Presentación de la Virgen María

Los tres méritos de la Virgen Niña

Conmemoración litúrgica el 21 de noviembre

Esta fiesta es una de las doce fiestas principales del año litúrgico oriental. Comienza a celebrarse a partir del año 543 y pasó al calendario romano en 1585. Fue en este tiempo en que se dedicó una basílica a La Virgen María la Nueva.

La liturgia bizantina trata a la Madre de Dios como “la fuente perpetuamente manante del amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor”.

En Occidente, se la presenta como el símbolo de la consagración que la Virgen Inmaculada hizo de sí misma al Señor en los albores de su vida consciente. Recordemos que muchos santos padres sostienen que la que sería la madre del salvador habría hecho voto de virginidad y que justamente por esto le pregunta al ángel que cómo sería posible que ella fuese la madre del Mesías si sabía que su voto había sido agradable a Dios.

«La presentación de la Virgen María no se encuentra en los cuatro evangelios. Sino que la tradición se remonta a partir del protoevangelio apócrifo de Santiago. […] donde se cuenta lo siguiente:

“María no tenía sino un año; Joaquín dijo a su fiel compañera: conduzcámosla al Templo para cumplir el voto que hemos hecho al Señor. Ana le respondió: esperemos más bien que ella cumpla sus tres años, cuando no tenga tanta necesidad de su padre ni de los cuidados de su madre… Está bien, dijo Joaquín…, [hasta que] llegó el momento solemne. Ana y Joaquín reunieron a las jóvenes de su tribu y se dirigieron hacia el templo del Señor. No llevaban ni cordero ni paloma, pero iban a ofrecer a aquella que debía concebir al Cordero de Dios para la Redención del mundo, la mística paloma de los jardines del cielo. Cuando los peregrinos llegaron al umbral del pórtico, la Virgen pequeñita, subió sola las gradas, con paso firme y seguro” [hasta aquí el texto del apócrifo].

Los autores de la vida espiritual encuentran aquí “tres méritos de parte de la Virgen niña” y que, a la vez, son perfecto ejemplo de cómo ha de ser nuestro obrar para con Dios:

1º) El mérito de la diligencia apremiante:
Puesto que presurosamente viene a ofrecerse a Dios. Y así también nosotros debemos ser prontos en atender las mociones de Dios, porque hay gracias actuales que vienen una sola vez y no las debemos dejar pasar; pensemos por ejemplo en cuántas veces hemos perdido oportunidades de hacer caridad, de dar un consejo, de ceder un lugar o llevar consuelo, o quizás tan sólo escuchar a quien nos necesita, y ya sea por pereza o negligencia nos tardamos demasiado y aquellas gracias se marcharon junto con la ocasión de realizarlas. María, en cambio, nos enseña a no ser tardos en cumplir la voluntad de Dios para no perder estas oportunidades. Para resaltar la importancia de esto, nos es suficiente considerar cuántas vocaciones a la vida consagrada se han perdido por haber dejado esperando a Dios en vez de haber confiado en Él con prontitud.

2º) El de la generosidad completa:
Porque María va a inmolarse al templo, deja a su padre y a su madre… y una vez que toma el arado no mira para atrás . Así también debemos hacer nosotros, no como aquellos que le ponen condiciones a Dios, es decir, a Aquel que “incondicionalmente” nos ama y nos ofrece sus dones; María en cambio no se reserva nada para sí, es toda y completamente de Dios, y a esta generosidad estamos todos llamados, y sólo se consigue en la medida que amemos más y más a Dios.

3º) Y el tercer mérito es el de una fidelidad inviolable: María sube de virtud en virtud; porque “toda alma fiel va asimilando la imagen de aquel a quien ama” mediante las virtudes, y esta fidelidad es una exigencia de conciencia para nosotros, los creyentes, ya tenemos un Señor que a la vez es Padre, y perfectísimo, quien nos ha regalado la Fe, llave segura para alcanzar el Cielo y que jamás debemos estropear mediante la infidelidad, es decir, cada vez que un alma deja los criterios del Evangelio por los del mundo. María santísima, en cambio, nos da ejemplo de un corazón regido libre y dócilmente por el Espíritu Santo, siendo así completamente fiel a sus mociones.

En este día de la presentación de María santísima, a ella le pedimos la gracia de estar con el alma siempre presentable para Dios y de no dudar jamás de su exclusiva intercesión ante su Hijo, repitiendo las palabras de san José Mª Escribá de Balaguer: «La Virgen Santa Maria, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza.»

P. Jason Jorquera M.

 

Morir, meditación sobre el pecado II/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

7. Morir a la verdadera vida

Y hablemos ahora de la verdadera muerte. El que peca muere a la vida divina, a la gracia. Rompe el lazo… vive para Satán, ¡Dios muere! La Gracia consiste en la presencia de Dios en el alma: Vendremos a él y haremos nuestra morada en él (Jn 14,23). Esa presencia amistosa desaparece: Dios no puede ausentarse del alma porque dejaría de ser, pero está en ella como el condenado, como el Dios ofendido, el Juez… no hay vínculo de amor… ¡aunque haya llamados de amor que nunca faltan mientras uno está en vida!

8. Morir a la filiación divina

Ya a Dios no lo puede llamar su Padre, porque no lo es para él: El hombre no es por naturaleza hijo, es siervo. Pasa a serlo por la adopción que se nos da por la gracia. Perdida la gracia, pasa a ser hijo de Satán, hijo de perdición, pero no “hijo de Dios”. ¿Exageración? ¡Es el núcleo de la fe! Que fulano tal vez no pecó porque no tenía bastante conocimiento… puede ser, pero cuando hay pecado se es hijo de Satán, no de Dios; se desarticula del Cuerpo Místico y pasa a formar parte del cuerpo místico del anticristo. ¿Hemos pensado lo que esta tragedia significa?

9. Morir a la filiación de María

María es madre mía en cuanto yo estoy unido con Cristo su Hijo Unigénito. La maternidad de María es consecuencia de mi unión mística con Jesús. Al romper con él, rompo también con María. ¡Un pecado! Si mirara a María ¿tendría valor de hacerlo? Uno vino a confesarse profundamente arrepentido porque había visto llorar a su madre… La leyenda del corazón de la madre que habla. “No permitas, madre, que me separe jamás de ti. Y si lo estoy, Ella ora a su hijo porque este hijo muerto resucite”. Acude a Ella, lleno de confianza y ¡pídele la gracia de ser de nuevo su hijo!

10. Morir a la amistad de Jesús

No te llamaré siervo sino amigo le dijo a Judas, a quien le lavó los pies, y momentos antes de ser aprehendido: Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? (cf. Jn 15,15; Lc 22,48). El que lo entregó había sido escogido, como yo, por Cristo para ser su amigo, para vivir su vida, para vivir con Él. Y qué delicadezas las de Jesús para las almas que aceptan su amistad: mora en sus almas, los visita cada día, los perdona, los alienta, los enriquece, oye sus plegarias, se hace cargo de sus intereses. “Cuida tú de mí, que yo cuidaré de ti”. Lee el capítulo de la Imitación sobre la amistad de Jesús. ¡Qué dulce es esa hora en que Jesús está presente, cómo todo parece suave, fácil, llevadero! Al enfermar me vendrá a ver por el viático, ungirá mis miembros; al separarse mi alma me esperará en la otra orilla, y puedo confiar que por amor a mí, su amigo, salvará a mis parientes y amigos, pues es tan fino que no querrá verme separado de los que yo amo. Multiplicará sus llamados. Querrá que se mantengan intactos en la eternidad los vínculos de un amor que él puso en mi alma y bendijo. Pecar es morir a esa amistad, la más dulce, la más profunda, la más necesaria. ¡Oh, Jesús!, amigo de mi alma… si voy a pecar átame, o mátame, pero pecar nunca, traicionar tu amistad, ¡jamás!

11. Morir, peor, matar a Jesús mi amigo

Él murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero. El Viernes Santo, al besar el Cristo ¡yo lo maté! Cada pecado crucifica de nuevo a Cristo en su corazón. Si Él no hubiera muerto por rescatarme, vendría del cielo a la tierra para abrirme el cielo: La malicia del pecado sería suficiente para traer a Cristo del cielo a la cruz. Lo hemos muerto muchos, pero si yo, confabulado con otros, a una vez, hubiese dado un golpe en el corazón de mi Padre ¿me excusaría el que hubiésemos sido muchos? Sabiendo que es Él, ¿hay algo que excuse mi parricidio?

Si estas verdades me parecen exageraciones es porque o hay ignorancia, o porque mi fe es desleída. En la Edad Media se pecaba, y mucho, ¡pero qué hondura de arrepentimiento! ¡Qué leyendas -como la que inicia L´annonce faite à Marie – el beso, la lepra! Y la aceptaban felices de ser castigados aquí, hoy nos quejamos de todo y nos parece mucho, nosotros los que hemos muerto a Cristo. Nunca más quejarme: ¡mi vida en espíritu de expiación! Quién así muere, habiendo muerto a todo, habiendo dado muerte a todo, ¿será pues de extrañar que para él pecar sea morir a la vida eterna?

12. Morir a la vida eterna

¿Cómo podrá entrar al cielo quien muera sin arrepentimiento del deicidio que ha causado? Quien muera habiendo puesto, a plena conciencia, de nuevo a Cristo en Cruz. ¿Podrá pretender tener parte con Dios, en su felicidad, quien lo ha negado hasta el fin, quien no ha aceptado las reiteradas invitaciones al perdón, quien habiendo visto a Jesús, que viene a buscarlo como el Pastor a su ovejita, se resiste para poder seguir pecando, quien le dice un despectivo: “después, ¡ahora déjame!”? Llega un momento, el momento de Dios, en que la vida humana ha de terminar aquí ¿qué sucederá? ¿Podrá quejarse al oír esa sentencia de condenación: ¡Apártate de mí, maldito, al fuego eterno! (cf. Mt 25,41). ¡Ah! Somos cristianos, ¿pero tenemos fe en la grandeza de Dios? ¿Por qué lo tratamos peor que al peor de los sirvientes? ¿Y todavía nos quejamos?

Pecar es morir a todo lo que vale en la vida, y ¡¡morir para siempre allá!! No más felicidad, ni esperanza de reconciliación. La Iglesia ha condenado a los mitigacionistas. La jugada de todo para siempre. ¡¡No es broma!! El que pierde esa partida lo pierde todo. Salvarse y ver a Dios es vivir. Condenarse es perecer a la felicidad, morir a la dicha, mil veces peor que morir simplemente.

Morir ¿en cambio de qué? ¿Qué me dio el pecado?

La idea de Monseñor Sheen y Newman: el hombre moderno siente como nadie el azote, el chicotazo del pecado, el remordimiento que lo tortura. Un rato de placer, que una vez pasado, ¿qué daría uno porque no hubiera pasado? Imposible. Le coeur de l´homme vierge… Toute l´eau de la mer…. Un sabor amargo… un ánimo cortado, deshecho, avergonzado, asqueado de sí mismo… Una mirada que no sabe fijarse tranquila… ¡Una falta de ánimo para luchar! Es la huella de Dios que marea al pecador, como una gracia. Ese dolor, esa vergüenza, es una gracia. ¡¡Ay de él el día que no exista eso!!

¿He muerto en mi vida? ¿Estoy vivo? ¿Tengo conciencia de estar en gracia de Dios? ¡Qué hermosa ocasión de repasar mi vida, de dolerme y llorar mis culpas!

¿Estoy muerto? Aún mi muerte no es definitiva. Lo será si rechazo la Gracia que me llama. Durante esta meditación yo he pensado tal vez como otro joven que se parece bastante a mí, en la pobreza de mi vida por el pecado. Y miro mi vida; ¡tantas ruinas acumuladas! Cuando Dios tenía derecho a esperar tanto de mí porque me ha dado tanto… Tomo mi cabeza entre mis manos y lloro mis faltas… y al levantarla veo a mi Padre que me tiende sus brazos, que me echa los brazos al cuello, veo a Jesús que me muestra su Corazón abierto, veo a mi Madre que me muestra a Jesús y me dice: Él te aguarda, yo rogaré por ti. No temas. Con esta disposición prepáreme a una confesión contrita, Padre yo no soy digno… ¡hijo!

Madre ruega por mí. Excitar el dolor. Tomar en serio, en serio esa tragedia que es la muerte a todo. Señor, tú has venido a traer la vida, dame esa vida, dame esa abundancia de vida. ¡Yo quiero vivir!

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

Morir, meditación sobre el pecado I/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:

“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,

muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.

Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.

Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.

  1. Morir a la verdad

El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.

  1. Morir a la belleza

El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.

Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.

Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.

  1. Morir a la delicadeza

Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.

A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…

Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.

  1. Morir a la dignidad

¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?

  1. Morir a los ideales

Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!

  1. Morir a las realidades

Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

El alma de los santos

¿Qué cosa especial tienen los santos?

San Alberto Hurtado

Santa Gianna Beretta Molla

Hombres que conservan su naturaleza humana innata, con todas sus características de educación, de herencia, de temperamento y de carácter personal. Conservan su tendencia a la mansedumbre o a dominar; al sentido de lo ridículo o de lo sublime o a ambos; a la timidez o a la audacia, como cualquier otro ser. Si poseen una brillante inteligencia, la santidad no los transforma en tontos; y al revés, si son individuos sencillos y humildes, no se convierten súbitamente en filósofos.

¿Qué cosa especial tienen los santos?

Creen, y actúan conforme a sus creencias, y creen, con una convicción absoluta, cosas que la mayor parte de nosotros no cree sino vagamente. No creen que este mundo sea una ilusión o un sueño, puesto que no lo es, pero saben que carece enteramente de sentido si está apartado de Dios, su Creador. Lejos de Dios, o no haremos absolutamente nada o seremos criminales. ¿Podríamos respirar sin aire? ¿Podríamos esperar llenos de confianza si no sabemos a dónde hemos de llegar, o que el término es la nada? No. Para el santo, Dios es nuestro origen, nuestro fin, y el medio en que vivimos.

San José Sánchez del Río

Pero el santo vive en una elevación, en una intensidad y perseverancia que nacen de algo más: los santos saben que viven en Cristo, que en ellos vive Cristo (cf. Gal 2,20). Ese don gratuito, que se llama gracia, se infunde en todo su ser y hace que obren en todo sobrenaturalizados. De ahí que casi instintivamente buscan ser semejantes a Cristo y tienden a desembarazarse de todo lo que pueda perturbar esa semejanza. No existe para un santo cosa alguna que lo mueva a trabajar para su fama, su riqueza, su confort. A no ser que quiera engañarse a sí mismo, tratará en primer lugar de obtener un aniquilamiento total, la humillación de su persona, la mayor pobreza posible y, aún más, el sufrimiento. Porque aunque ningún cristiano rinda morbosamente culto al dolor como tal, sabe perfectamente que la vida de Cristo terminó y culminó en su Pasión y su terrible muerte, y se sentirá desgraciado sólo con ver que su vida se desarrolla tranquila y fácilmente. En una palabra, no son argumentos, sino puro amor a Jesucristo, lo que hace al santo desear el sufrimiento por Cristo y juntamente con Él. Entrará con Cristo en su agonía, sentirá quebrársele el corazón ante el gran pecado del mundo: ante la injusticia, la crueldad, la codicia y el orgullo; formas todas en que se expresa el culto de sí mismo.

De aquí las penitencias de los santos, de aquí sus misteriosas crucifixiones interiores. Ellos comprenden la vida, ven sus lados buenos, perciben el inmenso dolor humano, pero en medio de todo, como la causa de todo mal, perciben el pecado que corrompe las almas y hace peligrar su eternidad. Por eso, al ungir a los leprosos y curar sus llagas, sus cuidados no se detenían allí sólo, sino que llegaban hasta el alma con sus miserias y pecados.

Los santos son, pues, totalmente humanos, pero comienzan con lo primero: Dios; Dios revelado en Jesucristo. Ellos se mueven al único fin del hombre, Dios; Dios alcanzado a través de Cristo y por su mediación. Cristo es su Luz, de modo que no se engañan; Cristo es su Camino, sin el cual se detendrían en la ociosidad; Cristo es su Alimento que, de no tenerlo, desmayarían en tan larga jornada; Cristo es su Vida, aún ahora, de modo que por Él se convierten en los buenos pastores de las almas; Cristo es su Vida venidera, de modo que, viviendo en Él, siguen obrando activamente entre los mortales.
¡Quiera Dios enviar santos a nuestra Patria y a nuestro siglo! Quiera Cristo obrar tan vivamente que el germen de santidad, que existe en todos los hombres, llegue hasta donde puede realmente llegar, y nuestras vidas se enriquezcan, se cristianicen, y cristianicen a otros muchos elevándolos al plano de lo divino.

¡Señor, dame almas!, suplica el santo. ¡Señor, danos santos!, debiera ser la oración de nuestro pobre mundo confundido y atormentado.

L a b ú s q u e d a d e D i o s, pp. 217-218
s59y13b

La Eucaristía es el tesoro más valioso que la Iglesia ha heredado de Cristo

Solemnidad del “Corpus Christi”,
14 de junio, 2001

San Juan Pablo II

1. “Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum”: “Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos” (Secuencia). Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos. La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el “santísimo Sacramento”, memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel “jueves” que todos llamamos “santo”, en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. “Lauda, Sion, Salvatorem!” (Secuencia). La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don “supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él” (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. “Tantum ergo sacramentum veneremur cernui”: “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”. En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20). En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está “con nosotros”, que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. “Ecce panis angelorum…, vere panis filiorum”: “He aquí el pan de los ángeles…, verdadero pan de los hijos”. Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron “las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años”. Es preciso seguir nuestro camino “recomenzando” desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna. Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.

5. “Comieron todos hasta saciarse” (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación. Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio. Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad. Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal. Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, “aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos”. Amén.

(©L’Osservatore Romano – 22 de junio de 2001)