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Hasta el Cielo amigo…

A la memoria de Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia.
No es nada nuevo el afirmar que las gracias que Dios nos concede deben ser siempre agradecidas de nuestra parte, y cuánto más cuando son gracias en el ámbito más espiritual, es decir, no tan sólo por haber recibido algún beneficio en el plano material, sino que de manera muy especial cuando estas gracias tienen por objeto directamente el beneficio del alma. Pues bien, dentro de estas gracias nos podemos encontrar con algunas que, desde el punto de vista sensible, parecen ser una especie de amalgama agridulce entre la pena y la confianza, la tranquilidad y la nostalgia; tal es el caso del reciente fallecimiento de nuestro amigo Daniel Rodríguez, primer feligrés del Monasterio de la Sagrada Familia, portador y benefactor de la imagen de nuestra Señora del Rosario que se encuentra en el jardín central del monasterio, quien junto con la pena natural por su partida, nos ha dejado aquel misterioso consuelo sobrenatural de la paz que se queda siempre con el recuerdo de aquellas personas que han tenido la gracia de prepararse para el encuentro definitivo con Dios, luego de grandes sufrimientos ofrecidos en el trance último de su vida terrena.
Ciertamente que la Virgen tuvo un gran rol en este último tiempo en que tuvimos a Daniel entre nosotros, pues puedo afirmar con gran alegría y certeza que él jamás se fue del monasterio sin “pasar a saludar a la Virgen”, como él mismo solía decir, y este es uno de los más devotos y hermosos recuerdos que me quedaron de estos 7 años de amistad con él.
Primero vino un cáncer, hace algunos años, del cual se curó sin explicación médica; luego vino un acv y otro cáncer que, esta vez, fue mucho más agresivo, al punto de dificultar la venida de Daniel a la santa Misa de los sábados por la tarde, razón por la cual el contacto comenzó a ser menos constante físicamente y más telefónico; pero eso no impidió algunas visitas al monasterio para rezar en la capilla y saludarnos cuando la salud lo permitía, ni posteriormente la administración de los sacramentos yendo nosotros a su casa que está a 10 minutos solamente del monasterio. Sin embargo, las últimas dos semanas todo cambió: Daniel ya no podía hablar, y aún así se alegraba mucho cada vez que lo visitábamos, al igual que su esposa, con quien nos manteníamos en contacto y quien nos ha regalado también un gran ejemplo de lo que significa su matrimonio, el cual -dicho sea de paso-, se celebró aquí en Séforis porque así lo quisieron. En todo momento acompañando a su esposo, y prácticamente viviendo en el hospital el último tiempo, siempre fue notable el amor conyugal que decoró hermosamente el sufrimiento que Daniel ofrecía.
Una gracia especial fue el haber podido ser trasladado al hospital de la Sagrada Familia en Nazaret, a 15 minutos del monasterio y de su casa, recibiendo allí aún más visitas y siendo acompañado por abundantes oraciones que nos llegaban por él desde diferentes partes del mundo: familiares, amigos, devotos desconocidos; conventos, monasterios, laicos y religiosos nos escribían y nosotros les enviábamos los mensajes a su esposa, quien se los leía cuando no éramos nosotros al visitarlo, donde rezábamos con él y le leíamos también el Evangelio, le hablábamos o simplemente le sosteníamos la mano que él de vez en cuando apretaba cuando ya no podía moverse. No faltaron los mensajes y hasta algún que otro video de algún misionero comprometiendo sus oraciones y saludándolo, así como de sus “compañeros de feligresía”, quienes también estuvieron siempre preocupados por él y nos acompañaron en su funeral, el cual fue realmente hermoso, pues llegada la hora del responso de pronto se nos llenó el lugar para la celebración, ya que eran muchos quienes lo estimaban.
Personalmente debo decir que no fue fácil comenzar la ceremonia de despedida. Los sacerdotes de vida apostólica, y más todavía los párrocos, ciertamente tendrán más experiencia en este ámbito, pero para mí fue la primera vez que realizaba un funeral y encima a un amigo, a quien dos días antes había ido a visitar y a quien mientras le contaba un poco sobre el Cielo me había apretado fuertemente la mano, por lo cual en mi interior pensé que habría cierta mejoría… aunque, en realidad, qué mejor que partir a la eternidad luego de haber recibido los santos sacramentos de la fe que profesaba. Sea como sea la emoción general se dejaba sentir y se pudo ver claramente al momento de “decir unas palabras”, donde su esposa, hijos y amigos lo recordaron con respetuosa emotividad.
Con el grato consentimiento de la esposa de Daniel les compartimos este sencillo homenaje a quien fuera la primera persona en venir regularmente a rezar a este santo lugar durante años y compartir con los primeros monjes, por quienes siempre nos preguntaba. Aquí nos quedan tanto los buenos recuerdos en la capilla, donde era nuestro lector habitual, cuanto los momentos en que nos visitaba después de la santa Misa de los sábados (donde acostumbramos a tomar el café de despedida hasta hoy siguiendo las tradiciones locales), y alguna que otra visita durante la semana cuando podía para “tomarnos unos mates” entre alguna consulta espiritual o simplemente una visita fraternal.
Encomendamos a sus oraciones el alma de Daniel y de todos los fieles difuntos, así como también por los moribundos, para que también ellos puedan ser asistidos espiritualmente de tal manera que su enfermedad se convierta en la serena antesala del Cielo, donde ya no hay sufrimientos ni enfermedades, y donde esperamos encontrar a aquellos seres queridos que partieron antes que nosotros hacia la meta y gozo final e imperecedero.
Decía san Alberto Hurtado que, “…en el momento de la muerte no queda ya donde ocultarse: el alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no quedan más que ella y su Dios. El concepto cristiano de la muerte es inmensamente más rico y consolador: la muerte para el cristiano es el momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. La muerte para el cristiano es el encuentro del Hijo con el Padre; es la inteligencia que halla la suprema verdad, es la inteligencia que se apodera del sumo Bien. La muerte no es muerte. Lo veremos a Él cara a cara, a Él nuestro Dios que hoy está escondido. Veremos a su Madre, nuestra dulce Madre, la Virgen María. Veremos a sus santos, sus amigos que serán también nuestros amigos; hallaremos nuestros padres y parientes, y aquellos seres cuya partida nos precedió. En la vida terrestre no pudimos penetrar en lo íntimo de sus corazones, pero en la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones.”
P. Jason,
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La Virgen María, modelo de la Iglesia en el culto divino

Catequesis de Juan Pablo II

(10-IX-97)

  1. En la exhortación apostólica Marialis cultus el siervo de Dios Pablo VI, de venerada memoria, presenta a la Virgen como modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto. Esta afirmación constituye casi un corolario de la verdad que indica en María el paradigma del pueblo de Dios en el camino de la santidad: «La ejemplaridad de la santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno» (n. 16).
  2. Aquella que en la Anunciación manifestó total disponibilidad al proyecto divino, representa para todos los creyentes un modelo sublime de escucha y de docilidad a la palabra de Dios.

Respondiendo al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), y declarándose dispuesta a cumplir de modo perfecto la voluntad del Señor, María entra con razón en la bienaventuranza proclamada por Jesús: «Dichosos (…) los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28).

Con esa actitud, que abarca toda su existencia, la Virgen indica el camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento esencial del culto, que caracteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo permite comprender que el culto no consiste ante todo en expresar los pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla operativa en la vida diaria.

  1. Toda celebración litúrgica es memorial del misterio de Cristo en su acción salvífica por toda la humanidad, y quiere promover la participación personal de los fieles en el misterio pascual expresado nuevamente y actualizado en los gestos y en las palabras del rito.

María fue testigo de los acontecimientos de la salvación en su desarrollo histórico, culminado en la muerte y resurrección del Redentor, y guardó «todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).

Ella no se limitaba a estar presente en cada uno de los acontecimientos; trataba de captar su significado profundo, adhiriéndose con toda su alma a cuanto se cumplía misteriosamente en ellos.

Por tanto, María se presenta como modelo supremo de participación personal en los misterios divinos. Guía a la Iglesia en la meditación del misterio celebrado y en la participación en el acontecimiento de salvación, promoviendo en los fieles el deseo de una íntima comunión personal con Cristo, para cooperar con la entrega de la propia vida a la salvación universal.

  1. María constituye, además, el modelo de la oración de la Iglesia. Con toda probabilidad, María estaba recogida en oración cuando el ángel Gabriel entró en su casa de Nazaret y la saludó. Este ambiente de oración sostuvo ciertamente a la Virgen en su respuesta al ángel y en su generosa adhesión al misterio de la Encarnación.

En la escena de la Anunciación, los artistas han representado casi siempre a María en actitud orante. Recordemos, entre todos, al beato Angélico. De aquí proviene, para la Iglesia y para todo creyente, la indicación de la atmósfera que debe reinar en la celebración del culto.

Podemos añadir asimismo que María representa para el pueblo de Dios el paradigma de toda expresión de su vida de oración. En particular, enseña a los cristianos cómo dirigirse a Dios para invocar su ayuda y su apoyo en las varias situaciones de la vida.

Su intercesión materna en las bodas de Caná y su presencia en el cenáculo junto a los Apóstoles en oración, en espera de Pentecostés, sugieren que la oración de petición es una forma esencial de cooperación en el desarrollo de la obra salvífica en el mundo. Siguiendo su modelo, la Iglesia aprende a ser audaz al pedir, a perseverar en su intercesión y, sobre todo, a implorar el don del Espíritu Santo (cf. Lc 11,13).

  1. La Virgen constituye también para la Iglesia el modelo de la participación generosa en el sacrificio.

En la presentación de Jesús en el templo y, sobre todo, al pie de la cruz, María realiza la entrega de sí, que la asocia como Madre al sufrimiento y a las pruebas de su Hijo. Así, tanto en la vida diaria como en la celebración eucarística, la «Virgen oferente» (Marialis cultus, 20) anima a los cristianos a «ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2,5).

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-IX-97]

LA VIRGEN MARÍA, CASA DE LA DIVINA SABIDURIA

De los sermones de san Bernardo

 

  1. Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien , los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Cogeré a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención.
  2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: “Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”; y en seguida: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”. Y otra vez: “El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros” . Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad.
  3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza” Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: “Dios te salve, llena de gracia”, no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas .
  4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura. También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda.

 

Morir, meditación sobre el pecado II/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

7. Morir a la verdadera vida

Y hablemos ahora de la verdadera muerte. El que peca muere a la vida divina, a la gracia. Rompe el lazo… vive para Satán, ¡Dios muere! La Gracia consiste en la presencia de Dios en el alma: Vendremos a él y haremos nuestra morada en él (Jn 14,23). Esa presencia amistosa desaparece: Dios no puede ausentarse del alma porque dejaría de ser, pero está en ella como el condenado, como el Dios ofendido, el Juez… no hay vínculo de amor… ¡aunque haya llamados de amor que nunca faltan mientras uno está en vida!

8. Morir a la filiación divina

Ya a Dios no lo puede llamar su Padre, porque no lo es para él: El hombre no es por naturaleza hijo, es siervo. Pasa a serlo por la adopción que se nos da por la gracia. Perdida la gracia, pasa a ser hijo de Satán, hijo de perdición, pero no “hijo de Dios”. ¿Exageración? ¡Es el núcleo de la fe! Que fulano tal vez no pecó porque no tenía bastante conocimiento… puede ser, pero cuando hay pecado se es hijo de Satán, no de Dios; se desarticula del Cuerpo Místico y pasa a formar parte del cuerpo místico del anticristo. ¿Hemos pensado lo que esta tragedia significa?

9. Morir a la filiación de María

María es madre mía en cuanto yo estoy unido con Cristo su Hijo Unigénito. La maternidad de María es consecuencia de mi unión mística con Jesús. Al romper con él, rompo también con María. ¡Un pecado! Si mirara a María ¿tendría valor de hacerlo? Uno vino a confesarse profundamente arrepentido porque había visto llorar a su madre… La leyenda del corazón de la madre que habla. “No permitas, madre, que me separe jamás de ti. Y si lo estoy, Ella ora a su hijo porque este hijo muerto resucite”. Acude a Ella, lleno de confianza y ¡pídele la gracia de ser de nuevo su hijo!

10. Morir a la amistad de Jesús

No te llamaré siervo sino amigo le dijo a Judas, a quien le lavó los pies, y momentos antes de ser aprehendido: Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? (cf. Jn 15,15; Lc 22,48). El que lo entregó había sido escogido, como yo, por Cristo para ser su amigo, para vivir su vida, para vivir con Él. Y qué delicadezas las de Jesús para las almas que aceptan su amistad: mora en sus almas, los visita cada día, los perdona, los alienta, los enriquece, oye sus plegarias, se hace cargo de sus intereses. “Cuida tú de mí, que yo cuidaré de ti”. Lee el capítulo de la Imitación sobre la amistad de Jesús. ¡Qué dulce es esa hora en que Jesús está presente, cómo todo parece suave, fácil, llevadero! Al enfermar me vendrá a ver por el viático, ungirá mis miembros; al separarse mi alma me esperará en la otra orilla, y puedo confiar que por amor a mí, su amigo, salvará a mis parientes y amigos, pues es tan fino que no querrá verme separado de los que yo amo. Multiplicará sus llamados. Querrá que se mantengan intactos en la eternidad los vínculos de un amor que él puso en mi alma y bendijo. Pecar es morir a esa amistad, la más dulce, la más profunda, la más necesaria. ¡Oh, Jesús!, amigo de mi alma… si voy a pecar átame, o mátame, pero pecar nunca, traicionar tu amistad, ¡jamás!

11. Morir, peor, matar a Jesús mi amigo

Él murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero. El Viernes Santo, al besar el Cristo ¡yo lo maté! Cada pecado crucifica de nuevo a Cristo en su corazón. Si Él no hubiera muerto por rescatarme, vendría del cielo a la tierra para abrirme el cielo: La malicia del pecado sería suficiente para traer a Cristo del cielo a la cruz. Lo hemos muerto muchos, pero si yo, confabulado con otros, a una vez, hubiese dado un golpe en el corazón de mi Padre ¿me excusaría el que hubiésemos sido muchos? Sabiendo que es Él, ¿hay algo que excuse mi parricidio?

Si estas verdades me parecen exageraciones es porque o hay ignorancia, o porque mi fe es desleída. En la Edad Media se pecaba, y mucho, ¡pero qué hondura de arrepentimiento! ¡Qué leyendas -como la que inicia L´annonce faite à Marie – el beso, la lepra! Y la aceptaban felices de ser castigados aquí, hoy nos quejamos de todo y nos parece mucho, nosotros los que hemos muerto a Cristo. Nunca más quejarme: ¡mi vida en espíritu de expiación! Quién así muere, habiendo muerto a todo, habiendo dado muerte a todo, ¿será pues de extrañar que para él pecar sea morir a la vida eterna?

12. Morir a la vida eterna

¿Cómo podrá entrar al cielo quien muera sin arrepentimiento del deicidio que ha causado? Quien muera habiendo puesto, a plena conciencia, de nuevo a Cristo en Cruz. ¿Podrá pretender tener parte con Dios, en su felicidad, quien lo ha negado hasta el fin, quien no ha aceptado las reiteradas invitaciones al perdón, quien habiendo visto a Jesús, que viene a buscarlo como el Pastor a su ovejita, se resiste para poder seguir pecando, quien le dice un despectivo: “después, ¡ahora déjame!”? Llega un momento, el momento de Dios, en que la vida humana ha de terminar aquí ¿qué sucederá? ¿Podrá quejarse al oír esa sentencia de condenación: ¡Apártate de mí, maldito, al fuego eterno! (cf. Mt 25,41). ¡Ah! Somos cristianos, ¿pero tenemos fe en la grandeza de Dios? ¿Por qué lo tratamos peor que al peor de los sirvientes? ¿Y todavía nos quejamos?

Pecar es morir a todo lo que vale en la vida, y ¡¡morir para siempre allá!! No más felicidad, ni esperanza de reconciliación. La Iglesia ha condenado a los mitigacionistas. La jugada de todo para siempre. ¡¡No es broma!! El que pierde esa partida lo pierde todo. Salvarse y ver a Dios es vivir. Condenarse es perecer a la felicidad, morir a la dicha, mil veces peor que morir simplemente.

Morir ¿en cambio de qué? ¿Qué me dio el pecado?

La idea de Monseñor Sheen y Newman: el hombre moderno siente como nadie el azote, el chicotazo del pecado, el remordimiento que lo tortura. Un rato de placer, que una vez pasado, ¿qué daría uno porque no hubiera pasado? Imposible. Le coeur de l´homme vierge… Toute l´eau de la mer…. Un sabor amargo… un ánimo cortado, deshecho, avergonzado, asqueado de sí mismo… Una mirada que no sabe fijarse tranquila… ¡Una falta de ánimo para luchar! Es la huella de Dios que marea al pecador, como una gracia. Ese dolor, esa vergüenza, es una gracia. ¡¡Ay de él el día que no exista eso!!

¿He muerto en mi vida? ¿Estoy vivo? ¿Tengo conciencia de estar en gracia de Dios? ¡Qué hermosa ocasión de repasar mi vida, de dolerme y llorar mis culpas!

¿Estoy muerto? Aún mi muerte no es definitiva. Lo será si rechazo la Gracia que me llama. Durante esta meditación yo he pensado tal vez como otro joven que se parece bastante a mí, en la pobreza de mi vida por el pecado. Y miro mi vida; ¡tantas ruinas acumuladas! Cuando Dios tenía derecho a esperar tanto de mí porque me ha dado tanto… Tomo mi cabeza entre mis manos y lloro mis faltas… y al levantarla veo a mi Padre que me tiende sus brazos, que me echa los brazos al cuello, veo a Jesús que me muestra su Corazón abierto, veo a mi Madre que me muestra a Jesús y me dice: Él te aguarda, yo rogaré por ti. No temas. Con esta disposición prepáreme a una confesión contrita, Padre yo no soy digno… ¡hijo!

Madre ruega por mí. Excitar el dolor. Tomar en serio, en serio esa tragedia que es la muerte a todo. Señor, tú has venido a traer la vida, dame esa vida, dame esa abundancia de vida. ¡Yo quiero vivir!

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

Vive contento

Extracto del capítulo diez del libro

“Humanismo Social” 

San Alberto Hurtado

 

“Contento Señor, contento”
Padre Hurtado

Hay algo que todos queremos unánimemente en todo el mundo: santos y pecadores, paganos y cristianos, grandes y chicos. Todos convenimos en una aspiración: La alegría; todos queremos ser felices.

Por eso, quien ha conseguido la felicidad ejerce una influencia inmensa, un poder de atracción enorme. Todos lo admiran, lo envidian, buscan su compañía, se sienten bien junto a él. En cambio, un hombre por más virtuoso que sea, si vive melancólico merecerá que se diga: Un santo triste, es un triste santo. Si vive lamentándose de todo, del tiempo, de las costumbres, de los hombres…, los hombres terminarán por alejarse de él, pues el corazón humano busca la alegría, lo positivo, el amor.

Y ¿cómo conseguir esa actitud de alegría que hay que tener en sí antes de poder comunicarla a los demás? Es necesario comenzar por salir del ambiente enfermizo de preocupaciones egoístas. Hay gente que vive triste y atormentada por recuerdos del pasado, por lo que los demás piensan de él en el presente, por lo que podrá ocurrirle en el porvenir. Viven encerrados en sí mismos y, claro está, no pueden salir. Cada idea que les viene a la mente parece hundirlos más en su pesimismo. Se parecen al que se hunde en el barro que mientras forcejea solo por salir, se hundirá más y más. Necesita tomarse de una fuerza extraña, distinta, para poder salir. Que se olviden, pues, de sí y se preocupen de los demás, de hacerles algún bien, de servirlos y los fantasmas grises irán desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro.

No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes.

Más aún: en los lazaretos, en los hospitales del cáncer se encuentran almas inmensamente más felices que en medio de las riquezas y en plenitud de fuerzas corporales. Una leprosa a punto de morir ciega, deshechos sus miembros por la enfermedad, escribía: “La luz me robó a mis ojos. A mi niñez su techo, mas no robó a mi pecho, la dicha ni el amor”.

La alegría no depende de fuera, sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial.

Para quien sabe que no se cae un cabello de nuestra cabeza sin que el Padre de los cielos, que es al propio tiempo su Padre, lo sepa ¿qué podrá entristecerlo? Como decía Santa Teresa: “Dios lo sabe todo, lo puede todo; me ama”. La gran receta para tener alegría, es vivir de fe.

Quienquiera ayudarse también de medios naturales comience por no dejarse tomar por una actitud de tristeza. Sonría aunque no quiera; y si ni eso puede, tómese los cachetes y haga el paréntesis de la sonrisa.

No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás.

¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Crea alegría en casa; fomenta buena voluntad y es la marca de la amistad. Es descanso para el aburrido, aliento para el descorazonado, sol para el triste y recuerdo para el turbado. Y, con todo, no puede ser comprada, mendigada, robada, porque no existe hasta que se da. Y en el último momento de compras el vendedor está tan cansado que no puede sonreír ¿quieres tú darle una sonrisa? Porque nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás.