SOBRE LA ORACIÓN – San Agustín – Iª Parte

En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar.

  1. Recuerdo que me pediste, y yo convine en ello, que había de escribir algo para ti acerca de la oración. Ahora que ese Dios a quien oramos me ayuda y tengo tiempo y oportunidad, voy a pagar mi deuda y ponerme al servicio de tu piadoso deseo en la caridad de Cristo. No puedo explicar con palabras el gozo que me causó tu petición, pues en ella reconocí lo mucho que te preocupas por tan alto negocio. ¿Qué ventaja mayor pudo ofrecerte tu viudez que la constancia en la oración de día y de noche, según el aviso del Apóstol, que dice:La que es verdaderamente viuda y desolada, espere en el Señor y persista en la oración de día y de noche?1Puede causar extrañeza el que, siendo, según este siglo, noble, rica, madre de numerosa familia, viuda en el siglo, aunque no desolada, haya llegado a ocupar tu espíritu y a reinar en él esa preocupación de orar; pero es porque prudentemente entiendes que en este mundo y en esta vida no hay alma que pueda vivir segura.
  2. Quien te infundió ese pensamiento, hace contigo, sin duda, lo que hizo con sus discípulos. Entristecidos quedaron, no por sí mismos, sino por el género humano, y desesperanzados de la salvación de todos, al oír que era más fácil que un camello entrara por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. El Señor les hizo una portentosa y benigna promesa: que para Dios era fácil lo que para los hombres era imposible2. Pues aquel para quien es fácil hacer entrar a un rico en el reino de los cielos te inspiró esa piadosa solicitud, sobre la cual te decidiste a preguntarme cómo has de orar. Cuando todavía estaba Jesús en la carne, envió al rico Zaqueo al reino de los cielos. Resucitado y glorificado, después de la Ascensión, hizo que muchos ricos desdeñasen este siglo, repartiéndoles el Espíritu Santo, y aun los hizo más ricos poniendo fin a su codicia de riquezas ¿Cómo te preocuparías tú de orar a Dios si no esperases en Él? ¿Y cómo esperarías en Él si esperases en lo incierto de las riquezas y despreciases el precepto del Apóstol? Dijo, pues, el Apóstol:Manda a los ricos de este mundo que no se jacten de su saber ni esperen en lo incierto de las riquezas, sino en Dios vivo, que nos da de todo abundantemente para gozarlo; para que sean ricos en obras buenas y repartan con facilidad y comuniquen y se atesoren un fundamento bueno para el futuro, para que conquisten la vida eterna3.
  3. Debes, pues, por el amor de la vida verdadera, considerarte desolada en el siglo, sea cualquiera la felicidad que te envuelva. En conformidad con aquella vida verdadera (en cuya comparación esta que tanto se ama, por muy alegre y larga que sea, no merece el nombre de vida) es también verdadero el consuelo que el Señor promete por el profeta, diciendo:Le daré un consuelo verdadero, paz sobre paz4.Sin ese consuelo, en todos los otros consuelos más se encuentra desolación que consolación. Porque las riquezas y las cumbres de los honores y las demás vanidades con que se juzgan felices los mortales, por no conocer aquella verdadera felicidad, ¿qué consolación brindan, cuando en ellas es más importante no necesitar que sobresalir, cuando atormentan, después de adquiridas, con el temor de perderlas, mucho más que con el ardor de poseerlas cuando aún no se tienen? Con tales bienes no se hacen buenos los hombres; los que se hicieron buenos por otra parte, hacen por el buen uso que ellas sean bienes. No está en ellas el verdadero consuelo, sino más bien allí donde está la verdadera vida, puesto que es necesario que el hombre se haga bienaventurado con lo mismo que se hace bueno.
  4. Parece que los hombres buenos brindan en esta vida no pequeños consuelos. Si la pobreza aprieta, si el luto entristece, si el dolor corporal atormenta, si acongoja el destierro, si cualquiera calamidad angustia, hay hombres buenos que no sólo saben alegrarse con los que se alegran, sino también llorar con los que lloran5, y saben hablar y conversar amablemente. Suavizan no poco las asperezas, alivian las cargas, ayudan a superar las adversidades; pero en ellos y por ellos obra aquel que los hace buenos con su Espíritu6. Por el contrario, si las riquezas abundan y ninguna orfandad sobreviene, si hay salud en la carne y habitación incólume en la patria, pues en ella hay también hombres malos de quienes nada puede fiarse, de quienes se temen y soportan el fraude, el dolo, los arrebatos, las discordias y las traiciones, ¿acaso no se convierten en amargas y duras todas aquellas riquezas? ¿Acaso se encuentra en ellas parte dulce o alegre? En todos los negocios humanos, nada es grato para el hombre si no tiene por amigo al hombre. ¿Quién puede hallarse que sea tan buen amigo, que podamos tener en esta vida seguridad cierta de su intención y de sus costumbres? Como nadie se conoce a sí mismo, tampoco unos a otros se conocen; y nadie se conoce a sí mismo hasta el punto de estar seguro de su conducta en el siguiente día. Por eso, aunque muchos sean conocidos por sus obras7y otros muchos alegren a los prójimos con su buena conducta, otros muchos los entristecen con la suya mala. Por esa ignorancia e incertidumbre del ánimo humano, nos amonesta justamente el Apóstol a que no juzguemosantes de tiempo, hasta que venga el Señor, e iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los pensamientos del corazón, y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios8.
  5. En estas tinieblas de la vida presente, en las que peregrinamos lejos del Señor, mientras caminamos por la fe y no por la visión9, debe el alma cristiana considerarse desolada, para que no cese de orar. Aprenda en las divinas y santas Escrituras a dirigir a ellas la vista de la fe como a una lámpara colocada en un tenebroso lugar hasta que nazca el día y el lucero brille en nuestros corazones10. Como una fuente inefable de ese resplandor es aquella luz, que reluce en las tinieblas11de tal modo que las tinieblas no la envuelven. Para verla hemos de limpiar nuestros corazones por medio de la fe12, puesbienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios13sabemos que cuando apareciere seremos semejantes a El, porque le veremos como El es14. Entonces habrá verdadera vida tras la muerte, y verdadero consuelo tras la desolación. Aquella vida eximirá a nuestra alma de la muerte, y aquel consuelo librará nuestros ojos de las lágrimas. Y pues allí no habrá tentación alguna, sigue diciendo el Salmo: Y librará mis pies de la caída. Pues si no hay ya tentación, tampoco habrá oración; porque no cabrá allí esperanza del bien prometido, sino goce pleno del bien otorgado. Por eso sigue diciendo: Agradaré al Señor en la región de los vivos15en que entonces estaremos, no en el desierto de los muertos, en que ahora estamos. Porque estáis muertos, dice el Apóstol, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; mas cuando apareciere Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis vosotros con él en la gloria16. Esa es la verdadera vida, que los ricos deben conquistar con sus buenas obras, según tienen mandado. Una viuda desolada, aunque tenga muchos hijos y nietos y lleve piadosamente su casa, procurando que todos los suyos pongan su esperanza en Dios17, tiene que decir con este consuelo en la oración: Mi alma tuvo sed de ti; ¡cuánto te desea mi carne en esta tierra desierta, y sin camino, y sin agua!18 Esto es esta vida moribunda, por muchos consuelos humanos que la rodeen, por muchos compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de cosas que la llenen. Bien sabes cuan inciertas son todas las delicias. Y en comparación de aquella felicidad prometida, ¿qué podrían ser, aunque no fuesen inciertas?
  6. Te digo esto porque has solicitado mis palabras, tú, una viuda rica y noble, madre de numerosa familia, acerca de la oración; te invito a que te sientas desolada en medio de todos los que permanecen contigo en esta vida y te atienden, porque todavía no has alcanzado aquella vida en la que se da el verdadero y cierto consuelo, donde se cumplirá lo que está escrito por el profeta:Por la mañana nos saciamos de tu misericordia y nos hemos alegrado y regocijado en todos nuestros días. Nos hemos congratulado por los días en que nos humillaste, por los años en que vimos la adversidad19.

De la carta 130 de San Agustín a Proba

“Un año bueno y un año malo…”

Cosecha en el Monasterio de la Sagrada Familia

 

Queridos amigos:

Una cosa que hemos aprendido en estos años custodiando la casa de santa Ana, llegado el tiempo de la cosecha, es el hecho de que normalmente hay “un año bueno y un año malo”, según nos han enseñado los vecinos y según hemos podido constatar con nuestros propios ojos; es decir: un año la cosecha es abundante, y al año siguiente es, por el contrario, notablemente menor. Pues bien, como el año pasado fue, gracias a Dios, de mucha abundancia, no es de extrañar que esta vez, lo que anteriormente nos haya tomado prácticamente 3 semanas -y con ayuda de algunos amigos., este año lo hayamos hecho en tan sólo un día y medio. Sí, este año no llegamos ni siquiera a la cantidad que el propio monasterio suele necesitar hasta la siguiente cosecha así que más adelante, probablemente, nos tocará comprar aceite. Ahora bien, la gran pregunta respecto a la cosecha es: ¿realmente fue un año malo? Si atendemos al aspecto material, la respuesta podría ser afirmativa; sin embargo, espiritualmente hablando -que es lo que realmente nos interesa-, ¡podemos decir que fue excelente! Y esto por todo lo que implicó la jornada misma de trabajo y voluntariado.

El sábado bien temprano, luego de haber terminado nosotros las oraciones de la mañana (Adoración Eucarística, rezo de las horas litúrgicas y del santo rosario comunitario), llegaron nuestros amigos a realizar fielmente su voluntariado como el año anterior; pero no sólo eso, sino que esta vez trajeron a más personas para ayudarnos, de las cuales algunas no conocían siquiera el monasterio. Fue así que, luego de los correspondientes saludos y presentaciones, la jornada comenzó con la habitual visita guiada, que los peregrinos nos piden con el toque de campana que llama al monje portero a atender. Especialmente notable fue la alegría de quienes por primera vez estaban aquí para saber algo de la historia de este lugar santo perteneciente a la Custodia Franciscana de Tierra Santa, nuestros hermanos, y que actualmente, por gracia de Dios, los monjes del IVE podemos atender con nuestras oraciones y trabajos. Y luego de las preguntas y las fotos, tanto de las ruinas de la basílica como de la capilla, nos juntamos todos a rezar y encomendar la jornada de cosecha a la Sagrada Familia, ofreciéndola por todas las almas encomendadas a nuestras oraciones y por el regreso de los peregrinos a Tierra Santa.

Como siempre, el ambiente fue muy familiar y una hermosa oportunidad de hacer apostolado y compartir experiencias, aclarar dudas, etc. Y así, con el sudor en la frente, se nos pasó volando el día entre el sonido de las aceitunas cayendo sobre las lonas y los pequeños sacos que se iban llenando con el fruto del esfuerzo común y generoso de todos. Luego del almuerzo hubo un pequeño tiempo más como para ir rastrillando los pocos árboles que aún tenían aceitunas; a continuación, vino el tiempo de asearse y arreglarse para culminar con lo más importante de todo: la santa Misa en nuestra pequeña capilla dedicada a la Sagrada Familia.

Así, pues, queridos amigos, no nos parece del todo exacto decir que “este año fue el año malo”; pues las gracias no se dejaron de derramar en abundancia, y las virtudes propias de este tipo de actividades fueron los primeros y más duraderos frutos de toda la jornada: la generosidad, la amabilidad, el esfuerzo, el buen espíritu, etc., con que todos quisimos aportar para el común. Buen año entonces para la casa de santa Ana, no en la abundancia de las aceitunas, pero sí en el testimonio especialmente de generosidad de quienes nos quisieron venir a ayudar, conocer el monasterio y rezar con nosotros en la santa Misa.

A la Sagrada Familia y a todos ustedes por sus oraciones les agradecemos sinceramente.

(Fotos en nuestro Facebook)

La importancia de rezar sin cansarnos

Homilía del Domingo
Lc 18, 1-8

En la parábola que acabamos de escuchar nuestro Señor Jesucristo compara el tesón de una pobre viuda que, una y otra vez, solicitaba justicia ante el juez injusto, con la perseverancia que debemos tener cuando pedimos algo en la oración.
Se trata de la oración de súplica, por la cual pedimos alguna gracia que esperamos de la bondad de Dios.
Dice San Alberto Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración…”

¿Cuál es el papel de la oración? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido.

Beneficios:
Ciertamente que de la unión con Dios en la oración se siguen innumerables beneficios para el alma. Mencionamos sólo algunos.
– 1º) Fortalece las convicciones y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por Dios. Todo fiel cristiano debe buscar momentos de oración para estar a solas con aquel que sabemos que nos ama. Los novios quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc., cuanto más debe buscar momentos de trato a solas con Dios toda alma que quiere manifestarle su amor y crecer en él.

– 2º) Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado. Cuantas personas no conocemos que viven tristes, amargados, sin ideales, sin metas en la vida. y dicen que no saben qué hacer de sus vidas, que no son felices, que no saben qué es lo que Dios les pide… y uno les pregunta, ¿pero, sueles rezar?, ¿cuánto?, y, a veces voy a misa; cuando me acuerdo; cuando estoy en problemas, cuando necesito algo… ¿cómo voy a recibir los beneficios de Dios si no se los pido?… si no insisto, si no persevero en la oración, si no le demuestro que realmente confío en Él con mi insistencia… como la viuda de la parábola… no, no como la viuda, sino como un hijo a su padre.
El alma que no tiene contacto con Dios en la oración no puede ser plenamente feliz, ni verdaderamente feliz. Tal vez tendrá momentos de felicidad en la vida, pero no podrá llevar una vida feliz, que es muy distinto.

– 3º) La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará la ascesis y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. ¿cómo es nuestra relación con Dios?, la respuesta es exactamente la misma que si nos preguntáramos ¿cómo es nuestra oración?

En el comentario al Padre nuestro, que es la oración por excelencia, el modelo de toda plegaria, enseña Santo Tomás que este modo de orar ha de estar revestido de algunas cualidades ineludibles, si queremos de veras ser escuchados favorablemente por Dios. La oración deberá ser “confiada, recta, ordenada, devota y humilde”.

Expliquemos brevemente algunas de estas condiciones.

Ante todo, nuestra plegaria habrá de ser confiada
Es decir que, como enseña San Agustín, la hemos de dirigir a Dios con “cierta confianza de que vamos a alcanzar lo que pedimos”. El mismo Jesucristo nos exhortó a ello al decirnos: “Cuando pidáis algo en la oración, creed que ya lo tenéis y lo conseguiréis”. Debemos recordar aquí una verdad fundamental para no desanimarnos cuando no llega lo que esperamos, y es que en primer lugar nuestros tiempos no son los de Dios, Él quiere que le pidamos, y si lo hacemos con fe, tarde o temprano nos concederá todo aquello que le pedimos si así conviene a nuestra alma. Esta disposición debe estar supuesta en nuestra oración. Y por otro lado no debemos olvidar que Dios quiere que le pidamos, quiere que le pidamos los frutos de nuestra oración, pero el hecho de ver esos frutos depende exclusivamente de él… ver los frutos, no se lo podemos exigir.

La oración ha de ser también ordenada
Por esto quiere significarse que en nuestras peticiones a Dios hemos de atender el orden de la caridad. Debemos asegurarnos, por sobre todo, los bienes eternos, y entre ellos, antes que nada, la perseverancia final, que es condición indispensable para la felicidad del cielo. Luego hemos de pedir las virtudes y las gracias actuales que necesitamos para vivir conforme a la voluntad de Dios, incluyendo dentro de este pedido el rechazo de las tentaciones y el consiguiente triunfo sobre las pasiones desordenadas.
También podemos pedir, claro está, cosas materiales, pero con tal de que su obtención sea conforme a la voluntad de Dios y, sobre todo, constituya un verdadero bien para nosotros.

Pero la oración ha de ser sobre todo perseverante
Y esto es lo que principalmente quiere mostramos la parábola de hoy. La perseverancia es el hábito que da vigor y fortaleza a nuestra voluntad para que no abandone el camino del bien, en este caso, de la oración.

San Agustín dice que “puede resultar extraño que nos exhorte a orar Aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues Él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos capaces de recibir los dones que nos prepara.”

Por último, también hemos de tener en cuenta que en algunos casos Dios nos hace esperar siempre, sin concedemos nunca lo que pedimos, no porque no nos oiga, como fácilmente, a veces, suponemos, sino porque lo que pedimos no nos conviene, sea porque nos facilitará algún mal, sea porque impedirá la consecución de algún bien mayor que Él tiene dispuesto para nosotros.

También debemos recordar, de manera muy especial, que la oración es la medida de nuestro amor a Dios. Por eso la santa Misa, expresión sublime de la oración, es una continua plegaria de alabanza y súplica al Señor, y es la oración que más le agrada, por eso debemos participar con devoción.

En la oración se va fortaleciendo nuestra relación con Dios, se van renovando los propósitos de santidad y lo más maravilloso de la oración es que vamos aprendiendo a amar sinceramente a Dios… no puede amar a Dios quien no tiene a ratos a solas con Él. Tal vez al despertarme (me persigno, le ofrezco el día a Él), antes de comer, le pido que bendiga los alimentos; antes de trabajar, se lo ofrezco todo; antes de cocinar, de limpiar, o al barrer. Voy caminando por la calle y rezo interiormente un Padre Nuestro, o un Gloria, o un ave María… o una jaculatoria, etc. Siempre puedo tener momentos de oración, y mejor todavía si puedo ir a visitar al Señor en el sagrario.

Por otra parte, cabe destacar también que en la oración, se dice que no existen las máscaras; porque estamos cada uno de nosotros ante Dios tal cual somos porque Dios ve los corazones: y nos ve con nuestros defectos, con nuestras miserias, con nuestros dolores, sufrimientos, penas… pecados. Pero también nos ve con nuestras buenas intenciones, con nuestros deseos de cambiar, de buscar la santidad, de hacer su voluntad, de pedirle perdón. Nos ve que vamos a misa, que le ofrecemos nuestras acciones, que sufrimos con paciencia, que queremos aprender a amarlo cada vez más y mejor. Y Dios quiere que le recemos, que hablemos con Él, que le contemos nuestras cosas y le pidamos sus gracias.
Es en la oración donde el alma va aprendiendo a Amar a Dios, porque allí es donde vamos descubriendo que Dios nos ama tal cual somos, con todos nuestros defectos y nuestras buenas intenciones, y necesariamente, el alma que va creciendo en el amor de Dios, aprende también a amar a los demás hombres. Sí, Dios nos ama porque ama al pecador, pero no al pecado: es por eso que debemos ir aprendiendo a dejar atrás el pecado que Dios desea ir quitando de nuestras vidas, porque solamente eso Él no quiere de nosotros y en nosotros, por eso hay que ir quitándolo.

Es propio del que ama de verdad, amar también aquello que ama el amado. Y si Dios ama a todos los hombres y a todos ofrece el paraíso, también nosotros debemos amar a los demás. Rezando por ellos, ayudándolos a ser mejores comenzando por nuestro ejemplo, pero sobre todo practicando siempre la caridad… en el trato, en el hablar bien de los demás, en ver primero sus virtudes antes que sus defectos, en ofrecer ayuda a quien la necesite, etc. Invitando a misa o a rezar… eso sólo ya es mucho y una gran obra de caridad, de amor a Dios y al prójimo: buscar más almas que lo amen.

Jesucristo le ofreció el cielo tanto a San Juan, el discípulo amado, como a Judas, el traidor… y por los dos le pidió con insistencia a su Padre del Cielo mediante la oración y su sacrificio. Podrán algunos hombres desaprovechar las oraciones que nosotros, como iglesia de Cristo, elevamos constantemente a los cielos, no importa. Nosotros no debemos cansarnos de pedirle a Dios sus gracias en bien de las almas, porque tenemos la certeza que nos da la fe de que muchas almas se salvarán gracias a nuestras insistentes oraciones. Dios mediante, comenzando por la nuestra.

Que María santísima, medianera de todas las gracias, nos conceda la perseverancia en la confianza y vida de oración para santificarnos y alcanzar así la gloria del Cielo.

P. Jason, IVE.

EL TESTAMENTO DE CRISTO

El testamento de Jesucristo
Hic calix novum testamentum 
est in meo sanguine.
“Este cáliz de mi sangre 
es mi testamento”.
(1 Co 11, 25)

San Pedro Julián Eymard

El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y cariño.

¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nosotros!

¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz; el día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no dura más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!

Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.

I

Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacer testamento.

¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!

El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los amigos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.

Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene dónde reclinar la cabeza. Los que esperen de El algún bien temporal se llevarán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas…

¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían entonces ser discípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.

Y, sin embargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, sí, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.

Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.

Toma las apariencias de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.

Esta es toda nuestra herencia: Nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren recibirle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que El mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.

II

Admiremos las divinas invenciones del amor de nuestro señor Jesucristo. Sólo Él ha podido excogitar esta obra de amor.

¿Quién hubiera podido preverla, ni aun concebirla siquiera?… Ni los mismos ángeles. Sólo nuestro Señor pudo idearla.

¿Que tenéis necesidad de pan? Yo seré vuestro pan.

Jesús muere contento dejándonos este pan, ¡y qué pan!, como un padre de familia que pasa la vida trabajando sin otro fin que dejar a sus hijos al morir un pedazo de pan. ¿Podía darnos algo más, por ventura?

En su testamento de amor lo ha incluido todo: todas sus gracias, su misma gloria.

Así que podemos decir al Padre celestial: “Dadme, Señor, las gracias que necesito, cuyo precio satisfaré enteramente. Sí, Señor, os pagaré con Jesús sacramentado, pertenencia mía, propiedad mía, que se ha entregado a mí para que pueda negociar con Vos todo lo que necesito. Todas vuestras gracias, vuestra misma gloria son inferiores, ¡oh Padre eterno!, al precio que por ellas doy”.

Cuando pecamos tenemos una víctima que ofrecer por nuestras culpas, pues nos pertenece, es nuestra, y nos autoriza para hablar al Padre celestial en esta forma: “¡Oh Padre!, yo os la ofrezco y espero me perdonaréis por Jesús. Porque ¿no ha sufrido por mí con exceso y satisfecho superabundantemente por mis pecados?”

Por muchos y excelentes que sean los dones que Dios nos concede, siempre le podemos considerar como deudor nuestro, puesto que podemos retribuirle con Jesús, que es de valor infinitamente superior a todos los beneficios divinos, incluso el mismo cielo.

Cuando los sarracenos tenían preso a san Luis de Francia, esta nación les era deudora. Nosotros, poseyendo a Jesucristo, podemos decir que poseemos el cielo.

Aprovechémonos de este pensamiento; hagamos fructificar a Jesucristo.

La mayor parte de los cristianos lo sepultan en su interior o lo dejan envuelto en su sudario, sin valerse de él para conseguir el cielo y conquistar reinos a nuestro Señor. ¡Y cuántos hay que obran de este modo! Valgámonos de Jesús sacramentado para orar y reparar; paguemos las deudas contraídas, por medio de Jesús, cuyo precio es subido en extremo.

III

Pero ¿cómo es posible que después de dieciocho siglos llegue íntegra hasta nosotros esta herencia?

Jesucristo la confió a los que constituyó tutores, los cuales la han conservado y administrado para entregárnosla al tiempo de nuestra mayor edad: dichos tutores son los apóstoles, y entre ellos su jefe indefectible; los apóstoles la transmitieron a los sacerdotes, y éstos nos ponen en posesión de ella. Abren el testamento a nuestro favor, y nos entregan nuestra Hostia, consagrada ya en el pensamiento de Jesús la noche misma de la cena, porque como para Jesucristo no hay pasado, presente ni futuro, nos conocía entonces muy bien a todos como buen Padre y consagró en potencia y en deseo todas nuestras hostias. Veinte siglos antes de nacer fuimos amados personalmente por Jesús.

Más aún: Jesucristo, al tenernos presentes en aquella hora, consagró para nosotros no una, sino cien, mil, todas las hostias que necesitáramos mientras viviésemos en la tierra. ¿Hemos parado mientes en esta idea? Nos quiso amar con exceso: todas nuestras hostias están preparadas. ¡Ah, no desperdiciemos ni una sola!

Nuestro Señor no viene a nosotros sino para producir frutos, ¿y le condenaremos a la esterilidad? ¡No, jamás! Hacedle fructificar por sí mismo: Negotiamini. ¡No dejéis Hostias infecundas!

¡Cuán bueno es el Salvador!

La cena duró, próximamente, tres horas: fue la pasión de su amor. ¡Ah, qué caro costó este pan!

Se dice a veces que el pan es caro… pero, ¿qué comparación puede establecerse con el Pan celestial, con el pan de vida?

Comamos este pan, pues es nuestro. Nuestro Señor lo compró para nosotros y ya lo tiene pagado. Nos lo da…, ¡no hay más que tomarlo!

¡Qué honor!… ¡Qué amor!

San Pedro Julian Eymard, Obras Eucarísticas, Eucaristía, Madrid, 19634, 26-29

MISIONEROS Y MISIONERAS “DE DESEO”

Una monja de Vizcaya me pregunta por carta si comparto su opinión de que para ser una misionera no es menester cruzar los mares e internarse en el frente misional para romper allí lanzas por Cristo. Si mi respuesta fuese afirmativa, me ruega que la dé larga y en forma de artículo para convencer a las que piensan lo contrario.

Mi respuesta es efectivamente afirmativa. Para ser una misionera, no tiene que venir a lo que llamamos frente misional donde la mayoría no conoce a Jesucristo.

P. Segundo Llorente, SJ

¿Cómo predicarán si no son enviados?
Con el auge que afortunadamente va tomando cada día la idea misional, hay un sin fin de almas buenas en la cristiandad que desean ardientemente ser misioneras, pero que no pueden venir, y se afligen lamentando lo que llaman su mala estrella que les impide la realización de sus ardorosos deseos.

En el capítulo 10 de la epístola a los romanos leen esas almas los siguientes versículos: «Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará. Pero ¿cómo van a invocar a Aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Y cómo van a oír si no se les predica? ¿Y cómo se les va a predicar si no se les envían predicadores? Por eso está escrito: qué preciosos son los pies de los que evangelizan la paz; de los que evangelizan el bien».

Cada vez que leen esto esas almas se mesan los cabellos al menos metafóricamente y no atinan con la solución del problema. Quieren venir; no pueden venir; todo está perdido.

Es cosa clara y de fe que para que se conviertan los infieles tiene que haber misioneros que les prediquen. Bien claro lo especificó Jesucristo en su testamento: «Id y enseñad a todas las gentes y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

¡Id! Alguno tiene que ir. Pero ese mandato de ir no obliga a todos de la misma manera, aunque todos tenemos que «ir»; como el luchar en defensa de la patria o el colonizar regiones bárbaras o de menor edad no obliga lo mismo a todos los ciudadanos.

El fin de las misiones

¿Cuál es el fin de las misiones? Sin meternos aquí en honduras y dejando a los teólogos de oficio que discutan el orden primacial de los diversos fines, decimos que el fin de las misiones es establecer la Iglesia de Cristo donde no esté aún establecida.

Entiendo aquí por Iglesia el reino de Cristo en el mundo. Como Cristo es por naturaleza rey universal, su reino abarca por derecho propio toda la redondez del globo. Todo hombre que viene a este mundo debe ser vasallo de Cristo rey.

Resulta, sin embargo, que pululan por la tierra millones de millones que no lo son; hay rebaños incontables de ovejas que vegetan lejos del verdadero redil.

Consecuencia lógica de estos hechos antagónicos es que la Iglesia de Cristo es militante. Toda la Iglesia se despliega en orden de batalla para ganar a todos los hombres; para atraer hacia sí todas las ovejas extraviadas.

Todo bautizado es por el mero hecho un misionero. Esas almas buenas que se afligen porque no pueden venir a misiones, que no se aflijan. Formamos todos un cuerpo de combate con vanguardia y retaguardia. Los misioneros forman la vanguardia.

Ahora bien, es un axioma de todos conocido que, sin una retaguardia bien organizada, no hay vanguardia que pueda atacar con eficacia mucho tiempo ni que puedan contener el ímpetu del enemigo que está siempre contraatacando.

Cuando los clarines de san Miguel anuncien el fin de la guerra y del mundo, nos reuniremos todos para repartir los despojos. Habrá primero el gran desfile de la victoria marchando ángeles y hombres a banderas desplegadas ante la presencia del eterno Padre que tendrá a su diestra a Jesucristo.

Patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores y vírgenes flanqueados por legiones de ángeles desfilarán triunfantes embriagados de paz y de dulzura. Esos son los que se salvaron.

Se salvaron por la gracia divina, y ésta viene sólo de Dios; pero Dios se valió ordinariamente de medios humanos. Nos ayudamos mutuamente a salvarnos, como nos ayudamos a condenarnos.

El triunfo será de todos

Por fin terminará el desfile. Todo será gozo.

Triunfamos. ¿Quién triunfó? Todos triunfamos. Todos juntos. Mientras unos combatían en las trincheras, otros fabricaban municiones, hacían uniformes, remendaban zapatos de campaña y recogían las cosechas de los campos.

Sin éstos de la retaguardia, no podría dar un paso la vanguardia. En las conquistas espirituales del reino de Cristo los fusiles son las oraciones y las balas son los sacrificios. El soldado misionero tiene que disparar sin cesar, y si no le proveen de municiones, él solo bien pocas puede fabricar.

Son las almas buenas de la retaguardia, esas almas que se afligen porque no son enviadas, las que con sus oraciones y sacrificios mantienen el frente.

Presuponiendo que están en gracia, viven unidas a Cristo como los sarmientos a la vid y tienen parte activísima en la circulación de la sangre divina por todo el cuerpo místico.

Injertadas en Cristo producen sazonados frutos de redención, conversión, santificación y salvación de innumerables almas; unas más y otras menos según el grado de unión que tengan con Cristo.

Basta con que todo lo hagan por amor de Dios; y mientras más desinteresado y fino sea ese amor, más ricos serán los frutos espirituales que producen.

El andar, comer, vestirse, dormir, peinarse y cortarse las uñas hecho todo por amor de Cristo y en unión íntima con Jesucristo produce tres frutos riquísimos que son: gloria a Dios, santificación personal, y conversión de almas apartadas de Dios.

Para Dios no hay distancias. La trabazón y musculatura del cuerpo místico es un hecho invisible pero real y concreto y sin distancias apreciables a los ojos de Dios. Todas las inyecciones de savia divina que se apliquen en cualquier parte de ese cuerpo redundarán forzosamente en el incremento y bienestar de todo el cuerpo.

Para salvar almas no es necesario que todos surquen los mares. Se salvan también desde una cocina o una clase en pleno Madrid, y sobre todo se pueden salvar a redadas desde una enfermería.

Poco a poco nos vamos reponiendo del pasmo que causó la proclamación de santa Teresa del Niño Jesús patrona universal de las misiones; ella que jamás vio más indios que los pintados en los libros, vivió encerrada en un convento de Francia y murió tísica en la enfermería del convento entre cuatro paredes blancas.

La ventaja de la humildad

Más aún, esas almas de la retaguardia tienen la gran ventaja de que como no ven con los ojos a los que se convierten y se bautizan, se mantienen siempre en humildad creyendo que no hacen nada y que en realidad de verdad son siervos inútiles y sin provecho; y esa humildad roba el corazón a Dios que odia la soberbia con odio infinito.

En cambio, el pobre misionero que ve las ovejas descarriadas y las trae e introduce en el redil, corre un peligro gravísimo de albergar en el alma cierto humillo flotante de vanagloria que le hace perder mucho mérito a los ojos purísimos de Dios.

Vanagloriarse de convertir infieles puede traer consecuencias desastrosas para el alma. Las conversiones se deben a la gracia. Esta se da de ley ordinaria al que la implora con oraciones, lágrimas, actos de amor, sacrificios, obras buenas ofrecidas con pureza de intención y sobre todo con sufrimientos unidos a los de Cristo. Todo esto nos lo procura o nos lo puede procurar la retaguardia.

Una monja tísica en una enfermería de Castilla, abandonada horas enteras entre el techo y el piso de la celda, obtiene una gracia eficaz con la que se convierte, digamos, un negro del Congo. Dios se vale del misionero congolés como de un instrumento para bautizarle.

El tal misionero no tuvo nada que ver con la obtención de aquella gracia, ni sabe de dónde ni quién la obtuvo, pero se vanagloria de haber convertido al negro. Dios que es infinitamente justo frunce el entrecejo y ya tenemos tormenta. La monja tísica en este caso es el publicano, y el misionero es el fariseo.

De esto hay mucho más peligro de lo que uno se imagina; porque nuestra miseria, real y verdaderamente, no tiene límites visibles.

Pero esas almas que se afligen porque no pueden venir, no se aquietan fácilmente y como si fuesen filósofos de profesión arguyen y discuten sin dar nunca el brazo a torcer. Dicen ellas: «Si yo fuera a misiones, haría allí todo lo que estoy haciendo aquí y encima serviría de instrumento para convertir y bautizar, y con eso ya no habría más que pedir»

La comedia de la vida

Admitamos francamente que esta objeción es muy legítima y que de tejas abajo no tiene refutación valedera; pero de tejas arriba sí la tiene y aplastante. Dos respuestas a falta de una se me ocurren con que la voy a refutar, y la primera es ésta:

Este mundo tiene un gran parecido con un teatro, y la vida tiene mucho de comedia. Cuando nacemos, Dios nos da un papel para que le representemos.

A unos, reyes; a otros, payasos; a unos, obispos; a otros, sacristanes.

Que nadie se atreva a pedir cuentas a Dios de por qué a unos les da este papel, y a otros les da el otro.

Lo importante en toda representación teatral es que cada uno haga bien un papel. Si el payaso lo hace mejor que el rey, él es el que se lleva los aplausos.

A los ojos de Dios cada uno es lo que es por dentro, no lo que viste ni lo que representa por fuera. A la hora del juicio desaparecerán todos los disfraces y aparecerán las almas desnudas, o, si se quiere, vestidas con sus obras.

Ahora bien, Dios que es nuestro Padre y nos ama con amor infinito y conoce los rincones más recónditos de nuestro corazón, nos ofrece un papel que sabe él nos cae como anillo al dedo; más aún, nos promete su ayuda para desempeñarlo.

Esas almas afligidas porque no pueden venir a misiones, que se apliquen a sí el siguiente dilema: o Dios me quiere en las misiones, o no me quiere. Si me quiere y coopero yo con é1, ya se las arreglará él para que vaya. Si no me quiere, sería locura de mi parte empeñarme en desempeñar un papel distinto del que Dios me ha preparado.

Deseos que no se realizan

La segunda respuesta es ésta: puede ocurrir y ocurre que Dios ponga en el alma deseos santísimos de algo concreto (como el venir a misiones) sin que quiera que esos deseos se realicen; y 1o hace o lo puede hacer por dos razones.

Sucede que Dios llama a misiones a cierto número de almas escogidas; pero ellas se hacen sordas y no quieren oír. Esa sordera artificial causa heridas profundas en su divino corazón.

Como las heridas duelen, hay que curarlas. Dios las cura con el bálsamo de los deseos de otras almas que quisieran venir y se lamentan de no poder venir. Una inyección en el brazo deja al cuerpo libre de difteria.

La otra razón es que Dios en su infinita bondad quiere coronar los buenos deseos como se lo merecen. ¿Qué hay de sencillo y más factible que la expresión de un deseo? He aquí un modo sencillo de ser misioneros y de los buenos.

La fuerza del deseo

Si uno tiene deseos vehementes de venir a misiones con una santa envidia de los que están aquí; si pide a los superiores venir, pero ellos no se lo permiten; si sueña aun despierto con ser misionero, pero ni la edad ni la salud ni su posición social le permiten el lujo de surcar los mares y meterse entre indios que le hagan cuartos y le frían en sartenes al fresco en una noche de luna llena; si llora y gime e importuna al cielo con santas quejas y a pesar de todo eso no logra ser enviado las misiones ni siquiera como seglar para ayudar a llevar las maletas al misionero… ese tal, digo yo, es misionero cabal a los ojos de Dios, está contribuyendo con su esfuerzo personal a la conversión del mundo infiel, y en el desfile de la victoria final marcará el paso entre los escuadrones de misioneros capitaneados por san Pablo y san Francisco Javier y otros no menos grandes andariegos de Dios que esparcieron el nombre de Cristo por toda la faz de la tierra. Esto no tiene vuelta de hoja. A veces no caemos en la cuenta de lo que pueden ante Dios nuestros deseos. El que desea de veras cometer adulterio, robar o matar, ya es adúltero a los ojos de Dios y ladrón y asesino, y, si muere sin arrepentirse, le damos por perdido y condenado.

Pues el reverso de la medalla no es menos real. Claro que a Dios no se le engaña queriendo venderle veleidades por deseos. Dios distingue bien de colores.

Si con esto no se satisfacen esas almas afligidas que desean ardientemente venir a Misiones, pero no lo consiguen, no pierdan el tiempo acudiendo a mí por carta y arremetiendo de nuevo con más sofismas, porque se me han agotado ya las respuestas y sé muy bien que por mucho que estruje mi cerebro, no ha de dar más de sí. Y con esto se despide de ustedes, misioneros y misioneras de deseo, hasta que nos veamos en el desfile de la victoria final, su gran amigo y hermano en Cristo amantísimo.

* En el libro «En las costas del Mar de Bering», Editorial, El Siglo de las Misiones, 1953.

LA FE QUE CRUZÓ EL MAR: Extranjeros que vuelven agradecidos

¿Ninguno volvió para dar gracias a Dios, sólo este extranjero? – Lc 17, 11-19

“Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto.”[1] Así nos exhortaba en cierta ocasión el P. Alfredo Sáenz, SJ en un sermón que dio sobre el Evangelio de este Domingo. Se nos propone para reflexión el Evangelio de la curación de los diez leprosos, hecho que en sí mismo (es decir, el curar uno o diez) no significa tanto en el ministerio del Señor, pero, el evangelista lo narra pues se destaca algo interesante que el Señor quiso remarcar bien en su enseñanza y que nos sirve muy a propósito a cada uno de nosotros:

Al ver que uno solo de los diez había regresado para agradecer al Señor la gracia recibida, el Señor le dirige esta pregunta: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado.

Dos cosas me gustaría remarcar aquí en este versículo del Evangelio de Lucas para de ahí tomar pie para el eje central que quiero desarrollar en este sermón. En primer lugar, el hecho de haber sido un extranjero: un hombre que era “despreciado” por los que se consideraban “los elegidos”, o más bien “los intocables”, que no podrían mezclarse con ningún otro porque el Señor los había elegido, apartado de los demás pueblos y los había hecho un “pueblo de bendición”. Por supuesto que no niego que hay sí, verdad en todo esto, pero hay un detalle: el momento en que se da la curación de este extranjero, está comprendido dentro de lo que San Pablo ha llamado de la plenitud de los tiempos, es decir, los tiempos mesiánicos, tiempo en el que Jesús ha venido a dar pleno cumplimiento a la ley. Ahora lo que cuenta es la fe en el Cristo, el Mesías, el Redentor y Él mismo ha dicho en diversas ocasiones que ha venido a socorrer a los pecadores, a los impíos, a los enfermos, en otras palabras: ha venido a mezclarse y llevar la buena nueva del Evangelio a todos los que se abrieran a la gracia del Reino de Dios, extranjeros, desconocidos, pueblos que ni siquiera habían podido imaginar que existían en aquel entonces.

El segundo punto que me gustaría remarcar es justamente el de la fe. A este hombre extranjero, hombre de espíritu noble, como hemos mencionado al comienzo, le ha salvado su fe. El Papa Benedicto XVI en un Ángelus, comentando este Evangelio dijo: “Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: ‘gracias’![2]

En el domingo pasado, hemos reflexionado sobre la parábola que el Señor contó sobre el grano de mostaza, si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, ella les obedecería. (Cfr. Lc 17, 3-10) Esta misma fe capaz de mover montañas, la fe de este hombre noble, extranjero que fue curado por nuestro Señor Jesucristo, que es una fe en el Hijo del Hombre, en Nuestro Señor Jesucristo, es la que, en cierto sentido estamos celebrando hoy del otro lado del océano Atlántico.

Este domingo, 12 de octubre, en Brasil se celebra la Virgen Aparecida, patrona del País, en España se celebra la Virgen del Pilar y en toda hispano américa, se celebra el día de la Hispanidad, pues en un 12 de octubre del año del Señor de 1492, cuando reinaban en Castilla y Aragón Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, por título de su Santidad el Papa Alejandro VI[3], apenas algunos meses tras haber concluido lo que fue la epopeya de la Reconquista con la toma de Granada, en ese mismo día (12 de octubre), Cristóbal Colón comandando la nave de Santa María, la cabeza de una flotilla con tres carabelas, avistaron una puntita del Nuevo Mundo, lo que hoy conocemos por América. Por esto me gustaría hoy en este sermón, hacer una especie de elogio al hecho de la Conquista de América y como esto nos hace agradecidos a Dios por el don de la fe que hemos recibido, así como el extranjero del Evangelio, hoy nos presentamos a los pies del Señor Jesucristo para decirle gracias.

Un autor, Juan Pedro Ramos, mejicano, hablando sobre la Conquista de América decía: “No era un azar del destino. Dios había puesto en el alma de Portugal y España, aislados por el Pirineo y el mar, un destino imperial semejante, que abarca, en el acto, la inmensidad de la tierra. El de España consistió en traer a América el esfuerzo poblador más vasto y de aspiración más alta que haya tenido hasta hoy el hombre.”[4] Tenían el deseo de llevar la fe en Nuestro Señor Jesucristo a estas tierras desconocidas. Si el Señor ha dicho -y escuchamos en el domingo pasado- que el que tuviera fe como un grano de mostaza haría con que un árbol si trasplantase de la tierra al mar, cómo habrá sido la fe de los Reyes Católicos para impulsar a que se llevase el anuncio del Árbol de la Cruz hasta el alén mar[5], hasta un nuevo continente.

Estamos aludiendo a lo que, en palabras de Juan P. Ramos ya mencionado: “Es el cumplimiento de la orden que dio la palabra evangélica de Nuestro Señor Jesucristo a la fe de sus Apóstoles.”[6] Y refleja esta santidad de España de la cual habla el autor en otro lugar: “La santidad de España se revela en su propósito civilizador, donde brilla, con evidencia irrefragable, el resplandeciente designio de la conquista.”[7]

No es mi intención entrar aquí en el tema de los hechos memorables que tuvieron lugar en esta gran empresa española que fue la Conquista de América[8], basta que nos recordemos del Salmo que hemos escuchado hoy día que puede resumir muy bien lo que hasta aquí venimos diciendo. En el refrán, hemos escuchado (Cfr. Sal 97, 1-7) “El Señor revela a las naciones su salvación.” Y después continúa: “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.” Esto es posible, pues como dijo el Apóstol Pablo en la segunda lectura: “…la palabra de Dios no está encadenada…” y el mandato del Señor se ha cumplido para nosotros allá, del otro lado del océano Atlántico, hemos recibido el don de la fe -por el cual damos continuamente gracias a Dios, como el “noble” extranjero que fue curado en el Evangelio de hoy.

Damos gracias también porque, así como Naamán, el Sirio que, en la primera lectura ha dicho al profeta Eliseo: “Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par de mulos, porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor.” (Cfr. II Re 5, 10.14-17) Así como él, nuestros antepasados también se abrieron a la gracia de Dios, al don de la fe y dejaron de ofrecer culto a dioses paganos.

Acercándonos más a la conclusión de este sermón, habremos de reconocer que este inapreciable don de la fe que hemos recibido, tanto lo que es Hispano América, cuanto nosotros que somos luso americanos (es decir, los americanos que somos hijos de Portugal), nos ha sido dado por las manos de María, la Virgen que se celebra hoy en España bajo la advocación del Pilar, en Brasil bajo el nombre de Aparecida, y que en su aparición en Guadalupe, recibe el título de Emperatriz de América, en definitiva, es la única madre de todos nosotros, de todos los pueblos.

Para concluir esta homilía, me gustaría traer a colación algunos textos tomados de la liturgia de ambas fiestas (Pilar y Aparecida), que ayudarán a ilustrar un poco esta maternidad de la Virgen, esta providencial protección y cuidado que tuvo, tiene y tendrá siempre para con nuestras tan queridas tierras americanas.

Del Elogio a la Virgen del Pilar: “La devoción al Pilar tiene una gran repercusión en Iberoamérica, cuyas naciones celebran la fiesta del descubrimiento de su continente el día doce de octubre, es decir, el mismo día del Pilar. Como prueba de su devoción a la Virgen, los numerosos mantos que cubren la sagrada imagen y las banderas que hacen guardia de honor a la Señora ante su santa capilla testimonian la vinculación fraterna que Iberoamérica tiene, por el Pilar, con la patria española.”[9] Entre estas banderas, está también la de Brasil…

Tomada de la Primera lectura[10] de la Misa de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida: “Al ver la reina Ester parada en el vestíbulo, [el rey] miró hacia ella con agrado y extendió hacia ella el cetro de oro que tenía en la mano, y Ester se acercó para tocar la punta del cetro. Entonces, el rey le dijo: ‘Lo que me pidas, Ester; ¿qué quieres que te haga? Aunque me pidieras la mitad de mi reino, yo te la concedería.’ Ester le respondió: ‘Si he ganado tu agrado, oh rey, y si fuere de tu voluntad, concédeme la vida – ¡he aquí mi pedido! – y la vida de mi pueblo – ¡he ahí mi deseo!

Del libro del Eclesiástico en la primera lectura del Oficio de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida (Cfr. Eclo 24, 1-7.12-16.24-31): “En las alturas de los cielos fijé mi morada, mi trono se alzaba sobre una columna de nubes. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me creó me indicó el lugar de mi tienda y me dijo: ‘Establece tu morada en Jacob, toma tu heredad en Israel, y echa raíces en medio de mis elegidos’. Desde el principio, antes de los siglos, Él me creó, y no cesaré de existir por todos los siglos. En la morada santa ejercí mi ministerio ante él, y así me establecí en Sion. En la ciudad amada me hizo reposar, y en Jerusalén está el asiento de mi dominio.”

Y eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, y fijé mi morada en la asamblea de los santos. Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí se halla toda la gracia del camino y de la verdad, en mí toda esperanza de vida y virtud.

Por fin, Juan Pablo II en la dedicación de la Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida, en el año de 1980 dijo: “Su madre [María] dijo a los que servían: ‘Haced lo que él os diga’. ¿Cuál es la misión de la Iglesia si no la de hacer nacer el Cristo en el corazón de los fieles, por la acción del mismo Espíritu Santo, por medio de la evangelización? Así, la ‘Estrella de la Evangelización’, como la llamó mi predecesor Pablo VI, apunta e ilumina los caminos del anuncio del Evangelio. Este anuncio de Cristo Redentor, de su mensaje de salvación, no puede ser reducido a un mero proyecto humano de bienestar y felicidad temporal. Tiene ciertamente incidencias en la historia humana colectiva e individual, pero es fundamentalmente un anuncio de liberación del pecado para la comunión con Dios, en Jesucristo.” [11]

Por esto, en este día tan especial para nosotros, pidámosle a la Santísima Virgen María, bajo su advocación del Pilar y de Aparecida, que nos conceda la gracia de tener siempre este espíritu noble que tuvo el extranjero del Evangelio de hoy, y que sepamos siempre agradecer, que sepamos estar constantemente agradecidos por el inestimable don de la fe que hemos recibido allá en nuestras tierras y que nos mantiene hoy dónde estamos.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

 

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 280-285.

[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, pronunciado en domingo 14 de octubre de 2007

[3] Título concedido a Isabel y Fernando por la Bula Si Convenit, con fecha del 19 de diciembre del año de 1496

[4] RAMOS, Juan P., La cultura española y la Conquista de América, «Revista Sol y Luna», N° 9, Buenos Aires – 1949, págs. 29-48.

[5] Expresión del Gallego arcaico que significa: allende el mar: o en lenguaje más moderno: más allá del mar

[6] RAMOS, op. cit.

[7] Ibid.

[8] Apenas para mencionar algunos personajes de los más destacados: En México (Fray Antonio de Roa, Juan de Zumárraga, Don Vasco de Quiroga, Beato Sebastián de Aparicio, Beato Pedro de San José, Beato Junípero Serra); en Nueva Granada )San Luis Bertrán, San Pedro Claver); en Brasil (San José de Anchieta, Padre Antonio Vieira, Padre Manuel da Nóbrega); en Chile (Pedro de Valdivia, Tomás de Loayza)

[9] Eulogio de nuestra Señora del Pilar, tomado de la segunda lectura del Oficio en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar (12 de octubre)

[10] Est 5, 1b-2;7, 2b-3

[11] JUAN PABLO II, Homilía en la dedicación de la Basílica Nacional de Aparecida, 04/07/1980

EL SERVIDOR INFIEL

Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).

San Ambrosio

(Lc 16,1-13)

  1. Nadie puede servir a dos señores; y es que, en realidad, no existen dos señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay quien sirve a las riquezas, con todo, no se les reconoce ningún derecho de dominio, sino que ellos se imponen a sí mismos el yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo, sino una injusta esclavitud.
  1. Y así dijo: Haceos acreedores de amigos con las riquezas injustas, y eso con esta finalidad: para que, dando limosna a los pobres, éstos nos procuren el favor de los ángeles y de los otros santos. No es que se reprenda al mayordomo, pues con su ejemplo aprendemos que nosotros no somos dueños, sino más bien mayordomos de las riquezas de los otros. Y por eso, aunque pecó, con todo, se le elogia porque trató de buscarse para el futuro lo necesario por la indulgencia de su señor. Y con toda razón ha hablado de las riquezas injustas, puesto que la avaricia tienta nuestro corazón con diversos atractivos de dinero, con el fin de que deseemos servir a las riquezas.
  1. Este es el motivo por el que dice: Y si en lo ajeno no sois fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11). Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no habéis creído en ese bien vuestro ni lo habéis recibido.
  1. Y, consiguientemente, parece que los judíos son acusados de engaño y de avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles en lo tocante a las riquezas, que en realidad no eran suyas —pues los bienes de la tierra son otorgados por Dios nuestro Señor a todos para el bien común— y de las que debieron, ciertamente, hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir a ese Cristo a quien aceptó Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó a repartir la mitad de sus bienes (Lc 19, 8).
  1. Por tanto, no queramos ser esclavos de lo que no es nuestro, porque no debemos tener más señores que Cristo; pues, no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y en quien existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por quien son todas las cosas (1 Co 8, 6). Pero ¿qué? ¿Acaso no es Señor el Padre y Dios el Hijo? No hay duda de que el Padre es Señor, ya que por la palabra del Señor fueron hechos los cielos (Sal 32, 6), y el Hijo es también ese Dios, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos (Rm 9, 5). ¿Cómo se entiende, pues, eso de que nadie puede servir a dos señores? Y es que, puesto que sólo hay un Dios, tiene que haber también un único Señor; y, por eso: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás (Mt 4, 10). De donde claramente se deduce que el Padre y el Hijo tienen el mismo poder. Si, pues, no se le puede dividir, quiere decir que está todo en el Padre e igualmente todo en el Hijo. Así, al afirmar que en la divinidad se da la unidad y una identidad de poder en la Trinidad, confesamos que existe un solo Dios y un solo Señor. Y, por el contrario, los que sostienen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen un poder distinto, dejándose llevar del nefasto error de los gentiles, introducen en la Iglesia muchos dioses y muchos señores.

SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 244-248, BAC Madrid 1966, pág. 472-74

NUESTRO CRUCIFIJO ES NUESTRA LUZ

Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión.

P. Alfonso Torres, SJ

Para completar las meditaciones de la pasión de modo que dejen recuerdo más permanente en nuestras almas, vamos a hacer la última acerca de Cristo crucificado, y vamos a procurar referirnos concretamente a nuestro crucifijo, para que, cada vez que fijemos en él nuestras miradas o lo tomemos en nuestras manos, sea como el recuerdo de lo que ahora vamos a meditar.

Cada religioso tiene su crucifijo como tesoro. Pues en ese crucifijo nuestro vamos a resumir los pensamientos de esta meditación.

Para disponemos mejor a ella, comencemos recordando cómo los santos, aunque recomiendan en general que se medite la vida de nuestro divino Redentor, más particularmente recomiendan la meditación de la pasión y la de Cristo crucificado. Esta enseñanza, que dieron de palabra y dejaron en sus escritos, nos la inculcaron antes con su ejemplo, pues todos ellos eran almas que meditaban asiduamente la pasión. Si queremos llenarnos de la luz que tienen los santos, sigamos sus consejos y sus ejemplos. Siguiéndolos, veremos cómo nuestro crucifijo es para nosotros una fuente siempre manante de enseñanzas celestiales y de amor fervoroso.

Como primer punto de la meditación, digamos que nuestro crucifijo es nuestra luz. Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión. Más aún, quizás, y sin quizás, hemos meditado muchas veces en particular cada una de las virtudes de que nos da ejemplo nuestro divino Redentor en el Calvario; pero yo quisiera que ahora nos fijáramos en algo que, en cierto sentido, es más profundo y toca a las raíces más íntimas de nuestra santificación.

¿En qué consiste la santidad? Podemos decir que consiste en vivir enteramente para Dios. Evidentemente, un alma que siempre y en todo vive puramente para Dios solo es un alma que ha alcanzado toda la santidad que Dios quería de ella. Este vivir para Dios es lo que llamaba San Pablo sacudir de nosotros las obras de las tinieblas y venirse de las armas de la luz (Rom 13,12). Pero esta idea tiene un desarrollo vivo en todo el camino espiritual. Las tinieblas son los pecados. La luz es la gracia divina. Pero también todos los amores desordenados del corazón, aunque no sean ofensas concretas de Dios Nuestro Señor, son tinieblas, y todas las generosidades de virtud que hay en las almas son luz. Para santificarse hay que entender las palabras vivir para Dios en toda su amplitud, hay que corregir toda desviación del corazón, hay que mortificar todas las afecciones desordenadas, hay que ponerse de lleno en la voluntad de Dios. Y todo esto no se hace sino cuando se ha conseguido la desnudez espiritual. Entonces es cuando se muere a todas las cosas de este mundo para vivir en Cristo. Tanto se pone el alma en Dios cuanto más desasida vive de todo lo que es criatura. Vivir así de lleno en la voluntad de Dios, de tal manera que esa voluntad sea nuestra única norma y el cumplirla sea nuestro único deseo, es unirse íntimamente con el Señor.

¿Qué es Cristo crucificado? ¿Qué es Cristo como se representa a nuestra alma cuando miramos nuestro crucifijo? La completa desnudez de todo lo criado. Siempre había estado nuestro divino Redentor desprendido de todo lo que no es Dios; pero cuando realizó este desprendimiento de una manera más visible y más tangible fue cuando murió en el Calvario, en aquella absoluta pobreza de que nos habla la Beata Angela de Foligno, y que consiste no solamente en carecer de los bienes temporales, aun de los más necesarios, sino de todo aquello que necesita el hombre para no sentir la soledad de corazón.

¿Hay desnudez de alma que pueda compararse con la desnudez espiritual de Cristo crucificado? A esa desnudez va unido el amor más heroico de la voluntad divina. Por permanecer en la voluntad de su Padre, el Señor desciende hasta el abismo de la humillación y del dolor, y aun hasta la muerte. Sacrificarlo todo hasta llegar a la perfecta desnudez del corazón, y eso por el deseo de cumplir la voluntad divina, es decir, por amor al Padre celestial, es la suprema lección que Cristo Nuestro Señor nos da en el Calvario. Por eso, nuestro crucifijo es nuestra luz. Nos lleva hasta lo más hondo de la sabiduría de Dios, nos enseña hasta lo más íntimo del camino espiritual, nos muestra hasta las cumbres más elevadas de la santidad. Vivir en Cristo crucificado es vivir de lleno en la divina luz.

Además de esto, Cristo crucificado es nuestra esperanza. Al meditar cada uno de los misterios de la sagrada pasión, hemos visto lo que Nuestro Señor ha hecho por nosotros. Se ve entonces como nunca hasta dónde han llegado su misericordia y su amor. Al mismo tiempo, mirando a la luz de Cristo crucificado toda nuestra vida, es como hemos logrado ver toda la malicia de nuestras ingratitudes, tibiezas, infidelidades y olvidos. Esto no lo hemos podido hacer sin sentir en nuestro corazón un dolor penetrante y sincero.

Viendo, por una parte, lo que hemos sido nosotros para el Señor y cómo ha querido Él satisfacer por nuestros pecados muriendo por nosotros con infinito amor, entregándose en holocausto, porque nos veía indignos de su amor, para que llegáramos a hacernos dignos de él, es como nuestra alma se ha sentido confortada en medio de su flaqueza y miseria. Quizás entonces hemos entendido como nunca aquella sentencia de nuestro divino Redentor que nos han conservado los sagrados evangelios: No he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13).

Por poco que haya sido nuestro esfuerzo y por débil que haya sido nuestro fervor, hemos llegado a la convicción de que no es una hipérbole, sino una expresión pobre de la realidad, el decir que Nuestro Señor nos ha amado con exceso de amor. Este exceso de amor lo vemos también pensando que nuestro divino Redentor pudo salvarnos con un solo suspiro de su corazón, con una sola lágrima suya. Cualquiera de estas cosas hubiera bastado para la redención del mundo. Pero su amor no se contentó con eso. Quiso dar cuanto podía, y nos dio su honra divina y su vida entre innumerables dolores. Quiso tomar sobre sí todos los dolores y humillaciones nuestras para santificarlos todos, para saberlos compadecer, como diría San Pablo, y para mostrarnos el exceso de su amor.

No era sólo el designio de Cristo que, mediante su pasión, pudiéramos obtener el indispensable perdón de nuestras culpas. Era mucho más; era conseguirnos la fortaleza que necesitamos para ejercitar la virtud en todo su heroísmo; era invitarnos a las cumbres de la santidad que nos hacía ver en el Calvario; era decirnos que Él estaría con nosotros cuando nos esforzáramos por subir a esa cumbre; era darnos la seguridad de que no nos faltaría su gracia divina cuando, para corresponder al exceso de su amor, quisiéramos hacer excesos de amor por Él, y nos apoyáramos para ello en un exceso de filial confianza.

El crucifijo es como la cifra y compendio de esta confianza divina. A poco que lo miremos, oiremos en nuestro corazón aquella palabra de la Escritura: Así amó Dios al mundo, que por él entregó a su Hijo unigénito (Jn 3,16). Cristo crucificado es la expresión de ese amor divino. ¿Y será posible conocer ese santo amor, oír esa divina palabra en lo íntimo del corazón, y no repetir como un eco aquella otra palabra de San Juan: Pero nosotros hemos creído en el amor que Dios nos ha tenido? (Jn 4,16). Y este creer en el amor con que Dios nos ha amado será una fuente de confianza inmensa para lanzarnos al cumplimiento de la voluntad divina, aunque esta divina voluntad nos exija los mayores sacrificios y aunque sintamos todo el peso de nuestra flaqueza.

No hay desaliento nacido de la consideración de nuestra debilidad que no desaparezca cuando se mira al amor con que Dios nos ha amado. De ese amor decía San Pablo con acento arrebatador en su epístola a los Hebreos: ¿Quién me separará del amor de Jesucristo (Rom 8,35), es decir, del amor con que Jesucristo me ama?

Si nos vemos sumidos en la culpa, nuestra esperanza es Cristo crucificado; si queremos practicar la virtud, en Él confiarnos, y si aspiramos a la santidad, Él es la prenda segura de que podemos conseguirla. El crucifijo, que es nuestra luz, es al mismo tiempo nuestra esperanza. Dichosos nosotros si sabemos vivir en esa esperanza divina. Nada podrá impedirnos el que la veamos realizada.

Pero, además, el crucifijo debe ser nuestro nido. Perdónenme este medio de expresión, y para entender su sentido recuerden aquellas palabras del Cantar de los Cantares en que el Señor invita al alma a que vaya a las hendiduras de la peña, indudablemente para anidar allí. Esta figura la emplea el salmista cuando dice que la tórtola ha encontrado el nido donde colocar a sus hijuelos. En la cruz, la peña es Cristo, quien así como ha querido mostrarnos con otras imágenes las delicadezas de su amor, con ésta ha querido mostrarnos su fortaleza y nuestra seguridad. Las hendiduras de la peña son las llagas santas del Redentor. Invitar a las almas a que aniden en la peña, es invitarlas a que pongan su nido en las llagas de Cristo, como en un lugar de refugio seguro contra las tentaciones y los enemigos, y es enseñarles que en ese nido es donde encontrarán aquella intimidad y ternura que anhelan siempre los que buscan a Dios.

Ese nido, que es, por otra parte, expresión de sacrificio y de dolor, puesto que nos habla del sacrificio y del dolor de nuestro divino Redentor, es también un cielo, porque ahí es donde se saborean las delicadezas del amor divino.

Mientras el alma haga su nido en las cosas de la tierra, será como aquel ave que salió del arca de Noé y se posó en la corrupción del diluvio. No puede hacerse el nido fuera de las llagas de Cristo sin contaminarse con la miseria de este mundo. En cambio, hacer el nido en las llagas del Redentor es volver al arca, como la paloma, porque no se encuentra nada limpio donde posarse.

Cuanto nuestra alma pueda decir y aún mucho más de lo que somos capaces de sentir en nuestro corazón y rastrear con nuestra mente, lo encontramos en ese nido divino. No es vano sentimentalismo de piadosa poesía lo que estamos diciendo. Los santos, que han conocido por experiencia esta verdad que estamos ahora exponiendo, como, por ejemplo, San Bernardo, se desbordan cuando quieren describirnos lo que el alma encuentra en las llagas de su Redentor.

Por vocación especial, el Señor las llama a vivir en su corazón, y a vivir de tal manera, que ése sea el verdadero nido donde encuentren refugio, descanso, fortaleza, luz y calor. Todas las almas son llamadas a vivir así; pero las que particularmente están consagradas al corazón de Jesús también son particularmente llamadas a ello.

Pues bien, recuerden que la puerta por donde se entra en el corazón de Cristo es la llaga de su divino costado. Por ahí hemos de entrar, como entraron los santos, si queremos vivir en el divino corazón. Si entramos por esa puerta, lo encontraremos todo. Cuando nuestra alma esté combatida, encontrará la paz; cuando esté fría, se inflamará en amor; cuando se halle en tinieblas, encontrará la luz; cuando se sienta perpleja, encontrará la verdad; cuando le asalte la desconfianza, aprenderá a confiar sin límites; cuando resuenen en sus oídos las seducciones engañadoras de las cosas criadas, encontrará el santo desengaño, y cuando se vea amenazada, encontrará su escudo. Allí lo encontrará todo. Allí vivirá la plenitud de la vida divina. Nuestro afán debe ser penetrar en ese nido de amor para vivir en él, hasta tener envidia, como San Buenaventura, de la lanza que hirió el costado de Cristo, y prometiéndonos que, si nosotros fuéramos la lanza, penetraríamos en el pecho de Cristo, pero no volveríamos a salir de él.

Así, pues, Cristo crucificado es para nosotros luz, confianza y nido amoroso. De todo esto nos hablará nuestro crucifijo cada vez que lo miremos, y nos lo dirá con un acento particular de intimidad. Nuestro crucifijo es para nosotros un mundo de recuerdos. Entre él y nosotros se ha desarrollado toda nuestra vida. Lo llamamos nuestro porque nuestra historia vive en él. Ahí está el recuerdo de nuestras infidelidades y ahí está la trama tupidísima de sus misericordias divinas. Con ese lenguaje, que es como un coloquio íntimo, lenguaje de recuerdos y lenguaje de amor, nos enseña el crucifijo las tres grandes verdades que acabamos de meditar. ¡Qué camino más hermoso para hacernos santos! Luz para no desviarnos de la senda que lleva derechamente a Cristo Jesús; confianza, que es fortaleza para buscarle como Él quiere y por donde Él quiere; nido de amor divino, al cual aspiran nuestros corazones como a su verdadero cielo. ¿No es esto como un resumen de nuestra vida espiritual?

Pidamos al Señor que en esta meditación nos dé conocimiento interno de estas Verdades fundamentales y, sobre todo, que nos encienda en su santo amor. Mientras no sintamos en nuestro corazón que el Señor nos ha otorgado estos dones, mientras no sintamos que se abre para nosotros la puerta del corazón de Cristo, esperemos humildemente a esa puerta suplicando, llorando y mendigando con todo el ardor de que sea capaz nuestro corazón. Estemos seguros de que el Señor no puede negarnos esta gracia. Cuando queremos vivir en Cristo crucificado, ¿cómo va el Padre celestial a negárnoslo, siendo esto lo que El mismo nos pide y lo que desea para nosotros?

Dispongamos nuestro corazón para todo lo que sea necesario hacer a fin de conseguir el tesoro que tenemos en Cristo y que nuestro crucifijo sea para nosotros el libro siempre abierto ante nuestros ojos que nos enseñe cómo hemos de alcanzar la santidad a que Dios nos ha llamado y nos llama.

ALFONSO TORRES, SJ, Ejercicios Espirituales. Ejercicios Espirituales a las Religiosas del Sagrado Corazón en Avigliana, Tomo II. Ed. BAC, Madrid, 1968, 663 – 669

CUÁN POCOS SON LOS QUE AMAN LA CRUZ DE CRISTO

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad.

Tomas de Kempis

Jesucristo tiene ahora muchos amadores de su reino celestial, pero muy pocos que lleven su cruz. ‘Tiene muchos que desean el consuelo, y muy pocos que quieran la tribulación. Muchos compañeros halla para la mesa, y pocos para la abstinencia. Todos quieren gozarse con él, mas pocos quieren sufrir algo por él. Muchos siguen a Jesús cuando no hay adversidades; muchos le alaban y bendicen en el tiempo que reciben de él algunas consolaciones; si Jesús se escondiese y los dejase un poco, luego se quejarían y abatirían.

Pero los que aman a Jesús por él mismo, y no por algún propio consuelo suyo, bendícenle en toda pena y angustia del corazón, tan bien como en el consuelo. Y aunque nunca más les quisiere dar consuelo, siempre le alabarían y darían gracias.

¡ Oh cuánto puede el amor puro de Jede sin mezcla del propio amor! Bien se pueden llamar propiamente mercenarios los que siempre buscan consolaciones. ¿No se aman a si mismos más que a Cristo, los que continuamente piensan en su provecho y ganancias? ¿Dónde se hallará alguno que quiera servir a Dios de balde?

Pocas veces se halla alguno tan espiritual, que esté desnudo de todas las cosas. ¿Pues quién hallará el verdadero pobre de espíritu y desnudo de toda criatura? De muy lejos y muy precioso es su valor. Si el hombre diere su hacienda toda, aún no es nada; y el hiciere gran penitencia, aún es poco. Aunque tenga toda la ciencia, aún está lejos; y si tuviere gran virtud y muy fervorosa devoción, aún le falta mucho; esto es una cosa que ha menester mucho. ¿Y cuál es ésta? Que dejadas todas las cosas, se deje a sí mismo, y salga de sí del todo, y no le quede nada de amor propio. Y cuando conociere que ha hecho todo lo que debe hacer, piense que aún no ha hecho nada.

No tenga en mucho que lo puedan tener por grande; más llámese en la verdad siervo sin provecho, como dice la Verdad; Cuando aun hubieres hecho todo lo que os está mandado, aún decid: Siervos somos sin provecho. Y así podrás ser pobre y desnudo de espíritu, y decir con el Profeta: Uno solo y pobre soy. Con todo eso, ninguno hay más rico, ninguno más poderoso, ninguno más libre, que aquél que sabe dejarse a sí mismo y a todas las cosas, y ponerse en el último lugar.

Capítulo XII

Del camino real de la Santa Cruz

Estas palabras parecen duras a muelles! “Niégate a ti mismo, toma tu cruz y que sígueme”, Pero más duro será oír aquella terribles Palabras: “Apartaos de mí, maldito, al fuego eterno”. Los que ahora oyen y siguen de buena voluntad la palabra de la eterna condenación. Esta señal de la Cruz estará en el cielo cuando el Señor venga a juzgar. Entonces todos los siervos de la Cruz, que se conformaron su vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo Juez con gran confianza.

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la Cruz. Toma, pues tu Cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna. Él vino primero y llevó su Cruz, y murió en la Cruz por ti, porque tú también la tú también lleves y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con él vivirás con Él, y si fueres compañero de sus penas, lo serás también de su gloria.

Mira que todo consiste en la Cruz, y todo está en morir en ella; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz sino el de la santa Cruz y continua mortificación. Ve donde quisieres, busca lo que quisieres, y no hallarás más alto camino en lo eminente ni más seguro en lo abatido sino la senda de la santa Cruz. Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la Cruz, pues, o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás tribulación en el espíritu.

Unas veces te dejará Dios y otras te mortificará el prójimo, y lo que más es, muchas veces te descontentarás de ti mismo, y no serás aliviado ni confortado con ningún remedio ni consuelo, y será preciso que sufras hasta cuando Dios quisiere, porque quiere que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a él, y te hagas más humilde con la aflicción. Ninguno siente tan de corazón la pasión de Cristo, como aquél e quien acaece sufrir penas semejantes. De modo que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar. No le puedes huir donde quiera que fueres; porque a cualquier parte que huyas llevas a ti mismo, Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuere, vuélvete adentro, en todo hallarás la cruz; y es necesario que en todo lugar tengas paciencia si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona.

Si de buena voluntad llevas la cruz, llevará y guiará al fin deseado, adonde será el fin de padecer, aunque aquí no lo sea. Si contra tu voluntad la llevas, la hiciste mas pesada, y no obstante es preciso que la sufras. Si desechas una cruz, sin duda hallarás otra, y acaso más pesada.

¿Piensas tú escapar de lo que ninguno de los mortales pudo? ¿Quién de los santos estuvo en el mundo sin cruz y tribulación? Nuestro Señor Jesucristo, por cierto, en cuanto vivió en este mundo no estuvo una hora sin dolor, porque convenía que Cristo padeciese y resucitase de los muertos, y así entrase en su gloria. ¿Pues cómo buscas tú otra senda, sino este camino real que es el de la santa Cruz? ¿Y tu buscas para ti holgura y gozo? Yerras, yerras si buscas otra cosa que sufrir tribulaciones, porque toda esta vida mortal está llena de miserias y por todas partes está rodeada de cruces; y cuanto más altamente alguno aprovechare en espíritu, tanto más pesadas cruces hallará muchas veces, porque la pena de su destierro crece más por el amor.

Más este tal, así afligido de tantos modos, no está sin el alivio de la consolación, porque siente crecer en sí gran fruto de llevar su cruz, porque cuando se junta a ella de buena voluntad todo el peso de la tribulación se convierte en confianza del consuelo divino. Y cuanto más se quebranta la carne por la aflicción, tanto más se fortifica el espíritu por la gracia interior. Y algunas veces se conforta tanto con el afecto a la tribulación y adversidad por el amor y conformidad con la cruz de Cristo, que no quiere estar sin dolor y penalidad, porque se tiene por tanto más acepto a Dios, cuanto mayores y más graves cosas pudiere sufrir por Él. Esto no es virtud humana, sino gracia de Cristo, que tanto puede y hace en la carne frágil, que lo que naturalmente el hombre siempre aborrece y huye, lo acometa y acabe con fervor de espíritu.

No es propio de la humana condición llevar la cruz, amar la cruz, castigar el cuerpo y sujetarle a servidumbre, huir los honores, sufrir de grado las injurias, despreciarse a sí mismo y desear ser despreciado, tolerar todo lo adverso con daño y no desear cosa de prosperidad en este mundo. Si te miras a ti, no podrás por ti cosa alguna de éstas; mas si confías en Dios, él te dará fortaleza celestial y hará que te obedezca el mundo y la carne, y no temerás al demonio si estuvieres armado de fe y señalado con la cruz de Cristo.

Disponte, pues, como bueno y fiel siervo de Cristo para llevar varonilmente la Cruz de tu Señor, crucificado por amor tuyo. Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida, porque así estará contigo donde quiera que fueres y de verdad lo hallarás en cualquier parte donde te escondas. Así conviene, y no hay otro remedio para escapar de la tribulación de los males y del dolor, sino sufrir. Bebe con afecto el cáliz del Señor si quieres ser su amigo y tener parte con él. Remite a Dios las consolaciones y haga Él con ellas lo que más le pluguiere. Pero tú disponte a sufrir las tribulaciones y estímalas por grandes consuelos; porque son condignas las penalidades de este tiempo pare merecer la gloria venidera, aunque tú pudieras sufrirlas todas.

Cuando llegares a punto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que vas bien porque hallaste el paraíso en la tierra. Mientras te parezca penoso el padecer y procures huirlo, cree que vas mal, y donde quiera que fueres te seguirá el rastro de la tribulación.

Si te dispones para hacer lo que debes, conviene a saber, sufrir y morir, luego te irá mejor y hallarás paz. Y aunque fueres arrebatado hasta el tercer cielo con San Pablo, no estarás por eso seguro de no sufrir alguna contrariedad. Yo, dice Jesús, te mostraré cuántas cosas le convendrá padecer por mi nombre. Luego, sólo te queda el padecer, si quieres amar a Jesús y servirle siempre.

Pluguiese a Dios que fueses digno de padecer algo por el nombre de Jesús. ¡Cuán grande gloria se te daría! ¡Cuánta alegría causarías e todos los Santos de Dios! ¡Cuánta edificación sería para el prójimo!, pues todos alaban la paciencia, aunque pocos quieren padecer. Con razón debías sufrir algo de buena gene por Cristo, cuando hay tantos que sufren más graves cosas por el mundo.

Ten por cierto que te conviene morir viviendo; y que cuanto más muere cada uno a sí mismo, tanto más comienza a vivir e Dios. Ninguno es apto para comprender esa cosas celestiales si no se aviene a sufrir lee adversidades por Cristo. No hay cosa a Dios más acepta, ni para ti en este mundo más saludable, que padecer gustosamente por Cristo. Y si te diesen a escoger, más debería desear padecer cosas adversas por Cristo, que ser recreado de muchas consolaciones; porque en esto le serías más semejante, y más conforme a todos los santos. Pues no está nuestro merecimiento, ni la perfección de nuestro estado en disfrutar muchas suavidades y consuelo, sino en sufrir grandes penalidades y tribulaciones.

Porque si alguna cosa fuera mejor y más útil para la salvación de los hombre que el sufrir, Cristo lo hubiera declarado con su palabra y ejemplo; pues manifiestamente exhorte a sus discípulos, y a todos los que desean seguirle, que lleven la Cruz y les dice: Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mis tu cruz, y sígame. Así que, leídas y bien consideradas todas las cosas, sea ésta la conclusión: Que por muchas tribulaciones nos es necesario entrar en el reino de Dios.

Tomás de KempisImitación de Cristo y menosprecio del mundo, Capítulo XI-XII

 

NECESIDAD DE LA CRUZ

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

D. Columba Marmion, OSB

No nos dejemos abatir por las pruebas, las contradicciones. Ellas serán tanto más grandes y profundas cuanto Dios nos llame a mayor perfección. ¿Por qué esta ley?

Porque es el camino por donde pasó Jesús, y cuanto más queramos estar unidos a Él, tanto más debemos asemejarnos a Él en el más profundo e íntimo de sus misterios. San Pablo, ya lo sabéis, reduce toda la vida interior al conocimiento práctico de Jesús, y de Jesús crucificado. Y Nuestro Señor mismo nos dice que el “Padre, que es el divino viñador, poda la rama para que dé más frutos”. Purga bit eum ut fructum plus afferat. Dios tiene mano poderosa, y sus operaciones purificadoras llegan a profundidades que sólo los santos conocen; por las tentaciones que permite, por las adversidades que envía, por los abandonos que y soledades que produce en el alma, intenta deshacerla de lo creado; la “persigue para poseerla”; penetra hasta los tuétanos, “rompe hasta los huesos”, como dice Bossuet en alguna parte, “a fin de reinar solo”.

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

Hay almas que tienen mucha actividad: hacen oración, se dan a la mortificación, se dedican a obras… adelantan, pero cojeando, un poco, porque su actividad es en parte humana. Hay otras almas que Dios ha tomado de su mano y que adelantan mucho, porque es Él mismo quien obra en ellas. Pero, antes de llegar a este segundo estado, se debe sufrir mucho, porque conviene que antes haya dejado sentir el Señor al alma que ella no es nada, ni puede nada; conviene que Él llegue a decir con toda sinceridad: Ut jumentum factus sum, apud te: ad nihilum redactus sum et nescivi: “Yo soy estúpido, sin inteligencia, como bestia de carga ante el Señor.”

Querida hija mía, es esto lo que el Señor está dispuesto hacer en vos, y tendréis que sufrir mucho mientras no logréis este resultado; pero no os espantéis si sentís que todo hierve en vos; no os desaniméis si, luego, sentís vuestra incapacidad porque Dios, después de haber como anulado vuestra actividad humana, vuestras energías naturales, tomará Él mismo al alma y la conducirá a la unión consigo. Cuando hagáis el Vía-Crucis, uníos a los sentimientos que tenía nuestro divino Salvador; esto no puede dejar de agradar al Padre Eterno, si le ofrecemos la imagen de su Hijo. En la XIV estación, vemos el Cuerpo de Nuestro Señor exinanitum, “inanimado”, pero tres días después sale del sepulcro, lleno de vida, de una vida magnífica… Lo mismo acaecerá con nosotros; si dejamos que Dios obre en nosotros, después de que Él haya destruido todo lo que en nosotros se opone a la gracia, nos llenará de su vida; será la realización de esta palabra: Christus mihi vita: “Cristo es mi vida.”

A esto debéis aspirar: el Padre eterno sólo desea ver en vos a su Hijo. Acordaos de la palabra de san Pablo: Ut inveniat in illo: Yo deseo ser hallado en Cristo (no con mi propia justicia). Os aconsejo que pongáis todas las mañanas cada una de vuestras facultades a los pies de Cristo, a fin de que todo salga de Él y que vos nada hagáis sino por amor a Él.

No hay duda alguna de que vuestras penas interiores forman gran parte del plan de Dios misericordiosísimo para la santificación de vuestra alma. Todos hemos pasado por este invierno, porque “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”. Era necesario que vuestra alma fuese surcada por el sufrimiento; que experimentaseis que el sentimiento del entero abandono por parte de Dios es el mayor de todos los sufrimientos: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me habéis abandonado?” Porque erais agradable a Dios, era necesario que la prueba os visitara… Después del invierno vendrá la primavera; luego, el verano…

El sufrimiento desprende al alma

Después de que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto en el sacramento de la penitencia la satisfacción necesaria y, por la absolución, ha lavado nuestra alma en la sangre divina, añade estas palabras: “Que todos los esfuerzos que hagas para cumplir el bien, que todo cuanto sufras, sirva para el perdón de tus pecados, aumento de la gracia y recompensa en la vida eterna.”

Por esta plegaria, el sacerdote da a nuestros sufrimientos, a nuestros actos de satisfacción, de expiación, de mortificación, de reparación, de paciencia —que de esta manera une al sacramento— una eficacia particular, que nuestra fe no puede olvidar de poner a luz. “En remisión de tus pecados,”

El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios tiene tal munificencia en su misericordia, que no sólo las obras de expiación que el sacerdote nos impone, o que nosotros mismos escogemos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición humana, todas las contrariedades temporales que Dios envía o permite y que nosotros soportamos con paciencia, sirven, por los méritos de Jesucristo, de satisfacción cerca del Padre celestial. Por esto —y yo no sabría encarecéroslo bastante—es una práctica muy excelente y fecunda, la de que cuando nos presentemos ante el sacerdote o, mejor aún, ante Jesucristo, para acusar nuestras faltas, aceptemos, en expiación de ellas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las contradicciones que nos puedan sobrevenir; y más aún, la de señalarnos en este momento tal o cual acto de mortificación, por insignificante que sea, para irlo cumpliendo hasta la confesión siguiente.

La fidelidad a esta práctica, que encaja muy bien con el espíritu de la Iglesia, es extraordinariamente fecunda.

Por de pronto, evita el peligro de la rutina. Un alma que se sumerge de tal modo, por la fe, en la consideración de la grandeza de este sacramento por el que se nos aplica la sangre de Jesús, y que, por una intención llena de amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente de duro, difícil, penoso, contrario en su vida, una alma así es refractaria a la rutina que se pega, en muchas personas, en la frecuente confesión.

Además, esta práctica representa un acto de amor en gran manera agradable a Nuestro Señor, porque indica la voluntad de participar de los sufrimientos de su Pasión, el más santo de sus misterios.

Hay renuncias que, por decreto de la Providencia, trae consigo el curso de la vida y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo: tales son el sufrimiento, la enfermedad, la muerte de seres amados, los reveses y adversidades, las contrariedades y contradicciones que dificultan la realización de nuestros planes, el fracaso de nuestras empresas, nuestras decepciones, los momentos de tedio, las horas de tristeza, el “peso del día”, que abatía ya entonces tan fuertemente a san Pablo hasta el extremo de que “la existencia —lo dice él mismo— le era pesada”… tantas miserias que nos despegan de nosotros mismos y de las criaturas, no sin mortificar nuestra naturaleza, y “haciéndonos morir” poco a poco, “cada día”: quotidie morior.

Ésta era la frase de san Pablo; pero, si “él moría cada día”, era para vivir más, cada día también, la vida de Cristo.

Siento mucha compasión por vos, por la prueba que Dios os envía en estos momentos. Es un martirio. Sin embargo, yo me conformo enteramente con la santa voluntad de nuestro amado Señor, que os envía esta cruz tan íntima de su Corazón Sagrado. Creedme, y os lo digo en nombre de Dios, esta prueba os ha sido enviada por el amor de Nuestro Señor, y ella debe realizar una obra en vuestra alma que ninguna otra podría llevarla a cabo. Será la destrucción de vuestro amor propio, y, cuando salgáis de esta prueba, seréis mil veces más querida de su Sagrado Corazón que antes. Pues, aunque os tenga mucha compasión, no quisiera por nada del mundo que dejarais de pasarla, porque veo que Jesús, que os tiene un amor mil veces mayor que el que os podáis tener vos misma, permite que os alcance esta prueba. Estad segura de que durante todo este tiempo, os encomendaré mucho en mis oraciones y sacrificios, para que Dios os de fortaleza para saber aprovecharos bien de esta gracia.

Ya sabéis que Dios se complace en conducirnos por el camino de la perfección a la luz de la obediencia, y con Frecuencia nos priva de toda otra luz y nos conduce sin dejarnos comprender sus caminos. Conviene mantenerse, durante pruebas semejantes, en una sumisión completa y en una convicción inquebrantable —a pesar de lo contrario que os puedan inspirar vuestra razón o el demonio— de que sabrá sacar su gloria y vuestro crecimiento espiritual de manera muy diferente de la que habríais escogido por vuestra cuenta. Yo os digo de parte de Dios que esta prueba es una ganancia para vos, y estoy tan convencido que, desde que me di cuenta de su comienzo, sabía que duraría una temporada; es muy dolorosa, es la mayor de las cruces que Dios puede enviar a un alma que lo ama, pero, mientras seáis obediente, no hay peligro ninguno.

El sufrimiento da frutos para el alma y para toda la Iglesia

Dios colma de bendiciones especiales al alma poseída del espíritu de abandono. Se siente uno incapaz de decir lo que Dios hace en esta alma, cómo adelanta en santidad. La conduce por caminos seguros a la cumbre de la perfección. A veces, es cierto, puede parecer que estos caminos contrarían el fin, pero “Dios logra sus fines, guiando todas las cosas con fuerza y dulzura”. “Todo”, decía Jesús a su fiel sierva Gertrudis, “tiene su hora en los adorables designios de mi providente Sabiduría”.

¡Felices las almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la desnudez de la cruz! Ésta es para ellas un manantial inagotable de preciosas gracias.

Los sufrimientos son el precio y la señal de los verdaderos favores divinos… Las obras y las fundaciones basadas en la cruz y el sufrimiento son las únicas durables.

Los sufrimientos que habéis soportado son, para mí, señal de una bendición especial de Aquel que, en su sabiduría, ha querido basarlo todo en la cruz.

Hay en vuestra carta una frase que me satisface mucho, porque en ella adivino una fuente de gran gloria de Dios. Decís: “En mí no hay nada, absolutamente nada, en que yo pueda tener un poco de seguridad. Así, pues, no ceso de abandonarme con confianza en el corazón de mi maestro.” Ésta es, hija mía, la verdadera alegría, porque todo lo que Dios hace por nosotros es efecto de su misericordia, movida por el reconocimiento de esta miseria; y un alma que ve su miseria y que la presenta continuamente a los ojos de la misericordia divina, da mucha gloria a Dios, dándole ocasión de mostrar su bondad al alma. Continuad siguiendo este atractivo, y dejaos conducir, en medio de las tinieblas de la prueba, a la unión que Dios os prepara con Cristo.

En cuanto vos, Nuestro Señor me obliga a rogar mucho para que permanezcáis con gran generosidad sobre el altar de la inmolación con Jesús. Un alma, por miserable que sea, unida así a Jesús en su agonía, pero, como Abraham, “esperando contra toda esperanza”, da una gloria “inmensa” a Dios y ayuda a Jesús en su obra de la Iglesia.

Veo que habéis sufrido, yo he sufrido también: ¡estamos tan unidos! Pero, sin embargo, no podía desear otra cosa. Yo os he depositado con Jesús, como su Amén, en el fondo del seno del Padre. Él os ama infinitamente mejor que yo. Yo os entrego a Él, como María entregó a Jesús, y si Él quiere clavaros en la cruz con vuestro Esposo, si quiere para vos la vergüenza, el sufrimiento y equivocaciones, si quiere para vos la inmolación, yo lo quiero también, como lo quiero para mí mismo. No hemos sido hechos para gozar aquí abajo: nuestra felicidad está arriba: Sursum corda. En el plan divino, todo bien viene del Calvario, del sufrimiento. San Juan de la Cruz ha dicho que Nuestro Señor no da casi nunca el don de la contemplación, de la unión perfecta, más que a aquellos que han trabajado mucho y sufrido mucho por Él. Pues bien, mi anhelo sobre vos es esta unión perfecta, tan fecunda para la Iglesia y las almas. San Pablo nos dice: “De buena gana me gloriaré de mis flaquezas, a fin de que la fuerza de Cristo habite en mí.” Yo os deseo ver muy débil en vos misma, pero llena de la virtus Christi. Jesús ha prometido que, por la Santa Comunión, no solamente nosotros moraremos en Él, sino que Él morará en nosotros. Es ésta la virtus Christi. Cuando más nuestra vida proceda de Él, tanto más tendremos la virtus Christi, más nuestra vida glorificará al Padre: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto; aquel que mora en Mí y Yo en Él, éste da mucho fruto.”

El Señor es dueño de sus dones y, sin mérito ninguno de su parte, llama a ciertas almas a una unión más íntima con Él, a compartir sus penas y sus sufrimientos, para gloria de su Padre y bien de las almas: Adimpleo in corpore meo quae desunt passionum Christi pro corpore ejus, quod est Ecclesia: “Yo completo en mi propio cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo para su cuerpo místico que es la Iglesia.” “Nosotros somos el cuerpo de Cristo y miembros de sus miembros.” Dios hubiera podido salvar a los hombres sin que éstos hubiesen tenido que sufrir o merecer, como lo hace con los niños pequeños que mueren después del Bautismo. Pero, por decreto de su adorable sabiduría, había decidido que la salvación del mundo dependiera de una expiación, de la cual su Hijo Jesús sufriría la mayor parte, pero a la que se asociarían sus miembros. Muchos hombres se olvidan de dar su parte de sufrimientos aceptados en unión con Jesucristo.

Por esto, Nuestro Señor escoge a algunas almas que se asocian a la gran obra de la redención. Son almas selectas, víctimas de expiación y de alabanza. Estas almas hacen mucho por la gloria de Jesús, mucho más de lo que se puede imaginar, y las delicias de Jesús están en hallarse en ellas. Pues bien, hija mía, estoy persuadido de que vos sois una de estas almas. Sin mérito ninguno de vuestra parte, Jesús os ha escogido. Si sois fiel, llegaréis a una estrecha unión con Nuestro Señor y, una vez unida a Él, perdida en Él, vuestra vida será muy fecunda para su gloria y la salvación de las almas. El día de las bodas místicas, no veréis sino flores de la corona que Dios colocó sobre vuestra cabeza. Pero, hija mía, no olvidéis jamás que la esposa de un Dios crucificado es una víctima. Os digo esto, porque preveo que sufriréis y os hace falta mucho ánimo, mucha fe, mucha confianza. Se tendrá que atravesar desiertos, tinieblas, oscuridades, desalientos, abandonos. Sin esto, vuestro amor no sería nunca profundo, ni fuerte. Pero si sois fiel y abandonada, Jesús os tenderá siempre la mano: “Aunque tenga que pasar por las tinieblas de la muerte, nada temeré, pues Vos estáis conmigo.”

 

Columba Dom MarmionDios nos visita a través del sufrimiento y el amor. Ed. Lumen, Buenos Aires-Mexico, 2004, pag. 196- 199. 204 – 207

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado