Se suele atribuir una frase a Santa Teresa de Calcuta que dice lo siguiente: “Lo que hacemos es solo una gota en el océano, pero el océano sería menos si le faltara esa gota.” Por lo que, con estas pocas líneas, queridos hermanos, me gustaría compartirles una gracia del todo especial: el hecho de haber completado “un año en el Calvario”.
El pensamiento que lleva el título de esta reflexión yo lo tomo por la feliz providencia de que, hace exactamente un año (el 16 de noviembre del 2024), yo me arrodillaba, junto con un compañero, delante del obispo en Brasil para recibir de sus manos la tan anhelada consagración sacerdotal. Ahora, exactos 365 días después de esto, tuve la enorme gracia de poder celebrar la Santa Misa en el altar del Calvario, en el Santo Sepulcro, en Jerusalén.
Por esto, retomando la frase que mencionaba al comienzo, puede que estas líneas sean apenas unas gotitas a más en el océano, pero ¡sin ellas… ya lo saben!
El hecho es que indudablemente, hay que agradecer. Todo don de Dios exige en nosotros un profundo sentido de gratitud que se traduce en celebración y festejo. Por eso es necesario recordar siempre los dones recibidos de Dios para poder celebrarlos. Recordamos para celebrar y agradecer.
La Santa Misa es el memorial de la pasión del Señor, es el recuerdo de la obra de la redención que se llevó a cabo a través de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Nosotros recordamos y celebramos ese evento en cada Santa Misa, por eso la Santa Misa es la acción de gracias por excelencia. ¿Qué cosa podría ser mejor entonces, que recordar y celebrar para agradecer el don del primer año de mi aniversario sacerdotal que celebrando la Santa Misa? y además de esto: ¿qué más podría desear que el poder ofrecer la Misa en el mismo lugar dónde el Señor Jesucristo se ofreció en el altar del Gólgota? No habría palabras para expresar… Intentaré, sin poder dar garantías de suceso.
EL CAMINO AL CALVARIO
El hombre se encuentra “en el horizonte de lo corporal y de lo espiritual”[1], “en el confín entre el tiempo y la eternidad”[2], en otra crónica que he escrito hace un tiempo, utilizaba esta frase para introducir un pensamiento sobre instantes que duran para la eternidad, que tienen peso eterno. Creo que lo mismo podría aplicarse ahora.
Momentos que pasan demasiado rápido de acuerdo con nuestro tiempo, pero que son reflejos de una realidad eterna que nos saca del mundo y nos introduce en el cielo. Algo así podríamos decir que es la experiencia de la Santa Misa. A los que ya han celebrado la Misa en los lugares santos (especialmente en el Santo Sepulcro o Calvario), saben que el tiempo es aún más corto, por lo que uno debe hacer mucho esfuerzo para “cumplir” con todas las exigencias impuestas por el tema del status quo, entonces es posible que uno se ponga aún más a reflexionar sobre estos temas, estas paradojas entre tiempo y eternidad, presente y futuro, ahora y siempre…
Muy temprano, con el frío y la lluvia que caía del cielo bendiciendo a una tierra que dormía todavía, salimos de la comunidad de los padres en Belén, después de unas ‘primeras vísperas’ con todo lo que es de derecho: buena cena, momentos comunitarios cargados de buenas risas y, no podría faltar una linda pro,. Al día siguiente, tras algunas aventuras con el GPS, en fin llegamos al Santo Sepulcro. Nos paramentamos y, con todo lo necesario para la Misa en la mano, salimos de la sacristía en dirección al Calvario.
Las tinieblas que envolvían el local eran motivos para otras reflexiones, que quizás algún otro lo escribirá. Pero yendo más al hueso, como se suele decir, apenas terminaba una Santa Misa, llegamos justo en la bendición final, apenas salen los peregrinos que participaban de ella, nos acercamos nosotros. Ahí se hacían presente algunos peregrinos de lugares que Dios sabrá su origen, y también estaban las hermanas servidoras, juntamente con los sacerdotes IVE que misionan aquí, es decir, teníamos la familia religiosa presente en este momento muy singular e importante para mí, por lo que agradezco profundamente a Dios y es esta cercanía de nuestra pequeña familia.
Empezamos la Misa, todo trascurre normal, el corazón se encontraba mezclado de emociones, la mente iba por entre las lecturas, asociándolas al local exacto donde estábamos, el momento que se seguiría muy pronto. Todo en instantes muy rápidos, pero que, como dicho antes, tenían peso eterno. El sacrificio es ofrecido, un año en el calvario, celebrado en el mismo Calvario, qué gracia. Cómo son momentos que tienen peso de eternidad, nos introducen en una realidad ‘atemporal’, por acá me quedo con esto y paso a una pequeña consideración que me rondaba por la cabeza por estos días…
CRUCIFIXIÓN
El venerable arzobispo de Nueva York, Mons. Fulton Sheen, tiene un libro precioso intitulado: Tesoro en vasijas de barro, tratase de una especie de autobiografía que él escribe ya casi al final de su vida. Fulton Sheen tiene su estilo, que muchas veces, leyéndolo, ha logrado dos efectos en mí: en primer lugar, sacarme (aunque unas veces bien disfrazada, otras ni tanto) unas buenas sonrisas, pero al mismo tiempo me ha puesto en jaque con reflexiones sorprendentes sobre muchísimos temas, y éste es el segundo efecto.
Un ejemplo muy claro de este segundo “efecto” es cuándo está reflexionando sobre el llamado al sacerdocio. Le dejo la palabra:
«La primera etapa de la vocación es percibir la santidad de Dios […] La vocación no comienza con “lo que a mí me gustaría hacer”, sino con Dios. […] La segunda etapa, que constituye una suerte de reacción ante la primera, es la experiencia de un sentimiento profundo de no ser digno. El corazón sufre una conmoción al visualizar, simultáneamente, el tesoro y el barro. Dios es santo, pero yo no. ¡Pobre de mí! Dios puede hacer algo con aquellos que ven lo que realmente son y conocen la necesidad de una purificación, pero nada puede hacer con el hombre que ya se siente digno. […] La tercera etapa es la respuesta […] La dialéctica entre la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro es una especie de crucifixión. Cada sacerdote está crucificado en el pie vertical de la vocación dada por Dios y en el travesaño horizontal del simple deseo de la carne y de un mundo que tan frecuentemente se alinea con él. El mejor vino se sirve a veces en copas de lata. Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres, y aun así también a comprometerse diariamente con la mayor de las guerras: la que se libra en el interior.»
Aquí, Fulton Sheen remarca un tema que, en mi pobre opinión, es clave en todo el ministerio sacerdotal, el crucificarse con Cristo. Ofrecerse en sacrificio. Es verdad que, muchas veces, uno puede inspirarse en mil y una maneras de hacer esto, en grandes cosas, como también en las pequeñas, etc. ¡No importa! “Esta es la idea clamorosa: sacrificarse”[3]. Es este el tema del que habla el autor de la carta a los Hebreos: «Todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo.» (Cfr. Heb 5, 1-3)
Esta dialéctica entre la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro, que decía Fulton Sheen, es algo hermosísimo, que, en verdad, todos los sacerdotes lo han vivido, en un momento u otro en su vida, sea los que tienen un, diez o cincuenta años de ministerio. ¿Por qué digo que es hermoso? Pues justamente, al levantar la patena y el cáliz todos los días, ofreciendo la materia para el holocausto, el sacerdote puede poner ahí este sacrificio: el sentirse “abismado”, perplejo quizás, considerando estos dos polos opuestos, esta enorme cruz en la cual estamos crucificado con Cristo. Me parece que, para algunos, puede ser este el sacrificio más sincero y sublime que, sí o sí, todos nosotros podemos ofrecerle junto al Señor para la inmolación.
Es cierto que, cómo queda dicho, se puede ofrecer muchísimas cosas. Pero este corazón quebrantado y humillado, abrumado por este contraste tan grande, puede ser una fuente inagotable de materia grata a Dios para el sacrificio. ¿Acaso no rezamos en secreto, profundamente inclinados, todos los días esta oración: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro»? ¿Acaso no rezamos todos los viernes el Salmo 50 que dice: «Los sacrificios no te satisfacen:/ si te ofreciera un holocausto, no lo querrías / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; / un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias»?
LA FUENTE DE LA FELICIDAD SACERDOTAL
Cuando uno, crucificado de este modo, teniendo que ofrecer todos los días el mismo cuerpo que insiste en mantenerse con vida, insiste en salir con la suya, insiste en mantenerse en la testarudez del barro y no se doblega en las manos del olero, y al mismo tiempo está cada vez más seguro de que es a esta vocación a la que Dios le ha llamado, se encuentra tal y cual dijo Mons. Fulton Sheen: crucificado entre estos dos extremos. En el centro, el corazón sacerdotal se encuentra clavado, junto a su Señor, junto al que es La Fuente principal de nuestro sacerdocio, el modelo perfecto de nuestro sacrificio. Hay que volver a clavarlo todos los días, a cada nuevo día, puede llegar a ser pesado, puede agotar, puede oprimir: Venid a mí los que estáis cansados y agobiados…
Una cosa es cierta: en la cruz encontraremos descanso, y más, en la cruz encontraremos la verdadera felicidad, siempre. Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres. Fue éste el lema que elegí para mi ordenación sacerdotal, para mi ministerio. Es una frase que personalmente me marca mucho, especialmente por el contexto dónde viene mencionada… lo que le sigue: aun así, también a comprometerse diariamente con la mayor de las guerras: la que se libra en el interior. ¿Cuánto tiempo esta guerra interior habrá de durar? Mientras haya un frágil latir en el corazón del sacerdote, sean 365 días o sean muchos más 365 días por delante, no importa. Un año en el Calvario significa que es justamente en la cruz que uno gozosamente debe encontrar el sentido a su ministerio, encontrar ahí la fuente de su felicidad: Ser sacerdote es ser llamado a ser el más feliz de los hombres y… aun así, llevar la guerra interior, esta verdadera crucifixión dialéctica entre estos dos extremos: la sublimidad de la vocación y la fragilidad del barro.
«Por eso vivo contento en medio de las debilidades […]. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (Cfr. 2Cor 12, 10) Por eso es que «doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio.» (Cfr. 1Tim 1, 12-13) “El amor y la gracia de la Santísima Trinidad me ayuden a ser fiel en la obra que ha comenzado.”[4]
¡Ave María, y adelante!
P. Harley Carneiro, IVE
Misionero en Tierra Santa
16 de noviembre de 2025
[1] S.Th., I, q. 77, a.2; C.G., II, 82
[2] In I De Causis, lect. II, s. 15
[3] Cfr. Directorio de Espiritualidad, 146
[4] Fórmula de Profesión de votos religiosos del IVE