Entre hoy y el día de nuestra muerte

(Reflexión)

Hablando del sentido de la muerte para nosotros, los creyentes, dice san Alberto Hurtado: “…para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su Cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (cf. Jn 19,34). La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza. ¡Felices de nosotros porque hemos de morir!”.

Nosotros sabemos bien por nuestra fe que esta vida nos ha sido ofrecida para conquistar desde aquí la eternidad. Sabemos que Jesucristo, nuestro Dios y Señor, fundó su Iglesia y junto con ella la posibilidad de salvarnos para siempre, de llegar al Paraíso y quedarnos junto a Él maravillosa e irrevocablemente, para lo cual Él mismo abrió las puertas del Cielo y nos dejó su gracia a cambio de fidelidad, perseverancia, arrepentimiento y conversión si es necesario, reparación y trabajo espiritual, precio nada alto si consideramos con profundidad sus inefables consecuencias. Pero así también, junto a esta innegable realidad de la dicha eterna, se encuentra también para nosotros, a lo largo de la vida, aquella otra que es penosamente terrible, y nos referimos a la del fracaso absoluto, e irreversible también, de la posibilidad de la condenación eterna, consecuencia justa y lógica también para aquel que haya tomado la decisión de alejarse de Dios, sea abandonando su Iglesia, sea abandonando su gracia (su amistad), sea rechazándolo abiertamente… o más o menos implícitamente. El punto aquí es que la respuesta definitiva nos llegará el día de pasar de este mundo al otro, cuando hayamos cerrado por última vez los ojos en esta vida para abrirlos tras el velo de lo finito y temporal, donde nuestro Señor Jesucristo se nos presentará con toda claridad, y pondrá delante de nosotros todas nuestras obras para ser juzgadas y pesadas en la balanza de la justicia, donde nosotros mismos veremos hacia qué lado se inclina y qué es lo que hemos llegado a merecer.

Dios mismo es quien nos juzgará, sí, pero no olvidemos que serán nuestras acciones las que determinen nuestro destino postrero; y si éstas han sido buenas, pues habrá Cielo para nosotros, y si han sido malas, pues habrá condena. Todo esto está en juego según las obras que hagamos entre hoy y el día de nuestra muerte.

Con esta reflexión, en tiempos donde la popularidad del pecado es tan abrumadora, tan grotesca su promoción y tan perseguida y condenada en tantos lugares la virtud, sin embargo, no pretendemos ser pesimistas ni pusilánimes, sino todo lo contrario, ya que debemos ser muy conscientes de que el día de nuestro juicio personal, delante del mismo Dios, somos nosotros mismos quienes lo vamos “diseñando a nuestra voluntad”; y es por eso que si hay falencias, si hay errores, si hay heridas, ¡si hay pecados, e incluso incontables pecados!, debemos enderezar las cosas y contrarrestar las más terribles consecuencias a fuerza de arrepentimiento, de reparación, de conversión; y si vemos el mal en nosotros hay que decidirse a echarlo fuera; si hemos hecho mucho mal pues debemos hacer desde ahora mucho bien, lo más que podamos; y si le cerramos alguna vez las puertas de nuestra alma a Dios, debemos abrirlas de par en par a partir de ahora, y “ordenar la casa” para que Él se sienta cómodo y se dedique gustosamente a acomodarlo todo.

Comparto estas sencillas consideraciones, movido en esta oportunidad por las hermosas experiencias que Dios me ha concedido presenciar en estos últimos años, en que he debido despedir a personas cercanas, así como también he tenido la gracia maravillosa de asistir en sus últimos momentos a algunos seres queridos, contemplando la antesala de lo que fue su encuentro amoroso y definitivo con nuestro Señor Jesucristo a los ojos de la fe, luego de haberlos visto recibir los sagrados sacramentos, incluso habiéndoselos dado por medio de mis propias manos.

Entre hoy y el día de nuestra muerte están nuestras acciones y el juicio de Dios sobre ellas. Sumemos, pues, buenas acciones en la balanza definitiva de nuestra vida terrena, sin pesimismos, sin mediocridades, sin quedarse a mitad de camino: pongamos sobre los platillos de la balanza nuestros perdones al prójimo, nuestro trabajo contra los defectos personales, nuestras luchas contra el pecado y nuestra reparación, nuestra paciencia ante nuestras cruces, nuestros fracasos sopesados y detestados a la luz de la experiencia y todas nuestras enmiendas; nuestra paciencia ante la adversidad, nuestras batallas contra las tentaciones y nuestras conquistas de las virtudes; nuestro tiempo delante de Dios, nuestra vida sacramental (cada santa Misa, cada confesión, etc.), nuestros deseos de santidad, el arrepentimiento de nuestras faltas y las santas determinaciones de todos nuestros buenos propósitos.

Tal vez más de una vez hemos escuchado la frase “nunca es tarde para cambiar”, lo cual podríamos decir que es cierto, pero solamente entendido como “mientras dure nuestra vida”, porque la muerte es para algunos su “demasiado tarde”, así como para otros es su dichoso “finalmente”, es decir, como recompensa a sus esfuerzos y trabajo espiritual por alcanzar la salvación eterna. Parece más acertado decir “¿por qué no comenzar a cambiar ahora mismo?; no mañana, no muy pronto, no cuando me sienta preparado, sino tomar la decisión en este mismo instante”; pues no sabemos cuándo tendremos que presentarnos delante de Dios para ser juzgados, pero sí podemos preparar desde ahora el “cómo”, es decir, velando, trabajando, haciendo el bien, y acercándonos más y más a Dios. La clave y la respuesta para preparar nuestro momento decisivo delante de Dios, es la pregunta que en esta vida acompañó a innumerables almas que se dejaron transformar por la gracia que absolutamente a todos se nos ofrece si decidimos aceptarla: ¿qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo, qué he de hacer por Cristo?

Roguemos al Cielo y trabajemos incansablemente para que entre hoy y el día de nuestra muerte, nos dediquemos a preparar un dichoso encuentro con nuestro Señor Jesucristo, y que sean cada vez más las almas que se determinen a cambiar para bien en respuesta a la Divina Misericordia, viviendo nuestras vidas en búsqueda de su gloria, pues allí se encuentra nuestra eterna salvación.

P. Jason Jorquera M., IVE.

¡Basílica llena!

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

Como ya les hemos contado anteriormente, hace ya un buen tiempo, por gracia de Dios la casa de santa Ana aquí en Séforis, fue nombrada santuario de la Custodia franciscana de Tierra, atendido por los monjes del Instituto del Verbo Encarnado, maravillosa expresión de lo que pudimos ver hace algunos años, antes de la guerra y del corona, cuando los devotos grupos comenzaban a llegar prácticamente cada semana para rezar, confesarse, celebrar la santa Misa, escuchar la visita guiada de parte de los monjes y pedir las gracias especiales que se encuentran “escondidas” en cada santuario, particularmente según seas sus correspondientes patronos, como lo es aquí santa Ana y la Sagrada Familia completa. Sin embargo, después de la guerra y hasta ahora, ha sido realmente excepcional recibir a algún grupo en semanas, limitándose las visitas prácticamente a algún que otro vecino, quizás un par de amigos del monasterio o el paso de alguno de nuestros sacerdotes y hermanas que misionan por esta zona. Si bien el silencio externo es una parte esencial de la vida monástica en orden a ayudar a vivir en el silencio interior, apropiada fragua del recogimiento que ha de buscar incansablemente el monje, sin embargo, no deja de ser triste la razón actual del silencio de tantos santuarios, que no es otra que esta ausencia de los peregrinos que antes colorearan con sus visitas los santos lugares. Pero últimamente, al encontrarnos con otros religiosos, hemos escuchado -aunque muy aisladamente- que por tal lugar pasó un grupo y en tal santuario vieron otro, y que en tal altar de tal santuario una devota comitiva celebró la santa Misa… Con esto presente han de imaginarse y compartir nuestra alegría cuando un grupo de Senegal, acompañados al igual que el año pasado por Monseñor Paul Abel Mamba, nos confirmó su asistencia para celebrar este pasado sábado la santa Misa, en la cual los restos de la basílica que alberga este lugar santo pudieron ver nuevamente entre sus muros al gran grupo que vino a venerar especialmente a santa Ana. Monseñor, junto con 10 sacerdotes y 450 feligreses, ¡llenaron la basílica!, celebrando píamente la santa Misa acompañada por cantos tradicionales, y pudiendo hacer nosotros un gran apostolado, para el cual nos ayudaron nuestras hermanas de Nazaret.

Seguimos rezando por la paz en el mundo entero, pero la paz verdadera y duradera. Es cierto que por esta zona de Galilea y por Jerusalén hay actualmente tranquilidad, pero necesitamos que haya paz, ¡paz en los corazones!, ¡paz en las familias!, ¡paz entre los pueblos!, intención especialmente agregada continuamente en nuestro pequeño monasterio, que más silencioso de lo normal acompaña a la distancia con sus oraciones y sacrificios a todos aquellos que rezan por nosotros y nos piden oraciones.

Damos gracias a la Sagrada Familia y a todos ustedes por sus oraciones, y pedimos especialmente para que poco a poco los santuarios puedan volver a recibir las súplicas confiadas de quienes tengan la gracia de poder visitarlos.

Siempre en unión de oraciones:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia

LA AMISTAD DEL SACERDOTE CON JESUCRISTO

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado.

P. Segundo Llorente, SJ

[…] Mi idea al ir a la Isla de las Zanahorias era decirle al Señor que allí me tenía toda una semana a su entera disposición sin hacer absolutamente nada más que escucharle a Él. En nuestro quehacer diario tenemos tiempo para todo excepto para rezar. El Señor está esperando constantemente hasta que llegue su turno, pero raras veces llega porque siempre hay algo que se interpone. Aquí yo tenía una semana entera. “Habla, Señor, Tu servidor está dispuesto ahora”. Normalmente, el Señor esperaba hasta que yo acababa de hacer mi camino en la playa. Entonces era cuando Su divina inspiración era más clara y profunda. Para ser otro Cristo hay que llevar la cruz.

Para muchos, Cristo es un extraño; vemos al Señor distante, como un ser abstracto perdido en algún lugar en las nubes. Eso explica por qué algunos curas dicen misa diariamente y acaban abandonando el sacerdocio y, en algunos casos, perdiendo su fe. Y es porque no hay un conocimiento de Cristo, un verdadero interés en estudiarle más de cerca, no existe un esfuerzo para intimar más fuertemente con Él. En otras palabras, Cristo y el sacerdote no son en estos casos verdaderos amigos.

El error, naturalmente, es del sacerdote que no vive inmerso en estos asuntos desde la mañana a la noche.

Recomiendo a todo sacerdote que pase una semana entera en soledad junto al Señor con un espíritu de fe y humildad. El Señor le colmará de divina luz y de esta manera verá las cosas desde el punto de vista que las ve Dios. Y quizás uno de los primeros cambios que note el sacerdote sea el desorden que regula su vida. Él verá enseguida que debe distanciarse de cada una de las formas de atadura: tabaco, bebida, programas de TV, literatura basura, comida delicatessen y viajar. Denle al Señor una oportunidad. Mantengan el silencio. Mediten al pie del altar. Dios hará el resto.

En la Isla de las Zanahorias -si puedo ya llamarla así-, desafié al Señor a hacer esta prueba. “Habla, Señor, tu Siervo está escuchando”, como Samuel fuera instruido a responder cuando escuchó la voz de Dios al invocarle.

El poder de Dios se manifiesta a sí mismo hablando al alma sin decir una palabra. Dios inunda el alma de luz. El alma ve, comprende, entiende y, al mismo tiempo, siente una fuerza divina que viene hacia ella en su rescate. Y esto va acompañado de una paz interior profunda. El alma se da cuenta de que esto es bueno para ella y se vuelve insaciable, queriendo más y más. Pero también apercibe que el Señor no va a ser manipulado en ningún sentido. Él es el jefe; Él está en todo momento a cargo de la situación y no está para tonterías. Si el alma vuelve a su estado anterior, digamos a los tiempos pasados, se encuentra a sí misma pobre, ignorante, ciega, débil, y entonces comprende que todo el problema parte de ella. Tiene que postrarse de rodillas de nuevo y rogar como lo hiciera el hijo pródigo. Esta es la meta de los retiros anuales donde el alma evalúa sus pérdidas y ganancias.

Cristo le dirá al sacerdote que espera de él que aspire a la transformación total hacia Él. Solo así activará Dios Padre en el sacerdote la obra que ejecutó en Su Divino Hijo. en los planes de Dios solo hay un Sacerdote, el Gran Sacerdote Jesús, y cualquier otro sacerdote en la tierra tiene que transformarse en uno con Jesucristo. Cuando Dios Padre contempla a Jesús, ve a todos los otros sacerdotes en Él; y cuando mira a los sacerdotes, a cualquiera de ellos, Él ve a Jesús en ellos. Dios dijo sobre las aguas del Jordán que Él estaba muy satisfecho con su Hijo, Jesús. Del mismo modo estará satisfecho con cualquier sacerdote en proporción al parecido de Jesús que cada uno lleva en sí mismo.

Aquellos sacerdotes que ven a Cristo como un extraño total están en contradicción consigo mismos, como un policía que hace tratos con los ladrones. Una cosa hemos de tener clara en nuestra mente: ser igual que Cristo significa pobreza, mucho sufrimiento, estar solo, ser incomprendido, ser perseguido, arrostrar dolor y ser desgraciado. Las almas se compran con sufrimiento, y no con cualquier sufrimiento, sino con el mayor de los sufrimientos unido al dolor de Cristo. De aquí vendrán la redención y la salvación. Tener una vida cómoda no es el camino de un cristiano. Los sacerdotes no pueden ser de este mundo y, sin embargo, no pueden escapar del mismo.

Dios entiende que los sacerdotes, siendo hombres, pueden cogerse una rabieta antes o después; son la naturaleza y el carácter de esta rabieta los que importan, ya que hay rabietas y rabietas; ya que, cuando dicha rabieta pasa, entonces queda el rencor, la amargura, el egotismo prolongado y, finalmente, la rebelión abierta. Cristo en Getsemaní gritó con lágrimas de sangre rogando al Padre eterno que le ahorrase todo aquello que se le venía encima. Pero enseguida apartó cualquier atisbo de rebelión añadiendo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Este es el programa para cada sacerdote cuando el camino es áspero. Esta es la receta para salvar las almas.”

 

Fragmento del Libro Memorias de un sacerdote en el Yukón, del P. Segundo Llorente, SJ

El valor social de la santidad

De los escritos del P. Alfonso Torres

 

a) Fecundidad divina de la santidad

La Iglesia no tiene más defensa que su santidad; todo lo demás se cae como tinglado de cañas. La santidad tiene una doble fuerza. En primer lugar, la fuerza que tiene sobre las almas. Ante un santo se sobrecoge el mundo entero. Tiene, además, la santidad otra fuerza. Dios nuestro Señor está con los santos. Donde Dios vuelca todas sus misericordias, todas sus bondades, todos sus auxilios, todo su poder, es en los santos.

Tienen las santidades auténticas esta condición: que cuanto más se acerca uno a ellas, más se agigantan. Y por paradoja, cuanto más se esconden, más brillan. El ocultarse de la humildad tiene centelleos de luz divina, como el pavonearse de exhibicionismo tiene sombras de muerte. Es fuego fatuo en un cementerio de virtudes.

Nunca es estéril la santidad; algunas veces la santidad produce obras visibles que demuestran que no es estéril; pero, aun en los casos en que esas obras no se ven, en que no hay esas obras visibles, la santidad es fecundísima; por eso el demonio hace tanta guerra a esa santidad, porque sabe que el que se santifica salva a muchas almas y da mucha gloria a Dios.

Los santos tienen el don de elevar cuanto tocan. Una brizna de hierba que encuentren, la convierten en reflejo de la hermosura, de la vida y del amor divino. Tienen el secreto de convertirlo todo en misteriosa escala que les lleva a Dios. Los más tenues atisbos de virtud que descubren en las almas, les sugieren altísimas consideraciones llenas de sabiduría divina. Siguiendo el rayito de luz, se abisman en el sol.

Cuando tenemos la suerte de tropezar con alguna de esas personas que están muy cerca de Dios y que cuando hablan parece que transparentan a Dios, que lo llevan en su corazón, recibimos una gracia muy grande. Y no somos nosotros los que hacemos un obsequio a esas almas cuando las favorecemos en algo, sino que son ellas las que nos favorecen a nosotros cuando nos comunican eso que tienen de Dios.

 

b) Instrumento de salvación para muchas almas

Dios ha tenido puestos sus ojos en nosotros siempre con misericordia y con infinito amor. Los designios divinos han sido tomarnos a cada uno de nosotros como instrumento de santificación, y para eso enriquecernos con sus gracias divinas, llenar nuestro corazón de sus celestiales bendiciones, y disponernos así a que fuéramos instrumento de salvación para muchas almas y de mucha gloria divina.

Pensemos en las almas que se salvarían por nuestra propia virtud si nosotros nos santificáramos, que no es cosa tan baladí el ser fiel o no a Dios aun en aquellas cosas que no nos obligan bajo pecado mortal, puesto que de ahí depende nuestra santificación, y de ésta, la salvación de muchas almas, el bien que podemos hacer al mundo y la gloria que podemos dar a nuestro Dios.

Dios nuestro Señor nunca permite que un alma fervorosa sea un alma estéril. El alma fervorosa es siempre un alma fecundísima.

c) La formación de santos

Por grande que sea la conversión de un pecador, es mucho más grande la formación de un santo, porque la obra, en sí misma, es más perfecta y acabada y porque al formar un santo se prepara el instrumento que ha de convertir muchos pecadores. No hay santo -pensad en el más desconocido, en el más oculto, en el más ignorado- que no haya llevado tras de sí al Cielo una legión de almas con su oración, con su sacrificio y tal vez con su apostolado.

Santificar a un alma es salvar innumerables almas, y eso aunque el alma que se santifica esté escondida en el último rincón y pase completamente ignorada a los ojos del mundo, porque un alma santa, cuando ejercita su apostolado, dondequiera que esté es fecunda, aunque esté sepultada en el surco, como el grano de trigo del que habla el Evangelio. La fecundidad de un alma santa es incalculable; esa alma hace caer sobre el mundo un diluvio de misericordias divinas, de gracias celestiales.

d) El mundo necesita santos

El mayor milagro y la mayor señal de que Dios está con un apóstol o con una obra apostólica es la santidad de la vida; que no son, en último término, los milagros el mayor de los argumentos. El mayor de los argumentos es esa especie de milagro moral que se llama santidad verdadera.

Oiréis repetir mil veces que el mundo necesita grandes sabios, grandes empresas, grandes obras de celo, muchos medios de lucha contra el mal; todo eso será verdad; peo lo que más necesita el mundo son santos; pero santos auténticos, santos que se inmolen con la humildad y el sacrificio; santos según Dios, santos que sean la santa semilla de otras almas santas; eso es lo que más necesita el mundo y eso es lo que más busca el corazón divino de Jesús.

En horas en que el mundo está tan necesitado del Evangelio, en que tan necesitado está Jesucristo, lo que se necesitan, más que peroraciones y más que elucubraciones, son vidas santas, que, aunque estén escondidas en el último rincón del último convento, no dejarán por eso de extender sus aromas, como el árbol de incienso del que habla el eclesiástico, y embriagar o embalsamar con él todo el bosque.

 

 

 

 

 

Feliz día de san Alberto Hurtado

Reflexión 

Queridos todos:

En este día en que litúrgicamente la Iglesia conmemora a san Alberto Hurtado, me tomo devotamente la libertad de escribir y compartir una sencilla reflexión que destaque alguno de los aspectos de este gran santo con quien comparto nacionalidad y con quien desearía compartir más aún el amor sin condiciones y la entrega profunda hasta la santidad, y desde allí aquella fecundidad tan directamente proporcionada a nuestro “vivir el Evangelio” que las almas nobles, incluso ahora mismo desde la eternidad, nos enseñan. Ruego al Cielo nos conceda a todos esta gracia de arrancar los posibles límites que en nuestra vida se interpongan entre la grandeza y generosidad de Dios y nuestra falta de confianza y entrega cada vez mayores.

Si bien desde pequeño conocí el rostro del padre Hurtado, dos o tres de sus frases más populares, y hasta pasé alguna vez delante de las puertas del famoso “Hogar de Cristo” que prolonga la caridad y preocupación por el prójimo de nuestro santo; sin embargo, debo reconocer que no fue sino en el seminario -san Rafael, Argentina-, donde realmente pude encontrarme de cerca al padre Hurtado en sus escritos, sus maravillosos escritos, de los cuales especialmente durante mi sacerdocio me hice bien devoto, pues son de aquellos párrafos que uno pareciera leerlos pensando que fueron escritos más de alguna vez en la capilla, quizás delante del Santísimo, especialmente las meditaciones y reflexiones. Así pues, los escritos del padre Hurtado, así como los de tantos otros santos, especialmente doctores y los más notablemente enamorados de nuestro Señor y la buena doctrina, me pesa no haberlos encontrado antes en mi vida; así como sus mismas vidas, páginas plasmadas del Evangelio encarnado, puentes firmes y seguros hacia las Sagradas Escrituras de las cuales las almas santas bebieron para, justamente, hacerse santas…

Volviendo al padre Hurtado, y teniendo presente el santo Evangelio de este día -normalmente conocido como el del joven rico-, podemos hacer un paralelismo entre los extremos de dos partes bien lejanas entre sí, unidas solamente en el punto común de la llamada de Jesucristo nuestro Señor a la perfección. Uno fue convocado en persona por Jesucristo, recibiendo de sus propios labios la invitación a su seguimiento; el otro, comprendió dicha convocatoria desde el corazón, viendo con los ojos de la fe, y aceptando con pronta generosidad el llamado a la consagración total… y uno se marchó triste, porque estaba apegado a “sus cosas”; el otro, en cambio, se desprendió de todo y vivió y murió dichoso, porque supo hacer de Dios su única riqueza. Y así, uno sufrió por las creaturas, con amargura; el otro, en cambio, sufrió por Dios, con alegría. Y perseverando en su determinación y generosa entrega, este último llegó a ser santo, porque así funciona la lógica Divina: la pequeñez humana puesta con confianza en las manos de Dios produce frutos abundantes, produce el bien en desproporción, produce santidad e invita a la santidad.

La historia del joven rico, en el Evangelio de hoy, terminó en el versículo 22. La historia de los santos, en cambio, no termina con su muerte en este mundo, pues sus obras siguen vivas, su intercesión permanece intacta, sus escritos siguen disponibles, sus ejemplos perduran y nuestra devoción a ellos nos acompañará cuanto nosotros lo queramos. Así, san Alberto Hurtado, nos sigue predicando y enseñando; y no sólo él, sino tantos otros innumerables santos y santas de Dios, resaltando hermosamente los diversos matices de la perfección divina con aquello que nos han dejado hasta el fin de la historia, es decir, los incontables ejemplos de los miembros preclaros de la Iglesia que nos han enseñado constantemente a responder “¿qué haría Cristo en mi lugar?” con sus propias vidas. Obviamente que nuestro modelo supremo y absoluto es Jesucristo, y en seguida su santísima Madre; pero los santos nos dejan ver de una manera especial lo que pasa cuando la imperfección humana toma la decisión de comenzar su proceso de purificación hasta alcanzar las expectativas divinas dispuestas para tantas almas: “(Es) tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.”, escribía nuestro santo.

Tal vez hoy en día -hablo al menos desde el entorno en que crecí-, Chile sigue recordando al padre Hurtado por el Hogar de Cristo, obra palpable que expresa la preocupación del santo por los más necesitados; pero la obra que realizó y que realiza mediante su intercesión, es más extensa todavía. No recuerdo las vocaciones consagradas y al matrimonio que se le atribuyen, pero son muchas; así también nos contaba un religioso que lo había conocido (cuando éramos novicios, el 2005), que se le armaban filas para la dirección espiritual y en unos pocos minutos todos se iban contentos y agradecidos, pues era muy preciso y no necesitaba muchas palabras para saber qué aconsejar a cada alma; y dio muchas conferencias, predicó muchos retiros, homilías, etc., y nos dejó no pocos escritos además… todo esto, reiteramos, para seguir enseñándonos las consecuencias de decirle a Dios que sí en lo que nos proponga, para nuestro bien y el de aquellas personas que entren en contacto con nosotros, porque eso es un santo y porque así se forja un santo: aprendiendo a decirle en todo a Dios que sí, como vemos en la vida y obra de san Alberto Hurtado: “Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.”

P. Jason Jorquera M., IVE.

El obstáculo mayor del optimismo

Contra el sentido de inferioridad

San Alberto Hurtado

1. El obstáculo mayor del optimismo es el sentimiento de inferioridad

El psicólogo vienés Alfredo Adler ha tratado de echar por tierra la teoría de Sigmund Freud sobre la causa de la neurosis. Según Freud, las neurosis arrancan de la represión de una tendencia de orden sexual, en los primeros años de la vida, que, sepultada en el inconsciente, perturba nuestra conducta. El remedio consistirá, mediante un psicoanálisis, en sacar a la conciencia ese elemento perturbador del inconsciente. Alfred Adler, en cambio, encamina sus explicaciones desde un punto de vista totalmente diferente: él parte de la tendencia que tiene toda persona de ser estimada, apreciada, del hambre de consideración… y cuando este sentimiento es atropellado, la tristeza interior provoca un verdadero conflicto que se traduce en el complejo de inferioridad (sentimiento de menor valía, compensado con revanchas en las líneas en que uno se siente fuerte).

Este complejo de apocamiento –llamémoslo así– es uno de los mayores obstáculos al optimismo. ¿Yo, para qué valgo? ¿Qué sentido tiene mi vida? Soy incapaz de todo… y por eso nadie me cotiza; no se me considera…

Y de aquí, un cruzarse de brazos. Al pretender empujarlo a que llene su vida de amor, a que haga algo útil por los demás… se ve lleno de desaliento. “Lo mismo da que haga, o que no haga. ¿De qué sirve mi modesto trabajo? ¿Qué va a pesar mi abstención?… Si yo no me sacrifico nada cambia… No hago falta a nadie. ¿Un voto más o menos?”… ¡Cuántos apóstoles se frustran… cuántas energías se pierden! ¡Cuántas almas se amargan!.

2. Cómo vencer el pesimismo

¿Y esta dificultad es verdadera? Sí… ¡¡y no!! Yo solo, ¿qué valgo? Bien poca cosa… Mis poderes de acción son tan limitados; mi prudencia tan incierta; mi valor tan débil… mi carácter tan vacilante… ¡¡Pero hay una manera en que puedo valer y mucho!! Tomado por las manos de Dios. Veamos la prueba.

Jesús predicaba… Lo seguía una inmensa muchedumbre. En una ocasión eran 5.000 hombres, sin contar las mujeres y los niños… Tres días iban tras Él: su hambre debía ser devoradora. Parecida a la que tiene el mundo moderno.

¿Comida para esa gente? Jesús quiere probar la fe de sus discípulos. ¿Qué haremos para darles de comer?… 200 denarios, el sueldo de un año de un obrero, no sería suficiente para darles un bocado… Pero, ¿para qué pensarlo siquiera?, ¡en el desierto! ¡Diles que se vayan!, dice el pesimista Felipe. ¡Que se vayan! ¡Que se las arreglen como puedan! No le veía otra solución… Lo mismo que el pesimista-naturalista. ¡La tremenda desproporción! ¡Tanto que hacer! ¡Tan difícil la tarea… y el instrumento tan débil!

Felizmente, había allí un optimista-sobrenatural. Este era un chiquillo: tendría sus 10 años. Su alma abierta y límpida había comprendido lo que Jesús era… y quería hacer… ¡hacer algo!

La tradición le ha dado un nombre. Se llamaba Ignacio, Ignacio el que después fue obispo de Antioquía y mártir de Cristo. El que escribió después páginas tan bellas como ésta; antes de ser arrojado a las fieras y para que los cristianos no se lo impidieran: Leer.

Pues bien, Ignacio se presenta atrevidamente a Jesús y, lleno de confianza, le ofrece lo que tiene: ¿Qué era eso? Cinco panes y dos peces… ¡qué panes! De cebada, duros como tejas… dos peces de agua dulce, blanduchos… quizás medio descompuestos, después de tres días de ajetreo en medio de aquella gente que se apretuja… ¡Qué poca cosa… qué ruin! ¿Qué valía aquello? Bien lo comprendió Felipe el pesimista: ¿qué es esto para tanta gente? La tremenda desproporción. ¡El eterno problema!

Pero el chiquitín optimista persiste feliz con su oblación… Hay 20.000 personas hambrientas. Allí está él con su canasta. Lo mira de hito en hito, su nariz respingada, sus ojazos abiertos, su pecho al aire, sus patitas descalzas, pero su alma entera y confiada… Él piensa que es tan sencillo y tan natural dar al Señor lo que uno tiene… Que si cada uno hiciera lo mismo, no habría problemas. Lo que tiene, lo da. Es poco, es pobre. ¡¡No tiene más!! Tomad Señor y recibid. El valor de la oblación ante los ojos de Dios no se mide por la riqueza del don, sino del amor. Tomad Señor estos frutos de mi huerto, están estropeados por las heladas, ¡¡pero no tengo más!!

¿Desprecia el Señor esa oblación? No. La recibe, la carga de su bendición… y con esos cinco panes y dos peces alimenta a toda esa inmensa muchedumbre, y todavía doce canastas de sobras: cabezas y espinas, ¡que hasta eso lo considera Cristo!

¡Ah, si yo comprendiera! Si me resolviera a dar a Cristo mi pobre don, pequeño, insignificante, mi alma mezquina, ¡si la pusiera al servicio de Cristo! Mis pobres centavos: como la Sinforosa; como la sirvienta belga: 5.000 francos para que un sacerdote negro suba al altar [a ofrecer la] Misa por mis padres. Cuando años después va un Padre como visitante al Congo, y oye que todo está bien… Es que aquí hay un ladrillo cargado de bendiciones. Cuando recibo para el Hogar de Cristo esas limosnas: “Es todo lo que tengo: mi anillo de compromiso; esta alhaja, no tengo más”… Yo estoy seguro que esas obras han de prosperar.

Y si mi problema es problema de alma: mi ruindad, mi pequeñez, recuerde lo que Cristo ha hecho con sus almas, las que consienten en entregársele: Camilo Lellis, el juego; Mateo Talbot, el trago; Eva Lavalière, la vanidad; María Magdalena, una mujer pública… Jóvenes que no eran nada… y después son tanto, ¡porque Cristo los ha tomado en su mano bendita!

Se quejaba uno: ¡Soy tan poca cosa, tan burro! Lo felicito; si Dios, por la mano de David, con una quijada de burro mató a tantos filisteos, ¿qué hará cuando tenga un burro entero?. Ruines pecadores fueron convertidos en alimento de millones de seres que han comido y seguirán alimentándose de ellos.

Yo puedo cambiar la faz de la tierra. No lo sabré, los peces tampoco lo supieron… y en esos momentos de desaliento piense en lo que puede el hombre tomado por Dios.

¿Soy pequeño como gota de agua? Piérdame en el cáliz… deme y seré transubstanciado. Una gota de agua entre tantos problemas… Seré mucho si consiento en perderme en Cristo, ¡¡en abandonarme en Él!!, en ser Él. “Vivo yo; ya no yo; vive en mí Cristo” (cf. Gal 2,20).

¡Ser Cristo! He aquí todo mi problema. La razón de ser de la creación. Todo el mundo ha sido creado para la gloria del Hijo de Dios, y yo me uno al Hijo de Dios por mi bautismo, que me hace a mí también Hijo de Dios, y me vinculo más y más íntimamente cada vez que comulgo. Por la Eucaristía puedo yo decir con toda verdad: ¡Cristo vive en mí, yo en Él! No ser sino uno. Toda la razón de ser de mi vida, todo el sentido de mi existencia, lo descubro y lo recuerdo cada vez que asisto a la Santa Misa, cada vez que comulgo.

3. Cómo recordar nuestro valor

La Santa Misa es por esto el sacramento del optimismo. Efectivamente, hay en la institución de la Sagrada Eucaristía, cuatro palabras, por demás decidoras, que resumen toda la teología de la Eucaristía, que es también la teología del optimismo. En la última noche que el Señor pasó con sus discípulos, como los hubiese amado, quiso amarlos hasta el fin (cf. Jn 13,1); se sentó a la mesa, en sus santas y venerables manos tomó el pan, lo bendijo, lo partió, y lo dio.

Lo tomó. En la noche de la institución, sobre la mesa del convite, había una canasta de pan… con multitud de panes, tan pobres como los del pequeño Ignacio, y Cristo tomó uno, el que quiso… no por mérito suyo, sino por su inmensa dignación… De entre los 2.000.000.000 de hombres me escogió a mí, me llamó a mí, a ser su hijo, me invita a hacer algo, algo grande. ¿Lo podré?

Lo bendijo. Lo cargó con su bendición y lo transubstanció. Sobre el altar, un copón de hostias: harina y agua… arrugadas, amarillas, hilachentas… Cargadas de la bendición de Cristo. Al asistir cada día al Ofertorio, veré al sacerdote que ofrece algo tan pobre. ¿No tiene vergüenza? Pero en la consagración, ¡esa pobreza, se transforma en divinidad!

Lo partió. Y ese pan preparado, lo rompe… Vea romper esa hostia… Los sacrificios… no para destruir, sino para dar. El grano de trigo… si no muere (cf. Jn 12,24).

Lo dio. El fin de mi vida: darme. Darme entero a los demás, con optimismo, porque cargado de la bendición divina. Si yo pudiera asistir cada día a Misa, comulgar cada día… ¡Cuánto sentido de optimismo tendría mi vida!

Y luego durante el día, orar… Orar sabiendo que Él vive en mí. Que no [somos] dos sino uno. [Es una enseñanza] de fe: la habitación de Dios en el alma. ¡Nosotros! No yo solo. Él en mí. ¿Valgo algo? ¡Ya lo creo! ¡A Ti solo me he entregado!

 

Sobre la importancia de dejarse purificar por Dios

Carta del padre Pío,

 11/4/1915

 

Hija querida del Padre celestial:

Su corazón es siempre el templo del Espíritu Santo. Que Jesús visite su espíritu y la consuele y la sostenga y saque del estado de desolación extrema en que la bondad de su Padre ha querido colocarla. Así sea. Perdone mi atrevimiento al permitirme dirigirle esta pobre carta mía sin haberle conocido nunca personalmente, porque debe saber que hace muchos años ruego al Divino Maestro darme a conocer ante El su alma y sus designios divinos sobre Ud. También ha sido beneplácito suyo manifestarme el estado actual en que Ud. se encuentra y El mismo me manda escribirle esta carta para que con ella reciba consuelo.

Que sea siempre bendito El también en esto. Hago votos ardientísimos al Señor para que la presente le sirva de mucho alivio y de total seguridad. Ahora Jesús me hace saber que no tema el amplio estado espiritual por la crisis actual que atraviesa, ya que todo resultará a gloria suya y al perfeccionamiento de Ud. Él quiere que deje y abandone todos esos temores que tiene acerca de la salvación eterna, que no aumente esas sombras que el demonio va haciendo cada vez más densas para atormentarla y separarla de Dios si eso le fuera posible. Su desolación actual no es que Dios la abandone, ya que su divina misericordia la va haciendo cada vez más acepta: El permite todo esto para asemejarla a su Hijo divino en las angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Lo mejor que puede hacer es aceptar con alegría y serenidad la prueba presente sin desear verse liberada. Humíllese bajo la poderosa y paternal mano de Dios, aceptando con sumisión y paciencia las tribulaciones que le envía para que pueda exaltarla dándole su gracia cuando Él la visite.

Que toda su solicitud en medio de las tribulaciones, que la invaden totalmente, se centre en un abandono total en los brazos del Padre celeste, ya que El tiene sumo cuidado para que su alma, tan predilecta, no sea sometida al poder de Satanás.
Humíllese, pues, ante la Majestad de Dios y dele gracias continuamente, a tan buen Señor, de tantos favores con lo que sin cesar enriquece su alma de Ud. y confíe cada vez más en su divina Misericordia. No tema, vuelvo a repetirle en el Señor, quien le ha ayudado hasta ahora continuará hasta su salvación.

Ud. se salvará; el enemigo se revolcará en su rabia, siendo cierto que la misma mano que la ha sostenido hasta ahora, haciéndole enumerar infinitas victorias, continuará apoyándola hasta aquel instante en que su alma se oirá invitada por el Esposo celeste: “ven, esposa mía, recibe la corona que te he preparado desde la eternidad.” Confianza ilimitada en el Señor debe tener pensando que el premio no está lejos: no pasará mucho tiempo sin que se realice en Ud. lo dicho por el profeta: “entre las tinieblas resplandecerá la luz” y luz en verdad es su actual desolación, luz que proviene de una singularísima gracia que no a todas las almas que caminan al cielo concede el Señor. Más aún, son poquísimas las almas que se hacen dignas de tal merced.

Ahora me parece que legítimamente puede ponerme esta objeción: Si es ésta una gracia -como Ud. Dice- y toda gracia da luz al alma, por qué a mí en vez de luz me trae tinieblas.? Esta réplica sería aceptable si se tratase de gracias de orden inferior, quiero decir de aquellas gracias que el Señor suele conceder a todos. Aquí, en cambio, el caso es muy diferente y yo hablo precisamente de Ud. La gracia del Señor de que se halla penetrada sublimará su alma hasta la unión perfecta de amor. Ahora bien, el alma, antes de llegar a esta unión, y diré a esta así transformación en Dios o casi Dios por participación, necesita que sea purificada de sus defectos y de todas sus inclinaciones hacia las cosas materiales y sobrenaturales, y esto no sólo en cuanto a sus actos, sino también en cuanto a sus raíces en la mayor medida posible durante la vida presente. Necesita que sea despojada de toda potencia y de toda inclinación natural a fin de poder ser elevada a obrar de otro modo más divino que humano. Para obrar todas estas maravillas es necesario que una causa aflictiva interior las realice, y no es otra la gracia singularísima de que acabo de hablar y con la que el Señor la regala. Ahora bien, toda gracia produce luz, mejor dicho, es luz y, por consiguiente, cuanto más elevada es una gracia, tanto más sublime es su luz. Y ya que la gracia con que el Señor la ha enriquecido al presente es tan alta y sublime que tiende directamente a transformar el alma en una sola cosa con Dios, la luz que trae consigo es tan altísima que, penetrando el alma de modo trabajoso y desolador, la coloca en extrema aflicción y angustia interior de muerte. Y esto proviene de que esta gracia que produce luz tan sublime encuentra al principio el alma indispuesta para la unión mística y la penetra en forma purgativa y, por consiguiente, en lugar de iluminarla la obscurece; en lugar de consolarla la hiere, llenándola de grandes sufrimientos en el apetito sensitivo y de graves angustias y sufrimientos espantosos en sus potencias espirituales. Y así, cuando dicha luz, con estos medios, ha purgado el alma, la penetra entonces de forma iluminativa y la hace ver y la lleva a la unión perfecta con Dios.

También Santa Teresa fue sometida a durísima prueba: también ella experimentó, y tal vez de modo bastante más penetrante que Ud., el efecto de esta luz purísima, que le hacía ver a Dios en lontananza sin tener posesión efectiva alguna, por lo que estaba transida de un dolor tan agudo que la hacía morir. Pero fue precisamente esa luz, que después de haberle purificado el espíritu con tan agudas puñaladas, la unió finalmente a Dios con perfecto amor. El ejemplo de esta santa, mártir de amor, sírvale de estímulo y le haga combatir con fuerte ánimo para que, como ella, pueda obtener el premio a las almas generosas.

Comprendo muy bien que el encuentro es duro, penosísima la lucha, pero anímese pensando que el mérito del triunfo será grande, la consolación inefable, la gloria inmortal y la recompensa eterna.

Termino recomendándole que viva tranquila porque nuevamente asegura Nuestro Señor Jesús Cristo que no hay lugar a tener miedo. Ensanche su corazón y deje al Señor que obre en Ud. libremente.

Ruegue por mí, que continuamente la recuerdo ante el Señor. Que Jesús la consuele siempre.
Un pobre sacerdote capuchino.

Padre Pío.

La purificación del alma

“En nosotros es una sola cosa quitar defectos y adquirir virtudes. Tanto más se purifica un alma cuanto son más perfectas sus virtudes.”

P. Alfonso Torres

a) Su fuente, la sangre del Señor

En realidad, quien nos saca de las tinieblas y nos pone de lleno en la luz es Cristo nuestro Señor: con su sangre divina nos purificó de todas nuestras impurezas y nos hizo dignos de Dios.

No sé si siempre penamos bastante en la eficacia purificadora, en el valor purificador de la sangre de Cristo. Con Cristo nos basta, y, aun siendo como somos, con la sangre de Cristo podemos purificarnos.

Por muy grande que sea nuestro anhelo de purificación, debemos sufrirnos mansamente, puesto que Dios nos sufre así, y no apoyarnos en nuestro orgulloso esfuerzo, acordándonos de que nada podemos solos, sino que el que puede es Dios con nosotros; pero, siendo el principal Él, Él es quien nos ha de purificar, y quien nos ha de santificar.

b) Secreto último de la santificación

Todos necesitamos purificación, y nuestra labor de santificación no es más que labor de purificación. En la medida que nos purifiquemos, nos santificaremos. Dejar nuestra purificación de lado para recrearnos en otras cosas más halagüeñas o en otras cosas que parecen más sutiles y sublimes, siempre será un error.

Si Dios un día nos da luz para que quitemos ese lastre secreto del corazón que impide que vuele el alma, que acabe de purificarse y de entregarse al Señor, el camino de nuestra santificación está abierto y estamos francamente en el camino de las virtudes perfectas.

La ciencia de la santidad no tiene las complicaciones que se imaginan ciertas almas. La ciencia de la santidad consiste toda ella en una cosa, y es el que el alma se ponga de lleno en esa pureza que Dios quiere. Dadme un alma que sepa ponerse en esa pureza, aunque no sepa nada, y esa alma será un alma muy unida a Dios; dadme un alma que sepa todas las cosas que se refieren a la vida espiritual, pero que no se ponga en esa pureza, y no estará unida a Dios.

Si logramos quitar estas tres cosas que nos roban la luz de Dios: los afectos desordenados del corazón, la influencia maléfica de las creaturas y lo tortuoso, lo torcido de nuestras intenciones, tendremos la plena pureza del alma.

c) Vía para encontrar a Dios

Una cosa es conocer a Dios y otra encontrar a Dios. Se puede conocer a Dios sin haberle encontrado. A nosotros lo que nos importa en encontrar a Dios. Si le encontramos, habremos resuelto el problema fundamental de nuestra vida. Y a Dios se le encuentra en la medida en que las almas se purifican; de tal suerte, que si un alma se purifica del todo, encuentra a Dios del todo, y, si un alma no se purifica, no encuentra a Dios aunque tenga el ingenio más agudo y los conocimientos más enciclopédicos.

Si no damos a Dios todo lo que Dios nos pide, hay en nosotros algo que necesita purificarse más.

d) Acceso pleno a la vida de fe

La fe es un don de Dios, no un conocimiento que adquirimos por raciocinio, como las matemáticas o la filosofía. Esa luz que Dios pone en el alma se aviva por la gracia del Espíritu Santo, por unos caminos que tienen mucha relación con los dones del Espíritu Santo, y que ahora no viene al caso explicar. A esa fe se prepara el alma por un solo camino: la purificación del corazón.

Una cosa es la posesión de Dios en el Cielo y otra cosa la posesión en la tierra. Allí le poseeremos claramente, cara a cara; aquí la posesión es a través de la fe. Pero ya sabemos que la fe, que es velo que oculta a Dios, se va haciendo cada vez más tenue, más sutil, como si dijéramos más transparente, a medida que se va purificando el alma, y, por consiguiente, esa alma goza más de Dios.

e) Purificarse y adquirir virtudes es lo mismo

El trabajo interno y silencioso de purificar el corazón, con la práctica generosa de las virtudes, no siempre lo ven los hombres; pero lo ve el Señor. Ni una gota de sudor derramada sobre los surcos será estéril.

No hay más que un modo de purificarse: adquirir la virtud contraria. En nosotros es una sola cosa quitar defectos y adquirir virtudes. Tanto más se purifica un alma cuanto son más perfectas sus virtudes.

Cuando hablamos de purificación, solemos entenderla de una manera negativa, como si sólo fuera quitar lo malo; pero en realidad la purificación es de otra naturaleza, es muy positiva; es como quien desea ahuyentar las tinieblas, y para ahuyentarlas introduce la luz. Exactamente, esto es purificar el alma; quitar desórdenes del alma es poner en ella virtudes, y en la medida en que se tienen las virtudes, en esa medida se purifican los defectos.

f) Proceso gradual

En el camino de la purificación hay muchas etapas. Hay almas que se purifican de los pecados consiguiendo el perdón de ellos, y no pasan de ahí; hay almas que se purifican de ciertas pasiones que las dominan y arrastran fácilmente al mal, pero no pasan de ahí; y hay almas que se purifican hasta el punto que enseña san Juan de la Cruz en su famosa doctrina de la nada; es decir, que quedan completamente desprendidas de todo, completamente en Dios. No cabe duda que esta purificación última es la purificación ideal.

g) Dos suertes de purificaciones

En el alma hay dos suertes de purificaciones; una que el alma misma hace con la gracia del Señor, y otra que Dios mismo obra en el alma, y en la cual el alma no tiene que hacer sino someterse a la acción purificadora de la Providencia. A la primera, los autores espirituales, principalmente en los tratados de ascética, le dan el nombre de “purificación activa del corazón”; a la segunda, esos mismos, y más los autores de teología mística, llaman “purificación pasiva”, en que el alma más padece que hace.

Dios puede purificar un corazón sin caminos extraordinarios. Otras veces se vale Dios para esta purificación de caminos extraordinarios. Él toma entonces de la mano al alma, y ésta se encuentra transformada en Cristo.

¿Qué son, tomando las tempestades del lago en un sentido espiritual, las tempestades de las almas? Podemos decir que las tempestades espirituales se reducen a estas clases: hay un género de tempestades que llamamos nosotros tentaciones, que se llaman tentaciones en la palabra de Dios y en la labor espiritual; hay otro género de tempestades que llamamos nosotros “pruebas divinas”, que unas veces son pruebas exteriores y otras veces son pruebas interiores, secretos íntimos. Y hay, por último, un género de tempestades que llamamos nosotros “persecuciones”. A estos tres capítulos: a las persecuciones, a las pruebas de Dios y a las tentaciones, podemos reducir nosotros con facilidad todo eso que hemos abarcado con el nombre genérico de tempestades espirituales.

Es una norma general de la Providencia Divina en el orden de la santificación que los que han de llevar fruto espiritual abundante han de morir. Por eso los santos pasaron esas tragedias espantosas, en que a veces quedaba deshecha su honra, sus obras y hasta su vida. Cuando parece que todo se arruina, es cuando todo reflorece y triunfa.

Al alma que trabaja generosamente por purificarse, le ayuda Dios purificándola por medio de múltiples tribulaciones. Íntimamente entrelazadas con la vida de oración andan estas indescriptibles purificaciones. Son preparación providencial para los dones de oración. Por eso y por el enlace que guardan entre sí la vida espiritual y la oración, quienes se den a esta con la generosidad que Dios quiere tropezarán con ellas más o menos pronto. Cuando las encuentren, habrá sonado para ellos la hora de la crucifixión, que es muy amarga, pero que es a la vez la hora de las grandes misericordias divinas.

Dios es quien con un amor infinito de celo desencadena esas tempestades sobre las almas. Cuanto más terrible es la tempestad, más ardoroso es el celo divino. Es que quiere Dios santificar al alma muy a fondo y muy aprisa. Si cuando ruge la tormenta supiéramos ver a Dios, que vuela en las alas del huracán para nuestro bien, ahuyentaríamos las zozobras y desconfianzas, cerraríamos la puerta a la pusilanimidad y encogimiento y no andaríamos como perdidos en el seno de la nube.

h) La noche oscura de la purificación

en las noches oscuras, cuando son pasivas, se destacan, según la doctrina de san Juan de la Cruz, tres elementos que son como los rasgos dominantes de las mismas: la aridez espiritual, los combates a que se ve sometida la virtud y lo que llamaría el santo contemplación oscura. El primero de estos elementos consiste en que Dios sustrae al alma las gracias sensibles; el segundo, en tentaciones o persecuciones, y el tercero, en una operación divina muy misteriosa en lo más íntimo del alma, que podríamos llamar crucificadora. Los tres elementos se ordenan a purificar el alma y unirla íntimamente con Dios, aunque de muy distinta manera. El uno desase el alma de toda afección desordenada a los dones espirituales, obligándola a buscar a Dios en sí mismo. Para esto la conduce al desierto abrasador de la aridez espiritual, donde, si no quiere morir de hastío, ha de fijar su vista en el Cielo. El otro la obliga a ejercitar virtudes generosas para resistir a la tentación o santificar las persecuciones. Este ejercicio de virtudes tiene una doble manifestación, porque a veces las pruebas hacen ejercitar virtudes que preparan a la unión, sometiendo la parte inferior del hombre al espíritu, y a veces hace ejercitar las mismas virtudes teologales, en que consiste sustancialmente la unión. Y el tercero la va llenando secretamente de sabiduría divina, con todo lo que encierra esta palabra de luz y de amor, a través de un íntimo martirio, que es a la vez muerte y vida. La sabiduría de Dios es como la estrella que guía al alma en esta noche tormentosa, pero sin que el alma la goce, como en las noches serenas. Cuando Dios quiere santificar a un alma de prisa, estos elementos actúan con una cierta simultaneidad, y, cuando la santidad que Dios quiere dar es muy elevada, toman una fuerza trágica indescriptible.

Es curioso que, con frecuencia, cuando se trata de subir, se menciona la palabra desierto, subir al desierto. No hay subir si no es del desierto. El alma sube tanto más cuanto más vive en esa soledad. El alma sube tanto más cuanto más sale de sí. El alma sube tanto más cuanto más cuida de crucificarse, y cuanto el alma está más sola de criaturas, más se levanta hacia Dios.

“Jesucristo: la parte mejor” LC 10, 38-42

Homilía del Domingo

 

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo, nos presenta a dos hermanas cuyas figuras gozan de no poco significado para nosotros. De hecho, se han llegado a convertir en las “evangélicas representaciones” de las dos grandes ramas en que se distingue la vida consagrada: la vida activa, apostólica o misionera, representada por Marta; y la vida monástica o contemplativa, reflejada en la persona y actitud de María: la una sirve y la otra escucha, y ambas reciben al Señor del Cielo en su humilde morada: “Estaba María absorta oyendo la dulzura de la palabra del Señor; Marta le preparaba el convite, en el cual María ya se gozaba.

En sentido místico, Marta, recibiendo al Señor en su casa, representa la Iglesia, que ahora lo recibe en su corazón. María, su hermana, que estaba sentada junto a los pies del Salvador y oía su palabra, representa la misma Iglesia, pero en la vida futura, en la que, cesando de todo trabajo y ministerio de caridad, sólo goza de la sabiduría.” (san Agustín).

 

Marta, la servidora del Señor

 

“Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas…”; dice Teofilacto que “El Señor no vitupera la hospitalidad, sino el cuidado por muchas cosas, esto es, la absorción y el tumulto. Y vean cómo el Señor nada dijo primero a Marta; mas cuando ella intentaba distraer a su hermana, entonces el Señor, habida ocasión, la corrigió. La hospitalidad es honrada mientras que nos atrae a las cosas necesarias; mas cuando empieza a estorbar a lo más útil, es manifiesto que la atención a las cosas divinas es más honrable.”

Nadie puede dudar que la actitud de Marta es sumamente noble, pues se dedica literalmente al servicio del Señor: habrá estado corriendo de un lado para otro disponiendo todo para atender lo mejor posible al Mesías que entraba a su casa, y este es el gran ejemplo que nosotros también debemos seguir una vez que hemos dejado entrar a Jesucristo a la morada de nuestra alma, es decir, disponerlo todo de tal manera que Él se sienta a gusto, lo cual se logra por medio de la virtud y el rechazo del pecado. El alma en pecado que pretende recibir a Jesús, es como si le dijese que pase a entrar y que se quede de pie mientras “el pecado” ocupa el sillón principal; pero si hablamos de pecado grave, pues ciertamente que Jesucristo no hallará lugar allí hasta que no se lo hagamos echando fuera el pecado. En cambio, el alma buena, bien dispuesta, que lucha cada día por vencer sus defectos y caídas confiando plenamente en el Señor a quien invita a su morada, es el alma que sinceramente está “trabajando por Dios”, ya que el trabajo por santificarnos es sumamente agradable al Señor que se ve “inevitablemente atraído por estas almas”. El único peligro de estas buenas almas, es de no aprender a “descansar en el Señor”, es decir, de caer en el activismo sin contemplación, por el cual se pueden hacer muchas obras realmente buenas, pero que producirán sus frutos sólo de manera accidental y, ciertamente, muchos menos de los que producen las almas que dedican tiempo al Dios por quien realizan sus buenas obras. Ejemplo de esto son los grandes santos misioneros, quienes mientras más actividades por la gloria de Dios tenían, más oración hacían; o mejor dicho: con más oración aún la acompañaban, porque esto es lo verdaderamente importante.

Se cuenta que una vez estaba san Juan Pablo II rezando en la capilla y su secretario se le acercó para llamarlo:

– “Santo Padre, santo padre”

– Y el santo seguía rezando

– Santo padre, santo padre, es algo muy importante

Y así continuó, varias veces, hasta que el Papa se da vuelta y le pregunta

– ¿Realmente es muy importante?

– Sí, santidad

– “Entonces hay que rezar”

Respondió el Papa, y continuó rezando.

 

Así nos enseñan a obrar los santos, siempre acompañando nuestra actividad con la contemplación, poniendo nuestros ojos en Jesucristo.

 

María, la contemplativa

 

“No se dice simplemente de María que estaba sentada cerca de Jesús, sino junto a sus pies; es para manifestar la presteza, la asiduidad, el deseo de oírlo y el gran respeto que profesaba al Señor.” (San Juan Crisóstomo).

Mientras Marta se dedicaba al servicio del Señor, María no pudo evitar quedarse como absorta en las palabras de Jesús. El hombre ha sido creado en este mundo como un viador que camina hacia la eternidad, es decir, hacia la contemplación sin fin de su Dios y Señor, pero es cierto también que desde ya, aunque de manera participada mas no por eso ineficaz, puede el alma poner sus ojos en Dios mediante la oración con la reflexión y meditación de sus misterios, que es como una manera de “anticipar nuestro fin último” dentro de lo que nos permite nuestra actual condición, en la cual nos podemos gozar de los misterios divinos ya que somos seres espirituales, capaces de degustar la verdad que contemplaremos cara a cara en la otra vida, y esta actitud de “contemplar”, es tan preclara que Jesucristo mismo la defiende en María, a quien “no le será quitada”, y tan importante que dentro del seno mismo de la Iglesia Dios se ha apartado a algunos pocos para que dediquen toda su vida a contemplar e interceder por sus hermanos mediante la oración en la vida monástica. Por eso dice San Gregorio que, “El cuidado de Marta no se reprende, pero se alaba el de María; son grandes los méritos de la vida activa, pero son mayores los de la contemplativa. Se dice además que nunca le será quitada la parte a María, porque las obras de la vida activa pasan con el cuerpo, mientras que los goces de la vida contemplativa mejoran al fin.”, y agrega san Ambrosio: “Que el deseo de la sabiduría te haga como María; ésta es la obra más grande, la más perfecta. Que el cuidado de tu ministerio no te aparte del conocimiento del Verbo celestial, ni acuses, ni estimes ociosos a los que veas dedicados a la sabiduría.”

 

En resumen, ambas hermanas nos presentan los aspectos de nuestra vida como creyentes: trabajar por la gloria de Dios y aprender a contemplar, cada cual según su deber de estado (no se le pedirá lo mismo a una madre de familia que a un monje), pero siempre según la voluntad de Dios e “invirtiendo tiempo en Él, en la oración”, para que así todo nuestro obrar esté como impregnado de la contemplación de los divinos misterios, pudiendo palpar así los notables frutos espirituales que se siguen de las obras puestas en las manos de Dios.

 

Le pedimos en este día a María Santísima, que nos alcance la gracia de jamás cansarnos de trabajar por la gloria de Dios, asentando las bases de todo nuestro obrar en la cotidiana, sincera y profunda oración según nos lo permita nuestro deber de estado y sin poner excusas a Dios para dedicarle el tiempo que se merece, comenzando por la santa Misa del Domingo y las demás oraciones que acompañen y robustezcan nuestra jornada, teniendo siempre claro que “Jesucristo es la parte mejor”, capaz de transformar toda nuestra existencia.

 

P. Jason Jorquera M., IVE.

La oración

Conversación familiar del alma con Dios

Mi Señor Jesús… Orar es miraros, y, puesto que Vos estáis siempre ahí, si yo os amo verdaderamente, ¿no os miraré sin cesar? Aquel que ama y que está delante del Bienamado, ¿puede hacer otra cosa distinta que tener sus miradas en Él?… «Enséñanos a orar, como decían los Apóstoles… ¡Oh, Dios mío!, el lugar y el tiempo están bien escogidos; estoy en una pequeña habitación, es de noche, todo duerme, no se siente más que la lluvia y el viento, y algunos gallos lejanos que recuerdan, ¡ay!, la noche de vuestra Pasión… Enseñadme a orar, Dios mío, en esta soledad y recogimiento.

—Sí, hijo mío; es necesario que ores sin cesar; ora haciendo todo lo que hagas: leyendo, trabajando, andando, comiendo, hablando, es necesario siempre tenerme delante de los ojos, mirarme constantemente y hablarme más o menos, según tú puedas, pero mirándome siempre.

La oración es la conversación familiar del alma con Dios; la oración no encierra otra cosa; no es ni meditación propiamente dicha, ni oraciones vocales; pero se acompaña, en un mayor o menor grado, de la una y de las otras. La meditación es la reflexión atenta sobre cualquier verdad que la mente busca profundizar a los pies de Dios. La meditación está siempre más o menos mezclada de oración, pues es necesario llamar a Dios en nuestra ayuda de cuando en cuando para conocer lo que se busca, y también para gozar de su Presencia y no estar mucho tiempo tan cerca de Él sin decirle ni una palabra de ternura…

—Tus oraciones vocales, Oficio Divino, Rosario, Via Crucis, me gustan, me honran.  Me parece bien que sí, que los hagas; son un ramillete que me ofreces, un bonísimo y divino regalo, aunque tú seas tan pequeño… «Tú eres un niñito, pero, en mi bondad, te permito coger en mi maravilloso jardín las más bellas rosas para ofrecérmelas; de tal suerte, que, siendo tan poca cosa como eres, en una media hora o tres cuartos de hora, y sobre todo cuando es más, me haces un maravilloso ramo… ¿Me comprendes?… Y este ramo me gusta que venga de tus manos, querido mío, porque tú sabes que aunque seas poca cosa y estés lleno de defectos, eres mi hijo y, por consiguiente, te amo; te he creado para el Cielo; mi Hijo único te ha rescatado con su Sangre; te ha hecho más, hijo mío, te ha adoptado por hermano; te amo, y después has escuchado su voz y puedes decir lo que yo mismo he dicho: «Si te he amado cuando no me conocías, con mayor razón ahora, que, aun y todo siendo lo pobre y pecador que eres, deseas serme grato.» Tú ves perfectamente que Yo soy grande y tú pequeño; Yo, hermoso; tú, bien feo; Yo, riquísimo, y tú, pobrísimo; Yo, sabio, y tú, bien ignorante; sin embargo, deseo tu ramo cotidiano, tus rosas de la mañana y de la tarde; las deseo, porque estas rosas que te permito coger en mi jardín son bellas, y las deseo porque te amo, aun todo lo pequeño y malo que eres, hijito mío.»

—¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué suaves y claras son vuestras palabras, y cómo veo bien lo que no había visto del todo!… ¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué bueno sois!

 

San Charles de Foucauld

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado