fue entonado mientras clamaban:

¡Hosanna al Hijo de David! ¡Hosanna en las alturas! Mt 21, 9

¡Rey de Israel! Jn 12, 13

    Él era el príncipe prometido de la línea de David; el que venía con una misión divina. «Hosanna», que originariamente era una plegaria, se convertía ahora en un saludo triunfal de bienvenida al rey salvador. Aunque no entendían cabalmente por qué había sido enviado, ni qué clase de paz venía a traer, confesaban, sin embargo, que Jesucristo era un ser divino. Los únicos que no participaban de las aclamaciones de entusiasmo eran los fariseos.

Algunos de los fariseos de entre el gentío le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Lc 19, 39

    Era algo insólito que se dirigieran a Jesús, ya que estaban disgustados con Él por el homenaje de que le hacía objeto la muchedumbre. Con terrible majestad, nuestro Señor les respondió:

Os digo que si éstos callasen, las piedras clamarían. Lc 19, 40

    Si los hombres callaran, la naturaleza misma gritaría y proclamaría la divinidad de Jesucristo. Las piedras son duras, incluso ellas podrían clamar, ¡cuánto más duros deben ser entonces los corazones de los hombres que no reconocen la bondad de Dios para con ellos! Si los discípulos callasen, nada ganarían con ello los enemigos, puesto que las montañas y los mares proclamarían la verdad.

    La entrada había sido triunfal, pero Jesús sabía muy bien que los «hosannas» se convertirían en «¡crucifícale!», y las palmas se volverían lanzas. En medio de los gritos del pueblo, Jesús pudo percibir lo que murmuraba un Judas y las voces airadas que se levantarían delante del palacio de Pilato. El trono al que Él era exaltado era una cruz, y su coronación real sería una crucifixión. A sus pies extendían vestidos, pero el viernes le serían negados incluso los suyos propios. Desde un principio sabía lo que había en el corazón del hombre, y nunca sugirió que la redención de las almas humanas hubiera de realizarse por medio de una pirotecnia de palabras. Aunque era rey, y aunque ellos le aceptaban ahora como rey y Señor, Él sabía que la bienvenida que como Rey podía esperar era el Calvario.

    Sus ojos estaban arrasados en lágrimas, no a causa de la cruz que le aguardaba, sino debido a los males que amenazaban a aquellos que había venido a salvar y que no querían saber nada de Él.

    Al contemplar la ciudad,

Lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh si hubieras conocido tú, siquiera en este tu día, el mensaje de paz! ¡Mas ahora está encubierto a tus ojos! Lc 19, 41-42

    Vio con exactitud histórica cómo se abatían sobre la ciudad las fuerzas de Tito, a pesar de que los ojos que estaban contemplando el futuro se hallaban empañados por las lágrimas. Habló de sí mismo como si hubiera querido y podido evitar aquellos males recogiendo a los culpables bajo sus protectoras alas, tal como la gallina protege a sus polluelos, pero ellos no habían querido. Como el prototipo del gran patriota de todos los tiempos, miraba más allá de los propios padecimientos y fijaba los ojos en la ciudad que se negaba al Amor. Ver el mal y no poder remediarlo, debido a la humana perversidad, constituye la mayor de las angustias. Ver la maldad y no poder apartar al malhechor de su camino es suficiente para desanimar a cualquiera. Un padre siente que se le parte el alma de angustia al ver el mal comportamiento de su hijo. Lo que hacía asomar las lágrimas a los ojos de Jesús eran los ojos de los que no querían ver y los oídos de los que no querían oír.

    En la vida de cada individuo y en la de cada nación hay tres momentos: un momento de visitación o privilegio, en que Dios derrama sus bendiciones; un momento de rechazamiento, en que los hombres olvidan a Dios; y un momento de condenación y desastrosa calamidad, consecuencia de las decisiones humanas que demuestra que el mundo está guiado por la presencia de Dios. Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén mostraban a Jesús como el Señor de la historia, dando su gracia a los hombres y, sin embargo, sin destruir jamás su libertad de aceptarla o rechazarla. Pero, al desobedecer su voluntad, los hombres se destruyen a sí mismos; al darle muerte, mataban sus propios corazones; al negarle, llevaban a la ruina su propia ciudad y su propia nación. Tal era el mensaje de sus lágrimas, las lágrimas del rey que caminaba hacia la cruz.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.348-353.

 

“Jesucristo sacramentado, desproporción del amor de Dios”

Corpus Christi 2025

Queridos hermanos:

Hoy estamos celebrando junto con toda la Iglesia, el Domingo de Corpus Christi, en donde la principal invitación es a poner la mirada de nuestra alma en este don maravilloso, fruto impensable para nosotros del amor del Hijo de Dios, que como siempre cumple sus promesas, y que de esta manera tan sublime, tan misteriosa y tan enriquecedora para el alma, corrobora sus palabras quedándose con nosotros hasta su segunda venida hecho sacramento de amor, para que podamos recibirlo bajo las especies del pan y del vino.

Como sacerdote puedo compartirles uno de esos dolores escondidos que a veces se renuevan al celebrar la santa Misa, como perfumando de alguna manera los sufrimientos mismos del Calvario donde el Hijo de Dios se entregaba a la muerte por nosotros: aquel primer viernes santo de la historia, no todos aceptaron a Jesucristo, nuestro Señor… muchos se quedaron atrás; y qué decir de los que se burlaban de Él. Y, sin embargo, una de las más grandes verdades que nos deja bien en claro nuestra fe, es el hecho de que Jesucristo se ofreció por cada uno de los presentes y por la salvación del mundo entero, y su Sagrado Corazón sufrió el dolor terrible de los que lo dejaron esperando… y ese dolor profundo, mis queridos hermanos, tristemente se sigue repitiendo hasta nuestros días en que nuestro Señor sacramentado sigue allí en cada sagrario, esperando…, y sigue descendiendo en cada santa Misa y haciéndose una y otra vez sacramento de amor para que nosotros podamos recibirlo como huésped de nuestros corazones… pero a veces, repetimos, se queda paciente y tristemente esperando.

Aclaremos aquí lo que ya sabemos: no se puede recibir la Sagrada Comunión estando en pecado grave, pues sería agregar el pecado de sacrilegio a la falta todavía no arrepentida y confesada; o se está aceptando la ocasión de pecado o se está aceptando a Jesucristo en el corazón, pero ambos al mismo tiempo es imposible. De hecho, quienes no reciben a nuestro Señor sacramentado conscientes de que no están actualmente en condiciones, pero participan de la santa Misa y rezan a Dios para que les ayude a cambiar su situación, para que les conceda la gracia de la conversión, para que llegue el día en que pese más en su corazón el deseo de la gracia que el del pecado o la situación de pecado, van por buen camino y en ello deben perseverar; ¡cuantas personas conocemos que han llegado a la vida de la gracia por haber perseverado en sus buenos propósitos, suplicando dicha conversión y habiendo hecho finalmente un paso -o un salto- de fe y de amor a Dios, recuperando así su vida y crecimiento espiritual, junto con los méritos de Cristo en sus obras, por la gracia santificante recibida o recuperada! Animemos, pues a estas almas, a desear más y más la Eucaristía, poniendo los medios necesarios para poder recibirla.

Con esto en claro, volvamos brevemente al Evangelio de este día que es figura del pan celestial que reemplazó al maná que saciaba el hambre del cuerpo en el desierto del destierro, por la presencia de Dios en nosotros queriendo saciar nuestros más profundos anhelos de correspondencia al amor de Dios y eternidad junto a Él.

Unos 5000 hombres sin contar mujeres y niños, cansados, hambrientos, alimentados con la palabra de Dios en sus corazones, pero seres humanos, al fin y al cabo. Necesitaban comer, y los apóstoles le dicen a Jesús que los mande retirarse en busca de alimento, pues sólo tenían 5 panes y dos peces para todos. Y Jesús, continuando su instrucción mediante un milagro, les deja implícita en esta obra extraordinaria la consoladora verdad que tanto anima y reconforta nuestra vida espiritual: Dios con lo poco y nada que le presentamos puede hacer mucho, puede hacer lo inimaginable, puede saciar nuestros deseos y desbordar sus gracias: ¡qué desproporcionado respecto a nuestra pequeñez! Comieron hasta saciarse y hasta sobraron 12 canastos.

Así como aquel día de la multiplicación de los panes y los peces, Jesucristo continua sin querer despedir a nadie: hombres, mujeres y niños; fuertes y débiles, devotos y “alejados”, a todos quiere bendecir y saciar de sus gracias, a todos quiere alimentar espiritualmente para que su fe se fortaleza, su esperanza se robustezca, su caridad se acreciente y lleguen algún día a recibirlo no ya escondido en la sagrada Eucaristía; en todos nosotros desea “desproporcionar” su amor transformador, santificador. Por eso nuestras disposiciones para la Sagrada Comunión deben ser siempre las mejores, y cada vez mejores, pues si Jesucristo se siente cómodo en nuestros corazones no debemos dudar de que en nosotros y a través de nosotros, hará grandes cosas por la gloria de su Padre y el bien de las almas.

Dice el san Alberto Hurtado: “Toda santidad viene de este sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Por él, el Bautismo nos incorpora a Cristo, la Penitencia nos perdona, la Confirmación nos conforta… De aquí que en realidad el Calvario ha sido siempre considerado el centro de la vida cristiana y esas horas en que Cristo estuvo pendiente en la Cruz han sido los momentos más preciosos de la historia de la humanidad. Por esas horas se abrieron las puertas del cielo, se confirió la gracia, se redimió el pecado, nos hicimos de nuevo agradables a Dios. Ahora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar, renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella.”

Queridos hermanos, en Corpus Christi celebramos el amor de Dios hecho alimento espiritual para nosotros; la presencia real de nuestro Dios entre nosotros junto con la posibilidad de acompañarlo, contemplarlo, hablarle con confianza y hacer actos de fe y amor que Él sabrá muy bien recompensar. Contemplemos especialmente en este día a Jesús sacramentado, llamando desde las manos del sacerdote, desde los altares y los sagrarios a las almas a recibirlo, especialmente a aquellas que aun lo tienen esperando su conversión y regreso a Él. Volquemos nuestros corazones en el suyo al momento de recibirlo en la Sagrada Comunión, el momento más íntimo ciertamente entre Él y nosotros, y apenas lo recibamos hagamos esa oración profunda y confiada que Él escuchará estando en nosotros incluso sacramentalmente, ¡qué momento tan maravilloso el de la Sagrada Comunión!, ¡desproporción del amor de Dios! Preparémonos, pues, de la mejor manera posible a recibir a nuestro Señor hecho sacramento de amor, con acción de gracias, con actos de reparación, con santos propósitos de conversión y presentándole al Señor con confianza nuestro corazón para que lo sane, lo consuele, lo fortalezca, lo ilumine, lo acreciente y lo santifique, teniendo presente, por ejemplo, esta hermosa oración del Padre Pío de Pietrelcina, un gran santo enamorado de Jesús Eucaristía: “…Quédate conmigo, Señor, porque soy débil y tengo necesidad de Tu fortaleza para no caer tantas veces.  Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi luz y sin Ti quedo en las tinieblas.  Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi vida y sin Ti disminuye mi fervor.  Quédate conmigo, Señor, para mostrarme Tu voluntad.  Quédate conmigo, Señor, para que oiga Tu voz y la siga.  Quédate conmigo, Señor, porque deseo amarte mucho y estar en Tu compañía.  Quédate conmigo, Señor, si quieres que te sea fiel.  Quédate conmigo, Señor, porque aunque mi alma sea tan pobre, desea ser para Ti un lugar de descanso, un nido de amor.”

P. Jason Jorquera M., IVE.

EL COSTADO TRASPASADO

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo.

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor exhaló su último suspiro, a los dos ladrones les rompieron los huesos para apresurar su muerte. Le ley ordenaba que el cuerpo de un crucificado, y por lo tanto maldito de Dios, no podía permanecer en la cruz durante la noche. Además, siendo inminente el sábado de la semana de pascua, los observantes de la Ley tenían prisa por matar a los ladrones y enterrar a todos los que estuvieran crucificados. Faltaba cumplirse una profecía concerniente al Mesías. El cumplimiento tuvo lugar cuando:

Uno de los soldados traspasó su costado con una lanza, y en el acto salió sangre y agua (Juan, 19, 34).

La divina víctima había reservado algunas preciosas gotas de su sangre para derramar después de haber entregado su espíritu, y manifestar así que su amor era más fuerte que la muerte. Salió sangre y agua de su costado; sangre: precio de la redención y símbolo de la eucaristía; agua: símbolo de regeneración y bautismo. San Juan, que había sido testigo de cómo el soldado había traspasado el corazón de Cristo, escribió más tarde lo siguiente:

Éste es aquel que vino por medio de agua y sangre, Jesucristo: no con el agua solamente, sino con el agua y con la sangre (I Juan 5, 6).

Aquí se trata de algo más que un fenómeno natural, pues Juan le atribuye un significado misterioso y sacramental. El agua se encontraba al comienzo del ministerio de nuestro Señor, cuando fue bautizado; la sangre se encontró al fin del mismo, cuando Él se ofreció a sí mismo como oblación inmaculada. Lo uno y lo otro se convirtió en la base de la fe, puesto que en el bautismo el Padre declaró que Jesús era su Hijo y en la resurrección volvió a testificar su divinidad.

El mensajero del Padre fue empalado con el mensaje de amor escrito en su propio corazón. La lanzada fue la última profanación que tuvo que sufrir el Buen Pastor de Dios. Aunque se le perdonó la brutalidad de quebrarle las piernas, sin embargo, hubo cierto misterioso propósito divino en el hecho de que le fuera abierto el sagrado corazón. Este hecho fue registrado convenientemente en su evangelio por el apóstol Juan, el discípulo que se había recostado en el pecho del Maestro la noche de la última cena. En el diluvio, Noé practicó una puerta en el costado del arca, por la cual entraron en ella los animales para que pudieran escapar a la inundación; ahora una nueva puerta se abre en el corazón de Dios para que por ella puedan entrar los hombres y de este modo escapar a la inundación del pecado. Cuando Adán fue sumido en profundo sueño, Eva fue hecha de carne tomada de su costado y llamada madre de todos los vivientes. Ahora, cuando el segundo Adán inclinó la cabeza y se durmió en la cruz, bajo la figura de la sangre y el agua surgió de su costado su esposa, la Iglesia. El corazón abierto vino a cumplir las palabras de Jesús:

Yo soy la puerta: por mí si alguno entrare, será salvo (Juan, 10, 9).

San Agustín y otros escritores de los primeros tiempos del cristianismo escriben que Longino, el soldado que abrió los tesoros del sagrado corazón de Jesús, fue curado de ceguera; más adelante, Longino falleció siendo obispó y mártir de la Iglesia, y su fiesta se celebra el quince de marzo. Al ver cómo con la lanza era traspasado el corazón de Jesús, el apóstol Juan se acordó al punto de la profecía de Zacarías, emitida seis siglos atrás:

Mirarán a aquel que traspasaron (Juan 19, 37).

No es que primero aparezca el dolor y luego se mire a la cruz, sino que más bien el dolor de los pecados brota de contemplar la cruz. Todos los pretextos quedan arrinconados cuando de la manera más conmovedora se nos revela la vileza del pecado. Pero la flecha del pecado que hiere y crucifica lleva al mismo tiempo el bálsamo del perdón que cura. Pedro vio al Maestro y en seguida salió y lloró amargamente. De la misma manera que aquellos que miraban la serpiente de bronce quedaban curados de la mordedura ponzoñosa, ahora la figura se convierte en realidad y los que levantan los ojos hacia aquel que parecía un pecador, pero no lo era, quedan curados de la enfermedad del pecado.

Todos debe hacer esto, tanto si les gusta como si no. El Cristo traspasado se yergue en la encrucijada del mundo. Algunos miran y son ablandados por la penitencia; otros miran y se alejan pesarosos, pero sin arrepentirse, como hizo aquella muchedumbre que en el Calvario “se fue a su casa golpeándose el pecho”. Aquí el golpearse el pecho era señal de impenitencia: negábanse a mirar a aquel que habían traspasado. El mea culpa es el golpear de pecho que salva.

Aunque los verdugos atravesaron su costado, no le rompieron ningún hueso de su cuerpo, como había sido profetizado. El Éxodo había dicho que al cordero pascual no le romperían ningún hueso. Aquel cordero era solamente figura típica del cumplimiento del Cordero de Dios:

Estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: hueso de él no será quebrado (Juan 19, 36).

Esta profecía se cumplió a despecho de los enemigos de Cristo, quienes pedían lo contrario. Así como el cuerpo físico de Cristo tuvo heridas externas, contusiones y llagas, y, sin embargo, su estructura interna permaneció intacta, de la misma manera parecía predecir que, aunque su cuerpo místico, la Iglesia, tuviera sus heridas y llagas morales de escándalos e infidelidades, sin embargo, ni un solo hueso de su cuerpo le sería jamás quebrantado.

* “Vida de Cristo”, Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 533-535.

 

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado