Lavarse las manos

¿Desentenderse de la Verdad?…

Mt 27,24-26

…y se lavó las manos delante de la gente, diciendo:

 «Inocente soy de la sangre de este justo.

Vosotros veréis.»

P. Jason Jorquera M.

 

Irrevocablemente unida a la consideración de la propuesta inicua entre Jesús y Barrabás, se encuentra la del “lavado de manos” de Pilato. Porque siempre que el hombre juzga en favor de la injusticia hay alguien detrás que se ha lavado las manos buscando desentenderse del asunto, pretendiendo que el día en que deba comparecer delante de Dios para ser él juzgado esto no le sea tenido en cuenta. Y por supuesto que se equivoca.

Nada fácil debe haber sido para nuestro Señor Jesucristo beber el cáliz de su Pasión. Su sensibilidad era perfecta, y en consecuencia el dolor de su corazón era indecible al ser Él mismo, Juez de toda la creación, entregado a la injusticia de sus creaturas. Pero para comprender mejor este terrible sufrimiento debemos considerar, además, dos incuestionables realidades: la Divina Providencia y la humana contumacia; ¿por qué?, ¿qué tienen que ver estas dos realidades con este pasaje?, simple: que si el “lavarse las manos”, como hemos dicho, significa el “desentenderse”, pero de un asunto que por fuerza nos compete –de ahí que Pilato propiamente haya abdicado de su responsabilidad como juez-, se nos muestra de manera más patente la espantosa oposición que establece el hombre entre aquel Dios providente que jamás se desentiende de su creatura, es decir, que nunca deja de preocuparse por ella[1], y la rebeldía del alma que pretende “desentenderse” del sacrificio mediante el cual le es posible alcanzar el Paraíso, lo cual es imposible ya que cada uno de nosotros está realmente involucrado en la Sagrada Pasión de Cristo. De hecho por nosotros es que se lleva a cabo.

Habiendo dejado esto en claro, razonemos brevemente sobre cómo este “lavarse las manos” de Pilato tiene la ponzoñosa capacidad de extenderse, con sus más y sus menos, a muchos más aspectos de los que normalmente consideramos en nuestra vida diaria.

El primer error

En la existencia de cada uno de nosotros, capaces de discernir el bien y el mal, de asumir responsabilidades y de cumplir nuestras obligaciones, siempre tomamos contacto con aquello que llamamos “negociable” e “innegociable”, y esto forma parte de lo normal; así por ejemplo, puedo negociar el precio de algo que deseo vender o comprar, un lugar para ir a pasear o alguna posible alianza. Pero también es cierto que otras cosas no admiten negociación alguna, como el decidir la vida o muerte de un niño por nacer o darle al error los derechos que le competen sólo a la verdad. Pues bien, el primer error en el juicio de Pilato lo encontramos en este ámbito, ya que se atrevió a “negociar lo innegociable”: la vida de Jesucristo, el Hijo de Dios. Pilato sabía bien que a Jesús se lo habían entregado por envidia[2], de hecho él mismo afirma no haberle encontrado culpa alguna[3], y sin embargo, decide absurdamente negociar la liberación de quien sabía inocente. Es aquí donde debemos preguntarnos ¿cuál es el motivo de esta actitud?, para responder con total sinceridad que la embustera “causa aparente” que a veces pretenden transmitirnos, como intentando aminorar la responsabilidad del procurador, por desatinado que nos parezca, es un “acto de bondad”: Pilato “queriendo ayudar a Jesús de las garras de sus falsos acusadores, busca la manera de liberarlo”[4], regateando con ellos la libertad del que ya había sido condenado por la ceguera de quienes se lo habían entregado. Pero la “causa real” de dicho comportamiento, lo sabemos, no ha sido la bondad sino la cobardía de Pilato, cuyo eco malicioso llega hasta nuestros días bajo la ya conocida actitud de “querer quedar bien con todos”, es decir, de no asumir la responsabilidad que implica dejar descontentos a algunos –y en este caso, ¡los injustos!-. Pues bien, ¡qué de malo hay en eso!; sacrificar lo correcto por temor a los hombres, constituye una “terrible cobardía”, cuya maldad  se deja ver claramente al preferir su aprobación en vez de la Verdad. Y quien niega la Verdad, como en todo, deberá asumir las consecuencias[5].

El gesto infame

Hemos dicho anteriormente que el gesto de lavarse las manos, quiere significar el desentenderse de un asunto que por fuerza nos compete, que nos involucra, y por tanto se convierte automáticamente en deplorable. De aquí que su principal malicia sea la de representar el pecaminoso hecho de desentenderse de la propia conciencia: El juez debe juzgar y punto, debe buscar hacer justicia haciendo relucir la verdad; en cambio Pilato apostata de su oficio menospreciando la vida de Jesús, quien en este momento se arroga perfectamente el título de “Cordero de Dios”, al asumir silencioso la triste consecuencia de este cobarde “desentenderse”, que resulta ser nada menos que una injusta condena a muerte. Es así que este gesto, el cual quedaría unido para siempre a la figura del procurador, asume diversos y variados matices, cada uno más patético que el otro, dignos de consideración al momento de examinar nuestra propia conciencia respecto a si nos hemos desentendido alguna vez de Cristo o no, pero siempre en orden a afianzar nuestra unión con Él; así por ejemplo, lavarse las manos resulta infame, porque atenta contra la irreprochable honra de Jesús, de cuya boca jamás salió engaño alguno[6], y a quien el mismo Padre manda escuchar[7] porque todo lo ha hecho bien[8]; y también es hipócrita, ya que a Pilato le compete hacer justicia, no dejar a merced del odio al Dios-Amor encarnado; y, en consecuencia, resulta ser también terriblemente culpable, ya que jamás podrá ser excusa para negar la verdad el simple hecho de querer simpatizar con la impiedad de los hombres. En resumen: Pilato no fue “bondadoso” con Jesús al intentar liberarlo de las acusaciones que sabía injustas, sino un verdadero apóstata de la justicia que se atrevió a negociar la vida de un inocente, cuya terrible consecuencia fue una injusta y letal crucifixión[9].

Un “desentenderse solapado”

Ha quedado claro que querer dar un paso atrás so pretexto de virtud es cobardía, y en el caso de Pilato es además bastante manifiesto. Pero como bien sabemos que el pecado a menudo busca “infiltrarse” sigilosamente hasta anidar en los corazones, intentando extender en ellos lo más posible sus raíces, no está de más ejemplificar un poco más la actitud maléfica que venimos tratando, especialmente cuando se trata de “lavarse las manos” respecto a la doctrina evangélica.

De muchas cosas buenas nos podemos desentender injustamente, como Pilato, pero el mayor peligro está en asumir como habitual el desentenderse del mandato que nuestro Señor Jesucristo nos dejó explícitamente en su emotiva despedida la noche del Jueves Santo: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado…, porque en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.[10] Sin pretender desviarnos del tema, parece apropiado exponer esta breve consideración: no debemos lavarnos las manos respecto a aquello que nos ha de identificar como verdaderos discípulos de Cristo, es decir, no es justo lavarse las manos de la caridad fraterna que Jesús nos dejó mandada (y peor aún si lo hacemos alegando virtud), como aquellos que llegado el momento adecuado no hacen una corrección fraterna porque les falta interés por la santificación de los demás, o como quienes se quedan criticando los defectos ajenos en vez de ayudar a corregirlos, o tal vez como aquellos que prefieren guardar silencio cuando podrían, en cambio, ofrecer cristianamente alguna palabra de consuelo, o al menos escuchar: he aquí el malicioso “desentenderse solapado”: dar un paso atrás cuando la caridad fraterna –que Jesucristo nos mandó- nos exige dejar de lado nuestro egoísmo para atender al prójimo que nos necesita, como hizo siempre nuestro Señor, actitud completamente opuesta a la de Pilato quien prefiriéndose a sí mismo, como antes hemos dicho, alegó una falsa bondad para dejar a Jesús a merced de la injusticia, y buscando acallar la voz de su conciencia con un pérfido “lavado de manos”, no hizo otra cosa que ensuciarla con la culpa de haber tomado parte en toda esta maléfica iniquidad.

Pero volvamos al pretorio.

Jesucristo está sufriendo como nadie: ya comenzó en su corazón el camino hacia el Calvario, ya porta en su alma los clavos y las espinas; un beso traicionero y un abandono inmensurable. Ya carga sobre sí el peso de la cruz de nuestros pecados, pagando a fuerza de amor nuestro rescate y, sin embargo, pese a su indecible sufrimiento no se lava las manos dando un paso atrás ante el alto precio de nuestra salvación (pudiéndolo hacer perfectamente), sino que continúa fielmente comprometido con su misión redentora, para darnos a entender que los designios divinos siempre valen la pena, que el quedar bien con los hombres “sacrificando lo correcto” jamás será aceptable, y que rendir ante  Dios nuestra voluntad es la más grande victoria que podamos alcanzar.

Contemplando la injusticia del pretorio, convenzámonos de la locura que es lavarse las manos cuando la invitación del Redentor a empaparnos con su sangre es la única opción salvífica en todo este escenario. Jesucristo jamás se desentiende de nosotros. Aferrémonos, pues, a la convicción de que el respeto humano jamás vale la pena, porque nunca habrá derecho a desentenderse del amor de Jesucristo.

[1] Cf. Lc 12, 22-31

[2] Cf. Mt 27,18

[3] Cf. Lc 23,4

[4] Cf. Lc 23,20

[5] Cf. Mt 10, 32-33

[6] Cf. 1Pe 2,22

[7] Cf. Mt 17,5

[8] Cf. Mc 7,37

[9] Cf. Mt 27,26

[10] Jn 13,34-35

¿Jesús o Barrabás?

Una invitación a elegir lo correcto…

Lc 23, 17- 25

  “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”

P. Jason Jorquera M.

 

Para aquellas personas que por gracia de Dios gozamos del don eximio de la fe, este pasaje en el cual el Evangelio nos presenta la absurda y a la vez abominable elección entre Jesucristo y Barrabás, no puede menos que conmovernos, cuando no molestarnos en demasía, sabiendo que ni siquiera humanamente se concibe condenar al inocente simplemente porque otro decida que es mejor que ocupe el lugar del culpable. Sí, ciertamente que si se nos preguntara a quién dejaríamos libre, ¿Jesús o Barrabás?, responderíamos sin lugar a dudas que a Jesús.

Ahora bien, considerando, en cambio, no directamente al Hijo de Dios en contraposición  al acusado de homicidio sino a aquella verdad teológica que nos enseña que Jesucristo murió por nosotros, y que de alguna manera “misteriosa”, sí, pero a la vez “real”, todos nosotros estamos presentes en su Sagrada Pasión, entonces este pasaje, al igual que todo el Evangelio, se vuelve parte de nuestra historia personal con Dios, y en él podemos descubrir más de una enseñanza existencial y catequética respecto al Amor que Dios nos profesa, y al amor con que nosotros le debemos corresponder. Y de aquí, dos grandes consideraciones.

 Primera consideración

La elección; expresión de lo absurdo, lo infame y lo diabólico.

 Jesús de Nazaret es inocente, y Barrabás culpable; Jesús es el Autor de la vida, Barrabás un homicida; Jesús representa la elección del bien, Barrabás la del mal; y finalmente, sus enemigos hacen de Jesucristo un obstáculo, puesto que al elegir a Barrabás dicen claramente “quita de en medio a este…”, palabras que no son menos significativas que el resto del juicio inicuo en su conjunto, y esto es sumamente importante tanto para adentrarse con sinceridad de corazón en la Sagrada Pasión de nuestro Señor, cuanto para considerar honestamente en nuestras vidas cuántas veces nos alistamos en las ya conocidas filas que gritan estas terribles palabras. “Quita de en medio a éste…”, ¿por qué?, pues porque sólo se desea quitar de en medio aquello que implica para nosotros un obstáculo, y esto es lo que significa Jesús para aquellos que conociendo su doctrina, sin embargo, hacen de ella un estorbo que les impide ir tranquilamente en pos del pecado; y he aquí la gran mentira satánica que se sigue repitiendo a lo largo de la historia: que los mandamientos de Dios son un escollo para nuestra felicidad, ¡cuando es totalmente lo contrario!; Jesucristo no puede ser un impedimento por la sencilla razón de que Él mismo es Camino,  Verdad y Vida[1] para nuestras almas; y también la luz del mundo[2] y el Buen pastor[3] que nos guía por el recto camino. No, Jesucristo no puede ser un obstáculo para quien realmente quiera ser feliz. Pero si aun así alguien quisiera llamarlo “obstáculo”, pues que sea sincero y lo aplique sólo contra la verdadera causa de muerte para nuestras almas, la cual no es otra que el pecado; y así, Jesucristo solamente puede decirse obstáculo contra el pecado, lo que en realidad significa que es un faro luminoso y seguro que guía por el sendero correcto a aquellos que buscan la felicidad con un corazón sincero.

 Jesús o Barrabás…, nos encontramos ante una elección que jamás debió acontecer, y sin embargo, desde Lucifer hasta el último condenado, ésta ha sido siempre la crucial alternativa que puede salvar o perder a la creatura, fruto del amor de Dios que tanto nos amó que nos envió a su propio Hijo a recordárnoslo, dejando bien en claro que sólo tenemos dos alternativas: o querer quitar a Dios de en medio en nuestras vidas, o combatir incansablemente contra el pecado, sabiendo que nuestras almas son tan preciosas a los ojos del Omnipotente que decidió comprarlas mediante el sacrificio de su propio Hijo. Y con todo esto dicho, podemos comprender mejor cuán absurda resulta esta elección; porque absurdo es preferir entregar a la muerte a quien vino a ofrecernos eternidad; y es además infame, puesto que a quien se hace iniquidad es al mismo Dios, autor de la justicia y pródigo de misericordia; y asimismo y sobre todo esta deliberación es diabólica, ya que no fue otro que el demonio quien primero que nadie decidió elegirse a sí mismo en vez de Dios, es decir, pretender quitar al Creador de su camino cuando en realidad no hizo otra cosa que “elegir el obstáculo”, cuyo nombre es pecado; lo mismo que hoy en día hacen las almas cuando se engañan a sí mismas eligiendo sus propias cadenas -so pretexto de libertad-, al momento de abrazar un afecto desordenado, es decir, aquello que nos ata a la tierra en vez de elevarnos al cielo.

 En definitiva, una fe lánguida e inactiva verá a Jesucristo puesto entre el alma y el pecado intentando evitar una elección que, junto con la injuria hecha a Dios, acarrea la perdición de quien decida en favor del pecado; en cambio una fe profunda y operante, lazarillo seguro en esta vida pasajera en que lo eterno nos está velado, ve las cosas de manera completamente diferente, pues comprende y experimenta la realidad tal como es: no Jesucristo entre el alma y el pecado, sino éste entre ella y el Redentor, es decir, Jesucristo nuestra meta y el pecado nuestro obstáculo.

 Entre Jesús y Barrabás, al igual que entre nosotros y el pecado hasta el fin de los tiempos, se encontrará siempre aquello que puede salvar o perder, unir o separar de Dios, lo correcto o lo incorrecto: nuestra elección. Que ésta no sea “quitar a Jesucristo de en medio”, sino Él mismo, abriéndose esmerado paso entre la turba, removiendo valientemente todo aquello que se interponga entre Él y nosotros.

 Segunda consideración

“Todos somos Barrabás”

 En la Sagrada Escritura no resulta extraño encontrarnos con un  binomio siempre inmerso en un profundo sentido espiritual: el de “figura y figurado”; el cual en los Evangelios está constantemente arrojando sus destellos de verdad, capaces de iluminar tanto nuestra limitada comprensión de los misterios divinos que en ellos se presentan, cuanto la real dependencia que de ellos tiene nuestra vida espiritual y, en consecuencia, nuestra eterna salvación, ya que nos manifiestan claramente cómo todas las figuras salvíficas del Antiguo Testamento, se ven realizadas en Jesucristo, “el figurado” en dichos textos sagrados pre evangélicos. Sin embargo, según el pasaje que venimos tratando, podríamos proponer una consideración que atañe directamente a nuestra participación en la Sagrada Pasión, la cual -como sabemos- una vez realizada se ha convertido en parte de nuestra historia personal con Dios (aquel Padre misericordioso que mediante ella, en virtud de la sangre de su Hijo, nos ha querido ofrecer nuevamente –y mientras no nos alcance la muerte-, la esperanzadora posibilidad de reconciliarnos con Él y conquistar el Reino de los cielos por su gracia); y ésta consiste en el hecho de “vernos representados por Barrabás”, ¿por qué?, simplemente porque él había pecado, había sido atrapado y hallado culpable y, sin embargo, es a él a quien el pueblo exige dejar en libertad en lugar de Jesús: “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”, es decir, “deja libre al culpable y condena al inocente”; así de retorcida y execrable suele ser la lógica humana cuando en vez de la fe se deja guiar por las heridas e inestables pasiones desordenadas de quienes en vez de representar la justicia divina, usurpan su lugar gobernados por la diabólica rebeldía contra el Creador. Sí, podemos vernos perfectamente representados en Barrabás, podemos decir que de alguna manera, en cuanto culpables, “todos somos Barrabás”; pero tampoco olvidemos que,  ya sea Barrabás en sus fechorías, o Pedro en sus negaciones, o la Magdalena en su vida disoluta, merced a la gracia divina, al menos de éstos últimos sabemos que tanto el negador como la libertina decidieron, sinceramente compungidos, consagrar toda su vida a seguir de cerca a Aquel que vino a ofrecerse voluntariamente en nuestro lugar, y dejar así obrar aquella conversión a la cual nos invita el Cordero de Dios que por nosotros padece su Sagrada Pasión.

 ***

 Hoy en día, más que nunca se nos pone por delante esta elección, y a veces hasta se nos impone. Pero tampoco olvidemos que en este trágico episodio los papeles no son muchos, y nos resulta ineludible tomar parte en alguno de ellos: ahí están los que exigen la condena del inocente; los que lo ven como un escollo; los que callan en vez de defenderlo; los que ejercen la injusticia; los que corrompen la verdad y, finalmente, los que se lavan las manos. Hoy es tiempo de asumir con valentía que el lugar correcto, pese a que implica ir hasta el Calvario, se encuentra solamente junto a Jesucristo, aquel a quien “no hay que quitar de en medio” sino, por el contrario, hacer el centro irrevocable de nuestra vida.

[1] Cf. Jn 14,6

[2] Cf. Jn 8,12

[3] Cf. Jn 10,11

Del amor a la Eucaristía

¿Cómo puede el amor eucarístico de Jesús llegar a ser el principio de la vida del adorador y su virtud dominante?

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en continua inmolación mística de Jesucristo. Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”. En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2). La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor angélico.

Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen María. Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos nada más preciado que su misma persona. Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor, vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.

El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía. Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies eucarísticas. Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre hasta el fin de los siglos. Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas. Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.

Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos cristianos. Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de los altares. La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia, hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del demonio.

A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía. ¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de él.

El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la herejía y de la impiedad. Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil? No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No –exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño, le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine en mí”.

“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño siquiera en un corazón humano”.

Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del mérito de su oblación.

Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz. Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la ascensión no aparecen sobre el altar del amor.

La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser entre los hombres como un sol de amor.

2.º Mas ¿cuál es el fin que Jesucristo se propuso al instituir la Eucaristía? Queda anteriormente indicado: conseguir el amor total del hombre. Sí, Jesucristo instituyó el santísimo Sacramento del altar para ser amado del hombre, poseer su corazón y ser principio de su vida.

Así lo dijo expresamente: “Quien me comiere vivirá por mí” (Jn 6, 58). Vivir por alguno es rendirle el homenaje de nuestra libertad, de nuestro trabajo y de la gloria de nuestras obras. Quien comulga ha de vivir por Jesucristo, ya que Jesucristo es su sustento. “Ya que soy Yo quien te alimento –nos dice el Salvador–, por mí debes trabajar. Trabaja santamente por mí, que soy tu vida, tu Pan de vida eterna. Trabaja por mi amor, puesto que yo te alimento de mi amor sustancial. De tal, árbol, tal fruto”.

Jesucristo dijo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y Yo en él” (Jn 6, 57). Y así como un criado debe mostrarse respetuoso ante su amo, el soldado ante el rey y el hijo ante el padre, del mismo modo lo que es y tiene el hombre debe honrar a nuestro Señor, por una completa sumisión y cumplido homenaje por haberse dignado hospedarse en nosotros en la Comunión.

En la Comunión debe producirse igual efecto que el que se produjo en la encarnación, en la que la naturaleza humana de Jesucristo se unió hipostáticamente, esto es, totalmente a la persona del Verbo. La voluntad humana de Jesucristo se sometía perfectamente a la divina; Dios mandaba al hombre y el hombre tenía a mucha honra el obedecer a Dios. Ahora bien, siendo la Comunión la extensión de la encarnación en cada hombre, es natural que Jesucristo viva y reine en el que comulga. Todo el que comulga debiera poder exclamar como san Pablo: “Ya no soy yo el principio de mi vida; lo es Jesucristo que en mí vive; lo es el creador en su criatura; lo es el Salvador en el cautivo rescatado, el amor divino en el reino que ha conquistado”.

No cabe duda que Jesucristo se propone ganar el corazón del hombre con la Eucaristía. Si Jesús llega al hombre con todos los dones y atractivos de su infinita bondad, lo hace por cautivar al hombre con la gratitud. Si Jesús es el primero en dar su corazón, es para tener el derecho de reclamar al hombre el suyo. Y como el amor exige de suyo comunidad de bienes, sociedad de vida, fusión de sentimientos, quien ama a Jesucristo como es amado por Él logrará formar con Él una admirable unión de vida. Es éste cabalmente el verdadero triunfo de Jesucristo: transformar la vida del que comulga en su propia vida, y en sus costumbres, obrando con la suavidad del amor y sin violencia ni coacciones.

La Comunión es la más rápida y más perfecta conversión de un alma; el fuego acaba pronto con la herrumbre, da nuevo temple al acero y devuelve al oro impuro su brillo y su belleza.

La Eucaristía es el reinado de Jesús en el cristiano.

En Belén Jesús es el amigo del pobre, en Nazaret, el hermano del obrero, en sus correrías evangélicas es el médico, pastor y doctor de las almas; en la cruz es su salvador. Pero en la Eucaristía es el rey que reina doquiera: en el individuo y en la sociedad. El cuerpo del que comulga es su templo; el corazón su altar; la razón su trono, y la voluntad su fiel sierva.

Por la Eucaristía Jesús reinará en todo el hombre; su verdad será la luz de su entendimiento; su divina ley, la regla invariable e inflexible de su voluntad; su amor, la noble pasión de su corazón; su mortificación, la virtud de su cuerpo su gloria eucarística será el fin de toda la vida del comulgante.

¡Oh, dichoso mil veces el reinado eucarístico de Jesús! Es el paraíso en el alma, ya que posee en ella al Dios de los ángeles y santos.

La Eucaristía es el Dios de la paz que viene a descansar en nuestra alma, ya curada de la fiebre de las pasiones y del pecado; es el Dios de los ejércitos que viene triunfante a tomar posesión de su imperio y guardar y defender su conquista; es el Dios de bondad que ha menester un alma para entregarse a ella y formar con ella una sociedad amorosa; es el ternísimo Salvador que, no teniendo paciencia para esperar hasta la eternidad para hacer felices a los hijos de la cruz, adelanta el día de la gloria para dar comienzo al cielo por medio de la Eucaristía, admirable cielo de amor.

¡Oh cuán desdichado es quien no conoce a Dios en la Eucaristía! Se encuentra huérfano y solo en el mundo. ¡Cuán desdichado es el hombre sin la Eucaristía entre los bienes, los placeres y las glorias mundanas! Es un pobre náufrago arrojado a isla salvaje.

Pero con la Eucaristía el cristiano se encuentra bien en todas partes y puede prescindir de todo porque posee a Jesucristo. No hay destierro para quien está con Él, ni hay cárcel para quien vive con Él. El cristiano tan sólo teme una desgracia: la de perder a Jesucristo, la de perder la Eucaristía. La Eucaristía es su bien supremo. Por la Eucaristía Jesucristo es el rey de las naciones. Jesús no vino sólo para salvar al hombre, sino también para establecer una sociedad cristiana y escogerse un pueblo más fiel que el judío, integrado por todos los hijos de Dios esparcidos por toda la tierra. Jesús será el único soberano de este pueblo, mandará a pueblos y reyes, que le rendirán honores divinos y majestuosos homenajes.

¡Qué hermoso es este regio y popular triunfo de Jesús en la fiesta del Corpus! Toda la belleza del arte y de la naturaleza, todo el encanto de la armonía, toda la terrible grandeza de las armas, todo el poder y magnificencia de la majestad real y todo el amor y entusiasmo del pueblo adornan, embellecen y honran el paso del Dios de la Eucaristía. Tan sólo Jesús es grande este día en las naciones; es el día de su Realeza en la tierra.

La Eucaristía es el lazo fraternal que une a los pueblos entre sí; en el sagrado banquete, al pie del altar, todos somos hermanos, todos forman una familia.

El santo sacrificio es el calvario perpetuo del mundo.

La Eucaristía es el verdadero distintivo católico por el que se conoce al discípulo de Jesucristo. En la sagrada Comunión y sólo en ella nos reconocemos. El grado en que la Eucaristía reina en un hombre o en un pueblo nos da la medida de su virtud, de su caridad y hasta de su inteligencia. La debilitación del reinado eucarístico trae consigo la decadencia, y la ausencia de este reinado es esclavitud, tinieblas de muerte, la noche horrible del sepulcro. Sin la Eucaristía ya no hay sol ni vida; hombres y pueblos viven como bestias nocturnas que buscan furtivamente su pasto, huyen de la luz y se ocultan en cavernas salvajes: ¡tienen miedo de Dios!

De todo lo cual se colige que el motivo y toda la razón de ser de la Eucaristía consiste en hacer ver al hombre el amor supremo de Jesús y en establecer en el hombre el reinado del amor de Jesús. De ahí que el amor deba ser el primer principio de la vida del adorador.

Los sufrimientos morales de Cristo

Para adentrarse en el corazón de Jesús

San Alberto Hurtado

 

Parece presunción comentar los hechos y dichos de Nuestro Señor, sino es adorándolos y meditándolos, pero sobre todo sus hechos y dichos durante la Pasión.

Jesús tomó cuerpo y alma… Miremos los dolores en su alma inocente.

El Hijo de Dios asumió no sólo un cuerpo sino un alma. Él mismo creó el alma que tomó, mientras su cuerpo lo tomó de la carne de la Virgen María. Y así como tomó un cuerpo capaz de ser herido, atormentado, de morir; así también tomó un alma que podía sufrir todos los dolores del alma humana: soledad, angustia, asco…

Los sufrimientos de su cuerpo son más fácilmente percibidos. Baste mirar el crucifijo para penetrarlos… no así los de su alma, que están lejos de toda descripción, y aún de todo pensamiento, y anticiparon sus sufrimientos corporales.

La agonía, una pena del alma fue el primer acto del tremendo sacrificio: Mi alma está triste hasta la muerte….

No era el cuerpo sino el alma el asiento más hondo del dolor del Dios Eterno. Todo Él sufría, cuerpo y alma, en su cuerpo animado… en su alma incorporada; pero sufría en su cuerpo porque sufría en su alma, y algunos dolores -los espirituales- los padecía primariamente en su alma, único receptáculo de ellos, si bien por la unión se reflejaban también en su cuerpo.

Los seres vivientes sufren más o menos según su calidad espiritual. Los brutos sienten mucho menos que el hombre porque no piensan, no reflexionan sobre su dolor, no prevén. Lo que más hace duro el dolor es la fijación de la mente en él; lo que aparta la mente del dolor, lo alivia. Por eso los amigos tratan de distraernos cuando sufrimos, porque la distracción -como dice la palabra- nos aparta del dolor. Si el dolor es débil, tienen éxito y así llegamos a no sentir lo que sufrimos.

Consideremos además que lo intolerable en el dolor no es tanto su intensidad sino su continuidad: gritamos que no podemos soportar más, esto es, que no podemos seguir soportando tanto dolor. La pena que prevemos agudiza lo que ahora sufrimos; y la que recordamos cada momento pasado, parece que va toda junta a renovarse en el siguiente. Este es el privilegio del hombre sobre el animal, poder reflexionar, que se traduce en poder sufrir más.

Pero el alma humana que tiene una comprensión intelectual del dolor, como un todo difundido a través de momentos que pasan, tiene por eso una fuerza trágica en su dolor.

¿Por qué el Señor no aceptó sino probar el vino mirrado? Porque esta poción lo habría adormecido y quería llevar su dolor en toda su intensidad y en toda su amargura.

Él los habría evitado ardientemente si ésta hubiese sido la voluntad de su Padre: si es posible… pase de mí este cáliz (cf. Mt 26,39)… pero ya que no es posible, dice con calma al Apóstol que intentaba rescatarlo del dolor: El cáliz que me ha dado a beber mi Padre, ¿no he de beber?.

Ya que debía sufrir, se entrega a sí mismo al dolor. No había venido para evitar el dolor. Salió pues al encuentro y quiso que imprimiera en Él cada una de sus garras.

Y como los hombres por ser superiores a los animales son más afectados por el dolor por su espíritu, superior a su alma animal, así Nuestro Señor resistió el dolor en su cuerpo con una conciencia y, por consiguiente con una viveza, con una intensidad y unidad de percepción que nadie puede sospechar, ya que tenía la perfecta posesión de su alma, y estaba ésta libre de toda distracción, ligada al dolor y sometida al sufrimiento. Así se puede en verdad decir que padeció su Pasión entera en cada uno de sus instantes.

Recordemos que Nuestro Señor aunque perfecto hombre era diferente de nosotros en que había en Él un poder más grande aún que su alma, que dirigía su alma: la Divinidad. El alma de cada uno de nosotros está sometida a los deseos, a los sentimientos, a los impulsos y pasiones que le son propios; mientras que el alma de Nuestro Señor no estaba sometida sino a su Divina Persona Eterna. Nada llegaba a su alma por la pura casualidad, jamás era sorprendida de improviso, nada le afectaba sino lo que quería que le afectara.

Nosotros somos víctimas involuntarias de agentes, circunstancias que se echan sobre nosotros, sin poderlo prever ni evitar; en cambio Nuestro Señor no podía estar sujeto a nada que Él no quisiese plenamente. Cuando Él aceptaba temer, temía; cuando aceptaba irritarse, se irritaba. No estaba abierto a las emociones, pero Él se abría voluntariamente a las influencias que debían conmoverlo. En consecuencia cuando resolvió sobrellevar los sufrimientos de su Pasión expiatoria lo hizo con plena aceptación y en la plenitud de su capacidad de sufrir: no lo hizo a medias, no buscó como nosotros apartar su espíritu del sufrimiento. Él dijo: He venido a hacer tu voluntad, Padre mío. No has querido víctimas ni holocaustos, me has preparado un cuerpo para sufrir y en él y en su alma sufriré plenamente (cf. Hb 10,9). Y cuando llegó su hora, la hora de Satán y de las tinieblas, se ofreció entero como holocausto con toda su presencia de espíritu, toda su lucidez, toda su conciencia. Su pasión fue una intención presente y absoluta. Su energía vital estaba toda entera cuando su cuerpo yacía moribundo. Y si murió fue por un acto de su voluntad. Inclinó la cabeza en señal de mandato tanto como de resignación: En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). Y dichas estas palabras entregó su alma; sin perderla.

De aquí vemos que aunque Nuestro Señor no hubiera sufrido sino en su cuerpo, y aunque sus dolores hubiesen sido menores que los de los otros hombres, hubiera sufrido infinitamente más porque el dolor ha de ser medido por la conciencia que se tiene del dolor. El Hijo de Dios en su naturaleza humana agotando hasta su última gota el cáliz del dolor.

“Mi alma está triste hasta la muerte”. Estas palabras nos permiten responder a quienes piensan que Jesús Nuestro Señor tenía en su dolor algo que lo aliviaba, que disminuía su carga. ¿Qué podría ser esto?

Objeciones:

El sentimiento de su inocencia: Todos sus perseguidores estuvieron convencidos que condenaban a un inocente: “Condené sangre inocente” (Judas, cf. Mt 27,4). “Estoy limpio de la sangre de este justo” (Pilato, cf. Mt 27,24); “En verdad era justo” (Centurión, cf. Lc 23,47)…

Si los pecadores atestiguaban su inocencia, ¡cuánto más su propio corazón! Y todos experimentamos que del sentimiento de nuestra inocencia o de nuestra culpabilidad depende nuestra fuerza de resistencia al dolor, en Él el sentimiento de su santidad debía aniquilar su vergüenza.

Además, Él sabía que su dolor era breve, que sería condenado por el triunfo: es la incertidumbre lo que más nos atormenta… No podía conocer la incertidumbre, el abatimiento, ni la desesperación, porque nunca fue abandonado!!

Respuesta:

Todo esto es cierto, lo que quiere decir que Nuestro Señor fue siempre “Él mismo”, que jamás perdió su equilibrio. Lo que sufrió lo padeció porque deliberadamente se expuso al dolor: con deliberación y perfecta calma. Así como dijo al Paralítico: quiero, sé sano; al leproso: sé limpio; al centurión: iré y sanaré; a Lázaro: sal fuera… Así ahora dijo: voy a comenzar a sufrir. La tranquilidad es la prueba del dominio absoluto de su alma. Abrió la compuerta y las olas del dolor inundaron su corazón. San Marcos, que lo supo de San Pedro, nos dice: “Vinieron al lugar llamado Getsemaní… tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a ser invadido por el miedo y el abatimiento” (cf. Mc 14,33). Obra deliberadamente: va a un sitio, después dando una orden levanta, por decirlo así, el apoyo de la Divinidad a su alma y se precipitan en ella el terror y la angustia. Entra en su agonía moral en forma tan definida como si se hubiera tratado de un tormento físico: de los azotes o las espinas.

Siendo esto así no se puede decir que Nuestro Señor haya sido sostenido en su prueba por el sentimiento de su inocencia o la anticipación de su triunfo, ya que la prueba consistía precisamente en retirar esos sentimientos, como todo otro motivo de consuelo. Su voluntad se abandonaba a sí misma a todas las amarguras: así como los que son dueños de sí mismos pasan de una reflexión a otra, Nuestro Señor se rehusó deliberadamente todo consuelo y se empapó en el dolor. En ese momento su alma no pensaba en el porvenir. No pensaba sino en la carga presente que pesaba sobre Él y que había venido a llevar.

Y ¿cuál era esta carga que cayó sobre Nuestro Señor cuando abrió su alma al dolor? Una carga que conocemos bien, que nos es familiar, pero que para Él era un tormento indecible. Tuvo que llevar un peso que nosotros llevamos con inmensa facilidad, con tanta naturalidad que nos parece raro llamarlo “carga”, pero que para Él tuvo el olor envenenado de la muerte. Tuvo que llevar el peso del pecado… nuestros pecados, los pecados de todo el mundo. El pecado nos parece poca cosa; nos es familiar… casi no comprendemos por qué Dios lo castiga y cuando vemos que aún aquí Dios lo castiga buscamos otra explicación o desviamos nuestra atención.

Pero pensemos que el pecado en sí mismo es una rebelión contra Dios, es el gesto de un traidor que trata de derribar a su soberano y matarlo. Es un acto -la expresión es muy fuerte- que si fuera capaz aniquilaría al Dueño de todo. El pecado es el enemigo mortal del 3 veces santo, de modo que el pecado y Él no pueden vivir juntos, y así como el Santísimo lanza de sí al pecado a las tinieblas; así también, si Dios pudiera no ser Dios, o ser menos que Dios, sería el pecado el que tendría la capacidad de hacerlo.

Notemos que cuando el Amor todopoderoso al encarnarse entró en este sistema de cosas creadas y se sometió a sus leyes, inmediatamente este adversario del bien y de la verdad, aprovechando la oportunidad, se lanzó sobre esta Carne Divina y la rodeó hasta hacerla perecer. La envidia de los fariseos, la traición de Judas y la demencia del pueblo no eran más que el instrumento y la expresión de la enemistad del pecado contra la Eterna Pureza puesta ahora a su alcance. El pecado no podía herir a la Divina Majestad, pero podía atormentarlo -como Dios mismo consentía- por intermedio de su humanidad. Y el desenlace del drama, la muerte de Dios Encarnado, nos enseña lo que es el pecado en sí mismo y cuál va a ser el fardo que caerá con todo su peso sobre la naturaleza humana de Dios, cuando Él permita que su naturaleza sea invadida de miedo y terror ante la perspectiva de este asalto.

En esta hora horrible el Salvador del mundo se puso de rodillas, dejando de lado sus privilegios divinos, alejando a su pesar a sus Ángeles que hubieran querido por millones venir a rodearlo, abrió sus brazos, descubrió su pecho para exponerse inocente al asalto del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era pestilencia, cuyo abrazo era agonía. Estaba de rodillas inmóvil y silencioso mientras que el demonio impuro envolvía su espíritu de una ropa empapada de todo lo que el crimen humano tiene de más odioso, y que se apretaba junto a su corazón; mientras que invadía su conciencia, penetraba todos sus sentidos, todos los poros de su espíritu y extendía sobre Él su lepra moral hasta hacerlo sentirse -si fuera posible- tan repugnante como su enemigo hubiera querido hacerlo.

Cuál no sería su horror cuando al mirarse no se reconoció, cuando se encontró semejante a un impuro, a un detestable pecador, por este amasijo de corrupción que llovía desde su cabeza hasta la falda de su túnica. ¡Cuál sería su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los miembros del malvado y no los del Hijo de Dios! ¿Son éstas las manos del Cordero de Dios antes inocentes y rojas ahora con 10.000 actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son éstos los labios del Cordero, estos labios que no pronuncian oraciones, ni alabanzas, ni acciones de gracias sino que manchan los juramentos falsos y las perfidias y doctrinas demoníacas? ¿Son éstos los ojos del Cordero, ojos profanados por visiones malignas, por fascinaciones idolátricas por las cuales los hombres han abandonado a su Creador? Sus oídos escuchan el ruido de fiestas y de combates. Su corazón helado por la avaricia, la crueldad y la incredulidad… Su memoria está cargada con la memoria de todos los pecados cometidos desde el de Eva en todas las regiones de la tierra, la lujuria de Sodoma, la dureza de los egipcios, la ingratitud y el desprecio de Israel.

¿Quién no conoce la tortura de una idea fija que vuelve y vuelve sin cesar y nos obsesiona ya que no nos puede seducir?

O de un fantasma pavoroso que no nos pertenece pero que desde fuera se impone a nuestro espíritu… He aquí los enemigos que os rodean por millones, mi Salvador, que se abaten sobre vos en plagas más fuertes que las de la langosta o los gusanos de los sembrados, o las moscas enviadas contra el Faraón!

Todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los condenados y de los escogidos: todos están allí. Y vuestros bien amados están también allí, vuestros santos, vuestros escogidos, vuestros Apóstoles Pedro, Santiago, Juan, no para consolaros sino para aplastaros “lanzando el polvo contra el cielo” (cf. Job 2,12) como los amigos de Job y amontonando maldiciones sobre vuestra cabeza… Allí están todas las creaturas, menos una, la que no tuvo parte en el pecado. Ella sola podría consolaros, y es por eso que no está allí! Vendrá junto a vos, en la Cruz, pero en el jardín no estará. Ella ha sido vuestra compañera, confidente toda la vida, ha conversado con vos durante 30 años, pero sus oídos virginales no sabrían captar, ni su corazón inmaculado concebir, lo que se ofrece ahora a vuestra vista. Sólo Dios podía llevar esa carga. Vos habéis presentado a vuestros santos la imagen de un solo pecado tal como aparece ante vuestra Faz, la imagen de un pecado venial, no mortal, y nos han dicho que habrían muerto a su vista si tal imagen no la hubierais removido rápidamente. La Madre de Dios, a pesar de toda su santidad, o mejor por su misma Santidad, no habría podido soportar la vista de una de esas obras de Satanás que os rodean.

Es la larga historia del mundo y no hay más que Dios que pueda soportar su peso. Esperanzas engañadas, votos rotos, luces extinguidas, advertencias despreciadas, ocasiones fallidas, inocentes engañados, jóvenes endurecidos, penitentes que recaen, justos perseguidos, ancianos alejados, sofismas de la incredulidad, pasiones devastadoras, orgullo concentrado, tiranía del hábito, gusano roedor del remordimiento, angustia de la vergüenza, desesperación… tales son las escenas desgarradoras, enloquecedoras que se ofrecen a Jesús.

Todo esto reemplaza frente a Él la paz inefable que no ha cesado de bañar su alma desde su concepción. Estas imágenes están en Él, son casi suyas; invoca a su Padre como si fuera el criminal, no la víctima. Su agonía toma la forma de la culpabilidad y de la compunción. Hace penitencia. Se confiesa. Hace acto de contrición de una manera infinitamente más real, más eficaz que todos los penitentes reunidos, porque es para nosotros todos la única víctima, el único holocausto expiatorio, el verdadero penitente, sin ser -sin embargo- el verdadero pecador.

Se levanta deshecho y se vuelve para ver al traidor y su banda que furtivamente se deslizan en la sombra. Mira, y ve sangre en su ropa y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde vienen estas primicias de la pasión del Cordero? Las varas de los soldados no han tocado todavía sus espaldas, ni los clavos del verdugo sus manos y sus pies. Ha derramado su sangre antes de la hora; su alma agonizante ha roto su envoltura de carne para hacerle saltar afuera. La Pasión ha comenzado en su interior. Este corazón en suplicio, sede de ternura y de amor, se ha puesto ha palpitar con una vehemencia que va más allá de su naturaleza: “se han roto las fuentes del gran abismo”… Su sangre ha caído en tal abundancia y furor que sale por los poros, forma como un rocío espeso sobre su cara, su cuerpo, y gotas pesadas mojan sus vestidos y caen al suelo.

“Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38). Su pasión comienza por la muerte: no conoce fases ni crisis, toda esperanza está perdida desde el principio, lo que aparece como evolución no es más que el proceso de disolución. La Víctima si no murió fue porque su omnipotencia prohibió a su corazón partirse y a su alma separarse de su cuerpo antes de haber sufrido la Cruz.

Nuestro Señor no había agotado todavía todo su Cáliz. El arresto, la acusación, la bofetada, los azotes… la Cruz, todo esto faltaba por llegar. Es necesario que una noche y un día pasen lentamente, hora por hora antes que venga el fin, antes que la expiación sea consumada. Cuando llegó el momento y dio Él la orden, su pasión terminó por su alma como había comenzado. No murió de agotamiento corporal, ni de dolor corporal… Encomendó su Espíritu a su Padre y murió.

[Coloquio ]

Oh Corazón de Jesús, Oh Vos todo amor, os ofrezco estas humildes oraciones por mí mismo y por todos aquellos que se unen en espíritu a mí para adoraros. Oh Santísimo Corazón de Jesús me propongo renovar estos actos de adoración por mí mismo, miserable pecador, y por todos aquellos que se han asociado a vuestra adoración hasta el último suspiro. Os encomiendo, Oh Jesús, la Santa Iglesia vuestra querida Esposa y nuestra dulce Madre, a los que practican la justicia, todos los pobres pecadores, los afligidos, los moribundos y todo el género humano. No sufráis que vuestra sangre se haya derramado en vano por ellos, y dignaos aplicar sus méritos al alivio de las benditas almas del purgatorio, en particular por aquellos que en su vida os han devotamente adorado.

Tomado de:  “Un disparo a la eternidad” , pp. 303-310 – s38y03

“Los dos dolores”

Sobre las negaciones de Pedro…

(Lc 22, 54-62)

“…El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro.

Este recordó las palabras que el Señor le había dicho:

“Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.

Y saliendo afuera, lloró amargamente.”

 

P. Jason Jorquera M.

 

No es difícil ni oscuro comprender que el corazón de Pedro quedó completamente destrozado al momento de que su mirada se encontrara con la de Jesús, luego de haberlo negado. Por eso salió afuera y lloró amargamente[1].

Este dolor de Pedro –lo sabemos- ha sido uno de los más terribles de la historia, uno de los más quemantes, de los más profundos, porque fue Pedro mismo quien “reconoció”, primero que todos los discípulos, la filiación divina de Jesús con el Padre[2]; fue además uno de aquellos doce elegidos para “estar junto con Él”[3]; y aquel “nuevo pescador”[4] que horas antes había prometido seguirlo incluso hasta la muerte si fuese necesario[5]; y sin embargo, no sólo lo abandonó antes en el Huerto sino que ahora también lo niega públicamente ante los hombres; y tan cerca (como solía estarlo) que no pudo evitar que los ojos de Jesús, cargados de tristeza, lo miraran en el alma produciendo el gigantesco “reproche de una conciencia apostólica”, electa, que se traduce en este dolor terrible que, según la tradición, quedará impreso en el rostro visible del primer Papa de la Iglesia, bajo los surcos de las lágrimas de compunción más abundantes; y sin embargo, con todo, éste era un “dolor justo”; porque era el dolor de la culpa.

Pero pasemos ahora del corazón del apóstol al del Maestro; porque así como tenemos aquí dos miradas sobre el escenario –propiamente, dos almas-, así también tenemos dos dolores. Y he aquí la diferencia principal entre el dolor de Pedro y el del Hijo de Dios: Jesucristo, a quien también se le destrozó el corazón (y desde antes), se encuentra en una dimensión completamente distinta: ¡sufrió más!, y no tan sólo por haber sido negado por su vicario[6], por su amigo[7], sino más aún porque en su alma anidó un dolor del todo diferente y mucho más hiriente que el del negador, un dolor que clamará al Cielo desde la cruz enraizado en lo más recóndito del corazón, comenzando allí la agonía que se prolongará hasta el trance decisivo del Calvario; y nos referimos al dolor de la inocencia, es decir, “el más injusto de los sufrimientos.”

Sufrir en reparación de nuestras faltas está bien. De hecho los santos siempre han ofrecido sacrificios, unos más dolorosos que otros, para expiar los pecados, ya sean los suyos propios o los de los demás hombres: sufren, así, para saldar en la medida de lo posible el mal cometido contra Dios. Jesucristo, en cambio, sufre pura e injustamente la afrenta, ¡nada debe expiar de su parte!, y sin embargo, ha decidido tomar nuestro lugar, el de aquellos que negamos a Dios con nuestros pecados, y expiarlos Él mismo por nosotros: el Hijo de Dios viene a saldar con su propio sufrimiento nuestras ofensas contra Él; y al ser Dios y hombre perfecto, comprende perfectamente también cuán injusto es el proceder de los hombres, y cuánto duele la traición-negación de sus amigos; y en definitiva, el contraste terrible que existe entre los beneficios prodigados por Dios a los hombres, y la negación de éstos por medio del pecado. Pero demos un paso más, y consideremos someramente el contenido espiritual de este pasaje evangélico, sabiéndonos tantas veces en el lugar de Pedro, pues en cada pecado que cometimos el Señor se volvió y nos miró; es más, nos sigue mirando a cada instante, tal vez esperando vernos llorar arrepentidos también como Pedro; quizás aguardando el justo dolor de la culpa y haciéndonos recordar que Él también lloró al contemplar Jerusalén[8], la ciudad elegida, al ver en ella tantos corazones endurecidos.

El “justo dolor de Pedro” comenzó cuando Jesucristo se volvió y lo miró. El “dolor injusto” del Dios encarnado, en cambio, comenzó cuando los hombres dejaron de volverse a Dios. Veamos, pues, aquí la clara invitación que el Todopoderoso nos hace de volvernos hacia Él, de corresponder a su paternal mirada llorando lo que haya que llorar; ¡qué importa mientras expiemos nuestras faltas!, y aun cuando sufriésemos injustamente, ¿acaso el dolor inocente no nos asemeja más a Cristo?, ¿acaso no es más agradable, por esta misma razón, al Padre?

Dos dolores…, dos corazones y dos razones: el justo reproche y la injusta afrenta; y sin embargo, por divina disposición ambos quedan perfectamente armonizados dentro del plan de salvación, si así lo decide el pecador arrepentido, puesto que nuestro “justo dolor de los pecados” -que se llama compunción-, asentado en las bondadosas manos de Dios nos sirve para expiar “el dolor de la inocencia”; o mejor dicho, el injusto dolor del Inocente. Y nos enseña a vivir con los ojos del alma vueltos a Dios.

“Despreciable y deshecho de hombres, Varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!…”

Isaías 53, 3-4

[1] Lc 22,62

[2] Mt 16,16: Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

[3] Cf. Mc 3,13

[4] Cf. Lc 5,10

[5] Cf. Mt 26, 33-35

[6] Cf. Mt 16, 18

[7] Cf. Jn 15,15

[8] Cfr. Lc 19,41

Un encuentro familiar

“Visita al P. Nieto, superior general del Instituto del Verbo Encarnado”

Queridos amigos:
Por gracia de Dios, hemos tenido la paternal visita de nuestro superior general, el P. Gustavo Nieto, quien tuvo l oportunidad de pasar aquí en Tierra Santa la Semana Santa de este año. Y debido a tan importante visita nos reunimos con él y nuestra familia religiosa que trabaja en Belén y Jerusalén para poder saludarlo y compartir con él estos dos días. El encuentro tuvo lugar en la casa de nuestros sacerdotes, los padres Marcelo Gallardo y Pablo De Santo, terminando con un almuerzo en familia en el Hogar Niño Dios, y todo esto con el gran broche de oro de haber podido concelebrar la santa Misa presidida por el P. Nieto en la gruta de Belén, donde nació nuestro Señor Jesucristo.
Ciertamente que las gracias nunca vienen solas, así que junto con esta visita pudimos hablar acerca de nuestras misiones en el mundo, familia religiosa y especialmente de nuestras comunidades aquí en Medio Oriente y la labor que desempeñamos cada uno donde la Divina Providencia nos ha puesto, manifestándonos el P. Nieto todo su entusiasmo y el de la Familia Religiosos del Verbo Encarnado, en seguir siempre adelante buscando la gloria de Dios y salvación de las almas según las exigencias de cada uno de los apostolados que se llevan a cabo.

Luego de este cordial encuentro, regresamos a nuestro monasterio muy motivados por las paternales palabras de nuestro superior general.

Encomendamos a sus oraciones al P. Nieto y a todos nuestros misioneros, especialmente por aquellos que se encuentran en los lugares más difíciles de misión, por nuestra fidelidad al Carisma del Institutito.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, Séforis.

Luego de la Santa Misa en la Gruta de Belén

 

Visitando el “Hogar Niño Dios”

En la Solemnidad de la Anunciación del ángel a María Santísima

Alabanzas a la Virgen

San Germán de Constantinopla

 

San Germán, en la Fiesta de la Anunciación de la Santísima Madre de Dios en una de sus partes lleno de júbilo proclama:

“Hoy el patriarca Jacob exulta de gozo y, con espíritu profético nos presenta aquella mística y bienaventurada escalera, que se apoya sobre la tierra y llega hasta el cielo (Gen 28,12).

Hoy el vetusto Moisés, profeta y guía del pueblo de Israel, nos habla claramente de aquella zarza situada sobre el monte Horeb (Ex 3,15).

Hoy el antiguo Zacarías, célebre como profeta, alza su voz diciendo: He aquí que yo he visto un candelabro todo de oro, con una lámpara encima. (Za 4, 2).

Hoy el gran heraldo Isaías, maravilloso entre todos los profetas, a grandes voces profetiza, diciendo: Saldrá un retoño de la raíz de Jesé y de él brotará una flor. (Is 11, 1).

Hoy el admirable Ezequiel exclama: He aquí que la puerta estará cerrada y nadie entrará por ella, más que el Señor Dios, y la puerta permanecerá cerrada. (Ez. 44, 2).

Hoy el admirable Daniel proclama cosas futuras, como si ya estuvieran presentes: La piedra se desprendió del monte, sin intervención de mano alguna. (Dn. 2, 45), es decir: sin la acción de ningún hombre.

Hoy David, acompañando a la Esposa y entonando cánticos que se refieren a la Virgen, bajo la figura de una ciudad, levanta la voz diciendo: Cosas gloriosas se han dicho de ti, oh ciudad del gran Rey. (Sal 87, 3).

Hoy Gabriel, caudillo de la milicia celestial, después de recorrer el arco del cielo, el Señor es contigo. (Lc. 1,28)”.

Ella es el atrio sagrado de la incorruptibilidad, el templo santificado de Dios, el altar de oro de los holocaustos (Ex 30, 28), el perfume divino del incienso (Ex. 31, 11), el óleo santo de la unción (Ex 30, 31; 31, 11), el preciosísimo vaso de alabastro que contiene el ungüento del místico nardo (Ct 1, 12), el efod sacerdotal (Ex. 28, 6ss), la lámpara de oro sostenida por el candelabro de siete brazos (Ex. 25, 31-39); ella es así mismo el arca sagrada material y espiritual, recubierta de oro por dentro y por fuera, en la que se hallan el incensario de oro, la vasija del maná y las demás cosas ya mencionadas (Hb 9, 4; Ex 16, 1 y Nm 17, 25); ella es la becerra primogénita y que no conoce yugo (Nm 19, 1ss), cuyas cenizas, o sea, el cuerpo del Señor formado y nacido de ella, purifican de la contaminación a los que participan de sus dones; ella es la puerta que mira al Oriente y que pertenece cerrada, desde la entrada y salida del Señor; ella es el libro de la Nueva Alianza, por la que el poder de los demonios fue al punto quebrantando entregándosele los hombres que estaban en prisión (Ef. 4, 8. Sal. 68, 19); ella, representa los tres géneros de la humanidad -griegos, bárbaros y judíos- y en ella la inefable sabiduría de Dios encubrió la levadura de su propia bondad (1 Corintios 5, 8, referencia a Mt 13, 33); ella es el tesoro de la alabanza espiritual (Ef. 1, 3) y también la que transporta desde Tarsis (Ct 5, 14) la incorruptible riqueza real, haciendo que en los países gentiles se establezca la Jerusalén celestial; es la bella esposa de los Cantares que se reviste con la antigua túnica, enjuga los pies terrenales y, con reverente veneración, acoge al esposo inmortal en la cámara del alma; es el nuevo carro de los fieles, que ha llevado el arca viviente del designio salvador de Dios y se dirige por el camino recto de la salvación, arrastrado por las dos terneras primerizas (1S 6, 7); ella es la tienda del testimonio (Ex 26, 1ss, 27, 21, etc.), de la cual, a los nueve meses después de la concepción, inesperadamente ha salido el verdadero Jesús.

Ella es la cestilla recubierta por dentro y por fuera, adornada de prudencia y piedad, en la que el espiritual Moisés está a salvo de las insidias del Faraón de la ley, mientras que la Iglesia de los gentiles, criada entre los brazos virginales, recibe la promesa del premio de la vida eterna (Ex 2, 5); ella es el quinto pozo del juramento de la alianza, del que brotó el agua de la inmortalidad a través de la encarnación y de la presencia del Señor, en el cumplimiento de la quinta alianza, pues la primera fue establecida en los tiempos de Adán, la segunda en tiempos de Noé, la tercera en tiempos de Abraham, la cuarta en tiempos de Moisés y la quinta en tiempos del Señor, del mismo modo que cinco veces salió a recompensar a los piadosos operarios de la viña de la justicia (Mt 20, 1ss) a la hora primera, a la tercera, a la sexta, a la nona y a la undécima.

Ella es el vellón incontaminado (Jc 6, 36ss) puesto sobre la era terrenal, sobre el cual bajó la lluvia del cielo que, con bienes copiosos generosamente concedidos, fecundó toda la tierra reseca por la abundancia del mal y, por otra parte, eliminó la humedad de las pasiones, que se infiltraba en la carne.

Ella es el fecundo olivo, plantado en la casa de Dios, del cual el Espíritu Santo tomó una ramita material (Gn 8, 11) y llevó a la naturaleza humana, combatida por las tempestades, el don de la paz, gozosamente anunciado desde lo alto; ella es el jardín siempre verde e inmarcesible, en el cual fue plantado el árbol de la vida (Gn 2, 9) que proporciona a todos liberalmente el fruto de la inmortalidad; ella es el fruto de la nueva creación, del que rebosa el agua de la vida; ella es la exultación de las vírgenes, el apoyo de los fieles, la diadema de la Iglesia, la marca de la ortodoxia (Ap 13, 16s) Por contraposición la marca de la bestia), la auténtica medida de la verdad, el vestido de la continencia, el manto recamado de la virtud, la fortaleza de la justicia, la glorificación de la Santa Trinidad, de acuerdo con lo que dice la narración evangélica: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cobijará con su sombra y el que ha de nacer será santo y se llamará Hijo de Dios. (Lc 1, 35).

Oh Señora mía, tú eres para mí el consuelo que dimana de Dios, el divino rocío que me refresca en el ardor, la gota de agua que el Señor hace correr sobre mi corazón reseco, la lámpara luminosa que disipa las tinieblas de mi alma, la guía de mi inexperiencia, la fuerza de mi debilidad, el recubrimiento de mi desnudez, el enriquecimiento de mi pobreza, el remedio de mis heridas incurables, la extinción de mis lágrimas, el fin de mis gemidos, la transformación de mis desdichas, el alivio de mis dolores, la liberación de mis cadenas, la esperanza de mi salvación. Ea, pues, escucha mis plegarias, ten compasión de mis gemidos, acoge mi llanto, conmuévate mis lágrimas y ten piedad de mí”.

Las virtudes teologales

Fe, esperanza y caridad

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1812-1829

 

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

La virtud de la fe

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo […] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos […] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

La virtud de la esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)

La virtud de la caridad

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda […] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

El beso de Judas

Una fidelidad que valía treinta monedas…

Mt 26, 45-50. Mc 14, 41-45. Lc 22, 47-53.

Pero Jesús le dijo: Judas,

¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?

P. Jason Jorquera M.

 

Uno de los tantos aspectos que diferencian al hombre de Dios es el del “poder y no poder hacer el mal”. Es así que todo aquello de negativo que se cruce en nuestras vidas siempre quedará, en definitiva, inmerso en el misterio de la divina permisión, el cual normalmente expresamos así: Dios no quiere los males, sino que a veces los permite, y esto no por falta de virtud o de poder –¡claro que no!, lo sabemos-, sino todo lo contrario; porque es tal y tan grande el amor que nos tiene, que nos ha regalado a cada uno de nosotros un don eximio, una especie de diamante de valor inmensurable, cuya característica principal es la de ser expresión de su amor por nosotros a la vez que impronta espiritual, de tal exclusividad, que constituye semejanza con Él, en cuanto nota característica de los seres espirituales. Y ese don se llama libertad, el cual Dios respeta a tal punto que jamás nos priva de ella. Es así que como todo otro don implica la gran responsabilidad de ser empleado correctamente, ya que lo contrario significaría hacer el mal, y esto puede hacerlo el hombre por propia decisión, pagando luego él mismo y los demás las tristes consecuencias. Pero dejemos  bien en claro que no nos referimos aquí al pseudo-concepto de libertad que hoy en día se nos quiere transmitir, es decir, el famoso slogan “haz lo que quieras”, sino al de la loable sentencia agustiniana que nos dice “ama y haz lo que quieras”; ambos completamente opuestos, por la sencilla razón de que el uno termina en el Reino de los Cielos, mientras el otro en la triste e irrevocable separación de la eterna Bienaventuranza.

Hablar de verdadera libertad, es hablar del don que nos hace capaces de elegir a Dios, es decir, aptos para abrazar lo correcto y fuertes para renunciar al pecado y romper sus cadenas. Es por eso que san Agustin llega a afirmar que el que ama –y se refiere al amor verdadero: no sensiblero, no pasional, no fugaz o condicionado-, puede hacer lo que quiera, ¿por qué?, porque el que ama “de verdad” sabe bien (y así lo asume) que el amor verdadero es esencialmente oblativo, es decir, capaz del sacrificio propio con tal del bien del amado. El simplemente “haz lo que quieras” que nos presenta el mundo como ejercicio propio de la libertad, sin tener como timón de nuestro obrar el verdadero amor a Dios, constituye un malicioso error que busca tan sólo perder el alma haciéndola rebelarse, paradojalmente, contra la finalidad misma de la libertad, puesto que su criterio no es el amor verdadero sino la conveniencia mundana, también llamada “amor egoísta” o falso amor, que es el de aquel que no está dispuesto a sacrificar –o sacrificarse-, el que no quiere hacer renuncias; en definitiva, el que “libremente se ata con las cadenas del pecado”, corrompiendo así la libertad, su libertad, empleándola absurdamente contra Aquel que por amor se la concedió como capacidad -reiteramos-, de elegir el bien y hacer así meritoria nuestra elección. Libertad, entonces, no es tanto “posibilidad” cuanto “capacidad” del bien.

Corromper los dones de Dios es como arrojar al lodo un collar de perlas, y peor aún. Reprochar al Creador que haga justicia al pecador rebelde que no quiere convertirse, es la más contradictoria injusticia que puede hacerle el hombre; y alegar que “porque soy libre puedo ceñirme las cadenas del pecado”, constituye un penoso y egoísta engaño, el cual como todas las acciones del hombre, delante de Dios, comporta necesariamente consecuencias.

Dejamos todo esto bien en claro en esta extensa introducción porque justamente en el encuentro crucial de la noche del Jueves Santo, entre Judas y Jesucristo –que ahora pasamos a considerar-, tenemos un manifiesto y triste ejemplo de esta corrupción de la libertad en un aspecto terriblemente negativo: la traición; ya que así como Jesucristo, a fuerza de amor, pudo permanecer fiel a su misión redentora pese al indecible y sin par dolor de su corazón[1], así también merced al siempre oscuro misterio del pecado, Judas fue capaz de transformar un gesto lleno de respeto, confianza y amor, en un criminal acto de perfidia, y al punto tal que hasta el día de hoy su nombre nos llega inevitablemente unido a ella.

Retomando el inicio de este escrito podemos decir que: Jesucristo, Dios encarnado, “no pudo no llegar hasta el final”, porque libremente había entregado su voluntad al Padre[2]; Judas, en cambio, “libremente pudo hacer traición a su Señor”… Y la respuesta, como se deja ver, la encontraremos siempre en el ámbito de aquello que verdaderamente ama más el hombre: a Dios o a sí mismo.

El beso: expresión del afecto ultrajada

 Para hablar acerca del beso de Judas no está de más recordar algunos pasajes de la Sagrada Escritura en los que este gesto, normalmente ligado al afecto que desean expresar los corazones, nos revela sus diversos matices. Así, por ejemplo, Labán corrió al encuentro de Jacob al enterarse que era el hijo de su hermana, y luego de abrazarlo enseguida lo besó[3]; y lo mismo hizo éste último al reencontrarse con su hermano Esaú y llorar juntos de emoción[4]; besó también José a sus hermanos luego de dárseles a conocer y abrazar a cada uno de ellos[5]; y lo mismo Aarón al encontrar a su hermano Moisés en el Monte de Dios[6]. Pero también en el Nuevo Testamento encontramos este “exuberante gesto”, antes que en Getsemaní, aunque en un escenario completamente diferente, el cual de no haber sido por Judas ciertamente se hubiese arrogado para sí su más profunda significación que es el amor. Y nos referimos al episodio en que la pecadora arrepentida no cesa de besar los pies de Jesús, porque estaba compungida, porque estaba agradecida, porque halló misericordia, sí, pero sobre todo porque mucho amó… y así lo expresó con este gesto[7], el cual como luego se verá sólo podía ser manchado por la traición.

Hemos catalogado al beso como exuberante, porque es mucho lo que puede llegar a expresar: alegría, gratitud, confianza, perdón, parabién, comprensión, respeto, etc., pero su primera significación siempre será el amor. Y como la amistad es una de las especies del amor, trasladémonos ahora -teniendo esta verdad presente- a Getsemaní, a la noche aquella que abarcaba el alma entera del Señor, el cual según san Mateo llama “amigo”[8] a su entregador, porque realmente lo amaba y con total sinceridad le había ofrecido su amistad incondicional[9]; y que en el texto de san Lucas directamente le dice “Judas”, expresando así la misma cercanía y familiaridad que había entre el discípulo y el Maestro. A esto agrega el  Crisóstomo: “Le llama con su verdadero nombre, lo que más debió moverlo a arrepentirse y desistir de su traición, que a provocar su enojo”, pues con esto le demostraba Jesús que permanecía fiel al lazo establecido por Él mismo cuando subió al monte y lo llamó junto a sí[10]. No lo llama traidor, no rechaza su beso, ni siquiera huye, simplemente le hace ver el sinsentido de su actitud dejando de manifiesto hasta qué punto llegó su corrupción: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?[11] -le pregunta Jesús-, puesto que hizo aquello que sólo consigue un corazón pervertido: pagar mal por bien, y en este caso, además, infamando tanto al Cordero de Dios inocente, cuanto a la señal de afecto mediante la cual lo envía a la muerte: “¿Entregas con beso? –comenta san Ambrosio- , es decir, ¿con el signo del amor infieres una terrible herida, y con el signo de paz produces la muerte? Siendo el siervo, entregas a tu Señor; siendo el discípulo, a tu Maestro; y habiendo sido elegido, a tu elector.”

¿Cómo explicar la traición de Judas a un afecto tan puro como la amistad de Cristo?; sólo nos queda dejarlo bajo el misterioso velo de la traición primera y más profunda capaz de cometer un alma, de la cual surgirá “lógicamente” cualquier otra especie de perfidia: la de la propia conciencia.

La traición: tres lesiones

Recordemos lo que ya todos sabemos: Judas, al igual que los otros once, fue elegido por el mismo Jesucristo para ser su apóstol y que estuviera junto con Él[12]. Compartió su misión, sus viajes; recibió de sus propios labios la doctrina evangélica y el poder de expulsar demonios[13]; formó parte del selecto grupo de los pocos a quienes les eran explicadas las parábolas[14]; lo vio hacer milagros y manifestar abiertamente su autoridad[15], e incluso estuvo con Él cuando aceptó la confesión petrina de su divinidad[16]. Fue así que el beso de Judas, encierra en sí mucho más daño que el de una traición cualquiera (siendo ella –claro está- siempre algo abominable), porque la relación de exclusividad que comportaba el amor de amistad de Cristo contaba además con la impronta sin igual de su divinidad, lacerando así, el de las treinta monedas con su delito, un Sagrado Corazón que abarca mucho más de lo que pueden llegar a ver los ojos terrenales.

De los muchos daños provocados al divino Corazón, mencionamos brevemente tres lesiones especiales que se siguieron de la corrupción de aquel que traicionaba.

En primer lugar la dignidad de la persona; ya que Jesucristo es Dios verdadero, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación, como reza el Credo Niceno, pero conservando toda su divinidad intacta. Por ende, cuando Judas se atrevió a rebajar al Creador de cielo y tierra a unas infames monedas, rebajó también en su corazón la divina bondad y demás atributos, poniendo absurdamente precio a Aquel que gratuitamente descendió de lo alto para rescatar su alma del abismo, en el cual ahora libremente Judas se arroja al traicionar. No era un hombre cualquiera a quien entregaba –y el discípulo apóstata bien lo sabía -, sino al hombre que se le había manifestado claramente como Dios.

En segundo lugar, se lesionan aquí los ya mencionados beneficios prodigados, fruto de la más injusta ingratitud y expresión de una fe cuyo funeral ya había sido celebrado, puesto que el entregador se aferró más a sus errores que a la verdad sobrenatural. Aquellos tres años de intimidad con Jesucristo que ofrecían una dichosa eternidad, se vienen abajo en un alma pervertida incapaz de corresponder a todo el bien dispensado, y todo por culpa de aquello que Cristo siempre combatió y de lo cual nos vino a liberar: el pecado.

La tercera lesión, y más dolorosa aun para el Mesías, fue la cercanía especialísima del que dejaba de contarse como parte de los doce: su amistad.

Caer en manos de los enemigos siempre resulta algo penoso, tal vez frustrante; pero ser entregado a ellas por un amigo, no puede ser menos que desgarrador debido a la espantosa contradicción que lleva consigo: un amigo ama, un enemigo odia; un  amigo busca el bien del amado, un enemigo su mal; un amigo se alegra de los bienes del otro, un enemigo de sus males; y, finalmente, un amigo verdadero está dispuesto a dar la vida por el amado si es necesario, un enemigo, en cambio, a hacer todo lo posible para arrebatársela. Pero aquí por divina disposición Judas no pudo escapar al plan salvífico, pese a la patente realidad de su culpa, ya que Jesús se entregaba libremente, sabiendo bien que tenía plena autoridad para volver a tomar cuando quisiera la vida que ofrecía[17]; fue así que continuó, porque vino a dar su vida en rescate de muchos[18], y porque –como Él mismo había dicho- no hay amor más grande que dar la vida por los amigos[19].

Jesucristo, el amor más grande

La actitud de Jesús, ante el beso de Judas y su entrega traicionera, resulta completamente desconcertante para la lógica humana, mas no así para los designios del Altísimo, que ya desde antiguo nos había dejado una enigmática pincelada sobre el ahora revelado “Siervo sufriente”[20]. Dios siempre ha sido y será aquel que amó primero[21], y tanto que nos envió a su propio Hijo[22], que camina hacia el suplicio manso como Cordero[23], con tristeza mortal en un herido corazón que agoniza sin poder morir, a causa del copioso amor por los pecadores que no ha cesado de latir en él y que acompaña cada triste paso del Mesías traicionado. Ironías del pecado: recibe un beso mortal el Autor de la vida[24]; es vendido en las tinieblas quien vino como luz del mundo[25]; y es entregado a la muerte por aquel que llamó amigo[26], Jesucristo, el amor más grande[27].

Que la consideración de la traición de Judas y su beso impostor, se convierta en nosotros en una incondicional fidelidad a nuestro Redentor, que nos conduzca a apropiarnos aquellas palabras llenas de esperanza para los que enmiendan sus traiciones a la divina gracia: “¡Alégrate, cristiano! porque en el tráfico de tus enemigos, venciste tú, pues lo que vendió Judas, y los judíos compraron, tú lo adquiriste”.[28]

[1] Cf. Mt 26,38

[2] Cf. Lc 22,42

[3] Cf. Gén 29,13

[4] Cf. Gén 33,4

[5] Cf. Gén 45,15

[6] Cf. Ex 4,27

[7] Lc 7, 36-50

[8] Cf. Mt 26,50

[9] Cf. Jn 15,15

[10] Cf. Mc 3,13

[11] Lc 22,48

[12] Cf. Mc 3,13

[13] Lc 9,1

[14] Cf. Mc 4,34

[15] Cf. Mc 1,27

[16] Cf. Mt 16,16

[17] Cf. Jn 10,18

[18] Cf. Mc 10, 45; Mt 20,28

[19] Cf. Jn 15,13

[20] Cf. Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-15; 53,12.

[21] 1Jn 4,19

[22] Cf. Jn 3,16

[23] Cf. Is 53,7

[24] Cf. Jn 14,16

[25] Cf. Jn 8,12

[26] Cf. Jn 15,15

[27] Cf. Jn 15,13

[28] Rábano, en: Catena Aurea, comentario a Mt 26,47-50

Del amor a la Eucaristía

El amor de Jesús en el corazón del hombre

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

¿Por qué ejerce el amor de Jesús tanta influencia sobre el corazón del hombre?

1.º Porque obra conforme a la naturaleza y a la gracia del corazón humano.

  1. a) El corazón del hombre se rinde de ordinario a los atractivos del amor mucho antes que a los dictámenes de la razón. Por eso el amor de Jesús arrastra, enajena y arrebata el corazón humano con tanta suavidad y fuerza que, dulcemente subyugado, el hombre queda a merced de Jesucristo, como los discípulos al ser llamados, como san Pablo, cuando vencido, exclama: “Señor, ¿qué queréis que haga?”

Es que un alma, después de vistas y gustadas la bondad y ternura de Jesús, no puede contentarse con ninguna cosa creada. Su corazón queda herido de amor. Lo creado puede, sí distraerle, entretenerle y turbarle, pero nunca podrá contentarle. No hay nada que pueda compararse con Jesús; nada tan agradable ni tan dulce como una palabra salida de su corazón. Las virtudes cristianas, vistas y practicadas en el amor de Jesús, pierden esa aspereza y severidad que asusta a la humana flaqueza y se tornan dulces como las frutas amargas que, puestas en miel, terminan por adquirir un sabor almibarado. Las virtudes dulcificadas por el amor de Jesús vienen a ser sencillas, suaves y amables, a la manera de las virtudes de la infancia, que inspira y sostiene el amor.

  1. b) El amor de Jesús ejerce un influjo poderosísimo sobre el hombre, porque hace fecundar el poder de su gracia.

La gracia del cristiano es una gracia de adopción, de filiación divina, una gracia de amor.

Es, en primer lugar, una gracia de amor de sentimiento, que la divina bondad deposita en germen en los corazones y que en el bautismo constituye el fundamento del carácter cristiano. Más tarde este amor se desenvuelve a una con la fe y se desarrolla a una con las virtudes que inspira y perfecciona, trocándose de esta suerte en una vida y un estado de amor. Toda la educación cristiana, toda la dirección espiritual de un alma han de tener como objeto principal el desenvolvimiento y ejercicio del amor de Dios. Otro tanto hace una madre con el niño al darle la primera educación. El amor materno despierta en el niño, con sus caricias, el afecto que en él dormita, y con sus dones hace nacer en él la gratitud. Andando el tiempo el amor le enseñará a obedecer, a trabajar, a llevar a cabo, de la más sencilla forma, los sacrificios más heroicos en su edad madura; el amor será su regla y su ley: el amor del deber hará de él un hombre de bien; el amor de la ciencia, un genio; el amor de la gloria, un héroe, y el amor de Dios, un santo. Cual es el amor, tal es la vida. El corazón es el rey del hombre.

2.º El amor es asimismo todopoderoso sobre el corazón del hombre, porque mediante el amor, Dios reina y actúa en el hombre con plena libertad y sin obstáculos de ningún género.

Por el amor, el hombre hace reinar a Dios como soberano sobre su corazón y su vida, estableciéndose así entre Dios y él una convivencia divino-humana, que fue el fin mismo de la encarnación del Verbo.

Escuchemos con admiración y alegría esta divina doctrina de Jesucristo sobre la convivencia de Dios con el discípulo del amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23).

El amor hace del hombre un cielo donde la santísima Trinidad se complace en establecer su morada: Esta inhabitación amorosa de la santísima Trinidad no resultará meramente pasiva, antes bien, cada una de las personas divinas ejercerá en el alma una actividad personal y llena de amor.

  1. a) El Padre de las luces, principio y autor de todo don perfecto, que en su inmenso amor nos ha dado a su unigénito Hijo, nos concede también en Él todas las gracias. Mi Padre os ama, dice el Salvador, porque me amáis y porque creéis que de Él he salido. Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá (Jn 14, 14. 23).

De esta suerte nuestro amor a Jesús nos merece el del Padre, pone a nuestra disposición todos los tesoros de su gracia, y nos hace todopoderosos sobre su corazón. Ser amado de un rey, ¿no es por ventura participar de sus riquezas y de su gloria? El amor requiere comunidad de bienes.

  1. b) Jesús ama a los que le aman con un amor de amistad: “Ya no os llamaré siervos, porque un siervo ignora los secretos de su amo, sino que os llamaré amigos, pues os he hecho saber cuántas cosas oí de mi Padre” (Jn 15, 15).

Jesús se digna llamarlos hermanos: “Ve a mis hermanos, dice a la Magdalena, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17).

Jesús inventa un nombre todavía más tierno: “Filioli, hijitos míos, poco tiempo me queda ya para vivir con vosotros… Pero no se turbe vuestro corazón (por esta separación). Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Voy a prepararon en ellas un lugar, y cuando os lo haya preparado, volveré y os llevaré conmigo, para que estéis donde yo estoy… No os dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros” (Jn 13, 33; 14, 1-3. 18).

¿Quién puede leer tan conmovedoras palabras sin derramar lágrimas de pura ternura y gratitud?

Veamos ahora cuál sea la acción de Jesús en el alma amada. Comienza por manifestársele, se coloca a su total disposición, se asocia con sus obras, se une a ella mucho más estrechamente que el alma de David, ligada, al decir de la Escritura, con la de Jonatán.

Oigamos al Salvador: “Quien me amare será amado de mi Padre; y yo también le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

¿En qué consiste esta manifestación de Jesús? En el amor, que no gusta de intermediarios, sino que quiere comunicarse directamente con su amigo, revelándole toda la verdad, sin sombras y figuras, ni en lenguaje desconocido, sino por sí mismo, con la luz y suavidad de la gracia, y que con sus divinos rayos penetra al alma amante como el sol atraviesa el cristal.

En la escuela del amor de Jesús pronto aprende el alma la ciencia de Dios y la sabiduría de sus obras. Con una sola mirada penetra los misterios más altos de su amor. Tal fue la manifestación de Jesús a la Magdalena; no le dijo más que ¡María!; pero esta sola palabra fue para ella una gracia de fe, de amor y de ardentísimo celo.

Pero el amor de Jesús para con el discípulo de su amor adquiere mayores proporciones; quiere y aspira a la convivencia, a la sociedad divina, Jesús queda a merced del alma: Cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre os lo concederá, para que el Padre sea glorificado en el Hijo (Jn 14, 13). Así es cómo Jesucristo, la palabra del Padre, se convierte en ejecutor divino de la oración de su discípulo.

“Seré vuestro abogado ante mi Padre: Et ego rogabo Patrem” (Jn. 14, 16). ¡Con qué elocuencia y eficacia no defenderá Jesús nuestros intereses presentándole sus llagas, señaladamente la de su Corazón, mostrándole la Eucaristía, perpetuo calvario del amor divino!

Con el objeto de hacerse necesario al hombre, Jesús se reserva para sí el dar su gracia, el comunicar su vida. El hombre redimido necesita en todo de su divino redentor, cual hijo que en todo depende de su madre. Sin mí, dice, nada podéis hacer (Jn 15, 5). Pero añade san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4, 13).

El amor, por naturaleza, es constante y quisiera ser eterno. Sólo la idea de una ausencia o de una separación es para él un tormento. Por ello Jesús tranquiliza a sus discípulos: “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). Jesús nos asegura que la comunidad de vida entre Él y su discípulo será perpetua.

Mas el amor requiere más que una comunidad de bienes y de vida: requiere una unión, unión real y personal.

Pues bien: el amor de Jesús ha logrado crear esta admirable unión de amor. Pero no podrá tener lugar de un modo perfecto, sino entre Él y el discípulo del amor sacramentado. Porque podrá el hombre amar a sus semejantes hasta la entrega de sus bienes y la comunidad de vida, hasta la unión corporal y moral; pero nunca podrá llegar a conseguir la unión real de la manducación. Este es el límite supremo, el último grado a que llega el poder del amor de Jesús para con el hombre: Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él (Jn 6, 57). Dos personas unidas realmente y conservando cada una su personalidad y su libertad: la persona adorable de Jesucristo y la persona del comulgante, tal es el fenómeno más sorprendente del amor; ved aquí la extensión de la encarnación, la gracia y la gloria de la madre de Dios participadas por todos los que comulgan.

Por esta unión maravillosa, Jesucristo comunica a sus fieles su vida sobrenatural con el objeto de que ellos a su vez le ofrezcan su vida de amor, y pueda Él crecer, trabajar, sufrir y perfeccionarse en las almas, de tal suerte que cada cristiano sea la prolongación de Jesucristo; Jesús viene a ser la cabeza; los fieles los miembros; Jesús la vid; los fieles los sarmientos; Jesús el espíritu; los fieles el cuerpo; los fieles prestan su trabajo, Jesús les concede la gracia y la gloria del éxito.

Con semejante unión, ¿qué no podrá el amor divino en el hombre? Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros os será concedido todo lo que pidiereis. Aquel que permanece en mí y en quien yo permanezco, ése es el que produce mucho fruto (Jn 15, 5. 7).

Un árbol plantado en buena tierra, a la vera de una corriente de aguas vivas, expuesto a la acción vivificadora del sol y aislado de otras plantas que le pudieran dañar, produce de ordinario frutos excelentes, o bien se halla sin vida o ha sido comido por los gusanos.

  1. c) El Espíritu Santo completa en el alma amante la obra del Padre y del Hijo. Su misión es la de perpetuar y perfeccionar a Jesucristo en sus miembros. Por eso el amor de los apóstoles no fue perfecto hasta que recibieron al Espíritu Santo. Su misión divina es la de formar a Jesucristo en sus discípulos, enseñarles interiormente su verdad comunicándoles unción y amor; darles fuerzas para confesar esta divina verdad, y ser sus testigos fieles y valerosos ante reyes y pueblos; infundir en su alma el espíritu de Jesús para que vivan de su vida y costumbres y puedan exclamar como el apóstol: “Ya no soy yo quien en mí vive”; ya no soy el principio y fin de mi vida, sino que “quien en mí vive es Jesucristo”.

El Espíritu Santo, educador y santificador del hombre, según Jesucristo, morará siempre en él como en su templo. El Espíritu Santo será el inspirador de sus buenas obras, el autor de su oración, el que le dictará su palabra; quien sobrenaturalizará sus acciones libres y alimentará sin cesar su amor, hasta que, convertido ya en varón perfecto en Jesucristo, comparta su triunfo en el cielo, sentado, sobre su trono y coronado con su gloria. La acción divina e incesante del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sobre el alma le confiere un amor de fuerza y poder admirables. La llama guarda proporción con la naturaleza y poder del fuego, el movimiento está en razón del motor; el hombre en razón de su amor.

El amor de Jesucristo debe ser, por tanto, la primera ciencia y la primera virtud del cristiano, así como es su ley y su gracia suprema.